ZUKOVSKI

—… Lo único que el Presidente notará, además de la cólera, naturalmente, es una ligera presión en las sienes, la sensación que normalmente asociaría con una fuerte jaqueca.

El Director del KGB, al lado del comandante Valentín Tobulko, echó la cabeza hacia atrás para mirar a la doctora coronel que dirigía el Instituto para el Estudio de la Neurofisiología Humana, dependiente del KGB.

—¿Cuánto tiempo durará la cólera del Presidente?

—Unos diez minutos. Cuando, al recibir nuestra señal, su cerebro descargue en la sangre los agentes químicos determinantes de la cólera, se sentirá furioso hasta que éstos sean eliminados por el sistema.

—¿Cómo en un acceso provocado por causas naturales?

—No; este furor será un poco más intenso. Es posible que también dure más.

—Una vez se le pasen los efectos de la crisis de furor, ¿cuál será su actitud respecto a las decisiones que haya tomado mientras estaba furioso? ¿Podría rectificar?

Tobulko reparó con sorpresa en el evidente afecto que había en la mirada que la directora del Instituto dedicó al director del KGB.

—La respuesta a esa pregunta, mi querido Iván Sergeivich, hay que buscarla en la psicología más que en la neurología —dijo.

—Pero usted estudió el perfil psicológico de ese hombre.

—Lo estudié, sí. Evidentemente, al Presidente le molesta parecer inconsecuente. Durante la campaña electoral, le dolía que se le tachara de débil e indeciso. Lo último que querría ese hombre es denigrar su posición, su autoridad presidencial revocando una decisión trascendental. Si toma una decisión mientras está irritado, recurrirá a todos los medios para justificarla. Esa clase de personas no dicen: «Perdonen, fue un error. Me excedí».

A la reunión asistía una cuarta persona, un hombre de unos cuarenta años y poco pelo que Feodorov presentó a Tobulko diciendo que era el mago en ingeniería electrónica de la doctora coronel. Ahora el Director General lo señaló con gesto autoritario.

—Ahora le toca a usted. —Sus ojos oscuros se volvieron hacia Tobulko—. Comandante, lo que ahora trataremos atañe a su intervención en la operación.

Otro superior menos seguro de sí mismo habría ordenado a Tobulko que prestara mucha atención a las palabras del técnico. Pero Feodorov no lo necesitaba. Sus ojos hablaban por él.

El técnico puso en una mesa un objeto que a Tobulko le pareció un cubo de basura metálico de tamaño mediano. A juzgar por su ruido, el cubo debía de pesar mucho.

—Éste es el aparato que generará y emitirá la señal. De acuerdo con sus instrucciones, camarada director, ha sido construido para un radio de acción de tres kilómetros. En realidad, le hemos dado un margen de seguridad. Genera una potencia de quince kilovatios. Dado que la pérdida de potencia se ajusta a la ley electromagnética clásica de uno por el cubo de la distancia, podrá contar con unos metros más.

El técnico se agachó detrás de la mesa en la que había colocado el generador y sacó un plano ampliado de la zona del centro de Washington DC. Abarcaba un círculo de tres kilómetros de diámetro, en el centro del cual estaba la Casa Blanca. La zona comprendía hasta el Kennedy Center, Watergate y el Potomac por el Oeste; rebasaba Dupont Circle entrando en New Hampshire y la calle R por el norte; llegaba casi hasta el Capitolio y más allá de Massachusetts y la Sexta por el Este. Por el sur, se extendía hasta campo abierto, parte del estanque Reflecting, el delta de Tidal Basin y el Mall.

—Después de estudiar las posibilidades, hemos llegado a la conclusión de que lo mejor es utilizar dos generadores: uno en un lugar fijo, un apartamento, la habitación de un hotel o un garaje; y el segundo en una unidad móvil, un camión o furgoneta. La idea es hacer que ambos campos coincidan en la Casa Blanca. Si considera que el generador fijo, dondequiera que lo coloque, está en las doce de una esfera, el generador móvil de la furgoneta podrá transmitir desde cualquiera de los puntos comprendidos entre las tres y las nueve. Ello dará al generador móvil mucho espacio para circular y hará muy difícil a los americanos el localizarlo.

—¿Cuánto tiempo emitirán los generadores cada vez que los activemos? —preguntó Tobulko.

—Cuarenta y cinco segundos.

—¿Nada más?

—Sí.

—¿Podemos emitir con la furgoneta en marcha?

—No. Tendrá que parar para ajustar los mecanismos que dirigirán la señal a la Casa Blanca. Pero toda la operación no le llevará más de minuto y medio. Luego puede marcharse y salir de la zona hasta que tenga que hacer otra emisión.

—¿Y mientras no emita, no habrá nada que pueda atraer a los americanos a la furgoneta?

—Nada absolutamente.

—Entonces es imposible que sus detectores nos localicen, ¿verdad?

Durante los últimos cinco minutos, la confianza de Tobulko en el éxito de la operación había aumentado sensiblemente.

—Imposible, no. Pero es muy, muy difícil. Y eso, suponiendo que adviertan siquiera la presencia de las señales, lo cual no creemos que ocurra.

—¿Y la NSA y todos sus aparatos de escucha? ¿No la captarán?

Feodorov miraba a su joven comandante con creciente estima.

—A unos ocho kilómetros de la Casa Blanca, la señal habrá desaparecido —respondió el ingeniero electrónico—. Los puestos de intercepción de la NSA están más lejos, fuera del distrito de Columbia. —El ingeniero se volvió de espaldas al mapa—. Existe otro refinamiento que vamos a utilizar. Queremos garantizar que las dos señales sean idénticas y que incidan en la Casa Blanca al mismo tiempo. Para ello tenemos que sincronizarlas. Por consiguiente, tendrá que alquilar una furgoneta que tenga teléfono o instalar usted uno. Dice el Director que en Estados Unidos eso no ofrece dificultad.

—Ninguna.

El conocimiento de Tobulko del país en el que había entrado ilegalmente media docena de veces le permitía estar seguro de ello.

—Entonces deberá comprar un módem para teléfono en cualquier tienda de material electrónico y conectar el teléfono de la furgoneta al de la unidad fija. Eso le permitirá sincronizar perfectamente la transmisión de las señales.

—¿Y habrá suficiente potencia eléctrica en la furgoneta y en la habitación de un hotel para hacer funcionar esto?

Nuevamente, Feodorov comprendió que tenía motivos para felicitarse por haber elegido a Tobulko. Naturalmente, ellos habían previsto este detalle, pero el hecho de que se le ocurriera hacer la pregunta demostraba su previsión.

—De sobra. En la furgoneta tendrá un motor de trescientos caballos. Toda la potencia que precise, especialmente estando parado. En un aparcamiento, es la potencia que se necesita para hacer funcionar un par de aparatos de aire acondicionado.

—¿Habrá que conectar esto a una antena en el apartamento o en el hotel para emitir la señal?

—No. Lo único que tendrá usted que hacer con el equipo que le daremos es fijar el ángulo de emisión hacia la Casa Blanca. La señal atraviesa cualquier material: ladrillos, mortero, cemento, hormigón, madera o acero. Sólo una cosa puede detenerla: una barrera de helio líquido, y puedo asegurarle que esto no figura entre los sistemas de protección electromagnética de la Casa Blanca.

Tobulko rió.

—¿Y cómo introduciremos estos dos aparatos en Estados Unidos? ¿Por valija diplomática?

—No. —Feodorov se hizo cargo de esta pregunta. Él y sus ayudantes habían estudiado detenidamente el asunto—. Quiero limitar sus relaciones con la Rezidentura al mínimo indispensable. En realidad, estos aparatos no son más que unas bobinas de hilo de cobre con ánima de hierro. Podrá comprarlas en Estados Unidos en más de una docena de sitios.

—La clave está aquí. —El ingeniero electrónico agitaba una placa cubierta de una telaraña plateada de circuitos de microchip—. Los circuitos electrónicos que hemos impreso en esta placa definen la señal, sus líneas exactas de frecuencia, la amplitud de cada una de ellas para que nos dé la señal, la forma y el impulso que necesitamos. Tiene que ser muy preciso; el cambio más insignificante en la forma de la señal afectará su capacidad para impactar en las células del cerebro del Presidente. Usted conectará una de las placas a cada uno de los dos generadores y ellas lanzarán la señal.

—Usted sólo tendrá que llevarse las placas —dijo Feodorov—. Nuestro amigo le enseñará a conectarlas a los generadores. Cuando haya terminado, sabrá usted conectarlas incluso dormido.

Abu Said Dajani estaba en cuclillas al lado del camino, un manto con capucha como los que usan los pastores envolvía su figura inmóvil. En la oscuridad, a pocos metros de distancia, distinguió el perfil de una pequeña pirámide de piedras, como una estela primitiva que marcara la ruta de una caravana medieval. A su espalda, un viento helado soplaba de los picos del Jebel Lubnan, la cordillera Antilíbano. Delante de él un camino discurría hacia el Sudoeste, cruzando el valle hasta el pueblo de Saidnaia, a seis kilómetros de distancia. El jeep estaba escondido en un desfiladero cercano. Dajani había cruzado la cordillera en él, bajando por senderos grabados en las empinadas laderas por las pisadas de contrabandistas diez siglos atrás.

Terminaba su tercer Camel cuando al fin divisó los faros en el horizonte. Las luces parpadearon tres veces. Dajani se levantó y se acercó al camino. Cuando llegó el coche del rezident en Damasco, lo guió por un áspero camino, a fin de que, si por casualidad pasaba por allí otro vehículo durante su entrevista, nadie pudiera ver el coche del jefe del KGB.

Subió al auto. Dajani y su superior se saludaron con un mudo apretón de manos. Ninguno de los dos era muy hablador.

Shou, ¿y bien? —preguntó Dajani.

—Está decidido.

—Estoy preparado.

—Bien. Envíe a sus hombres a Berlín Este por Interflug. —Las Líneas Aéreas de Alemania Orienta—. Uno que vaya desde Beirut, dos desde Damasco y el cuarto desde Bagdad, para que nadie los vea juntos ni se asocien sus nombres. Y no es que Interflug vaya a enseñar a nadie la lista de pasajeros.

—¿Cuándo?

—Que salgan el lunes.

—Así se hará.

—Iván Sergeivich quiere que usted vaya a Berlín para coordinar el trabajo. Si sale usted antes que ellos, ¿puede estar seguro de que podrán llegar a Berlín Este según sus instrucciones?

—Desde luego.

—Bien. Entonces vaya desde Beirut por Interflug. ¿Recuerda dónde está el complejo?

El cuartel general del KGB en Berlín Este estaba instalado en media docena de bungalows situados en un complejo cercado, en el barrio de Treptow, a unos cien metros del río Spree, lejos del centro de la ciudad.

—Desde luego.

—Una persona del Centro estará esperándole. Él le dará las instrucciones.

Entre los dos hombres se hizo un silencio marcado por una intuición de amenaza. Dajani comprendía que el rezident tenía que saber por lo menos en qué consistía la operación. También comprendía que no tenía intención de revelárselo. Y el palestino se guardaría bien de preguntarlo.

—¿Eso es todo?

—Una cosa más. Algo bastante desagradable. Iván Sergeivich desea que usted lo supervise personalmente.

—¿Sí?

—El Artista.

—¿El Artista?

—Sí. Ya ha dejado de sernos útil.

Abu Said Dajani se recostó en el duro respaldo del Lada. Quitar la vida a un semejante no era cosa que suscitara grandes escrúpulos morales en un íntimo colaborador de Abu Nidal. Pero estas cosas siempre acarrean riesgos y problemas, y tenían que planearse bien.

No había un alma en quince kilómetros a la redonda y, no obstante, el rezident se inclinó para hablar a Dajani en un susurro, como si temiera que alguien pudiera espiarles.

—Iván Sergeivich desea que usted se asegure de que las autoridades libanesas atribuyen el hecho a la Hezbollah.

—Mi querido comandante, me gustaría conocer su opinión sobre este expediente. —Feodorov solía pedir consejo a sus subordinados en cuestiones intrascendentes. Ello les hacía sentirse importantes y abrigar la ilusión de que él compartía con ellos sus pensamientos, lo cual, desde luego, era totalmente falso—. Dadas las circunstancias, no sería apropiado que usted revisara la lista de nuestros agentes en Washington. Yo lo hice por usted y he seleccionado a una candidata a la que podemos activar para que le ayude. —Pasó a Valentín Tobulko el expediente personal de Dulia Vaninia, capitán del KGB—. Si hay algo que le preocupe, algún fallo que se me haya pasado por alto y que considere que puede dificultar su labor, dígamelo y buscaré a otra persona.

Tobulko tomó la carpeta de manos del Director General. «Una cosa es segura —pensó—. El Director lleva este asunto con mucho sigilo». Con excepción de la doctora coronel y el ingeniero electrónico de Zukovsky, presentes en sus conversaciones, él había recibido todas las instrucciones principales del Director.

—Seguro que ha hecho una buena elección, camarada Director.

Feodorov estudiaba a Tobulko mientras éste hablaba. El comandante tenía una cara totalmente inexpresiva, una página en blanco en la que la vida aún no había dejado marca de alegría ni de dolor. Y ello, a pesar de que ya había asesinado en nombre del Estado. Evidentemente, a aquel hombre no le afectaban las emociones. Eso estaba bien. Las emociones engendran dudas y en operaciones como ésta no había lugar para indecisos.

—Ella es una de nuestros pocos agentes en Washington con un transmisor Spetosk. Otra razón para seleccionarla. —Feodorov se levantó y empezó a pasear por el despacho—. Lo que me lleva a los dos últimos puntos que tenemos que revisar antes de que usted se marche: control y comunicaciones.

Las agencias de espionaje, al igual que los ejércitos, responden a los mismos imperativos básicos en todo el mundo, y si bien la terminología que las describe difiere de servicio en servicio, su sustancia nunca varía: mando, control, cobertura, comunicaciones, información; toda operación de espionaje que se haga en el mundo está basada en estas cinco consideraciones.

La de Feodorov no era una excepción.

—Para las comunicaciones básicas con el Centro, utilizará usted su Spetosk y su código personal. La mujer tiene el horario del satélite y el ángulo de transmisión que requiere cada pasada. Nuestros técnicos montarán un código para su propio uso en caso de emergencia y una copia de los datos del satélite dentro del armazón de su cartera.

El tono de voz de Feodorov era el que los jefes de los órganos habían aprendido a utilizar para hablar con los agentes que parten en misión, desde los días de Félix de Hierro: paciente, conciso, tranquilizador. Reflejaba la promesa que se hacía a todos los agentes soviéticos en el extranjero: el Centro se preocupa por ti. Si ocurre algo, removerá cielo y tierra para traerte a casa.

—Ahora —prosiguió— comunicaciones de emergencia. Tengo que recalcar que sólo deberá ponerse en contacto con la Rezidentura de Washington en caso de absoluta necesidad. Allí nadie, ni el mismo rezident, sabrá algo de usted o de su misión. Le daremos una contraseña para que se identifique al rezident en persona. Cuando él oiga la frase, sabrá que debe transmitirle, inmediatamente, con su clave personal cualquier mensaje que usted le dé.

—¿Y la respuesta?

—Le llegará vía satélite. Nosotros utilizaremos el código de la mujer para la clave y en su cartera pondremos otro, de reserva. —Feodorov volvió a su sillón y se sentó pausadamente—. Lo cual nos lleva a la parte más delicada y difícil de su misión: determinar con exactitud cuándo deberá emplear el equipo que llevará. En esto tendremos que dejarle bastante libertad.

—¿No hay ningún medio de comunicación directa que podamos emplear?

—Uno que ahora le diré. Sabemos cómo responderá el Gobierno de Estados Unidos a la crisis que estamos preparando. Lo que harán es formar un comité permanente que se instalará en la Sala de Conferencias de la Seguridad Nacional de la Casa Blanca. Toda la información que llegue será dirigida a esa sala. En algunos momentos, el Presidente se sumará a la sesión y en otras seguirá su programa normal. Usted debe seguir las noticias del CNN, el canal que sólo da telediarios. Le dirán muchas cosas sobre lo que ocurre y sobre cuál es el programa del Presidente. Puede estar seguro de que, antes de quince minutos de que se haga una declaración importante, el Presidente recibirá la noticia y reaccionará ante ella.

—¿Y es entonces cuando usted quiere que nosotros accionemos el dispositivo?

—Sí. A no ser, desde luego, que el Presidente se encuentre en un acto público, una cena oficial, una recepción en la Rosaleda o pronunciando un discurso ante un auditorio numeroso.

Feodorov cogió de encima de la mesa un objeto que parecía una pluma estilográfica antigua.

—Nosotros también podremos controlar una parte de la información que llegue sobre la crisis y debemos disponer de un medio rápido para avisarle de que utilice el aparato. Éste es el medio de comunicación indirecta de que hablé. Se trata de un transmisor muy manejable y con gran capacidad de penetración pero de muy corto alcance. Lo único que tiene que hacer uno de los nuestros es pasar en coche por delante del hotel, del apartamento o de la casa en la que usted se aloje, apuntar con esto y oprimir el capuchón. Radiará un mensaje a un receptor que usted llevará. Puesto que se trata de un instrumento de tan corto alcance, no podrán detectarlo.

—Pero eso involucra a la Rezidentura.

Feodorov suspiró.

—Dentro de una cierta medida que, ¡ay!, es inevitable. El agente que utilicemos sabrá que envía un mensaje a alguien. Pero no sabrá a quién ni por qué. Y el mensaje estará en clave, desde luego.

—¿Y si el FBI le sigue?

—Que le siga. No podrán detectar que está transmitiendo. Él no se parará. Ni siquiera tendrá que aminorar la marcha. Él pasa de largo, apunta con el transmisor y el mensaje se emite.

—¿Y cómo conseguimos el receptor?

—He pensado mucho en eso. No quiero que lo lleve en la cartera. Si se la abren en la aduana, puede decir que las placas son para su ordenador o su televisor. Pero el receptor podría llamar la atención del policía de aduanas. ¿Y si hacemos que uno de nuestros agentes en Washington alquile la furgoneta y luego la deje en algún sitio donde usted pueda recogerla? ¿Con el receptor dentro? Ello le dará cierto margen de seguridad. Usted podrá observar la entrega de la furgoneta, para cerciorarse de que la operación no está vigilada.

—¿Qué documentos usaremos para alquilar la furgoneta? ¿Qué licencia? ¿Qué tarjeta de crédito? Tiene que ser algo que no pueda relacionarse con la Embajada.

—La División de documentos se encargará de ello.

—¿Y si la policía me para por saltarme un semáforo? Mi permiso de conducir no concordará con el nombre que figure en el formulario de alquiler de la furgoneta.

—Sí que concordará. —Feodorov no pudo reprimir una sonrisa de triunfo. Ésta era precisamente la pregunta que estaba deseando oír—. La División de Documentos ya nos fabricó a un señor Banwell. Les pediremos que nos fabrique otro.

Nina Wolfe abrió el buzón del vestíbulo del edificio de Tyson’s Corner en el que tenía su consulta. Estaba repleto de los papelotes de costumbre: anuncios de las ofertas del supermercado, propaganda de Sears y K Mart, de la Electrónica Don y de Televisores Al que ofrecían otra serie de gangas insuperables para empezar a pagar dentro de seis meses y más adelante, grandes facilidades. ¡Cómo aborrecía toda aquella basura de una sociedad loca por el bienestar material!

Cuando llegó al fondo del montón, se quedó quieta. Los dedos le temblaron ligeramente al tocar una cartulina. Era una postal. La leyó. Era una vista de la plaza del mercado de Aix-en-Provence, en el sur de Francia, con matasellos de seis días antes. Le dio la vuelta.

Querida Nina:

El viaje es una maravilla. En el aeropuerto de Niza, Don recogió la furgoneta que habíamos alquilado y, por la carretera de la costa, fuimos hasta Saint Tropez y luego seguimos hasta aquí. Anoche cenamos en un restaurante chino idéntico al China Paradise que tanto te gusta. El 23 a las 18:30 salimos en avión de Marsella para Londres y, desde allí, regresaremos a casita en Estados Unidos.

La firma era ilegible. Se abanicó un momento con la postal y la guardó en el bolso. Tiró la propaganda a una papelera. Lentamente, subió la escalera hacia el consultorio, tratando de contener la excitación que la envolvía como en una niebla. Todos los años de entrenamiento, todos los meses de paciente espera iban a terminar por fin.

BEIRUT

En la capital del Líbano, los casos de muerte violenta son tan corrientes como los resfriados. A los ojos de los dos policías libaneses y del inspector de la Sureté, el cadáver que estaba en el suelo de la tienda de material fotográfico de la calle Sadat, a dos manzanas al Este del campus de la Universidad Americana de Beirut, presentaba el mismo interés profesional que un coche aparcado en doble fila a un policía de tráfico de Manhattan o París. En la escena, lo único que recordaba el coste humano que representaba cada vida perdida en el Líbano era la beduina vestida de negro, que expresaba su pena con el penetrante ulular ritual de los habitantes del desierto de Arabia.

—Díganle que se calle —gruñó el inspector de la Sureté al inclinarse para examinar el cadáver.

—¡Calla, vieja! —ordenó uno de los policías.

La mujer lo miró con la boca abierta, ofendida por su insensibilidad ante tan bien ensayado lamento. Se quedó callada un segundo. Luego, aspiró profundamente y empezó a balar de nuevo en un tono tan agudo y penetrante que hubiera hecho estallar un cristal. Un par de gatos le hicieron coro. El policía se encogió de hombros y se volvió hacia el muerto.

Al lado, entre las sombras, vio un fez color corinto. Tenía un tío en Zale al que le gustaba usarlos. Al ir a recogerlo, distinguió en el suelo, a su lado, un objeto que parecía una gruesa lombriz. Lo miró con curiosidad.

Sayed, señor —dijo señalándoselo al inspector.

Éste lo cogió y en seguida lo soltó con repugnancia. Era una lengua humana.

Abrió la boca del muerto y confirmó lo evidente. Éste era el hueco en el que aquella lengua había funcionado antes de que su dueño fuera degollado. Al parecer, había funcionado con demasiada frecuencia y aplicación. El inspector buscó con la mirada alguna otra señal. La encontró dibujada en la pared con lápiz de cera verde, al lado de una foto de calendario de la mezquita de Al Aqsa en Jerusalén: la media luna islámica. El inspector cerró el cuaderno y se puso en pie. Hacía tiempo que en Beirut había pasado de moda la investigación de asesinatos. La idea de tratar de investigar los derramamientos de sangre causados en la ciudad por los fanáticos chiitas no inspiraba el menor entusiasmo a los pocos funcionarios de policía que quedaban en la ciudad.

—Llenad los formularios —ordenó a los dos policías— y decidle a esa mujer que lo prepare para llevarlo a enterrar. A ver si así se calla.

BERLÍN ESTE

Bajo las alas del reactor TU5 de Interflug, Abu Said Dajani vio la línea serpenteante del Muro de Berlín que cruzaba el corazón de la ciudad como una cicatriz blanca. Luego, cuando el piloto del vuelo 104 de Interflug viraba para descender hacia el aeropuerto de Schoenfeld en Berlín Este, apareció la zona occidental de Mariendorf en el campo visual de Dajani.

¡Qué distintos, Este y Oeste! Pensaba que el socialismo tenía una geometría exacta y precisa, en la que todo estaba perfectamente alineado y dispuesto, en formas simétricas y nítidas. Allá abajo, en el Berlín Este, no cabía ni la pirueta ideológica ni un trazado heterodoxo. Del mismo modo que la Naturaleza rechaza el vacío, así el socialismo, por lo visto, rechazaba la forma espontánea.

Por naturaleza y preferencia, Dajani se inclinaba por las formas occidentales, menos rígidas. Al fin y al cabo, él era árabe. Su conversión al marxismo-leninismo no se produjo por el anhelo ferviente de cambiar el destino de la humanidad sino porque, a raíz de la matanza del campo de refugiados de Chatila, en 1982, comprendió que el destino del mundo estaba regido por el poder. Sólo un poder se hallaba inequívocamente comprometido en la ayuda a su pueblo y él, a su vez, se comprometió personal e irrenunciablemente a servir a aquel poder.

Dajani soportó con los demás pasajeros los lentos y enojosos trámites de inmigración y aduanas de Berlín Este. No pudo servirse de su condición de comandante del KGB para abreviar, ya que viajaba con identidad falsa. Recogió la maleta y salió a la parada de taxis. Por algún pequeño milagro había, efectivamente, un taxi en la parada. Dio al taxista unas señas situadas a tres manzanas de distancia de su verdadero punto de destino y se recostó en el asiento. En aquel momento, llegó a su olfato el olor que él siempre asociaba con Berlín Este. Era el olor ligeramente sulfuroso del humo de carbón que todavía constituía el combustible básico de las industrias de la República Democrática Alemana.

El palestino conocía bien la Alemania Oriental, pero conocía mejor la Occidental y la prefería. Había estado en ésta a finales de los años sesenta, con la misión de cazar talentos para Abu Nidal entre los muchos palestinos que allí estudiaban. Su cosecha fue prodigiosa: casi cincuenta candidatos, elegidos uno a uno, para los campos secretos de entrenamiento de la OLP en Argelia. ¿Cuántos vivirían aún?, se preguntaba Dajani. ¿Diez? ¿Menos?

Esperó a que el taxi se perdiera de vista antes de encaminarse hacia el complejo del KGB en Treptow. El complejo era territorio estrictamente ruso. Dentro de sus muros no había ni un solo alemán oriental, ni entre las encargadas de la limpieza. El centinela de la entrada, vestido de paisano, miró a Dajani con instantánea y feroz hostilidad. Éste se preguntó si sería racismo o la hosquedad que el KGB procuraba insuflar a sus perros guardianes.

Cualquiera que fuera la causa, la hostilidad desapareció en cuanto Dajani se identificó.

—Estábamos esperándole —dijo y accionó la puerta del complejo, al mismo tiempo que avisaba de su llegada al cuartel general. Un coronel del KGB salió rápidamente a recibirlo. El oficial dejó solo a Dajani durante cuarenta y cinco minutos para descansar y asearse y después volvió a la habitación que le habían asignado.

—Iván Sergeivich me ha pedido que le presente sus afectuosos saludos —dijo—. Desea que al regresar a sus funciones habituales pase por el Centro para poder saludarle personalmente.

—Será un honor —declamó Dajani.

El coronel sacó un sobre del bolsillo y se lo dio.

—Aquí están sus instrucciones.

Después de leer rápidamente el papel, Dajani dijo:

—Esto supondría el fin de la distensión soviético-americana, si…

El coronel le atajó terminando la frase:

—… si llegara a descubrirse la menor prueba de nuestra intervención. Por ello Iván Sergeivich da tanta importancia a la seguridad. Los americanos nunca, bajo ningún concepto, deben tener motivos para sospechar que nosotros estamos involucrados en esto. Aparte, naturalmente —el coronel sonrió con simpatía—, de la paranoia habitual de la CIA, que ve nuestra mano detrás de cada petardo que se dispara en el mundo.

«Bien —pensó Dajani recordando las instrucciones—, pues éste sí que va a ser un buen petardo».

—El trabajo de información es excelente —observó.

—Servicio de Información Militar —explicó el coronel.

—No sabía que el ejército trabajara con nosotros.

—No. Ellos creen que trabajan para sus hermanos del Tercer Mundo.

—¿Está seguro de que la información es fidedigna?

—Absolutamente. Son teutónicos. Tienen un expediente completo de todas y cada una de las bases americanas en Alemania Occidental: entradas, salidas, sistemas de seguridad, cuántos centinelas hay en cada puesto de guardia, cuándo se relevan, cuáles son negligentes. Todo. Tienen copias de los documentos de identidad que usan los americanos, ya sean militares, civiles, familiares. Mapas de todas las bases.

—¿Cómo lo han conseguido?

—Cultivan a los subalternos, a los turcos, a los pakistaníes que recogen la basura y les hacen la limpieza. Además, tienen una red de prostitutas que actúan en los bares próximos a las bases. —El coronel movió la cabeza lentamente de derecha a izquierda. Los ingenuos soldados americanos. Unas cervezas, un poco de hierba, los dedos de una Fräulein entre las piernas y allá va toda la información que puede servir para hacerles picadillo, a ellos y a sus bases. Afortunadamente, éste no era un problema que tuviera el Ejército Rojo en Europa del Este: los soldados casi nunca salían del cuartel—. Tenemos un contacto del Ejército Rojo en Berlín Oeste esperando a su comando. Ellos les darán las instrucciones de última hora antes del golpe.

—¿Y cuál es ese acto durante el que tenemos que actuar?

Dajani sabía poco acerca de las costumbres americanas, aparte de lo que había podido captar viendo de vez en cuando Dallas y Dinastía.

—Es uno de los tres acontecimientos sociales más importantes del año.

—Entonces, ¿no estarán alerta sus servicios de seguridad?

—Nuestro servicio de información militar lleva un año vigilando el lugar. Está siempre abierto. Cualquiera puede entrar y salir sin la menor comprobación.

—Parece increíble.

—Y lo es. Pero es la verdad, se lo aseguro. Sólo ponen controles cuando reciben información de que hay un comando terrorista en la zona. Y, puesto que su comando no saldrá de Berlín Este hasta la mañana del ataque, no creo que reciban el aviso. Desde luego, los miembros de su comando tendrán que parecer soldados americanos.

—¿Les daremos uniformes?

—Quizá. Todavía no está decidido. Los americanos no llevan uniforme el sábado por la noche, a no ser que estén de guardia. Y, evidentemente, en el lugar al que irá su comando, no habrá gente de guardia.

Dajani fue a leer otra vez las instrucciones, pero el coronel le interrumpió.

—Quiero recalcar lo importante que es la sincronización. Está ideada para que su comando tenga tiempo de poner el coche bomba en el lugar ocupado por el coche de fuga, llegar al aeropuerto de Frankfurt con tiempo para tomar el último avión de Berlín, pasar por el aeropuerto de Tegel y estar aquí de regreso antes de que los americanos tengan tiempo de reaccionar.

—¿Y si pierden el avión?

—Van en coche a Francia. Tienen que salir rápidamente de Alemania. Pero no deben perderlo. —El coronel recalcaba las sílabas—. Tienen que regresar aquí para que podamos estar seguros de que no hablarán.

—¿Qué explosivos usaremos?

Semtex.

Semtex es un explosivo de plástico muy eficaz y efectivo fabricado en Checoslovaquia y suministrado por la URSS en grandes cantidades a Libia, Siria y los grupos terroristas del Líbano. Era el explosivo preferido de los terroristas árabes e iraníes que operaban en Europa Occidental, el explosivo que había hecho estallar el avión de la Pan Am sobre Escocia.

—¿Hay existencias disponibles en Berlín Oeste?

—No. Usted tendrá que hacérselo llegar.

—¡Yo! —La voz de Dajani, habitualmente tan grave, se hizo casi plañidera, alzándose uno o dos octavos—. ¿Piensan que voy a entrar en Berlín Oeste con una maleta de plástico en cada mano?

Había cierta nota de desdén en la risa del coronel.

—Claro que no. Aunque podría asegurarle que, en ese caso, nadie le detendría. Disponemos de un medio absolutamente seguro para que usted pase el explosivo al comando. Lo importante es que uno de sus hombres esté perfectamente cualificado para manejar plástico. Tendrá que cargar el coche y poner los temporizadores sin hacer saltar por los aires a todo el barrio. ¿Dispone de alguien que pueda hacerlo?

—Se me ordenó que tuviera a alguien, coronel, y lo tengo.

—Será mejor que sea bueno. Los sirios nos armaron un buen lío en dos ocasiones. La primera, ni siquiera fueron capaces de montar una sencilla bomba de maleta y tuvieron que venir desde Berlín Oeste dos veces a pedirnos ayuda. La otra, conectaron seis de nuestros morteros M82 en el maletero de un coche que querían hacer explotar en Tempelhof, el aeropuerto americano. Estaban conectados a un aparato electrónico de control remoto tan primitivo que la bomba fue activada por un individuo que estaba abriendo la puerta del garaje en el momento en que ellos pasaban camino del aeropuerto.

En la respuesta de Dajani no había la menor afabilidad ni el mínimo respeto. No le gustaba el tono paternal ni la alusión indirecta de aquel hombre a lo que en los círculos del espionaje se conocía por «el factor Abdul», la seguridad de que, en un momento dado, los árabes siempre tienen que meter la pata.

—Mi hombre podría volar la mitad de este complejo con un coche de juguete —respondió—. Él cargó el camión que hizo saltar la Embajada americana en Beirut. Ha hecho dieciséis coches bomba. No hay nadie, ni ruso, ni israelí, ni alemán, tan hábil como él. Créame, él les ofrecerá un espectáculo de luz y sonido que ni ustedes ni los americanos olvidarán fácilmente.

BEIRUT

Cuarenta y ocho horas después de que se hallara el cadáver de Abu Daud Sinho, el Artista, en su tienda de material fotográfico de la calle Sadat de Beirut, una copia del lacónico informe de la policía sobre las circunstancias de su muerte reposaba encima de la mesa de Ray Reid, delegado de la CIA en la Embajada provisional de Estados Unidos en Beirut Este. Desde luego hacía tiempo que la Sureté Libanesa conocía la índole de las actividades del Artista como falsificador de documentos para los distintos grupos terroristas que operaban desde la capital libanesa. Ahora bien, dado el carácter de sus amigos y protectores en la ciudad, a los altos funcionarios de la Sureté les pareció poco político interrumpir su trabajo. Uno de ellos pasó el informe de su muerte a Reid por puro trámite. Era la clase de acto que justificaba la prima mensual que le pagaba la Agencia.

Reid se sintió profundamente disgustado por el asesinato de Sinho. Él no conocía al anciano, ni siquiera le había visto. El Artista era un colaborador heredado de su predecesor y sus contactos se habían organizado por medio de terceros, como el dueño de la tienda de recuerdos. A pesar de todo, había sido una valiosísima fuente de información. Gracias a los informes que había pasado a la CIA, al menos cinco operaciones terroristas contra objetivos americanos e israelíes en Europa Occidental habían podido abortarse. Sustituirlo sería difícil, si no imposible.

Reid cablegrafió inmediatamente la noticia al DDO, el Director Delegado de Operaciones, encargado de las estaciones y actividades encubiertas de la Agencia en el extranjero. El DDO pensó en informar a la Rama 40 del Mossad, la unidad de espionaje israelí que se encargaba del terrorismo, pero no lo hizo. Prefería que los contratiempos de la CIA no trascendieran. En vista de la pérdida del Artista, no obstante, envió un comunicado al Grupo Permanente Antiterrorista que agrupaba a representantes de la CIA, el MI5 británico, el BND de Alemania Occidental, la Rama 40 israelí y el DGES de Francia, en el que se ponía de relieve la importancia de la última información facilitada a la Agencia por el Artista: la identidad y número de pasaporte de los cuatro miembros de la Hezbollah a los que había proporcionado aquellos 789 marroquíes.

Said Dajani y el coronel se habían citado en el inicio del paseo Unter den Linden, al sur de la Puerta de Brandeburgo. El lugar era conveniente porque estaba sólo a un par de minutos a pie desde la Embajada soviética, en la que el coronel tenía que recoger los cuatro pasaportes marroquíes del comando de Dajani. El palestino llegó a la cita con diez minutos de antelación. No tenía intención de dar pie al coronel para aludir ni remotamente al «factor Abdul».

Dajani no era un estudioso de la historia, pero resultaba imposible ser insensible al especial significado del suelo que pisaba, mientras esperaba al coronel. Delante de él estaban los arcos triunfales de la Puerta de Brandeburgo, con sus arcos barrados con alambre de espino, como si los nuevos amos de la Alemania Oriental temieran que de aquellas piedras muertas pudiera seguir emanando alguna sustancia o radiación evocadora del pasado militarista de Alemania. A su izquierda había una larga franja de terreno vacío de una manzana de ancho, nada más que hierba rala y algún que otro cascote proveniente de alguna excavación abandonada. Sin embargo, en aquel mismo suelo se había construido el bunker de Hitler. Nada quedaba, ni un rótulo, ni una ruina, ni una inscripción borrosa que pudiera recordar a los transeúntes como Dajani la sangrienta tiranía que se había ejercido desde estos pocos metros cuadrados de tierra.

Dajani paseaba por la Wilhelm Strasse más arriba de la Embajada soviética, buscando con la mirada al coronel. Sólo unos cuantos coches circulaban por la T en la que Unter den Linden arranca de la Wilhelm Strasse. Dajani se dijo que a buen seguro había más tráfico circulando por allí en septiembre de 1939 que ahora, medio siglo después. ¿En cuántos lugares del mundo se podía decir esto?

Dajani vio al coronel salir a la Wilhelm Strasse con un cigarrillo entre los labios y la cabeza baja, mirando la acera con la intensidad con que un matemático estudia una fórmula que se le resiste. Levantó la mirada, vio a Dajani y acomodó su paso al de éste. El libanés notó que le ponía un paquete en la mano.

—Todos tienen visado de estudiante para Berlín Este en la página cuatro —dijo—. Si les paran, no tienen más que enseñarlos. Que digan que han venido de paseo.

Dajani sabía que la ciudad dividida era un conglomerado de anomalías como ésta que permitían a un árabe, o a cualquiera que estuviera estudiando en Berlín Este, entrar en la Alemania Occidental sin necesidad de mostrar la documentación. En su empecinada negativa a reconocer la división de la ciudad, los aliados y los alemanes occidentales la habían convertido en el paraíso terrenal de los agentes clandestinos como Dajani.

—¿Cuándo los traerá? —preguntó el coronel.

—En cuanto les dé los pasaportes. Los he dividido en dos grupos. Les he dicho que se escondan uno en Kreuzberg y el otro en Wedding. Uno comprará el coche de fuga y el otro el coche que cargaremos con el explosivo.

—Bien —dijo el coronel.

—Les he ordenado que lleven uno de los coches a Frankfurt para reconocer el terreno y familiarizarse con la zona.

—Excelente. Les entregaremos el plástico a su regreso. A propósito, ¿hablan alemán?

—Lo habla uno de cada equipo. Lo suficiente para defenderse.

—Usted no vaya hasta que no sea indispensable —le advirtió el coronel—. Manténgase en segundo plano. Recuerde, el caso no debe ser relacionado con nosotros.

—Comprendido. —Había funcionarios del KGB, como el rezident en Damasco, que con tres frases clave te transmitían media hora de información. Y los había que, como este coronel, por ejemplo, pensaban que tenían que repetir cada idea por lo menos tres veces. «A no ser, claro está— pensó Dajani, —que esté tratando de suplir mis cortos alcances de palestino».

El coronel saludó con un movimiento de cabeza, dio media vuelta y se alejó Wilhelm Strasse arriba. Dajani bajó por Unter den Linden hasta la Alexander Platz y subió a un tranvía para ir a la plaza de Rosa Luxemburg.

A medida que fueron llegando los cuatro hombres de su comando, Dajani los acompañó desde el aeropuerto a un piso franco del KGB, situado en una calle adyacente a la plaza que llevaba el nombre de la famosa revolucionaria. Ahora le esperaban en el café situado en la planta baja del edificio, casi tan sórdido y triste como el piso franco. La luz llegaba en tonos grises y las sillas y mesas eran anticuadas. Había tanto humo de tabaco que daba la impresión de que se podía cortar el aire con la mano, como si fuera algodón. El camarero se acercó a tomar nota. Otra anomalía de Berlín, en este pringoso café comunista, con clientela de jersey y mangas de camisa, el camarero llevaba esmoquin y cuello de pajarita.

Dajani tomó un sorbo de cerveza y pasó los pasaportes a sus hombres por debajo de la mesa. Había repasado con ellos hasta la saciedad todos los detalles de la misión. Eran bastante capaces, aunque tal vez no los modelos de disciplina que había descrito al coronel. Alí Nasredin, el especialista en explosivos, era un verdadero fanático, un individuo frío y desalmado que sólo vivía para hacer saltar a la gente con la eficacia del robot de una cadena de montaje. Otros dos miembros del comando, Alí Kazemi y Saied Hakim, habían entrado y salido varias veces de Europa Occidental traficando con drogas en pequeña escala, antes de convertirse en pistoleros de la Hezbollah. Los traficantes de drogas, al igual que los terroristas, tenían que acostumbrarse a vivir al margen de la sociedad. Eran hombres que sabían moverse sin papeles, sin dejar huella de su paso. Husain Ansari, el cuarto hombre, era el más joven y menos experimentado de los reclutas de Dajani. Estaba allí porque había estudiado en la Universidad Libre de Berlín Oeste y hablaba un alemán impecable. Dajani le había puesto de compañero de uno de los traficantes y al de los explosivos, del otro. Pensó que sería preferible separar a los traficantes.

—Vosotros dos iréis delante —dijo dirigiéndose a Kazemi—. Los otros os seguirán al cabo de media hora. —Levantó la jarra—. Venganza —agregó.

«Venganza» era el nombre que había dado al comando. En el valle de la Bekaa todo ha de tener nombre.

Sus cuatro hombres levantaron los vasos. Dos de ellos, en atención a los preceptos del Islam, bebían limonada.

—Venganza —dijeron.

WASHINGTON, DC

Hay individuos que pasan el sábado por la mañana lavando el coche o siguiendo a la esposa por el supermercado llevando la compra o acompañando al niño al campo de béisbol. «Tíos con suerte» pensaba Chick O’Neill y su compañero, Denny Strong. Días de un trabajo aburrido y rutinario, pegados a los talones de los agentes del KGB en Washington, por encargo de la Unidad de Vigilancia del FBI en esta ciudad. Ahora mismo, estaban entregados a una actividad que consumía la mayor parte de su sábado: esperar sin hacer nada.

Su Plymouth propiedad del Gobierno se hallaba estacionado en el lado izquierdo de la avenida White Haven, esquina con Wisconsin, de manera que la silueta del coche quedaba escondida a la mirada de los conductores que bajaban por Wisconsin detrás de la mole de la iglesia de la Divina Ciencia. De este modo, ellos podían supervisar el tráfico que bajaba hacia Georgetown, y a los conductores que fueran por Wisconsin abajo les era casi imposible descubrirlos.

El sujeto que tenían asignado era Dmitri Yachvili, Antsy, funcionario del KGB que utilizaba como pantalla la sección de Asuntos Culturales de la Embajada. Conocían bien a Antsy. Durante dieciocho meses, había sido uno de sus habituales objetivos de fin de semana. La mayoría de los sábados a mediodía, Yachvili solía pasear por la zona de las avenidas Q y Connecticut. O’Neill le había puesto el mote de Antsy, Hormiguita, por su afición a merodear por los comercios —Discos Melody, Librería Kramer y el Centro de la Prensa Extranjera—, revolviendo entre la mercancía para, de vez en cuando, comprar un disco, un libro o un periódico francés. Y un par de veces le vieron entrar en la librería Lambda, frecuentada por homosexuales, lo cual les hizo sospechar que era gay. Esto, a los ojos de los dos agentes del FBI, era casi tan grave como ser agente de la conspiración comunista internacional. Por el momento, sin embargo, el puesto de vigilancia permanente situado frente a la puerta principal de la Embajada, en el número 2645 de Tunlaw Road, no había avistado el Honda azul celeste de Antsy. O’Neill y Strong, instalados en el asiento delantero de su coche, tratando de no fumar, aliviaban el aburrimiento con el tradicional pasatiempo de los policías de contar historias.

—¿Te he contado ya lo de aquel checo que todos los domingos iba a Bowie a apostar a los caballos y que no daba una?

—No.

—Era el número dos del espionaje checo. Pero, como apostador, era un paquete. Descubrimos algo muy gracioso, que se entendía con la mujer de su jefe. —O’Neill rió roncamente entre dientes al recordarlo—. Le escribimos una carta. Se la enviamos a la misma Embajada. ¿Qué creía que le diría el jefe cuando nosotros le contáramos que se tiraba a la señora? ¿Le parecía que ésa era la manera de hacer carrera en el espionaje checo? Naturalmente, le indicamos que había una manera de resolver el problema. —O’Neill se reía al recordar las tribulaciones del checo.

—Da gusto ver la gracia que te hacen tus propias historias —gruñó Strong.

—Bueno, pues el tío no sólo se vino con nosotros sino que la noche en que desertó entró en el cuarto de claves con un saco y empezó a meter libros de claves, mensajes y sabe Dios qué y luego saltó por una ventana, como un Papá Noel que baja por la chimenea.

—No follarás con la mujer del jefe, capullo. Ahí está la moraleja. Por lo menos con el viejo Hoover, los nuestros no tenían que preocuparse por ello, ¿verdad?

Antes de que O’Neill pudiera contestar, la radio crepitó. Desde su observatorio del séptimo piso de los apartamentos Tunlaw, situados frente a la gran verja negra de la Embajada, que se accionaba eléctricamente, el agente de guardia en el puesto de vigilancia permanente del FBI, acababa de divisar el Honda azul de Yachvili acercándose a la verja. Enfocó el coche con unos potentes prismáticos, desde una ventana en cuyo alféizar se alternaban las macetas y los ositos de peluche. Al parecer, con estos inocentes objetos se pretendía convencer a los rusos de que el FBI no estaba allí.

—Bonete Azul Tres Treinta y Nueve —susurró el agente de guardia al micrófono cuando el coche de Yachvili, después de pasar el control del KGB en la puerta, enfiló Tunlaw en dirección a la calle Treinta y nueve.

A una manzana de la Embajada, un primer coche de seguimiento del FBI empezó a subir por la plaza Davis hacia Tunlaw. Cuando el Honda del hombre del KGB pasó por el cruce, los dos agentes aceleraron hacia la esquina para iniciar la primera fase de la vigilancia. Yachvili dobló por la Treinta y nueve y siguió por Wisconsin en dirección a Georgetown.

—Ameche —anunció el conductor del primer coche por radio.

Ello indicó a O’Neill y a Strong que Yachvili se dirigía hacia su demarcación. Avistaron el coche que bajaba por Wisconsin y se metieron en el tráfico dos coches detrás del de seguimiento, con una maniobra que sólo un hombre del KGB muy avispado hubiera podido detectar. En la calle P, Yachvili dobló hacia la derecha. El primer coche de seguimiento se desvió, dejando la vigilancia a O’Neill y Strong. El ruso cruzó la periferia de Georgetown en dirección a Connecticut.

—Otra vez a ver a los yuppies —comentó O’Neill. Siguieron al agente del KGB hasta que éste encontró un hueco en un aparcamiento con parquímetro en la Diecinueve—. Vete tras él mientras yo aparco.

Antsy vestía tejanos y un jersey de gruesa lana blanca con franjas en zigzag marrones y negras, y llevaba en la mano una gran bolsa de plástico Benetton verde y blanca. «Con un jersey como ése, puedes distinguir a un individuo a la legua, aunque esté en medio de una multitud», pensó Strong deambulando detrás de él por las aceras llenas de compradores de fin de semana.

Durante una hora, Antsy observó su rutina semanal, entrando aquí, revolviendo allá, repasando los periódicos extranjeros en la tienda de Connecticut esquina Q. Los dos agentes se turnaban en la vigilancia, comunicándose por medio de los micros instalados en el botón del cuello de la camisa. Finalmente, Antsy entró en una de sus tiendas favoritas, la Librería Kramer, que daba a dos calles: a Connecticut, por la puerta de la tienda propiamente dicha, y a la Diecinueve, por la del restaurante Afterwards que formaba parte de la librería. Las dos puertas del local eran un grave inconveniente para los dos hombres del FBI encargados de vigilar a Antsy.

O’Neill se apostó al otro lado de Connecticut, junto al Teatro Janus. El jersey blanco, marrón y negro de Antsy se divisaba claramente a través de los escaparates mientras recorría los mostradores de Kramer con desesperante lentitud. Por fin, después de media hora, eligió varios libros y se fue hacia la caja.

—Sale por tu lado, Denny —anunció O’Neill.

Transcurrieron cinco minutos. Antsy no apareció por ninguna de las dos puertas.

—¿Dónde puñetas se ha metido? —susurró O’Neill al micro.

—Habrá ido al retrete —dijo Strong.

—Voy a entrar —decidió O’Neill.

—Espera, hostia, que te calará a la primera. —Apenas acababa de hablar, Strong vio a su hombre avanzar por entre las mesas del restaurante, ocupadas por la multitud del sábado, en dirección a la salida de la calle Diecinueve—. Ahí está —susurró con profundo alivio—. Ya lo tenemos otra vez.

Antsy cruzó el umbral y miró la terraza del Afterwards. Todas las mesas estaban llenas. Pareció titubear un momento, dudando quizá entre quedarse o subir hasta el restaurante mexicano Café Real. El sábado solía almorzar en uno de los dos sitios.

—¿Qué, Antsy, por cuál te decides? —gruñó Strong—. ¿El «manito» o la cocina tradicional americana?

Un cliente que llamaba al camarero agitando la nota y un billete de veinte dólares ayudó a Antsy a decidirse. El hombre del KGB se acercó a la mesa del extremo, bajo una sombrilla roja, y se sentó en cuanto el cliente anterior se levantó. Dejó en el suelo la bolsa de la librería, sacó una de sus compras y se puso a leer, a la luz cálida del sol otoñal.

—Espero que no tengas mucha hambre, Chickie —susurró Strong—. Lo tendremos aquí durante una hora por lo menos.

Cuarenta y cinco minutos después, enfrascado en el libro, Antsy terminó por fin su ensalada de aguacates y llamó al camarero.

—Preparado, Chickie —dijo Strong—. Me parece que pide la cuenta.

Dos minutos después, Strong vio cómo el camarero volvía a salir.

—¡Puta mierda! —gruñó Strong al ver lo que llevaba el camarero—. ¿No te digo? ¡El tío ha pedido pastel de nueces y chocolate!

—No tiene vergüenza —respondió O’Neill desde su puesto de la avenida Connecticut. Hacía ya una hora que su estómago protestaba de impaciencia—. ¿Es que no sabe todas las calorías que lleva eso?

Antsy tardó sus buenos diez minutos en tomarse el pastel. Cuando terminó, volvió a llamar al camarero. Esta vez, éste le llevó una taza de café. Antsy le dijo unas palabras, luego dejó el libro abierto boca abajo en la mesa y se levantó.

A través de la ventana del café, Strong pudo seguir con la mirada a Antsy que, sorteando las mesas del comedor, se dirigía al aseo de caballeros, situado al lado de la cocina, fuera de su campo visual.

—Otra vez al retrete —susurró.

O’Neill, atento, vigiló estrechamente la puerta de la avenida Connecticut. Transcurrieron cinco minutos sin que Antsy apareciera.

—¿Dónde puñetas se ha metido? —dijo Strong—. ¿Nada por ahí?

—Por aquí sólo han salido dos chicas y un fulano con gabardina y sombrero de fieltro. A lo mejor padece de próstata —bromeó O’Neill desde la avenida Connecticut.

Otros cinco minutos, y Antsy no salía. En la voz de los agentes ya no se advertía ninguna nota de humor.

—Voy a entrar a ver, Danny —dijo O’Neill.

—Conforme —respondió su compañero—. Nos encontraremos en la puerta de la calle Diecinueve.

Menos de un minuto después, los dos agentes se encontraban en la mesa de Antsy, en la que seguía intacto el cappuccino al lado de la última novela de Tom Clancy.

—¡El muy cabrito se ha largado! —siseó O’Neill con rabia.

—¿Estás seguro?

O’Neill agitó la bolsa Benetton verde y blanca que traía a la espalda.

—La llevaba toda la mañana, ¿no te has fijado? Pero no cuando salió a almorzar. La he encontrado en el contenedor del aseo. El muy capullo la metió la primera vez que entró. Dentro tenía la ropa para despistarnos. ¡Era el de la gabardina y el sombrero!

Kazemi y Ansari, el ex estudiante de la Universidad Libre de Berlín, fueron los primeros miembros del comando de Said Dajani que cruzaron a Berlín Oeste. Ansari condujo a su compañero por los controles de la zona oriental hasta el andén del tren de la calle Friedrich. A lo largo del andén, a un metro del borde, habían pintado una raya blanca. Cuando el tren entró en la estación procedente de las cocheras de Berlín Este, guardias uniformados de la zona oriental con metralleta se apostaron cada cien metros, junto a la línea blanca, para retener a la cincuentena de pasajeros de la zona occidental que había tomado el tren a la ida para poder sentarse. Mientras los occidentales los miraban con desprecio, los guardias fronterizos registraron el tren en busca de fugitivos. Patrullas provistas de escaleras de mano abrían todas las ventanillas de los lavabos para mirar el interior y hombres con espejos escudriñaban entre las ruedas por si algún loco hubiera pretendido huir del paraíso obrero de la Alemania Democrática. El silbato de un guardia fronterizo señaló que el tren había sido revisado y los dos libaneses subieron a él.

Los trenes que salen de la estación de la calle Friedrich atraviesan Berlín Oeste, la Alemania Oriental, la Occidental y siguen viaje a París, Zúrich, Amsterdam y Bruselas. Ansari dijo a su compañero que pararían dos veces en Berlín Oeste, en Zoo y en Wannersee, para tomar pasajeros. Pero las autoridades de la Alemania Occidental no se molestaron en hacer control alguno hasta que el tren salió de Wannersee y fue cerrado para la travesía de la Alemania Oriental.

A los pocos minutos, el tren llegó a la estación del Zoo. Los dos terroristas se apearon y bajaron a la estación del metro para dirigirse a su punto de destino, Kreuzberg, barrio obrero antes de la guerra que ahora albergaba a la mayoría de los inmigrantes de Berlín Oeste: turcos, iraníes y árabes.

Cuando ellos llegaban a Kreuzberg, sus dos compañeros pasaban los controles de la calle Friedrich. Éstos no tuvieron más dificultades con los guardias fronterizos que los terroristas que les habían precedido. Los guardias fronterizos sólo se interesaban por los alemanes orientales. Los dos hombres bajaron al andén más profundo del metro, el que Valentín Tobulko del KGB había utilizado para pasar al Oeste. Pero ellos tomaron el ramal que se dirigía hacia el norte, a Wedding y el Sector Francés de Berlín Oeste. Las viejas estaciones de Berlín Este estaban cerradas; grises y muertas, eran cavernas cubiertas de polvo y mugre. Por sus sombríos pasillos patrullaban los Grenztruppen[3] armados para impedir que algún fugitivo tratara de saltar al tren. Entrar en la primera estación de Berlín Oeste, iluminada y animada, fue como salir de un cine oscuro al sol de la media tarde.

Dajani les había enviado a Wedding, el «Wedding Rojo» del Berlín de los años veinte, baluarte del nacionalsocialismo. El barrio apenas había sido bombardeado por los aliados y seguía siendo una zona obrera de clase media baja. Saied, el ex traficante de drogas, tenía una idea mejor. Le habían dado una dirección de la calle Residenz, una zona más próspera, al sur de Wedding.

La casa que buscaba era el número cincuenta, la Pizzería Capri. Los dos libaneses entraron y pidieron un espresso en la barra. El local era pequeño y limpio, y estaba decorado con motivos marineros, un par de caparazones de langosta sobre la pared, una red de pesca colgada del techo y numerosas postales enviadas al dueño del local desde climas más soleados, pegadas en todos los huecos.

—¿Giuseppe? —preguntó Saied.

El hombre que estaba en la barra asintió.

—Mi hermano Abu Jalifa le envía saludos.

La noticia no pareció trastornar de alegría a Giuseppe, que gruñó frotando la ya reluciente cafetera.

—Buscamos alojamiento para unos días —prosiguió Saied—. ¿Sabe si hay algo por aquí?

Giuseppe siguió acariciando la cafetera con el cariño con que una anciana acariciaría a su gato. Finalmente, señaló con el dedo un edificio de ladrillo y estuco de cuatro pisos, que se veía por la ventana del café al otro lado de la calle Residenz.

—Pregunten al portero —dijo—. Pueden decirle que van de mi parte.

Los dos hombres terminaron el espresso y pagaron.

Ciao —dijo Saied.

Maaq’Salaam, adiós. Recuerdos a Abu Jalifa —respondió Giuseppe con perfecto acento árabe.

Cuando cruzaban la doble calzada, Saied observó con interés la sauna Moonlight de la esquina. En el solar de al lado se vendían coches usados. Su instinto le había traído al lugar preciso. En aquel barrio no faltaba de nada.

Precedió a su compañero por el portal de la casa 97/98, que era lo bastante amplio como para dar paso a una carroza de cuatro caballos, y se dirigió a la portería. El portero los llevó por una escalera trasera hasta un apartamento del tercer piso formado por una sala, dos dormitorios, una cocina, limpia pero rudimentaria, y un cuarto de baño.

—Quinientos marcos al mes —dijo el portero—. Dos meses por adelantado más uno de depósito.

Saied miró a su compañero y los dos hombres intercambiaron unas frases en árabe.

—De acuerdo —dijo y contó quince billetes de cien marcos que entregó al portero.

Minutos después, el hombre volvía con un formulario.

—Tienen que rellenar estas hojas y entregarlas en la policía del Landes Einwohner Amt, la oficina de censo —les explicó—. Es la ley.

Saied asintió muy serio. Aseguró al portero que inmediatamente se ocuparían de ello. Cuando el hombre se fue, Saied propuso hacer una visita al vecino comercio de venta de coches usados. Los coches estaban alineados al aire libre. Los examinaron uno a uno y por fin se decidieron por un Opel 1987 con cuarenta y siete mil kilómetros, que se ofrecía por 9500 marcos. Saied advirtió que la chapa del impuesto de circulación no caducaba hasta dentro de cuatro meses.

Consiguió que le rebajaran el precio a 9250 marcos y cerró el trato. El vendedor rellenó un formulario de pedido con el pasaporte de Saied. Luego, cobró los 9250 marcos en efectivo más ciento ochenta por dos meses de matrícula y seguro, lo cual les permitiría circular hasta que pusieran el coche a su nombre.

El trabajo del día le resultó a Saied bastante satisfactorio. Dajani había dado a cada equipo quince mil marcos para el coche y cinco mil para el apartamento. Las transacciones les dejaban un beneficio de casi diez mil marcos. ¿Por qué devolvérselos a Dajani? O ¿por qué compartirlos con su compañero, el dinamitero? A ése sólo le interesaba hacer volar en pedazos a la gente. Saied, por el contrario, sabía invertir los beneficios de una buena operación. Después de despedirse del dinamitero, se encaminó hacia la sauna Moonlight, a gozar de la recompensa de un día de trabajo bien aprovechado.

Al otro lado de Berlín Oeste, en Kreuzberg, el día también había sido afortunado para los otros dos miembros del comando. Kreuzberg significa «Montaña de la Cruz», ironía que pocos de los vecinos musulmanes del barrio comprendían o apreciaban. Las inscripciones pintadas con spray en las paredes de las casas estilo Bismarck, «Yankees Aus raus», —«Fuera Yanquis»—, hacían que los dos terroristas se sintieran como en casa. También ellos entraron en un café para buscar alojamiento, el Samsun Donner Kebab de la calle Oranien. Resultó que el propietario era primo del dueño de la casa número 82 de la calle Adalbert, muy próxima al café, de modo que antes de dos horas Kazemi y Ansari se habían instalado ya en un apartamento de la planta baja. Nadie les habló de llenar formularios para registrar oficialmente su presencia en el edificio. Los requisitos oficiales no son observados con gran escrupulosidad en Kreuzberg, barrio que, entre otras distinciones, ostenta el más alto índice de criminalidad de todo Berlín.

Para conseguir el coche, Ansari llevó a su cómplice a un cine al aire libre, en Mariendorf, que él había descubierto en sus días de estudiante. Durante el día, el lugar hacía las veces de mercadillo de automóviles. Media docena de vendedores estaban puestos en fila, ante los respectivos vehículos y un cartel con el precio colgado en el parabrisas. Los compradores examinaron los coches y, después del regateo habitual, se quedaron por 8700 marcos con un Ford Granada 1986, cuya chapa de circulación no caducaba hasta dentro de tres meses. El vendedor contó el dinero encima del capó, firmó los papeles a nombre de Kazemi y les entregó las llaves. Éste fue todo el proceso. El coche era suyo.

Después, de regreso al apartamento, Kazemi decidió concederse un pequeño relax. Salió a la calle y, guiado por su olfato para estas cosas, consiguió lo que buscaba en menos de veinte minutos: un buen terrón de hachís nepalí, del fuerte.

WASHINGTON, DC

Nunca se debe ir a una cita organizada por otro sin reconocer bien el terreno, para asegurarse de que no está vigilado ni se trata de una trampa. En los cementerios de todo el mundo hay agentes que olvidaron esta máxima. Por ello, en aquella primera cita de su carrera, la capitán Dulia Vaninia se propuso aplicar rigurosamente los procedimientos del KGB. Llegó al aparcamiento situado enfrente del restaurante China Paradise de Tyson’s Corner, una hora antes de las 18.30 indicadas en la postal de Aix-en-Provence.

Aparcó su Toyota gris delante de una lavandería situada a unos cincuenta metros del toldo azul y blanco del restaurante y perpendicular a él. Entró en la lavandería con un saco de ropa, buscó una lavadora libre y, cuando la máquina se puso en marcha, tomó un ejemplar del Cosmopolitan y se sentó en una especie de salita, junto a la ventana. Fingió concentrarse en la lectura de un artículo que formulaba una pregunta candente: «La cortesía del condón, ¿tuya o de él?», tema que, por desgracia, no había tenido muchas ocasiones de tratar en los tres años y medio que llevaba viviendo ilegalmente en Estados Unidos. En realidad, su atención se dirigía a la zona situada delante del China Paradise. Desde su observatorio dominaba todo el aparcamiento y podía descubrir cualquier indicio de vigilancia sin despertar sospechas.

Durante cincuenta minutos observó el lugar, recargando la lavadora a intervalos. Tres años y medio, pensaba. Durante tres años y medio, había vivido en lo que había llegado a convertirse en un refugio cálido y seguro, la personalidad de la mujer creada por ella: Nina Wolfe. Durante los seis primeros meses, hubo momentos de pánico y ansiedad, luego se sintió cómoda y libre. Ahora, dentro de unos momentos, tendría que abrir la puerta de una furgoneta, subir a ella y marcharse. Al hacerlo, ponía en peligro su disfraz y quizá también su refugio. Ya no podría volver a escudarse con seguridad en la personalidad de Nina Wolfe.

«Basta», se dijo. Vigilar. Estudiar. Comprobar. Poco después de las seis y cuarto, vio entrar en el pequeño aparcamiento una furgoneta beige. Advirtió el titubeo del conductor al buscar un hueco para aparcar. Pasó lentamente por delante del China Paradise y de una plaza vacía. Ella miraba detrás de la furgoneta, buscando una señal delatora de que alguien la seguía.

El conductor, después de dar la vuelta completa al aparcamiento, dejó la furgoneta en un sitio libre, al otro lado del toldo azul y blanco del restaurante. Sin hacer ningún esfuerzo aparente por examinar sus alrededores, el hombre se apeó, se quitó la gabardina y el sombrero, los dejó en el asiento trasero y se alejó. La capitán Vaninia siguió con la mirada su jersey blanco, con una franja en zigzag marrón y negra hasta que se perdió de vista, todavía buscando indicios de alguna vigilancia. No descubrió nada.

Esperó diez minutos, hasta que la última carga de la colada estuvo seca, y volvió a su Toyota; dio la vuelta a la manzana y aparcó. «Ahora», pensó. Una aspiración lenta y profunda para aliviar la tensión. Abrir la puerta. Retroceder hasta la esquina con despreocupación. ¿Habría un agente del FBI vigilando la furgoneta desde alguna ventana de la plaza? Si así era, mejor no pensar en él.

Llegó ante la furgoneta. Extendió la mano, abrió la puerta y subió. El pánico la asaltó con la violencia de un puñetazo en el estómago. No había llaves. ¿Dónde estaban las llaves? Era una trampa. «Espera —se dijo—. Calma». ¿Debajo del asiento? Palpó con la mano la alfombrilla de goma. Allí estaban.

Miró al asiento trasero, donde el correo había tirado la gabardina. Vio el bulto de una maleta debajo. Con mucha precaución, comprendiendo que no era el momento de rayar un guardabarros ni de saltarse un semáforo, puso en marcha el coche.

Desde que el hombre del KGB burlara su vigilancia, Chick O’Neill y Denny Strong hacían lo único que podían hacer: mantener el coche bajo observación, esperando el regreso de su conductor. Strong lo había «señalado» colocando debajo del guardabarros un transmisor del tamaño de un botón que emitía una señal de radio continua. Ello facilitaría la tarea de seguir a Antsy cuando volviera de donde hubiera ido, a no ser, como había señalado O’Neill, que regresara directamente a la Embajada, porque seguirle hasta allí no supondría un gran problema.

—¡Ahí viene! —susurró Strong, poco después de las seis y media desde su puesto de la calle Diecinueve—. Acaba de doblar la esquina. Viene con el jersey. Habrá tirado la gabardina que usó para despistarnos. —Hizo una pausa—. Sí, va directamente al coche. ¡Por los clavos de Cristo!, Chickie, el cabronazo tiene una sonrisa como el culo de un elefante, en su cara de imbécil.

—¿Y por qué no? Hace semanas que nos descubrió. Lo de hoy lo habrá preparado durante meses.

—Bueno, Chickie, por lo menos tenemos una satisfacción.

O’Neill irguió el cuerpo con interés.

—El muy cabrito tiene dos multas de aparcamiento por haberse pasado de tiempo.

Nina Wolfe dio una palmada tranquilizadora en el hombro de la gorda jovencita a la que despedía en la puerta.

—Pon las cintas antes de dormirte y al despertarte por la mañana. Así se reforzará la sugestión poshipnótica que he tratado de implantar en tu subconsciente y te hará efecto cuando te quieras tomar un batido o un helado.

La muchacha miró a Nina con los ojos agradecidos del cocker spaniel que contempla un hueso.

—Vale, gracias, doctora. Espero que funcione. A mi amigo no le gustan las gordas.

—Doctora, no —dijo Nina firmemente abriendo la puerta del descansillo—; yo sólo soy una consejera.

La muchacha se fue y, cuando desapareció, un hombre salió de entre las sombras de la escalera. Era alto, con el pelo rubio cortado al estilo militar, los ojos azul pálido y la sonrisa inexpresiva del modelo masculino que anuncia un masaje para después del afeitado. «Un agente del FBI —pensó ella—. Me vigilaban. Me siguieron hasta aquí cuando recogí la furgoneta».

—¿La señorita Wolfe?

—Sí.

«Ten calma —se dijo—. Que no te delate el miedo».

—¿Puedo pasar un momento?

—¿No podría volver mañana? Iba a cerrar.

—Es urgente. Tengo que dejar el tabaco. Órdenes del médico. El corazón.

«Será mejor que hable con él —pensó ella—. Si es un agente, una negativa no haría más que empeorar las cosas». Condujo al hombre al despacho, le ofreció una butaca de orejas y se instaló detrás del escritorio sacando el cuestionario que rellenaba para los clientes que querían dejar el tabaco.

—Bien —dijo—, ¿cuántos cigarrillos fuma al día?

—Yo no fumo.

Ella levantó bruscamente la cabeza y le miró asustada y desconcertada.

—Tres veces maduraron las manzanas nuevas.

Ella se quedó con la mente en blanco. Le miró uno o dos segundos, con los labios entreabiertos como si se le hubiera obturado la nariz y tuviera que respirar por la boca. Desde que recibió la postal, había repetido mentalmente aquellas palabras infinidad de veces. Ahora, cuando las necesitaba, desaparecían por un agujero negro del cerebro, como el nombre de ese viejo amigo que nos encontramos de improviso al doblar una esquina.

—«Tres cosechas se recolectaron en los campos». —Pronunció el verso de «La patria» de Vadim Strelchenko con tan evidente alivio que el visitante sonrió.

—Comandante Valentín Tobulko —dijo—. Felicidades, capitán, por la eficacia con que vigiló usted el lugar de la cita con la furgoneta. No ha olvidado lo que aprendió en Bykovo.

—Gracias, comandante. ¿Quiere tomar algo?

—¿Espera más visitas?

—No. Ésa era la última cliente.

—Bien. Durante los diez próximos días, vamos a trabajar juntos en una misión de gran importancia.

La capitán Dulia Vaninia se recostó en el respaldo de su sillón.

—Estoy a sus órdenes.

El hombre sacó del bolsillo un plano de Washington que extendió encima de la mesa.

—En primer lugar —dijo—, debe usted alquilar un pequeño apartamento amueblado para nosotros dos en este barrio. —Trazó con el índice un pequeño arco que iba desde la avenida Connecticut hasta la calle Trece, por New Hampshire—. Con teléfono. Pague en efectivo. Alquílelo para dos o tres meses. Diga que somos un matrimonio que trabaja en IBM y que hemos venido para hacer un cursillo de prácticas o algo parecido. ¿Supongo que dispone de dinero en efectivo?

—Sí, señor.

—Instálese en cuanto lo encuentre. Llévese el mínimo de enseres, para no dar la impresión de que se muda de casa. A sus clientes dígales que se va unos días.

—¿Y el coche?

—Déjelo. Daría una pista a la policía. Cuando tenga el apartamento, deje una carta dirigida a mí, Roy Banwell, en Lista de Correos de la oficina de Florida esquina con la calle T. Hasta que yo llegue, procure no salir del apartamento más que lo estrictamente indispensable. Llévese el Spetosk y los códigos, desde luego. ¿Hay aquí o en su casa algo que permita relacionarla con los órganos?

—Nada.

—De todos modos, antes de marcharse, cerciórese de ello. Si encuentra algo, destrúyalo.

—¿Punto de contacto de emergencia?

—La lavandería situada al lado del restaurante chino, el miércoles a las 14:30 y, en días sucesivos, una hora después. —El comandante extendió la mano—. Necesito las llaves de la furgoneta.

Ella las sacó del bolso.

—Y también la maleta que estaba en el asiento trasero. —Se levantó—. Procure haberse mudado el lunes a más tardar.

—Eso no da mucho tiempo.

Él se encogió de hombros y se fue hacia la puerta.

—Diga —dijo al abrirla—, ¿de verdad consigue que la gente deje de fumar?

El lunes veinticinco de octubre por la noche, Said Dajani ordenó a su comando de cuatro hombres que fueran a Wiesbaden en uno de los coches recién adquiridos. La finalidad de la orden era triple: quería que reconocieran el objetivo y se familiarizaran con las carreteras por las que circularían cinco días más tarde; quería que se convencieran de lo fácil que era cruzar la frontera por aquella ruta y, finalmente, lo más importante: tenía que entregarles los sesenta kilos de explosivos Semtex que utilizarían en el coche bomba cuando regresaran a Berlín por la Alemania Oriental.

Los cuatro salieron al amanecer del día siguiente. Tal como les habían dicho, no había controles para salir de Berlín Oeste. Al entrar en la Alemania Oriental, la policía fronteriza oriental les hizo parar y les pidió el pasaporte. Se lo devolvió con pases de tránsito que indicaban la hora y lugar de su entrada en la Alemania Democrática. Las consignas que afectaban al viaje eran simples. Debían permanecer en todo momento en la autopista designada como automovilistas en viaje. Podían detenerse para repostar, para comer y para ir al aseo, pero para nada más. La razón de aquella orden era sencilla: aquella misma autopista era utilizada por el tráfico civil normal de la Alemania Oriental. El tráfico oriental entraba y salía de la autopista por salidas normales, que sólo eran ocasionalmente vigiladas por la policía oriental. No querían que los occidentales las utilizaran para merodear por la Alemania Democrática, y uno de los controles clave del puesto de salida correspondía al tiempo que el automovilista occidental había invertido en el viaje. Si excedía del tiempo normal, debía dar una explicación satisfactoria por su bien.

El viaje por la Alemania Oriental fue lento y aburrido. A pesar de que el tráfico era escaso, viajaron a una velocidad regular de noventa kilómetros por hora. Dajani les había advertido que a la policía les encantaba poner multas por exceso de velocidad, que debían ser pagadas en el acto y en moneda dura. Pasando Eisenach entraron en Alemania Occidental. En la frontera, el guardia oriental examinó cuidadosamente los visados de tránsito y pasaportes, para comprobar su identidad, pero no registró el coche. Unos doscientos metros más allá, el guardia fronterizo de Alemania Occidental ni siquiera miró el coche.

Poco antes de mediodía, llegaron a la ciudad de Wiesbaden que se extiende sobre las colinas que forman la ribera norte del Rin. De acuerdo con las instrucciones, salieron de la autopista en Wiesbaden-Erbenheim y tomaron por la carretera 455 en dirección a Königstein. Allí, frente a unos campos de patatas, donde la colina iniciaba el descenso hacia el Rin, estaba su objetivo. En alemán se llamaba Siedlung Hainerberg y, en inglés, Hainerberg Military Housing Area, viviendas militares. El recinto, de forma triangular, comprendía una comisaría, un economato, una iglesia, tres escuelas y ochenta y un barracones de tres pisos, construidos para la Luftwaffe antes de la guerra y convertidos por las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en viviendas para los soldados y sus familias. Más de cinco mil personas vivían en el recinto. A unos doscientos metros del límite occidental había otras dos zonas de viviendas, destinadas a oficiales y suboficiales y sus familias.

Los cuatro terroristas observaban su objetivo en un profundo silencio, tanto por el miedo como por la emoción. Recorrieron el extremo norte del triángulo, los campos de patatas a la derecha, y el complejo a la izquierda. Los barracones habían sido construidos según el estilo que inspiraba a los arquitectos del káiser Guillermo; achaparrados y macizos, con tejados muy inclinados. Estaban pintados de color arena, verde lima y amarillo pálido, y cada uno tenía cuatro números negros en la base. Una valla metálica verde de ocho metros de alto con sólo un alambre de espino en la parte superior rodeaba el complejo. A los dos minutos de recorrer la valla, llegaron a la entrada principal, situada en la calle Washington. El coche que les precedía viró y entró en el complejo.

—¡No puedo creerlo! —susurró Ansari.

—Es increíble —coreó uno de sus compañeros.

No había en la puerta absolutamente ninguna vigilancia que protegiera la zona: ni puesto de guardia, ni control, ni policía militar que ordenara el tráfico, nada.

—Es más fácil que el cuartel de los marines y que la Embajada americana —declaró el que había conectado bombas que destruyeron la Embajada.

Lentamente, dieron la vuelta al complejo tres veces, primero por la 455 hasta la avenida Nueva York, luego hacia el vértice del triángulo y después subiendo por la avenida Abraham Lincoln hasta la 455. A cada vuelta que daban alrededor del objetivo crecían la confianza y el asombro.

—De tan fácil, parece una trampa —dijo Kazemi.

—Pues no lo es. Estos americanos están locos, locos, locos —respondió Ansari.

Discutieron un minuto sobre si entraban en el complejo, para determinar el lugar exacto en el que pensaban dejar el coche bomba el sábado por la noche. El riesgo les pareció innecesario y decidieron no correrlo. Lo que hicieron fue dirigirse a la autopista 66 y el aeropuerto de Frankfurt. Condujeron despacio, tardando exactamente treinta y tres minutos. Ansari, el de apariencia menos árabe de los cuatro, entró en el aeropuerto y compró cuatro pasajes para el vuelo 660 de la Pan Am del sábado por la noche que despegaba hacia Berlín a las diez menos cinco. Dio al empleado del mostrador cuatro nombres falsos que había seleccionado de las páginas deportivas del International Herald Tribune. A las tres de la tarde, habían emprendido el regreso a Berlín.

WASHINGTON, DC

La capitán Dulia Vaninia echó las llaves del coche al cajón central del escritorio. Inspeccionó el despacho, repasando metódicamente la lista que se había hecho mentalmente. Tenía siete mil quinientos dólares en efectivo en el monedero, la mayor parte de lo acumulado en su cuenta del Riggs National Bank. Había aplazado todas las horas dadas a clientes para los diez días siguientes. Había dejado mensajes en los dos contestadores y dicho a la mexicana que le hacía la limpieza del piso que se iba a Europa. No había olvidado nada. Salió del consultorio, cerró la puerta y colgó del picaporte el cartel que había preparado.

Sin más impedimenta que la cartera debajo del brazo, la mujer fue andando hasta Tyson’s Corner a coger el autobús para ir al otro lado del río. Nina Wolfe, hipnoterapeuta, había desaparecido de la faz de la Tierra, por lo menos, por el momento.

—¿Está seguro de que no se pasarán la zona de descanso?

—Sí, coronel, estoy seguro.

Abu Said Dajani trató de disimular la impaciencia que le producía la pregunta de su superior del KGB. Los dos hombres paseaban por la grava de la zona de descanso de una autopista, dos kilómetros al norte del enlace con la carretera 246, a menos de treinta kilómetros de la frontera entre la Alemania Oriental y la Occidental.

—Me gustaría estar tan seguro como usted. Con esta gente… —El coronel pisó el cigarrillo dejando la frase en el aire.

—Comprendo por qué los occidentales no controlan los coches que salen de la autopista —dijo Dajani, optando por cambiar de tema—; pero lo que no entiendo es por qué no los registran los alemanes orientales.

—Porque, en 1971, nuestros estúpidos diplomáticos cometieron un error. Firmamos un acuerdo que decía que las tres autopistas de acceso a Berlín Oeste serían para el servicio del tráfico civil de Berlín Oeste y que el tráfico no sería entorpecido. Por eso los alemanes orientales no registran los coches.

—¡Venga, coronel!

—Nosotros respetamos los acuerdos. —Dajani sintió que el coronel le miraba en la oscuridad—. Eso deben de saberlo ustedes mejor que nadie.

—Pues debe resultarles difícil ser tan respetuosos.

El coronel encendió un cigarrillo y reflexionó unos momentos antes de contestar.

—Nos cuesta. ¿Se acuerda del agente que los ingleses habían introducido en el KGB? ¿En el Centro?

—¿El que estuvo tantos años trabajando para MI6? ¿En Escandinavia?

—Sí. Bueno, pues así lo salvaron. Lo llevaron a Berlín Este, lo metieron en el maletero de un coche de soldados ingleses y le hicieron cruzar la frontera por el puesto Charlie. Ellos saben que nosotros no registramos los coches de los soldados aliados.

Dajani silbó con suavidad.

—Sabemos que en Berlín Oeste hay una organización que se dedica a pasar a gente a la Alemania Occidental. El contrabandista sale de Berlín Oeste y para en una zona de descanso como ésta donde le espera un alemán oriental. Se mete en el maletero y sale del país. Cincuenta mil francos suizos le cobran por eso.

—¿Y quién tiene tanto dinero en Alemania Oriental?

—Nadie. Lo pagan los amigos y parientes de Occidente.

El sonido de unos neumáticos sobre la grava interrumpió la conversación. El coronel se escondió entre las sombras. Dajani reconoció a su comando.

Salaam —dijo—, ¿cómo fue?

—Será fácil —respondió Kazemi—. Muy fácil, seguro.

Dajani se acercó a su coche y sacó dos maletas.

—Abre el maletero —ordenó. Las cargó y luego se inclinó a hablar con los que estaban dentro del coche—. Está todo lo que pediste —dijo a Nasredin, el especialista en explosivos—. Si necesitas algo más, llámame y te lo traeré.

Dio una palmada en la puerta del coche, como el vaquero que golpea el anca de un caballo. El comando arrancó y se fue.

—Ya ve, coronel —dijo Dajani subiendo a su propio coche—. Los árabes entienden las instrucciones, al fin y al cabo.

Media hora después, el comando entraba en Berlín Oeste con su mortífera carga, sin ser molestado.

WASHINGTON, DC

En cierto modo, y por extraño que pudiera parecer, el barrio que la capitán había elegido para escondite de ambos, recordaba a Valentín Tobulko la zona de Moscú, en las inmediaciones de la calle Gorki, donde vivía cuando estudiaba arte dramático. Al igual que las calles de aquel vecindario, la calle Church estaba bordeada de árboles, arces que en primavera y verano cubrían la estrecha calle como un toldo de sombra. Los edificios eran anteriores a la Primera Guerra Mundial: tenían cúpulas, y cornisas, y miradores abombados y, al igual que muchos edificios antiguos de Moscú, sus paredes estaban pintadas en tonos pastel: verde tilo, rosa, malva, beige y azul celeste. Y sobre todo era una calle tranquila. Como su viejo barrio, que parecía haberse salido del tiempo para preservar un Moscú prerrevolucionario, éste parecía conservar el recuerdo de otro Washington, la soñolienta capital sureña de una nación adolescente.

Cuando Valentín Tobulko bajaba por la calle en dirección al número que ella le había dado, pasó junto a un cartel sujeto a un farol con alambre. «Este barrio denuncia todas las actividades sospechosas a la policía metropolitana», advertía. «Bueno, espero que todas no», pensó reprimiendo la risa.

La casa que buscaba, la 1750, era beige y tenía las maderas pintadas de marrón. Tobulko se paró, vio el medio tramo de escaleras que conducía al semisótano, bajó y tocó el timbre. Ella abrió en seguida.

—La elección es excelente —dijo él—. Felicidades.

Spasiba, gracias, comandante —respondió ella.

—Y ahora se olvidará de mi nombre. Yo soy su amante, Roy Banwell, Nina Wolfe. Y no hablaremos ni una palabra más de ruso hasta que volvamos a tener el suelo de la Rodina debajo de los pies. Vuelvo dentro de unos minutos.

Diez minutos después, estaba de vuelta con la furgoneta. Entró en la casa con dos pesadas cajas del tamaño de un cubo de basura y las abrió. Cuando hubo desembalado el contenido, sacó de la cartera dos placas de circuitos impresos y empezó a conectarlas a los aparatos que había sacado de las cajas.

—¿Puedo preguntar qué son? —preguntó ella.

—Unos generadores que emiten una señal muy precisa y particular. Tengo que montarlos y probarlos y después informar a Moscú de que están preparados. Cuando nos den la orden de proseguir con la misión, si nos la dan, te diré lo que tenemos que hacer con ellos.

Una hora después, había terminado el trabajo.

—El funcionamiento es muy sencillo —dijo. Levantó el cable eléctrico unido a uno de los generadores de la señal—. Lo único que tienes que hacer es enchufarlo a la base de la pared y accionar el interruptor. —Señaló un interruptor de palanca colocada en la parte superior del generador—. Entonces empezará a emitir la señal. —Para la prueba, él había dirigido los generadores de manera que lanzaran la señal hacia el norte, en dirección opuesta a la Casa Blanca—. No se ve ni se oye nada. En realidad, sólo sabrás que el generador está emitiendo por esta luz roja. —Señaló una lámpara situada encima del aparato—. ¿Entendido?

Ella asintió.

—Los probaremos ahora. Yo llevaré la furgoneta a otro sitio. Cuando llegue, te llamaré por teléfono. Quiero que entonces conectes primero un generador y luego el otro.

—Parece muy simple.

Tobulko estaba poniéndose la americana y, cuando ella habló, se quedó quieto un momento, con la manga a medio poner. A ella le pareció que iba a decirle algo, quizá a advertirle de que lo que estaban haciendo no era tan simple como podía haberle dado a entender. Cualquiera que fuera su pensamiento, se lo guardó, silenciado por los preceptos del servicio.

Tobulko había elegido el lugar de la prueba con mucho cuidado. Era el cruce de Lanier Place con Ontario, a una manzana de la avenida Columbia. La esquina estaba aproximadamente a ochocientos metros del semisótano del 1750 de la calle Church, poco más o menos la distancia que separaba esta calle de la Casa Blanca. Más importante aún: si el semisótano representaba el vértice de una V, la intersección se desviaba sólo unos grados de una bisectriz de la V imaginaria. La señal que emitirían los generadores estaba enfocada con precisión. Cuando llegara aquí, a ochocientos metros de la fuente, abarcaría un arco muy estrecho. Podía estar seguro de que este punto quedaría dentro del arco. Si la señal llegaba a la furgoneta no cabía duda de que, si se hacía girar la fuente ciento ochenta grados, también llegaría a la Casa Blanca.

Encontró un hueco próximo a la intersección, aparcó y sacó de la guantera lo que parecía un aparato de radar para controlar la velocidad de los automóviles. En realidad, el aparato funcionaba por el mismo principio que los detectores diseñados para captar las señales de radar de la policía, salvo en una cosa: que captaba señales de la parte baja del espectro electromagnético, a frecuencias que iban de uno a treinta hercios.

Tobulko conectó el aparato. Se encendió una pantalla miniatura de contador digital, como cuatro sellos de correos puestos en fila. Unos números rojos aparecían y desaparecían. A veces, un número se congelaba durante un segundo o dos; otras veces, los números parpadeaban como los de un autorradio cuando se explora con rapidez la banda de amplitud modulada. Lo que el dispositivo captaba era el campo electromagnético «de fondo» que envolvía la furgoneta, la radiación de muy baja frecuencia que probablemente emitía el material rodante que circulaba por la avenida Columbia.

Tobulko llamó al piso por el radioteléfono.

—Conecta el número uno —dijo.

La oyó taconear en el mosaico del suelo al acercarse a los generadores.

De pronto, cuatro números, justos los que él quería ver, brillaron con nitidez en el contador digital. No se movían, ni parpadeaban. Estaban fijos, como una sarta de rubíes descansando sobre terciopelo negro en el escaparate de una joyería. Era lo que le habían dicho en Moscú. La señal emitida por el generador situado a ochocientos metros invadía la furgoneta con tanta fuerza que ahogaba las señales del entorno.

—Apaga —ordenó—. Y ahora conecta el otro.

Ocurrió exactamente lo mismo. La señal fijó los cuatro números en el contador digital como si se tratara de un reloj que se había parado. La señal estaba allí, con él, en la furgoneta. Estaba en el aire que respiraba, en el espacio en el que se movían sus dedos, detrás de él, encima de él, a su lado, era un manto invisible cuya presencia sólo podía detectar la caja negra que tenía en la mano. Dentro de pocos días, a una orden suya, el fantasma electromagnético que ahora daba vueltas a su alrededor en el interior de la furgoneta sería lanzado contra la Casa Blanca. No había corredor, ni armario, ni cámara, ni sala de conferencias impenetrable a su presencia invisible e impalpable. Incluso la inexpugnable ciudadela de la mente del presidente de Estados Unidos, quedaría a su merced.

Valentín Tobulko había salido de casa para hacer la prueba, lleno de dudas y preocupaciones. Regresó a la calle Church envuelto en una serenidad similar a la del monje tibetano transportado por la meditación. Ante todo estaba intimidado por la hazaña de la tecnología del sistema soviético que acababa de presenciar y de la que él, en aquel momento, se sentía orgulloso guardia pretoriano.

Tres horas después, Valentín Tobulko se hallaba en un árido montículo contiguo a la autopista de Cabeza del Indio en Maryland, detrás de Fort Foote Village. A cualquiera que reparara en él —y nadie reparó— le hubiera parecido un observador de aves que con el brazo extendido seguía el vuelo de alguna exótica criatura por el horizonte. Efectivamente, él seguía el vuelo de un ave, un satélite de comunicaciones soviético al que, con el transmisor Spetosk de Nina Wolfe, envió la noticia del éxito de la prueba.

Paul Mott, de Contraespionaje, entró en el despacho de Art Bennington precedido del clic-clic de la tableta antiácida chocando contra sus dientes. Llevaba una americana sport y un pantalón de franela tan arrugados que daba la impresión de que los había usado como pijama durante las dos últimas semanas. La investigación del asesinato de Ann Robbins que Mott dirigía, había quedado encallada en su primera fase. Ello era, como había informado a Bennington, el motivo de su visita.

—¿Qué tal ese estómago, Paul? —preguntó Bennington indicándole una silla.

—Ya no tengo estómago, Art —suspiró el visitante—. Tras veinte años en este edificio, lo que tengo es una olla de ácido debajo de las costillas.

Esto provocó unos comentarios sobre las dificultades de la vida en la Agencia. Finalmente, Mott dijo:

—Acabo de recibir algo que me ha parecido que debías saber. Francamente, no es mucho; en realidad, si se mira bien, no es nada. En fin, ayer, en Maryland, volvieron a detectar el transmisor Spetosk.

—¿El que la NSA detectó antes de que asesinaran a nuestra vidente?

—Eso dicen los de la NSA.

Art lo meditó un momento.

—Hay otra cosa —prosiguió Mott—. El sábado, uno de nuestros amigos de la Embajada escapó de sus niñeras. No cabe duda de que lo hizo deliberadamente. Tenía una cita. ¿Podría ser con el dueño del Spetosk?

—Sí —convino Art—. Es una posibilidad que, por lo menos, no hay que descartar.

—Al parecer, el tío fue a recoger un mensaje o tenía una cita con algún agente. De todos modos, hay que tenerlo en consideración.

Es lo que hizo Bennington cuando Mott se fue, pensar en ello, inmóvil en su sillón, mirando la pared en la que la cara de Nina Wolfe parecía dibujarse como una percepción subliminal que tomara forma. Cogió el teléfono. Tenía que acallar las dudas que aún le corroían. No podía dejarlo ni un día más. Colgó el teléfono, furioso. El contestador, siempre el condenado contestador. Ella estaría sentada a media luz en el despacho, tratando de conseguir que una mocosa gorda dejara de atiborrarse de chocolate. No había devuelto ninguna de sus llamadas, al menos por la noche. Y durante el día, él no podía darle el número del despacho, ¡mierda!

Bueno, tendría que ir a verla. La última visita entraba a las seis. La llevaría a cenar y se lo preguntaría con toda la diplomacia posible. Lo cual no era su fuerte. «Por cierto, guapa, ¿cómo supiste mi nombre?». Ojalá la respuesta le convenciera.

—Bomboncito —dijo a Ann Stoddard, su ayudante—, otro día de heroico trabajo al servicio de la nación ha terminado, por lo que a mí respecta.

Alí Nasredin pudo elegir cuál de los dos coches iba a cargar con los explosivos. Eligió el Ford porque era más espacioso, y al día siguiente lo llevó a un apartado bosque a orillas del Wannsee donde podría trabajar sin ser molestado ni observado.

El explosivo plástico Semtex estaba embalado en doce panes de cinco kilos cada uno. Debidamente detonados, podían producir una deflagración casi tan mortífera como la utilizada contra la Embajada americana en Beirut, atentado en el que murieron sesenta y tres personas.

El problema consistía en conseguir que cada uno de los panes explotara con la máxima efectividad. Para ello, cada uno debía ser detonado individualmente y de forma simultanea, por lo que Nasredin preparó la detonación de la carga en una serie de cadenas paralelas. Primero colocó cuatro panes de plástico en el fondo del maletero del Ford. Después podrían taparse con una manta. A continuación, desmontó el asiento trasero, le quitó los muelles para dejar más espacio e introdujo otros cuatro panes. La última y más difícil operación fue colocar un pan debajo de cada uno de los asientos delanteros. El Semtex, como la mayoría de los explosivos de plástico, es un material maleable y Nasredin tuvo que aplastar los panes para que cupieran debajo de los asientos.

Una vez colocados, insertó un detonador en cada uno. Después, conectó con cable los detonadores en cuatro cadenas de tres panes cada una, una en el maletero, otra debajo del asiento trasero y otra debajo del asiento delantero. Luego, conectó los cuatro cables a una clavija que introdujo en el dispositivo de disparo. Nasredin era un entusiasta de la bomba de botón accionada por mando a distancia utilizando un dispositivo de control de radio que funcionase en una amplitud de banda VHF de dos o seis metros, utilizando, por ejemplo, las radios que los críos usan para maniobrar los aviones de aeromodelismo. Pero, en este caso, ellos estarían a cientos de kilómetros del lugar cuando explotara la bomba, por lo que tenía que usar un temporizador ajustado a las once. Parecía un reloj normal y lo era realmente, salvo que al marcar las once, cerraría un circuito eléctrico que liberaría una descarga eléctrica en cada una de las cuatro cadenas de explosivos simultáneamente.

Hasta aquí, la parte fácil. La parte difícil tendría que hacerla Nasredin cuando el coche estuviera aparcado en el lugar del atentado. Utilizaría como fuente de energía la batería del coche. Ello significaba que tendría que conectar los cables al temporizador «con carga», de manera que cuando las manecillas del reloj señalaran las once, la corriente de doce voltios de la batería pasara a las cadenas.

De todos modos, conectar coches bomba era algo que Nasredin podía hacer con los ojos cerrados. De momento, retrocedió unos pasos y contempló su obra muy complacido. Todos los cables quedaban escondidos debajo de las alfombrillas. El temporizador estaba sujeto con cinta adhesiva a la base del árbol del volante, fuera de la vista. Si alguien se asomara a su Ford Granada, nunca podría sospechar que era el instrumento más mortífero que sus hábiles manos habían podido fabricar.

—Es muy fácil —dijo Wolfgang, el terrorista de las Brigadas Rojas que daba instrucciones a Saied Hakim—. Llevas el coche hasta la calle Washington y, después de la curva hacia la derecha, tuerces por la segunda a la izquierda, la calle Florida. Tu objetivo es el último edificio grande de la mano izquierda. No tiene pérdida. Tiene el número 7777 pintado en la pared. Cuando lo tienes delante el aparcamiento queda a la derecha.

—¿Estás seguro de que no habrá vigilancia? —preguntó Saied por segunda vez.

Wolfgang sonrió despectivamente. A su lado, Ulla, su amiga, ahogó la risa. La muchacha tenía la piel muy blanca y el pelo muy rubio y muy sucio, como si el champú le pareciese un desecho tóxico.

—No la habrá, a no ser que tú les llames por teléfono para anunciarles tu llegada —dijo Wolfgang. Ulla soltó una risita de admiración—. El partido de fútbol terminará alrededor de las cuatro. De seis a siete, no habrá nadie por allí. Tú llegas y aparcas el coche para la fuga lo más cerca posible del edificio. Luego, a las nueve, cuando llegues con el coche cargado, tendrás el sitio reservado.

—Me parece una estupidez tener que entrar dos veces.

Saied tenía un acento lastimero, como el del niño que pregunta si realmente tiene que ir a buscar algo al rincón oscuro.

La sonrisa burlona no se borraba de las facciones de Wolfgang. Estos árabes. Les gustaban las cosas fáciles.

—Mira, si no dejas un coche guardando el sitio como yo te digo, cuando llegues allí no encontrarás dónde aparcar y tendrás que irte muy lejos. Y todo lo que conseguirás con tu preciosa bomba es abollar unos cuantos coches.

—Está bien, está bien —suspiró Saied.

—Los uniformes están en la bolsa, debajo de la mesa —susurró Ulla.

—Bien, ahora nos vamos. Por favor, no salgas antes de cinco minutos.

Los dos alemanes se levantaron y salieron del café, dejando a Saied mirando su taza, muy preocupado.

Abu Said Dajani escuchaba atentamente mientras su comando de cuatro hombres exponía el plan como si recitara una lección.

—Cambiaos de ropa cuando vayáis camino del aeropuerto —ordenó—. Deshaceos de los uniformes. No los dejéis en el coche.

Luego, salió a examinar el Ford.

—Dormid bien —les dijo cuando hubo terminado—: Mañana debéis tener la cabeza despejada. —Los abrazó uno a uno—. Venganza —susurró al marcharse.

Dajani se dirigió a la estación del metro de Kottbuser Tor situada en el corazón de Kreuzberg y subió a la línea que los berlineses llamaban «Orient Exprés». Tenía una última operación que hacer antes de regresar a Berlín Este, y las instrucciones del coronel habían sido precisas. Se apeó en la calle Koch y fue calle arriba. Ante él, vio unos cuantos coches que salían de Berlín Este por el puesto de control Charlie. Como le había ordenado el coronel, cruzó la calle delante del número 60. Allí, frente a una tienda de mantas, en el lugar en que el coronel le había dicho que las encontraría, estaban las tres cabinas telefónicas amarillas. Entró en una y sacó del bolsillo un puñado de monedas de cinco marcos, las introdujo en la ranura y marcó el número que le había dado el coronel: 00 98 34 271 6

Bah key kaar dareed? —contestó una voz de hombre en farsi—. ¿Con quién quiere hablar?

—Digan al jefe que el paquete está preparado y será entregado mañana —dijo Dajani en árabe, y colgó.

La muchedumbre gritaba de alegría, las llamas de la hoguera extendían sus dedos rosados en la noche. Sonó un cañonazo de saludo. Lanzando grititos de júbilo, media docena de animadoras vestidas con jersey blanco y minifalda, corrieron en círculo alrededor del fuego. El festival del Instituto General H. H. Arnold, en Wiesbaden, había empezado oficialmente.

Al igual que la mayoría de los centros de enseñanza encuadrados en el Sistema Escolar del Ministerio de Defensa para el extranjero, el General Arnold se esforzaba por mantener un tono y un ambiente tan americano como las escuelas de Estados Unidos que los padres de sus alumnos estaban allí defendiendo. El entrenador de los «Warriors» de la escuela presentó, uno a uno, a los componentes del equipo entre los vítores del público. Los jugadores llevaban todavía la camiseta y el chándal y, con los ojos brillantes de orgullo y emoción, se estrechaban las manos a medida que eran presentados, como si se dispusieran a jugar la final del campeonato nacional.

Alrededor de la hoguera se habían reunido más de dos mil personas: la mayoría del profesorado y los novecientos estudiantes, junto a padres y docenas de chavales más pequeños que habían venido del complejo de las Viviendas Militares de Hainerberg, soldados y aviadores que gozaban de un espectáculo que era una réplica perfecta de los que habían protagonizado no hacía mucho.

Cuando acabaron los vítores, una espigada animadora negra se acercó al micrófono. Joan Mallory era la vicepresidenta del consejo de estudiantes y la capitana de animadoras. También tenía una bonita voz de contralto, unas notas excelentes y una ambición que atemorizaba a su padre, sargento mayor de la sección de Mantenimiento de la cercana Base de helicópteros del Ejército: la de conseguir una beca para Harvard. Recordó al público el programa del día: a las 14:30, emocionante partido contra el Instituto Americano de Frankfurt y, a las 19 horas, en el gimnasio, baile del que ella era copresidenta. Luego dirigió el himno de la escuela.

—¡Adelante, «Warriors»! —gritó al terminar, saltando ante las mortecinas llamas con la exuberancia de su pimpante juventud.

Art Bennington subió los tres tramos de escaleras que conducían al consultorio de Nina Wolfe con un paso tan alegre y vivo como el del condenado que va al cadalso. No veía la manera de que su relación, o como se quisiera llamar a una noche maravillosa e inolvidable, pudiera subsistir después de la inminente entrevista. ¿Y qué podía decirle?: «Mira, cielo, hay una cosilla que me preocupa y es que me parece que, en fin, que sospecho que podrías ser, bueno, ¿cómo te diría?, ejem… una espía, agente del KGB». «Debería haber escrito al consultorio de Ann Landers para que me aconsejara cómo hacer la pregunta», pensó al llegar al descansillo.

Vio el letrerito que colgaba del picaporte. Lo cogió y lo leyó ansiosamente. Se había ido de vacaciones a Santa Fe. Volvería dentro de unos días. Terminaba con esa frase indignante que actualmente se ha convertido en una fórmula tan corriente como «hola» y «adiós»: «Deje el mensaje en mi contestador automático y le llamaré lo antes posible».

Bennington sentía un alivio, una alegría tan grande que bajaba las escaleras casi brincando. Si estaba de vacaciones en Santa Fe, no podía estar en las montañas de Maryland enviando un mensaje al Centro del KGB en Moscú. Probablemente, había planeado aquellas vacaciones desde hacía tiempo. Quizá se había ido con algún individuo con el que estaba saliendo antes de aquella noche. Quizás, ahora, en ese mismo instante, estaba empezando a desengañarle, a prepararle para la ruptura.

Cruzó el aparcamiento silbando. En la penumbra vio el coche en la zona reservada para los inquilinos del edificio, el Toyota gris, delante del rótulo blanco en el que se leía «N. H. WOLFE». Al verlo, Bennington sintió una oleada de cálida tranquilidad, la clase de sensación que experimenta un hombre al oler el perfume de una mujer en la habitación en la que acaba de acostarse contigo o al tropezarse con un objeto familiar, un encendedor o un lápiz de labios que olvidó al marcharse.

El recuerdo le hizo el efecto de un mazazo cuando estaba a dos pasos de su coche. Era la frase que Pettee, el tipo del FBI, le dijo durante su entrevista, a raíz del asesinato de Ann Robbins: «Un ama de casa de zona residencial, pelirroja… que conducía un Toyota gris». La alegría que sintió al leer el letrero de la puerta se esfumó. Nuevamente, el cáncer de la sospecha avanzaba, maligno. ¿Estaría realmente en Santa Fe? ¿Qué carajo tenía que hacer él? ¿Ir a ver a Mott mañana a primera hora y declarar que se había hecho hipnotizar sin informar a sus superiores? ¿Resistiría su carrera una sacudida semejante? «¿Estaré volviéndome paranoico? —pensó—. ¿Qué probabilidades hay de que ella no sea lo que parece ser? ¿Una entre cien? ¿Entre mil? ¿Entre diez mil?». ¿Iba a poner en peligro su carrera por eso?

Se sentó pesadamente tras el volante. Tenía unas ganas irresistibles de encender un cigarrillo. Era curioso, porque era el tabaco lo que le había llevado al consultorio de Nina Wolfe. Dio la vuelta a la llave de contacto. «Tengo que pensarlo —decidió—. Lo consultaré con la almohada».

Los cuatro hombres, viajando esta vez en dos coches, salieron de Berlín a las once de la mañana del sábado, treinta de octubre. A las seis estaban en el punto de cita elegido en su primer viaje, una zona de descanso poco frecuentada de la autopista E5, al norte de su enlace con la A66. Bromeando para disimular el nerviosismo que ahora se había apoderado de todos, se pusieron el uniforme de camuflaje del ejército de Estados Unidos que las Brigadas Rojas les habían proporcionado.

Alí Kazemi y Husain Ansari se fueron en el Opel que utilizarían para la huida. Nasredin y Hakim les siguieron en el Ford cargado de explosivos. Kazemi y Ansari entraron en el complejo siguiendo las instrucciones recibidas y encontraron rápidamente el gimnasio, un gran edificio cuadrado situado enfrente de la iglesia, en el extremo de la calle Florida. Como sus cómplices de las Brigadas Rojas habían previsto, el aparcamiento contiguo al gimnasio estaba vacío. Hacía casi dos horas que había terminado el partido, y el público y los jugadores se habían marchado. Los asistentes al baile aún no habían empezado a llegar. Pudieron aparcar al lado mismo del gimnasio, a unos veinte metros de los vestuarios. Se marcharon dejando el Opel abierto. Si alguien sospechaba de él y lo hacía inspeccionar por la policía militar comprobarían que era, sencillamente, uno de tantos coches.

Halloween, la noche de Difuntos, la noche de duendes y brujas, de caretas hechas con una calabaza y una vela dentro, de fantasmas y de atraco de la chiquillería al grito de «Caramelo o trastada», fue el tema elegido por Joan Mallory y su comité para el baile del Instituto. Guirnaldas de color naranja y negro rodeaban la cancha de baloncesto del gimnasio. Brujas de sombrero puntiagudo y capelina al viento cabalgaban en sus escobas en lo alto. Espeluznantes máscaras con bombilla dentro acechaban en los rincones y detrás de las puertas.

Los alumnos entraban por la puerta del vestuario. El corredor había sido convertido en una especie de pasadizo encantado. Un esqueleto de cartón fosforescente caía del oscuro techo al paso de cada pareja. A los chicos les entusiasmaba y, naturalmente, aprovechaban la excusa para abrazarse.

A las nueve, el baile estaba en su apogeo. Un grupo de música disco alemán había instalado su equipo en el palco de la prensa, situado en lo más alto de las gradas. Por indicación de Joan Mallory, los alemanes separaban escrupulosamente el rap del rock, intentando así satisfacer a las dos facciones rivales de la escuela.

El aparcamiento estaba repleto de coches, pero casi desierto de gente, bajo la luna llena. Nadie prestó atención al soldado con uniforme de camuflaje que entró en el aparcamiento, subió al Opel situado junto al gimnasio y se fue. Tampoco despertó interés la aparición, un minuto después, de un Ford Granada que se dirigía hacia el aparcamiento libre. En realidad, sólo una persona vio el cambio. Era Walt Clemens, el extremo de los «Warriors», y Clemens tenía cosas mucho más importantes en que pensar. La niña que se sentaba a su lado, en el Chevrolet de su padre, acababa de comunicarle que su noviazgo de seis semanas había terminado. Mientras buscaba una respuesta a la noticia que le había anonadado, Clemens siguió con la mirada al soldado que se marchaba. «Capullo —pensó—. De uniforme y con “Adidas” en los pies, en lugar de botas de combate».

Cinco minutos después de que Nasredin depositara el coche bomba, los cuatro terroristas viajaban por la A66 eufóricos, en dirección al aeropuerto de Frankfurt. Se quitaron los uniformes y los tiraron al suelo del coche. A las 9:35 habían dejado el coche en el enorme aparcamiento del aeropuerto y se dirigían a la puerta de embarque B41 y al avión de Pan Am que los llevaría a Berlín.

A las once menos diez, con cinco minutos de adelanto, el avión tomó tierra en el aeropuerto de Tegel. Los cuatro terroristas no tuvieron más que cruzar la terminal y salir a la parada de taxis. Hakim se sentó delante y los otros tres, detrás.

—A la estación del Zoo.

—¡Lo conseguimos! —exclamó jubiloso, en árabe, Ansari, el más joven del grupo—. ¿Os lo podéis creer? Todo salió a la perfección.

—Calla, burro, animal, no hables en árabe —siseó Hakim—. ¿Es que quieres decirle al chófer que somos árabes?

Siguieron viaje en un riguroso silencio.

Poco más o menos a la hora en que el avión de los terroristas aterrizaba en Tegel, Walter Clemens, el jugador que acababa de recibir calabazas, volvió al aparcamiento con su chica para celebrar otra conferencia en el asiento trasero del Chevy de papá. Entonces se fijó en la matrícula del coche aparcado junto al gimnasio. No era de las Fuerzas de Estados Unidos sino que tenía matrícula alemana, de Berlín. «Debe de ser de los disc-jockeys», pensó. Entonces recordó que el sujeto que se había apeado del coche era un soldado y que no iba correctamente uniformado.

—¡La puta mierda! —exclamó agarrando a la chica por el brazo—. ¡Tenemos que ir a buscar a Mr. Swensen!

Haciendo caso omiso de las protestas de la chica, corrió al gimnasio en busca de Swensen, jefe de estudios y profesor de gimnasia. Swensen pensó que aquel chico estaba injustificadamente nervioso, pero era hombre meticuloso y siguió a Clemens hasta el aparcamiento. Probó las puertas del coche. Estaban cerradas.

—Mi padre tiene una linterna en el coche —dijo Clemens.

—Tráela.

Swensen cogió la linterna e iluminó el interior del coche. Estaba vacío, lo cual resultaba tranquilizador. No vio nada raro en él hasta que enfocó el árbol del volante. Sujeto a la base había un paquete. No podía verlo claramente, pero de él parecían salir cables. Se quedó pensativo unos instantes.

—Walt, entra en el gimnasio y haz salir a todo el mundo por la puerta principal. Yo trataré de abrir el coche.

Swensen salvó innumerables vidas con su decisión, pero perdió la suya. Todavía estaba tratando de forzar la ventanilla cuando la bomba de Nasredin explotó con una gran llamarada blanca, y un estruendo hizo temblar los cristales de las ventanas al otro lado del Rin, a cinco kilómetros de distancia.