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Se acercó a la puerta y palpó la cerradura sintiendo cómo el corazón se le desbocaba en el pecho. Inconscientemente, se llevó la otra mano hasta el cuello, buscando el cordel del que hacía mucho tiempo había colgado la llave. Una voz a su espalda la sobresaltó.

—Amaia.

Se dio la vuelta mientras con un gesto automático desenfundaba su arma.

—James, ¡por Dios! ¿Qué haces aquí?

—La tía me dijo que vendrías aquí —dijo mirando la puerta del obrador un poco perplejo.

—La tía… —murmuró ella maldiciendo ser tan previsible—. Casi te pego un tiro —susurró guardando la Glock en su funda.

—Estaba… Estamos preocupados por ti, la tía y yo…

—Ya, vámonos de aquí —dijo mirando la puerta, aprensiva de pronto.

—Amaia… —James se acercó y le pasó un brazo por los hombros atrayéndola hacia él mientras caminaban en dirección al puente—. No entiendo por qué te comportas de pronto como si todos estuviésemos en tu contra. Yo entiendo tu trabajo y entiendo que has hecho lo que debías, y la tía también lo sabe. Ros cometió un error al no contarte lo de la chica, pero puedo entenderla, por muy poli que seas también eres su hermana pequeña, y creo que se sentía un poco avergonzada. Tienes que intentar entenderlo, porque la tía y yo lo entendemos, y nos damos cuenta de que has intentado facilitar las cosas siendo tú la que la interrogase en casa, y no en la comisaría.

—Sí —admitió ella relajando la tensión de su cuerpo y acercándose un poco más a su marido—. Quizá tengas razón.

—Amaia, hay algo más. Llevamos cinco años casados, y en este tiempo no sé si habremos pasado cuarenta y ocho horas seguidas en Elizondo. Siempre pensé que te ocurría lo que a muchas personas nacidas en pueblos pequeños, que después de vivir en una ciudad se vuelven urbanitas radicales. Creía que eso era lo que te ocurría a ti. Una chica criada en una zona rural que se va a vivir a una ciudad, se hace policía y deja un poco a un lado sus orígenes… Pero hay algo más, ¿verdad?

Se detuvo e intentó mirarla a los ojos, pero ella los evitó. James no se rindió y tomándola por los hombros la obligó a mirarle.

—Amaia, ¿qué está pasando? ¿Hay algo que no me cuentas? Estoy preocupado de verdad, si hay algo importante que nos afecta tienes que contármelo.

Ella lo miró, primero enfadada, pero al ver la preocupación e impotencia con que demandaba respuestas le sonrió tristemente.

—Fantasmas, James. Fantasmas del pasado. Tu mujer, que no cree en la magia, la adivinación, los basajaunes y los genios, está atormentada por fantasmas. He pasado años intentando esconderme en Pamplona, tengo una placa y una pistola y he evitado venir aquí durante mucho tiempo porque sabía que si volvía me encontrarían. Es todo, todo este mal, este monstruo que mata niñas y las deja en el río, niñas como yo, James. —Él abrió más los ojos, confuso. Pero ella ya no le miraba, miraba a través de él hacia un punto en el infinito—. El mal me ha obligado a volver, los fantasmas han salido de sus tumbas alentados por mi presencia, y ahora me han encontrado.

James la abrazó dejando que ella enterrase el rostro en su pecho en ese gesto íntimo que siempre la reconfortaba.

—Niñas como tú… —susurró él.