El Instituto de Hepers

El trayecto es largo. Después de las dos primeras horas, hasta el viaje en un carruaje como éste se hace pesado con tanto bache. No está pensado para desplazamientos largos. Este tipo de recorrido es muy raro: la aparición mortal del sol cada doce horas restringe las posibilidades. De no ser por eso, se podrían cubrir mayores distancias. Probablemente la tecnología locomotora habría suplantado a los caballos hace mucho tiempo. En un mundo en el que, como dice el refrán, «la muerte nos mira a diario», los caballos —diseñados genéticamente para que su carne sea indeseable— reúnen las necesidades para los itinerarios cortos.

Nadie habla mientras atravesamos las afueras por carreteras cada vez más llenas de desniveles que terminan cediendo a la arena del desierto. Al final, unas cinco horas después, paramos enfrente de un anodino edificio gubernamental. Me bajo del carruaje con las piernas agarrotadas e inseguras. Por las llanuras ennegrecidas sopla un viento del desierto, cálido pero a la vez refrescante, que se me cuela por el flequillo.

—Hora de irnos.

Nos escoltan hasta el edificio gris. Al marchar, las botas de los oficiales levantan ligeras nubes de polvo. Hay varios carruajes más aparcados con los caballos atados pero aún garbosos del viaje; tienen los hocicos húmedos y anchos del cansancio y el calor emana de sus cuerpos. Cuento los vehículos rápidamente. Aparte del nuestro, hay cinco más. Lo que significa que hay siete ganadores del sorteo.

Nada de la sobriedad gris del exterior del edificio me prepara para la opulencia de su interior. Los suelos de mármol resplandecen con el tono marfil del craquelado antiguo. Las columnas jónicas están rematadas por volutas en las partes inferior y superior. El laberinto de pasillos y escaleras que se entrecruzan hace que me desoriente. Caminamos en fila, unos oficiales a la cabeza y otros por detrás. Las pisadas resuenan en el suelo, que está flanqueado por hileras de lámparas de mercurio. Ashley June avanza delante de mí a una distancia prudencial. Su cabello parece una antorcha que guía el camino.

El vestíbulo desemboca en una puerta doble con motivos plateados situada entre dos columnas corintias. Pero antes de llegar a ellas, al alcanzar otra puerta a la izquierda, el primer oficial se vuelve. Mientras golpea, la procesión realiza un extraño alto en el camino. Poco después, la puerta se abre.

El lúgubre pasillo está oscuro. En el centro hay un círculo de butacas reclinadas de terciopelo, colocadas como si fueran los números de un reloj. Todas, menos dos, están ocupadas. Escoltan a Ashley June, delante de mí, hasta una de ellas. A mí me dirigen a la que tiene al lado; me siento. Los oficiales, en posición de firmes, ocupan su lugar unos metros atrás.

En medio de un ambiente gris y tenebroso, los siete estamos sentados con las manos en las rodillas, las bocas cerradas y las puntas de los colmillos sobresaliendo ligeramente; miramos al frente. Los cazadores. Permanecemos totalmente quietos, como si las moléculas del aire tuvieran pegamento y nos hubieran fijado a cada uno en nuestro sitio.

La aparición de la oficial nos pilla por sorpresa. En lugar de vestir con atuendo militar y porte serio, luce un vestido de flores de manga larga con un estampado de dientes de león y rosas. Llega flotando con gracia desde la oscura periferia hasta el centro del círculo, donde un sillón de respaldo alto emerge poco a poco. Su presencia bondadosa y hogareña es más propia de una madre que de un militar. Con elegancia, toma asiento en la butaca que gira y sube. Al realizar el círculo completo, nos mira a todos a los ojos y, aunque de manera amable, nos estudia. Cuando su mirada se encuentra con la mía, me transmite una simpatía similar a la de los rayos de un atardecer de verano.

La suavidad de su voz no sorprende a nadie cuando empieza a hablar.

—Enhorabuena a todos. Vuestras vidas han dado un giro radical, nunca volverán a ser iguales. Hasta el final de vuestros días se os conocerá como «cazadores de hepers». —Se detiene unos instantes y mueve las orejas hacia arriba—. Aquel de vosotros que mate a más ejemplares, recibirá el título de campeón de la caza. Os aguardan una riqueza y una fama inimaginables.

»Durante los próximos días van a pasar muchas cosas. Transcurridas las cinco noches, liberaremos a los hepers. Doce horas después, dará comienzo la Caza. Entonces saldréis vosotros. —Casi de manera imperceptible, algunos echan la cabeza hacia atrás. Ella hace una pausa y, cuando retoma el discurso, la seriedad subraya sus palabras—. Durante las próximas horas es importante que os concentréis en el entrenamiento. Aprended todas las destrezas necesarias, absorbed los consejos exquisitos que os brindamos. Pensad que no se trata de hepers comunes como esos sobre los que habéis leído u oído cosas. Éstos son distintos, son especiales: se les ha entrenado en el arte de la evasión, saben cómo vivir a la fuga y, si es necesario, devolver el golpe. A lo largo de los años se les ha instruido para el combate cuerpo a cuerpo, para defenderse; hasta conocen nuestros puntos débiles. Os sorprenderíais al ver la… resistencia que pueden llegar a tener.

»Por ello debéis estar concentrados. Si empezáis a fantasear en exceso con su sangre, el cálido sabor de su carne en vuestro poder, el tacto de sus corazones batiendo velozmente entre vuestras uñas, la piel del cuello a punto de rasgarse con vuestros afilados colmillos o el sabor del primer chorro de sangre en la boca fluyendo como un torrente… —Su mirada se hace vidriosa. Entonces sacude la cabeza para aclararse los ojos—. Esto es lo que debéis evitar. Centraos en el entrenamiento para poder convertiros en uno de los vencedores, y no limitaros a ser unos soñadores. El premio es para los más rápidos. —Entonces su cara se transforma en un arcoíris.

»En breve se os acompañará a vuestras habitaciones. Descansad bien, porque mañana os espera un día maravilloso. Primero disfrutaréis de un fastuoso desayuno, y después haréis un recorrido por las instalaciones. Veréis los campos de entrenamiento, la sala de artillería, el centro de control, la sala de meditación, y el comedor. Y, para terminar, al final de la noche, os llevaremos hasta… la aldea heper.

Fuera del círculo, los oficiales dan un paso adelante y se colocan al lado de cada cazador. El mío, una estatua gris y huraña, ya se encuentra a mi derecha. Lleva un paquete en la mano.

—Bien —dice, aún sentada en el centro, mientras sigue girando lentamente—, coged el paquete. Leedlo cuando lleguéis a vuestras habitaciones. Contiene información valiosa. Ahora, cada escolta os conducirá hasta vuestros aposentos. Habéis vivido una noche larga y llena de emociones. Intentad descansar un poco. Mañana debéis madrugar.

Se levanta y desaparece en la oscuridad. En ese momento nos ponemos de pie y seguimos a nuestros escoltas, que nos hacen señas. A medida que nos dispersamos, el círculo se desintegra tranquila pero rápidamente. Nos conducen por pasillos distintos y puertas diferentes. Ahora lo único que queda son las butacas vacías, que siguen colocadas como los números de un reloj disfuncional, sin manecillas.

Mi escolta me conduce con brusquedad por un pasillo, subimos un tramo de escalera, pasamos por otro corredor, y después bajamos otra escalera sin hablar. Recorremos otro pasillo más, vagamente iluminado con velas, hasta que nos encontramos ante una gran puerta. El escolta se detiene y se vuelve hacia mí.

—Me han pedido que le ofrezca disculpas en nombre del Instituto de Hepers. Debido al número de ganadores del sorteo y la escasez que tenemos de habitaciones, a uno de ustedes no le queda más remedio que disponer de un alojamiento que está lejos de ser el ideal. Se decidió que sería para uno de los más jóvenes (su compañera de colegio o usted), y la caballerosidad exige que la última habitación de invitados del edificio principal se le conceda a la chica. La suya está en un pequeño inmueble separado que se encuentra a corta distancia. Por desgracia, la única manera de llegar allí es caminando por el exterior. Bajo el cielo abierto.

Entonces, antes de que pueda decir nada, abre la puerta y sale. La extensión del firmamento nocturno, con las llanuras del desierto extendiéndose debajo, me coge un poco por sorpresa. Las estrellas, como agujeritos plateados, se esparcen por el cielo como si fueran sal. El escolta refunfuña y se coloca un par de gafas de sol. La luna, en cuarto creciente, se sitúa justo por encima de las montañas, al este; su sonrisa torcida refleja el placer que siento por encontrarme en el exterior. La verdad es que me alegra estar separado del edificio principal y de todos los demás.

Andamos por un camino de ladrillo que nos lleva hasta un distante y pequeño edificio de losas de una sola planta.

—¿Qué ha dicho que era este lugar?

—Lo hemos convertido —responde sin mirarme—. Antes era una pequeña biblioteca, pero la hemos acondicionado para que le resulte un alojamiento cómodo. Está a la altura del de los demás.

Vuelvo a mirar al edificio principal. Por la fachada se diseminan algunas manchas aisladas de luz de mercurio. Por lo demás, está completamente a oscuras.

—Mire —me aclara el escolta observándome—, sé que se pregunta por qué no lo hemos podido alojar allí. Hay más habitaciones vacías que pelos tiene un heper. Yo mismo me lo pregunté, pero me limito a hacer lo que me piden. Y eso debería hacer usted también. Además, instalarse aquí tiene una ventaja. —Espero que continúe, pero niega con la cabeza—. Una vez lleguemos, ahora no. Le gustará, se lo prometo. Por descontado, querrá que le enseñe cómo funciona, ¿no?

Los ladrillos del camino son de un rojo vibrante, como si fueran recipientes translúcidos de sangre fresca.

—Construyeron esta senda hace un par de días —me cuenta— para hacerle el paseo un poco más agradable. —Hace una pausa para impresionarme y dice—: Nunca se imaginaría quién hizo el trabajo.

—No tengo ni idea.

Por primera vez se vuelve para mirarme.

—Los hepers.

Reprimo el impulso de abrir los ojos por la sorpresa.

—¡No puede ser! —exclamo haciendo un chasquido con la cabeza. Crac.

—Ya lo creo —contesta—. Los pusimos a trabajar. De día, por supuesto. Los nuestros hacían el turno de noche, pero cuando quedó claro que no podíamos tenerlo listo a tiempo, hicimos que ellos colaboraran. Trabajaron durante dos días seguidos. Les recompensamos con algo de comida extra. Esas criaturas hacen cualquier cosa por los alimentos.

—¿Quién los supervisaba? ¿Quién podía…? ¿Los dejaron vagar libremente?

El escolta sacude la cabeza con una mirada de «Cuánto te queda por aprender, chaval».

Abre las puertas principales. El interior es sorprendentemente aireado y espacioso, pero la transformación de biblioteca en habitación de huéspedes no está acabada. El único cambio ha consistido en colgar del techo unas asas para dormir. De no ser por eso, la sala tiene un aspecto literalmente intacto. Las estanterías están llenas de libros, hay viejos periódicos amarillentos sobre soportes de madera de cerezo, y mesas de lectura perfectamente alineadas. El olor a cerrado inunda el ambiente.

—Las asas para dormir —me dice mirando arriba—. Las instalaron ayer.

—¿Los hepers?

Mueve la cabeza con aires de suficiencia.

—Eso lo hicimos nosotros.

Me muestra el lugar a una velocidad vertiginosa. Me enseña la sección de consultas, los interruptores de luz de mercurio y el armario lleno de ropa para mí, y me explica el funcionamiento automático de las persianas mediante sensores de luz.

—Son muy silenciosas —añade—. No lo despertarán. —Habla con rapidez. Está claro que tiene algo en la cabeza—. ¿Desea probar las asas? Deberíamos comprobar que se ajustan correctamente.

—Seguro que me van bien. No soy quisquilloso.

—Bien. Acompáñeme; esto le gustará.

Con pasos rápidos y decididos, me conduce por un pasillo estrecho y después gira bruscamente al fondo de la biblioteca. Hay unos prismáticos encima de una cómoda situada al lado de una ventana cuadrada. Los coge y se pone a mirar por la ventana con la boca abierta y salivando de manera audible.

—Le voy a enseñar a usarlos porque usted me lo ha pedido. Sólo respondo a su solicitud —dice con tono robótico mientras mueve el zoom con el dedo índice—. Sólo porque me lo ha pedido.

—Oiga, déjeme mirar.

No me responde, y se limita a continuar mirando. Tiene las cejas arqueadas como las alas de una águila.

—Puede ajustar el zoom así —dice entre dientes—. Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y…

Su voz se apaga.

—¡Eh! —insisto.

—Y aquí está el foco —masculla deslizando los dedos por el control—. Permítame que le explique el funcionamiento. Ya que me lo ha preguntado usted. Es complicado, déjeme que se lo explique en detalle.

Al final se los arrebato de las manos. Él me agarra el antebrazo. No he visto cómo ocurría. Se ha movido muy rápido. Me clava las uñas y, por un momento horrible y repugnante, creo que me van a hacer un surco del que brotará la sangre. Me suelta de inmediato, por supuesto, hasta retrocede uno o dos pasos. La mirada vidriosa y distante persiste, aunque se va desvaneciendo con rapidez.

Tengo tres hendiduras, peligrosamente profundas, en la muñeca. Pero no hay sangre.

—Mis disculpas.

—No se preocupe.

Coloco el brazo por detrás de la espalda y me toco la hendidura con los dedos de la otra mano. Sigue sin humedecerse. Ni rastro de sangre. Si una minúscula gota traspasara, ya lo tendría encima.

—¿Se lo he explicado bien? —me suplica—. ¿Comprende cómo debe usarlos?

—Creo que sí.

—Tal vez una demostración más le…

—No, puedo hacerlo. —Con los prismáticos a la espalda, me doy la vuelta para mirar al exterior. La luna en cuarto creciente brilla tras una franja de nubes. Su fina luz se va apagando—. ¿Qué se supone que debo ver?

No me responde, así que me vuelvo a mirarlo. Por unos instantes, la claridad de sus ojos se vuelve de nuevo ligeramente opaca. Un chorro de saliva que aún no se había limpiado se le espesa por el mentón.

—Hepers —dice en un susurro.

No quiero que se quede detrás de mí, incordiándome con que le pida otra «demostración», así que espero hasta que se marcha. Cuando cojo los binoculares, me invade una mezcla de extraño pavor y emoción. Además de mi familia, nunca he visto a ningún heper.

Al principio no estoy seguro de lo que estoy buscando. Entonces la luz de la luna se filtra entre las nubes e ilumina una franja de tierra. Poco a poco giro los prismáticos en busca de algo: un indicio de un cactus, una roca, nada…

A lo lejos alcanzo a ver un pequeño grupo de cabañas de barro: la aldea heper. Supongo que se encuentra a menos de dos kilómetros. En el centro hay una especie de estanque, sin duda construido por el hombre, ya que ningún cuerpo de agua podría subsistir en este terreno. Todo permanece inmóvil. Las cabañas son tan indefinidas como el desierto.

Entonces veo algo. La luz de la luna resplandece por encima de las chozas en un arco cóncavo. Y es cuando me doy cuenta: hay un domo transparente que las cubre. Es bastante alto, se eleva unos cien metros por encima de las casas. La circunferencia encapsula la aldea entera.

Claro, ahora todo tiene sentido.

Sin el domo, los hepers se verían sumidos en el caos. ¿Qué le impediría a la gente merodear de noche por las cabañas cuando durmieran desprotegidos?

¿Quién les prohibiría hacer un festín si no estuvieran completamente sellados? Sin la cúpula protectora, no habrían sobrevivido ni una hora nocturna.

Hago zoom a las viviendas buscando alguna señal de vida, pero no se mueve nada. Los hepers duermen. No tengo oportunidad de verlos esta noche. Entonces sale uno de ellos.

Distingo muy poco hasta con prismáticos. Se trata de una figura delgada y femenina que se dirige hacia el estanque. Parece que lleva un cubo de algún tipo. Cuando llega al borde se agacha y lo llena. Juego con el foco hasta que la veo mejor. Entonces la reconozco: es la heper de la tele, la que sacó el último número del sorteo.

La observo levantarse y beber agua con las manos en forma de cuenco.

Me da la espalda, y mira hacia al este, a las montañas. Durante un rato se queda inmóvil. Entonces se agacha, ahueca las manos y vuelve a beber. Aun siendo un acto tan sencillo, se mueve segura y con gracia. De repente vuelve la cabeza en mi dirección, doy un salto hacia atrás. Quizá ha visto un reflejo de la lente de los binoculares. Pero no, mira más allá, al Instituto. Hago zoom para verle la cara. Los ojos. Los recuerdo de antes, en mi mesa, de un tono marrón como el tronco de un árbol talado.

Unos instantes después, da media vuelta y desaparece en el interior de una cabaña.