Abu Said Dajani y el coronel observaban a través del espejo transparente del puesto de mando a la muchedumbre que avanzaba hacia el control fronterizo de la calle Friedrich de Berlín Este. El tráfico circulaba en una sola dirección. Cientos de personas hacían cola para cruzar a Berlín Oeste. Los pases de veinticuatro horas extendidos por las Grenztruppen expiraban a las doce de la noche. El que se retrasaba era obsequiado con un día de estancia en una prisión de Berlín Este. De todos modos, eran muy pocos los que se dirigían al Este, por lo que los dos hombres no tenían dificultades para examinar uno a uno a los recién llegados. Dajani oyó sonar el teléfono a su espalda y observó que el oficial de guardia de las Grenztruppen se acercaba obsequiosamente al coronel andando sobre las puntas de los pies, con el auricular negro en la mano.

Da —dijo el coronel tomando el aparato. Esperó unos momentos, agregó—: Spasiba, gracias. —Y devolvió el auricular al alemán oriental. Cuando éste hubo retrocedido hacia la parte oscura de la habitación, el coronel se inclinó hacia Dajani—. Lo han hecho —susurró—. La emisora de las Fuerzas Armadas Americanas ha interrumpido la emisión para anunciar la bomba.

Dajani reaccionó encogiéndose de hombros. No dudó ni un momento de que su comando cumpliría su misión. Apenas habían transcurrido treinta segundos, cuando hizo una seña al coronel. Nasredin se había acercado a uno de los dos soldados que examinaban los documentos de las personas que entraban en Berlín Este. Uno a uno, los otros tres cruzaron el puesto de control detrás de Nasredin.

—Bien hecho —susurró el coronel—. Sí, señor; bien hecho. —Se puso en pie—. Les he organizado una fiesta de bienvenida en el piso franco. Es lo menos que se merecen. Usted vaya a hacer su recado y reúnase con nosotros.

Por las escaleras interiores de las Grenztruppen, Dajani alcanzó la puerta que daba acceso directo a los andenes del metro situados bajo el puesto fronterizo. Subió al primer convoy que se dirigía hacia la zona americana y se apeó en la primera estación, la de la calle Roch. Al igual que hiciera la noche anterior, cruzó la calle hacia las tres cabinas telefónicas amarillas, entró en una de ellas y, nuevamente, marcó el número que le había dado el coronel.

—Su paquete ha sido entregado —anunció a la voz que le contestó—. Todos los mensajeros han regresado sin novedad.

Colgó el teléfono y volvió a la estación del metro.

Era la escena que ha salido en tantas películas de la tele: las luces parpadeantes rojas y azules de los coches de la policía y los carros bomba, los bomberos, con sus chaquetas amarillas corriendo de un lado a otro, haces de luz azulada que se arrastran por los escombros, el quejido de las sirenas y, de música de fondo, algún que otro grito de angustia de los heridos. Sólo que, entre los humeantes escombros del gimnasio de la escuela secundaria General Arnold, todo era real.

El coronel que mandaba la Fuerza Aérea de la Base Rhein Main había aparcado el coche patrulla en las inmediaciones del edificio principal de la escuela y se había hecho cargo de la operación de salvamento. Rodeaban el lugar del siniestro los camiones amarillos del servicio contra incendios del ejército de Estados Unidos y los camiones naranja de los bomberos civiles alemanes. Un puesto de primeros auxilios se había instalado en los corredores del edificio principal, frente a la entrada del gimnasio.

Cubrían el suelo las camillas de la docena de ambulancias que habían llegado al escenario del siniestro. Unos heridos lloraban en silencio y otros miraban atónitos al techo, mientras esperaban ser atendidos. Todos yacían bajo las fotos de los atletas estrella y de los compañeros de clase distinguidos por méritos académicos. Una docena de médicos y enfermeros aplicaban la técnica desarrollada por el ejército para la atención de sus heridos en Corea y Vietnam: cortar la hemorragia, abrir las vías respiratorias, tratar el shock y salir corriendo para el hospital más próximo.

Un médico, con el grado de teniente coronel, adjudicaba prioridades y destinos, enviando a los más graves al campo de fútbol, donde esperaba un helicóptero CH60 Blackhawk llegado del aeropuerto militar de Darmstadt. La media docena de niños con quemaduras graves serían trasladados en helicóptero a Landdstuhl, en las proximidades de la base aérea de Ramstein, la unidad militar de quemados en Europa. En estos casos no había primeros auxilios que valieran. Los heridos en la cabeza eran enviados al 97.n.º Hospital General del Ejército en Frankfurt. Los casos de pulmones aplastados o perforados, muy numerosos, iban a Wiesbaden.

El equipo de rescate con base en Rhein Main, mecánicos y operarios del servicio de mantenimiento de aviación, buscaban entre los escombros a los heridos y moribundos, guiándose por sus quejidos. Iban equipados con grúas, gatos y globos inflables para mover y levantar los escombros. Los globos, diseñados para levantar estructuras hundidas, eran extraordinariamente eficaces. Podían introducirse por cualquier resquicio entre los cascotes y al ser inflados con aire comprimido levantaban toneladas de escombros y abrían un espacio por el que un miembro del equipo de rescate podía arrastrarse hasta el herido.

La policía militar del cuartel Lee de la cercana Maguncia había sido transportada en camiones para acordonar la zona del desastre. En el exterior, la policía alemana cerraba el acceso a todo el triángulo del complejo Hainerberg dejando abierta al tráfico únicamente la calle Washington.

Si bien Hainerberg era una instalación americana, el suelo en el que estaba situada era alemán y la responsabilidad de la investigación del siniestro incumbía a Alemania. Se daba el caso de que la Oficina Federal de Investigación de Crisis, responsable de esclarecer los atentados terroristas de importancia, se encontraba en Wiesbaden. En la oficina estaba instalado el «Hermano Mayor», un ordenador Siemens gigante cuya memoria de datos sobre organizaciones terroristas lo convertía en la envidia de la mayoría de los cuerpos de policía del mundo. Tan pronto como se comprobó la magnitud del atentado del gimnasio, se despertó a Horst Wegener, jefe de la oficina.

Cuarenta y cinco minutos después, Horst llegaba a la escena del atentado con dos de sus ayudantes, para hacerse cargo de las investigaciones. Para ayudarle fue designado un teniente coronel del ejército del cuerpo de Contraespionaje. El especialista en actividades antiterroristas de la Embajada y el jefe de la delegación local de la CIA acudieron al lugar de los hechos desde Bad Godesberg.

Wegener ordenó aislar una zona de cincuenta metros de diámetro alrededor de los retorcidos restos del coche bomba. Nadie, salvo su equipo de artificieros, entraría en la zona. Se pondrían a gatas y la examinarían atentamente, recogerían todos los fragmentos de metal que permitieran identificar el explosivo utilizado y, si había suerte, la marca y matrícula del coche.

Justo cuando estuvieron instalados los focos para empezar a trabajar, un comandante de aviación se acercó rápidamente a Wegener.

—Señor —jadeó—, están sacando de entre los escombros al chico que vio el coche.

—¿Cómo está?

—Mal.

Wegener y su ayudante echaron a correr hacia las ruinas del gimnasio. El equipo de rescate de Rhein Main había insertado e inflado un globo de caucho bajo el gran bloque del techo del gimnasio que había caído sobre el destrozado cuerpo de Walt Clemens. El hueco abierto tenía poco más de un palmo. Dos enfermeros, exponiendo su propia vida, se habían introducido por la abertura y extraían de las ruinas el cuerpo de Clemens.

—¿Vive? —susurró Wegener al médico que supervisaba la operación.

—Apenas.

—¿Probabilidades?

El médico movió la cabeza tristemente.

Cuando los enfermeros hubieron liberado la parte superior del cuerpo de Clemens, Wegener se arrodilló y le susurró al oído:

—Ánimo, hijo. Ahora te sacaremos de aquí. Dentro de nada estarás en un helicóptero. Tú, resiste.

Clemens abrió sus labios hinchados y cortados.

—Claro —susurró.

—Oye, hijo —siseó Wegener—, ¿recuerdas algo del coche-bomba?

Los labios del joven jugador de fútbol se movieron. Durante un segundo de agonía, trató infructuosamente de articular las palabras que flotaban en su mente. Por fin, salieron.

—Berlín —susurró—. Un Ford de Berlín.

El coronel había arreglado el destartalado piso franco, en que el comando de los cuatro hombres de Dajani se alojaría, con el esmero de la madre que prepara una fiesta de cumpleaños para su hijo de seis años. La mesa estaba puesta con mantel de brocado, cubertería de plata y porcelana de Meissen. Sobre ella se amontonaban las fuentes de caviar, salmón ahumado, foie-gras, esturión, lonchas de rosbif y montones de fruta fresca. En el centro de la mesa había una jarra de zumo de naranja recién exprimido. En el aparador, colocadas más discretamente, botellas de vodka, whisky y una caja de cigarros habanos.

El coronel, como la madre orgullosa que abre las puertas del comedor a los invitados de su hijo, esperaba a los cuatro hombres cuando éstos regresaron al piso.

—¡Bienvenidos y felicidades! La radio americana acaba de confirmar el éxito de vuestra misión.

Se adelantó a abrazarlos al tiempo que se presentaba.

—Nuestro amigo Abu Said Dajani se reunirá con nosotros dentro de unos minutos.

—Vengan, amigos —les instó llevándolos hacia la mesa—. Un pequeño refrigerio que se tienen bien ganado. —Tomó el jarro de zumo de naranja y sirvió un vaso para cada uno. Luego, tomó la botella de vodka del aparador y se llenó un vaso—. Ya sé que los preceptos islámicos no les permiten beber alcohol —rió.

Saied carraspeó para indicar que no todos los miembros del comando se sentían vinculados a los dictados del Islam. El coronel comprendió.

—Naturalmente —sonrió echando generosos chorros de vodka en los vasos de los dos traficantes.

—Brindo por los valientes miembros del comando Venganza. Habéis asestado a vuestros enemigos un golpe inolvidable. ¡La venganza es vuestra! ¡El triunfo es vuestro!

Levantó hacia el techo su vaso lleno de vodka y lo sostuvo en alto un segundo, como un sacerdote elevando el cáliz consagrado. Luego se lo llevó a los labios y se echó el ardiente líquido a la garganta bebiéndolo a grandes tragos. Los cuatro terroristas, impresionados, siguieron su ejemplo entusiásticamente.

El nuevo Presidente había llevado a la Casa Blanca un aire de informalidad, desconocido durante el mandato de su antecesor. Había pasado el sábado corriendo y jugando al tenis, debido a su obsesión por estar en forma. Por la noche, dos de sus hijos con sus respectivas esposas y cuatro de sus nietos cenaron en la mansión presidencial.

Les sirvió chuletas hechas en la barbacoa y después se los llevó a todos abajo a ver una película y comer palomitas de maíz. A las diez y cuarto, cuando sus hijos se hubieron marchado y él se disponía a acostarse temprano, el funcionario de guardia del Consejo de Seguridad Nacional llamó a la puerta de su estudio del primer piso para pasarle los primeros informes fragmentarios del atentado de Wiesbaden, que acababa de recibir de Stuttgart, Cuartel General de las Fuerzas Armadas Estadounidenses en Alemania Occidental.

El Presidente leyó el informe y frunció el entrecejo. El instinto le decía que aquello podía ser muy grave.

—Llame al general Trowbridge —ordenó. El general Kent Trowbridge era su asesor de Seguridad Nacional—. Dígale que siga atentamente la situación y, si el caso lo requiere, convoque una reunión del Comité Ejecutivo para mañana por la mañana.

A sus principales asesores no les haría ninguna gracia que les fastidiaran el domingo, pero los domingos fastidiados eran el precio de los altos cargos en el Gobierno.

Cuando Abu Said Dajani hubo cruzado otra vez a Berlín Este, la zona de la estación de la calle Friedrich estaba desierta. Los vendedores callejeros de souvenirs y objetos típicos habían desaparecido. En la parada del tranvía sólo quedaba un par de rezagados estraperlistas de divisas. Cuando Dajani pasó junto a uno de ellos, éste le susurró:

—¿Dólares? ¿Marcos? Buen precio.

«Me gustaría verle la cara si se enterase de que ha abordado a un comandante del KGB», pensó Dajani.

Naturalmente, en la parada no había ningún taxi. Los tranvías ya no circulaban, de manera que se encaminó hacia la plaza Rosa Luxemburg a pie. Tardó en llegar veinte minutos, y la pequeña caminata y los tres tramos de escaleras le hicieron llegar jadeando al piso franco. Se paró unos momentos en la puerta, buscando las llaves. Pensó que, desde luego, sus hombres no iban a despertar a los vecinos con la jarana. Abrió la puerta y vio la mesa con toda la comida y al coronel sentado en la única butaca del piso, fumando un cigarro.

—¿Dónde se han metido los demás? —preguntó.

El coronel señaló con el cigarro la puerta entornada de uno de los tres dormitorios del piso. Dajani tuvo que cruzar la sala para asomarse. Dos de sus hombres estaban espatarrados en las camas. Otro yacía de bruces en el suelo. El cuarto, Saied, estaba en un rincón de la habitación con el cuerpo doblado, la cabeza apoyada en la pared y la boca abierta.

—¿Qué diablos les pasa? —preguntó Dajani—. ¿Están borrachos?

—No —dijo el coronel. Su cara era tan fría y yerta como las nieves siberianas—. Están muertos.

—¿Muertos?

Dajani giró rápidamente sobre sí mismo al oír las palabras del coronel.

—Los árabes hablan demasiado. Ahora ya no hablarán.

—¡Hijo de puta! ¡Asqueroso asesino hijo de puta! —gritó Dajani.

—Órdenes.

El coronel seguía sentado en la butaca, con el habano en la mano izquierda, tan circunspecto como un banquero delante del solicitante de un préstamo.

—Canalla, vas a ver cuando Iván Sergeivich…

—Iván Sergeivich dio la orden —le atajó el coronel. Al hablar se inclinó ligeramente hacia delante—. Y no fue ésa la única —prosiguió. Su mano derecha se hundió en el bolsillo de la americana. La Makarov de nueve milímetros salió de la funda y apuntó a Dajani con tanta rapidez que el palestino no tuvo tiempo de moverse, de esconderse, de entrar en el dormitorio, de saltar sobre el coronel—. Usted también habla demasiado, Dajani —dijo.

El palestino vio el cilindro del silenciador en el cañón de la pistola al mismo tiempo que oía tres rápidos chasquidos y sentía los tres impactos en el estómago. La fuerza de los balazos le tiró de espaldas. Al caer trató de gritar el nombre de Iván Sergeivich Feodorov, su protector, pero lo único que salió de sus pulmones fue un gorgoteo y una fina espuma roja.

Horst Wegener, jefe de la Oficina Federal de Investigación de Crisis, paseaba al borde de la zona brillantemente iluminada que su equipo de búsqueda de explosivos estaba registrando. Tenía las manos entrelazadas en la espalda y llevaba uno de esos abrigos de cuero negro que tanto gustan a los policías alemanes, a pesar de su asociación a un período anterior e infausto de la historia de la policía germánica. Desgraciadamente, la información del muchacho agonizante era de escaso valor. ¿Cuántos Ford habría con matrícula de Berlín? ¿Veinte? ¿Treinta? ¿Mil?

Un grito de uno de sus hombres interrumpió sus pensamientos. El hombre se acercó a Wegener con las manos juntas y las palmas hacia arriba como el comulgante que va a recibir la hostia. En las manos traía un trozo de metal rojo. Wegener lo miró con ojos de cortesana que contempla un rubí. Para el policía alemán aquel trozo de metal era, en aquel momento, tan valioso como un rubí. Era una TUV, la chapa de circulación que los coches alemanes deben llevan junto a la matrícula y que, como todas las TUV, indica el mes de caducidad. Dado que en la zona del atentado no habría seguramente más que un solo coche alemán no identificado, el coche bomba, el número de Ford a cuyos dueños tendría que investigar la policía de Berlín acababa de ser dividido por doce.

El inquietante ruido de un teléfono a altas horas de la noche irrumpió en el dormitorio de Louis Doria. El francés rebulló en la cama y, casi automáticamente, alargó el brazo hacia el estridente aparato. Doria representaba a los servicios franceses de seguridad en Berlín. Él era policía de profesión y corso de nacimiento. Eso, como solía asegurar a sus colegas de la policía judicial, era una combinación poco frecuente pero muy valiosa.

Monsieur —dijo el inspector de guardia del barrio de Napoleón en las afueras de Wedding—, en Wiesbaden ha habido un atentado con bomba contra los americanos. Parece grave.

Doria gruñó y se levantó de la cama. El aeropuerto de Tegel estaba en el sector francés de Berlín, y Doria era el responsable de seguridad. Al cabo de diez minutos, estaba en su despacho ordenando a su colega alemán que, hasta nuevo aviso, instaurara el control de identidad en todos los vuelos que llegaran. Luego, fue a la oficina de la Pan Am y pidió la lista de pasajeros del último vuelo procedente de Frankfurt. Un vuelo poco concurrido, sólo treinta y dos pasajeros. Al fin y al cabo, era sábado por la noche. Ninguno de los nombres de la lista era árabe, pero, como Doria sabía muy bien, eso no significaba nada.

—¿Me pone con las azafatas, por favor? —pidió al empleado de guardia.

Las dos muchachas dormían profundamente en el Hotel Intercontinental. Con cierta irritación, informaron a Doria que, efectivamente, cuatro de los pasajeros podían ser de Oriente Medio, turcos o árabes o algo por el estilo. Fueron los últimos en subir al avión en Frankfurt. No; no habían hablado con ellas, ni ellas les habían oído hablar entre sí en lengua extranjera. Los cuatro estaban entre los veinticuatro y treinta y cinco años, viajaban juntos y estaban bastante callados para ser un sábado por la noche.

No era mucho para empezar. Berlín estaba lleno de turcos. Ahora bien, Doria se enorgullecía por ser un buen poli, y los buenos polis trabajan tanto con el olfato como con el cerebro. Volvió junto a su colega alemán y le propuso apostar a un inspector de policía en la parada de taxis, para que preguntara a todos los conductores que pasaran por allí durante las veinticuatro horas siguientes, si aquella noche, a eso de las once, habían recogido a cuatro árabes. Sería una casualidad, pero en Berlín, como en muchas ciudades, hay taxistas a los que les gusta el servicio del aeropuerto. Nadie sabía lo que podía revelar la búsqueda.

Doria llamó al barrio Napoleón para informar al inspector de guardia de lo que había dispuesto.

Merde! —dijo a su colega alemán al colgar el teléfono—. Acaban de averiguar que el coche-bomba tenía matrícula de Berlín. Adiós, domingo.

La puerta del dormitorio del Presidente se abrió y Pablo, el camarero de la Casa Blanca, entró de puntillas con su blazer azul con el sello presidencial. Llevaba en una bandeja el desayuno especial con que el Presidente empezaba el domingo: dos huevos revueltos, cinco finas lonchas de tocino y un pastel danés de manzana. El Presidente dio media vuelta cuando Pablo encendió la lámpara de la mesita de noche.

—¿Qué maldita hora es? —gruñó.

—Las seis treinta, señor.

—¡Por todos los santos! Es domingo, ¿no?

Una figura salió de entre las sombras detrás del camarero. Era el teniente general Kent Trowbridge, consejero de Seguridad Nacional, y venía de uniforme. Ello sólo podía significar una cosa: un suceso grave.

—Sacúdanme, despiértenme, es lo que usted dijo, señor Presidente. Tenemos un problema.

El Presidente se sentó, buscó los lentes a tientas en la mesita de noche, se los puso y parpadeó media docena de veces, para despejar el cerebro.

—¿Recuerda la noticia que se recibió anoche a última hora? ¿Del coche-bomba que pusieron al lado del gimnasio del Instituto de Enseñanza Media de las Fuerzas Armadas en Wiesbaden?

—Lo recuerdo.

—Ha resultado el peor atentado terrorista que hemos sufrido desde lo del Pan Am 103.

El terrorismo. La pesadilla de cada nueva presidencia. El Presidente se dejó caer sobre las almohadas.

—En fin, ¿qué ha pasado?

—Una hecatombe. Quizá, entre muertos y heridos, sean más de cien, la mayoría adolescentes que estaban celebrando un baile de Halloween.

—¿Tenemos algún indicio de quién está detrás?

—Todavía no. La CIA, la Seguridad Nacional, los alemanes, todos se han volcado en ello.

Trowbridge se adelantó y dejó sobre la cama del Presidente la edición dominical del Washington Post y la del New York Times.

—Está en primera plana de todos los periódicos. Las cadenas de televisión también le dan prioridad. Se repite lo del Pan Am 103.

¡Cerdos! —gruñó el Presidente—. Esta vez los agarraremos.

—He convocado una reunión del Comité Ejecutivo para las doce en la sala de conferencias de la Seguridad Nacional.

—Bien —dijo el Presidente—. Yo la presidiré. Diga a todos que cuando empiece la reunión quiero la última información acerca de quién pueda estar detrás de esto. Y que los jefes del Mando Conjunto de las Fuerzas Armadas estudien posibles opciones. Opciones auténticas. No quiero oír la palabra «sanciones». Diga al secretario de Prensa que informe de la reunión a los medios de comunicación. Quiero que los medios y el público sepan que no lo dejamos de la mano.

—Sí, señor —dijo el general Trowbridge dejando al Presidente a solas con sus pensamientos y con un desayuno que ya no le apetecía en absoluto.

Art Bennington madrugó aquel domingo. No había dormido bien. Como preveía, toda la noche estuvo dando vueltas a lo de Nina Wolfe y su Toyota gris. Hizo su gimnasia con menos energía que de costumbre, se duchó y, descalzo, fue a la cocina. Maquinalmente, alargó el brazo hacia el bote de copos de salvado del estante. «¡A la mierda! —gruñó antes de que sus dedos pudieran cerrarse alrededor de la repelente caja de salud—. Hoy es domingo». Abrió el congelador y sacó un bollo. Eso, con un poco de mantequilla caliente y unas lonchas de tocino era la manera de empezar el día, se dijo metiéndolo en el microondas. Entonces sonó el teléfono.

—¿Has visto ya los periódicos de esta mañana? —preguntó John Sprague, su jefe inmediato, director de Ciencia y Tecnología.

—No.

—Pon el canal de noticias. Ha habido un atentado con bomba en una de nuestras escuelas en Alemania. El Director quiere que se forme un comité coordinador interdepartamental para seguir el caso. Tú conoces Alemania y estás bastante al día en cuestión de explosivos, ¿no?

—Más o menos.

—Entonces tú representarás a la S & T en el comité. Vete a Langley lo antes posible.

En cuanto colgó el teléfono, Bennington conectó el televisor. El canal de noticias pasaba un vídeo en el que se veía al corresponsal bajo la luz cruda de los focos y delante de un humeante montón de escombros, correspondiente a lo que quedaba del gimnasio del Instituto de Enseñanza Media General Arnold. Permaneció unos instantes escuchando, horrorizado, la descripción del atentado y se fue directo hacia el armario. Nina Wolfe había quedado olvidada, por el momento.

Al otro lado del río Potomac, en el apartamento del semisótano, otros ojos estaban fijos en el televisor. El comandante Valentín Tobulko estaba levantado desde las cinco, mirando el canal de noticias. Después del reportaje de Bonn, hubo una conexión con la sala de Prensa de la Casa Blanca. El secretario de Prensa decía que el Presidente había convocado al Comité Ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional a una reunión extraordinaria que se celebraría en la Casa Blanca a las doce del mediodía.

Tobulko apagó el televisor e hizo una señal a Nina Wolfe que seguía las noticias en silencio, sentada en una butaca, detrás de él.

—Haremos la primera emisión hoy a mediodía —anunció—. A las 12:30. Para entonces estarán en plena discusión.

El Praesidium de la Policía de Berlín es un robusto caserón de cuatro pisos de color caqui, uno más de la serie de edificios similares que rodean las columnas de hormigón del monumento al puente aéreo de 1948 sobre Berlín. Se parece a cualquier jefatura de policía del mundo. Los suelos son de un linóleo gris insípido y las paredes están pintadas de ese verde desvaído que adorna las comisarías desde que se inventaron los sargentos de guardia. Lo que ponía una nota de color local eran los cuadros de la pared, retratos de jóvenes alemanes hoscos y despeinados, supervivientes de la banda Baader Meinhof y de las Brigadas Rojas, alineados bajo el letrero de «Terroristas».

En la cuarta planta del edificio, despacho 4415, trabajaba Manfred Schmidt, jefe del Staatschustz, el cuerpo de Seguridad del Estado en Berlín, el hombre al que incumbía la ingrata tarea de controlar el terrorismo en una ciudad ideal para facilitar el trabajo de los terroristas. El domingo, treinta y uno de octubre, Schmidt estaba en su despacho desde las cinco y media de la mañana, estudiando las posibles implicaciones de Berlín en el atentado de Wiesbaden. Cuando los colegas francés, inglés y americano entraron en su despacho, ya iba por la sexta taza de café y encima de su escritorio tenía un paquete de Marlboro vacío. Al igual que todo lo demás, en Berlín, las investigaciones policiales se enredaban en la tela de araña de la compleja estructura política de la ciudad. La administración interna de la ciudad dependía del Senado de Berlín y los policías como Schmidt eran responsables ante el senador del Interior, quien, a su vez, lo era ante los tres aliados.

En realidad, la policía de Berlín gestionaba sus asuntos con bastante autonomía y mínimo contacto con los aliados. En casos como éste, en los que estaban involucrados intereses de los aliados, éstos y Schmidt colaboraban en la mayor medida posible, pero no cabía la menor duda de quién era el jefe. Los funcionarios francés, americano e inglés que en estos momentos entraban en el despacho de Schmidt sólo podían dar órdenes a la vecina cervecería Schultheiss para pedir que les llevaran Sauerbraten; por lo demás, se limitaban a hacer sugerencias; las órdenes las daba Schmidt.

Los tres hombres arrimaron unas sillas a la mesa de Schmidt. El francés, Louis Doria, era el único que compartía con él el oficio de policía. Terry Breslaw, el americano, y Alex Campbell, el inglés, eran funcionarios de los servicios de Inteligencia destacados en Berlín. Mientras durara la crisis, los cuatro hombres se reunirían periódicamente para pasar revista a los avances realizados en la investigación.

—Bueno, Manny —dijo Breslaw—, ¿qué has averiguado?

Schmidt suspiró. Hay policías que parecen llenar una habitación con la autoridad mayestática de la ley. Schmidt era una insignificante, una borrosa figura gris que se difuminaba en las sombras. Este hombre bajo y delgado, de expresión feroz, llevaba las preocupaciones grabadas en la frente, con un ceño tan evidente como la cruz que porta en el pecho el obispo durante la misa mayor.

—¡Qué puta historia! —dijo en perfecto argot policial—. Tenemos la marca del coche que llevaba la bomba, la fecha del permiso de circulación y dos números de una matrícula de Berlín. Los ordenadores del KVA están buscando todos los coches que reúnen esas características. —El KVA era el Registro de Vehículos de Berlín Oeste—. Tan pronto como tengamos la lista, investigaremos a los dueños, pero si el coche fue comprado aquí podéis estar seguros de que la operación fue montada también aquí.

Doria informó de lo que había averiguado aquella noche de las azafatas de Pan Am.

—Sí —gruñó Breslaw—. ¿Qué os apostáis a que se fueron directamente a la estación del Zoo? Es decir, si esos cuatro eran nuestros hombres. —Abrió la cartera de mano—. Yo también traigo mi aportación. —Pasó a Schmidt las fotos, datos personales y números de los pasaportes marroquíes que el Artista había comunicado a la CIA antes de ser asesinado—. Hay indicios de que algunos de éstos pudieron haber intervenido.

Schmidt examinó los documentos.

—Pero no creo que vayas a decirme de dónde los has sacado, ¿verdad?

—No —sonrió Breslaw—. No creo que vaya a decírtelo.

—Se los daré a los hombres que investigan lo del coche y también se los enseñaremos a las azafatas de Pan Am.

—Manny —dijo Doria—, ¿por qué no das esas fotos también a los del departamento Antidroga, para que las hagan circular entre los camellos y las prostitutas? A esos árabes les gusta echar una cana al aire antes de dar el golpe. Gastar el dinero. A lo mejor alguien les reconoce.

—Sí, ya estamos interrogando a nuestros soplones del departamento de Narcóticos —dijo el alemán—. También hemos contactado con nuestros amigos árabes en el Kreuzberg. Con ellos nunca sabes lo que puede pasar. —No hacía mucho, el departamento de Schmidt había arrestado a uno de los secuestradores del Achille Lauro que fue delatado por un pariente—. Las mujeres son más duras de pelar.

Doria agitó la cabeza con humorística desesperación. Como buen policía francés, estaba desconcertado por la incapacidad de la policía alemana para conseguir soplones en el mundo de las camareras y prostitutas. Si a la policía judicial francesa le quitaran a los soplones proxenetas y prostitutas, su cifra de arrestos se reduciría a la mitad.

—¿Te acuerdas del último problema que tuvimos en Wiesbaden? —preguntó Doria a Schmidt—. ¿El del soldado americano que se fue con una chica de uno de esos baruchos? Fueron a dar un paseo en el coche de él, para que ella le hiciera una pajita. ¡Vaya pajita! Se la hizo con una Magnum P37. Y al día siguiente, el coche aparece en una base americana preparado como para dar un espectáculo de luz y sonido. Puedes estar seguro de que en estas cosas siempre interviene gente de ese milieu.

—De acuerdo, de acuerdo —gruñó Schmidt—, pero ya sabes cómo trabajamos nosotros. Voy a enviar estos nombres a la LEA. —La LEA era la Landes Einwohner Amt, la oficina del censo en la que teóricamente debían inscribirse todos los ocupantes de las viviendas de Berlín—. Quizás ellos encuentren algo.

Alex Campbell, el inglés, se echó a reír.

—En tu lugar, yo no me haría ilusiones, Manny.

—¡Oh!, no me las hago, desde luego.

La Alemania de posguerra a la que Schmidt servía se asentaba en un sistema de vigilancia y control minucioso, complejo y capaz. No obstante, este sistema descansaba, a su vez, en un requisito indispensable: la idiosincrasia alemana metódica, disciplinada y cívica. El ciudadano alemán hace lo que tiene que hacer y se inscribe donde tiene que inscribirse. Pero si introduces unos granitos de arena extranjera en la maquinaria del sistema, te encuentras con que las gentes que no actúan como buenos alemanes, son totalmente invisibles e imposibles de localizar.

—Manny —dijo Doria—, si los cuatro individuos de ese avión de la Pan Am eran realmente nuestros hombres, tuvieron que ir desde Wiesbaden hasta el aeropuerto de Frankfurt, ¿no? Probablemente, utilizaron un coche que luego abandonarían en el aparcamiento del aeropuerto de Frankfurt. Es posible que, si el coche-bomba lo compraron aquí, también compraran el otro. Entonces, ¿por qué no pedimos a la policía de Frankfurt que haga una comprobación de los coches de Berlín que hay en el aparcamiento del aeropuerto?

Schmidt sonrió a su colega.

—A eso llamo yo una buena sugerencia.

Eran las doce y dos minutos del mediodía cuando sonó el teléfono del despacho privado del Presidente en el primer piso de la Casa Blanca.

—Señor Presidente —anunció Kent Trowbridge, asesor de Seguridad Nacional—, los miembros de su Comité Ejecutivo están reunidos en la Sala de Conferencias.

El Presidente fue rápidamente hacia el ascensor que lo llevó al sótano. Un agente del Servicio Secreto esperaba y mantenía abierta la puerta de roble oscuro de la sala de conferencias. Cuando su figura alta, delgada y ligeramente encorvada apareció en la puerta, la media docena de hombres que había en la habitación se pusieron en pie. Los seis llevaban muchos años trabajando al lado del Presidente. Dos eran, además, amigos personales. Sin embargo, la aureola de la presidencia hizo que incluso aquel grupo tan reducido formado por los más estrechos colaboradores, todos se pusieran en pie espontáneamente sin excepción. Era un tributo a la inmensidad de las cargas que soportaba, las responsabilidades que detentaba, el poder que poseía para bien y para mal. Y reflejaba algo más, algo más sutil. La presidencia de Estados Unidos conlleva una majestad que no posee ningún otro cargo del mundo. Los fundadores de la nación no pretendían tal cosa. Lo ha determinado la historia y el embate de la tecnología. Pero el resultado es una imponente autoridad acumulada en un hombre, una autoridad que inspira a un tiempo respeto y reticencia. No es fácil decir «no» a un Presidente.

El mandatario se dirigió en silencio hacia su sillón en la cabecera de la mesa ovalada de madera de teca que casi llenaba la habitación. A su derecha tenía al general Trowbridge, asesor de Seguridad Nacional y, a la izquierda, a Bill Brennan, su jefe de Gabinete y ex gobernador de Oklahoma. También estaban presentes los secretarios de Estado y de Defensa, el general Harold Schumacher, presidente de la Junta Militar, y el director general de la CIA. Faltaba el Vicepresidente, que aquel fin de semana se había ido a jugar al golf a Del Ray, Florida.

El Presidente se sentó en su sillón color bermejo y miró a Trowbridge. Estaba familiarizado con la rutina de las reuniones de emergencia. Había asistido a ellas como jefe de Gabinete de la Casa Blanca durante años.

—Adelante, Kent —dijo—. Quiero toda la información que puedas darme en estos momentos sobre esta atrocidad. Y quiero también propuestas sobre las acciones que el caso exige.

Trowbridge se volvió hacia el secretario de Defensa. Éste cogió un papel de encima de la mesa, lo golpeó con las yemas de los dedos y dijo:

—Bajas. El último informe indica ochenta y siete muertos y setenta y dos heridos, cuarenta y seis graves y algunos de ellos se teme que mortalmente. Tres de los muertos eran ciudadanos alemanes. El resto, americanos.

El secretario dejó el papel encima de la mesa con un leve suspiro, a modo de lamento personal por las jóvenes vidas perdidas en la explosión.

—La policía federal alemana está al frente de la investigación, ya que el atentado fue perpetrado en territorio alemán. La CIA, el BND y los servicios de Información del Ejército y las Fuerzas Aéreas colaboran conjuntamente. Hasta el momento, se ha averiguado que el coche llevaba matrícula de Berlín y que el explosivo utilizado fue Semtex.

—¿Algún indicio de quién lo suministró? —preguntó el Presidente.

—No hay manera de averiguarlo.

—Señor Presidente. —Hablaba el director de la CIA—. Actualmente, lo que sabemos es que tanto los grupos terroristas europeos como las Brigadas Rojas parecen no disponer de este explosivo. Se han visto reducidos a «las recetas culinarias del anarquista», herbicidas con azúcar y cosas por el estilo. La única excepción es el IRA. Gaddafi les abastece, pero no lo comparten con nadie. Ese explosivo es el marchamo de los terroristas de Oriente Medio. Como usted sabe, fue utilizado en el Pan Am 103. Todas las bombas que pusieron en París en otoño del ochenta y seis eran Semtex.

—Muy bien, Juez —dijo Trowbridge—. ¿Qué más ha averiguado su gente?

—Ante todo, que ha habido la típica llamada anónima a la Associated Press de Beirut, reivindicando el atentado en nombre de un tal comando «Venganza».

—¿Disponen de información sobre ellos? —preguntó el Presidente.

—No, señor. Pero eso no significa nada. Esa gente, ya sean palestinos o de la Hezbollah, forman un grupo y le dan un nombre para una operación determinada.

—¿Tienen algún punto de conexión con esos grupos terroristas de Oriente Medio que pueda decirnos quién diablos está detrás de esto? —preguntó el Presidente.

—Hemos consultado a todos nuestros contactos, señor Presidente —respondió el Juez—. Hemos pedido a los israelíes y a los saudíes, ya que disponen de buenos medios de penetración, que investiguen en sus fuentes. Y tenemos en nuestro poder una información que muy bien podría estar relacionada con esto. —Contó lo del Artista, lo de su asesinato y de la información pasada por él sobre los cuatro últimos 798 que había extendido—. Si se confirma que ha sido esa gente, sabremos que se trata de la Hezbollah, ya sea de Beirut Oeste o del valle de la Bekaa. Estos pasaportes ya han sido utilizados antes por terroristas. Hace un par de años dos árabes compraron un coche en una feria de vehículos usados de Gravenbruck, cerca de Frankfurt, lo cargaron de explosivos y lo hicieron explotar en el economato de la ciudad. Utilizaron estos pasaportes como documentos de identidad para comprar el coche. Los que secuestraron el Achille Lauro también los llevaban.

—¿Se sabe algo acerca de los cuatro hombres para los que se hicieron estos pasaportes?

—Los hemos pasado por el ordenador. Dos estaban registrados. Un par de chiitas de Beirut que pasaron un año en la escuela de terroristas de Alí Montazeri en Qom. La que está camuflada como institución religiosa. Uno de ellos tuvo un papel clave en el atentado del cuartel de marines.

Trowbridge esperó un momento, para asegurarse de que el Presidente había completado sus preguntas antes de volverse hacia el presidente de la Junta Militar, el general Schumacher.

—¿Hal?

—Mientras no tengamos la seguridad de quién está detrás de esto, no podemos proponer actos de represalia. Existe una serie de opciones, pero no podemos ir muy lejos en nuestros planes mientras no sepamos con quién tenemos que habérnoslas.

—¿Cuál es vuestra postura de defensa? —preguntó Trowbridge.

—Estamos en DEFCON 4. DEFCON 4 es el cuarto nivel de preparación de ataque de una escala de cinco, en la que el quinto es el menor. Nos mantendremos en él. No sirve de nada poner nerviosos a los soviéticos, puesto que no parecen estar implicados en esto.

—¿Y la Fuerza Delta? —preguntó el Presidente—. ¿La han puesto en alerta?

—No, señor —respondió el general.

Era un hombre taciturno con una cara tan lavada y rasurada que parecía brillar con luz propia. Su escaso cabello estaba pegado al cráneo como tiras de cinta adhesiva negra. Hojeaba un cartapacio de celofán azul ostentosamente marcado «Máximo secreto» como si fuera una especie de misal.

—Sin disponer de más información, es difícil determinar qué papel podría desempeñar una represalia. Por otra parte, señor Presidente, la Fuerza Delta no puede moverse sin que la prensa se entere. Si la ponemos en estado de alerta, saldrá en las noticias de la tarde.

El Presidente ladeó la cabeza, como si desde esta perspectiva pudiera ver mejor a Schumacher.

—Puede que no sea tan mala idea que la prensa lo recoja. Que el público sepa que no pensamos quedarnos con los brazos cruzados.

Schumacher era un auténtico soldado. Las relaciones públicas nunca le habían interesado. También era un hombre que podía decir «no» incluso a los presidentes.

—Señor —respondió—, si mis hombres van a tener que intervenir directamente en esto, prefiero mantenerlos en un discreto segundo plano hasta que los necesitemos, si no le importa.

Importaba, pero el Presidente no hizo ningún comentario. Trowbridge se volvió hacia Jack Taylor, el secretario de Estado que, durante muchos años, había sido el más firme aliado político del Presidente.

—¿Señor Presidente?

—Hemos recibido de los aliados los consabidos mensajes de condolencia. En todos está implícito, diría yo, el ruego de: «No seáis impulsivos, chicos. Con otro bombardeo sobre Libia no podríamos».

Sus palabras suscitaron un murmullo de risas en la mesa. No sorprendían a nadie. Todos estaban acostumbrados a oír aquel estribillo en momentos como éste.

—¿Qué mano ve detrás de esto? —preguntó Trowbridge.

—La de Libia. Siria. Irán. Un arrebato de los chiitas de la Bekaa. Elija lo que prefiera. La mano todavía no se ha perfilado. Personalmente, yo descartaría a Gaddafi. Desde que Reagan le paró los pies se ha mantenido apartado de la cuestión terrorista. Ahora juega con la guerra bacteriológica y los cohetes de largo alcance, pero ésas son armas militares para usar contra Israel, no armas terroristas.

—Entonces, ¿Siria?

Mientras el secretario de Estado comenzaba el análisis de las relaciones de Siria con el terrorismo internacional, una furgoneta beige que avanzaba por la avenida de la Constitución llegó a la altura de la calle Quince, entre la Elipse y el Monumento a Washington. El tráfico era escaso aquel domingo. Tobulko se acercó al bordillo. Con la brújula hizo un rápido reajuste de la dirección hacia la que el generador emitiría la señal y llamó al piso.

—Conecta dentro de cinco segundos —ordenó a Dulia Vaninia e insertó el radioteléfono en el soporte del módem.

Exactamente cinco segundos después, se encendió la lámpara roja del generador. Tras cuarenta y cinco segundos después, se apagó y Tobulko volvió a conducir la furgoneta por entre el tráfico que circulaba por la avenida de la Constitución.

—Nawaf Hawatameh, Abu Nidal, el grupo Quince de Mayo de Abu Ibrahim, cualquiera de ellos es capaz de un acto semejante —decía el secretario de Estado, cuando algo llamó la atención del director de la CIA.

Eran las manos del Presidente. Se cerraban y abrían y volvían a cerrarse cada vez con más fuerza, blanqueándosele los nudillos. El Juez le miró la cara. Los músculos de la mandíbula temblaban, y apretaba los dientes como el que trata de reprimir un grito de dolor. Tenía las sienes relucientes de sudor y los ojos, tras de las gafas con montura de plástico, parecían más protuberantes. «Está realmente cabreado y trata de tragarse la rabia», pensó el Juez.

—… yo apostaría por la gente de Abu Ibrahim —proseguía el secretario de Estado—. Son unos terroristas muy sofisticados. Tienen en su haber veintidós atentados con bomba en Europa y dos atentados fallidos contra las Líneas Aéreas Israelíes, «El Al». Hawatameh está…

—¡Hostia! —Era el Presidente y gritó como un sargento instructor de marines a un puñado de reclutas torpes—. ¡Eso es una sarta de puñetería diplomáticas, Jack! ¡Han matado a chicos y chicas americanos! ¡Quiero saber qué carajo vamos a hacer! ¡Quiero saber qué vamos a hacer para machacar a esos hijos de puta! Son los que se cargaron el Pan Am 103. Los que se cargaron el cuartel de marines. Son los que secuestraron a conciudadanos nuestros. Esta vez, por Dios que les vamos a dar su merecido. ¡General!

—Sí, señor.

—Quiero saber qué puede hacerse para joder a esa gente. Joderlos bien. De tal manera que nunca más se atrevan a poner sus sucias manos encima de un americano inocente.

El general Schumacher carraspeó y recorrió con las yemas de los dedos la carpeta azul que tenía delante, como el que busca una respuesta en un tablero de ouija. El presidente de la Junta Militar estaba acostumbrado a preguntas más concretas que aquélla.

—Bien, señor, la Sexta Flota se encuentra en el Mediterráneo oriental. Los portaaviones disponen de una capacidad considerable de grupos para los ataques aéreos. Y pueden ajustarse…

—¡Ataques aéreos! —rugió el Presidente—. Hace diez años que los israelíes lanzan ataques contra los campamentos de la OLP ¿y qué han conseguido? Hacer más terroristas. Yo he dicho que quiero escarmentar a esa gente. —El Presidente volvió a descargar un puñetazo en la mesa—. En el ochenta y tres utilizamos contra ellos los cañones del Missouri y eso tampoco detuvo a esos canallas.

—No sugerirá otra intervención de los marines en el Líbano, ¿verdad, señor?

—No. Lo único que conseguiríamos es que murieran más americanos. Y quiero golpear bien. Una vez. Con fuerza. —La mandíbula del Presidente volvió a crisparse. Sus ojos se entornaron un segundo y luego se abrieron, redondos—. ¡Los misiles de crucero Tomahawk! ¿No tenemos unos cuantos por allá?

—Sí, señor. Están desplegados en el Ticonderoga, en el Mediterráneo, y en el Valley Forge, a la entrada del golfo Pérsico.

—Son los que están equipados con las cabezas de potencia regulable, ¿no?

La cabeza nuclear de potencia regulable, denominada W60, es un avance introducido recientemente por las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Manipulando el sistema de detonación de ciertas cabezas nucleares, o limitando la entrada de material explosivo, la potencia de la explosión podía programarse con precisión desde un kilotón hasta un megatón.

—Sí, señor. —La voz del general Schumacher había adquirido un leve tono de reproche—. Disponemos de ese tipo de cabezas en la zona, efectivamente.

—Bien, entonces ¿por qué no ajustamos una de esas cabezas a tres o cuatro kilotones y se la soltamos a esos cerdos? Podríamos dejarla caer en medio de esa ciénaga de terrorismo que es el valle de la Bekaa. Eso les aviaría.

Un silencio de consternación acogió sus palabras.

—Señor Presidente, ni siquiera sabemos si los terroristas procedían del valle de la Bekaa. No sabemos de dónde venían ni de quién obedecían órdenes.

La cólera del Presidente quedó momentáneamente atajada por las palabras del general Schumacher. El Juez observó que jadeaba al respirar.

—¡Pero lo descubriremos! ¡Por Dios que lo descubriremos!

—Louis, eres un chico muy listo para ser un guripa francés. —Manfred Schmidt no se había molestado en decir hola por teléfono. Después de tres años de trabajar con Louis Doria, el jefe de la Staatschustz de Berlín había elaborado una especie de código abreviado para sus conversaciones—. La policía de Frankfurt encontró siete coches con matrícula de Berlín en el aparcamiento del aeropuerto. Pudimos localizar telefónicamente a los dueños de seis. ¿Adivinas qué pasó con el séptimo?

—No estoy seguro de querer enterarme —dijo Doria.

—El dueño lo vendió a un vendedor de coches de segunda mano de la calle Residenz hace tres semanas. El cual, a su vez, lo vendió a un caballero de aspecto árabe. Sí, señor. Dos caballeros de aspecto árabe para ser exactos. Uno de mis hombres va ahora hacia allí con las fotos que nos dio Breslaw.

—Pues allí me reuniré con él.

No era obligación de Doria, pero la calle Residenz estaba en la zona francesa, y sus relaciones con Schmidt eran tan buenas que el alemán recibía con agrado su colaboración en algún caso, cosa que no solía ocurrir con sus colegas anglosajones.

—Hay otra cosa que deberías saber —dijo Schmidt—. Encontraron varios uniformes del ejército americano en el maletero.

«No podía fallar —pensó Doria—: El factor Abdul». Aquél debió de ser el coche utilizado para la fuga. Descuido típico de esa gente, dejar los uniformes en el maletero. Diez minutos después, estaba con el inspector alemán en el barracón de planchas de acero ondulado en que el vendedor de coches tenía instalada su oficina. El hombre les mostró la copia carbón del formulario que rellenó Saied al comprar el coche. En él figuraba el número de su pasaporte marroquí: 7983429.

—¡Bingo! —susurró Doria al ver el número.

El inspector alemán mostró las cuatro fotos de la CIA.

—Éste —dijo sin vacilar el hombre al ver la foto de Saied. Siguió mirando las otras tres—. Y este otro es el que iba con él —agregó.

Era Nasredin, el especialista en explosivos.

El nombre que el vendedor había copiado del pasaporte de Saied no era su verdadero nombre, desde luego, sino uno de los facilitados a Dajani por el rezident del KGB en Damasco. En el espacio destinado a la dirección, Saied había indicado la Universidad Libre de Berlín. Al leerlo, Doria se echó a reír.

Cuando salieron, Doria se quedó en la puerta, contemplando el tráfico de la calle Residenz y estudiando el barrio. Oscurecía. Al otro lado de la calle, un rótulo le llamó la atención: Pizzería Capri. Al inspector alemán aquello no le decía nada, pero a Doria le sonaba. El restaurante figuraba en una lista, enviada por la Interpol, de los establecimientos de Berlín que había que vigilar por su posible relación con el tráfico de drogas. Drogas y terrorismo van unidos, como la cerveza y las salchichas.

—Vamos a ver si ahí reconocen las fotos —propuso.

Giuseppe, el barman que había servido a Saied y Nasredin, estaba en la barra cuando entraron. Doria permaneció a un lado, observando fijamente a Giuseppe mientras el inspector alemán le mostraba las fotos de Saied y Nasredin. El camarero cogió una foto y luego la otra, las miró atentamente y las dejó en el mostrador.

—Árabes —dijo—. Todos se parecen. A ésos no los he visto nunca. Quizá vinieron por la noche, cuando yo no estaba de servicio. Quién sabe.

—Mentía —afirmó Doria con la seguridad de un presidente de jurado pronunciando un veredicto evidente, en cuanto salieron a la calle.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el inspector.

Doria se golpeó la nariz.

—Por esto. En Francia, amigo, lo llamamos «el sistema D». Olfateando se llega hasta la mierda. —Señaló al otro lado de la calle. Las luces de neón de la sauna Moonlight acababan de encenderse. El pequeño inspector francés estaba convencido de que para la mayoría de los criminales resultaba tan difícil pasar por delante de una casa de putas sin entrar en ella, como para la mayoría de irlandeses rehusar una copa gratis—. Vamos a echar un vistazo —sugirió.

El inspector alemán lo siguió de mala gana al otro lado de la calle. Las cuatro señoritas del personal de plantilla les saludaron al entrar con comercial cortesía. La presentación de la placa del inspector alemán transformó instantáneamente su hospitalaria actitud. La madame salió de una habitación del fondo como un toro a la plaza.

—Ésta es una casa limpia, señores. Aquí, nada de drogas. Mis chicas van al médico todas las semanas. Dos veces a la semana. Aquí, nada de sida —gritó—. Nada de sexo. Nunca. Sólo un buen masaje para calmar los nervios. Lo juro por mi hijo. Nada de sexo.

—Claro que no, Fräulein. —Doria echó mano de todo su charme francés—. Lo que pase detrás de esas puertas no nos interesa. Hemos venido a solicitar su ayuda.

Una vez tranquilizada, la madame dio toda clase de facilidades. Ellos mostraron las fotos a las chicas. Aseguró a Doria que si aquellos hombres habían hecho algo malo, ellas estarían encantadas de ayudar a la policía a cumplir con su deber.

Una de las chicas, una rubia de pelo largo y grasiento con un deshabillé rosa sobre la ropa interior negra, reconoció la foto de Saied ahogando unas risas.

—Estuvo aquí tres veces. Daba buenas propinas. Y la tenía grande.

—¿Cuándo vino por última vez?

—Hace tres o cuatro días.

—¿Qué hacía?

—¿Hacer? —La muchacha estaba desconcertada—. ¿Qué cree que hacemos aquí? ¿Escuchar ópera? Yo le di masajes.

—¿Le pareció nervioso, tenso, inquieto? —preguntó Doria.

—No cuando se iba —rió la chica.

—¿Sabe dónde vivía?

—Por aquí cerca —respondió la rubia—. La segunda vez olvidó el jersey y no tardó nada en venir a buscarlo.

—Quizá lo echó de menos al salir a la calle.

—Quizá —convino la muchacha—. Pero llevaba una cazadora de piel negra. Seguramente no se dio cuenta hasta que se la quitó.

Los dos hombres se miraron. Suficiente. Fueron rápidamente al coche del inspector y llamaron a Schmidt. En quince minutos, Schmidt y dos docenas de policías de paisano se les habían unido para rastrear, casa por casa, la pista que pudiera conducirlos al paradero de los terroristas.

La mayoría de los hombres que estaban reunidos en el despacho del director de la CIA habían dormido tres o cuatro horas y alimentaban sus motor biológico con el combustible que más se consume en Washington en períodos de crisis: café. El Juez miró su reloj. Dentro de cuarenta y cinco minutos, tenía que estar en la Casa Blanca para asistir a la primera reunión del día del Comité Ejecutivo. Había estudiado toda la información que sus subordinados habían podido reunir sobre el atentado de Wiesbaden. Por desgracia, era escasa.

—Hay que volcarse en esto —recordó a los miembros de su comité de dirección—. Hace más de diez años que conozco a este Presidente y nunca, nunca le había visto tan furioso. Ayer estaba francamente cabreado, y Dios asista a la sección que no carbure como deba en este asunto.

Se levantó y empezó a recoger los papeles que tenía que llevar a la Casa Blanca.

—Quiero que uno de ustedes me acompañe. —En las reuniones del comité de crisis, era costumbre que cada uno de los jefes reunidos en torno a la mesa del Consejo de Seguridad Nacional llevara a un adjunto para que le ayudara. Éste hacía las llamadas de su superior y filtraba la información del exterior—. Art, venga conmigo —dijo—. Ustedes —agregó dirigiéndose a los representantes de Operaciones y Contraespionaje— probablemente sean más productivos aquí.

Las señoritas de la sauna Moonlight de la calle Residenz de Berlín Oeste observaban fascinadas las actividades de los policías que habían invadido el local. Manfred Schmidt decidió instalar en él su cuartel general, en la operación de peinado de la zona, para buscar el escondrijo de los terroristas. En el suelo del salón había un gran plano del barrio en el que se señalaba cada edificio que se iba a investigar.

El teléfono sonaba continuamente. El Praesidium Polizei revisaba los ordenadores de la compañía de electricidad, en busca de usuarios que pagaran en efectivo. Los terroristas siempre pagan en efectivo. Los ciudadanos corrientes, casi nunca. Cada vez que en el ordenador aparecía un pago en efectivo, la central llamaba a la sauna.

Tres horas después de que empezara el registro, uno de los inspectores entró corriendo en el local.

—Ya lo tenemos.

El portero que había alquilado el piso a Saied y Nasredin esperaba en el portal del número 97/98 de la calle Residenz, muy ufano por el protagonismo que le daba el momento.

—¿Están dentro? —preguntó Schmidt.

—No lo sé. Hace un par de días que no los veo. Pero son ellos, desde luego. Yo nunca olvido una cara. Nunca. Mi madre decía…

—Traiga la llave maestra —ordenó Schmidt, indiferente a las opiniones de la madre.

Doria, Schmidt y los dos inspectores subieron al piso, con las armas en la mano. Llamaron con los nudillos. Nadie contestó.

—Abra la puerta —ordenó Schmidt.

El conserje tuvo que probar tres veces antes de conseguir meter la llave en la cerradura con sus dedos temblorosos.

Los policías irrumpieron en el piso. Estaba vacío. Los formularios de registro que el portero diera a Saied y Nasredin seguían encima de la mesa.

—¿Qué probabilidades crees que hay de que vuelvan? —preguntó Doria.

—Ninguna. De todos modos, lo vigilaremos. —Schmidt se volvió hacia uno de sus ayudantes—. Que vengan los del laboratorio y le den un buen repaso. Y que traigan los perros. Quizás encuentren rastro de los explosivos.

Guardó la Mauser en la pistolera y sonrió levemente a su colega francés.

—¿Alguna otra buena idea?

El corresponsal del canal de noticias en la Casa Blanca se había puesto tantas veces delante de la cámara sobre el césped situado frente al familiar porche del edificio, que ya parecía formar parte del paisaje. Ahora, a media mañana del lunes, hizo un resumen de las repercusiones del atentado de Wiesbaden, a la vista de las últimas informaciones facilitadas por la oficina de prensa de la Casa Blanca.

Dijo que el comité ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional volvería a reunirse aquella mañana. El Presidente era informado regularmente del avance de su trabajo y, de vez en cuando, se unía a la reunión. Almorzaría en privado en la Casa Blanca, para estar al corriente de los trabajos de investigación del atentado y, a la una treinta, se reuniría con los líderes del Congreso para tratar del déficit presupuestario.

A ochocientos metros de la Casa Blanca, Valentín Tobulko miraba el televisor con atención y perplejidad. Iván Sergeivich le había ordenado que utilizara el aparato con cuentagotas, sólo en aquellos casos en que le parecieran momentos críticos de la crisis. ¿Cómo podía él determinar cuáles serían, con ese boletín de noticias tan parco y poco informativo? Lo único que le indicaba era cuándo no tenía que usar el aparato: cuando el Presidente estuviera almorzando y hablando del déficit presupuestario.

Tras varios minutos de meditación, Tobulko dijo a Nina Wolfe que se iba con la furgoneta a recorrer el imaginario semicírculo que tenía como centro la Casa Blanca desde donde sería más operativa la señal. Ella se quedaría en el apartamento, mirando el canal de noticias y cada vez que se informara de alguna novedad sobre el atentado, le llamaría por teléfono y le describiría lo que se decía y mostraba. Sobre la marcha, decidirían cuándo había que utilizar el equipo.

Para ser el puesto de mando del hombre más poderoso del mundo, la sala de conferencias del Consejo de Seguridad Nacional del sótano del ala Oeste de la Casa Blanca, parece un lugar muy modesto. Pero las apariencias engañan. Tres de las cuatro paredes de la sala están cubiertas de oscuros paneles cuadrados de roble que pueden correrse apretando un botón. Detrás de ellos está toda la parafernalia que pueda precisarse en un momento de crisis, es decir, el utillaje indispensable para la toma de decisiones. Hay monitores que muestran los datos de las redes informáticas más seguras y secretas, un banco de aparatos de telecomunicaciones y discos láser ajustados para el control de la pantalla de gran definición que cubre la totalidad de la cuarta pared y que está oculta tras una cortina. En la habitación contigua está el centro de comunicaciones de la Casa Blanca que controla el sistema Crown de máxima seguridad y uso exclusivo del Presidente, el cual reacciona a la voz humana. Cada sitio de la mesa tiene su propio teléfono rojo por medio del cual cada miembro del Comité Ejecutivo puede hablar con cualquier lugar del mundo.

Art Bennington estaba sentado detrás del director de la CIA. La sala de conferencias era tan pequeña que su sillón estaba arrimado a la pared. Era la primera vez, después de tantos años al servicio del Gobierno, que Art estaba presente en una reunión al más alto nivel y miraba muy impresionado aquella mesa llena de mandamases. Desde el domingo, el grupo se había ampliado. Ahora comprendía a los jefes del Consejo de Seguridad Nacional y del FBI y al fiscal general. El presidente de la junta militar tenía tres adjuntos: un vicealmirante y un par de capitanes generales del Ejército y las Fuerzas Aéreas.

Se encontraban en sesión de modo casi permanente y lo que más sorprendió a Art fue el barullo. Siempre había dos o tres teléfonos rojos sonando. El secretario de Estado era incapaz de bajar la voz al hablar con Jerusalén, con París o con Bonn. Al fondo de la sala, el secretario de Defensa y el presidente de la junta militar, el general Schumacher, y sus respectivos ayudantes, formaban una célula dentro de otra célula, cuchicheando furiosamente, solicitando datos a sus terminales de ordenador y escribiendo con ahínco en sus blocs de piel. El jefe del FBI y el fiscal general parecían estar en constante conferencia acerca de las dificultades jurídicas existentes para sacar a los terroristas de las manos de los alemanes occidentales en el hipotético caso de que fueran detenidos.

«Lo que estoy contemplando es la manera en que el Gobierno de Estados Unidos trata una crisis cualquiera —pensó Bennington—, desde un secuestro aéreo hasta la llegada del ángel exterminador nuclear». Hasta un científico conductista principiante podría ver que el sistema estaba plagado de fallos. Kent Trowbridge, el consejero de Seguridad Nacional, era incapaz de imponer un sentido de disciplina, de establecer una lista de prioridades en el planteamiento de la crisis y obligar a todos a atenerse a ellas. Ello se debía, por lo menos en parte, a la circunstancia de que era el de menos edad de todos los presentes, y sin embargo, era quien se suponía que debía llevar las riendas.

Los miembros del Gabinete tenían unos egos tremendos. ¿Qué podías esperar si no? Siempre estaban desviando la atención hacia las cuestiones accesorias que les interesaban. Bennington observó que uno de ellos no hacía más que dirigirse al asesor de Seguridad Nacional diciendo: «Señor Presidente, acabo de enterarme de que…». De las oficinas contiguas a la sala de conferencias entraban continuamente secretarias con papeles urgentes que nunca eran tan urgentes como parecían.

Pero lo que más sorprendió a Art fue la brusquedad con que todo cambió en el instante en que el Presidente entró en la sala por tercera vez. Su sola presencia en la puerta clarificó las cosas. La gente dejó de cuchichear y de charlar. Hasta el secretario de Estado guardó silencio por una vez. Unos egos que hacía treinta segundos trataban de hurtarle terreno al vecino, ahora, de pronto, se eclipsaban ante el Presidente.

Art sabía que el Gobierno de Estados Unidos no sometía los temas a votación como el gabinete británico ni como el Politburó de Moscú. El Presidente escuchaba, si quería, lo que sus asesores decían. Pero él tomaba las decisiones. «En esta sala —pensó Bennington—, nadie tiene autoridad para oponerse a una orden presidencial». Con excepción de los militares, de quienes él era comandante en jefe, todos los individuos que estaban alrededor de la mesa habían sido nombrados por el Presidente y tenían que acomodarse al criterio del hombre al que asesoraban. Él podía destituirlos a todos en cualquier momento. Sólo el Vicepresidente podía anular una orden presidencial porque también él había sido elegido para el cargo.

Pero, para eso, antes tendrían que sacarlo del campo de golf. Y una cosa era segura: si él o cualquier otro Vicepresidente trataba de hacer desautorizar al Presidente, tendría que estar dispuesto a hacer su propio motín del Caine y añadir a renglón seguido: «… vamos a destituir al Presidente, porque está chalado». Ésta era la única justificación que podía tener un Vicepresidente para anular una orden presidencial.

En ese momento, Trowbridge interrumpió sus pensamientos.

—Caballeros. El Presidente viene hacia aquí.

Dos minutos después, el Presidente entró en la sala. Su cuadrada mandíbula estaba encajada y Art percibió en él una especie de fría compostura.

—Bien —dijo sentándose—, dos cosas antes de empezar. He hablado con los líderes del Congreso de los dos partidos para asegurarles que dedicamos toda la atención posible a esta crisis. En ambas cámaras prevalece la opinión de que no podemos consentir lo que ha pasado. Además, me han dicho que la centralita ha sido bloqueada toda la mañana por ciudadanos indignados que reclaman que respondamos a este crimen. Por lo tanto, es urgente reaccionar. Adelante, Kent.

El asesor del Consejo de Seguridad Nacional dio la última cifra de bajas y agregó:

—La Agencia ha establecido comunicación directa, por una línea segura, con el funcionario de la delegación en Berlín que sigue las investigaciones, señor Presidente. Él podrá darle la última hora.

—Pasen la comunicación.

La voz de Terry Breslaw llenó la sala con tanta claridad como si estuviera informando a los reunidos desde aquella misma mesa. Empezó haciendo un resumen de lo que había averiguado la policía alemana, y señaló que dos de los terroristas habían sido claramente identificados como titulares de dos de los cuatro pasaportes marroquíes falsificados en Beirut por el Artista.

—La policía también ha localizado al propietario del vehículo utilizado en el atentado —prosiguió—. Él lo vendió la semana pasada en un mercadillo al aire libre a dos hombres que identificó como titulares de los otros dos pasaportes marroquíes. Hace unas dos horas, un camello de Kreuzberg reconoció en uno de ellos a un individuo que le había comprado hierba la semana pasada. La policía está haciendo una investigación puerta por puerta en la zona en la que trabaja este hombre, para localizar su residencia. Por lo menos, ahora tenemos la identificación de los cuatro terroristas.

—¿Qué posibilidades hay de que sigan en Berlín Oeste?

La voz del Presidente era severa pero mesurada.

—Yo diría que, a juzgar por la experiencia, son muy escasas.

—O sea, que están escondidos en Berlín Este.

—Posiblemente, señor, pero también podrían haberse marchado. Interflug tiene vuelos diarios a Beirut, Damasco y Bagdad. Probablemente, ya se habrían ido el domingo por la mañana.

El Presidente hizo una seña al general Trowbridge. Ya había oído bastante de Berlín.

—Hágame un resumen de todo lo que sabemos de esos cuatro hombres —dijo a su consejero de Seguridad Nacional.

—Sabemos lo que nos ha dicho la Agencia, que pertenecen a Hezbollah —respondió Trowbridge—, que dos de ellos fueron entrenados en la escuela de terrorismo de Alí Montazeri en Qom. Y creo que podemos suponer que procedían de Beirut Oeste o del valle de la Bekaa.

—Y sabemos que Hezbollah está dirigida por Irán, ¿no?

—La respuesta es «es posible», señor Presidente —dijo el secretario de Estado.

—¡Dios! —suspiró el Presidente—. ¿Cuál fue la última vez en que un secretario de Estado dio una respuesta clara en una crisis?

—Cuando Yasser Arafat pidió un visado a George Schultz —rió Taylor—. Es indudable que los miembros de Hezbollah son fieles a Teherán. Pero, por el asunto de los rehenes, tenemos muchos indicios de que no siempre actúan según los dictados de Teherán.

—¿Y qué me dicen de Asad y de Siria? —preguntó Bill Brennan, jefe de gabinete del Presidente, al secretario de Estado.

—Asad llamó a nuestro embajador a medianoche y estuvo media hora expresando sus condolencias y asegurando que él no había tenido nada que ver en esto.

—¡Excusas! —resopló Brennan—. Él fue el inductor y ahora está cagado de miedo pensando en las represalias.

—No estoy de acuerdo —respondió el secretario de Estado—. He leído el informe del embajador y estoy seguro de que Asad es sincero.

—¿Han descartado a Libia, a Gaddafi? —preguntó el Presidente.

—Los cuatro hombres que usaban esos pasaportes eran chiitas libaneses, probablemente. Gaddafi y los chiitas libaneses se odian porque los libaneses están convencidos de que Gaddafi mandó asesinar a uno de sus líderes religiosos. Por lo tanto, es poco probable que anden juntos en esto.

—Bien, eso nos deja Irán, ¿no? Dos de esos hombres fueron entrenados en Qom.

—La mano inductora todavía no ha firmado, señor Presidente —advirtió el secretario de Estado—. No tenemos pruebas concluyentes. Pero todo señala hacia Teherán, desde luego. O quizá a Beirut Oeste.

—De acuerdo —dijo el Presidente. Se levantó—. Voy a almorzar y a ver las noticias. Después me reuniré con los dirigentes del partido para hablar del presupuesto. General —miró al general Schumacher que estaba al extremo de la mesa—, cuando vuelva quiero examinar opciones de acciones concretas, contra Irán o contra Beirut Oeste. Opciones realistas, no ilusorias.

El general advirtió con alivio que el Presidente no decía nada de misiles de crucero. Ésta era una opción que, al menos por el momento, parecía haber olvidado.

La pequeña furgoneta beige de Valentín Tobulko estaba en el aparcamiento del Banco Nacional, en la calle Ocho, cerca de la esquina con H, a poco más de medio kilómetro de la Casa Blanca. Para el comandante del KGB, aquél parecía un lugar tan inocuo como cualquiera de aquella zona. En la radio sintonizaba la emisora de noticias de la capital. El comandante fingía leer un periódico. A la una, llamó al apartamento de la calle Church.

—Dime qué están dando sobre Wiesbaden —ordenó a Nina Wolfe.

Mientras ella hablaba, súbitamente, recordó algo. Un pasaje del informe sobre el Presidente que Iván Sergeivich le había hecho leer, el que hablaba de su hermana y de lo mucho que él la quería de niño y cómo sufría cuando su padre la maltrataba cuando estaba borracho.

—Nina —dijo—, vamos a conectar el generador ahora mismo.

El Presidente almorzaba en una bandeja en su salita del primer piso, con los cuatro monitores de televisión conectados, aunque sólo el canal de noticias tenía sonido. Aún no había terminado su ensalada de aguacate con gambas cuando se detuvo, incapaz de seguir comiendo ante las imágenes del televisor. El corresponsal del canal de noticias en Bonn estaba en el interior del Hospital General de Wiesbaden, yendo de cama en cama y charlando con las víctimas de la bomba del sábado por la noche. Se detuvo junto a la cama de una muchacha rubia muy bonita que tenía el pelo extendido sobre la almohada formando una aureola. Unas astillas de vidrio la habían dejado ciega. Cuando la cámara enfocó sus ojos vendados, ella sollozaba suavemente por el mundo que había perdido para siempre.

El corresponsal del canal de noticias se acercó a la cama de otra víctima, otra muchacha, ésta un poco mayor, con la cara hinchada y tumefacta como si hubiera sido salvajemente golpeada. El Presidente sintió una opresión en las sienes y una ola de indignación que le recorría el cuerpo. Con un gruñido, se puso en pie de un salto y estuvo a punto de tirar la bandeja del almuerzo.

Antes de que los reunidos advirtieran su entrada, el Presidente ya se hallaba en medio de la sala de conferencias del Consejo de Seguridad Nacional. Inmediatamente, algo llamó la atención de Art Bennington. Todavía llevaba la servilleta de lino blanco en la mano izquierda y la apretaba con tal fuerza que cualquiera diría que dentro tenía a un animalito al que trataba de estrangular.

—¿Han visto las imágenes del canal de noticias? —rugió. Ninguno de los presentes tenía ni idea de lo que les hablaba—. ¡Pues yo sí! ¡Yo las he visto! ¡Esas pobres criaturas destrozadas! ¡Una niña preciosa, ciega! Y han sido los cerdos iraníes. Hay que matarlos. Ellos secuestraron a los nuestros. Ellos volaron el Pan Am 103. ¡Bien, ahora van a pagar por todo ello!

El Presidente levantó los puños y golpeó la mesa violentamente, sin soltar la servilleta que tenía en la mano izquierda. Bennington miró a todos los hombres de la sala. Estaban consternados por el arrebato del Presidente, pero también totalmente pendientes de él, escuchando con gran interés sus palabras sin intentar cuestionarlas.

—¡General!

El presidente de la junta militar se volvió respetuosamente hacia su comandante en jefe.

—¿Señor?

—¿Qué previsiones tenemos para un ataque de represalia contra Irán?

—Señor, tenemos planes previstos para un ataque aéreo con base en un portaaviones, contra la isla de Jarg, la terminal de un oleoducto y refinería. Lo confeccionamos durante la crisis del Golfo. Eso perjudicaría gravemente su industria petrolífera y sería un duro golpe para su economía.

—¿La industria del petróleo? —gritó el Presidente—. ¿Esa gente mata a inocentes muchachos americanos y ustedes hablan de petróleo? ¡Por Dios! ¿Que unos cuantos iraníes se acuesten sin cenar?

—¿En qué había pensado usted, señor?

El tono de Schumacher era respetuoso, según advirtió Bennington, pero no obsequioso.

—¿Tenemos un plan con Qom como objetivo?

Schumacher se volvió hacia el capitán general de las Fuerzas Aéreas que estaba detrás de él, quien solicitó a su terminal de ordenador el listado de objetivos estratégicos.

—No, señor —dijo el capitán general.

—¿Y Teherán?

Nuevamente, el jefe de las Fuerzas Aéreas pulsó su teclado.

—No, señor.

—¡No puedo creerlo! —rugió el Presidente—. ¿Es que, después de una década de unas relaciones que no pueden ser peores con esa gente, con esos bárbaros de Jomeini, no tenemos un plan de ataque contra Teherán? Nuestras relaciones con ellos son cien veces peores que con los rusos ¿y dicen ustedes que no hay planes preparados contra esa gente?

Bennington observaba atentamente al Presidente. Hacía unos segundos, el hombre, accidentalmente, había reparado en que todavía tenía la servilleta en la mano. Se la había metido en el bolsillo. Tenía las sienes sudorosas y continuamente apretaba las mandíbulas.

—¿Y esos misiles de crucero Tomahawk que llevan el Valley Forge y el Ticonderoga de que hablamos ayer? ¿Por qué no lanzamos uno contra Teherán? Ahora mismo.

—¡Señor Presidente! —El general Trowbridge estaba horrorizado—. No podemos hacer eso. Teherán está lleno de embajadas. Si cometiéramos semejante atrocidad, todas las naciones del mundo pedirían a gritos nuestra sangre.

—Está bien, pues contra Qom. ¿Qué le parece, general? —gritó el Presidente con voz áspera al jefe de la junta militar.

—Eso requiere tiempo, señor —respondió Schumacher.

—¿Por qué tiempo, por Dios?

—Los misiles de crucero son muy exactos, pero hay que programar su plan de vuelo. Los sistemas de dirección Turcom requieren un programa de la topografía del territorio que deben sobrevolar hasta llegar al objetivo. Este programa lo facilita uno de nuestros satélites, con una buena fotografía del objetivo y una serie de coordenadas de navegación para el misil. Tenemos que recopilar las señales de radar que el misil encontrará en su trayectoria. Todo eso requiere tiempo. No es tan sencillo.

—Y, naturalmente, no tenemos esos datos sobre Irán.

—No, señor.

—¿Cuánto tardaremos en reunidos?

—Veinticuatro horas. El satélite tiene que enviar las imágenes. La información debe pasar al grupo de planificación estratégica del mando conjunto de la base aérea de Offut, en Omaha. Allí es convertida en dígitos y enviada al barco. Entonces el barco tiene que procesar todos los datos y programar al misil.

—Pues ya pueden empezar. Ahora mismo. —Bennington observó que el Presidente respiraba resoplando a un ritmo rápido, señal inequívoca de una súbita subida de la tensión arterial—. Si tenemos que zumbar a esos bastardos, hay que hacerlo así. La última vez, cuando atacamos a Gaddafi, perdimos dos hombres y un avión. Teníamos que pedir permiso a todo el cochino mundo para volar por su espacio aéreo. Esto elimina esa necesidad.

—Sí —gruñó Bill Brennan, el jefe de gabinete—. Eso es una buena razón, señor Presidente.

—Ni tendremos más bajas americanas. Prepare el programa, general —ordenó el Presidente—. Quiero tener a punto la opción. Y otra cosa: quiero una cabeza nuclear programada a cuatro kilotones, lista para lanzamiento. —Dio un golpe en la mesa con la palma de la mano al decir estas palabras mientras su cara se convertía de nuevo en una máscara de cólera—. Eso acabará de una vez para siempre con los terroristas.

—Señor Presidente, que yo sepa, en Estados Unidos no hay ningún plan de estrategia nuclear cuyo objetivo sea una ciudad o una zona civil.

—¡Pues ahora ya sabe que hay uno!

El Presidente profirió estas palabras como una furiosa maldición. Bennington miraba a Schumacher. «¿Cuántas veces oye ese tono un general de cuatro estrellas? —pensó—. Salvo, quizá, en boca de su mujer». Paseó la mirada por la sala. Esta vez, en algunos rostros, por lo menos, se leía horror por las palabras del Presidente. Pero nadie parecía dispuesto a expresarlo con palabras.

—Señor Presidente, ¿qué magnitud de destrucción desea provocar? —Había un deje de exasperación en la voz del general—. Quiero decir, ¿cuántos escombros? Eso podemos proporcionárselo con cabezas convencionales.

—Exactamente, señor. —Era el secretario de Defensa. «Por fin», pensó Bennington—. Podemos causar muchos destrozos con cabezas convencionales en esos misiles sin la indignación que provocaría una cabeza nuclear.

—¡Claro que pueden! —repuso el Presidente—. Si son capaces de hacer blanco en el objetivo. Nunca hemos disparado esos misiles en una operación real, ¿verdad? ¿Quién sabe dónde irían a caer? Puede que en unos malditos prados de vacas, lo que haría de nosotros el hazmerreír de todo el mundo. Pero si llevan cuatro kilotones, ¿qué importa dónde caigan? Nos llevaremos por delante la escuela de Montazeri con todos sus terroristas y todo lo demás. Eso es lo que quiero.

—Señor Presidente, también mataremos a cientos de mujeres y niños inocentes de Qom.

—¿Mujeres y niños inocentes de Qom? ¿Y los niños de Wiesbaden? ¿Y los pasajeros del Pan Am 103? ¿No eran inocentes? ¿Es que hay dos clases de inocencia? ¿Es que los americanos son menos inocentes?

Mientras el Presidente hablaba, Bennington observaba, fascinado y horrorizado, los movimientos de sus manos. No podía tenerlas quietas. Se las estrujaba hasta que le blanqueaban los nudillos y luego las soltaba. A veces, entrelazaba los dedos en actitud de oración pero con tanta fuerza que la piel se le ponía blanca. «¿No hay un viso irracional en la cólera de este hombre?», pensaba.

Miró uno a uno a los miembros del gabinete reunidos alrededor de la mesa, hombres que conocían bien al Presidente, algunos incluso hablaban con él todos los días. En sus caras no vio señales de consternación. Seguían el debate, escuchaban los argumentos, no parecían sorprendidos por el comportamiento de su jefe. «Quizá sea yo el irracional», pensó.

—Todos ustedes han visto por televisión esas turbas iraníes pidiendo sangre —decía el Presidente—, vitoreando a Jomeini y a sus mullahs, vociferando su aprobación a cada una de las atroces declaraciones que hacen esos salvajes. Así vitoreaban los alemanes a Hitler en los años treinta. Los alemanes lo pagaron caro, ¿no? Bien, pues los iraníes también tendrán que pagar. Perdieron la inocencia cuando pusieron a esos fanáticos en el poder.

—Señor Presidente —dijo Jack Taylor, el secretario de Estado. «Ya era hora», pensó Bennington—. No puedo creer que piense seriamente en utilizar un arma nuclear contra Qom.

—¿No puede? Quiero ver todas las condenadas opciones que tenemos —gruñó el Presidente.

—Semejante reacción sería desproporcionada a la provocación. Uniría contra nosotros a todo el mundo musulmán. No habría ni un solo musulmán, desde las Filipinas hasta la costa atlántica de Marruecos, que no nos odiara por eso. Lanzamos dos bombas nucleares sobre el Japón después de una guerra larga y sangrienta, y todavía se cuestiona la decisión. Esto nos hundiría a los ojos de una tercera parte del mundo. Los árabes y todos los musulmanes se arrojarían en brazos de Moscú.

—Jack, ya sabes cómo los sunníes odian a los chiitas. Recuerda lo que ocurrió cuando Reagan zumbó a Gaddafi. La mitad de los dirigentes árabes del mundo vinieron a decirle al oído: «¡Así se hace!». —Bufó el Presidente.

—Bueno, lo que yo digo es que, si nos tragamos ésta, esta presidencia quedará por los suelos. —Era Bill Brennan, el jefe de gabinete, el que hablaba—. Bastante les hemos consentido ya a esos fanáticos. La gente de este país quiere acción, acción contundente.

—¡Por Dios, Bill! Acción, sí, de acuerdo. Pero esto sería una catástrofe. Los alemanes se volverían locos. No hay más que mencionar la palabra «nuclear» delante de ellos y se ponen histéricos. Esto sería el fin de la OTAN. Cuarenta años de trabajo perdidos, ¿y para qué?

—Para que el condenado mundo comprenda que los días de los terroristas se acabaron —explotó Brennan—. Para que en Oriente Medio se sepa de una vez para siempre que los tiempos en los que se podía matar y mutilar impunemente a americanos inocentes ya pasó. ¡Para eso!

El secretario de Estado detestaba cordialmente al jefe de gabinete. Los dos eran pretendientes rivales de la misma dama: el Presidente.

—Usted puede creer que tiene de su parte a la opinión pública, pero…

—¿La opinión pública? ¿Lo dice en serio? El noventa y dos por ciento de los americanos quiere acción, según un sondeo que la CBS hizo anoche. —Al igual que la mayoría de políticos, Brennan creía que en la maleable piedra de los sondeos políticos estaba escrita una verdad divina.

—Sigan adelante y en todas las ciudades del país habrá gigantescas manifestaciones contra esta Administración.

—Algunos de ustedes, señores —el Fiscal General se había decidido a entrar en liza—, hablan de las armas nucleares como de una cosa sacrosanta y especial. Pues no lo son. No son más que armas convencionales grandes, pero eso nadie quiere reconocerlo. General —dijo mirando a Schumacher que estaba unos puestos alejado de él—, una de nuestras cabezas nucleares de baja potencia y radiación produciría en Qom una décima parte de la radiación que se escapó en Chernobil, ¿no es verdad?

La pregunta pareció contrariar a Schumacher.

—Sí señor; así es —reconoció a regañadientes.

—Si la preparamos para que explote en el suelo o para que penetre, sólo haremos mucho ruido y habremos acabado con esos incordios —dijo el Fiscal General—. Nos hemos dejado paralizar de miedo por usar estas cosas. En 1954, los militares querían utilizarlas en Vietnam, en Dien Bien Fu. Eisenhower no quiso. Se habría acabado de golpe todo el maldito embrollo del Vietnam. Y se habrían salvado miles de vidas. ¿Se vive mejor en Vietnam hoy porque Ike no tuviera agallas para usar la bomba atómica?

—¡Exacto! —cortó el Presidente—. Yo era partidario del uso de armas tácticas nucleares en Vietnam, cuando era militarmente prudente.

Bennington examinaba atentamente al Presidente. Estaba desplomado en el sillón, visiblemente más pálido que cuando entró en la sala. Las manos, que tenía apoyadas en la mesa, le temblaban ligeramente. Bennington no pudo menos que pensar que allí tenía a un hombre que había sufrido un acceso de furor y ahora se recuperaba, mientras los agentes químicos que lo habían provocado, eran eliminados de la sangre. El primer mandatario se irguió en su sillón.

—Tengo que ir a esa reunión del presupuesto. ¿General? —Miró a Schumacher—. Quiero que se programe esa opción.

—Es viable, señor —dijo Schumacher—, pero yo creo que no es un buen planteamiento. El mero hecho de tener esa condenada cosa programada encierra peligro.

—Que lo programen —insistió el Presidente, dirigiéndose hacia la puerta con grandes zancadas.

«Estamos pisando terreno resbaladizo —pensó Bennington—. Un terreno muy, muy resbaladizo».

Quince minutos después de que el Presidente saliera de la reunión del Consejo de Seguridad Nacional, se había puesto ya en marcha la maquinaria que permitiría programar contra Qom un misil de crucero Tomahawk con cabeza nuclear. A cuarenta mil kilómetros sobre el océano Índico, entraba en funcionamiento uno de los más modernos satélites KH-IV de la nación, destinados a proporcionar un reconocimiento fotográfico con imágenes instantáneas de alta definición de su superficie terrestre.

El pájaro, situado en una órbita sincrónica con la Tierra, medía siete metros setenta centímetros de largo y estaba provisto de telescopios Schmidt de rayos infrarrojos. Éstos estaban dotados de sensores de calor de sulfuro de plomo para detectar la energía generada en el eventual lanzamiento de un cohete soviético y de cámaras de una potencia tal que podían fotografiar a un hombre paseando por la calle. El satélite, diseñado en un principio para vigilar las fronteras meridionales de la Unión Soviética con Irán, Afganistán, Pakistán y la India, empezó a enviar miles de imágenes del territorio que tendría que recorrer el misil, desde su plataforma de lanzamiento a bordo del Valley Forge, a doscientos kilómetros de la costa iraní en el golfo de Omán, hasta Qom, a cien kilómetros al Sudoeste de Teherán. El misil dejaría atrás el mar al sur de Minab, frente a Omán, y se dirigiría hacia el Noroeste, siguiendo una trayectoria sinuosa por los valles de Kun-i-rud y los montes Zagros, hasta Ispahán, donde viraría al norte, hacia el objetivo.

Las imágenes que ahora llegaban del espacio no sólo servían para revelar con asombroso detalle la topografía del terreno sino que, además, permitirían a los cartógrafos de las Fuerzas Aéreas calcular la profundidad de las hondonadas o peñascos que se hallaran en la ruta. Un misil de crucero se orienta hacia el objetivo, buscando con su radar los accidentes del terreno previamente seleccionados por los hombres que trazan la ruta del misil, que se convierten en los indicadores que lo dirigen hacia el objetivo.

La primera estación receptora de este torrente de información era una instalación estadounidense ultrasecreta llamada Casino situada cerca de Nurrungar, en Australia, al Noroeste de Adelaida. Allí el chorro de bits binarios era procesado por los ordenadores IBM 360-755 de la estación e introducido en un cable submarino que lo conducía a San Francisco. Desde allí, por línea terrestre iba al Norad, Cuartel General de la Defensa Aeroespacial de América del Norte, en las montañas Cheyenne, Colorado.

Los oficiales y soldados que recibían la información en el Norad no sabían cuál era su finalidad. Su misión se reducía a remitirla a sus destinatarios finales, el centro de planificación estratégica conjunta de la base aérea de Offut en Omaha, Nebraska.

El coche oficial del Juez se deslizaba rápidamente entre el tráfico de la avenida de la Constitución, en dirección al río Potomac, la autopista George Washington y Langley. Sentado detrás, al lado del Director, Art Bennington rió entre dientes al contemplar el reluciente estanque que reflejaba el obelisco. El primer despacho que tuvo en la CIA estaba allí, sobre aquel bien cuidado césped, en un barracón azotado por las corrientes de aire, instalado por las fuerzas de ingenieros durante la Segunda Guerra Mundial. Doscientos metros de distancia y unos cinco años luz de tiempo le separaban ahora de aquel lugar.

Ni él ni el Director habían dicho palabra desde que subieron al coche. El Juez apoyaba sus mocasines negros en la banqueta plegada y la barbilla en el pecho, en actitud cavilosa. Evidentemente, el hombre estaba disgustado. «Bueno, qué carajo —pensó Bennington—, también yo estoy disgustado, y si he hecho carrera en la CIA no es por morderme la lengua delante del director».

—Ha sido toda una escena, ¿no le parece?

Era una maniobra de tanteo, como la del pescador que lanza la mosca, o la del boxeador que da un pequeño golpe de izquierda para ver la reacción del contrario. El Juez movió la cabeza de derecha a izquierda dos o tres veces, despacio, como el que se despierta después de dar una cabezada o es molestado cuando estaba absorto en un problema apasionante.

—Sí —dijo—. Hace… ¿cuánto?, diez, quizá doce años que le conozco y nunca le había visto tan fuera de sí.

—No creí que tuviera tanto genio.

—¡Oh, sí!, tiene genio. Siempre lo tuvo. Créame, puede ser desagradable y ruin. Toda esa aureola de aristócrata de Nueva Inglaterra que le han puesto, el caballero que cuida su jardín con su mono y su jersey de lana Shetland y que nunca levanta la voz, no es más que un cliché. Como suelen ser esas cosas. De todos modos, nunca le había visto tan furioso. En su actitud había incluso cierta histeria, no sé si sabe a lo que me refiero.

—Sé perfectamente a lo que se refiere.

El Juez se volvió a mirar a Art con los ojos entornados. La forma en que Bennington había dicho la frase le hizo comprender que su subordinado había llevado la conversación por aquel derrotero deliberadamente.

—La forma en que estrujaba la servilleta. Me recordó al capitán Queeq, el del motín del Caine y sus bolas de acero —prosiguió Bennington.

—Vamos, Art, ¿adónde quiere ir a parar? Hable claro. Usted es el que ha estudiado medicina.

Art contempló al veterano jefe de la CIA. «¿Estás preparado para lo que voy a decirte?», preguntaban sus ojos a su superior.

—El caso es que tal vez tengamos que habérnoslas con un presidente que sufre un trastorno mental.

El Juez se encogió ligeramente ante las implicaciones de las palabras de Bennington. Durante unos momentos se examinó las uñas en silencio. «La idea ya se le había ocurrido», comprendió Bennington.

—No lo creo.

—¿Qué no lo cree, Juez? ¿O no quiere creerlo?

El Juez se volvió hacia la ventanilla del coche.

—¿Comprende usted, intuye siquiera, la trascendencia constitucional de lo que está sugiriendo?

—Lo que comprendo, Juez, es el desastre que sería para este país el lanzamiento sobre Qom de un cohete de cuatro kilotones.

—No llegará a tanto. Ya se calmará.

—O así lo espera usted.

El Juez asintió con un vehemente movimiento de cabeza y trató de refugiarse en el silencio. Pero Bennington no estaba dispuesto a dejarle escapar a ese santuario.

—Usted sabe cómo funciona el sistema. La única persona con autoridad suficiente para ordenar el lanzamiento de un arma nuclear es el Presidente.

—El secretario de Defensa, general Schumacher, nunca le dejaría hacer eso. Hoy les pilló desprevenidos, sencillamente.

—Quizá. Pero no olvide que, una vez tenga preparado el misil, no necesita la ayuda ni la autorización de nadie para dispararlo. Ni la del general Schumacher. Ni la del Congreso. Ni la de nadie.

—Eso nunca podría ocurrir.

—Nunca podría ocurrir con un Presidente en plena posesión de sus facultades mentales. Me he pasado la vida estudiando la conducta humana, Juez, y estoy convencido de que en su actitud de hoy había un componente irracional. El Presidente estaba a merced de un furor incontrolado. Hubo momentos en los que desvariaba.

—Tiene razón. Me di cuenta. Y también me asustó. Pero ¿qué diablos podemos hacer nosotros, Art? Decirle: «Mire, señor Presidente, ¿por qué no se olvida de esos chicos de Wiesbaden un ratito y se va al psiquiatra»?

—¿Se acuerda de Witter, el joven agente al que echaron de Moscú cuando perdimos al coronel que teníamos en el Kremlin?

—¿Se acuerda de Witter, el joven agente al que echaron de Moscú cuando perdimos al coronel que teníamos en el Kremlin?

—¿Qué tiene que ver?

—Yo estaba seguro, y aún lo estoy, de que los rusos le hicieron revelar la identidad del coronel, sirviéndose de un magnetoencefalógrafo.

—Eso dijo usted.

—Cuando el Presidente se sometió a un chequeo en Bethesda, su médico dijo que le habían hecho un magnetoencefalograma.

—¿Y qué?

—La magnetoencefalografía es fundamentalmente una técnica de investigación. En la actualidad, sólo muy raramente se usa para fines de diagnóstico. Por lo tanto, si la utilizaron con el Presidente tiene que ser porque tenían un motivo de índole médica muy importante. No es un electrocardiograma, Juez. Allí no estaban tomándole el pulso.

El Juez gimió. ¿Por qué consentía que Bennington le arrastrara hasta allí, al centro del lago, donde más delgada era la capa de hielo? Porque también él había advertido aquel alarmante aire de irracionalidad en la conducta del Presidente.

—¿Qué cree que estarían buscando?

—Yo estudiaba para neurocirujano antes de entrar en la Agencia, pero no estoy al día de los últimos avances en neurología. Quizá buscaran un tumor que podría afectar a su conducta.

—Pues no debieron de encontrarlo, porque le declararon perfectamente sano.

—Quizá sea inoperable.

El Director se revolvió en su asiento y dejó caer los pies de la banqueta con un golpe sordo.

—Art, ¡por Dios!, ahí estamos fuera de nuestra jurisdicción. Ya sé adónde quiere ir a parar. Sé exactamente adonde quiere ir a parar. Quiere que llamemos al médico y le susurremos: «Oiga, ¿existe la posibilidad, alguna prueba física que denote que el Presidente está un poco ido?».

Bennington no respondió porque eso era exactamente lo que él pensaba hacer.

—¿Imagina lo que ocurrirá cuando Bob Woodward lo extienda por la primera plana del Washington Post? La CIA investiga por su cuenta y riesgo la salud mental del Presidente.

—¿Imagina usted lo que ocurrirá si un Presidente, por un momentáneo trastorno, comete un acto que ocasiona al país un daño irreparable? ¿No tenemos nosotros con el país, con esos hombres que estaban en la sala con nosotros, el deber de averiguar si existe ese peligro?

—Art, se trata del Presidente. Nosotros somos sus servidores, no sus guardianes.

—¿Y el país? ¿Para qué diablos sirve la CIA si no para proteger al país de un acto semejante?

Estaban llegando a la Agencia. El Director indicó al conductor y al joven del blazer azul, que iba al lado de éste, que los llevaran a la puerta principal.

—Si trasciende una sola palabra, el más leve rumor sobre esto —dijo señalando la estatua de Nathan Hale—, yo mismo le pondré la cuerda al cuello.

—No se apure, Juez —rió Art tétricamente—. Cuando uno lleva tantos años como yo actuando extraoficialmente, no tiene que esforzarse por guardar secretos.

—Willi, ¿harías el favor de repetir a este señor lo que me has dicho?

Louis Doria levantó la mirada de los papeles que estaba despachando en su escritorio de la oficina de Seguridad del aeropuerto de Tegel, y vio acercarse a un policía alemán en compañía de un ciudadano bastante desastrado.

—Willi es taxista —explicó el policía alemán.

«Evidente», pensó Doria. Willi tenía una melena hasta los hombros, y vagamente ondulada y decididamente sucia, vestía anorak gris y llevaba un cigarrillo colgado de la comisura de los labios como los «duros» de las películas de Hollywood de hacía cincuenta años. El típico taxista de Berlín, avispado, cáustico, de vuelta de todo.

—Vamos a ver, Willi, ¿qué me cuentas?

—El sábado por la noche, yo estaba de los primeros en la fila cuando llegó el Pan Am de Frankfurt. Cuatro árabes subieron a mi taxi.

—¡Ah! —hizo Doria con súbito interés—. ¿Y cómo sabes que eran árabes y no turcos, pongamos por caso?

—Porque hablaban árabe.

Willi dedicó a Doria una mirada de conmiseración. Al fin y al cabo, no podía pedirse a un francés que tuviera el savoir faire cosmopolita de un taxista berlinés.

—¿Tú hablas árabe?

—Un poco. Los que viajaban detrás empezaron a charlar y el que iba a mi lado se volvió y les dijo que se callaran. Que no hablaran árabe. Maa’t Kalemsh Araby —puntualizó Willi con un acento que Doria supuso aceptable.

Probablemente, de vez en cuando, Willi pasaba un poco de droga para los hermanos de Kreuzberg.

Abrió el cajón de la mesa y sacó las cuatro fotos facilitadas a la CIA por el Artista.

—¿Reconoces a alguno de estos individuos?

—¿Es que no va a preguntarme adonde los llevé? —preguntó Willi, asombrado por la inexplicable incompetencia del francés.

—Me gusta reservar las malas noticias para el final.

—Éste —dijo Willi señalando la foto de Saied— se sentó a mi lado.

—¿Y los otros?

El taxista se encogió de hombros.

—Y los llevaste a la estación del Zoo, ¿verdad?

—¡Sí! ¿Cómo lo sabe?

—Lo adiviné. —Doria extendió la mano—. Gracias, Willi. Estamos muy agradecidos por tu ayuda.

Cuando Willi y el policía se fueron, Doria descolgó el teléfono para llamar a Schmidt. La investigación había terminado. Tal como los dos sospechaban desde el principio, los terroristas se habían marchado. De todos modos, no estaba mal lo que habían conseguido en cuarenta y ocho horas: habían identificado a los cuatro hombres, y habían localizado los coches y los apartamentos. Todo, salvo el arresto. Y es que, por desgracia, aquello era Berlín.

Aquella semana, la cena del rezident del KGB con Maj Abdul Hamid Hatem, jefe del Havarat, el servicio de espionaje sirio, había sido trasladada del jueves al lunes, a petición del primero. Empezaba a refrescar, por lo que habían decidido cenar en el fastuoso comedor oriental del Hotel Sheraton de Damasco. Antes de ir a cenar, tomaron una copa en el bar. Hatem indicó al maître la mesa que quería, situada en un rincón tranquilo desde el que se podía vigilar todo el comedor. Un camarero se acercó presuroso con cuencos de aceitunas verdes y negras, zanahorias con hielo, pistachos y una botella de Chivas Regal con hielo y soda.

Hatem sirvió una generosa ración para su invitado y otra para él y brindó por el rezident.

Saa’htain, a su salud —dijo. Contempló un momento desdeñosamente a sus compatriotas del bar, que hacían sus negocios mientras fumaban pipas de agua, y se inclinó hacia el rezident—. ¿Qué le parece lo de la bomba contra los americanos en Alemania?

—Me parece algo muy, muy peligroso.

El sirio bebió un sorbo de whisky mientras pensaba en las palabras del ruso.

—¿Piensa que habrá represalias?

—Seguro. Mire lo que hicieron con Gaddafi después de la bomba de Berlín que sólo mató a un soldado americano. —El ruso cogió el vaso. Al igual que la mayoría de sus compatriotas, no bebía el licor a sorbitos sino a grandes tragos y, antes de volver a poner el vaso en la mesa, había consumido más de la cuarta parte de su contenido. Cogió un pistacho, lo abrió y se lo echó a la boca. Mientras masticaba estudiaba a Hatem con la impasibilidad del dentista que mira la décima radiografía del día—. Espero que tomen las represalias contra quien tengan que tomarlas.

El sirio se sobresaltó. Se acercó al funcionario del KGB y susurró:

—Nosotros no tuvimos nada que ver. No nos enteramos hasta que leímos el despacho de la agencia Reuter. Créame.

—Yo creo que ustedes no tuvieron nada que ver, Abdul Hamid. Es más, me consta. Pero la cuestión es lo que van a creer los americanos.

El ruso hizo una pausa, para dejar que sus palabras surtieran efecto. Como se proponía, el efecto no tuvo nada de grato. Alargó la mano y oprimió afectuosamente el antebrazo del sirio, con el ademán que hace el entrenador cuando el atleta no ha conseguido el objetivo ambicionado.

—Afortunadamente, ustedes no tienen que temer que los americanos les ataquen como atacaron a Gaddafi. Tendrían que vérselas con nosotros, y ellos lo saben.

—Sí —respondió Hatem que no creía ni una palabra—. Eso ya lo sé. Todos estamos seguros de la importancia de la solidaridad soviético-siria. —Interrumpió la frase para tomar un sorbo de whisky—. Pero ¿por qué habían de creer los americanos que nosotros estamos implicados?

—Porque los autores del atentado en Alemania procedían del valle de la Bekaa.

El sirio tuvo otro sobresalto. Aquello no lo sabía, y su ignorancia era un grave error. Incluso había sugerido a Hafez el Asad, el gobernante de su país, que la bomba era obra de la rama alemana de las Brigadas Rojas. La revelación del ruso era tan preocupante como molesta.

—Ya conoce a los americanos —prosiguió el rezident—. Imaginan que todo lo que pasa en el valle de la Bekaa es obra de ustedes. —Cogió otro pistacho del cuenco y lo abrió con dos dedos—. ¡Quién sabe! —dijo llevándose el fruto a la boca—. Tal vez haya quien esté interesado en alentar a los americanos en esa creencia. Desde luego, son ustedes y no ellos los que pagan por sus actos.

El rezident no habría logrado que Hatem le prestara más atención poniéndole una pistola en el pecho.

—¡Los israelíes! —explotó—. ¿Se atreverían a hacer algo así?

Abdul Hamid Hatem creía en la omnipresencia de la perversa mano israelí con la misma firmeza con que un brahmán cree en la reencarnación.

El ruso correspondió a la pregunta de Hatem con una media sonrisa burlona.

—Pues, si no fueron ellos, ¿quién?

Su colega soviético concentró su atención en el vaso de whisky. A continuación, se inclinó hacia Hatem y empezó a susurrar.

—Lo que voy a decirle no debe usted revelarlo a nadie, pero a nadie.

—Se lo juro, amigo, puede creerme.

—Absolutamente a nadie.

—Lo juro sobre la cabeza de mi primogénito.

—Las cuatro personas que cometieron el atentado volaron a Berlín Este en Interflug. Los nuestros reconocieron a dos de ellos. Eran del grupo de Alí Montazeri, de Qom. —Apuró el whisky—. Usted sabe lo que nosotros pensamos de ellos. De manera que en Berlín Este los hicimos vigilar.

Hatem asintió. No sería él quien interrumpiera estas preciosas revelaciones con una frase trivial.

—Cuarenta y ocho horas antes de la explosión, los vimos entrar en la Embajada de Irán en Pankow, Berlín Este. Entraron con las manos vacías.

—Sí —murmuró Hatem.

—Y cuando salieron llevaban cada uno dos pesadas maletas.

—¡Explosivos! —jadeó el sirio.

—No creo que fuera caviar.

Minutos después, el maître del hotel les anunció que la cena estaba lista. Cuando acabaron de cenar, Hatem declaró que, con gran pesar, tenía que renunciar a ver a Nimet Fuad, la danzarina egipcia que actuaba en la sala de fiestas del hotel. Tenía mucho trabajo aguardándolo en el despacho. El rezident asintió, comprensivo.

Como de costumbre, se quedó en la acera mientras Hatem se alejaba, con una postura tan respetuosa como la del viejo sargento que se despide de su comandante. Sabía que Hatem iba a ver a Asad para informarle de las sorprendentes revelaciones que él le había hecho antes de la cena. Luego, Hatem llamaría a sus principales subordinados y les echaría un buen rapapolvo por no haber conseguido la información que el KGB acababa de darle. El servicio de espionaje de Hatem era una de las organizaciones más infiltradas del mundo. ¿Cuánto tardaría en llegar a Tel Aviv su información? ¿Veinticuatro horas? ¿Menos?

El Centro de Planificación Estratégica Conjunta estaba en un puesto subterráneo, veinte metros por debajo del bien cuidado césped de la base aérea de Offut, en Omaha, Nebraska. La mayoría de los oficiales destinados en el puesto eran jefes de las Fuerzas Aéreas o de silos de cohetes o pilotos de B52, y unos cuantos procedían del cuerpo de Submarinos de la Marina. Su misión consistía en asignar objetivos a las cabezas del arsenal nuclear, asegurarse de que los objetivos soviéticos amenazadores estaban debidamente cubiertos, coordinar planes de lanzamiento de misiles y de vuelo —de manera que un ataque no interfiriera con el otro—, determinar con exactitud el momento de despegue y de llegada y calcular las desviaciones, la destrucción y las bajas que pudiera causar cada proyectil. Su trabajo era de una complejidad extraordinaria, la clase de reto que apasiona a las personas aficionadas al ajedrez o a crear complicados programas informáticos, salvo que, en este caso, no se trataba de un juego sino de la casi completa destrucción del planeta.

La inmensa mayoría de las cabezas del arsenal nuclear que ellos controlaban, incluidas las que estaban en submarinos y en silos, estaban asignadas al llamado SIOP (Plan Operativo Integrado Unitario). El plan en sí no era unitario, sino que consistía en una serie de casi una docena de opciones de ataque nuclear contra la URSS. Una de ellas, por ejemplo, estaba dirigida contra objetivos de mando y control; otra, contra misiles termonucleares. Un número mucho menor de misiles de menor potencia, la mayoría de corto alcance con base en tierra en Alemania Occidental o misiles de crucero mar-aire estaban dirigidos contra objetivos predeterminados por el comandante de los mandos de zona, pero la asignación de objetivos había sido supervisada y coordinada por el mando estratégico conjunto. Un número todavía menor de cabezas no tenían objetivo asignado.

Cuando se recibió del Pentágono la orden de programar un misil contra Qom, el oficial de guardia del mando estratégico seleccionó para la operación un misil de su inventario. La designación oficial era CDPN376W60, lo que significaba que era un Tomahawk de crucero de la última serie de producción asignada a la Marina con cabeza dual: convencional o, en caso de ataque nuclear, con cabeza W60 de potencia variable.

Una vez recibida toda la información del satélite KH-IV, un equipo de tres oficiales de las Fuerzas Aéreas se sentó delante de sus ordenadores para trazar con todo detalle el plan de vuelo, que se almacenaría en el cono de guía del misil. Esencialmente, su trabajo consistía en implantar en el sistema de guía un banco de memoria con la configuración del terreno que debía sobrevolar. Con esta información, el misil podía dirigirse al objetivo ajustando el rumbo cuando ello fuera necesario, durante el trayecto.

La tarea requirió seis horas de arduo y tedioso trabajo antes de que el plan fuera trazado, comprobado y autorizado por el comandante del mando estratégico. Una vez trazado el mapa, confeccionaron el mensaje de acción de emergencia que controlaba el lanzamiento del cohete en sí, en el caso de que llegara a cursarse la orden. El mensaje, preformateado y breve, contenía tres datos esenciales que debían obrar en poder del capitán del Valley Forge para que éste pudiera considerar válida la orden de disparar. El primero era el nombre clave de la operación: Cicuta. El segundo era la contraseña que daría al capitán la confirmación de que la orden procedía de una fuente autorizada. Era un número: 301427. Finalmente, el código que autorizaba al capitán y al oficial ejecutor a efectuar todas las operaciones que pondrían el misil en su trayectoria. Era un proceso complejo y delicado, pero reflejaba los rigurosos procedimientos con los que los militares estadounidenses rodean la utilización de las armas nucleares.

El plan y el mensaje cifrados fueron enviados al Valley Forge por el sistema de comunicaciones de Defensa, vía satélite. Un segundo ejemplar fue enviado, por un medio seguro, al despacho en el Pentágono del general Schumacher, presidente del mando conjunto.

El Muro de Berlín es la frontera oriental de Kreuzberg. Allí discurre por detrás de un viejo monasterio convertido por la ciudad en una especie de hormiguero de estudios de pintor. Años atrás, los artistas residentes descubrieron que la imponente mole de cemento ofrecía un escaparate ideal a su talento. La convirtieron en una especie de caleidoscopio alucinógeno, un cómic de osos danzantes y dragones de flamígeras fauces, espectros burlones y desnudos de alto busto adornados con los desafiantes eslóganes de sus creadores: «Mueve el cuerpo», «La vida es un viaje», «Todos los polis son unos cerdos».

Cada vez que Dante Russo pasaba por delante de aquella franja de cemento —y lo hacía por lo menos tres veces por semana— se deleitaba con su colorista desafío al mundo que quedaba al otro lado del muro. Russo pensaba que para Walter Ulbricht, el tétrico comunista de la Alemania Oriental que lo mandó construir, el infierno sería tener que pasar una eternidad mirando lo que los pintores habían hecho con su obra.

Dante Russo abrió la puerta de la casa número 19 de Bethanie Damm, un edificio de cinco pisos cuya fachada estaba a menos de tres metros del muro y subió a su apartamento situado en el quinto piso. La ventana de la sala de estar daba a la franja de tierra arada y minada que se extendía a lo largo del muro por el lado de Berlín Este. Tomó de su escritorio unos prismáticos, el modelo más potente fabricado por Zeiss y, situándose a distancia de la ventana para no ser descubierto por los policías fronterizos desde su torre de observación, enfocó rápidamente el objetivo. Era el ángulo izquierdo de la segunda ventana de la cocina del apartamento del tercer piso de la calle Herb, 7. Allí un mensaje le esperaba. Era un bote de sal azul, en el alféizar de la ventana. «Bien —pensó Russo, bajando los prismáticos—. Tiene algo para mí».

El ocupante del piso de la calle Herb, 7 era un archivero de la STASI, el Servicio de Seguridad del Estado de la Alemania Oriental. También era colaborador de los jefes de Russo, la CIA, «Quizá tenga alguna información sobre la bomba de Wiesbaden», pensó Russo mientras guardaba los prismáticos bajo llave. La STASI se enteraba de prácticamente todo lo que ocurría en Berlín Este.

El general Harold Schumacher, presidente del Mando Militar Conjunto, había dispuesto que la operación Cicuta, la inserción del plan de lanzamiento del misil de crucero contra Qom en la serie de opciones de respuesta nuclear, fuera supervisada por él personalmente. Por principio, él seguía oponiéndose a la idea. La mera programación del cohete le parecía un acto irresponsable e injustificado. No obstante, la orden había venido directamente del Presidente; era una orden legal. Hal Schumacher no había ascendido hasta la cúspide de la jerarquía militar de Estados Unidos por saltarse las órdenes legítimas. De todos modos, estaba decidido a fiscalizar ésta al máximo, hasta que hubiera pasado la crisis y pudieran desprogramar el misil.

En primer lugar, Schumacher tenía que enviar el mensaje de acción de emergencia y los códigos correspondientes al director de la oficina militar de la Casa Blanca. Ésta era la sección responsable del llamado «Balón Negro», que no era tal balón sino una cartera de piel negra con cierre de combinación. Tampoco el oficial responsable de ella tenía que pasar el día siguiendo los pasos del Presidente, como cuenta la leyenda popular, sino que permanecía en un refugio atómico del sótano del ala Este de la Casa Blanca mirando los concursos de la televisión y leyendo libros de bolsillo.

El balón no tenía un mágico botón rojo que el Presidente pudiera oprimir para enviar al aire los misiles nucleares. No existía tal botón. Lo que contenía realmente el «balón» era un cuaderno de 75 hojas cambiables, el «Libro Negro», el cual detallaba, con su infinita complejidad, las opciones de ataque nuclear entre las que el Presidente podía elegir. Era lo que los militares, con su certero instinto para la palabra justa, solían llamar el «menú» nuclear del presidente, que en realidad describía el que sin duda sería el ágape más indigesto que podía hacerse tragar a la humanidad.

En el balón iba también una ficha de siete y medio por doce centímetros, como un cartón de bingo, con los códigos de identificación de todos los miembros de la cúpula de mando que debían intervenir en una operación nuclear de emergencia, empezando por el Presidente, el cual, según se suponía, llevaba en la cartera un duplicado de esta ficha que se cambiaba periódicamente.

A primera hora del martes, un mensajero armado entregaba en la Casa Blanca el protocolo de la operación Cicuta. Otro ejemplar era llevado al centro nacional del mando militar del Pentágono donde estaría a disposición del oficial al mando del centro neurálgico desde donde se controlaba a las fuerzas militares estadounidenses en todo el mundo.

«Un barco pintado en un océano pintado», pensaba el capitán Hoart Edmonds, comandante del USS Valley Forge mientras contemplaba desde el puente de su barco las aguas del sur del mar de Omán. Durante un breve instante, el reflejo del sol poniente convertía las tranquilas aguas en una paleta de chillones escarlatas, rojos y rosas. Su meditación sobre el Viejo Marinero, de Coleridge, fue interrumpida por la llegada de un marino del centro de comunicaciones.

—Señor —dijo—, el satélite está enviando un mensaje confidencial.

Edmonds se levantó y se encaminó por el corredor hacia el centro de comunicaciones, instalado a popa del ultramoderno centro de información de combate dotado de veinticinco unidades de sonar de escudo radárico y sistema de comunicaciones.

—Es un doble, capitán —dijo el oficial de comunicaciones cuando Edmonds entró en la cabina—: Para usted y para el primer oficial. Ya viene hacia aquí.

Edmonds arqueó las cejas. Un «doble» para él y su número dos, por definición tenía que estar relacionado con el asunto nuclear. Cuando llegó el primer oficial, los dos hombres se dirigieron al cuarto de claves y, con ayuda de sus códigos personales, descifraron el mensaje del mando estratégico conjunto.

—¡Hostia! —dijo Edmonds releyéndolo—. ¿Qué le parece esto?

El primer oficial, un comandante siete años más joven que él, pensó unos momentos.

—Quizá los que volaron el gimnasio de Wiesbaden procedían de allí.

—¿Cuatro kilotones, para eso?

—Capitán, yo tengo dos hijos adolescentes. Si esos canallas son los culpables, veinte kilotones me parecerían pocos.

Edmonds y su primer oficial empezaron inmediatamente las operaciones de preparación del misil. El oficial artillero cortó la cinta de los datos en clave enviados por el mando militar conjunto y la introdujo en el cono de guía del misil. Un equipo de armamento bajó a la bodega de seguridad de las armas nucleares, guardada por marines armados, y retiró de las existencias a bordo del Valley Forge, la cabeza que montarían en el misil. Un suboficial fijó el mecanismo regulador de potencia en cuatro kilotones, proceso relativamente fácil, y la cabeza fue subida a cubierta y montada en la punta del misil. Hecho esto, el capitán del Valley Forge comunicó por radio al comandante de la flota del Atlántico del que dependía, a través del contralmirante al mando de las Fuerzas Expedicionarias en el golfo Pérsico, que la operación Cicuta era ya una opción nuclear disponible.

El capitán Edmonds estaba inquieto. Le intranquilizaba tener aquel misil en la cubierta de artillería, preparado para el lanzamiento. Pero, por lo menos, en el caso prácticamente inconcebible de que se disparase por azar, no habría explosión nuclear. Al igual que las cabezas de todos los proyectiles estadounidenses, la montada en el misil crucero del Valley Forge tenía un dispositivo de seguridad. No podía provocar una explosión nuclear mientras no se desbloquearan unos conectores detonantes, y sólo él y su primer oficial, actuando conjuntamente, podían desbloquearlos.

—¿Doctor White? Aquí el doctor Arthur Bennington, de la División de Ciencias del Comportamiento de Langley.

—Buenos días, doctor. —El médico del Presidente no conocía personalmente a Bennington, pero reconoció su nombre en cuanto su secretaria le anunció su llamada. En las altas esferas, la burocracia de Washington es una red de viejos camaradas, una telaraña de amistades y contactos—. ¿En qué puedo servirle?

—Necesito información. Como probablemente usted ya sabe, doctor, uno de nuestros temas de investigación es el desarrollo del magnetoencefalógrafo.

—Es una máquina realmente extraordinaria, ¿no cree? —respondió White—. Está llamada a revolucionar nuestros planteamientos sobre el cerebro.

—Tiene razón. Cuando recuerdo lo poco que se sabía en mis tiempos de interno en el Presbiteriano de Columbia, en los años cincuenta, me…

—¿Columbia? —le interrumpió White—. Prácticamente somos colegas de promoción. Yo hacía prácticas en Bellevue, por la misma época.

—¿Ah, sí? —Bennington fingió sorpresa lo mejor que supo. Había estudiado detenidamente el expediente de la Marina de White antes de llamar por teléfono, y sabía muy bien dónde había hecho las prácticas—. ¿Y no se encontró con el viejo Pinckney Arledge? De vez en cuando se pasaba por allí.

—No, pero conocía su reputación, desde luego.

—De todos modos, doctor —prosiguió Bennington, una vez tuvo a White más confiado—, sentí tanta curiosidad como fascinación al ver que utilizaba usted el magnetoencefalógrafo como herramienta de diagnóstico en la revisión que hizo al Presidente. Yo tenía entendido que sólo se usaba en investigación.

White no contestó inmediatamente.

—Es que había circunstancias especiales, dicho sea estrictamente entre colegas.

—Por supuesto.

—El Presidente temía sufrir un tumor cerebral. Tenía ciertos síntomas y había permitido hacerse un autodiagnóstico. Yo quería darle la máxima seguridad médica y, al mismo tiempo, comprobar con toda certidumbre que sus temores eran injustificados.

—Pobre hombre. Espero que se equivocara.

—Del todo. Su cerebro se encuentra en perfecto estado. Descubrimos que la causa de sus trastornos era una acumulación de líquido en el canal interno de su oído izquierdo. El síndrome de Ménière.

—¡Ah, sí! —respondió Bennington en tono de enterado—. En nuestros experimentos de laboratorio con el magnetoencefalógrafo, hemos conseguido localizar las zonas del cerebro asociadas con determinados trastornos nerviosos como la esquizofrenia, pero no hemos examinado sus aplicaciones médicas.

—¿La esquizofrenia? —repitió White—. Muy interesante. Desde luego, en mi calidad de médico personal del Presidente, no me incumbe su estado psicológico. De todos modos, nunca, en ningún momento de su vida, ha necesitado consejo ni tratamiento psiquiátrico. A pesar de lo que puedan decir algunos de sus adversarios políticos —agregó riendo—. Pero es muy interesante saber que esta tecnología puede llegar a tener utilidad en psiquiatría.

—En fin, todavía andamos a tientas —dijo Bennington—. Nuestros amigos, los soviéticos, han trabajado mucho en este campo.

White hizo una pausa larga y totalmente inesperada. Carraspeó.

—¿Sí? —preguntó. Volvió a toser—. Entonces creo que debe saber algo que ocurrió aquí.

—¿Qué pasó?

El tono de Bennington era suave como una caricia.

—Pues que, aproximadamente un mes después del reconocimiento del Presidente, desaparecieron dos disquetes con copias de archivos del ordenador que almacena los datos del magnetoencefalógrafo.

—¿Y en uno de esos discos estaba el gráfico del Presidente?

—Sí. En clave, desde luego. Con otros centenares de exploraciones, todas en clave. Creo que sería prácticamente imposible descubrir cuál era la suya.

—Desde luego —dijo Art—. Pero ¿por qué iba nadie a querer robar esos discos?

—Para llevárselos a casa. Borrarlos. Ahorrarse unos dólares. Por desgracia, desde hace tiempo, se producen hurtos en esa sección.

—¿Su servicio de seguridad no ha descubierto nada?

—Nada que yo sepa. A decir verdad, no creo que nadie haya prestado mucha atención al caso.

Art Bennington esperó hasta que los demás integrantes del comité formado en la CIA para tratar del atentado de Wiesbaden salieran del despacho del Director. Entonces alzó una ceja para llamar la atención de su superior.

—¿Tiene algo que decirme? —preguntó el Juez situándose entre Bennington y los colegas que se marchaban.

—Hice esa indagación de la que hablamos ayer. Está completamente sano. Ni el menor indicio de problemas.

El Director sacó el pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se sonó ruidosamente. «¿Qué hace? —pensó Bennington—. ¿Trata de rehuir el darme las gracias por mis actividades extraoficiales?». Finalmente, el Director le miró a los ojos y le hizo un guiño.

—Gracias a Dios.

—Ésa es la buena noticia, Juez.

—¡Maldito sea, Bennington! Zarandea a la gente como el que juega el yoyó. Y, lo que es peor, disfruta con ello. —Miró por encima del hombro. Todos se habían marchado—. Bien, venga aquí y cuéntemelo todo.

—Art, mi primera reacción es: «¿Y qué?». —Dijo el Juez cuando Bennington le habló de la desaparición de los disquetes—. Eso sólo demuestra que hay pequeños funcionarios que son pequeños granujas.

—Quizá. Pero esos disquetes cuestan nueve dólares con noventa y cinco en la tienda. ¿Por qué correr riesgos robándolos?

—Y ahora usted querrá convencerme de que se los llevaron los del KGB, ¿no?

—Nosotros fuimos tras la orina de Kruschev. Las llamadas claves son una guasa. Los disquetes indican la fecha y la hora exactas de cada examen. Cualquier idiota que sea capaz de leer un periódico sabe cuándo se le hizo el examen al Presidente. Y nadie lee los periódicos americanos más atentamente que el KGB.

—Supongamos que los tienen, que ya es suponer. ¿Qué diablos iban a hacer con ellos?

—No lo sé.

—Pues ya es una ayuda.

—Lo que sé es que los rusos nos llevan mucha ventaja en la aplicación de esta tecnología. El caso Witter lo demuestra.

—Se lo demuestra a usted.

Bennington se encogió de hombros. No era el momento de empezar una versión actualizada de la discusión acerca de cuántos ángeles pueden bailar en una cabeza de alfiler.

—Es una suposición, sí. Pero supongamos, por un momento, que es verdad. En definitiva, esa máquina lee las señales emitidas por el núcleo del cerebro en el que se generan las reacciones emocionales. Si se consigue identificar esas señales, ¿no se podría hallar la manera de reproducirlas a fin de generar una reacción desde fuera del sistema nervioso del individuo? Ésta es la pregunta del millón de dólares.

—¿Y los rusos lo han conseguido, y un agente del KGB anda por ahí disparando una pistola de rayos para volver loco al Presidente? Art, eso es un disparate. Es ciencia ficción. Es algo tan descabellado…

—Juez —interrumpió Bennington—, los anales de la ciencia están llenos de hombres y mujeres que han dicho: «Eso nunca podría ocurrir» y un buen día se despiertan y ven que ha ocurrido. Esto es descabellado, lo reconozco.

—Celebro que en algo estemos de acuerdo.

—Pero ¿para qué iba el KGB a querer esos disquetes si no para algo así?

—¡Y dale, Art! ¿Quién ha dicho que el KGB tenga los discos?

—Supongamos, teóricamente, que los tiene. ¿Para qué otra cosa iba a quererlos?

El Director se pellizcó las fosas nasales como si le picaran. ¿Le comprarías un coche de segunda mano a un individuo que utiliza a videntes para buscar submarinos?, se preguntaba. De todos modos, había que reconocer que Bennington podía ser un poco excéntrico pero también era un tipo inteligente.

—De acuerdo —suspiró—. Deme la buena noticia. ¿Qué quiere que haga?

—Levantar la liebre en el FBI. Se ha robado propiedad del Gobierno Federal en una dependencia gubernamental, ¿no? Que vayan a Bethesda, y averigüen quién robó los disquetes.

—Eso será fácil. En cuanto oigan las palabras «examen médico del Presidente» saldrán hacia allí como las balas.

—También quiero pedirle que me deje salir cuarenta y cinco minutos de la sala de conferencias, para charlar con los encargados del sistema de vigilancia electrónica de la Casa Blanca. Para ver si captan algo sospechoso.

—Le aconsejo que antes se asegure de que son buena gente. Porque si el Servicio Secreto le pilla metiéndose en su terreno, otra vez estará haciendo méritos para que le pongan la cuerda de Nathan al cuello.

Una vez al año, Art Bennington pronunciaba, en las dependencias subterráneas de seguridad Thunder Mountain, una charla reservada sobre el tema de los avances soviéticos en el campo de la electromagnética. Entre sus oyentes habituales estaban los cuatro oficiales del ejército que controlaban el programa de contramedidas electromagnéticas de la Casa Blanca. Por ello, cuando entró en su departamento, que ocupaba dos habitaciones del edificio de oficinas del Ejecutivo, fue recibido como una persona conocida y respetada.

El oficial de guardia, un contramaestre, le saludó efusivamente, acercó una silla y le ofreció los últimos frutos de su cafetera eléctrica. La habitación parecía un taller de reparación de televisores muy solicitado. Las paredes estaban cubiertas de monitores con líneas parpadeantes verde grisáceo de frecuencias circulantes, baterías de sintonizadores, oscilógrafos y amplificadores destinados a captar y registrar todas las señales electromagnéticas que entraran o salieran de la Casa Blanca. El propósito era frustrar cualquier intento de espionaje electrónico de la sede del Gobierno de Estados Unidos que pudieran realizar los soviéticos.

Los medios que pueden utilizarse para auscultar un edificio como la Casa Blanca son múltiples: el clásico micro telefónico, «Charlie Brown» en el argot del espía, con rayos láser enfocados hacia los cristales de las ventanas para captar las vibraciones de una conversación mantenida en una habitación; micros colocados por un obrero en el yeso de la pared o en un picaporte; un transmisor tan pequeño como un alfiler de sombrero clavado en el tapizado de una butaca; un dispositivo en el casquillo de una bombilla, colocado cuando se cambió la lámpara, que puede transmitir las conversaciones mantenidas en la habitación por las líneas eléctricas del edificio, cuando está encendida la luz.

—¿Qué hay de nuevo? —dijo Bennington mientras tomaba su café.

Los dos hombres estuvieron charlando hasta que el contramaestre formuló la pregunta inevitable.

—¿En qué puedo servirle?

Bennington había anotado la hora del domingo y el lunes en la que el Presidente había tenido el acceso de cólera.

—¿Captaron ustedes algo fuera de lo normal que entrara el domingo o el lunes entre las doce treinta y las dos de la tarde?

—Me parece que no. —El contramaestre empezó a pulsar los mandos de uno de los teclados de ordenador—. Pero lo comprobaremos.

Fundamentalmente, el equipo utilizado por la oficina era una batería de sistemas receptores de audio. Cada uno exploraba un campo de frecuencia específico. Los ordenadores registraban, analizaban y almacenaban la huella de todas las señales electromagnéticas que llegaba en las frecuencias que exploraban. Luego, éstas eran identificadas. Cuando se recogía una señal anormal, los timbres de alarma se disparaban y no dejaban de sonar hasta que era identificada.

—No se creería usted la mierda que captamos con estos chismes —suspiró el oficial—. Radioaficionados, coches de la policía, señales de radar de controles de velocidad. Un topo que pone el coche en marcha en la avenida Pennsylvania. Una hormigonera en la calle Quince. Hasta recibimos las señales de un faro de la bahía de Chesapeake.

El objetivo, naturalmente, era detectar un micro escondido en la Casa Blanca mientras transmitía, o una señal enviada para activar el micro. Además, todos los cables eléctricos que entraban en la Casa Blanca estaban provistos de filtros especiales cuya finalidad era la búsqueda de los parásitos de un transmisor como el del casquillo de la bombilla que podía enviar el mensaje por el cable eléctrico.

El oficial estudió lenta y cuidadosamente todos sus gráficos. Art miraba por encima del hombro, pero aquellas líneas ondulantes eran para él un lenguaje incomprensible.

—Aquí no se ve nada anormal, Art —dijo el oficial—. El domingo llegaron muchas señales del estadio, a la hora del partido, pero todas normales.

—¿A partir de qué frecuencia exploran ustedes?

—A partir de los cien hercios.

Bennington pensó que, si había algo, estaría muy por debajo de ese nivel. De todos modos, tampoco habrían podido captarlo.

—En Langley tenemos un aparato que capta desde cero hasta cien hercios, que queda fuera del campo que ustedes cubren. ¿Qué le parece si lo instalamos aquí durante cuarenta y ocho horas, sólo para ver si por ese hueco se cuela alguna señal interesante?

—Sí —dijo el contramaestre, con gesto de admiración—; buena idea. Será interesante. —Luego puntualizó—: Pediré autorización al Servicio Secreto.

—¡Oh!, no se preocupe —le aseguró Art—. Yo le cubriré. La mayoría de nuestros aparatos son material secreto.

No hay palabra que suscite tanto respeto en un viejo contramaestre como «secreto».

—Bien, de acuerdo —convino el hombre.

—Además, puesto que yo voy a estar casi continuamente en la sesión del Consejo de Seguridad Nacional —agregó Art—, de vez en cuando vendré a ver si hay alguna novedad.

Art volvió a la Casa Blanca caviloso. «Más vale que cace algo con esa ratonera electrónica —pensaba—. De lo contrario, seré yo quien quede atrapado por el culo si el Servicio Secreto se entera de lo que he hecho».

El gran autocar azul llevaba la inscripción «Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Base Aérea de Tempelhof» pintada en letras blancas en los costados. Quedaba bastante fuera de lugar en aquel aparcamiento lleno de autocares turísticos de Moscú, Kiev, Leningrado, Bucarest y Varsovia. La excursión a Berlín Este organizada por la sección de actividades de las Fuerzas Armadas acababa de llegar al punto culminante, Treptower Park, el imponente monumento levantado por el Ejército Rojo a los dos millones de hombres y mujeres que murieron en combate durante la Segunda Guerra Mundial en la ruta hacia Berlín.

Unas cuarenta personas, entre oficiales y soldados americanos del Ejército y las Fuerzas Aéreas con sus familias, bajaron del autocar y cruzaron la ancha avenida bordeada de tilos, la única vía de Berlín Este que necesita semáforo, en dirección al parque. Algo rezagado, con uniforme de comandante de aviación y una cámara colgada del cuello, iba Dante Russo, de la CIA. Siguió al grupo bajo un arco triunfal tendido sobre una ancha avenida, hasta la estatua en bronce de una mujer arrodillada. No se necesitaba un gran esfuerzo de imaginación para comprender que se trataba de la Madre Rusia que lloraba a sus hijos muertos. La estatua tenía aquel aire heroico de los carteles soviéticos de los años treinta, estilo que en cualquier otro sitio hubiera parecido absurdo pero que aquí tenía una conmovedora grandeza.

Siguiendo el paso de soldadito de plomo de la guía alemana oriental, subieron a la gran explanada desde la que se dominaba el monumento. Debajo de ellos había una fosa común más grande que un campo de fútbol en la que estaban enterrados los soldados rusos muertos en la batalla de Berlín. En un extremo del monumento, sobre un montículo, se levantaba un templo romano en miniatura, en honor del Soldado Desconocido Soviético.

La guía empezó su discurso, declamando su denuncia de la conspiración fascista y sus alabanzas a la heroica resistencia obrera, con un ardor que hubiera merecido la aprobación de cualquier observador del partido. Lo único que faltaba era el elogio del caudillo cuyo nombre estaba, profusa y, por desgracia, indeleblemente grabado en el mármol del monumento: J. Stalin. Russo había oído el discurso varias veces, desde luego. El disfraz y la excursión organizada le proporcionaban una pantalla ideal y relativamente segura para sus incursiones al otro lado del muro, y los utilizaba con frecuencia.

A unos veinticuatro metros, otro grupo de visitantes, de la Delegación Sindical de la Fábrica de Locomotoras de Kiev, seguía el mismo discurso en ruso con gran atención. Russo se dijo que no era de extrañar. Probablemente, en aquel grupo no había ni una sola persona que no hubiera perdido por lo menos a un familiar en el avance hacia Berlín.

Terminada la visita, el grupo volvió al aparcamiento. Contiguos a él había dos quioscos de concesión oficial. En el primero se vendían recuerdos y en el segundo, café, panecillos con salchichas de ternera, aguardiente, ron y zumo de manzana. Russo pidió un bocadillo y un café a la mujer de bata blanca y cara hosca que despachaba. Servir con una sonrisa no era un arte muy practicado en la Alemania Oriental. Mientras comía su bocadillo en una de las mesas del quiosco, Russo vio a un hombre con una gorra azul a lo Helmut Schmidt, que se alejaba entre los árboles por un camino de tierra que conducía a la parada del tranvía de Schoenfeld.

Russo terminó su salchicha, esperó un par de minutos y se dirigió a los aseos. Estaban instalados en un viejo tranvía sin ruedas sobre bloques de cemento, un extremo para niños y el otro, para niñas. Una mujer vieja y adusta sentada en medio del tranvía marcaba, al parecer, la frontera entre los sexos.

En el interior del urinario, Russo sonrió, como siempre, al leer el letrero pegado a la pared con cinta adhesiva. «Mear: 10 Pfennig —decía en alemán—. Lavar manos: 20 Pfennig». ¿Qué destello de lógica marxista-leninista habría establecido la prioridad?, se preguntaba. Cuando hubo terminado, ladeó ligeramente el cuerpo para que la mujer no pudiera verle la mano cuando tiraba de la cadena.

Con rápido movimiento, recogió el mensaje que estaba metido detrás del urinario, en una rendija. Luego, se lavó las manos y, con una alegre sonrisa, depositó unas monedas en el tazón de la vieja.

Bennington sabía que aquellas reuniones tenían sus altibajos: el rápido aumento de tensión, cuando una noticia sorprendente llegaba a la reunión o cuando el Presidente golpeaba la mesa exigiendo acción, se alternaban con períodos de calma, y en uno de esos mares en calma flotaban ahora. El Juez pasaba revista a los últimos informes que la Agencia había recibido de Berlín, las revelaciones del taxista a Louis Doria. Aproximadamente la mitad de los presentes escuchaba. La otra mitad hablaba por teléfono o cuchicheaban entre sí.

—Los llevó a la estación del Zoo, lo que quiere decir que se dirigían a Berlín Este —terminó el Juez.

—Jack —dijo el general Trowbridge—. ¿Cuántas probabilidades hay de que los alemanes orientales los detengan si se lo pedimos? Suponiendo, desde luego, que sigan allí.

—Cero —dijo Jack Taylor, secretario de Estado.

—¿Incluso en estos días de distensión y glasnost?

—Kent, nosotros no hablamos de Berlín Este con los alemanes orientales. Nunca. Es política inamovible de los aliados. Hablarles sería reconocer su autoridad sobre Berlín Este. Y los ingleses, los alemanes occidentales y los franceses se subirían por las paredes.

—Bueno, pues ¿qué diantres hacemos en un caso como éste?

—Hablar con los rusos. Verter nuestras quejas en sus oídos, seguramente sordos.

—¿Y eso es todo?

—Todo. ¡Oh!, de vez en cuando, al cabo de unas semanas de haber presentado nuestras quejas, podemos descubrir que un diplomático libio se ha llevado un rapapolvo. —El secretario de Estado dedicó una sonrisa al asesor de Seguridad Nacional, para mitigar su evidente frustración. El departamento de Estado se había insensibilizado hacía tiempo ante las dificultades creadas por el especial régimen de Berlín—. Acabo de recibir información sobre las reacciones de los países de Oriente Medio. Anoche, Radio Trípoli hizo una denuncia del atentado. Más vale tarde que nunca.

—¿Y los iraníes?

—Uno de esos mullahs fanáticos estuvo vociferando varias horas por la tele asegurando que era la venganza de Alá por haber derribado el Airbus en el golfo Pérsico.

—¿Algún comunicado extraoficial de Teherán? —preguntó Trowbridge.

—Ni palabra. Pero a ese mullah le concedieron mucho tiempo en la televisión estatal, lo cual no es precisamente señal de desaprobación oficial.

Trowbridge hizo una mueca y se volvió hacia el representante de la Agencia de Seguridad Nacional, los escuchas electrónicos de la nación.

—¿Ustedes no han captado nada todavía? Van muy lentos en esto.

—No es como Libia, donde teníamos las dos docenas de números de teléfono que utilizaban los de la Seguridad de Gaddafi. Allí nuestros ordenadores podían intervenir las conversaciones que nosotros deseáramos. Pero Beirut es un nido de ratas. Tenemos que escuchar las cintas de casi todo lo que sale de allí. Nuestros intérpretes de árabe están desbordados.

—¿E Irán?

—Repasamos todo lo de Teherán. Y la Agencia nos ha entregado las cintas de los escuchas de Berlín Oeste de las dos últimas semanas. Los nuestros están revisándolas esta mañana.

Sonó el teléfono de la CIA y Art lo cogió. Era Mott de Contraespionaje.

—Ponme con el Director —dijo.

El Juez escuchó en silencio y miró a Trowbridge:

—General —dijo—, tenemos algo que creo que el Presidente debe oír inmediatamente.

Art sonrió ante la estratagema burocrática de su jefe. Desde luego, el Presidente tenía la prerrogativa de ser el primero en recibir los bocados más suculentos, pero también era una forma de sumar puntos para la Agencia.

—Señor Presidente —dijo el Juez cuando el primer mandatario bajó del Despacho Oval—, acabamos de recibir una información urgente del Mossad.

—¡Ah!

Una sonrisa, una de las primeras que Bennington le viera, iluminó la cara del Presidente. Tal era la reputación del servicio de espionaje israelí.

—Una de sus fuentes en Damasco… Ellos califican sus fuentes en cinco grupos de la «A» a la «E», según su grado de seguridad y a ésta le asignan una «B»…

—Apostaría a que sus «B» dan ciento y raya a muchas «A» —comentó el Presidente.

El Juez no se dio por aludido y prosiguió:

—El servicio de espionaje sirio ha recibido información de fuentes fidedignas según la cual dos de los cuatro hombres que nosotros buscamos, al parecer, los dos que fueron entrenados en el centro de Montazeri en Qom, eran vigilados en Berlín Este. Fueron vistos entrando en la embajada de Irán de la que salieron con dos pesadas maletas, cuarenta y ocho horas antes del atentado.

—¡Ya lo tenemos! —dijo el Presidente—. Los iraníes les dieron los explosivos.

—Señor Presidente —dijo el secretario de Estado—, podemos tener presunción de culpabilidad de los iraníes, pero no pruebas concluyentes. En las maletas también podían llevar las obras completas del Ayatollah.

—A mí me basta.

—Eso no lo admitiría ningún tribunal.

—Esto no es un tribunal, Jack. Es el Gobierno de Estados Unidos que trata de decidir quién es el responsable de la matanza de muchos de sus ciudadanos.

—Señor Presidente, ¿cómo vamos a justificar ante los franceses, los alemanes, los ingleses, y no digamos los rusos, un ataque contra Irán porque alguien vio a un par de terroristas salir de una embajada iraní con maletas? Creerían que estamos locos.

—Bien, no tengo intención de acudir a nadie. Esta vez no necesitamos su maldito espacio aéreo.

El Presidente miró al jefe del mando conjunto que estaba en un extremo de la mesa. Según advirtió Bennington, estaba molesto, irritado, pero sin el irracional frenesí de la víspera.

—General —dijo—, ¿está preparada la opción que discutimos ayer?

—Sí, señor. El material correspondiente ha sido entregado a su personal para su incorporación en el «Libro Negro».

—Señor Presidente —dijo el secretario de Defensa—, el jefe del mando militar conjunto y yo estuvimos buscando alternativas militares viables a la operación… —Se interrumpió y miró al general Schumacher.

—Cicuta.

—Exacto. Para la operación Cicuta. Algo que tal vez usted prefiriera usar en su lugar, en el caso de que decidiéramos que los iraníes son los responsables de esta atrocidad.

—Le escucho.

—Podríamos aumentar las fuerzas destacadas en el golfo Pérsico con dos portaaviones, el Diego García y el Pacífico, para tener más potencia en la zona.

—¿Cuánto tardarían en llegar?

—Podrían estar en posición en diez días.

—¡Diez días! —El Presidente abrió mucho los ojos y frunció el entrecejo—. ¡Usted bromea! Yo no voy a esperar diez días para actuar. ¿Es que no saben ustedes que en estos casos la regla número uno es: si vas a contraatacar, cuanto antes y más violentamente, mejor?

—Quizá pudiéramos adelantar algo… —empezó el secretario de Defensa lanzando una mirada de advertencia al general Schumacher.

—No es suficiente. ¿Y qué piensa hacer con esos portaaviones cuando los tenga en posición?

—Con la aviación que tendremos a nuestra disposición, señor Presidente, podremos lanzar un bombardeo devastador sobre Qom.

—Por lo que se ve, no consigo hacerme entender —respondió el Presidente malhumorado—. Ayer les dije lo que pensaba de los ataques aéreos. Y ahora ustedes quieren arrasarme Qom con un ataque aéreo. ¿Saben lo que ocurrirá? Que derribarán tres o cuatro aviones nuestros. Morirán más americanos…

—Señor Presidente, éstos serán miembros de nuestras Fuerzas Armadas, que comprenden los riesgos que conlleva el uniforme, no civiles…

—¡Maldita sea! —Por primera vez, Bennington vio en el Presidente algo similar a la cólera del día anterior—. Nadie debe tomarse a la ligera la suerte de los aviadores navales delante de mí. Un par de ellos serán capturados. Y tendremos que verlos juzgados, torturados y golpeados en cuatro televisores en color. Pues eso no ocurrirá mientras yo sea Presidente. Vamos a zumbar a los que hicieron esto y les zumbaremos sin poner en peligro la vida de un solo piloto americano.

—Bien dicho —gruñó Bill Brennan, el fornido jefe de Gabinete del Presidente—. Vamos a tensar músculos. Ya va siendo hora de que dejemos de aguantar las barrabasadas de esa pandilla de chiflados.

El roce con el suelo de las patas del sillón del Presidente indicó que éste se disponía a irse.

—De todos modos, señores, todavía no ha llegado el momento. Manténganse alerta hasta que encontremos la pistola que aún echa humo. Volveré a las dos, antes de mi reunión de esta tarde con la Fundación para la Defensa de la Naturaleza.

Cuando el Presidente salió, Trowbridge propuso un breve aplazamiento de la sesión. El Juez se llevó aparte a Bennington.

—¿Qué opina? —preguntó.

—Hoy tenía mejor aspecto, sí —reconoció Bennington—. Había desaparecido aquel aire irracional.

—Sí. Ayer debía de estar cansado. Era la tensión de la primera gran crisis de su presidencia.

Bennington se encogió de hombros.

—Ojalá. Voy a acercarme al edificio de las oficinas de la Presidencia, a ver si hay algo en esos criaderos de langostas electrónicos que he traído.

—Olvídese de eso, Art —le advirtió el Director—. Fue una simple suposición. Este hombre está perfectamente y no quiero que nos pillen cazando en coto ajeno, ¿comprende? Saque de ahí ese aparato antes de que alguien lo descubra.

Era la clase de conferencias de prensa que hacen encanecer prematuramente a los portavoces presidenciales. Los periodistas destacados en la Casa Blanca eran como una jauría lanzada contra un zorro acorralado, todos gritando al mismo tiempo, pisándose las preguntas, interrumpiendo al secretario de prensa en la mitad de la respuesta.

—Otra vez se nos humilla delante de todo el mundo. Al tomar posesión, cada presidente dice lo duro que piensa ser con los terroristas. Y luego, en cuanto sucede algo, se convierte en un gatito. —Britt Hume, de la ABC, esgrimía la cortés sonrisita burlona que reservaba para funcionarios gubernamentales acorralados—. ¿Cuánto tiempo va a continuar esto?

—Caballeros, puedo decirles que el Presidente está en el asunto, lo ha estado desde que se recibió la noticia…

—¿Y por qué no hace algo? —gritó el corresponsal de la CBS.

—Ya lo hace. El Comité Ejecutivo está en sesión casi permanente y…

—Hablando, hablando, hablando —gritó alguien desde la última fila—. La gente de este país quiere saber cuándo vamos a dejar de hablar y hacer algo, ¡por Dios!

—Con todos los medios a nuestro alcance y la colaboración de los aliados, estamos tratando de averiguar quién es el autor de esta atrocidad. Cuando conozcamos la respuesta, decidiremos las medidas a adoptar.

—¿Celebrará el Presidente una rueda de prensa?

—Estoy seguro de que, en su momento, la convocará.

—¿Por qué no hoy?

—Lo dudo. A las dos, volverá a reunirse con el comité ejecutivo. A las tres, recibe a los directores de la Fundación para la Defensa de la Naturaleza…

Un coro de risas estalló tras pronunciar las dos últimas palabras.

—Señores, señores —suplicó el secretario de Prensa—, se trata de una reunión programada hace más de un mes.

El canal de noticias emitía el comunicado del secretario de Prensa pocos minutos después de que terminara. Valentín Tobulko contemplaba con fascinación y desdén el indisciplinado barullo. Aquel griterío, aquel desorden, aquella confusión representaba lo que él odiaba de la sociedad occidental. Y pensar que algunos de los partidarios de la glasnost querían permitir espectáculos semejantes en la Unión Soviética… Se volvió hacia Nina Wolfe.

—Bien. Se reúnen otra vez a las dos. Creo que podemos actuar a las dos quince.

—¿Qué es exactamente lo que hacemos? —preguntó ella—. Tiene algo que ver con el Presidente, ¿verdad?

—Sabes muy bien que eso no se pregunta. Pero te diré que sí, básicamente eso hacemos.

—¿Y cuánto va a durar la operación?

—A eso, no puedo contestar. No lo sé. Recibiremos órdenes, vía satélite o por aquí. —Señalaba el receptor especial que le había sido entregado con la furgoneta, cuyas antenas estaban orientadas para recoger las emisiones de uno de los emisores no mayores que un lápiz que Iván Sergeivich le había mostrado en Moscú—. Lo importante es estar preparados para salir por esa puerta en cuestión de segundos, si se recibe la orden. Lleva encima el dinero y los papeles en todo momento.

Tobulko le oprimió los hombros afectuosamente. Era el primer gesto humano, el primer reconocimiento de su feminidad que le hacía su superior desde que empezaron a trabajar y a vivir juntos.

Cuando él salió cerrando la puerta del apartamento, ella comprendió el porqué del gesto. Estaba en lo cierto, al sospechar que lo que ellos hacían estaba dirigido contra el Presidente, a despecho de la glasnost y la distensión. Cualesquiera que fueran las razones tenían que ser enormemente importantes. Y los riesgos que corrían acababan de insinuársele con la presión de aquellos dedos en sus hombros.

El hombre de la gorra azul a lo Helmut Schmidt, el contacto de Dante Russo en el Servicio de Seguridad del Estado de la Alemania Oriental, se apeó del tranvía en la Frankfurter Allee de Lichtenberg y se dirigió hacia el Este bordeando la autopista que conducía a Wroclaw y a la frontera polaca. Al llegar a la calle Glashkes torció hacia la izquierda y subió una cuesta. A su izquierda, había un bloque de casas obreras de antes de la guerra que, por exigencias de después de ésta, subieron a categoría de viviendas de clase media. Todas las ventanas del bloque estaban cubiertas por idénticos visillos de encaje.

El hombre cruzó la calle en dirección a una serie de edificios más nuevos. Las ventanas de la planta baja tenían rejas cuadradas y las de los pisos superiores, barrotes. A intervalos regulares, sobresalían del edificio cámaras de televisión. Era una casa silenciosa, siniestra y, como tantas casas de Berlín Este, exánime. Pero, concretamente en este edificio, ese aspecto estaba justificado. Era la calle Normannen, el Cuartel General de la STASI y del hombre que era considerado, por amigos y enemigos, como el máximo exponente del arte del espionaje, Markus Johannes Wolff, Mischa.

Cuando el hombre de la gorra entró en el edificio, los dos hombres que le seguían se acercaron a él. Firmaron los formularios del centinela y luego escoltaron a Jurgen Sohlmeyer a la que era su residencia desde hacía ocho meses, una celda del sótano de la calle Normannen.

Arriba, en el despacho de Mischa Wolff, sonó un timbre. Cogió el teléfono y luego sonrió al coronel.

—Ya ha vuelto —dijo—. El mensaje ha sido entregado a su amigo de la CIA.

El instrumento instalado por Art Bennington en el centro de detección electromagnética de la Casa Blanca se llamaba magnetómetro triaxial. Era un aparato grande de tres palmos de altura por otros tantos de profundidad y unos veinticinco kilos de peso. Estaba construido para detectar cualquier señal electromagnética de baja frecuencia que se produjera tanto alrededor como encima de él.

El aparato registraba la frecuencia, duración e intensidad de cada señal. Además, su amplificador podía señalar el ángulo de procedencia de la misma, de manera que el operador determinaba el punto o puntos desde los que era emitida. Si la señal estaba enfocada con precisión, el operador podía conseguir esta información con un alto grado de aproximación. En el caso de señales más difusas, podía definir el arco dentro del que se encontraba el punto de origen de la transmisión. Bennington había conectado el ordenador integrado en el aparato a una impresora, para conseguir el gráfico de la información recogida durante su ausencia.

—Bueno, Art —dijo el oficial contramaestre que estaba de servicio mientras Bennington examinaba la cinta de la mañana—, ¿qué tenemos aquí?

—Paja —suspiró Bennington—, mucha paja. —Las señales recogidas por el aparato eran, sin excepción, débiles y cortas. No había nada que se pareciera a la señal que buscaba—. Realmente, no se pierden ustedes gran cosa al no explorar en este campo bajo.

—Sí —convino el oficial—. Eso es lo que nos dice la gente que fabrica estos chismes —dijo señalando sus baterías de material electrónico—. ¿Quiere volver a llevarse su juguete a Langley?

—Será lo mejor.

Bennington tenía muy presentes las órdenes que le había dado el Juez en la sala de conferencias. Podía ufanarse en cierta medida de su reputación de excéntrico de la Agencia, pero existían límites para lo que era bueno para la salud de uno, y actuar en contra de las órdenes expresas del jefe estaba más allá de sus límites. Sin embargo, se decía, en la cólera del Presidente de aquella mañana faltaba un ingrediente: aquel indicio de irracionalidad, aquella paranoia de la víspera. ¿Por qué? En fin, tal vez realmente se debiera a la tensión, al agobio. Bien sabía Dios que la presidencia los deparaba en medida suficiente como para trastornar a cualquiera. «Quizás el chalado soy yo. Paranoico, por pasarme la vida en este circo de la electromagnética —pensó Art—. O quizá tengo razón y alguien decidió no mandar la señal esta mañana».

—Tenemos otra reunión a las dos —dijo al contramaestre—. Lo dejaremos conectado hasta que se termine y cuando me vaya a Langley, me lo llevaré.

La sesión de la tarde del Comité Ejecutivo hacía apenas quince minutos que había comenzado cuando sonó el sordo zumbido del teléfono del Director de la CIA. Era Bob Arnold, de la división de operaciones. El Juez escuchó unos segundos y se volvió rápidamente hacia Bennington pidiéndole por señas un bloc. «Esto es algo gordo», pensó Art mientras observaba al Director garrapateando furiosamente. Cuando terminó, el Juez carraspeó para llamar la atención e interrumpió al jefe de gabinete de la Casa Blanca diciendo:

—Señor Presidente.

Bennington dirigió su atención hacia el primer mandatario. Parecía que los ojos se le salían de las órbitas. Otra vez se le tensaban los músculos de la mandíbula. «Dios mío —pensó Bennington—, se está fraguando otra explosión de la Nueva Inglaterra, aquel código de conducta puritano que decía que hay que reprimir las emociones, en pugna con las oleadas de ira que bullían dentro de él, amenazando con desbordarse en cualquier momento».

—Nuestro principal contacto en Berlín Este acaba de transmitir a nuestro agente una comunicación de extrema importancia para la reunión —dijo el Juez—. Generalmente, no me gusta hablar de nuestros contactos, y me limitaré a decir que éste tiene acceso al STASI, el Servicio de Seguridad de la Alemania Oriental. Y esto es lo que dice.

El Juez miró sus anotaciones.

Mientras Bennington observaba al Presidente, vio que las sienes le brillaban de sudor. Tenía las venas hinchadas. Podía apostar lo que quisiera a que el mercurio daría un buen salto si le tomaba la temperatura en este momento. Miró el reloj. Eran las 14:18.

—Dos de los terroristas identificados como autores del atentado, los dos que fueron adiestrados en Qom, fueron identificados también por el STASI cuando llegaron al aeropuerto de Schoenfeld.

—¿Por qué los vigilaban? —preguntó Trowbridge.

—Estaban en la lista de personas a vigilar. Y es que a los soviéticos tampoco les hacen mucha gracia los extremistas islámicos. El lunes pasaron al Berlín Oeste por el control de la calle Friedrich. Regresaron a Berlín Este a las 11:35 de la noche del sábado y el domingo por la mañana salieron de Schoenfeld en dirección a Beirut en un avión de las líneas Interflug. —El Juez hizo una pausa y miró a los reunidos en torno a la mesa, haciendo resaltar la importancia de lo que iba a decir a continuación—: El policía de Inmigración que comprobó sus documentos en Schoenfeld anotó en su fichero que utilizaban pasajes de Iran Air con enlace hacia Teherán.

Un silencio, tan fervoroso como el consagrado a recordar a los muertos, siguió a sus palabras. Luego, resonó en la habitación un grito atronador del Presidente.

—¡Maldición!

«Ya está —pensó Bennington—. El Vesubio ha entrado en erupción».

El Presidente levantó los puños y los descargó sobre la mesa, como un niño malcriado durante una rabieta.

—¡La prueba! ¡La pistola humeante! ¡Ya tenemos a esos canallas!

Tenía la cara colorada y respiraba entrecortadamente, según observó Bennington. No obstante, aquel hombre gozaba de excelente salud. Su cólera tenía que ser tremenda para producir aquel jadeo. De pronto, Bennington lo vio todo claro. El Presidente no había estallado por las revelaciones de la CIA. Éstas no tenían nada que ver. Su explosión había estado preparándose antes de que sonara el teléfono, cuando hablaban de procedimientos de extradición, cuando no se había pronunciado ni una palabra que justificara la cólera que ahora le estremecía. Con la mayor discreción posible, Bennington se levantó y salió de la sala.

—¿Ya terminó la reunión, Art? —preguntó el sorprendido contramaestre encargado de controlar el centro de rastreo electromagnético de la Casa Blanca cuando Bennington irrumpió en la habitación.

—No, no. Pero tengo que ver esa máquina.

Art hizo retroceder la bobina hasta las dos y empezó a avanzar lentamente, escudriñando cada señal que había sido captada por los finos sensores de la máquina. Ahí estaba, a las 14:14:19, una señal potentísima, que ahogaba todo lo demás y que penetraba hasta el corazón de la Casa Blanca, a una frecuencia que estaba en el mismo centro del espectro en el que él esperaba encontrarla.

Art pasaba la cinta con dedos temblorosos. La señal duraba cuarenta y cinco segundos. Y entonces, de las líneas y números del gráfico, se le hizo evidente algo más, la sorprendente indicación de que aquello no era un hecho casual. Porque no había una señal sino dos, absolutamente idénticas, que se cruzaban en la Casa Blanca.

—¡Pronto! —gritó al oficial—. ¿Tiene un buen plano de Washington?

—¿Qué no es un objetivo militar? —gritaba el Presidente a su jefe del Mando Militar Conjunto, general Schumacher, sentado al otro extremo de la mesa. El general acababa de protestar del ataque contra Qom e instaba a elegir para la operación de represalia, una instalación militar iraní—. Allí enseñan a asesinar. A secuestrar. A armar coches-bomba. A volar aviones. Es una fábrica de terroristas. ¿Y dice usted que no es un objetivo militar?

—Señor Presidente —terció el secretario de Defensa—, yo me atrevería a pedir un poco de calma. Vamos a reflexionar detenidamente. Los militares, a los que representa el general Schumacher, son extremadamente reacios a utilizar las fuerzas sin analizar las consecuencias. Y mucho más tratándose de un arma nuclear. Nadie más preocupado por las consecuencias del empleo de las armas nucleares que nuestros militares, que son los que deben manejarlas.

—¿Sin analizar las consecuencias? —preguntó el Presidente con voz áspera—. ¿No se analiza la consecuencia de poner fin a esta era salvaje de terrorismo?

—Señor Presidente, en cualquier caso, usted no tiene autoridad para ello. Esto es un acto de guerra. Antes tiene que declarar la guerra y consultar al Congreso.

—¡Quizá! Lean ustedes sus leyes. Lean el decreto sobre energía atómica. Yo y sólo yo tengo autoridad para ordenar el empleo de un arma nuclear. No declaro la guerra. No movilizo a las Fuerzas Armadas. No voy a hacer desembarcar cinco divisiones en el golfo Pérsico. Se trata de una acción defensiva para salvar al mundo de los terroristas. Hemos sido atacados y yo respondo al ataque, para impedir que se repita.

Ahora el Presidente resoplaba al respirar. Se desabrochó el cuello y se aflojó la corbata. Mientras tanto, el fiscal general se inclinó para hablar con el secretario de Defensa.

—La Ley es muy clara en este punto. El Presidente tiene razón. La decisión para el empleo de las armas nucleares es responsabilidad del Presidente. No es de ustedes ni del Congreso.

—¡Por el amor de Dios! —explotó el secretario de Defensa—. Ustedes saben que la intención de los que redactaron esa ley era la de permitir una actuación rápida en el caso de que los cohetes soviéticos ya volaran hacia nosotros. No tiene absolutamente ninguna relación con un caso como éste.

—Yo me rijo por lo que dice la ley, señor secretario, no por lo que se le atribuye. —La voz del fiscal general tenía el acento de categórica integridad del profesor de derecho de Harvard que fuera anteriormente—. Si el Presidente está convencido de que tenemos que dar un escarmiento en este caso y de que el empleo de un arma nuclear de pequeña potencia acabará con el terrorismo de una vez por todas, yo no diría que su uso no esté justificado…

—Hay otra cosa —dijo el secretario de Defensa. Había ganado millones extrayendo petróleo del mar en todo el mundo y había sido llamado a Washington para que, con sus dotes de empresario, pusiera coto a los gastos del Pentágono—. Es lo que se llama la autoridad del mando nacional. Las órdenes para el empleo de las armas nucleares van del Presidente al comandante de la zona que deba lanzarlas a través de mí. Y toda orden para el empleo injustificado y a la ligera de estas armas quedará detenida al llegar a mí.

Los que estaban frente al Presidente pudieron ver cómo se le encendía la cara al oír el desafío del secretario de Defensa. Dio un golpe en la mesa y señaló con el dedo a su subordinado.

—Oiga lo que tengo que decirle. Yo le nombré y yo puedo destituirle en lo que se tarda en decir: «Está despedido». Recuerde lo que dijo Harry Truman: «Si no resisten el calor, márchense de la cocina». Si no puede con el calor, márchese.

El Honda azul de Dmitri Yachvili, Antsy, el agente del KGB que actuaba bajo la pantalla de la sección de Asuntos Culturales de la Embajada, salió por las verjas negras a la carretera Tunlaw y giró hacia el sur en dirección a la avenida Wisconsin. Su aparición fue advertida por el equipo de vigilancia del FBI instalado en el edificio de apartamentos situado enfrente de la Embajada. Desde que despistara a sus dos niñeras del FBI hacía quince días, Antsy se había convertido en objeto de considerable interés para el Bureau. Esta mañana no le seguía un coche sino tres.

Antsy llevó a sus colegas del FBI a lo que podría describirse como una visita turística de la capital. Bajó por Wisconsin, cruzó Georgetown, rodeó el Reflecting Pool, el Tidal Basin y el Mall, bajó por la avenida de la Independencia hasta Capitol Hill y el estadio RFK, luego volvió por la avenida Florida, Rhode Island, la calle Diecisiete y la calle Church, cruzó Church, entró en New Hampshire, subió a Kalomara Heights por Rock Creek y volvió a la embajada.

Chick O’Neill estaba en el puesto de vigilancia cuando Antsy regresó a la Embajada.

—Que me ahorquen si no tiene otra vez esa sonrisa de zángano en toda su cara de imbécil —gruñó sin dirigirse a nadie en particular—. Si su coche no tuviera ya seis años, diría que lo que pretende es rodar el motor.

Art Bennington examinó las líneas que había trazado en su plano de Washington. Las señales que su magnetómetro triaxial había detectado eran muy definidas. Ello, unido a la circunstancia de que su aparato podía detectar el ángulo entre la bobina y la dirección desde la que llegaba la señal, le había permitido trazar las dos líneas de referencia en su plano. La primera discurría casi hacia el norte, con una orientación de trescientos cincuenta y dos grados partiendo de la calle Dieciséis arriba hacia el Parque Zoológico. La segunda iba hacia el Sudeste a través del Mall en dirección a Enfant Plaza con una orientación de ciento treinta y dos grados.

Bennington sabía una cosa con seguridad: los transmisores que habían generado las dos señales que se cruzaban en la Casa Blanca tenían que estar en algún punto entre estas dos líneas. Luego suponía que tenían que ser lo bastante pequeños como para poder ser introducidos en una casa, un apartamento o un garaje. Por consiguiente, teniendo en cuenta la intensidad de las señales que su aparato había detectado, unos transmisores que pudieran ser introducidos en una casa o un apartamento y emitir una señal tan fuerte tenían que estar a menos de kilómetro o kilómetro y medio de la Casa Blanca.

Ahora había que encontrarlos. Para ello era necesario que quienquiera que usara los aparatos los conectara una vez más. Tenía que darle otros cuarenta y cinco segundos para localizarlos. De otro modo, era imposible. Pero si podía llevar su propio aparato al otro extremo de la Casa Blanca y captar otra transmisión de los emisores, podría trazar otro juego de líneas en el plano. Entonces los tendría. Los transmisores que él buscaba estarían en los puntos en los que sus nuevas líneas se cruzaran con las anteriores, dentro de un círculo de unos dieciocho metros de diámetro alrededor del punto de la intersección.

Ahora necesitaba ayuda, y la necesitaba urgentemente. «¿Digo al Juez lo que estoy haciendo? —se preguntó—. Si se lo digo, él tendrá que decírselo a los que están con él en la sala y eso planteará una crisis de verdad. ¿Y si me equivoco? ¿Y si se trata de una coincidencia, de una máquina que emite esa señal y que se cruza aquí por casualidad? ¿Y para eso habré trastornado toda la Casa Blanca y puesto en entredicho al Presidente?».

Descolgó el teléfono. Pero no llamó al Juez. Había momentos en los que tienes que correr con la jauría y otros en los que tienes que correr por tu cuenta, por ejemplo, ahora. Marcó el número de Mike Pettee, el funcionario de enlace de la Agencia con el FBI cuyas oficinas estaban en el anexo de la calle F. Si llegaba otra señal él conseguiría su localización, tendría que derribar alguna que otra puerta y hacer arrestos, y ésta no era tarea que el Tío Sam tuviera asignada a la CIA.

—Señor Presidente.

Era el teniente general jefe de la NSA, los oídos electrónicos del Gobierno. El que se dirigiera directamente al Presidente en lugar de al asesor de Seguridad Nacional indicó a todos los presentes que iba a decir algo sonado.

—Me informan de que nuestra gente acaba de pasar las cintas que la Agencia nos entregó esta mañana de los teléfonos intervenidos en Berlín. Ante todo, deseo aclarar que los diplomáticos acreditados de los países del Tercer Mundo en Berlín Este saben que los alemanes orientales pinchan todos sus teléfonos. Por lo tanto, cuando tienen algo importante que comunicar, pasan a Berlín Oeste y lo dicen por un teléfono público.

»Los equipos de vigilancia de la Agencia —hizo una inclinación deferente en dirección al Juez— observaron que muchas de esas personas, especialmente los libios y los iraníes, últimamente descuidaban las precauciones. Cruzaban al Oeste por el puesto fronterizo Charlie en sus coches con matrícula diplomática y luego se iban a la calle Koch, donde hay tres cabinas delante de una tienda de muebles y hacen sus llamadas desde allí. Y entonces… —agitó las manos en ademán de modestia.

—Las cintas hablaron —rió el general Trowbridge.

—Exactamente. El viernes por la tarde, a las 19:32, se hizo una llamada a Irán desde una de esas cabinas. La persona que contestó hablaba en farsi. El que llamaba hablaba en árabe con acento palestino o libanés. Dijo: «Di al jefe que el paquete está preparado y será entregado mañana», y colgó.

»A la noche siguiente, sábado o, para ser exactos, a las 0:23 horas del domingo —prosiguió el oficial de la NSA—, se hizo una segunda llamada al mismo número de Irán, desde la misma cabina. El que llamaba era el mismo de la víspera. El mensaje decía así: “Su paquete ha sido entregado. Los mensajeros han vuelto sanos y salvos”.

»Señores —sus ojos tenían una especie de tristeza institucional, como los del oficial de policía enviado a notificar a un ama de casa que su marido ha sido herido de gravedad en un accidente de automóvil—, hemos podido reconstruir el número que marcó, por los impulsos electrónicos registrados en la cinta. Era el 0098342716. —El teniente general hizo una pausa y se echó hacia atrás en su sillón—. Es el número del centro de adiestramiento de terroristas de Hussein Alí Montazeri en Qom.

El Presidente se levantó bruscamente y empezó a pasear por el escaso espacio libre de la sala de conferencias del Consejo de Seguridad Nacional, con la corbata torcida, gesticulando para subrayar cada una de sus airadas palabras.

—¡Yo digo que disparen el misil! —rugió—. Está preparado. Que lo suelten. ¿Qué más pruebas necesitan ustedes? ¡Son culpables y por Dios que van a pagar por lo que hicieron!

—Señor Presidente —protestó el secretario de Defensa—, cualquiera que haya sido la provocación, cualquiera que sea la responsabilidad de esa gente, esta reacción es desproporcionada, catastrófica, atolondrada y totalmente injustificada. ¿Y los soviéticos? ¿Cree que van a quedarse tan tranquilos?

—¿Y qué diablos pueden hacer? ¿Declararnos la guerra porque hemos liquidado a un hatajo de individuos a los que ellos odian tanto como nosotros? No diga tonterías.

—Mañana por la mañana, Gorbachov estará volando hacia las Naciones Unidas. Nos despellejará delante de todo el mundo. Seremos los parias de las naciones. Estaremos solos, aislados y seremos aborrecidos por todo el planeta.

—¿Y qué? Seremos respetados y yo prefiero que se nos respete a que se nos quiera. Somos una superpotencia, no un candidato a un concurso de popularidad.

—No hay justificación militar para una orden semejante, señor Presidente.

El general Schumacher, horrorizado, acababa de comprender que aquel hombre quería realmente lanzar el misil. «¿Por qué dejé que fuera programado? —se preguntaba—. Porque era una orden directa, y una orden directa no se desobedece. ¿Y qué diablos hacemos si da la orden directa de lanzarlo?».

—¿Qué no hay justificación, general? —gritó el Presidente—. ¡Vaya a preguntar a los padres de los chicos y chicas que fueron asesinados en Wiesbaden si hay justificación! Son sus hombres, sus soldados los que vieron morir a sus hijos en esa escuela militar.

—No hay justificación para esto, señor Presidente. Se trata de una reacción puramente instintiva. Si ordena que sea disparada esa arma, tendrá que hacerlo prescindiendo de mí en mi calidad de jefe del mando militar conjunto.

—¡Entonces prescindiré de usted! —gritó el Presidente—. De todos modos, no está en la cadena de mando.

—Señor Presidente —dijo Jack Taylor, secretario de Estado, el más firme aliado político del Presidente desde hacía muchos años—, usted y yo hemos recorrido juntos un camino largo y duro. Hemos tenido diferencias, pero siempre las solventamos. No puede hacer esto. No puede. Los soviéticos tienen gravísimos problemas con sus pueblos musulmanes pero esto les hará cerrar filas. Perderemos nuestra posición en el golfo Pérsico, con sus reservas de petróleo. Todos los musulmanes del mundo declararán a los americanos una guerra santa que durará cincuenta años. Nuestras embajadas, nuestros compatriotas en todos los países musulmanes del mundo, estarán en peligro.

—Vamos, vamos, Jack —replicó Bill Brennan, el jefe de Gabinete—. Después de esto, nuestras embajadas serán el lugar más seguro de todo el mundo. Nadie las tocará. Ese misil les hará llegar el mensaje con toda claridad: no volváis a poner vuestras sucias manos ni en las personas ni en los bienes norteamericanos. ¿Por qué creéis que los ingleses dominaron el mundo durante trescientos años? Porque si alguien les ponía la mano encima, ellos enviaban un cañonero y le daban un escarmiento.

El secretario de Estado hizo caso omiso de su rival político.

—Señor Presidente —dijo—, eso sería un acto de degradación moral. Destruiría todo aquello que defiende esta nación, que usted defiende, que yo defiendo. Si insiste en ello, tendrá que hacerlo sin mí.

El Presidente se sentía muy mal. Tenía náuseas y le dolía la cabeza como si la tuviera metida en un torno. Sentía el sudor en la frente y el temblor de las manos cuando dejaba de gesticular para disimular el temblor. «Es lo del oído —pensó—. Voy a sufrir un ataque. No puedo tenerlo aquí. No delante de ellos». Se inclinó hacia delante, apoyando las manos en la mesa.

—Me esperan arriba —dijo—. Pero vuelvo en seguida. Y pienso hacer disparar el misil.

Cuando el Honda de Antsy Yachvili bajó por la calle Church, una luz se encendió en el receptor de radio colocado en la librería del apartamento de la planta baja del número 750. Nina Wolfe la vio pocos minutos después. Extrajo el breve mensaje de la máquina y, con la esperanza de que estuviera relacionado con el procedimiento a utilizar para la marcha, lo descifró.

Pero el mensaje no trataba de la salida. Indicaba la hora a la que el Centro quería que se conectaran los generadores: las tres de aquella tarde. Inmediatamente, llamó a Tobulko que estaba en la furgoneta.

La terminal en Moscú de la línea directa Estados Unidos-Unión Soviética se encontraba en una habitación bien protegida de la planta baja del Presidium del Sóviet Supremo, el mastodóntico edificio situado dentro de la muralla del Kremlin, más allá de la Torre del Salvador. A diferencia de la terminal estadounidense que estaba en una dependencia reservada exclusivamente al Presidente, la terminal de Moscú estaba considerada un ente propio del Politburó en sentido colectivo, aunque, en realidad, todas las comunicaciones que se cursaban por ella llevaban la firma del secretario general.

Por lo tanto, era poco habitual, aunque no insólito, que Iván Sergeivich Feodorov se presentara personalmente, a los guardias del Kremlin que vigilaban la instalación, con un breve comunicado para Washington con el sello de la secretaría del Politburó. Dijo al oficial de guardia en la terminal que devolviera el original del mensaje a la central del KGB, una vez enviado. Eran las 23:35 en Moscú, las 14:35 en Washington. Feodorov había examinado cuidadosamente el proceso de transmisión de mensajes: traducido al inglés, obraría en poder del Presidente dentro de unos veinticinco minutos.

Los militares estadounidenses, con su insaciable apetito por los acrónimos, bautizaron la línea directa Moscú-Washington «Molink» o sea «enlace con Mo», por Moscú. La terminal en Washington está instalada en el Pentágono, en dos habitaciones de pequeño tamaño dentro del Centro Nacional del Mando Militar, aislado del resto. Su puerta, en la que hay un escudo del águila americana sosteniendo un par de rayos con las garras y orlado por la inscripción «Washington-Moscow Hotline», permanece cerrada al mundo militar del entorno, con lo que se hace resaltar la circunstancia de que estas dos habitaciones son coto particular del Presidente de Estados Unidos, y no de los militares.

La primera de las dos habitaciones está repleta de diccionarios ruso-inglés, carteles turísticos de basílicas, iconos y del Kremlin, tal vez con ánimo de ambientar a sus ocupantes con el mundo del otro lado. El cuarto de comunicaciones en sí no es mayor que un ropero espléndido. En él no hay más que lo indispensable. Los mensajes que se envían por la línea directa se transmiten simultáneamente por tres circuitos: cable submarino hasta Londres y, desde allí, terrestre hasta Moscú y dos circuitos de satélite Intelsat. Estados Unidos y la Unión Soviética utilizan para la transmisión ordenadores IBM idénticos, dos en cada terminal. La pantalla es azul con orla roja cuando se transmite sin clave y negra cuando se utiliza clave. A su lado, hay dos máquinas Siemens para descifrar, aproximadamente del tamaño y forma de una caja registradora. Washington y Moscú, por turno, fijaban los códigos semanalmente.

Las máquinas descifran el mensaje a un sosegado ritmo de sesenta y seis palabras por minuto, pero dado que éstas deben ser traducidas a medida que van llegando, la lentitud de la máquina no es un inconveniente. Ni uno ni otro lado se ha planteado la implantación de la traducción mecánica, por temor a perder los matices idiomáticos de un presidente o un secretario general cuyo lenguaje sea tan peculiar como el de un Lyndon Johnson o un Nikita Kruschev.

El martes por la tarde, el director de comunicaciones y el traductor de guardia estaban aburridos. Durante su turno no habían hecho más que emitir y recibir a cada hora textos de prueba, insípidas disertaciones sobre los ritos funerarios faraónicos o la cría de la oveja australiana. A las 14:49, se alegraron al oír el zumbido que avisaba de la llegada de un mensaje. Tal como exigían las normas, el director de comunicaciones llamó al adjunto del oficial de guardia del Centro Nacional del Mando Militar. Su misión era comprobar que todo se hacía según el procedimiento establecido. Pero ni él ni el director de comunicaciones podían ver el texto del mensaje. Los mensajes son de incumbencia exclusiva del Presidente, nadie más que él puede leerlos. Ni siquiera el jefe del mando militar conjunto ni el secretario de Defensa pueden entrar en esta habitación para leer los mensajes.

Cuando el mensaje hubo salido de la máquina descifradora, el traductor ordenó a los dos hombres que salieran del cuarto de comunicaciones y empezó la traducción. En un ángulo de su escritorio había un teléfono negro que comunicaba con la centralita de la Casa Blanca. Tan pronto como la traducción estuviera terminada, él la leería al Presidente por aquel teléfono.

El Presidente estaba solo en el Despacho Oval, con la cabeza entre las manos. Se sentía exhausto, tan cansado y vacío interiormente como cuando, siendo niño, había estado llorando y gritando de rabia por los desmanes de borracho de su padre. «Tengo que dominarme —pensaba—. Últimamente pierdo los estribos con facilidad». Miró el reloj del despacho. Faltaban dos minutos para las tres, ya era casi la hora de recibir a la Fundación para la Defensa de la Naturaleza. En aquel momento, sonó el teléfono.

—Señor —dijo una voz—, aquí el teniente Esterling, traductor de guardia de Molink. Acabamos de recibir una comunicación de Moscú. ¿Quiere que se la lea?

—Adelante, joven.

El Presidente gruñó complacido al oír el mensaje. Los de abajo quizá no entendían su situación, pero los de Moscú, se hacían cargo. No habría represalias soviéticas por un ataque contra Qom. «Comprendemos que no pueden consentir que se les ataque impunemente —terminaba el mensaje—. No es nuestra intención denunciarles ni atacarles por las consecuencias de sus represalias, cualesquiera que sean».

—Espero que sepas lo que haces, Bennington —gruñó Mike Pettee, el enlace del FBI con la CIA.

—Pues claro que no lo sé, Michael —rió Bennington—. ¿Qué gracia tendría?

Bennington había instalado su magnetómetro en lo que en realidad no era sino un ropero amplio del extremo Este del sótano de la Casa Blanca, y en el que los del Centro de Vigilancia Electromagnética tenían parte de su propio equipo. Estaba seguro de que aquí el magnetómetro quedaría dentro del estrecho foco de la señal que había captado anteriormente. Y, al mismo tiempo, quedaba lo bastante lejos del edificio de oficinas de la presidencia desde el que la había captado antes, como para obtener un punto de referencia que le permitiera determinar de dónde procedía la emisión. Ahora lo único que faltaba era que volvieran a emitir.

—¿Y si alguien de Langley quiere localizarme? —suspiró Pettee.

Bennington sabía que el del FBI era un hombre dado a preocuparse por pequeñas cosas, la clase de persona que, para poder trabajar, tenía que tener perfectamente colocados todos los objetos de escritorio, desde la foto de su esposa hasta el cubilete de los lápices.

—Pensarán que estás en un motel, pasando la tarde con un bomboncito.

—Supongo que te consideras gracioso.

—¿Gracioso? No, pero reconoce que sería divertido.

Mientras hablaba, Art no apartaba los ojos del monitor de su magnetómetro. En él parpadeaban una serie de líneas, una cascada de números en tonos rosados.

Era como la lectura de uno de aquellos generadores de números aleatorios con los que había experimentado en laboratorios de parapsicología. Una cosa estaba clara: el ruido electromagnético ambiental que captaban era una amalgama confusa. Ninguna de las señales que incidía en los sensores del magnetómetro tenía intensidad apreciable.

—¿Cuál es la mejor medalla que conceden en el FBI, Michael?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa?

—Si esto sale bien, te la darán, puedes estar seguro.

—Me conformo con que no me nombren agente especial en jefe en Lockjaw, Alaska, sólo por andar por ahí con un tipo como tú. Ya sabes lo que dijeron cuando…

—¡Calla! —Bennington se levantó de un salto. En la pantalla de su monitor brillaban cuatro números como carbones encendidos—. ¡Ya está! ¡Vuelven a emitir! —gritó. Se inclinó sobre el magnetómetro, para cerciorarse de que registraba correctamente—. ¡Ya los tenemos!

—¿Tenemos a quién?

Bennington se encogió de hombros.

—Eso lo sabremos cuando llamemos a su puerta.

Cuarenta y cinco segundos después de haberse encendido, la señal se apagó.

Bennington copió el plano de Washington DC, del cuerpo de Ingenieros del Ejército, escala uno por mil, en el que había marcado las lecturas de su máquina. Inmediatamente advirtió que algo no encajaba. La señal, que en la primera recepción venía del Sudeste, al otro lado del Mall, se había desplazado casi ochenta grados hacia el Sudoeste. Se desmoralizó. Eso significaba que el generador era móvil. Transmitían desde camiones o furgonetas.

Volvió a la lectura del segundo emisor. Sintió alivio y alegría al comprobar que éste no se había movido. Cuidadosamente, para evitar cualquier error, trazó la nueva línea en el plano. Se cruzaba con la primera línea en la parte sur de la calle Church. La calle Church tenía trescientos cuarenta metros de largo. Art midió la distancia. Las dos líneas se cruzaban a ciento sesenta y un metros de la calle Diecisiete. Por lo tanto, el emisor se encontraba dentro de un círculo de dieciséis metros de diámetro, centrado en aquel punto.

Arriba, en el Despacho Oval, el Presidente paseaba meditando el mensaje de Moscú. De pronto, la cólera, aquella cólera explosiva que últimamente sentía con tanta frecuencia, le acometió de nuevo. Los rusos comprendían lo que aquellos malditos consejeros suyos no querían comprender. Ellos veían lo que había que hacer. Cerró los puños furiosamente y apretó los dientes hasta hacerse daño. De buena gana hubiera lanzado un grito. El único argumento válido que habían esgrimido sus consejeros era el que se refería a la reacción de los rusos. Bien, este mensaje lo invalidaba. El camino estaba despejado. Ahora podía machacar a esos salvajes que habían perpetrado la carnicería de Wiesbaden. «¿Y por qué no? —pensó—. ¿Por qué esperar? ¿Por qué enzarzarse otra vez en uno de esos interminables debates ahí abajo?».

Se acercó rápidamente al escritorio y cogió el teléfono.

—Póngame con el Centro Nacional del Mando Militar —ordenó secamente.

A los pocos segundos, tenía al teléfono a un general de brigada de las Fuerzas Aéreas, oficial de guardia del CNMM.

—Póngame con el capitán del Valley Forge —ordenó.

—Sí, señor —respondió el general, sorprendido pero no asombrado.

A veces, los presidentes hablaban directamente con los comandantes militares en el campo. Por ejemplo, sin ir más lejos, Lyndon Johnson y Richard Nixon durante la guerra de Vietnam. Desde entonces, en el CNMM se había establecido un procedimiento extraoficial. No estaba explícitamente autorizado ni escrito en ningún sitio, pero se sobreentendía. El general de brigada puso en marcha una grabadora y luego llamó al Valley Forge por una línea reservada.

—Va a hablarle el Presidente —dijo a un sorprendido capitán Edmonds a bordo del Valley Forge. Luego se dirigió al Presidente—: Su comunicación, señor.

El mandatario había sacado del billetero su ficha de autentificación y la tenía delante de los ojos.

—Capitán —dijo—, le habla su comandante en jefe.

A continuación, enunció el código de autentificación del día que confirmaba al capitán sin lugar a dudas con quién estaba hablando.

—Sí, señor —respondió Edmonds que en ningún momento había puesto en duda la identidad de su interlocutor.

—¿Tiene conocimiento de la operación Cicuta programada para su barco?

—Sí, señor.

—Ejecute la operación.

—¿Ejecutar, señor? —dijo Edmonds, atónito.

—Lance el misil. Es una orden.

Edmonds, consternado, sólo pudo jadear:

—Sí, señor.

Antes de que pudiera pronunciar otra palabra, oyó el chasquido del teléfono del Presidente en la Casa Blanca y la voz del oficial de servicio del CNMM que le informaba de que la comunicación había terminado.

Con Edmonds, cuando recibió la orden, se encontraban en el centro de comunicaciones del puesto de mando el primer y segundo oficiales.

—Conque por fin esos asesinos van a tener su merecido —dijo el primer oficial en voz baja y tono de satisfacción.

—¡Esto es inaudito! —exclamó Edmonds.

—Inaudito si usted quiere, capitán, pero era el Presidente y la orden es perfectamente legal —dijo el primer oficial.

—Legal o no, existe una cadena de mando, y yo tengo orden de no lanzar un misil nuclear sin la autorización de un segundo canal que posea iguales conocimientos del arma y del mensaje. Existe un procedimiento del que no puedo desviarme.

—Pero tampoco puede hacer caso omiso de una orden directa del presidente de Estados Unidos, capitán.

—No —reconoció Edmonds tristemente—; ni puedo ni pienso hacerlo. Pongan el barco en la posición de disparo exigida por la operación Cicuta e inicien maniobras de lanzamiento —ordenó al primer oficial.

Bruscamente y sin hacerse anunciar, el Presidente entró en la sala de sesiones del Consejo de Seguridad Nacional. Sin esperar que el general Trowbridge u otro de los reunidos reaccionaran a su presencia, se dirigió a grandes zancadas a su lugar, situado en la cabecera de la mesa. Pero, en lugar de sentarse, apoyó el pie en el barrote del sillón y asió el respaldo con ambas manos. Lo agarraba con tanta fuerza que los nudillos se le tornaron blancos.

—¡Ya está hecho! —dijo arrastrando las sílabas—. He ordenado que disparasen el misil. Ahora esos bastardos van a pagar por lo que han hecho.

—Señor Presidente —protestó el secretario de Defensa—, esa orden no es válida.

—¡Yo digo que sí! —gritó a su vez el Presidente.

—Ha prescindido de la cadena de mando de la Autoridad Nacional.

—¿Dónde dice que esté obligado a servirme de ella? —replicó el Presidente—. En ningún sitio.

Luego, dio media vuelta y salió de la sala, para subir al Despacho Oval donde debía recibir a la delegación de la Fundación para la Defensa de la Naturaleza.

El general Trowbridge fue el primero en reaccionar. Se volvió hacia su ayudante.

—Llame al Vicepresidente. Dondequiera que esté. Que venga inmediatamente. —Se levantó y golpeó la mesa con los nudillos—. Señores —ordenó—, quiero que salga todo el mundo excepto los titulares de departamento. Ahora mismo.

El contraalmirante que mandaba las fuerzas destacadas en el golfo Pérsico se dirigió al teléfono con movimientos soñolientos, para recibir la llamada urgente del capitán del Valley Forge. Era más de medianoche en el Golfo. El anuncio que le hizo el capitán Edmonds de la orden del Presidente lo despertó de golpe. El almirante era un hombre astuto. Tenía muy clara una cosa: él no pasaría a la historia por haber ordenado a Edmonds desobedecer una orden directa del Presidente.

Por otro lado, quería estar bien seguro de que Edmonds no lanzaría el misil de crucero hasta que él averiguara qué diablos pasaba.

—No sé nada de esa orden, capitán. No ha sido transmitida por la vía oficial. —Con esto ponía luz roja a Edmonds, dándole a entender implícitamente que debía demorar la ejecución—. Prepárese para ejecutar la orden mientras yo pido confirmación a la autoridad competente.

Dado que el misil de crucero podía salir hacia Qom en menos de sesenta segundos, estas palabras indicaban a Edmonds, con la mayor claridad posible, que esperase. El almirante sabía que Edmonds no podía demorar aquella orden indefinidamente. Pero ahora estaba cubierto, por lo menos, durante quince o veinte minutos. Salió de su puesto de mando y corrió por el pasillo hasta su centro de comunicaciones, únicamente en camiseta y shorts.

—¡Con el comandante de la Flota del Atlántico! —gritó al atónito soldado de transmisiones—. Me importa un rábano dónde esté. ¡Encuéntrelo! ¡Ahora mismo!

Después de informar a su superior inmediato, el capitán Edmonds dio el paso exigido tanto para cumplir la orden del Presidente como para seguir el riguroso procedimiento establecido para reglamentar el empleo de cualquier arma nuclear estadounidense. Llamó al general de brigada de las Fuerzas Aéreas que estaba de servicio en el Centro Nacional del Mando Militar.

—General —dijo—, he recibido una llamada telefónica del presidente. Hemos intercambiado las claves correctas de autentificación vigentes para el día de hoy. Me ha dado orden directa de disparar contra Qom un misil de crucero con una cabeza de cuatro kilotones. Ahora solicito el código de hoy para lanzar el arma.

—No tengo autoridad para darle el código —respondió el general de brigada. Era mentira, en una situación de emergencia nuclear, tenía esa autoridad, pero maldito si iba a utilizarla en estos momentos. Ya había escuchado la cinta de la llamada del Presidente. En cuanto Edmonds tuviera el código, el misil saldría disparado. Irremediablemente. Edmonds no tendría alternativa—. Solicitaré autorización al secretario de Defensa para dar el código y le llamaré lo antes posible, capitán.

Tan pronto como los últimos hubieron salido de la sala, Trowbridge se levantó y cerró la puerta. Mientras volvía a su sitio, sacó un librito del bolsillo interior de su guerrera, lo abrió y lo puso encima de la mesa. Era un ejemplar de la Constitución. Trowbridge se lo había metido en el bolsillo veinticuatro horas antes, al percibir por primera vez cierto desequilibrio en la conducta del Presidente. Lo miró un segundo, como si las palabras impresas en sus páginas pudieran darle el valor necesario para pronunciar las palabras que tenía que decir.

—Señores —empezó—, he enviado un mensaje urgente al Vicepresidente, para pedirle que se una a nosotros a la mayor brevedad posible. Me parece que se nos ha planteado un problema terrible y trágico. Dar una orden semejante, prescindiendo de la cadena de mando establecida contra el parecer casi unánime de sus consejeros, sólo puede significar que el Presidente, momentáneamente, ha perdido el control de sus facultades mentales. Deseo recomendar a los reunidos que invoquemos la vigésima quinta enmienda y relevemos de su cargo al Presidente por incapacidad temporal.

La trascendencia de la proposición de Trowbridge era tan abrumadora que, durante varios segundos, nadie articuló un solo sonido. Bill Brennan, jefe de Gabinete de la Casa Blanca, se volvió hacia el consejero de Seguridad Nacional, pero, antes de que pudiera hablar, Trowbridge levantó una mano.

—Ante todo, permitan que les lea el primer párrafo de la sección cuarta de la vigésima quinta enmienda.

»“Cuandoquiera que el vicepresidente y la mayoría de los miembros del gobierno o bien de instituciones —tales como el Congreso— previstas por la ley, transmitan al presidente pro tempore del Senado y al Speaker de la Cámara de Representantes su declaración por escrito de que el presidente es incapaz de desempeñar los poderes y obligaciones de su cargo, el Vicepresidente asumirá de inmediato los poderes y obligaciones del cargo en calidad del presidente en funciones”».

Trowbridge cerró el librito con una mano que temblaba tanto de tristeza como de horror por lo que proponía.

—Esto, señores, es lo que estoy convencido que debemos hacer. Declarar al Presidente incapacitado para el desempeño de las funciones de su cargo a causa de un momentáneo desequilibrio mental. Y ahora mismo. Hay que detener el lanzamiento de ese misil. Su disparo sería una catástrofe para esta nación. Nos causaría un daño incalculable y tal vez irreparable.

—No puedes hablar en serio, Kent —gritó Brennan—. Nos pides que montemos un golpe de Estado contra el presidente de Estados Unidos legítimamente elegido.

El fiscal general estaba de pie.

—General Trowbridge —dijo pronunciando el nombre como el fiscal que empieza su informe ante un jurado—. Como primer funcionario judicial de esta nación, me incumbe la responsabilidad de tratar de los aspectos legales de su propuesta. Ante todo, he de decir que no veo indicación de que la intención de los autores de esta enmienda fuera la de que ésta se aplicara en una situación como la presente. Es la llamada «Enmienda Wilson», destinada a resolver una situación como la planteada a raíz de la embolia cerebral que incapacitó al presidente Woodrow Wilson. Ronald Reagan la invocó voluntariamente con motivo de sus operaciones, para cubrir el período en el que estuvo anestesiado.

—Usted mismo dijo ayer que la intención no cuenta, sino lo que dice el texto —repuso Trowbridge—. Y este texto nos proporciona una solución perfectamente legal para el espantoso dilema que tenemos que afrontar.

—General Trowbridge, ¿qué tiene de ilegal la orden del Presidente? Nada. Puede ser una mala orden. Puede, incluso, ser una orden inenarrablemente estúpida. Puede ser una reacción injustificadamente dura a una provocación. Pero es una orden legal. La enmienda no le da autoridad alguna para deponer a un presidente porque haya dado una orden que a usted no le guste.

—¡Pues yo creo que sí! —terció el secretario de Defensa—. Para salvar a este país de las horrendas consecuencias que puede contraer una orden irracional de un presidente, dada de una forma tan ilógica que denota perturbación mental.

—¿Usted va a declarar por todos nosotros que el Presidente está perturbado? —preguntó el Fiscal General en tono burlón—. ¿Cómo ha conseguido la cualificación médica necesaria? ¿Extrayendo petróleo en Indonesia? —El Fiscal General señaló a Trowbridge con ademán de advertencia—. Por buena que sea su intención, su proposición es incorrecta. No se trata de la cordura del Presidente ni de su capacidad para desempeñar su cargo. Se trata de su buen juicio. La Constitución proporciona un remedio para los graves errores de juicio de un presidente: un proceso.

—¡Un proceso! —exclamó Trowbridge—. ¿También usted se ha vuelto loco? Cuando consigamos procesarlo, habremos achicharrado a cuarenta mil personas, destruido a este hombre, su presidencia y doscientos años de historia americana.

Ahora se levantó Bill Brennan.

—Estoy absoluta y decididamente en contra de la idea. —El jefe de gabinete de la Casa Blanca no solía usar atenuantes para expresar sus ideas—. ¿Qué diantres se proponen hacer? ¿Llamar al Presidente y decirle: Mire, nos parece que le falta un tornillo y vamos a pedir al Vicepresidente que le remplace?

»Él dirá: Los chalados son ustedes. Cogerá el teléfono, llamará al jefe de la Cámara de Representantes y le dirá: Tengo aquí a un grupo de individuos que tratan de montar un golpe de Estado. ¿Cómo creen que podrán impedírselo? ¿Quieren encerrar al presidente de Estados Unidos en el armario de las escobas?

Mientras Brennan manifestaba sus opiniones, sonó el teléfono del secretario de Defensa.

—Sí —susurró. Era el oficial de guardia del CNMM que le transmitía la petición del capitán Edmonds del código necesario para el lanzamiento—. Luego le llamo —dijo.

Era una respuesta ridícula, pero no se le ocurrió otra. Por lo menos, le daría unos minutos hasta que el CNMM insistiera. Lo que importaba era que nadie se diera cuenta de que el Presidente había olvidado señalar el código al dar la orden. Si Brennan o el fiscal general se lo indicaban, el Presidente no tendría más que coger el teléfono, llamar al CNMM y decir al general de brigada que diera el código. Entonces nada podría detener el lanzamiento.

Ahora fue el secretario de Estado el que se levantó.

—Perdona, Bill, la respuesta a tu pregunta es: Sí, es posible que tengamos que detenerlo, que tengamos que reducirlo, pero estoy con Kent. No podemos consentir que esa orden sea cumplida.

—¡Hostia! —estalló Brennan—. Vais a convertir Estados Unidos en una república bananera, vais a violar la Constitución ¿y para qué? Para salvar a un hatajo de asesinos en Qom que se tienen bien merecido lo que les va a caer encima.

—No —dijo Taylor, con toda la calma y la mesura de que era capaz—; para salvarlo a él como persona, a su presidencia como institución y a este país de una orden que nunca debió darse. Yo le quiero como a un hermano. Y estoy convencido de que, desde hace cuarenta y ocho horas, es un hombre enfermo. Si vamos a parar esto, tenemos que pedir al secretario de Defensa que anule la orden del Presidente…

—¡Imposible! —rugió el Fiscal General—. No está facultado. Sólo el Vicepresidente lo está.

—… o someter a votación la aplicación de la vigésima quinta enmienda —terminó el secretario de Estado.

—Y después convencer al Vicepresidente —dijo el fiscal general—. Porque, sin él, no van ustedes a ninguna parte.

El Juez no había tomado parte en la discusión. No creía que ni él ni la Agencia tuvieran que intervenir en ella. ¿Dónde diablos estaba Bennington? Si podía hacerle entrar en la sala, quizás él podría explicar al grupo la conducta del Presidente e incluso exponer algunas de sus descabelladas teorías. Pero ¿dónde estaba?

Un fuerte golpe en la puerta interrumpió sus deliberaciones. Era el Vicepresidente.

—He venido lo más aprisa posible —dijo ofreciendo a los reunidos su simpática sonrisa juvenil—. ¿Algún problema?

Art Bennington y Mike Pettee subían a toda velocidad por la calle Dieciséis, abriéndose paso con la sirena y la luz azul giratoria de Pettee sujeta al techo del coche con la ventosa.

—Se siente uno como en Corrupción en Miami, ¿eh, Michael? —rió Bennington.

El hombre del FBI estaba tenso, concentrando la atención en sortear los coches; no estaba de humor para reírle las gracias a Bennington.

—¿Con quién hemos de vernos las caras?

—¿Quién puede estar interesado en tratar de manipular las emociones del Presidente? Supongo que llevas el arma.

—¿No deberíamos pedir ayuda?

—Vale más que antes nos cercioremos de que estoy en lo cierto. Imagina que resulta que nos encontramos con el taller de un émulo de Edison. ¿Crees que al Director iba a hacerle gracia rodear la zona con cincuenta agentes y los hombres de Harrelson?

Cruzaban Massachusetts y se acercaban a la calle P. Pettee sacó el brazo y retiró la luz azul.

—Vale más no anunciar nuestra llegada.

Al aproximarse a la esquina, Art saltó del coche.

—Aparca en la mitad de la calle —dijo—. Yo mediré la distancia. —Su calculador de distancias portátil le situó delante del número 1750 al llegar a los ciento sesenta y un metros desde la esquina. La casa era idéntica a la mayoría de las de la calle, de tres pisos, con balcones de arriba abajo. Los ladrillos estaban pintados de beige y las maderas, color caoba. Pettee llamó a la puerta. En el rótulo se leía: «Houlihan».

Abrió una mujer mayor, de aspecto distinguido.

—¿Mrs. Houlihan? Soy Mike Pettee, agente especial del FBI.

—¡Oh, caramba! —dijo Mrs. Houlihan—. Pasen, pasen. ¿Quieren una taza de té?

Evidentemente, Mrs. Houlihan pertenecía a una generación y estrato social que consideraba una visita del FBI de modo muy distinto a la mayoría de las personas que visitaba Pettee.

—No, señora, muchas gracias. Deseo preguntarle cuánto tiempo lleva viviendo aquí.

—Pronto hará cuarenta y cinco años. Desde que mi pobre marido volvió del Pacífico después de la guerra.

—Ya. ¿Y vive usted sola?

—Oh, no, con mi hija.

—¿Y nadie más?

—Sólo una simpática pareja que tiene arrendado el semisótano. Hacen trabajos para IBM, tengo entendido.

—¿Hace tiempo que viven aquí?

—Oh, no, acaban de mudarse. —Pettee y Bennington se miraron—. Antes tenía a un profesor de ciencias de la Universidad Americana.

—Entonces, quizás hablemos con ellos —dijo Pettee, llevándose la mano al sombrero para dar las gracias a Mrs. Houlihan.

Los dos hombres bajaron rápidamente a la puerta del semisótano. Bennington oyó repicar un par de tacones en un suelo de madera, en respuesta a la llamada de Pettee.

—¿Sí? —dijo una voz femenina.

—El FBI, señora. ¿Podríamos hablar un momento con usted?

La mujer no respondió. Pettee volvió a llamar.

—¿Señora?

Bennington arrimó el oído a la puerta. Le pareció oír que se abría otra puerta. Mrs. Houlihan, con la cara radiante de emoción, estaba apoyada en la barandilla, sin perder ni un ademán.

—¿El piso tiene otra puerta? —preguntó Bennington.

—Oh, sí. La que va al jardín.

—¡Se escapa! —gritó él.

Tomó impulso y cargó contra la puerta con el ímpetu que antaño reservara para los delanteros contrarios. La puerta se estremeció. Arriba, Mrs. Houlihan, que todavía no acababa de darse cuenta de lo que iba a costarle la acción de Bennington, dio un gritito de alegría al ver cómo la tele cobraba vida ante sus ojos.

—¡Jo, Art, que no tenemos orden judicial! —jadeó Pettee.

Bennington había retrocedido para lanzar otra carga. Ésta hizo saltar la puerta de los goznes. Irrumpieron en una salita. Al fondo, por un ventanal, se veía un pequeño jardín. La puerta del jardín estaba abierta. Vieron a una mujer que se agarraba a la celosía para escalar la tapia de dos metros y saltar al jardín de al lado.

—¡Detenla! —gritó Bennington.

Pettee cruzó corriendo la habitación mientras sacaba de la pistolera su Magnum 357 de servicio.

—¡Alto! ¡FBI! —dijo desde la puerta.

La mujer no se detuvo. Estaba a ocho metros de distancia y, con la agilidad de un atleta, se había izado al borde de la tapia.

Pettee disparó. La mujer vaciló. Fue un disparo de aviso, pero el efecto dio a Pettee el tiempo que necesitaba para llegar a la tapia. Ahora le apuntó a la cabeza.

—Bien —dijo—, ¿por qué no baja de como una buena chica?

Bennington había descubierto el generador. En seguida supo qué era. De un tirón arrancó el cordón del enchufe de la pared. Oyó a Pettee que empezaba a recitar en el jardín:

—Tiene derecho a guardar silencio…

Art salió al jardín. Ella estaba apoyada en la tapia que había estado a punto de ser su vía de escape hacia la libertad. El cuerpo de Pettee le impidió verla hasta que la tuvo delante. Y era ella, naturalmente. Lo supo desde el instante en que oyó la voz que decía «¿Sí?», desde detrás de la puerta. Como también él había dicho «¿Sí?», desde detrás de su puerta una noche, no hacía mucho tiempo. Se había preguntado muchas veces lo que sentiría si llegaba este momento: ¿cólera?, ¿desengaño?, ¿horror?, ¿miedo a que ella hablara y le hundiera? No sintió nada de eso al mirarla ahora. Ella estaba despeinada por la carrera y el salto y tenía grabada en las facciones la desesperación del recién arrestado. Él sintió tristeza, una tristeza terrible y punzante.

Ella le miró un segundo. Sus ojos buscaron los de él y una débil sonrisa confirmó su mudo mensaje. Se volvió hacia Pettee:

—Deseo ejercer mi derecho a guardar silencio hasta que esté en presencia de mi abogado —declaró.

«Les enseñan bien», pensó Art.

Fuera, Valentín Tobulko bajaba con su furgoneta por la calle Church. Vio el grupo de curiosos delante de la casa y la puerta destrozada. Siguió calle abajo sin detenerse, torció por la calle Dieciocho y se dirigió al aeropuerto internacional Dulles.

Tres de los reunidos, Trowbridge, el secretario de Estado y el secretario de Defensa, estaban dispuestos a invocar la vigésima quinta enmienda, según calculaba el Juez. Dos, el Fiscal General y el jefe de Gabinete de la Casa Blanca, se oponían resueltamente. El Vicepresidente vacilaba. ¿Y por qué no? La responsabilidad que se le imponía era estremecedora para un hombre tan joven y relativamente inexperto. El Juez se sintió gratamente sorprendido por la serenidad con que encaraba la crisis. Su teléfono zumbó sordamente.

—¡Bennington! —cuchicheó—. ¿Dónde diablos se ha metido?

Durante treinta segundos, el Juez escuchó con incredulidad, asombro y, finalmente, indignación la explicación que le daba Bennington de los sucesos de la última media hora.

—¡Un momento! —gritó al general Trowbridge que, al otro lado de la mesa, proponía someter a votación la aplicación de la vigésima quinta enmienda para deponer temporalmente al Presidente—. ¡Ya no hace falta!

—¿Qué diablos quiere usted decir?

Trowbridge, furioso, intuía que la intervención del Juez rompería la precaria inclinación de los presentes en favor de apartar de su cargo al Presidente.

—El Presidente ha sido víctima de una manipulación. Ha estado sometido a una forma muy sofisticada de control mental. —El Juez blandía el teléfono como un fiscal que esgrime ante un jurado la prueba concluyente que ha de cerrar el caso—. El jefe de mi división de Ciencias del Comportamiento está al teléfono. Él y un agente del FBI acaban de capturar a una de las personas y el equipo utilizado.

—¿De qué puñetas está hablando?

La incredulidad se pintaba en la cara del secretario de Defensa con tanta claridad como un logotipo de televisión congelado en la pantalla.

—Utilizaban una especie de emanaciones electromagnéticas para interferir en sus emociones. Para desencadenar artificialmente reacciones de cólera.

—No puedo creer que eso sea posible.

El Juez no tuvo tiempo de contestar al secretario de Estado.

—Lo que yo quiero saber —gritó Brennan, el jefe de gabinete del Presidente— es quién diablos son ellos.

—Todavía no tenemos pruebas, pero no puede ser más que el KGB. Nadie más en el mundo posee la tecnología necesaria para realizar semejante plan.

—¡Cerdos! —Brennan tenía la cara colorada de ira—. Yo nunca me fié de ese condenado cuento de la glasnost.

—Bill, actualmente en el Kremlin hay una lucha interna por el poder —repuso el secretario de Estado—. Quizás el KGB ha obrado por su cuenta y riesgo.

—¡Un momento! —El Vicepresidente dio una palmada en la mesa para subrayar el tono autoritario de su voz, tono que los reunidos oían por primera vez. Señaló al Juez con el índice—. ¿Está absoluta e inequívocamente seguro de la exactitud de lo que su hombre le ha dicho y usted acaba de manifestar?

—Lo estoy.

—Entonces, vamos primero a lo más urgente. Después nos ocuparemos de quién lo ha hecho. Ahora lo que tenemos que hacer es impedir que ese misil nuclear sea disparado. Señor secretario… —Miró al secretario de Defensa, sentado al otro lado de la mesa—. Anulo formalmente la orden del Presidente. Curse instrucciones al CNMM para que retiren inmediatamente el misil de crucero.

Durante un segundo, mientras el secretario de Defensa alargaba la mano hacia el teléfono, el Vicepresidente pareció ligeramente intimidado ante la enormidad de su acto.

—¡Más vale que esté seguro del terreno que pisa, joven! —le advirtió el fiscal general.

El Vicepresidente hizo como si no le hubiera oído. Estaba de pie, tranquilo y seguro de sí otra vez.

—General —dijo a Trowbridge—, usted, yo, y el Juez, subiremos ahora al Despacho Oval para explicar al Presidente lo que hemos hecho y por qué. Los demás —hizo inventario de los presentes con la mirada— no dirán ni una palabra de lo sucedido. Si hablan, hundirían a este hombre. Y les prometo que si llega a los periódicos la más leve insinuación de esto, todas y cada una de las bolas que hay en esta habitación pasarán por el cascanueces.

El Presidente miraba abúlicamente por las ventanas del Despacho Oval, con las manos en la espalda, exhausto por los sucesos de los últimos momentos. En el paroxismo de furor que había experimentado después de recibir el mensaje de los rusos, esperaba que la sensación de venganza satisfecha, una especie de catarsis emocional, seguiría al acto de ordenar el lanzamiento del misil contra Qom. Pero lo que sentía era cansancio y zozobra, dudas y recelos por lo que había hecho.

Se volvió cuando se abrió la puerta y entraron el Vicepresidente y su delegación.

—¡Dick! —dijo al ver a su segundo—. No sabía que tú estuvieras metido en esto.

—Señor —dijo el Vicepresidente—, acabamos de descubrir unos hechos que creemos que usted debe saber inmediatamente.

—Hablen.

—Creo que vale más que se siente, señor Presidente.

Una súbita irritación llameó de nuevo dentro del Presidente mientras se instalaba en su sillón. «¿Qué quieren estos animales? —pensó—. ¿Pretenden deshacer lo que yo he hecho?».

—Adelante, Juez —ordenó el vicepresidente.

El Presidente escuchó al principio irritado, después incrédulo y por último horrorizado, la explicación del Juez.

—Señor Presidente —dijo el vicepresidente cuando el Juez hubo terminado—, a la vista de esta información, me tomé la libertad de mandar retirar el misil de crucero.

Durante un segundo, a los tres hombres que estaban de pie delante del escritorio, les pareció que el Presidente iba a rebelarse ante aquella usurpación de autoridad. En realidad, estaba repasando mentalmente los sentimientos y emociones experimentados durante las setenta y dos horas últimas, aquellos furores súbitos y casi siempre injustificados que le habían invadido. Dejó caer los hombros.

—Gracias a Dios que lo han hecho —dijo suavemente—. Ahora averigüen quién ha sido y qué pretendían.

Valentín Tobulko, desde un teléfono público del aeropuerto Dulles, marcó el número del rezident en la embajada en Washington. Después de identificarse con el nombre clave que se le había dado en Moscú, dijo:

—Informe a mi superior de que se ha producido la Situación seis.

Según la clave convenida con Feodorov, estas palabras indicaban fracaso de la misión con arresto de uno de los participantes del KGB. Luego, se dispuso a embarcar en un vuelo hacia Londres, primera etapa de su viaje de regreso.

Como la mayoría de los hombres de su temperamento y vocación, Iván Sergeivich Feodorov conciliaba el sueño con facilidad y dormía profundamente. Tan profundamente que ni la imperiosa llamada del teléfono le despertó. Finalmente, Xenia Petrovna le sacudió el hombro, susurrándole al oído con voz ronca.

Feodorov se sentó en la cama y parpadeó en la oscuridad. Los dormitorios del director general del KGB, tanto el del apartamento de Moscú como el del chalet, podían oscurecerse por completo a voluntad. Los policías duermen a horas extrañas y la oscuridad total ayuda a engañar al cuerpo.

Por fin sus ojos divisaron la luz roja que se había encendido en el teléfono de la mesita de noche. Era el coronel de guardia del moderno complejo de oficinas del KGB situado en el cinturón de Moscú.

—Señor —anunció tan pronto como Feodorov descolgó el teléfono—, tengo un mensaje especial para usted que acaba de llegar del rezident en Washington.

Feodorov estaba ya completamente despierto, despejado y preocupado.

—Léalo —ordenó.

—«De rezident a Director General CRTOL informa se ha producido Situación seis», fin del mensaje —dijo el coronel.

Spasiba, gracias.

—¿Hay respuesta, camarada Director? —preguntó el coronel de servicio.

—No, coronel, no tengo respuesta.

Feodorov colgó el teléfono y apoyó la cabeza en las almohadas. Se movía con la deliberada lentitud del que está invadido por el sopor de una fiebre alta. Situación Seis. Tobulko enviaba el mensaje, de manera que la mujer había sido detenida por el FBI. Quizás hablara. O desertara. Quizá no. ¿Importaba? En cuanto el FBI y la CIA empezaran a investigar a fondo, su supuesta identidad se desmoronaría. Sería como si llevara las siglas KGB tatuadas en las axilas. Y ellos comprenderían lo ocurrido. Feodorov nunca subestimaba a sus adversarios.

Esto destruiría la fe de los americanos en la distensión soviético-americana. Les faltaría tiempo para informar al Secretario General de lo ocurrido, con aquel ingenuo aire de indignación tan característico. Pero su indignación no sería nada comparado con las iras del Secretario General. Sólo había un modo de reparar la enormidad de lo que Feodorov había cometido, sólo un gesto podía salvar la piedra angular de la nueva política exterior. Tendría que ofrecer a los dioses del Potomac una víctima propiciatoria.

A su lado, Xenia Petrovna había vuelto a dormirse profundamente. Él le acarició el muslo con una tristeza y un deseo infinitos.

Maia sladaia, querida mía, despierta.

Xenia Petrovna se movió.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las cuatro.

Vaniusha, ¿por qué me despiertas?

—Tengo noticias de Washington. —Notó que se crispaba—. Hemos fracasado. Capturaron a uno de los nuestros.

Xenia Petrovna no había sido informada de todos los detalles del plan de Feodorov. Ignoraba que su amante había mandado cometer el atentado de Wiesbaden. No obstante, conociendo la urgente necesidad de Feodorov de manipular las reacciones agresivas del Presidente, en seguida intuyó la posibilidad de que los órganos estuvieran involucrados en el ataque.

—¿Es grave? —preguntó.

—Temo que sí, muy grave. Creo que debes vestirte y marcharte cuanto antes.

—¿Es que vienen a detenerte?

—Más tarde o más temprano. Y no te favorecerá que te encuentren aquí. De todos modos, los registros que tiene el centinela les dirán todo lo que quieran saber.

—¿Qué te harán, Vaniusha?

—Tú eres quien me preocupa. Xenia, di todo lo que sepas, todo lo que has hecho. No calles nada. Todo lo hiciste por orden mía, por los órganos, por la ciencia socialista.

Vaniusha —protestó ella, pero él le oprimió los labios con el índice.

—Los americanos no tardarán en comprender lo ocurrido. Pero no sabrán por qué. Esto te dará una idea de lo importante que eres. Tú eres un elemento muy valioso para la ciencia soviética, Xenia, y eso te permitirá resistir los tiempos difíciles que se avecinan.

—¿Y tú, maia doushka? —susurró ella.

—Los tiempos del estalinismo ya pasaron. No será fácil. No creo que volvamos a encontrarnos en un lugar tan agradable. —Había encendido la luz del dormitorio. Ahora no había brillo en los ojos oscuros que la miraban—. He sobrevivido a otras dificultades. También sobreviviré a ésta. —Una sonrisa triste cruzó por sus facciones—. Sobreviviré en un entorno menos grato, pero no me pasará nada. Vamos, tienes que marcharte.

Cuando ella se hubo vestido, la acompañó hasta la puerta del chalet. Se quedaron un momento mirándose en silencio.

—Acuérdate de mí con afecto, Xenia —murmuró abrazándola. Al deshacer el abrazo, él vio brillar una lágrima en su mejilla—. No te preocupes —dijo oprimiéndole el antebrazo—. No me pasará nada.

La siguió con la mirada mientras ella cruzaba el camino de grava hacia el coche y volvió a entrar en el chalet. Cruzó la sala hacia la gran chimenea de piedra y los trofeos de treinta años de cacerías. Podía hacer una cosa: entregar las cintas de la conversación mantenida en esa habitación con Chebrikov y Ligachev. Pero ¿de qué serviría? ¿Le salvaría? Desde luego que no. Sólo serviría para destruir toda esperanza de poder volver al sendero del que se habían desviado. Abrió el compartimiento secreto donde estaba instalada la grabadora. Las cintas se habían rebobinado automáticamente. Levantó la mano y pulsó la tecla de borrar. Luego, cerró el compartimiento y levantó la mirada hacia sus dos escopetas Purdey gemelas, guardadas en la alta vitrina.

Xenia Petrovna estaba cruzando la verja con su Citroën cuando la detonación de la escopeta de caza rompió el silencio de Zavidovo.

—¿Ya te han dado la medalla, Michael?

Mike Pettee levantó la mirada de su escritorio en el anexo de la calle F y sonrió a Art Bennington.

—¿Cómo va ese hombro? —preguntó.

—Duele. —Bennington hizo una mueca—. Ya no estoy para estos trotes. —Se dejó caer en la silla delante del escritorio de Pettee haciendo crujir la madera—. Dime, ¿qué novedades hay?

—Accede a hablar contigo. Y sin el abogado. Dada la forma en que se ha portado hasta ahora, es sorprendente.

—¿Por qué?

—Porque no le hemos sacado ni mu, además del consabido: «Me niego a responder, invocando…». Ni siquiera con su abogado se ha destapado. El hombre se tira de los pocos pelos que le quedan.

—¿De qué se la acusa?

—Esta mañana, hemos recibido instrucciones de las alturas para que nada de lo que se diga acerca de la manipulación electromagnética del Presidente salga a relucir durante el juicio.

—Entonces, ¿qué os queda?

—Entrada ilegal en el país con propósito de cometer espionaje. Su supuesta identidad se cae a trozos y llevaba pasaporte falso cuando la detuvimos en el jardín.

—¿Y con eso se la puede condenar?

—Sí; será fácil. Su abogado ya dice que, puesto que ella no coopera, va a tener que declararse culpable. Si podemos ponerla delante del juez adecuado, de entre diez y quince años en Atlanta no se salva. A no ser… —Pettee miró a Bennington con la sonrisa de resignación del jugador de póquer que acaba de perder la mano—. En fin, tú ya sabes cómo acaban estas cosas en la vida real.

«Las salas de interrogatorios de las prisiones se parecen a los quirófanos», pensaba Bennington. La misma frialdad aséptica, la misma sensación de vida en suspenso, un punto intermedio entre libertad y cárcel, salud y enfermedad. La de la cárcel del Distrito Federal era particularmente sórdida. No tenía ventanas y su mobiliario se reducía a dos sillas y una mesa recuperadas de alguna oficina gubernamental que se desmantelaba para reducir gastos. La iluminación indirecta era tan intensa que tenías que parpadear varias veces para acostumbrarte.

Una matrona negra, enorme, trajo a Nina. Le quitó las esposas y lanzó una hosca mirada a Bennington, como si pensara que todo el que pasaba unos minutos, por pocos que fueran, con un agente extranjero, se exponía a un virus mortal. Nina se sentó y, como hacen todos los presos, se frotó las muñecas donde se le habían clavado las esposas.

Al no haber sido juzgada todavía, llevaba su propia ropa, con su pelo rojo perfectamente peinado y la cara recién maquillada. Se estremeció y miró a Art con sonrisa coqueta.

—Vuelves a fumar. Qué mal. Creí que eso estaba superado.

—Tú me hiciste dejarlo, Nina, y tú me has hecho volver a ello.

—Lo siento. —Su mirada era casi maliciosa—. En nuestra profesión, hay cosas que son casi inevitables.

—¿Cómo te tratan?

—Dadas las circunstancias, no puedo quejarme. Pero no creo que en régimen permanente me entusiasme.

«Quizás esté abriendo una puerta», pensó Art.

—Ya debes de imaginar a lo que vengo.

—Creo que puedo hacer una suposición aproximada.

Art sonrió y extendió las manos con las palmas hacia arriba a través de la mesa, casi como si pretendiera tomar las de ella.

—Voy a exponer con toda franqueza cuál es tu situación. Creo que puedo hacerlo con más conocimiento de causa que tu abogado. Como ya sabes, se te ha denegado la libertad condicional.

—Sí. No esperaba que me la concedieran.

—Ni es probable que te la concedan en el futuro.

Nina lo reconoció con un levísimo movimiento de cabeza.

—Estás acusada de entrar ilegalmente en el país con el propósito de cometer espionaje. Tu supuesta identidad está desmoronándose como una viga devorada por las termitas.

Ella no pudo reprimir un suspiro.

—Las identidades supuestas no resisten una investigación minuciosa. Eso lo sabemos los dos.

—Lo mínimo que te espera, Nina, son diez años en una penitenciaría federal. No sé qué os dicen en el Centro acerca de las prisiones federales antes de enviaros aquí, pero son lugares bastante desagradables.

Ahora pudo advertir el esfuerzo que tenía que hacer aquella mujer para esbozar siquiera un amago de sonrisa.

—Nos preparan bien, Art. Incluso para eso.

—No tiene por qué ser así. Podemos arreglarlo. —Art había hecho esta proposición otras dos veces en su carrera, en Alemania, en la década de los sesenta, a científicos del Bloque Oriental por los que la Agencia se interesaba. Los dos habían venido—. Solicita asilo político, Nina. Nosotros cuidamos bien de los que vienen a nuestro lado. Estarás bien retribuida. Podrás trabajar en cosas interesantes. O, si lo prefieres, puedes marcharte y trabajar por tu cuenta. Incluso puedes volver a poner esa placa en Tyson’s Corner. Y tendrás protección. Estarás a salvo de la venganza del KGB. Yo personalmente me encargaré de ello.

Nina estaba inmóvil, muy frágil a la luz cruda y potente de la habitación, vulnerable a su proposición. Art observó que encorvaba los hombros y que su mentón, aquel mentón descarado y enérgico, se inclinaba hacia el pecho. Permaneció quieta durante casi un minuto. Luego se estremeció y le miró como el que sale de un trance.

—Art —dijo suavemente—, yo soy una profesional. Tú eres un profesional. Sí, ya sé que voy a la cárcel. Pero no será para diez años. Un año. Quizá dos. Y habrá un arreglo. El Centro cuida de su gente.

—Nina, incluso dos años en una prisión federal es mucho tiempo. Créeme, nosotros te cuidaremos. Las personas como tú son muy valiosas para nosotros. Queremos que el mundo lo sepa.

—No dudo de tu palabra, Art. Pero tampoco dudo de la palabra del Centro.

Art sacó del bolsillo un ejemplar del Washington Post y lo extendió encima de la mesa, de cara a Nina. En primera plana había una fotografía de Feodorov con un titular que anunciaba su cese. El corresponsal del periódico informaba de que en todo Moscú circulaban rumores acerca de una profunda reorganización en el KGB.

—El recibimiento que te harán en el Centro cuando regreses, Nina, quizá no sea el que tú esperas.

Leyó atentamente el artículo y empujó el periódico hacia él.

—No estamos en los tiempos de Stalin. Las cosas han cambiado.

—¿Tanto han cambiado? ¿Incluso para la persona que ha intervenido en una operación fallida contra el presidente de Estados Unidos?

—Art, la respuesta es no. Yo tengo mi servicio como tú tienes el tuyo. Yo tengo mi patria y tú, la tuya. Quiero volver.

Art pensó que aquella clase de conversación es como una aventura amorosa. Hay un momento en el que puede ocurrir cualquier cosa pero, una vez pasado, es irrecuperable.

—Puedes cambiar de opinión. En cualquier momento.

Le pasó su tarjeta.

—Gracias, Art. Pero no cambiaré.

«No —pensó él echando el cuerpo hacia atrás—; no creo que cambies».

—Nina, quiero que me digas una cosa.

—Si puedo…

—¿Cómo supiste que era de la CIA?

—Fue mientras estabas en regresión. Yo hacía el papel de tu esposa. Tú te negabas a decir dónde habías estado y a quién habías visto. Eso me pareció extraño para un comerciante en petróleos. —Ella imprimió un aire malicioso en su sonrisa—. Entonces miré en tu billetero y vi que me habías dado un nombre falso. Envié el verdadero al Centro y ellos, naturalmente, sabían quién eras y lo que hacías.

—¿Y también descubriste lo de la mujer de Nueva York que buscaba submarinos?

—Sí.

«Dios —pensó Art—, ¿y cómo vivo yo con esto?». La matrona llamó a la puerta. Él se levantó. Nina le miró.

—Aquella noche, Art —susurró cuando entraba la matrona—, fue nuestra, sólo nuestra.

Entonces ella se levantó a su vez, extendió las manos para que le pusieran las esposas y salió de la habitación detrás de la matrona.

El guardia del servicio de protección de la presidencia examinó sus papeles e hizo una seña al coche oficial del Juez para que pasara por la puerta Oeste a la Casa Blanca, donde les esperaba el secretario de audiencias del Presidente.

—Ceremonial para visitantes distinguidos —sonrió el Juez—, y no es para mí.

Bennington se sentía extrañamente incómodo con la fama que le envolvía desde hacía cuarenta y ocho horas. Le molestaba el manto del héroe, sabiendo lo que ahora sabía acerca de la muerte de Ann Robbins. El secretario de audiencias, charlando efusivamente, los llevó a la antesala del Despacho Oval. Les dijo que el Presidente los recibiría dentro de un momento.

Bennington y el Juez se quedaron de pie en un rincón, debajo de un óleo de Lincoln, pintado en uno de los peores momentos de la Guerra Civil.

—Juez —dijo Art—, ¿diría usted que me he ganado un favor estos últimos días?

—Desde luego.

—Witter. Ese chico al que quitamos la licencia. Realmente era inocente. Esto lo demuestra. Déjele volver arriba.

—¿Usted nunca ceja? —sonrió el Juez—. Está bien. Es suyo.

—¡Señores!

El secretario les llamaba desde la puerta del Despacho Oval. El Presidente, con una amplia sonrisa salió de detrás de su escritorio.

—Juez —dijo estrechando la mano del Director—. Y éste, imagino, es su notable Mr. Bennington.

Les indicó un sofá y él se sentó en una vieja mecedora estilo Nueva Inglaterra que había mandado traer de la casa de vacaciones de su familia en Booth Bay Harbor, Maine. Le gustaba aquella vieja mecedora y, además, en ese despacho, evocaba recuerdos de John F. Kennedy.

—Juez —dijo—. He recibido por la línea de comunicación directa con Moscú una asombrosa serie de mensajes del Secretario General. Aprovecha este caso para ajustar las cuentas al KGB e instaurar sistemas de control, como los que nosotros les imponemos a ustedes. Me asegura que piensa descubrir a todos los que hayan intervenido en esta operación y encargarse de que sean severamente castigados. Francamente, yo me inclino por mantener en secreto todo el asunto. Dado que, en realidad, no representa la tónica general de la filosofía soviética, no quiero poner en peligro las relaciones soviético-americanas.

—Estoy de acuerdo con esa apreciación, señor Presidente —dijo el Juez.

—Bien, Mr. Bennington. —El Presidente se volvió hacia Art—. Tengo que decir que hizo usted un gran trabajo. Realmente fantástico.

—Gracias, señor Presidente.

Bennington no estaba de humor para pronunciar discursos acerca del «deber cumplido».

El Presidente se dio impulso con las puntas de los pies y empezó a mecerse suavemente. Miró a lo lejos un segundo, como si estuviera en su porche de Booth Bay Harbor contemplando una puesta de sol.

—Pero todavía no me entra. Y te impone. Realmente, te imponen estas cosas. ¿Adónde iremos a parar si la ciencia puede salir con cosas como ésta?

El crujido de la vieja madera de la mecedora puso el interrogante. Bennington dio la respuesta.

—Bienvenido al siglo veintiuno, señor Presidente.