WASHINGTON, DC

Por segunda vez en menos de un mes, el almirante Peter White, médico personal del Presidente, avanzaba a grandes zancadas por el corredor del primer piso de la Casa Blanca, acompañado por un representante del Servicio Secreto. Con la mano derecha asía una cartera negra que contenía la razón de su visita: todos los dictámenes y resultados de los análisis y exploraciones efectuados durante el reconocimiento médico a que el Presidente había sido sometido en el Hospital Naval de Bethesda.

Nuevamente, el agente del Servicio Secreto conducía a White al estudio privado del Presidente. Esta vez, apenas se había sentado en su butaca cuando se abrió la puerta y entró el Presidente. Hizo algo que a White le pareció extraño: volverse para comprobar que el corredor estaba vacío, como un huésped de hotel que trata de colarse sin ser visto en la habitación de una mujer.

—¿Y bien? —dijo a White que apenas había tenido tiempo de levantarse del sillón.

—Aquí traigo todos los resultados, señor —dijo White.

—Eso ya lo sé, ¡por Dios! ¿Qué hay del tumor cerebral?

—No hay tal tumor, señor Presidente. Ni rastro de tumor, ni benigno ni maligno, en ninguna parte de su cuerpo.

—¡Ay, Dios! —Las palabras se escaparon de los labios del Presidente con un leve suspiro—. ¿Está seguro? ¿Seguro?

«Es curioso», pensó White. Probablemente el Presidente era una persona muy emotiva y probablemente, había pasado toda su vida tratando de controlar, disimular y reprimir sus emociones.

—Completamente seguro.

—¡Gracias a Dios! ¡Oh, gracias a Dios! —Sus palabras eran tanto una interjección como una plegaria—. Entonces, ¿qué es lo que tengo?

—Sufre usted lo que se llama el síndrome de Ménière. O, digamos, el mal de Ménière.

—Suena terrible.

—No lo es. Aunque se trata de una enfermedad poco frecuente. Es una afección del oído medio.

—¿Y cuál es su causa?

—Francamente, no se sabe. El resultado es una acumulación de fluido en el laberinto del oído medio que produce esos síntomas de mareo, vértigo, dolor de cabeza y trastornos de la visión.

—¿Y qué se puede hacer?

—Generalmente, el problema se resuelve solo, con el tiempo. En su caso, dado su cargo público, yo aconsejaría que tomara un medicamento suave llamado Anti Vert que atenuará los síntomas. En realidad, puede que los suprima por completo hasta que actúen el tiempo y la naturaleza.

El Presidente indicó a White una butaca y tomó asiento en la butaca gemela.

—No sabe usted cómo me ha tranquilizado.

—Me lo imagino —dijo el médico abriendo la cartera de la que sacó unos papeles—. Es usted un hombre afortunado, señor Presidente. Tiene una condición física excelente.

Hizo un resumen de los resultados de los análisis, cultivos y pruebas: colesterol, triglicéridos, transaminasas, análisis de orina, albúmina, el excelente estado de sus intestinos, todas las cotas de la más preciosa y frágil posesión de un individuo: la salud. Incluso, observando la tónica de la época, le habían hecho la prueba del sida. Como era de esperar, con resultados negativos. Finalmente, White desplegó los misteriosos trazos multicolores del escáner y las incomprensibles volutas del magnetoencefalograma.

—Esto es fascinante y gratificante —dijo el Presidente—. Si a usted le parece bien, diré al secretario de prensa que convoque una conferencia en la que pueda usted exponer a los periodistas todo lo que acaba de decirme acerca de mi estado de salud. Yo soy partidario convencido de la total y absoluta transparencia.

—Desde luego, señor Presidente.

A continuación, el mandatario dirigió al médico una mirada de velada advertencia.

—De todos modos, creo que podemos pasar por alto eso del oído medio y del medicamento que voy a tomar, ¿no le parece?

White trató de reprimir su incomodidad, sin conseguirlo.

—Como usted desee, señor Presidente —dijo al fin—. Supongo que eso entra dentro de la información confidencial entre médico y paciente.

—Exacto —sonrió el Presidente.

ZUKOVSKI, URSS

La sala era una de la media docena de salas del Instituto para el Estudio de la Neurofisiología Humana de la doctora coronel Xenia Petrovna, provista de espejos transparentes a un lado mediante los cuales los médicos podían observar a los pacientes sin que éstos lo advirtieran. Xenia Petrovna y sus colegas observaban con fascinación al zek de Kiev al que la doctora coronel había extraído quirúrgicamente una amígdala cerebral.

Detrás de Xenia Petrovna, impecable e imponente como siempre con su bata blanca, su ingeniero electrónico hacía una serie de ajustes finales a un aparato que tenía el aspecto de una bobina magnética con el arrollamiento muy prieto y que estaba encima de una mesa, en el centro de la sala de observación. La máquina era un generador de señales electromagnéticas programado para emitir la compleja y concreta señal que, según había descubierto el equipo de Xenia Petrovna, produciría una descarga masiva de neurosis característica de la cólera en la amígdala que ella había extraído del cerebro del infeliz zek.

Ahora realizarían un experimento trascendental. Cuando la máquina empezara a emitir la señal, ¿sería ésta recogida por la amígdala que conservaba el zek incrustada todavía en su lugar natural, en el interior del cráneo del prisionero? ¿Le provocaría entonces el cerebro un acceso de furor únicamente con el estímulo de aquella señal?

Completamente ajeno a la circunstancia de encontrarse bajo observación y de que quizá iba a hacer una contribución sin precedentes a la historia de la medicina, el zek jugaba al ajedrez con su compañero de habitación. Aparentemente, estaba sereno y relajado. Se mantenía erguido en la silla, y parecía alerta y vigoroso, con buen color, lo cual era sorprendente teniendo en cuenta que hacía apenas tres semanas que había sufrido una intervención de cirugía mayor.

Xenia Petrovna se volvió hacia el técnico.

—¿Listos? —preguntó autoritariamente.

—Casi.

—Cuando active la máquina, ¿él notará algo? ¿Oirá algo?

—Absolutamente nada. La energía que despide es invisible. Silenciosa. No habrá señal alguna de su presencia. Si usted tomara un transistor y sacara la antena en esta habitación, captaría una docena de señales radiofónicas, ¿verdad?

—Supongo.

—Naturalmente. Pero hasta que pusiera la radio no sabría que están ahí. Así será esto, sólo una señal que surca el aire.

—¿Comparable a las ondas radiofónicas?

—No; más compleja. El perfil de la onda, la polaridad, la intensidad, todos son factores críticos. Es lo que llamamos amplitud modulada que, básicamente, significa que varía de amplitud o de potencia.

—¿Está seguro de que esto atravesará las paredes, todo lo que hay entre este lugar y nuestro amigo?

El ingeniero electrónico era un hombre de poco más de cuarenta años, doctorado por la Universidad de Moscú y reclutado por los órganos del Partido, tras un largo período de servicio en el Ministerio de Defensa. Estaba mucho más familiarizado con las aplicaciones del láser en el espacio que con la microbiología y aquellas dimensiones tan pequeñas que desafiaban la comprensión.

—¿Que si atravesará la pared? Es una señal de muy baja frecuencia. Atraviesa una pared de plomo. Puede atravesar cualquier cosa.

—¿Con un aparato tan pequeño?

Xenia Petrovna miraba casi con desdén las bobinas del generador de señales. No era mucho mayor que una lata de tomate.

—Enviará la señal a corta distancia. Desde aquí hasta la parte más alejada de su habitación. La he medido. Son siete metros.

Xenia Petrovna no tenía la menor idea de qué aplicación concreta reservaba Iván Sergeivich Feodorov a aquella revolucionaria tecnología que ella trataba de desarrollar. De todos modos, dudaba de que la posibilidad de manipular emociones a una distancia de siete metros o menos fuera a ser de gran utilidad para el KGB.

—¿Y si quisiéramos enviar la señal más allá de siete metros?

—Sencillamente, tendríamos que usar un generador más grande. Estas cosas se rigen por las leyes de la electromagnética. La pérdida de potencia es igual a uno por el cubo de la distancia recorrida. Para alcanzar a nuestro zek desde un kilómetro de distancia probablemente necesitaríamos un generador del tamaño de un barril de petróleo. Con un generador lo bastante grande, se podría hacer que la señal diera la vuelta al mundo.

—¿Sería posible?

—¿Posible? Ya lo hemos hecho. ¿Se acuerda del generador de Sary Shagan?

—¿El que producía aquella señal que los americanos llamaban el «Pájaro carpintero ruso»?

—Exactamente. Con ese generador podríamos conseguir que la señal atravesara la Tierra y saliera por el otro lado. O, imprimiéndole el ángulo preciso, hacerla rebotar como un eco por el espacio comprendido entre la Tierra y las capas bajas de la ionosfera. Darle un módulo de guía de ondas y cubrir con ella todo el planeta.

—¡Dios santo! —Xenia Petrovna acababa de comprender la trascendencia del trabajo que estaba realizando—. Si esto funciona, podría usted hacer perder los estribos a nuestro amigo de ahí dentro con una señal enviada desde… —titubeó un segundo—. Buenos Aires.

—Siempre y cuando dispusiéramos de un generador lo bastante grande.

Xenia Petrovna miró a través del espejo. El zek contemplaba tranquilamente el tablero de ajedrez, meditando la siguiente jugada. Le pareció que su contrincante lo miraba con cierto aire de satisfacción.

—Adelante —ordenó.

El ingeniero electrónico se inclinó hacia su generador. Accionó un interruptor negro de palanca.

—Accionado —murmuró—. Estamos transmitiendo la señal.

No pasó nada.

En el puesto de observación no se oía nada, ni un zumbido que indicara que el generador estaba funcionando. El zek, en su habitación, seguía contemplando el tablero con absoluta tranquilidad. Xenia Petrovna se dijo que el experimento había fracasado. Su teoría era falsa. Durante un instante, no supo si alegrarse o lamentarlo.

Entonces el zek levantó la cabeza. Miró fijamente a su contrincante. Volvió a contemplar el tablero. Al cabo de un instante, alzó la cabeza con una brusca sacudida. Xenia Petrovna observó que el hombre se había puesto rojo. Gritó algo a su oponente. El pobre hombre lo miró atónito. El zek descargó un fuerte puñetazo en el tablero rompiéndolo y haciendo saltar las piezas por el aire como granos de maíz en una sartén caliente. Se levantó de un salto. Ahora gritaba y gesticulaba violentamente. Se abalanzó sobre su oponente por encima de los restos del tablero, lo agarró por el cuello, lo derribó y empezó a golpearle la cabeza contra el suelo de cemento.

—¡Guardias! ¡Pronto, antes de que lo mate! —gritó Xenia Petrovna—. Pare ese maldito chisme —ordenó al ingeniero.

Cuando los dos enfermeros se precipitaron en la habitación, Xenia Petrovna estaba temblando. Agarraron al zek que seguía gritando de rabia y lo separaron de su víctima que quedó tendida en el suelo. Una mancha roja se extendía bajo la base de su cráneo.

—¡Dios mío! —suspiró Xenia Petrovna—. ¿Qué he hecho?

Hasta Alexandr Borisovich parecía consternado por lo que habían presenciado.

—Se ha convertido usted en la sucesora del gran Pávlov, en el mayor de todos nuestros maestros de la mente —susurró—. ¡Imagine! Ha engañado al cerebro de un hombre obligándole a hacer una cosa que no tenía por qué hacer. Enviándole una señal cuando usted lo quiso. Una señal que nadie puede ver ni oír. ¡Una señal invisible como el viento nocturno!

WASHINGTON, DC

Para el almirante Peter White, médico personal del Presidente, aquél fue un momento de triunfo sin precedentes. Allí estaba él con su uniforme y tres hileras de condecoraciones sobre la blanca guerrera, dirigiéndose a los periodistas destacados en la Casa Blanca, en la sala utilizada por el secretario presidencial en sus diarias conferencias de prensa. Al fondo de la sala, una batería de cámaras, las de las tres cadenas de televisión, más las de la CNN y el CBS grababan en vídeo las palabras del almirante. Delante de él, dos docenas de reporteros tomaban nota concienzudamente.

Lo que el almirante no comprendería sino después, cuando se sentara frente a su televisor, con el bourbon en una mano y el mando a distancia en la otra, era que no existía la menor posibilidad de que el vídeo se retransmitiera. En realidad, los periodistas que con tanto ahínco anotaban todas sus frases, estaban aburridos por aquella pequeña ceremonia con que el secretario de prensa había querido obsequiarles. Hubo diapositivas a todo color de los gráficos del escáner y un atisbo de algunos de los muchos datos recogidos por el magnetoencefalógrafo, una revelación asombrosamente cándida de los números vitales que constituían los parámetros de la salud del Presidente.

—De modo que aquí tenemos un ejemplo de perfección física —dijo el representante de Los Angeles Times desde la última fila con una voz que reflejaba profundo hastío—. Me gustaría oírle decir que el Presidente es la personificación de la salud.

White dijo con una brillante sonrisa:

—El Presidente se encuentra en excelente estado físico para un hombre de su edad. O de cualquier edad.

White había olvidado el problemita del síndrome de Ménière.

—¿Entonces ese hombre no es como el resto de nosotros? —se lamentó el hombre del New York Times—. O sea, ¿no le duele la espalda como a mí? ¿No sabe lo que es un calmante? ¿No sufre de ardor ni de indigestión, como le ocurre al resto del país una noche sí y otra no, si hemos de creer lo que dicen los anuncios de la tele?

El almirante se puso serio. Al fin y al cabo, el New York Times era el New York Times.

—Naturalmente, el Presidente está sujeto a las ocasionales dolencias que nos afligen a todos. Pero, en líneas generales, su salud es excelente.

Mientras pronunciaba estas palabras, se le encendió una bombilla en el cerebro. «Anécdotas —pensó—. A la prensa le encantan las anécdotas». Ello formaba parte de la política de la burocracia federal: arrojar anécdotas a los periodistas como se arrojan cacahuetes a los elefantes.

—Durante el examen ocurrió un hecho interesante —dijo White—. Ustedes recordarán que la revisión se hizo el día en que el Senado votó la ley de presupuestos. Bien, acababa de empezar el magnetoencefalograma cuando llegó la noticia. Él había ordenado que se le comunicara inmediatamente. Ya saben que mientras te hacen el electro tienes que estar absolutamente quieto. Él demostró ser un buen soldado, no movió ni un músculo cuando le dimos la noticia. Pero ¡vaya si se enfadó!

—¿Cómo supo usted que se había enfadado si no podía hablar ni moverse? —preguntó alguien.

—Su presión sanguínea sistólica se disparó como un cohete. Nos proporcionó un ejemplo complementario del excelente funcionamiento de su sistema cardiovascular.

Aquí acabó la apoteosis de White. Sus declaraciones merecieron una sola frase en los telediarios de las tres cadenas. El New York Times y el Washington Post le dedicaron cuatro párrafos en una página interior del número del día siguiente. Nadie, salvo las agencias AP y UPI mencionaron el incidente del magnetoencefalograma, y ambas lo recogían en sus despachos internacionales.

ZUKOVSKI, URSS

Una botella de champaña de Georgia semivacía, la segunda, reposaba en el oscuro escritorio Rastrelli de Xenia Petrovna, junto a un hirviente samovar y una fuente de canapés de caviar y esturión. En torno al escritorio de la doctora coronel se alineaban los miembros de su selecto equipo, el doctor Alexandr Borisovich Chuiev, neurofisiólogo, el ingeniero en electrónica y el genio de la informática. Recordaban la escena que habían presenciado aquella tarde, con la misma emoción y el grato cansancio con que un entrenador analiza una victoria ajustada o marido y mujer comentan una fiesta que ha tenido un éxito especial, tras despedir al último invitado.

—¡Joder! —dijo el ingeniero electrónico—. No podía creerlo. ¡Cómo saltó de la silla cuando el aparato empezó a funcionar!

—¿Cómo está su compañero de celda? —preguntó el genio de la informática.

—Fuera de peligro —respondió Xenia Petrovna—. En el hospital me han dicho que tiene una pequeña fractura de cráneo, nada más.

El ingeniero en electrónica seguía moviendo la cabeza.

—Una cosa era escucharla exponer sus teorías. ¡Pero verlo! ¡Ver a alguien que se pone furioso sólo porque su cerebro ha captado una señal de radio que hubiera podido venir desde el otro lado del mundo!

—Mi querida Xenia Petrovna —suspiró Alexandr Borisovich—, es en momentos como éste cuando uno lamenta la naturaleza de nuestro cometido. La trascendencia que lo que hoy hemos visto tiene para la medicina moderna es tremenda, ¿no cree?

Xenia Petrovna asintió lentamente con aire pensativo. Era verdad. La trascendencia del hecho de haber podido desencadenar una reacción en el cerebro humano por medio de una señal ajena al sistema nervioso central era extraordinaria. Si era posible hacer esto, ¿se podría, por ejemplo, disparar células de dopamina en la corteza frontal para aliviar los síntomas de la esquizofrenia? ¿O células de aminoglucosa para descargar insulina y curar la diabetes? ¿Y tender una línea alternativa a un nervio seccionado de la espina dorsal con las señales referidas al movimiento? ¿Se podría hacer andar a un paralítico con aquello?

Xenia Petrovna sacudió la cabeza. Las posibilidades eran asombrosas, pero no afectaban a su pequeño equipo. El momento de los plácemes había pasado; ahora debía plantear a su grupo el problema que Iván Sergeivich le había confiado.

—En realidad —dijo a sus colaboradores—, lo que hoy hemos conseguido es demostrar una teoría: la de que existe una señal concreta que puede desencadenar una reacción de cólera en un individuo.

Ellos asintieron.

—Pero la señal que encontramos es una señal personal del hombre de Kiev, ¿no? Ningún otro ser humano responderá a ella.

—Exactamente —convino Alexandr Borisovich con una sonrisa—. ¿Qué respondió a nuestra señal? Las células de la amígdala de ese hombre. Las células de cada ser humano son únicas. Son, si se quiere, las huellas dactilares genéticas que nuestros genes nos estamparon al nacer.

—Entonces, ¿qué utilidad práctica puede tener para el KGB este gran avance científico nuestro? —preguntó ella.

—La de poder enfurecer a un individuo una y otra vez —dijo el ingeniero electrónico riendo entre dientes.

—Justamente. —Xenia Petrovna se inclinó hacia delante—. Todos ustedes saben, imagino, quién nos asignó esta tarea.

—Probablemente, el Director General.

—Exacto. Y no creo que su interés por esta técnica esté determinado por el deseo de curar la enfermedad de Parkinson, ¿no les parece?

—¿Cómo que no? —El ingeniero electrónico ejercitaba su sentido del humor—. Si tomamos en consideración la edad de algunos de los hombres que gobiernan el país…

Xenia Petrovna rió con los demás y prosiguió:

—En la práctica, ¿qué podría hacer el KGB con este pedazo de tarugo de Kiev? Enviarlo a algún sitio, ponerlo frente a un enemigo y situar cerca de él a un agente del KGB que le enviara una señal. Entonces, probablemente, él podría eliminar por nosotros al caballero en cuestión.

—Eso no se puede saber de antemano —advirtió Alexandr Borisovich—. Esta técnica puede provocar una emoción, pero no transmitir una orden. Además, en la reacción de un individuo hay muchos imponderables. De lo único que podemos estar seguros es de que se pondrá furioso. Tal vez trate de matar a alguien ya que tal es su propensión. Pero tal vez mate a quien no deba.

—Doctora coronel, eso me suena a una de esas novelas de intriga a las que tan aficionados son en Occidente —observó el ingeniero electrónico.

—Desde luego —asintió Xenia Petrovna—, es de suponer que nuestro Director General tiene medios mucho más seguros para resolver estos problemas. —Mientras lo decía, pensó que así se había demostrado en el caso de la parapsicóloga de Nueva York que utilizaba la CIA—. Por lo tanto, hay que suponer que la aplicación que él piensa dar a esta técnica requerirá un más alto grado de sofisticación que el que hemos alcanzado. Ahí está el verdadero desafío. ¿Cómo pasamos del caso específico de nuestro zek de Kiev a un programa general? ¿Cómo podemos encontrar la señal que desencadene su cólera, Alexandr Borisovich? ¿O la suya? —dijo señalando al ingeniero electrónico—. O ¡Dios nos asista!, ¿la mía? ¿Y es posible encontrar esa señal sin extraerle la amígdala a un individuo?

—¿Doctora coronel?

Era el genio de la informática. Tenía treinta y ocho años y era un producto de la era del ordenador, un hombre cuyos horizontes parecían coincidir con los límites de la pantallita verde. Xenia Petrovna lo había reclutado en el Instituto de Encefalografía Bejtereva de Leningrado. Estaba especializado en la programación de ordenadores para registrar ciertas señales específicas del cerebro, mediante electrodos. Las señales eran realimentadas al cerebro por los electrodos, para comprobar si la reacción que producían era similar a aquella con la que originariamente habían sido asociadas.

—Me parece que tengo una idea que podría, por lo menos, eliminar la necesidad de recurrir a la cirugía para conseguir la señal que buscamos.

—Adelante, por favor.

El genio de la informática era encorvado, usaba lentes de fondo de botella para su astigmatismo agudo y aparentaba quince años más de los que tenía. Pero Xenia Petrovna lo consideraba muy competente.

—Volví al diagrama que hicimos con el ordenador, del magnetoencefalograma del zek, el que le practicamos cuando lo enfurecimos antes de que usted le extrajera la amígdala. Entonces marqué la señal desencadenante y ahora, utilizando una serie de puntos de referencia del diagrama, puedo localizar la señal, el lugar del cerebro del que procede, los parámetros de tiempo relacionados con una serie de otras señales, etcétera.

—Un grano de sal en el océano, ¿no? —advirtió Xenia Petrovna.

—Quizá. Pero, vamos a suponer que reunimos una base de datos. Realizamos la misma operación en otra media docena de zeks. Los conectamos al magnetoencefalógrafo y, mientras los examinamos, les provocamos un acceso de cólera. Luego extraemos la amígdala izquierda de cada uno de ellos, la exponemos a nuestros instrumentos para localizar la señal desencadenante de cada individuo y comprobamos dónde aparece la señal en el diagrama del magnetoencefalograma de cada zek.

—¿Y todo eso, para qué?

—Por la experiencia del trabajo que hacíamos en Leningrado, tengo la impresión de que las señales se producirán siempre en el mismo punto de diagrama del magnetoencefalograma. Supongamos que ello nos dice dónde tenemos que buscarlas. Supongamos que podemos establecer una serie de puntos de referencia para localizar el lugar exacto en el que va a aparecer la señal en el diagrama de un individuo. Entonces dispondremos del medio de encontrar cada vez ese grano de sal en nuestro océano removido por las mareas.

»Por lo menos —concluyó el especialista en informática—, de este modo podremos conseguir la señal desencadenante de la cólera de una persona sin necesidad de someterla a una operación quirúrgica. Nos bastará un magnetoencefalograma obtenido mientras esa persona se enfurece.

Xenia Petrovna concedió una sonrisa a su arrugado genio de la informática.

—Vale la pena intentarlo.

A ciento treinta kilómetros al Noroeste de Moscú, Xenia Petrovna conducía su Citroën DS21 de fabricación francesa por la desierta autopista, a casi ciento sesenta kilómetros por hora. Lanzar su Citroën a gran velocidad por las despejadas carreteras de las afueras de la capital era, para la doctora coronel, un acto del más puro placer sensual. El placer se debía a que estaba segura de que ningún guardia iba a multarla por exceso de velocidad, ya que para algo llevaba una matrícula del KGB.

El coche era un regalo hecho al difunto Leónidas Breznev, secretario general del Partido Comunista, por el Gobierno francés. A Breznev le obsesionaban los coches extranjeros. Antes de cada visita de Estado, su embajador insinuaba discretamente a sus anfitriones qué producto de su industria automovilística sería para el Secretario General un buen recuerdo de su visita.

Fruto de esta afición, fue una colección de más de veinte automóviles, primorosamente conservados en el garaje particular de Breznev. Periódicamente, visitaba el local, elegía un Ferrari o un Mercedes y se iba a dar un paseo por los alrededores de Moscú a ciento cincuenta kilómetros por hora. Cuando murió Breznev, Andropov se hizo cargo de la colección y distribuyó los coches entre las más meritorias instituciones de la capital. Teóricamente, el Citroën de Xenia Petrovna pertenecía al Instituto. En la práctica, no obstante, era su coche. Esto es lo que significa ser una persona privilegiada en la sociedad soviética.

Miró el reloj. La una menos siete minutos. Llegaba con puntualidad, cortesía que el Director General esperaba, incluso de las mujeres atractivas. Dirigió el coche hacia una verja situada en el linde de un bosque de abetos y abedules. Una pareja de jóvenes que ostentaban las charreteras verde pálido y la mirada inexpresiva y arrogante de los miembros del KGB se adelantaron hacia el coche. Los seguía un oficial, que cortésmente pidió a Xenia Petrovna su documentación.

—¡Ah, sí! —dijo cotejándola con su tablilla—. El Director General la espera, doctora coronel.

Volvió a su puesto de guardia y advirtió por teléfono de su llegada a los guardias que se encontraban más adelante. Al devolverle los papeles, le hizo un saludo marcial.

—El tercer cruce a la izquierda, doctora coronel. Buenas tardes.

Xenia Petrovna sonrió y entró en el recinto más inaccesible de la URSS, después del Kremlin. Zavidovo era el coto de caza del Politburó, una extensión de doscientos cincuenta kilómetros cuadrados. En cierto modo, era el más claro exponente de la máxima marxista-leninista de que el privilegio es la recompensa del poder. Al coto sólo podían entrar los miembros del Politburó y sus invitados personales y, naturalmente, el regimiento de guardabosques, batidores y vigilantes necesarios para el mantenimiento del parque. El coto había sido acondicionado en la época de Breznev y cada miembro del Politburó tenía en él su propio pabellón de caza, en un bosque de fresnos y abedules que rodeaban un gran lago, en un extremo del coto. Zavidovo reflejaba dos características de la cúpula del poder soviético: era un mundo exclusivamente masculino y eminentemente cinegético. Probablemente, entre los miembros del Politburó había más escopetas de caza Purdey per cápita que entre los miembros de la familia real británica.

El propio Feodorov, alertado por el crujido de la grava del camino bajo los neumáticos, abrió la puerta del pabellón y salió a recibirla. Llevaba jeans lavados a la piedra, de firma, sin duda, que no debían de proceder de la maleta de un turista —origen habitual de los jeans de la URSS—, sino que vendrían directamente de Nueva York o Los Ángeles. Encima, vestía la blusa típica del mujik, pero de gruesa seda, una tela no asociada generalmente con los campesinos del zar.

—Bienvenida.

La ayudó a salir del coche y la llevó del brazo hacia la casa que parecía un chalet suizo de dos plantas. Feodorov había dado a los arquitectos multitud de fotografías de chalets de Gstaad, Suiza, para estimular su inspiración. Ellos lo habían copiado absolutamente todo, incluso los geranios rojos que adornaban el balcón del primer piso y las maderas oscurecidas con soplete.

—He invitado a Pavel Orlovski y a Tania, su mujer, a almorzar con nosotros. Supuse que le gustaría conocerles.

—¿El autor teatral?

—Sí. Es un hombre muy interesante.

—No lo dudo.

«Ese hombre es una constante sorpresa», pensó Xenia Petrovna. Orlovski era un conocido intelectual disidente que había pasado por lo menos tres años en un campo de prisioneros del KGB. Su última obra, Horas sombrías, denuncia virulenta del terror estaliniano, causaba sensación en Moscú. ¿Qué hacía este hombre almorzando un domingo en el pabellón de caza del director general del KGB?

—Cuando ellos se hayan marchado discutiremos nuestro asunto, si no tiene inconveniente —prosiguió Feodorov.

—Ninguno.

El salón del chalet tenía paneles de roble y rústicas vigas de madera sobre el blanco yeso del techo. En un extremo había una chimenea enorme bordeada de piedra natural alrededor de la cual uno podía pasearse. En la campana y las paredes de cada lado estaban colgados los trofeos de Feodorov: alces, osos, jabalíes y hasta un raro y exótico leopardo albino de las nieves, por cuya caza Xenia Petrovna sabía que algunos millonarios occidentales pagaban al Gobierno soviético miles de rublos. En un ángulo de la habitación había un vídeo y un televisor Sony de gran pantalla, junto a un armario repleto de cintas. Xenia sintió el aguijón de la envidia; hacía tiempo que buscaba a alguien que pudiera traerle de Occidente un equipo como aquél.

Feodorov le presentó al dramaturgo disidente y a su esposa. El intelectual representaba su papel. Una masa de pelo gris rizado explotaba de su cabeza hacia todas las direcciones imaginables. Llevaba unas gafas de ancha montura de concha que parecían condenadas, por la ley de la gravedad, a descansar en la punta de la nariz. Vestía una camiseta de manga corta de un concierto de Prince en Copenhague en 1988 que, esperaba Xenia Petrovna, fuera un símbolo testimonial más que el reflejo de sus gustos musicales. Un estómago sorprendentemente bien alimentado, tensaba el tejido; evidentemente, tras su vuelta a Moscú se había resarcido de las privaciones pasadas en el campo de prisión del KGB. Su esposa era una callada y ratonil mujercita evidentemente intimidada por el entorno. Xenia Petrovna supuso que era la clase de mujer que había pasado tres años cursando peticiones de libertad para su esposo, sin la menor esperanza y numerosas infidelidades del marido con el mismo estoicismo.

Feodorov los condujo a una larga mesa situada a un extremo del salón. Estaba cubierta de fuentes con manjares rusos, botellas de vodka helado, champaña georgiano y, como advirtió encantada Xenia Petrovna, dos botellas de Château Talbot. Evidentemente, la mesa la habían servido los criados, pero ahora habían desaparecido y el Director General del KGB se reveló como un anfitrión amable y atento.

Les ofreció una copa —ella tomó Burdeos— y brindó:

—Por los buenos amigos, las mujeres hermosas y salud para gozar de unos y otras —dijo.

Xenia Petrovna enrojeció ligeramente mientras bebía. Sus ojos verdes contemplaban fríamente a Feodorov. Era un hombre atractivo. Poseía mucho poder y, para ella, como para la mayoría de las mujeres, éste suponía un poderoso estímulo sexual. Y además estaba su reputación con las mujeres. A Xenia Petrovna le gustaba eso. Los hombres con semejante reputación suponían un reto, y a ella le encantaban los retos.

Frente a ella, el autor teatral levantó un vasito de plata lleno de vodka.

Mir y Drushba, ¡paz y amistad! —Rió burlonamente al pronunciar el brindis de la era Breznev y bebió de un trago.

Xenia reparó en un retrato al óleo colgado de la pared que estaba detrás de Feodorov. Era Félix Dzerzinski. «Es curioso», pensó Xenia Petrovna. ¿Era el icono obligado en la residencia del director general del KGB o sentía Feodorov cierta afinidad con aquel extraño y cruel personaje?

Él advirtió que ella miraba el retrato y se volvió a su vez.

—Extraña personalidad —dijo—. ¿Sabía que muchas veces lloraba al firmar las sentencias de muerte de sus víctimas?

—No lo sabía —respondió Xenia Petrovna. Le hubiera gustado preguntarle: «¿Y usted? ¿Llora usted por sus víctimas?». Pero se limitó a comentar—: No parece que las lágrimas frenaran el movimiento de la pluma, ¿verdad?

—Quizá lo aceleraron —rió Feodorov—. Era un cúmulo de contradicciones. —Miró al escritor—. Los dos querían ser sacerdotes.

—¿Qué cree usted que les impulsaba a desearlo? —preguntó Xenia Petrovna.

—Probablemente, lo mismo que los llevó al marxismo: el amor a la autoridad, el orden y una rígida jerarquía.

El escritor hizo una mueca.

—No hay nada más satisfactorio que una rígida jerarquía, siempre que uno esté en la cúspide.

Feodorov volvió a reír. Señaló otro retrato, éste de Lenin.

—Él nunca hubiera puesto los pies en un seminario, desde luego, a no ser para volarlo, claro.

Esta vez todos rieron con él.

—Afortunadamente, era abogado —suspiró Feodorov—. ¿Saben por qué es una suerte?

—¿Porque los abogados son pragmáticos, no dogmáticos como los sacerdotes? —preguntó el dramaturgo.

—No —dijo Feodorov—; porque, como la mayoría de abogados, dejó una estela de papel de un kilómetro de ancho. Sus escritos son como la Biblia: si buscas bien, encontrarás una cita para justificarlo todo, incluso el incesto, si te da por ahí.

Feodorov se quedó en silencio un minuto, sonriendo a sus invitados por encima del borde del vaso. La gente instintivamente trata de llenar el silencio y la regla de oro del policía es: si quieres informar, habla, si quieres informarte escucha. Finalmente, hizo un ademán con el vaso.

—¿Qué haría nuestro pobre Secretario General sin los escritos de Vladimir Ilich? Son su válvula de seguridad. Cada vez que quieres arrojar al cubo de los desperdicios una idea de Lenin, busca en sus escritos la cita que justifique su decisión.

«¿Es eso realmente lo que piensa? —se preguntó Xenia Petrovna—. ¿O trata de sonsacarnos?».

Ella no respondió. El dramaturgo, por el contrario, optó por hablar.

—A ver si encuentra en ellos algo que hable de la armonía interna que produce hacer cola. Al fin y al cabo, los buenos socialistas pasan la mayor parte de la vida haciendo cola, ¿no?

—Desgraciadamente —respondió Feodorov encogiéndose de hombros—, el único producto de la perestroika es, al parecer, la palabrería.

—Y el cinismo —agregó el dramaturgo—. Hubo un tiempo en el que comunismo e idealismo estaban unidos, ¿recuerdan? —Lanzó una carcajada áspera como un ladrido, con la amargura, pensó Xenia, de los recuerdos del gulag—. Tratar de convencer a alguien, hoy, de que sus abuelos se hicieron comunistas porque eran idealistas es tan fácil como convencer a un palestino de Gaza de que el soldado israelí que le golpea en la cabeza con la culata del fusil está allí, porque sus abuelos eran idealistas sionistas.

—¡Ah, sí! —sonrió Feodorov—. El poder corrompe. Por el momento, corrompámonos. —Sus ojos oscuros de georgiano lanzaron un malicioso desafío a Xenia Petrovna—. Amiga mía —sonrió—, ¿con qué podemos alimentar esta tarde esta soberbia figura? ¿Esturión? ¿Un poco de caviar?

Durante todo el almuerzo, fue el anfitrión ideal, franco y ocurrente en su conversación, dedicando pequeñas atenciones a Xenia. Terminaron con té y cerezas silvestres, un brandy de Armenia y un Cohiba, el puro favorito de Fidel Castro, para el escritor. Cuando éste hubo terminado su habano, Feodorov se levantó.

—¿Nos perdona? —dijo y acompañó al dramaturgo y a su esposa hasta un coche del KGB que los esperaba.

Las despedidas se prolongaron. Xenia Petrovna se acercó a un espejo para comprobar su aspecto. Ella también llevaba jeans, unos Calvin Klein ajustados al tobillo que cabían dentro de sus botas de ante italianas. Todavía le sentaban bastante bien, no tanto como a las chicas que los anunciaban en las revistas occidentales, pero bastante bien para una mujer de su edad. Llevaba una blusa azul celeste bajo la que se insinuaba un sujetador Christian Dior blanco. ¡Cómo le gustaba la caricia sedosa del sujetador! La lencería occidental era un lujo por el que una buena socialista podría matar, se dijo con una sonrisa.

Cuando se volvió de espaldas al espejo, vio a Feodorov que paseaba entre los árboles con el comediógrafo. La ratita debía de esperar en el coche. Esta imagen le aclaró muchas cosas. En la risa amarga del escritor no vibraban los recuerdos del gulag sino el desprecio de sí mismo. Aquel hombre era un informador del KGB. Era los ojos y oídos de Feodorov en la comunidad intelectual de Moscú cuyos miembros eran los más entusiastas partidarios de Mijaíl Sergeivich. Si llegaba el día en que se diera marcha atrás en el proceso de glasnost gracias al comediógrafo, Feodorov sabría con exactitud hacia dónde dirigir los golpes.

Miraba la colección de cintas de vídeo cuando él entró.

—Después pondremos una, si quiere —dijo acercándosele por la espalda. Miró la mesa del almuerzo—. Vamos a dar un paseo por la orilla del lago mientras limpian esto.

El sendero que conducía al agua atravesaba una franja de terreno poblada de altos abetos. La luz del sol se filtraba a través de sus ramas en cascada desigual, moteando la tierra con los colores de la piel de gamo. El chalet empezaba a perderse de vista a sus espaldas, cuando Feodorov la miró con una sonrisa de ansiedad.

—Por fin podemos hablar usted y yo. ¿Cómo va su trabajo? Cuéntemelo todo. No imagina lo importante que es para mí.

«Sí que lo imagino —pensó ella—. No hay más que verte la cara». Cruzó los brazos sobre el pecho y dio unos pasos antes de contestar. Había llegado el momento que estuvo temiendo durante todo el día.

—No progresa todo lo que yo quisiera, por desgracia, Iván Sergeivich.

—¿Qué? —La sonrisa se esfumó. Ella vio cómo los músculos de su mandíbula se tensaban de cólera—. No lo entiendo. Su primer informe era muy esperanzador. ¿Qué ha ocurrido?

Xenia Petrovna le había enviado un relato detallado de la primera operación, de su éxito en encontrar el desencadenante de la reacción de agresividad del zek y, finalmente, provocársela desde una sala contigua. Ahora, mientras avanzaba pisando la alfombra de agujas de pino, percibía claramente su decepción. Y al director general del KGB no se le decepcionaba impunemente.

—Tengo que disponer de esta técnica, Xenia Petrovna.

Ella suspiró.

—Existe otro medio. Se puede introducir una hebra de óxido de estaño en un tubito de plástico coloreado, fino como un cabello, e implantarlo en el cerebro. Nadie sabría que está ahí, ni siquiera el que lo llevara. Los rayos X no lo detectarían. Podría utilizarse como una antena de radio. Si se le enviaba una señal de microondas al sujeto, ésta podría enfurecerle o hacerle reír como un estúpido, o excitarle sexualmente, según dónde se implantara el dispositivo.

—¿Y cómo se coloca ese dispositivo?

—Quirúrgicamente. Sería rápido y fácil, mientras alguien está en el sillón del dentista haciéndose empastar una muela. Lo único que notaría sería un golpecito en la cabeza.

Feodorov seguía andando, las agujas de pino que alfombraban el camino crepitaban bajo sus airados taconazos.

—No me sirve. No resultaría. Para eso sería necesario tener al hombre bajo control. —Descargó un puñetazo en la palma de la mano—. Tenemos que poder hacerlo sin contacto directo. Es esencial. Tiene que hacerse del modo en que usted dijo.

El furor de Feodorov sorprendió a Xenia Petrovna. Al fin y al cabo, en el KGB se le conocía por la frialdad, casi indiferencia con que ejercía su autoridad. ¿Para qué quería esto? ¿Qué podía ser tan importante como para producirle semejante agitación? ¿Qué otra cosa podía proponer ella para calmarle, por lo menos, para desviar su cólera de ella y del Instituto?

—Iván Sergeivich —dijo—, una cosa sí hemos descubierto desde el último informe. No es muy importante, pero es un avance, al menos.

—¿Qué?

—Practicamos otras cinco amigdalectomías en internos del Instituto. El proceso seguido fue exactamente el utilizado en la primera operación. Hemos comparado los seis magnetoencefalogramas que hicimos a cada individuo cuando lo enfurecimos antes de la operación.

—¿Qué interés puede tener eso?

—Averiguamos que en cada diagrama la señal de agresión ocurre en un lugar concreto. Un punto que siempre pudimos localizar e identificar con precisión.

—Perdone, pero no veo qué importancia pueda tener eso.

—Significa que, si dispusiéramos de un magnetoencefalograma hecho a una persona en el momento en que tuvo un acceso de furor, podríamos determinar cuál fue el desencadenante de la agresión, sin necesidad de cirugía.

Feodorov se detuvo. Trataba de recordar… ¡Naturalmente! Aquella noticia de dos párrafos de las agencias occidentales que había pasado por su mesa: fue un anexo al Perfil Psicológico del Presidente, a raíz de su revisión médica anual.

—¿Está segura? ¿Completamente?

—Desde luego, Iván Sergeivich.

—¿Quiere decir que si yo pudiera darle el, como se llame, el diagrama informatizado del cerebro de una persona, realizado por una de esas máquinas en el momento en que de repente se enfadó, usted podría encontrar la señal exacta que desencadena su cólera?

—A juzgar por los resultados conseguidos hasta ahora, desde luego.

—¿Y hay manera de reproducir esa señal? ¿Transmitírsela para enfurecerlo a voluntad?

—Creo que sí.

—No me basta con que lo crea.

—En las seis personas con las que hemos experimentado hasta ahora, ha dado resultado positivo.

Feodorov reanudó la marcha en silencio. Xenia Petrovna le seguía a medio paso de distancia. Su gesto taciturno no invitaba a la conversación. Hasta que, momentos después, llegaron a la orilla del lago, él no se volvió a mirarla.

—Es el aparato con el que hizo aquella demostración, ¿no es cierto? El que utilizamos para obligar al agente de la CIA a identificar al espía.

—El mismo.

—Si mal no recuerdo, para almacenar los datos registrados por su aparato, utilizaban ustedes un ordenador Hewlett Packard.

—Un ordenador que usted nos proporcionó, adquirido a través de Suecia. Es el tipo más moderno, un Precision Spectrum.

—Cuando en Occidente utilizan ese aparato para hacer un magnetoencefalograma, ¿cómo cree que almacenan la información que se registra del cerebro?

—Como nosotros, supongo. ¿En el disco duro del ordenador?

Ella levantó las manos.

—Meses. Años. Es un disco de novecientos megas, cinco pulgadas. Puede almacenar miles de encefalogramas.

—¿Y cada paciente queda identificado? ¿Con el nombre?

—¡Oh, no!, en Occidente, no. Tengo entendido que allí es diferente. Cada paciente debe de tener su número clave. Sólo el neurólogo sabe quién es. A él le dan una copia del encefalograma del paciente y quizá una copia de los datos en un disquete, nada más. Es imposible identificar a un paciente en el disquete con el número clave. Lo único que sacaría sería el número, la fecha y la hora en que empezó y terminó la exploración.

«La fecha y la hora», pensó Feodorov. Sería fácil averiguarlas. Desde luego, existía la posibilidad de que el encefalograma del Presidente estuviera en disquete aparte. O de que lo hubieran borrado. Pero, probablemente, no era así. Los americanos eran negligentes en este tipo de cuestiones de seguridad. Lo más probable era que pensaran que la clave les proporcionaba toda la protección necesaria.

Habían llegado a la orilla del lago. Feodorov se agachó, recogió una piedra plana y la tiró al agua azul. Contó los saltos: tres, cuatro, cinco. Su récord estaba en siete. Buena señal, tal vez. Se volvió hacia Xenia Petrovna. La sonrisa maliciosa de la hora del almuerzo volvía a animar sus facciones de georgiano.

—Infravalora usted sus logros.

La nueva embajada soviética en Washington DC se halla en Tunlaw Road, en la zona de Cathedral Heights de la capital. Está situada, y desde luego no por casualidad, en la parte más alta del distrito de Columbia, frente al observatorio naval, al otro lado de la avenida Wisconsin. Aquél era un emplazamiento ideal para controlar las comunicaciones por microondas en la capital, pero esta circunstancia, lamentablemente, no se les ocurrió a las lumbreras del Departamento de Estado hasta que los soviéticos hubieron adquirido los terrenos y empezado a excavar los cimientos de su embajada.

Teóricamente, la nueva cancillería de mármol blanco no podía ser ocupada por los diplomáticos de la embajada hasta que estuviera resuelto el contencioso suscitado por los micrófonos instalados subrepticiamente en la nueva embajada estadounidense en Moscú. Ahora bien, para el coronel Viktor A. Gorokov, rezident del KGB en Washington, esto era simple formulismo. Su cargo oficial era el de Tercer Secretario de la sección de Economía de la Embajada y tenía el despacho en la vieja Embajada, situada en el centro de la capital, pero su verdadero cuartel general era aquél.

Como todas las mañanas, entró a las siete en punto en su oficina. El agente encargado de la guardia nocturna le había puesto encima de la mesa una taza de café y el resumen de los periódicos de la mañana. El resumen no contenía nada de interés, y Gorokov llamó para pedir los cables de la noche, una lista de todas las comunicaciones captadas durante toda la noche por el bosque de antenas instaladas en el tejado de uno de los edificios de apartamentos de ocho plantas de la Embajada. El KGB mantiene su propia red estratégica de comunicaciones, con sus propios satélites, líneas terrestres y redes de radio. Funciona independientemente de la red militar y de las redes de comunicaciones del Ministerio de Asuntos Exteriores, y se supone que su cometido consiste en proporcionar a la cúpula del partido un canal de comunicaciones «independiente» de los militares y tecnócratas, y así lo hacía, en la medida en que los máximos dirigentes del KGB lo autorizaban.

En lo alto de la lista, un número escrito en rojo indicaba que durante la noche había llegado del Centro un mensaje vruki lichno rezident —Mensaje personal para el Residente—. Gorokov abrió su caja fuerte, sacó su contraseña personal y cruzó el vestíbulo en dirección al registro. Pulsó un número en el teclado situado junto a la pesada puerta de acero y se abrió una mirilla. Un guardia del KGB armado lo inspeccionó y activó el mecanismo de la puerta. El guardia anotó su llegada en el libro, y, una vez dentro, Gorokov se acercó a lo que parecía la ventanilla blindada de la caja de un banco, y pidió el mensaje oficial de comunicaciones. Antes de que se lo entregaran, tuvo que firmar en otro registro. Luego, se sentó a una mesa a descifrarlo.

Su primer esfuerzo le reveló que el cable procedía del Director General. Al igual que todos los mensajes de Feodorov, era sucinto y preciso. Pero ¿qué podía haber en el Centro Médico Naval de Bethesda que interesara al Director General?

Tan pronto como volvió a su despacho, llamó a su ayudante y le comunicó la petición del Director General.

—Ponga en esto a tres hombres —ordenó—. Repasen todos nuestros bancos de datos. Revisen el banco de datos del New York Times. Envíen a alguien a la sección de prensa de la Biblioteca del Congreso. Comprueben en el registro si tenemos algún contacto con el hospital. Quiero las respuestas esta misma noche.

—¿Esta noche? —preguntó su ayudante como si esperase una prórroga.

—Esta noche —remachó Gorokov—. Es para el Director General.

Su personal cumplió sus órdenes. Al anochecer, la información estaba encima de la mesa de Gorokov. El KGB nunca tuvo contactos en el hospital, sólo a un par de médicos muy locuaces que ya estaban retirados. Pero, mientras se disponía a poner en clave su respuesta a Moscú, Gorokov cavilaba. Al igual que otras tantas instituciones americanas durante los años ochenta, el Hospital Naval de Bethesda fue atacado por el virus de la corrupción. En 1980, cuatro marines fueron juzgados por un tribunal militar por robar en la estafeta y el almacén del hospital. En 1984, tres civiles fueron arrestados por pertenecer a una banda que robaba los ordenadores personales de las mesas de los médicos y el personal administrativo del hospital. Fueron juzgados por el Tribunal Federal por robar propiedad del Gobierno y despedidos, condenados a pagar una multa y a una pena de seis meses de cárcel, que fue dejada en suspenso. Uno seguía en la zona, trabajando de vendedor en una tienda de radios de Silver Springs, Maryland. Gorokov sacudió la cabeza con incredulidad. «Haz una cosa así en la URSS y, antes de perder de vista las nieves de Siberia, peinaras canas», pensó.

La ciudad de Bykovo, a una hora de coche de Moscú, en nada se distingue de los cientos de ciudades industriales de la URSS, tan lóbregas y deprimentes como ésta. Idénticas hileras de chimeneas eructando su diaria dosis de contaminación al cielo, similares bloques de viviendas para trabajadores, alineadas con triste resignación hasta el horizonte, e idénticos cartelones de obreros de mandíbula cuadrada y mujeres de pecho macizo exhortando a sus conciudadanos a cumplir las normas de producción. Hay también un parque del Pueblo infestado de hierbajos con la consabida estatua de la Madre Rusia llorando a los hijos perdidos en la Gran Guerra Patriótica. Y, desde luego, hay colas, las colas de siempre, formadas por una paciente ciudadanía en espera del alimento diario.

Ahora bien, en las afueras de la ciudad, en dirección al Noroeste, resguardado por la barrera protectora de un bosque de abedules y abetos —por no citar la triple cerca electrificada y los campos de minas—, hay una institución que singulariza a Bykovo. La Agencia Central de Inteligencia hubiera pagado gustosamente el rescate de un rey para introducir a un simple agente por la barrera que ahora cruzaba lentamente el coche oficial del Director General del KGB. El recinto albergaba la más preciada posesión de la organización de Iván Sergeivich Feodorov: la Dirección de Operaciones Ilegales.

Sus rivales de las agencias de espionaje de Occidente solían referirse al complejo de entrenamiento de Bykovo con el nombre de «campus»; pero de eso no tenía nada. Como el propio Feodorov había observado en cierta ocasión, una institución, destinada a formar a hombres y mujeres para la más exigente de las profesiones, no tenía nada que ver «ni con una escuela ni con una fábrica de embutidos». Las normas de seguridad de la institución eran tan rígidas que las tres docenas de agentes que normalmente se preparaban en Bykovo, nunca llegaban a conocerse. De este modo, nunca podrían delatar la identidad de uno de sus compañeros en el caso de que un servicio occidental de seguridad los descubriera una vez infiltrados en un país extranjero. Y cuando ellos hubieran pasado a la clandestinidad, tampoco sabrían si alguna de las personas con las que se tropezaban era en realidad otro agente ilegal, que les vigilaba por encargo del Centro.

El coche de Feodorov se detuvo frente al edificio de administración, una estructura de cemento de tres pisos sin otra nota original que el perfil en bronce de Félix de Hierro, colocado encima de su puerta principal —si es que ello puede considerarse original—. El director de la institución, avisado por los guardias de seguridad de la llegada de Feodorov, le esperaba con varios de sus ayudantes.

—Nos sentimos muy honrados por su presencia, Iván Sergeivich —declaró cuando Feodorov se apeó del coche.

En realidad, se sentía más preocupado que honrado. Las visitas a Bykovo del Director General del KGB eran raras, y más aún las que, como ésta, se hacían sin revelar de antemano su motivo. Inevitablemente, la primera reacción que provocó en Bykovo el anuncio de la llegada de Feodorov fue el temor de que algo anduviera mal.

El director condujo a Feodorov a la sala contigua a su despacho. La mesa situada en el centro estaba preparada para el té, con pirámides de naranjas cuidadosamente apiladas y bandejitas de plata llenas de dulces y galletas. Zaristas o socialistas, los rusos dan gran importancia a las manifestaciones rituales de la urbanidad. Desde el pan y la sal que se ofrece a un extranjero a su llegada, hasta los brindis que acompañan una comida, estas muestras de cortesía, hospitalidad y respeto están indisolublemente ligadas a las costumbres sociales rusas.

Mientras seguía el murmullo de las corteses conversaciones que se mantenían en la sala, Feodorov pensaba en cómo estos valores imperaban en el mismo KGB. Ponían de relieve la importancia del respeto y la paciencia, y, a fin de cuentas, la paciencia era el sello del KGB. Sus rivales de la CIA siempre estaban evaluando sus operaciones con la óptica capitalista del análisis de costes y beneficios. ¿Qué un agente no produce? Dale un tiento, a riesgo de comprometerlo, o deshazte de él.

El KGB, no. Los órganos sabían esperar, dejaban dormir a un agente durante años hasta que se presentaba la oportunidad de utilizarlo y nada simbolizaba mejor su política que esta extraordinaria operación de agentes ilegales. Con un movimiento de los párpados casi imperceptible, Feodorov indicó al director que había llegado el momento de trabajar. El director se puso en pie, despidió a sus colaboradores y lo condujo al despacho.

—El motivo de mi visita es doble, amigo mío —dijo Feodorov a su subordinado cuando se hubieron sentado—. En primer lugar tal vez emprendamos en breve una operación en Washington. Es de suma importancia que ni la Embajada, ni nuestra organización, ni la Rodina puedan ser relacionadas con ella, en el caso de que algo salga mal.

—Comprendo —respondió su adjunto.

Lo que él comprendía, desde luego, era que la índole de la operación a la que Feodorov aludía era muy secreta y a él no le importaba.

—Por consiguiente, para ponerla en marcha tendremos que activar a uno o quizá dos de nuestros agentes ilegales en Washington. Me gustaría revisar los dossieres de nuestra gente, para hacerme una idea de quiénes puedan ser los candidatos más adecuados.

—Tenemos veintinueve agentes asignados a la zona del distrito de Columbia —respondió el adjunto—. Todo hace suponer que funcionan satisfactoriamente.

Imposible pasar por alto el orgullo que había en su voz al dar la cifra al Director General. Al fin y al cabo, era toda una marca: más de dos docenas de agentes soviéticos esperando pacientemente en Washington DC, no detectados por los americanos y no tentados a desertar por los encantos de la sociedad capitalista.

Feodorov asintió.

—También deseo hablar con el joven agente que dirigió la última operación del Departamento V en Nueva York.

—El capitán Tobulko. Es instructor del Centro, como usted sabe. Lo llamaré inmediatamente.

—Por favor. Pero antes de que llegue, me gustaría examinar su dossier.

—Por supuesto.

El director pidió a su secretaria el expediente personal de Tobulko. La organización del Servicio de Ilegales estaba dividida en dos secciones. La primera se dedicaba a la implantación de ilegales a largo plazo en Occidente. La segunda, menos conocida, consistía en las zonstarks o comprobaciones. Los hombres y mujeres asignados a esta sección eran un cuerpo selecto, miembros de la que tal vez fuera la sociedad más exclusiva del mundo. Todos habían culminado con éxito una permanencia de ilegales en Occidente. Eran empleados en misiones breves, operaciones de «entrada y salida» en los países que conocían bien y en los que se movían con soltura. Tenían finalidades como comprobar las nuevas normas de inmigración en la frontera entre Estados Unidos y México; reunir ejemplares de todos los documentos necesarios para conseguir un empleo en una planta de reprocesado de plutonio en Francia —permisos de trabajo, formularios de la seguridad social, impresos que había que rellenar para conseguir permiso especial—; entregar un paquete o recoger algo que el KGB no quisiera pasar por valija diplomática, y de vez en cuando, los mejores de los mejores eran utilizados por el Departamento V, la sección «sucia», para cometer un asesinato ordenado por el KGB.

Un joven funcionario dejó el expediente de Tobulko delante de Feodorov. Éste lo leyó metódicamente, página por página. Valentín Tobulko reunía todas las cualidades que el KGB buscaba en las personas a las que reclutaba para el programa ilegal. No era un marxista fanático. Los dirigentes del Komsomol, los entusiastas que no se perdían ni una sola de las reuniones de la célula de los Jóvenes Comunistas durante sus días de universidad, casi nunca eran reclutados para Bykovo, porque con frecuencia, los fanáticos de una ideología podían ser reclutados con facilidad por la ideología rival.

El abuelo de Tobulko era un mujik, un pequeño campesino dueño de sus tierras que fue lo bastante avispado como para adivinar lo que se avecinaba y unirse al programa de colectivización desde el principio. Su padre fue un coronel del Ejército Rojo muy condecorado, muerto en 1962 a consecuencia de las heridas recibidas en Sebastopol durante la guerra. Gracias a los buenos oficios de un antiguo compañero de armas de su padre y a su facilidad para los idiomas, Tobulko ingresó en la Universidad de Moscú. Durante su servicio militar, se fijó en él el GRU, departamento de Información del Ejército Rojo, rival del KGB; pero él rehusó su ofrecimiento porque no quería seguir la carrera militar. En realidad, quería ser actor.

Fue en la Academia de Artes Dramáticas donde el KGB reparó en él. Su facilidad para los idiomas y sus facultades para representar un papel eran dotes excelentes para el servicio de espionaje. El prestigio y lo que, a escala soviética, era una fabulosa retribución, fueron más fuertes que la afición de Tobulko por el teatro. Además, un año de estudio en la Academia fue suficiente para hacer comprender al joven Tobulko que sus dotes para la interpretación eran limitadas. Estuvo tres años en Bykovo y después, cinco en Bethesda, Maryland, en calidad de agente ilegal, camuflado como dueño de una tienda de material fotográfico, como advirtió Feodorov con agrado. Es decir, que conocía bien Washington. Su cometido fue impecable, si bien, como la mayoría de ilegales, sólo tuvo que realizar misiones sin importancia. A su regreso, fue enviado al centro de Contraespionaje del KGB en Kabul. En este destino conoció hasta la saciedad el aspecto más crudo y despiadado del servicio en los órganos.

Pero él no se alteró. Supervisaba los interrogatorios «duros», eufemismo con que los órganos designaban a las sesiones de tortura. Ayudó a las fuerzas afganas leales a preparar una emboscada en la que tres jefes mujaidines fueron asesinados a sangre fría y envió deliberadamente a su grupo de agentes a morir detrás de las líneas de las guerrillas musulmanas. Este historial, unido a su experiencia de ilegal en Occidente, hicieron de él un candidato ideal para recibir entrenamiento especial en la que podría llamarse escuela de asesinos del Departamento V, y le valieron la misión de asesinar a la parapsicóloga de la CIA en Nueva York.

Feodorov indicó con un gesto que estaba dispuesto a recibir al joven agente. Su adjunto hizo pasar a Tobulko y se retiró discretamente, dejándolos solos. Feodorov invitó a Tobulko a sentarse junto a su butaca, con un ademán indolente que tenía por finalidad poner cómodo al joven e introducir un matiz de informalidad en la entrevista. Tobulko tenía treinta y tantos años, era de complexión mediana, ojos grises, pelo rubio que llevaba cortado al estilo militar americano, pómulos altos y mandíbula ligeramente pronunciada. De todos modos, según advirtió Feodorov complacido, no había en su aspecto nada que llamara la atención. La suya era una cara que se olvidaba fácilmente.

Sus músculos deltoides formaban un ángulo acusado con el cuello, y el Director General adivinaba unos hombros y unos bíceps macizos bajo la americana beige. En su expediente se indicaba que corría seis kilómetros diarios, levantaba pesas en el gimnasio y practicaba regularmente taichi y las más violentas artes marciales que se enseñaban en Bykovo.

—Permita que le felicite por su último éxito, comandante —empezó Feodorov.

—Capitán, camarada Director General —rectificó Tobulko.

—Comandante —insistió Feodorov con una sonrisa—. Está decidido.

A Feodorov no le pareció que el joven se turbara lo más mínimo, pero su satisfacción fue evidente.

—Me consta que realizó su trabajo con gran profesionalidad. No hay indicios de que la policía de Nueva York sospechara más que lo que quisimos hacerles sospechar.

—Me alegra oírlo, camarada Director General.

En las palabras de Tobulko no había ni asomo de jactancia, observó Feodorov satisfecho, sino la seguridad del hombre que en ningún momento duda de la calidad de su trabajo.

—¿Qué utilizó para disparar la cápsula?

—Los Servicios Técnicos me proporcionaron un bolígrafo pistola que disparaba oprimiendo el clip.

—¡Ah! ¿Y cómo logró la inyectarle la cápsula sin que ella se diera cuenta?

—Me situé detrás de ella en la cola de la caja de un pequeño supermercado que hay en la esquina de su apartamento. Para disimular mi acción, me agaché fingiendo que tenía que recoger algo del suelo.

—¿Ella no notó nada?

—¡Oh, sí! Se volvió, pero yo tenía los brazos llenos de paquetes con el bolígrafo escondido entre ellos. Se frotó la parte posterior de la rodilla quejándose de los muchos insectos que hay en Nueva York.

—Imagino que sería difícil tener que entrar en su apartamento y acuchillarla.

—No fue agradable —reconoció Tobulko—. Pero ya estaba muerta. Eso facilitó las cosas.

Feodorov observaba la cara de Tobulko mientras éste hablaba, buscando un ápice de remordimiento, de desagrado por lo que había hecho. Son contadas las personas que pueden realizar el trabajo del Departamento V y permanecer impasibles. El primer alto funcionario del KGB que huyó a Occidente fue un ilegal que desertó porque no fue capaz de asesinar, en Alemania Occidental, a un dirigente ruso blanco exiliado.

—De todos modos, matar a una persona, cualquiera que sea el motivo, es un trabajo desagradable.

—Estoy seguro de que había buenos motivos —respondió Tobulko—. Y de que se siguió el procedimiento debido, al cursar la orden.

«Sí —pensó Feodorov examinándole atentamente—. Me parece que eres sincero».

—Deseo encargarle otra misión —dijo—. Por fortuna, no exige métodos violentos. Se trata de sustraer un objeto en Washington. Creo que puede hacerse sin necesidad de que intervenga directamente.

—Será un honor, camarada Director General.

Feodorov miró su reloj.

—¿Puede venir conmigo al Centro a las tres? En el coche le explicaré la misión. Tendremos que prepararle los documentos y me gustaría que se pusiera en camino lo antes posible.

Tres puertas de acero, dotada cada una de accionamiento electrónico y control de seguridad, conducían al subterráneo de la Dirección de Operaciones Ilegales. Había allí una docena de oficinas, una para cada uno de los países en los que se hallaban destacados agentes ilegales, y cuartos de comunicaciones y de claves. Las comunicaciones con los ilegales estaban estrictamente limitadas, para reducir al mínimo los riesgos de delatarlos, pero todas se originaban aquí. Las pocas que se enviaban por radio se ponían en clave en estos sótanos y eran transmitidas por clave terrestre al Centro de Moscú que las enviaba al satélite que, a su vez, las pasaba a Norteamérica o a Europa occidental. Los mensajes de los ilegales, análogamente, eran recogidos por los satélites y enviados, en clave, a Bykovo. La mayoría de comunicaciones, no obstante, se efectuaban por vías mucho más simples: una postal, una carta de un pariente, una conferencia telefónica en la que una frase trivial indicaba al ilegal una tarea específica: «Ve al sitio que ya sabes», sitio donde le esperaría un mensaje o donde encontraría a otro ilegal con instrucciones de Bykovo. Todo ello formaba parte de un plan complejo destinado a mantener la Dirección de Ilegales totalmente aislada e independiente de las otras ramas del KGB.

El director llevó a Feodorov al Centro de Control de América del Norte. En realidad, no era más que una gran sala en la que había un oficial de guardia las veinticuatro horas del día. Una pared estaba cubierta por un mapa de Canadá, Estados Unidos y México. En cierto modo, venía a ser una variante, para uso del KGB, de los «mapas de las mansiones de las estrellas» que las agencias de turismo venden en Beverly Hills. En él estaba marcada e identificada por un número clave la situación de cada uno de los agentes ilegales destacados en Estados Unidos. En los alrededores de Washington y de los lugares cuya actividad sería de mayor interés para la URSS en caso de crisis, las marcas se agrupan formando un círculo cerrado: Hingham, Massachusetts, en Cape Cod, donde se encuentran las instalaciones de radar FPS 85 de Primera Alerta; en los alrededores de las Montañas Cheyenne, Colorado, para cubrir el NORAD —North American Aerospace Defense Command—, y en las proximidades de los campos de ICBM y Minuteman más importantes.

En la oficina había archivadores con los expedientes completos de cada uno de los ilegales: antecedentes personales, informes de reclutamiento y entrenamiento, relación de sus familiares en la URSS e informes de su estado físico. También figuraban todos los detalles de su «pantalla» o identidad supuesta, y cómo se había confeccionado, las calificaciones que se le habían dado desde que se había instalado en Estados Unidos, unas veces con su conocimiento y otras sin él, y desde luego, copias de todas las comunicaciones que Bykovo había intercambiado con él más su contraseña e indicaciones que se le habían dado para acciones específicas.

El oficial de guardia sacó uno a uno los expedientes de los veintinueve ilegales de la zona de Washington y los entregó a Feodorov. Mientras él los repasaba con su habitual meticulosidad, el director paseaba nervioso.

—Parece usted tan ansioso como una madame de burdel cuando un cliente examina a sus niñas —rió Feodorov.

Desde luego, había ciertas características comunes a todos los ilegales, y Feodorov estaba familiarizado con ellas. La mayoría tenía negocios autónomos: un taller de reparación de radios, una bodega, un servicio de alquiler de vídeo. El KGB quería que tuvieran ocupaciones cuyo horario y actividades fueran flexibles, que les permitieran mantener contacto con el público y que no exigieran una preparación académica o profesional concreta. Bykovo no instalaría a un ilegal, por ejemplo, como médico o dentista. La invención de ocho años de difíciles estudios en lugares determinados, con unas calificaciones oficiales en cada uno de ellos, era complicada y podía desmoronarse a la primera comprobación.

Feodorov eligió finalmente a tres posibles candidatos. El primero, 3792, tenía una gran ventaja: antes de ser reclutado por el KGB, había cursado la carrera de ingeniero electrónico en la URSS. Pero sólo llevaba tres meses en Estados Unidos. ¿Estaría lo bastante familiarizado con el país, y lo bastante seguro en su pantalla como para operar con eficacia? El segundo, 4106, trabajaba en un vivero de ostras de la costa de Maryland. Sus antecedentes eran inmejorables, pero a Feodorov le preocupaba la circunstancia de que llevaba seis años en el puesto y hacía más de dos que no había sido investigado a fondo. ¿Seguiría siendo tan digno de confianza como indicaba el informe?

El tercero, 2641, era una mujer. Había sido llevada a la URSS para una investigación rutinaria hacía sólo seis meses, por un procedimiento que el KGB solía usar con los ilegales: el agente hacía un viaje por Europa, visitando Dinamarca y Suecia, donde embarcaba en un barco soviético para un crucero de tres o cuatro días, durante los cuales era conducido a la Rodina. Nunca había dificultades para burlar la vigilancia de los daneses o los suecos. Esta mujer era la que les había informado sobre la parapsicóloga de Nueva York. Aquel reciente informe era prueba tanto de su perspicacia como de su fiabilidad. Y, en opinión de Feodorov, tenía otra ventaja: el sexo. En las operaciones, las mujeres llamaban menos la atención que los hombres.

Setenta y dos horas después de su entrevista con el director general del KGB, el comandante Valentín Tobulko se encontraba en Berlín Este. Vestía traje azul marino de la tienda de Brooks & Brothers en Washington DC, camisa blanca y corbata de seda a rayas azules y rojas. Se lo habían proporcionado en el «almacén» del KGB en Moscú, emporio abastecido de prendas de más de dos docenas de países, destinadas a vestir a los agentes soviéticos que tenían que salir de viaje y necesitaban ropa de calle. Tobulko sentía las disimuladas miradas de envidia y curiosidad que le lanzaba el grupo de personas congregadas delante del monumento a los Caídos de la República Democrática Alemana, levantado entre el paseo de Unter den Linden y la plaza de Alexander. Evidentemente, le confundían con un hombre de negocios americano, precisamente lo que pretendía.

Faltaban quince minutos para la hora de la cita. El monumento al «triunfo sobre el fascismo y el militarismo» parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar. El exterior del monumento daba a Tobulko la impresión de la obra de un arquitecto prusiano del siglo XIX, inspirada en un templo del Foro romano. El interior era de una dignísima austeridad: la llama perenne brillaba bajo un bloque de cristal que la reflejaba a través de una serie de prismas triangulares. Detrás estaban las tumbas del Partisano desconocido y del Soldado desconocido.

Tobulko no pudo reprimir una leve sonrisa. ¿Qué uniforme llevaría el Soldado desconocido cuando lo mataron? Se lo preguntó. Cuando salió, un nuevo destacamento de guardias del selecto regimiento destinado al monumento abandonaba el cuartel en formación. Los soldados llevaban capote verde aceituna hasta la rodilla, relucientes botas negras y guantes blancos, y sostenían los AK47 en posición de descanso. A quince metros del monumento, se detuvieron y pusieron las armas al hombro. A una orden, volvieron a avanzar, ahora marcando el paso de la oca y golpeando la acera con las botas negras, con el entusiasmo de un pelotón de asalto de la SS que desfilara en una ceremonia nazi en Nuremberg. A la izquierda de Tobulko había media docena de compatriotas suyos, hombres mayores, de la generación de su padre, corpulentos y abotagados, con una hilera de medallas prendidas en la solapa de su traje. Contempló sus impávidos rostros eslavos, en busca de un indicio de emoción, un atisbo de los sentimientos que esta pequeña demostración pudiera despertar en ellos. No encontró nada.

Era hora de marcharse. Tobulko echó a andar por Unter den Linden, camino del lugar de la cita. Advirtió que los escaparates estaban bien surtidos: vinos argelinos, aceitunas búlgaras, embutidos húngaros y jamones polacos. No cabía duda de que el centro de Berlín Este era el escaparate del socialismo. Sus nuevos edificios de acero y cristal podían compararse con los más modernos que había visto durante sus años de ilegal en Occidente. Con ellos se alternaban las sólidas estructuras prusianas que habían sobrevivido a la guerra: edificios serios de un gris castaño, levantados para reflejar la austera rectitud de los burgueses alemanes que residían en ellos.

Se paró delante de un escaparate, una muestra de la industria textil alemana. Estaba casi frente a la Embajada soviética. Tobulko contempló con satisfacción el busto de mármol de Lenin, de dos pisos de alto, colocado en el jardín de la Embajada con la mirada fríamente dirigida Unter den Linden abajo, para recordar a los modernos ciudadanos alemanes quién era ahora el profeta reinante.

Cuando Tobulko se volvió a mirar el escaparate, vio acercarse a un joven con una bolsa azul de las Líneas Aéreas Húngaras Malev en bandolera.

—El traje marrón está indicado para ir a la ópera de Budapest —dijo.

—Sí —convino Tobulko—; sobre todo con corbata verde.

El joven movió afirmativamente la cabeza y susurró:

—Sígame. Tengo un coche.

Recorrieron varios bloques hasta un coche Wartburg gris en el que se dirigieron en silencio hasta el puesto de la calle Friedrich. Con un seco movimiento de cabeza a un guardia armado, el joven entró sin tropiezo en un garaje subterráneo y detuvo el vehículo delante de una puerta.

—Espere —ordenó y desapareció por la puerta.

Salió a los pocos minutos.

—Venga —dijo.

«Desde luego, a nuestros primos del Servicio de Seguridad de Alemania Oriental les enseñan a economizar palabras», pensó Tobulko echando a andar detrás del joven.

Su guía lo condujo por un largo tramo de escaleras hasta otra puerta, donde pulsó el botón de un panel. Era un aviso al comandante de las Grenztruppen, los guardias fronterizos, que desde su garita de control dominaban el paso fronterizo situado a cincuenta metros de distancia. Allí, largas colas de alemanes occidentales y de extranjeros iban pasando por diez puntos de control, cada uno de los cuales era un corredor en forma de túnel controlado por un guardia de las Grenztruppen en una garita. Tras un meticuloso estudio de la documentación de cada viajero, el guardia pulsaba un interruptor que abría una puerta basculante, por la que el viajero dejaba la custodia de Berlín Este y entraba en el corredor que conducía a los andenes del metro de la calle Friedrich dirección a Berlín Oeste.

Ahora, a una orden del comandante, todas las puertas permanecieron cerradas. El corredor fue vaciándose. Cuando no quedó nadie en él, el guía de Tobulko abrió la puerta y le hizo señas de que entrara. Tobulko advirtió con satisfacción que nadie, salvo su guía, había notado su entrada subrepticia en el corredor. Ni el comandante de los guardias fronterizos orientales conocía su aspecto, aunque, desde luego, sabía que se estaba introduciendo a un agente en Berlín Oeste. En realidad, desde que saliera del complejo del KGB en Schoenfeld, el aeropuerto de Berlín Este, nadie, salvo su guía del SSD, tenía idea de su verdadera función e identidad.

Desde la calle Friedrich, dos líneas de metro llevan a Berlín Oeste. Una va hacia el norte, a Wedding y Tegel, en el Sector Francés, y hacia el sur, a Mariendorf, en el Sector Americano. La otra va al Oeste, a la estación del Zoo y el Kurfürstendamm. Tobulko subió las escaleras hacia el andén dirección Zoo y se mezcló con la gente que esperaba el tren, que entraba ya lentamente y siseando en la estación. Subió y cinco minutos después vio el enorme pilar coronado por el símbolo del Mercedes Benz que, a modo de antorcha capitalista, señalaba la frontera entre uno y otro Berlín.

No encontró ningún control al apearse del tren en la estación del Zoo y salir a las calles de Berlín Oeste. La razón era sencilla: los aliados occidentales se niegan a reconocer la división de Berlín. Instalar puestos de control fronterizos sería reconocer de facto la división hecha por los comunistas. Durante cuarenta y cinco minutos, Tobulko paseó por la zona de Ku’damm, aplicando las técnicas del oficio aprendidas en Bykovo, para asegurarse de que no le seguían. Cuando se hubo cerciorado de ello, subió a un taxi y se dirigió al aeropuerto de Tegel. Allí, sacó pasaje para el primer vuelo con destino a Frankfurt. Tampoco hubo control en la salida de Berlín ni en la llegada a Frankfurt. Cuando llegó a Frankfurt, tomó otro taxi para ir a la estación y subió al primer tren para Basilea y Zúrich.

Pocos minutos antes de que el tren llegara a Basilea, los funcionarios de aduanas alemanes y suizos recorrieron el vagón examinando la documentación. Él les enseñó un pasaporte americano. Era un documento auténtico, extendido a nombre de Roy Banwell, de Minneapolis, Minnesota, directivo de la empresa de granos Cargill. Hacía seis meses, Banwell había pasado un apacible fin de semana con una señora que no era su esposa en el Hotel Ledra Palace de Nicosia. El sábado por la tarde, mientras la pareja tomaba el sol junto a la piscina, un ladrón, con la complicidad de un empleado del hotel, entró en la suite y robó la cartera y el pasaporte de Banwell y las alhajas de su amiga. Se quedó con el dinero y rápidamente hizo varias compras con las tarjetas de crédito de Banwell, antes de destruirlas. Por la noche regaló las alhajas a su novia, una bailarina de strip-tease de un local de Limassol y aprovechó el viaje para vender el pasaporte al barman libanés del local, por cien dólares.

Aquella misma noche, el barman lo vendió a un contacto palestino por doscientos dólares. El palestino pertenecía a la organización 15 de Mayo, facción Abu Ibrahim, grupo apoyado por Siria, y mandó el pasaporte a Damasco. Su superior, a falta de mejor uso para el documento, lo vendió a su contacto del KGB por cuatrocientos dólares. Y el pasaporte acabó en la División de Documentación del Centro.

La edad de Banwell que indicaba el pasaporte era de treinta y siete años, idéntica a la de Tobulko. Cuando Feodorov envió al comandante al Oeste, se le asignó aquel pasaporte y la foto de Banwell fue sustituida por la de Tobulko. El Centro tenía un buen surtido de sellos del departamento de Estado vigentes que estampar en la foto. Se agregaron, además, unos cuantos sellos de inmigración de países de la Europa Occidental, para la cuestión de las divisas, y Tobulko se convirtió en Roy Banwell.

Desde luego, aquel pasaporte no le hubiera permitido pasar el control de aduanas de un gran aeropuerto estadounidense. Una serie de líneas, imperceptibles a la vista, atravesaban la fotografía y aquella página del pasaporte. La manipulación de una fotografía es inmediatamente percibida cuando el funcionario pasa el documento por una luz ultravioleta, porque las líneas no encajan debidamente. Pero Tobulko no tenía intención de entrar en Estados Unidos con aquel pasaporte. Era ideal para lo que él lo necesitaba, es decir, para moverse por Europa. Los policías alemanes y suizos examinaron atentamente el pasaporte y se lo devolvieron. Tobulko, con una sonrisa, volvió a la lectura del ejemplar de la revista Time que había comprado en Frankfurt. ¡Qué fácil había sido cruzar dos fronteras occidentales en menos de doce horas!

Aquellas cenas del jueves eran, para el rezident del KGB en Damasco, un ritual igual al que suponían las oraciones del viernes en la mezquita Umayyad para su invitado, el comandante Abdul Hamid Hatem, jefe del Havarat, el servicio de espionaje sirio. En los meses de invierno, se reunían en el centro de Damasco, en el Hotel Sheraton, rodeados de danzarinas, empresarios sirios y conspiradores palestinos de todos los matices políticos imaginables. En los meses cálidos, en una noche agradable como ésta, cenaban en uno de los restaurantes al aire libre de la ribera del Surati, cuyas frescas y límpidas aguas bajan de la falda del que los sirios llaman Yebel Seij y los rusos, como la mayoría de los occidentales, monte Herman.

El rezident fingía admiración y amistad hacia Hatem, aunque, de hecho, lo despreciaba. Estaba convencido de que era un pelota que debía el cargo a su condición de miembro de la secta alauita, lo que hacía de él un incondicional de Hafez al Asad, el dictador de Siria. Como el servicio al que pertenecía, Hatem era una criatura del KGB y, ahora, al igual que el hijo mimado de un rico comerciante, se permitía tratar con condescendencia al sabio maestro elegido por su padre para educarle.

Después de la cena, los dos hombres paseaban sosegadamente por la margen del río, mientras fumaban sus habanos. Hatem trataba de dar lecciones sobre la política de Oriente Medio a un hombre que la dominaba antes de que el sirio naciera. No obstante, el rezident le escuchaba con respeto. El KGB sabía que Hatem era uno de los íntimos de Assad, la puerta falsa de acceso al dictador sirio. No había más que susurrarle un secreto para que Assad lo supiera antes de una hora. Además, Moscú estaba convencido de que Assad, pese a sus vehementes manifestaciones de imperecedera amistad soviético-siria, en el fondo simpatizaba con Occidente. Por lo tanto, la misión del rezident consistía en escrutar a hombres como Hatem, en quienes Assad depositaba su confianza, en busca del primer aviso de la traición, que Moscú consideraba característica endémica de la personalidad árabe.

Llegaron al coche de Hatem y a los dos Land Rover de su escolta. Los dos hombres se abrazaron según la profusión árabe. El rezident, con vivo desagrado, sintió en la mejilla el roce de la barba de Hatem, áspera como un cardo. Desde el borde de la carretera agitó la mano, despidiendo al cortejo con falso respeto.

Luego, se dispuso a realizar el verdadero trabajo de la noche.

El rezident sabía que el Havarat le vigilaba. Descubrir las señales de la vigilancia fue fácil, al fin y al cabo, el KGB había enseñado a los sirios todo lo que sabían. El rezident también había advertido que las noches en que él cenaba con Hatem no se molestaban en seguirle, lo que le compensaba ampliamente de tener que soportar las peroratas del engreído Hatem. Él se servía de Hatem para enmascarar sus auténticas reuniones secretas, sus citas con ciertas personas, que él no quería que los sirios supieran.

El contacto de esta noche le esperaba con su conductor y guardaespaldas entre las sombras, junto a su coche, al fondo del aparcamiento del restaurante. Se estrecharon las manos efusivamente y subieron a la parte trasera del automóvil. El conductor se dirigió al norte por la carretera de Alepo, zona que el ruso sabía que aquella noche estaría libre de controles de la policía siria.

—Tengo afectuosos recuerdos para usted de Iván Sergeivich —dijo el rezident a su visitante.

—Le agradeceré que le transmita mis mejores saludos —respondió su interlocutor.

—Realmente, fue él quien me pidió que me entrevistara esta noche con usted —dijo el rezident.

El otro no dijo nada, pero le miraba fijamente. Al igual que el rezident, era funcionario del KGB, un hombre con casi una década de servicio abnegado y eficaz. También era árabe palestino, nacido en un campo de refugiados, de padres huidos de Jaffa en 1948, al principio del conflicto árabe-israelí. Ello hacía de él un caso aparte. Aunque el KGB entrenaba activamente a terroristas palestinos y los abastecía, manipulaba y utilizaba, sólo tres habían merecido la distinción de figurar en sus filas. Abu Said Dajani era el decano del trío.

—Ahora prepara o, mejor dicho, planea una operación para la que necesita su ayuda.

—Y la tendrá, inch’Allah.

—Por el momento, necesitamos que seleccione usted a cuatro hombres para la operación.

Dajani asintió.

—Por lo menos dos deben hablar alemán y los cuatro tendrán que poder trabajar en Europa sin dificultad. A poder ser, deberán haber actuado ya allí.

—¿Necesitan entrenamiento especial, cualificaciones?

—Deberán tener práctica en el manejo de explosivos. De lo demás nos encargaremos nosotros. —El rezident sacó un cigarrillo Camel del bolsillo de la americana y ofreció otro a Dajani. El palestino encendió el suyo con una cerilla que instintivamente abrigó al aire libre—. Pero, esto es importante, quiero que todos sean de la Hezbollah.

Dajani se encogió de hombros. Él era un hamullah, pariente de Abu Nidal. Este parentesco le valió ser admitido en calidad de Cachorro de Tigre como «Tigre joven» en el campo de refugiados de la OLP, a los doce años. Ello también había contribuido a su constante ascensión en las filas del terrorismo árabe, hasta llegar a la posición que ahora ocupaba, número tres de Abu Nidal y enlace con la Hezbollah, el movimiento apoyado por los iraníes, en el valle de la Bekaa del Líbano. Desde luego, su parentela, como todos sus compañeros, ignoraba sus vínculos con el KGB.

—Eso no será problema.

—¿Compensación?

—La escala de Gaddafi.

La «escala de Gaddafi» era una lista de retribuciones por actos terroristas, establecida por el líder libio en 1984 y aplicada frecuentemente por los terroristas de Oriente Medio. Los pagos oscilaban entre cinco mil libras por transporte de explosivos y ciento quince mil para la familia de un mártir, fallecido en bombardeo suicida.

—¿He de decirles algo sobre el objetivo?

El rezident reflexionó.

—Sólo que es americano y está en Alemania Occidental. Supongo que el Artista sigue trabajando en Beirut —agregó.

—Desde luego.

—Cuando haya seleccionado a su equipo, tome sus fotos y encargue cuatro 798. Aquí están los nombres y datos personales que debe poner.

El rezident entregó a Dajani un papel que el palestino guardó en el bolsillo sin abrir.

—¿Conoce personalmente al Artista?

—No.

—Bien. Cuando encargue los pasaportes, indíquele de algún modo que son de la Hezbollah.

—¿Van a necesitar visados?

—No. Cuando llegue el momento, los enviaremos desde Nicosia o Teherán a Berlín en Interflug.

—¿He de darles alguna explicación del porqué de la operación?

Nuevamente, el rezident reflexionó sobre las lacónicas instrucciones recibidas desde el Centro.

—Sugiérales que es la esperada venganza por el Airbus derribado por los americanos. Créame, si esto se lleva a cabo, habrá sangre suficiente para vengar todo un escuadrón de airbuses.

Veinticuatro horas después de su subrepticio paso a Occidente, el comandante Valentín Tobulko paseaba por la calle Bahnhof de Zúrich con todo el empaque y la naturalidad de un empresario americano acostumbrado a trabajar y viajar por la Europa Occidental. En la mano derecha llevaba una lujosa cartera Vuitton de piel, exactamente como la que cualquiera esperaría ver llevar a un hombre de su categoría. La había recogido hacía unos minutos en la consigna de la estación.

Silbando suavemente, el viajero se detuvo en el número 249, un elegante y sobrio edificio cuyos ocupantes se identificaban por una serie de discretas placas de bronce colocadas al lado de la puerta. Repasó los nombres, para cerciorarse de que allí tenía su sede la firma que buscaba y subió andando al tercer piso. La recepción hubiera podido ser la sala de espera de un médico; media docena de sillones, una mesa redonda bien pulimentada y tres discretos óleos de paisajes alpinos eran todo su mobiliario. Las publicaciones que había sobre la mesa, empero, Financial Times, Wall Street Journal, The Economist y Business Week, denotaban que las visitas que acudían a aquel despacho no se interesaban por la medicina. Era la central del Banco Privado de Crédito, una institución, como su nombre indicaba, privada, pequeña y eminentemente suiza.

Tobulko saludó afablemente a la recepcionista.

—Deseo obtener un cheque bancario, si es tan amable.

—Desde luego —respondió la joven—. ¿Por qué importe?

—Cien mil dólares.

—Siéntese, por favor. En seguida le atenderá un empleado.

Momentos después, un joven pálido con gafas de concha, envuelto en ese aire aséptico que cultivan los banqueros suizos, saludó a Tobulko y lo llevó a una habitación en la que no había más muebles que una gran mesa y dos sillas. Señaló una a Tobulko y se sentó frente a él.

—¿En qué puedo servirle?

Tobulko repitió su petición de un cheque bancario por cien mil dólares.

—En seguida. ¿Lo quiere al portador o nominal?

Tobulko sacó del bolsillo el pasaporte de Banwell y lo entregó al empleado.

—A mi nombre, por favor.

—Muy bien —dijo el empleado—. Nuestra comisión por la transacción es del 0,5%.

Tobulko puso la cartera encima de la mesa y accionó su cierre de combinación. Dentro, había una serie de simétricos fajos de billetes de cien dólares, con cien billetes en cada uno, o sea diez mil dólares. Un empleado del Banco Voslour, banco suizo de los sóviets, los había metido en la cartera veinticuatro horas antes y la había depositado en la consigna de la estación de Zúrich. Posteriormente, otro empleado había dejado el resguardo en un sobre cerrado dirigido a Banwell en el Hotel Bar du Lac. La puntualidad es una especialidad suiza, pero la seguridad lo es más; Cogió los quinientos dólares de la comisión y los pasó al empleado. Con un despliegue de suiza meticulosidad, el empleado contó el dinero a su vez, billete a billete. Luego, se llevó los billetes y el pasaporte.

A los pocos minutos, volvió con una obsequiosa sonrisa, el pasaporte y un cheque bancario por cien mil dólares.

La siguiente gestión de Tobulko lo llevó a otro banco, en éste caso la imponente central en Zúrich del Crédito Suizo, para solicitar la apertura de una cuenta. El joven que lo atendió, no menos aséptico que su congénere del Crédito Privado, miró respetuosamente la hilera de ceros del cheque que Tobulko le tendió. El funcionario del KGB pensó entonces que no hay nada que despierte tanto el interés de un banquero como esa colección de ceros. Explicó que debía viajar por Europa durante unas semanas y, aunque tenía plena confianza en el Banco Privado de Crédito, con el que trabajaba habitualmente, éste no le ofrecía servicios tan amplios en Europa como un banco de la categoría del Crédito Suizo.

El joven aprobó el sensato criterio de su visitante con una sonrisa, tomó el pasaporte de Banwell y ayudó a Tobulko a rellenar los formularios necesarios para la apertura de una cuenta.

—¿Quiere Eurocheques y una tarjeta de Eurocheque? —preguntó.

—Sí —respondió Tobulko—. Y también una tarjeta Visa, por si me interesa cargar algún pago.

—Desde luego. ¿Qué limite desea para la tarjeta de crédito? ¿Diez mil dólares?

—Será suficiente —sonrió Tobulko.

El joven rellenó rápidamente varios papeles más y luego estrechó ceremoniosamente la mano de Tobulko para darle la bienvenida oficial a la mundial familia de clientes del Crédito Suizo. Los cheques y tarjetas estarían a su disposición dentro de cuarenta y ocho horas.

Mientras Tobulko se dirigía hacia la doble puerta del banco, una sonrisa se insinuó en su cara. Los narcotraficantes sudamericanos no eran los únicos especialistas en blanquear dinero. Ahora dispondría del elemento indispensable para viajar por Estados Unidos: una tarjeta de crédito. Y nadie podría descubrir que su verdadero dueño era el KGB.

El Café Feisal. Sólo el pasar por delante del rancio café de la calle Bliss, frente a las verjas de la Universidad Americana de Beirut, removía toda la nostalgia de la que era capaz el alma de Abu Said Dajani. Como en sus días de estudiante palestino pobre al que la OLP pagaba los estudios, las ventanas del café eran un conglomerado de carteles, avisos, anuncios y caricaturas. Convocaban a los estudiantes de la universidad a todas las actividades imaginables, desde clases de kárate hasta docenas de manifestaciones de protesta por todos los males, reales o imaginarios, que afligían al mundo árabe. Durante un segundo, Dajani sintió la tentación de entrar, pedir una taza de masbout, el dulce café de Arabia, y un infame bocadillo, y dejarse envolver por las apasionadas diatribas de los estudiantes.

Pero no era el momento de ceder a la nostalgia. Tenía cosas más importantes en que pensar. Siguió subiendo por la calle Bliss hacia la calle Sadat, donde torció a la izquierda, maldiciendo mentalmente a los libaneses por no borrar del callejero el nombre del traidor egipcio. Hacia la mitad de la calle, encontró lo que buscaba: una tienda de fotografía tan sórdida y desastrada que se preguntó si su dueño habría vendido alguna cámara desde que había empezado la guerra del Líbano, hacía diez años. Pero dada la actividad real del hombre, ello probablemente careciera de importancia.

Cuando Dajani abrió la puerta, sonó una campanilla. Al entrar en la oscura tienda, un olor agobiante a meado de gato le asaltó el olfato. Parecía estar suspendido en el aire, como una niebla húmeda y repugnante que fuera descendiendo hacia el suelo poco a poco. Uno de sus responsables saltó de una de las vacías estanterías de la tienda y otro le bufó desde un rincón. Por fin, Dajani oyó un roce de cuentas de madera y vio venir hacia él a una mujer con la cabeza cubierta por un pañuelo, y el abultado cuerpo por una túnica negra. En la mejilla izquierda tenía el tatuaje azul de la tribu beduina de Howeitat.

La mujer no pronunció ni una palabra de saludo sino que le miró en un silencio hosco.

—Vengo a ver a Abu Daud —dijo Dajani.

—¿Quién es Abu Daud? ¿Quién eres tú?

—Un amigo.

—Nosotros no tenemos amigos.

—Vengo de Baalbeck.

—Como si vienes de la luna.

—Me envía el imán Fadalah. Es amigo mío. Traigo saludos respetuosos para Abu Daud.

El nombre del imán produjo un efecto visible en las hostiles facciones de la mujer. Era un imán chiíta, adiestrado en el campamento terrorista del ayatollah Hussein Alí Montazeri en Qom, Irán, y enviado después al valle de la Bekaa en el Líbano para organizar y dirigir la Hezbollah, la fanática organización chiíta que había dejado su huella sangrienta en decenas de atentados y secuestros.

Dajani sacó del bolsillo una tarjeta, la tarjeta de presentación del imán. Dajani hacía las veces de enlace entre él y Abu Nidal, y el imán iraní le había dado la tarjeta como una especie de salvoconducto para viajar entre las violentas comunidades de la zona de Baalbeck, en el valle de la Bekaa. Se la dio a la mujer.

—No sé leer.

—Abu Daud sí sabe.

La mujer reflexionó un momento. Miró airadamente a Dajani.

—Espera —ordenó.

Dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies hacia el fondo de la tienda. El roce de la cortina de cuentas de madera marcó su salida.

Transcurrieron por lo menos cinco minutos antes de que Dajani percibiera un sonido distinto al maullido hostil de la media docena de gatos que infestaban la tienda. Por fin, oyó el lento tris-tras de unas zapatillas de fieltro que se acercaban. Por entre la cortina asomó una mano que encendió una luz. Luego, apareció un hombre, un anciano arrugado de unos ochenta años. Era la una de la tarde, pero él todavía llevaba el pijama y un albornoz atado a la cintura con una cuerda. En la cabeza lucía el símbolo de un mundo árabe desaparecido hacía tiempo: un fez rojo. Miró a Dajani a través de unas gafas con montura de concha y cristales redondos, como las que llevaban los diplomáticos en los noticiarios de los años treinta.

Dajani saludó al recién llegado con una sonrisa. La reseca figura que tenía delante era la del legendario Abu Daud Sinho, el Artista. No había en el mundo documento que él no hubiera reproducido: permisos de conducir de Hong Kong, pasaportes suizos, cartas verdes USA, permisos de caza de Kenia, permisos de residencia franceses, cartillas de ahorro para emigrantes alemanes. Si el documento era importante y preciado, era prácticamente seguro que el Artista lo había falsificado.

Dajani esbozó un salaam delante de la figura leve de Abu Daud.

—Te traigo afectuosos saludos del imán —declamó con la solemnidad del almuecín que llama a la oración de la mañana.

El Artista tenía entre los dedos la tarjeta del imán. Eran dedos largos, huesudos y teñidos del color del pergamino viejo por miles de cigarrillos. «Ruego atiendan a nuestro amigo Abu Said Dajani», había escrito el imán. El Artista estudiaba estas palabras con suspicacia. La suspicacia era el rasgo de su carácter que le mantenía profesionalmente próspero y físicamente sano. Finalmente, cuando hubo tomado su decisión, devolvió la tarjeta a Dajani.

—¿Café? —preguntó.

Dajani asintió.

El Artista dio una palmada.

Et’nain masbout —gritó a la mujer de negro para pedir dos cafés.

Con un movimiento de cabeza, invitó a Dajani a sentarse en un taburete y se instaló a su lado en otro.

Después de tomar el café y mantener una lánguida conversación, el Artista miró a los ojos al palestino.

Shou? —preguntó, invitándole a exponer el motivo de su visita.

—Yo… nosotros necesitamos cuatro 798 —dijo Dajani.

Sacó un sobre del bolsillo y sobre la mesita de marquetería con incrustaciones de nácar puso cuatro fotografías de pasaporte y el papel que le había dado el rezident del KGB en Damasco.

—Aquí están sus datos personales.

—Los 798 son caros.

—Me hago cargo.

Los 798 eran pasaportes marroquíes. Formaban parte de una partida de pasaportes en blanco que había sido robada del Ministerio de Asuntos Exteriores en Rabat y se los llamaba así porque el número de serie del primer pasaporte utilizado había empezado por 798. Nadie sabía a ciencia cierta cuántos pasaportes había en el paquete robado ni cómo llegaron a manos del Artista. Él los distribuía con la cicatería de un avaro que entrega sus últimas monedas de oro. Dado que eran pasaportes auténticos que llevaban impreso el sello real marroquí, era prácticamente imposible que fueran detectados en una frontera. Ello los hacía valiosísimos para la miríada de organizaciones terroristas que el Artista surtía con admirable imparcialidad.

—Te costarán treinta mil libras libanesas cada uno.

—Conforme.

—La mitad ahora. La otra mitad, a la entrega.

—Conforme.

Dajani metió la mano dentro de su cazadora de piel negra y sacó un sobre marrón del tamaño de un libro. Lentamente, contó los billetes, que fue dejando en la mesita de nácar. Cuando hubo terminado, el Artista recogió los billetes, los metió en el sobre y se lo puso dentro del albornoz como si fuera una bolsa de agua caliente.

—Diez días, inch’Allah —dijo.

—Señores pasajeros, el capitán Graham acaba de encender el aviso de «No fumar». Iniciamos la última maniobra de descenso hacia el Aeropuerto Internacional de Toronto. Por favor, abróchense los…

Valentín Tobulko trató de inhibirse del monótono sonsonete de la azafata de Air Canada para concentrarse en los momentos que se aproximaban. El joven funcionario del KGB tenía absoluta confianza en sus documentos, en su preparación y en lo fácil que era entrar en Canadá con un pasaporte americano robado. Al fin y al cabo, ya lo había hecho hacía apenas tres meses, cuando fue a Nueva York.

A pesar de todo, era el primer momento crítico de su misión y, a pesar de sus esfuerzos por calmarse, los nervios le hacían un nudo en el estómago. Momentos después, estaba delante de la garita de cristal de un inspector canadiense de inmigración. Dejó en el mostrador el pasaporte de Banwell. El policía lo miró atentamente y cotejó la fotografía con la cara de Tobulko. Luego, lo puso encima del mostrador, alisándolo con la mano y cogió un grueso archivador. Tobulko sintió pánico. ¿Utilizaban los canadienses un nuevo procedimiento que el KGB ignoraba? ¿Había empezado el Departamento de Estado a comunicar a los canadienses los números de serie de los pasaportes robados?

Tobulko hubiera podido ahorrarse el susto. La carpeta contenía una lista con los nombres de los ciudadanos estadounidenses reclamados por las autoridades canadienses, y entre ellos no figuraba el de Roy Banwell. El inspector le devolvió el pasaporte con gesto de indiferencia.

El ruso empuñó la maleta comprada en Zúrich para ofrecer en este viaje el aspecto del turista que vuelve a casa, y la dejó en la consigna del aeropuerto. La cartera sola sería la caracterización indicada para la siguiente etapa del viaje. Tomó un taxi para ir al centro de Toronto. Allí entró en una papelería y compró un sobre acolchado. Introdujo en él el pasaporte de Banwell y lo dirigió a Roy Banwell, Lista de Correos, Oficina de Florida Avenue, Washington DC. Luego, fue en busca de la oficina de correos para enviarlo. A él nadie le pillaría entrando en Estados Unidos con un pasaporte robado en el bolsillo.

Una hora después, estaba en un tren camino de Windsor, Ontario, ciudad separada de Detroit por el río del mismo nombre. Fue a la agencia Hertz y alquiló un coche. Dijo al empleado que había tenido que dejar su coche en un taller del lado canadiense, a consecuencia de un pequeño accidente, y que dentro de unos días volvería a recogerlo.

Como identificación, utilizó su tarjeta Visa extendida por el Crédito Suizo de Zúrich y un permiso de conducir de Michigan a nombre de Banwell. El permiso era una falsificación realizada por la División de Documentación del Centro, tan buena que la única forma en que un policía de inmigración podría descubrir su falsedad sería pasando el número por el ordenador del departamento de Vehículos Automóviles de Michigan, en Lansing. Tal comprobación habría revelado que, en realidad, la licencia número 0915161821 correspondía a una viuda de sesenta y dos años llamada Schulte y residente en Grand Rapids.

Tobulko esparció ejemplares del Wall Street Journal y del New York Times en el asiento del coche. Imaginó que éstas no eran las lecturas que un inspector de inmigración estadounidense asociaría con un oficial del KGB. Luego, se dirigió hacia el puente Ambassador por el que debía entrar en Estados Unidos.

Tal como le habían advertido, el coche alquilado llamó la atención en el puesto fronterizo. Mostró al inspector su permiso de Michigan y, cuando éste le preguntó por qué conducía un coche alquilado en Canadá, Tobulko le contó el percance sufrido con su propio coche, adornándolo con un comentario sobre la idiota que se le había echado encima. Era una de las escenas ensayadas docenas de veces con sus instructores de Bykovo. Calma y naturalidad eran las palabras clave.

El inspector lanzó una mirada a los periódicos y le devolvió el permiso.

—Me gustaría mirar el maletero, señor.

Tobulko se apeó y lo abrió. Esperaba la petición. Sabía que el contrabando de droga era la mayor preocupación de los inspectores.

Minutos después, iba camino del aeropuerto metropolitano. Entregó el coche y consiguió pasaje para un vuelo de la Northwest Airline al aeropuerto Laguardia de Nueva York, donde tomó el vuelo de las ocho del puente aéreo a Washington. Al llegar al aeropuerto nacional, alquiló un coche en el que cruzó el Potomac, camino de la capital.

Poco después de las diez de la noche, Tobulko estaba sentado en el bar del Hotel Washington Hilton y daba el primer sorbo a un Martini con vodka bien frío. A pesar de que su cuerpo empezaba a acusar el cansancio del viaje y la diferencia horaria, se sentía eufórico. Se encontraba en la capital de Estados Unidos, en la que nadie, ni siquiera el rezident del KGB en la Embajada soviética, estaba enterado de su presencia ni de su objetivo. Durante un momento, sentado en el alto taburete del bar, le pareció que vivía un sueño infantil. Era invisible, pasaba entre la gente, escuchaba sus conversaciones, contemplaba sus movimientos y sus gestos y, en su pequeño mundo, ellos no reparaban en él.

BEIRUT

De los puestos ofrecidos por la Agencia Central de Inteligencia ninguno más peligroso ni difícil que el ocupado por Ray Reid, el jefe de la delegación de la Agencia de Beirut. En la pared de su despacho había una fotografía de William Buckley, su predecesor en el cargo, secuestrado por extremistas chiitas y brutalmente torturado y asesinado. Reid la tenía allí como recordatorio de lo peligroso de aquel destino, por si sentía la tentación de relajar las medidas de seguridad que regían su vida. Su camuflaje era el cargo de segundo agregado político de la Embajada, pero resultaba tan transparente como el celofán de las cajas de fresas que vendían en el supermercado de la esquina. En la, en otros tiempos, enorme Embajada estadounidense en Beirut, no había ahora más que media docena de diplomáticos, y para averiguar cuál de ellos era el hombre de la CIA no se necesitaba más habilidad que para leer el periódico de la mañana.

Reid solía comentar que hacer su trabajo sin exponerse ni exponer a sus agentes a peligros inaceptables era tan fácil como follar en un escaparate de la Quinta Avenida durante las compras de Navidad sin que nadie te viera. Su teléfono estaba intervenido y su correo era abierto por las fuerzas cristianas «amigas». Aventurarse hasta el Beirut Oeste musulmán, con sus pandillas de chiitas fanáticos era imposible. En todos sus movimientos por el Beirut Este cristiano, Reid calculaba que estaba bajo la vigilancia de por lo menos tres organizaciones diferentes, el Deuxième Bureau libanés y dos milicias cristianas rivales. Y en ningún caso podía salir del complejo de la Embajada sin la escolta de dos libaneses cristianos armados. A saber de quién dependían.

No obstante, irónicamente, la Agencia conservaba en la capital libanesa una sólida red de agentes e informadores de toda confianza. Beirut siempre había sido centro de espionaje del Tercer Mundo, un lugar en el que los espías florecían como en la Lisboa o el Estambul de los tiempos de guerra. El problema consistía en cómo comunicar con ellos. Para conseguirlo, Reid se había visto obligado a recurrir a viejas tácticas utilizadas por la resistencia antinazi durante la guerra, cuando escribió el catecismo de las operaciones clandestinas.

Esto era, en realidad, lo que hacía en este momento, circulando por la principal calle comercial de Asrafiyeh, en Beirut Este, con los guardaespaldas en el asiento delantero y el agregado comercial a su lado, hablando de béisbol. Mientras el coche avanzaba lentamente entre el denso tráfico de mediodía, Reid lanzaba de vez en cuando una mirada a las tiendas y la gente. Encontraron lo que buscaban a cien metros de la iglesia griega de los Santos Mártires: un puesto de flores en la acera. «¡Qué prueba de la resistencia del espíritu humano —pensó Reid— que, con los horrores de diez años de guerra, los libaneses aún puedan vender y comprar flores!». Al pie del puesto, un poco separado del resto de la mercancía, había un florero verde que contenía tres varas de gladiolos rojo fuego. Era la señal. Había un mensaje para él en el lugar utilizado como buzón por uno de los más valiosos y secretos agentes de la CIA en la ciudad.

Aquella tarde, al regresar a la Embajada de una reunión celebrada en la residencia del embajador en Yarze, Reid decidió pararse en una tienda de Furn-el-Sheback, que visitaba de vez en cuando. Antaño, en la época de esplendor de Beirut, su propietario poseía una galería de souvenirs sobre la cornisa situada encima del Hotel Saint Georges. Ahora se ganaba la vida vendiendo objetos de cobre y latón hechos a mano, fuentes, cafeteras, búcaros, urnas y cajas de madera de cedro con aplicaciones de nácar. Las había de todas las formas, además de tableros de backgammon, damas y ajedrez; estuches para cartas, joyeros, cajas para botones y otras fruslerías. En Navidad o en Pascua, algún beirutí compraba una para enviarla a un pariente en un lejano punto del planeta, como un recuerdo de la martirizada patria que se habían visto obligados a abandonar. Y algunos, como Reid, las coleccionaban.

Dejó a uno de sus guardaespaldas vigilando el coche y al otro, en la puerta de la tienda. Charló unos momentos con el dueño sobre los buenos tiempos de Beirut y se puso a contemplar su mercancía con fascinación.

Reid tardó veinte minutos en encontrar lo que buscaba. Era una caja de cigarrillos con un cedro del Líbano rodeado de una especie de aureola hecha de cuñas triangulares de nácar en la tapa. Uno de aquella treintena de triángulos estaba invertido. Reid cogió la caja, eligió otra al azar y las llevó al dueño de la tienda con el que se enzarzó en el regateo ritual y esperado. Luego pagó, se guardó las cajas en el bolsillo y volvió al coche.

—¡Harry! —gritó el encargado de la tienda de electrónica Silver Spring desde su puesto de la puerta—. Preguntan por ti.

Harry, que estaba en la sección de ordenadores personales, jugando con un Tandy II, levantó la mirada con gesto de irritación. Faltaban tres minutos para la hora del almuerzo. Lo último que deseaba era tener que aguantar la tabarra de un capullo que, al final, probablemente, no le compraría ni pilas para la calculadora. Miró al hombre que se acercaba, un tipo rubio con el pelo cortado a cepillo y traje de funcionario del Departamento de Estado. «No lo he visto en mi vida —pensó—. ¿A santo de qué quiere hablar conmigo?».

—Banwell —dijo el hombre obsequiando a Harry con una sonrisa afable y un amistoso apretón de manos—, Roy Banwell. Tengo entendido que es usted un as de la informática.

Harry respondió encogiéndose de hombros, gesto que denotaba lo mediocre vendedor que era. Banwell no pareció darse cuenta y abordó con entusiasmo una complicada pregunta sobre diseño asistido por ordenador. Finalmente, Harry, hambriento, levantó una mano para atajarlo.

—Oiga usted, ¿no podría esperar un poco? Es mi hora del almuerzo.

—¡Oh! —dijo Banwell en tono de sorpresa y de disculpa a la vez. Miró su reloj—. Hagamos un trato. Hay un restaurante chino en esta misma calle: el Emperatriz de China, ¿lo conoce? Es estupendo. Si está dispuesto a hablar de informática conmigo, le invito.

Harry necesitó poco más de una milésima de segundo para decidirse a aceptar. Conocía el Emperatriz de China, desde luego, pero por fuera. Aquel almuerzo le iba a dar cien vueltas al Big Mac que era su yantar habitual de mediodía.

Sin embargo, para sorpresa de Harry, durante el almuerzo la conversación no giró en torno a ordenadores. Hasta que la monísima camarera china les hubo servido un té al jazmín no advirtió Harry que Banwell empezaba a enfocar el tema motivo del almuerzo.

—Yo soy un ávido lector de periódicos, ¿sabe? —comentó.

—Hay mucha gente que lo es.

—El otro día estuve repasando el Post. —Banwell hizo una pausa—. Era el del once de mayo de 1985.

Harry sintió que se le helaba el estómago. Era el día en que el Tribunal del Distrito Federal le impuso una pena suspendida de seis meses por robar objetos propiedad del Gobierno. ¿Cómo se habría enterado este gilipollas? ¿Qué era esto? ¿Una especie de rapapolvo?

Lanzó a Banwell una mirada en la que no brillaba precisamente el agradecimiento por el buen almuerzo que acababa de tomar.

—Caray —prosiguió Banwell—, no cabe duda de que la Marina lo jodió a usted bien, ¿eh? No contentos con echarlo a la calle, lo procesan y le dejan suspendida sobre la cabeza esa sentencia de seis meses, a pesar de que usted se ofreció a devolverles su mierda de ordenadores. Se portaron como un hatajo de perfectos cabritos.

Harry hizo un ruido que tenía tanto de gruñido como de muestra de conformidad con las palabras de Banwell. Éste extendió la mano y oprimió amistosamente la muñeca de Harry.

—Harry, quiero ser franco con usted. Las cartas boca arriba, como se dice. —Tobulko había practicado los giros idiomáticos en Bykovo y estaba encantado de su soltura en el habla—. Yo trabajo para una empresa de Sant Louis que se dedica a la fabricación de equipos para medicina, la American Medical. ¿Ha oído hablar de nosotros?

Harry movió negativamente la cabeza.

—No importa. Estamos en la vanguardia de la tecnología médica. Lo que se dice en la punta de la lanza. Y necesito su ayuda.

—¿Mi ayuda? —dijo Harry.

No se habría quedado más atónito si Banwell le hubiera dicho que lo acompañara a la Casa Blanca a tomar café con el Presidente.

—Justo. Uno de los proyectos en los que estamos trabajando consiste en un aparato que estudia el funcionamiento del cerebro. En realidad, han instalado su equipo en Bethesda, en el departamento de Radiología y Diagnósticos.

—¡Eh!, un momento, oiga. Si lo que usted quiere es que me meta a husmear en Bethesda, olvídelo. Como yo ponga un pie ahí dentro empezarán a sonar todas las alarmas.

—No se trata de eso, Harry. Déjeme hablar. El aparato que tienen ahí es un magnetoencefalógrafo fabricado por una gente de San Diego que trabaja muy bien. Está conectado a un ordenador Hewlett Packard modelo Precision Spectrum. Lo que yo necesito es una copia de los datos de los cinco últimos meses almacenados en el disco principal. Para ver si la máquina de esa gente hace algo que la nuestra no puede hacer. Esto se llama investigación para el desarrollo industrial, ¿sabe a lo que me refiero?

—Lo sé, lo sé. Pero como le digo no hay puta manera de que yo pueda entrar en Bethesda. Ni aunque me llevaran en camilla me dejarían entrar en la sala de urgencias.

—Cabritos. ¿Y cuántos años trabajó allí, Harry?

—Siete.

—Siete. No está mal. Tendría amigos, ¿no?

—¿Qué quiere decir?

—Éste es el trato, Harry: yo necesito a una persona que entre en el hospital y copie unos datos de ese disco. Le llevará unos minutos como máximo. No hay que sudar ni que exponerse. No es nada. Cabe perfectamente en un disquete de gran densidad. Piense en la gente que conocía. Quizás alguien que estuviera con usted en la operación de los ordenadores y que no fuera descubierto. Usted me pone en contacto con él y, si nos entendemos, se lleva cinco mil dólares en efectivo sin que nadie se entere.

—¿Y el otro?

—Otros cinco mil cuando me entregue el disco. Nadie lo sabrá. En Sant Louis se contabiliza esto como gastos de investigación médica.

Harry meditó unos minutos. Cinco mil dólares era mucha pasta. ¿Qué había de ilegal en esto? Al parecer, nada. Empezó a repasar el fichero mental de los amigos que tenía en Bethesda.

—Déjeme pensarlo —dijo cuando la camarera puso al lado de Banwell la nota y dos galletas de la fortuna.

—Por supuesto.

Banwell pagó a la camarera, abrió una de las galletas y extrajo la cintita. Leyó la inscripción, se rió y pasó la cinta a Harry.

—Por lo visto, ésta es la suya.

Harry la alisó. Decía así: «Escucha las palabras del sabio y la fortuna te sonreirá».

En los pinares de Awkah que se elevan de las costas mediterráneas al norte de Beirut, ya era de noche. En el edificio que hacía las veces de Embajada provisional de Estados Unidos en el Líbano en guerra, no quedaban más que los guardias de Infantería de Marina, que estaban en el piso de abajo. Ray Reid abrió la caja fuerte y sacó el estuche de madera de cedro con incrustaciones de nácar que había comprado aquella tarde.

Abrió la tapa y tomó un raspador de encima de la mesa. Con cuidado, cortó la madera alrededor del triángulo de nácar que estaba invertido en la orla que rodeaba el cedro. Luego, con la punta del raspador, levantó y extrajo el triángulo. A continuación volcó el trozo de madera sobre la mesa y le dio unos golpecitos. Lo que buscaba cayó sobre la mesa: dos motas negras de microfilme no más grandes que la uña de un niño.

Reid introdujo el filme en un amplificador fotográfico y lo proyectó sobre un papel blanco, sobre la mesa. Cuando las imágenes del filme se definieron, una sonrisa de triunfo se dibujó en su cara. El viejo canalla había vuelto a ganarse la paga. Ante él había cuatro fotografías de los 798, los números de serie de cuatro pasaportes marroquíes y cuatro conjuntos de señas personales, todas ellas falsas, desde luego, y una palabra: «Hezbollah».

Faltaban unos minutos para las doce de la noche. El Centro Médico Naval de Bethesda estaba envuelto en ese silencio peculiar que tienen los hospitales por la noche, mientras, detrás de las paredes de sus corredores débilmente iluminados, unas vidas se extinguen y otras empiezan impetuosamente. El vigilante de guardia en el mostrador principal de recepción, ni siquiera levantó la mirada de su novela de bolsillo cuando el suboficial de Farmacia, Eddie Ruggerio, empujó la puerta giratoria. Como indicaba la tarjeta de identificación, con código de colores, prendida en el pecho de su uniforme, Ruggerio era uno de los más veteranos trabajadores del laboratorio.

El recién llegado cruzó el vacío vestíbulo de recepción en dirección al pasillo que conducía al edificio nueve, que albergaba las instalaciones de diagnóstico del Centro. Un marine estaba de guardia, junto a una mesa sobre la que un letrero decía: «Por una relación sexual segura, ¿conoces a tu pareja?». Al verle pasar, le dijo:

—¡Eh, chico!, no sabía que esta noche estuvieras de guardia.

—No lo estoy —respondió Ruggerio—. Sólo he venido a controlar unos cultivos.

Ruggerio entró en el pasillo que conducía al edificio nueve. En la primera planta, pasó por delante de la puerta púrpura del departamento de Radiología. Como esperaba, había una placa de plástico colgada del picaporte, parecida al cartel de «No molesten» de los hoteles. «Auxiliar de guardia, en la “cueva”», decía.

Ruggerio fue a grandes zancadas hacia la «cueva», una cafetería, abierta las veinticuatro horas del día para el personal del hospital, en el centro del edificio nueve. Apenas había una docena de personas tomando café o fumando. Distinguió al auxiliar de guardia del laboratorio de Radiología enfrascado en animada conversación con una bonita enfermera negra de Urgencias. De sus tazas de café salían espirales de humo. Todavía estarían allí un rato.

Comprobado esto, Ruggerio volvió sobre sus pasos, tratando de disimular los movimientos nerviosos de sus piernas mientras se acercaba a la puerta púrpura del departamento de Radiología. A veinticinco pasos de la puerta, empezaron a fallarle los nervios.

«Pero ¿por qué carajo tengo yo que hacer esto? Estoy poniendo en el alero dieciséis años de servicio en la Marina. ¿Qué me harán si me descubren? Puedo acabar en la prisión naval de Portsmouth con esos condenados guardianes que te atizan sólo por mirarles».

Ya estaba a la altura de la puerta. Volvió la cabeza. Detrás de él, el corredor se veía vacío y silencioso; delante también. Nadie le vería pasar la puerta púrpura. Cinco mil dólares. Cinco mil dólares en efectivo por un pequeño disco, era lo que prometía pagar el conocido de Harry, el tipo de Saint Louis. Casi automáticamente, su mano se cerró sobre el picaporte y lo hizo girar. Como se figuraba, no estaba cerrado con llave. Entró.

Ruggerio se apoyó en la puerta. Jadeaba de angustia. ¿Qué carajo les decía si le pillaban ahí dentro? O’Rourke, buscaba a Charley O’Rourke, había venido a ver si estaba de guardia, si quería bajar a la «cueva», a tomar café. Tuvo que hacer un esfuerzo para despegarse de la puerta y echar a andar por el largo corredor que conducía a las varias dependencias del departamento.

«¿Estás embarazada? —le preguntaban dos carteles, en español y en inglés—. Si lo estás, adviértelo al técnico de rayos X.»

«¡Puta mierda! —pensó—. ¿Estaré embarazado? Por el peso que tengo en la barriga en estos momentos, no me sorprendería».

El equipo de magnetoencefalografía estaba al fondo del corredor, detrás de otros equipos de exploración. Había una salita, por si el paciente tenía que esperar. Detrás estaba el equipo, el aparato en su cámara desmagnetizada que parecía una sauna, y delante la sala de control. En el centro se hallaba el blanco y resplandeciente ordenador Hewlett Packard que él venía a violar. Al verlo, volvió el nerviosismo.

Tendría que poner en marcha el maldito cacharro que se iluminaría como un árbol de Navidad. Repasar los directorios del disco duro en busca de los datos de las exploraciones y copiar los cuatro últimos meses en su disquete. ¡Hostia!, todo eso le llevaría varios minutos. ¿Qué carajo iba a decir que estaba haciendo allí si alguien entraba mientras el artefacto zumbaba y chirriaba como una máquina de coser? ¿Qué buscaba la dirección de Charley O’Rourke? ¡Y una mierda!

—Cinco mil dólares —murmuró para tranquilizar sus nervios.

Con dedos temblorosos, sacó del bolsillo el disquete que llevaba consigo. Cuando buscaba el interruptor del ordenador, su mirada tropezó con una gaveta situada junto al panel de mando. Contenía dos series de disquetes. La primera estaba marcada como «disquetes en blanco». La segunda llevaba una etiqueta de «datos de exploraciones». Miró los dos discos que contenía. Evidentemente, eran copias de las exploraciones realizadas, un disquete por trimestre. El tío quería los cuatro últimos meses. «A la porra la máquina», pensó Ruggerio. Cogió los discos de los dos últimos trimestres y se los guardó en el bolsillo. Dio media vuelta y se dirigió rápidamente hacia la puerta púrpura y hacia la tranquilidad.

Los coches avanzaban lentamente por la congestionada calle L en dirección a la calle Catorce. Valentín Tobulko sonreía asombrado ante el espectáculo que se ofrecía en la acera. Apenas a cinco manzanas de la Casa Blanca y, ¿de quién era la calle a las dos de la madrugada? Pues no de los políticos, sino de las prostitutas. Contemplaba la escena ávidamente. La mayoría de las mujeres eran negras y llevaban unas minifaldas de satén que les ceñían los altos y prietos glúteos, revelando unas piernas oscuras y largas, que terminaban provocativamente en altísimos y afilados tacones sobre los que paseaban, contoneándose, o se precipitaban hacia los coches. Notó con satisfacción que se le ponía dura. ¿Se atrevería a gastar algo del dinero del KGB con una o dos de esas muchachas, subir a un hotel cercano y tener una noche de orgía antes de regresar a Moscú? Nadie lo sabría. Pero ¿y el sida? Todas las prostitutas americanas tenían sida, se decía. Por lo menos, las negras. Al igual que muchos de sus compatriotas, en el fondo, Tobulko era racista. Pero aquellas mujeres negras, altivas y desafiantes, exudaban una sexualidad misteriosa, fuerte e incitante que le calentaba como nadie lo había hecho en Moscú.

Al llegar a Vermont, acercó el coche al bordillo. Dos muchachas se desviaron hacia él riendo y moviendo los pechos al andar. Una metió la cabeza por la ventanilla, introduciendo una cascada de rubios bucles postizos. Una nube de perfume barato invadió el coche como un banco de niebla procedente del mar.

—Hola, guapo, ¿quieres una cita? —le tentó.

En aquel momento, él vio al marine de paisano, que surgía de entre las sombras y se acercaba al coche.

—Ahí viene mi cita —rió Tobulko.

Las prostitutas miraron a Ruggerio.

—¡Eh! —hizo la de la peluca rubia—. Peligro de sida.

Ruggerio se sentó al lado de Tobulko. El hombre del KGB volvió a introducir el coche en la corriente del tráfico.

—¿Lo traes?

Ruggerio se palpó la chaqueta.

—Aquí lo tengo. Y más de lo que usted pidió, Banwell. Tengo los disquetes de los seis últimos meses.

Tobulko silbó suavemente.

—A ver.

Ruggerio sacó los disquetes del bolsillo. A la luz de un farol, Tobulko distinguió el sello de la Marina de Estados Unidos y la inscripción Centro Médico de Bethesda impresa en la etiqueta.

—¿Trae usted lo mío? —preguntó el marine.

Tobulko sacó un sobre del bolsillo y lo pasó a Ruggerio.

—Cuéntelo.

Los ávidos dedos del marine fueron pasando lentamente, uno a uno, los billetes de cien dólares. Estaba eufórico. Había hecho el trabajo sin ningún tropiezo. Y estaba pensando en cómo gastar el dinero. Ante todo, una rápida visita al pasaje de Harvard Street, a comprar un poco de «nieve» a alguno de los vendedores callejeros. Luego, corriendo al bar Torbellino a reunirse con Regine, la bailarina exótica de las tetas como huevos de elefante. Ya le miraría con mejores ojos, ya, cuando le metiera un poco de «azúcar» de Colombia por la nariz.

Tobulko observaba a Ruggerio con desdén mientras éste terminaba de contar. Él también hacía planes. Ya se le habían pasado las ganas de llevarse a un par de prostitutas de la calle L. Al día siguiente, recogería el pasaporte de Banwell en la oficina de Correos que estaba al lado del hotel, se iría a Nueva York y allí tomaría un avión para Londres. Salir de Estados Unidos con pasaporte robado no era problema. Luego, volaría a Estocolmo y allí subiría al transbordador de Leningrado.

—Conforme —dijo Ruggerio—. Da gusto hacer tratos con usted, señor Banwell.

Tobulko volvió a arrimar el coche al bordillo. Tendió la mano al marine.

—Gracias por su ayuda —dijo—. Por si no lo sabe, le diré que esta noche ha prestado usted un gran servicio a la ciencia médica.

WASHINGTON, DC

Art Bennington colgó el teléfono bruscamente. El contestador, siempre el maldito contestador de mierda. Cogió un clip, lo retorció dándole formas y lo tiró a la papelera. Debía de estar de viaje y no recogía los mensajes. Cerró el cajón central de su escritorio con un golpe seco. Qué cosa tan tonta. Él era un hombre hecho y derecho, ¡por Dios! ¿Por qué reaccionaba como un mozalbete calenturiento? Echó la llave al cajón y se levantó. Tenía ganas de volver a verla. Y luego estaba aquella pequeña sospecha que no dejaba de roerle: ¿Sabía ella realmente su nombre por habérselo oído al camarero del Jean Pierre’s? Una cuestión de poca importancia, pero que quería despejar.

Art suspiró. Ahora le esperaba otra clase de diversión. Tenía que subir a almorzar con el Director. Un almuerzo privado, le dijo la secretaria cuando llamó, el Juez quería charlar con él. Estas palabras le habían producido un escalofrío. ¿Sería ésta una charla tan amistosa como la que mantuvo con Colby?

Uno de los chicos del blazer azul lo condujo al comedor del Director, contiguo a su despacho. Almuerzo privado, desde luego. La mesa estaba puesta para dos. El del blazer le explicó que el Director llegaría en seguida, que había ido al otro lado del río pero que ya venía. Se había retrasado unos minutos. Era la una y diez cuando por fin el Juez entró en el comedor.

—Perdone, Art. He tenido que ir al Capitolio, Comité de Supervisión. Esa gente no para de hablar. —Miró al camarero—. Yo tomaré un Bloody Mary. ¿Otro para usted, Art?

Bennington no se lo hizo repetir. El Director señaló la mesa.

—Vamos a comer. Me muero de hambre.

En cada plato había un menú escrito. Eligieron mientras Fernando, el camarero, les servía las bebidas.

—Salud, Art —dijo el Director—. En nuestra última reunión estuve un poco brusco con usted. Lo siento. Estaba furioso por la pérdida de aquel agente. Y aún lo estoy.

«Pero ¿qué es esto? —pensó Bennington—. ¿El primer director contrito en la historia de la CIA? ¿O quiere darme ungüento anestésico para que no sienta la puñalada?».

—No tiene que disculparse, señor Director, la brusquedad es prerrogativa del cargo.

—He pensado mucho en nuestra última reunión —prosiguió el Director—. Aquella en la que hablamos de la vidente que fue asesinada en Nueva York, ¿lo recuerda?

—Por supuesto. Desgraciadamente, no hemos podido averiguar quién la delató al KGB. Sólo pudo ser una amiga comunista a la que el FBI está investigando.

—Probablemente usted se llevaría la impresión de que yo era un completo escéptico acerca de los fenómenos paranormales que ustedes estudian.

—Sí, puede decirse que ésa fue la impresión. Sin embargo, no es usted el único.

—¿No? —preguntó el Director. Movió afirmativamente la cabeza tres o cuatro veces, como si tratara de hallar la respuesta a un acertijo desconcertante—. Pues ya no estoy tan seguro.

Bennington se puso rígido. No era la frase que esperaba oír en boca de aquel hombre.

—Hace una semana, tuve una experiencia francamente impresionante. Por eso he querido almorzar con usted. Quiero describírsela, confidencialmente, desde luego. Con su formación médica y científica usted sabe de estas cosas más que ninguna otra persona de esta casa.

El Director tomó un sorbo de Bloody Mary, conservando el líquido en la boca mientras ponía en orden sus ideas.

—Fue en la madrugada del jueves. Mi esposa se despertó gritando. Tenía una pesadilla. Dijo que soñaba que su hermana estaba ahogándose y la llamaba pidiendo socorro. En su sueño las dos eran niñas y nadaban en un lago de los montes Ozark al que solían ir en vacaciones. Vi que el despertador marcaba las cuatro treinta y dos. Procuré calmarla. Kelly y Eldon, la hermana y el cuñado de mi mujer, estaban de viaje por Francia, en una de esas rutas gastronómicas en las que se usa la Guía Michelin como mapa de carreteras.

—Sí —rió Bennington—; sé a lo que se refiere. Ni museos ni catedrales: sólo restaurantes de tres estrellas.

—Exacto. Eso creía yo por lo menos. El martes, al llegar aquí, recibí una llamada de nuestro embajador en París. El coche en el que viajaban Kelly y Eldon había sido arrastrado en la garganta del Tarn por una riada repentina, durante una lluvia torrencial. —El Director tomó otro trago. Estaba impresionado—. Y lo que más me cuesta digerir, Art, es que cuando las aguas se llevaron el coche, el generador se anegó y la corriente eléctrica se paralizó.

Bennington sintió el mismo roce en el hombro, el leve soplo en la mejilla que había experimentado a veces cuando trabajaba con Pat Price o cuando comprobaba los sorprendentes resultados de las localizaciones de Ann Robbins, la insinuación de una fugaz visita de allende las fronteras del espíritu.

—Cuando encontraron el coche, vieron que el reloj del cuadro marcaba las diez treinta y dos. Los franceses nos llevan seis horas de adelanto. Eso son las cuatro treinta y dos de la madrugada, en Washington.

—Mi mujer y yo no podemos pensar en otra cosa —prosiguió el Director—. No se lo he dicho a nadie porque, francamente, me da miedo hacer el ridículo. Pero esta historia me ha trastornado las ideas.

—No se sienta un caso único, señor Director. Hace cuatro mil años que la gente tiene experiencias como la suya. Pero cuénteselo usted a un puñado de testarudos hombres de ciencia y le dirán: «Sí, muy interesante. Muchas gracias». Y, en cuanto salga usted por la puerta, se olvidarán. Dicen que todas las noches miles de personas tienen sueños premonitorios y que la premonición nunca se cumple.

—Pues esta vez se cumplió, Art. Yo lo he vivido. Mejor dicho, mi mujer. Sé que ocurrió. Vi con mis propios ojos la hora que marcaba el despertador.

—Señor Director, no lo dudo. Ni dudo de algunas de las cosas que he visto en los treinta años que llevo trabajando en esto para la CIA. Pero mientras no encontremos la manera de hacer encajar estas cosas en una sólida estructura científica, seguirán siendo fábulas.

—Pero ¿cómo lo explica usted? ¿Cómo pudo ser?

—Explicarlo no puedo. Ni yo ni nadie. Lo único que podemos hacer es idear teorías.

—¿Por ejemplo?

—Pues en la civilización occidental se cree que el conocimiento es individual y particular. —Art golpeó su vaso y luego el del Director—. Que el de cada uno es distinto, que está localizado en el tiempo y el espacio. Pero supongamos que esa suposición es falsa. ¿Y si el conocimiento fuera dual? ¿Y si tuviera naturaleza de onda, además de naturaleza particular?

—Eso suena físicamente imposible.

—La luz tiene ese carácter dual. Cuando los físicos llegan a los límites infinitesimales de la realidad, encuentran partículas subatómicas como la Rho que, al parecer, también lo tienen. Entonces, ¿por qué no ha de tenerlo nuestro conocimiento? Ello le daría acceso a regímenes de tiempo y espacio, que de otro modo no serían accesibles.

El camarero se acercó con los platos del almuerzo y los puso en la mesa.

—¿Café? ¿Té?

—Agua muy fría —dijo Art.

—Para mí, té, como siempre —dijo el Director—. En fin, todo esto me parece fascinante, desconcertante y, desde luego, alarmante.

—Peligroso, además —advirtió Art—. Los riesgos son grandes. Riesgos políticos y de opinión pública. Y hay personas que llegan a obsesionarse de tal modo que acaban majaretas. Con decirle que teníamos aquí a uno que quería utilizar a un médium para hablar con nuestro gran espía Penkovsky, después de que los rusos lo mataran. Por si se había olvidado de decirnos algo.

—A lo mejor habría que volver a reclutarlo para que nos concertara una charla con el agente que perdimos últimamente —rió el Director.

Art tomó un bocado de lenguado a la parrilla y sonrió al Director. Ya había olvidado el recelo con el que había entrado en la habitación.

—En ese ambiente se ven cosas divertidas. El viejo McDonnell de la McDonnell Douglas era un apasionado de estos estudios. Le parecía estupendo que los rusos estuvieran tan intrigados por lo paranormal porque estaba convencido de que, con ello, encontrarían a Dios y entonces se habría acabado el marxismo.

—Con un poco de suerte, quizá no necesitemos a Dios para acabar con él —rió el Director—. Tenemos a Gorbachov. —Apuró su Bloody Mary—. Ese dichoso sueño me ha hecho cambiar de actitud respecto a su trabajo.

—Estas cosas existen desde hace mucho tiempo, señor Director. Al fin y al cabo, la Biblia, en cierta manera, viene a ser un catálogo de fenómenos psíquicos. Aristóteles, el gran racionalista, estaba fascinado por los sueños proféticos como el que tuvo su esposa. Sir Francis Bacon que, al fin y al cabo, fue el fundador del método científico, quería investigar la curación por medios psíquicos.

—Pues ya son nombres.

—¿Y los zahoríes? Hace cuatro mil años que hay personas que andan por ahí buscando agua con un bastón. Y siguen utilizando ese método, a pesar de los adelantos conseguidos por la ciencia en este siglo.

El Director se echó atrás en la silla, ladeó la cabeza y sonrió.

—Al cabo de tantos años, Art, usted debe de tener su propia teoría sobre ello, una explicación racional a la que una mula de Missouri como yo, vieja y práctica, pueda hincarle el diente. ¿Cómo se enfrenta a ello por la noche, cuando no puede dormir?

—Cuando no puedo dormir es porque tengo otras preocupaciones, como la de procurar que me llegue el sueldo a fin de mes.

—En serio, Art. Usted, que es médico, ¿cómo se lo plantea?

Art se encogió de hombros.

—Mi teoría favorita se basa en las llamadas «resonancias de Schumann» que reverberan en uno y otro sentido desde el cinturón Van Allen de la ionosfera y el campo magnético de la superficie de la Tierra. Llevan iones hacia arriba y abajo.

—¿Y qué tienen que ver con el sueño de mi mujer?

—Bien, hay que dejar que la imaginación dé un par de saltos —rió Bennington—. Muchas de las frecuencias de las resonancias de Schumann son del orden de los diez hercios. Ésa es también la frecuencia del campo electromagnético de la Tierra. De manera que cuando la vida, animal, vegetal y humana, aparecía en la Tierra, era expuesta a un baño electromagnético del orden de los diez hercios de frecuencia, ¿no?

—Sí —convino el Director. Había dejado la mitad de la ensalada—. Imagino que sí.

—Desde luego. Cuando usted se siente bien, las ondas alfa de su cerebro vibran a diez hercios. Lo mismo que si flexiona usted el bíceps. Es un espectro de frecuencia que, según estamos comprobando constantemente, utilizan los insectos y los animales en sus mecanismos sensores.

Había ahora más interés en la cara del Director del que Bennington había visto en cualquiera de sus anteriores entrevistas.

—¿Entonces esas frecuencias podrían ser la explicación de las pesadillas de mi esposa?

—Es una hipótesis. Tan buena como cualquier otra que pueda salimos al paso. Está demostrado que las células humanas pueden detectar esas señales e interpretarlas. Pero no tenemos idea de cómo puede una célula enviar un mensaje. Ninguna. ¿Dónde está la fuente de energía? No la hay.

—O sea que usted puede explicar cómo recibió el mensaje mi mujer, pero no cómo lo envió su hermana.

—Teóricamente. Lo cual nos lleva otra vez a la cuestión que planteé en la reunión en la que hablamos del asesinato de la vidente. Por el momento, en esta vía de muy baja frecuencia, el tráfico parece ir en un solo sentido: todo, hacia las células. No encontramos nada que salga de ellas. Pero ya es bastante peligroso. Eso puede abrir la puerta a la utilización de estos fenómenos para influir en el comportamiento. —Bennington comprendía que el Director tendría que poner fin a la entrevista muy pronto. Se bebió el agua helada—. ¿Recuerda el caso del individuo del Departamento de Estado que dijo: «Los caballeros no leen el correo ajeno»?

—¿El idiota que casi nos hace perder la Segunda Guerra Mundial tratando de hacernos abandonar el programa de descifrado de claves?

—El mismo. Pues bien, los caballeros tampoco hurgan en la sesera ajena. Pero mucho me temo que dentro de poco lo harán.

Era el momento de hacer las copias, la última operación de la rutina semanal que Arlene Doxie debía realizar antes de iniciar el período de libertad del fin de semana. El disquete con los datos de las exploraciones trimestrales se ponía al día una vez a la semana. Cada vez que se utilizaba el magnetoencefalógrafo de Bethesda, se hacía de inmediato una copia de la exploración, para los ficheros del Centro y otra para el neurólogo del paciente o para el investigador del Instituto Nacional de Sanidad, División de Ciencias del Cerebro, que utilizaba la máquina en su trabajo.

Aquel viernes por la tarde, cuando la muchacha miró en la gaveta de las copias, observó con sorpresa que faltaban los discos del trimestre actual y el anterior. «Esto es muy extraño», pensó Arlene. Quizá los había mezclado con los nuevos. Miró entre los nuevos. No estaban. Ella era meticulosa en su trabajo, lo cual no era extraño en una licenciada en Informática por la Universidad de Columbia. Desde luego, no costaría nada volver a copiarlos. Toda la información estaba en el disco duro y copiarla en los disquetes era fácil. Probablemente, los originales habían sido enviados por error con el historial de algún paciente a algún neurólogo de la zona de la capital. El lunes lo comprobaría. «¿Se lo digo al encargado del departamento —pensó—, o me olvido de ello?».

En cualquier caso, el asunto podía esperar. Se perfumó con una nube de Arpège y se fue hacia la puerta. Tenía cosas mejores en perspectiva para aquella noche.

Cuando Xenia Petrovna llegó a la barrera de seguridad, ya había anochecido. En Moscú el otoño es un interludio breve, un nostálgico suspiro por el verano que se ha ido antes de que empiece el interminable invierno. ¿Sería acaso una alegoría de su idilio con Iván Sergeivich? Los guardias del KGB ya conocían su Citroën, pues no en balde aquélla era su cuarta visita al pabellón de caza del Director General, desde aquel domingo por la tarde. No obstante, el joven capitán de guardia observaba el procedimiento de seguridad con una lentitud desesperante, como si le produjera un perverso placer demorar su llegada a la cama del jefe.

Feodorov oyó el coche y salió a recibirla. Ya tenía el fuego encendido en la enorme chimenea. La alfombra de piel, de tacto sedoso como la marta, estaría extendida delante de las llamas. La última vez, lo hicieron en la alfombra, delante de las brasas. El recuerdo de aquellos instantes le electrizaba todo el cuerpo. Pero, a pesar del deseo que empezaba a encenderla, se apeó con calculada lentitud y avanzó hacia Feodorov con movimiento mesurado. Por instinto y por vocación, Xenia Petrovna era una seductora.

Él acababa de llegar de la plaza Dzerzinski. Cuando estuvo frente a él, Xenia Petrovna sacudió su melena rubia y esbozó una sonrisa a la vez burlona e invitadora. Sin una palabra, se deslizó entre sus brazos. El abrazo fue largo y sensual. Durante el beso, ella se apretaba contra él con las caderas, satisfecha de sentir cómo se endurecía él a su contacto.

Se apartó lentamente y levantó la mirada hacia sus ojos oscuros de expresión casi sombría.

—¿Cómo está mi déspota georgiano esta noche? Pareces preocupado.

—Ahora que puedo abrazarte, ya nada me preocupa.

Vaniusha, Vaniusha, ¿de verdad esperas que las mujeres crean esas bonitas mentiras?

—¿Creerlas? No; me conformo con que las acepten.

La tomó del brazo y echaron a andar hacia el chalet, haciendo que sus caderas se rozaran como anticipando su próxima comunión. Por primera vez en aquel otoño, ella vio en el aire la filigrana plateada de su aliento. Otro anuncio del invierno.

—Estoy deseando quitarme este traje —dijo Iván Sergeivich al entrar en el chalet.

Sus dedos fuertes le recorrían la espalda lentamente, jugando con cada vértebra.

Como en todas las demás visitas, Xenia Petrovna había elegido cuidadosamente su vestuario, desde la lencería francesa de seda hasta el ajustado pantalón de piel, fabricado en Frankfurt, y el jersey de cachemir de Harrod’s. El efecto que producía era exactamente el que ella deseaba.

Cuando él volvió, con jeans y jersey de lana gruesa, tenía en la cara una expresión que ella había visto otras veces, una mirada que siempre le había parecido curiosa en un hombre dotado de un poder tan absoluto. Era la mirada del muchacho que acaba de decidirse a proponer a un compañero un juego prohibido.

—Esta noche vamos a hacer algo diferente.

—No muy diferente, mi vida —dijo ella—. El programa de las otras veces me pareció estupendo.

—Vamos —ordenó él.

Accionó varios interruptores de un panel situado al lado de la puerta y la llevó afuera. Luces disimuladas alumbraban el sendero del lago.

—Un baño sería diferente, desde luego, dorogoy, querido mío —dijo ella—, pero me parece que iba a resultar tan sexualmente excitante como un plato de lentejas hervidas.

—Para ser una neuróloga eminente, muestras una alarmante tendencia a sacar conclusiones equivocadas —observó Feodorov.

Al llegar a la orilla, la condujo hacia la izquierda. A unos cien metros, se reflejaba en el lago una mancha de luz que se veía entre los árboles.

Procedía de una cabaña de troncos, réplica moderna de la tradicional isba campesina. Él abrió la puerta. Era la versión lujosa, para el director general del KGB, de una institución que, a lo largo de ocho siglos, ha sido una constante de la vida rusa: una banya o caseta de baño. Había un cuartito para dejar la ropa, la parilnya, la cámara de vapor con amplios bancos de madera como los de las saunas, y una pila de agua fría. Por último, estaba la sala de reposo, una Meca donde los peregrinos hallarían el premio al término de su viaje. En un rincón, de una cubeta llena de cubos de hielo, asomaban botellas de vodka, cerveza, agua mineral y champaña. Es decir, que la visita a la banya no estaba totalmente improvisada.

Feodorov cerró la puerta.

—Después de un día agotador, me gusta darme un baño.

Efectivamente, una larga y relajada velada en una caseta de baño era tradicional entre la elite soviética. Pero no era la clase de baño que el Director General del KGB proyectaba. Lentamente, se quitó la chaqueta y la colgó. Cuando ella se quitaba el jersey por la cabeza, sintió sus manos en las costillas y dedos que se movían ávidamente sobre la superficie lisa del estómago. Luego, imperiosamente, se metieron por debajo del cinturón deslizándose sobre la seda de las bragas. Él la apretó contra sí y otra vez ella lo sintió duro, ahora con las nalgas. Él la aprisionó unos momentos. Sus cuerpos, unidos, se mecían suavemente. Luego, ella se desasió.

—Primero lo primero, Vaniusha —rió.

Acabaron de desnudarse y entraron en la cabina del baño. Ella tomó una pastilla de jabón y la sumergió en un cubo de agua caliente. Luego, con movimientos largos y juguetones empezó a enjabonarle. Poco a poco, él tomó el aspecto de una estatua reluciente bajo la lluvia, cubierto por una capa de jabón con guirnaldas de espuma que se deslizaban por el pecho, la espalda y las piernas. Luego, ella cogió un mitón de crin.

—Se acabó la diversión por el momento —anunció ella apoyando la áspera superficie en su piel.

Con mano firme, le frotó desde el cuello hasta los tobillos, imprimiendo a cada movimiento del guante la inflexible determinación de la madre que da su baño semanal a un niño travieso.

—Me has desollado —murmuró él, cuando ella hubo terminado—. No creo que te hayas dejado ni un poro.

—Espero que no, doushka, cariño. Ahora frótame tú a mí. —Le besó suavemente—. Pero con suavidad, por favor.

Cuando él terminó, los dos estaban cubiertos de una capa resbaladiza de jabón, como antiguos luchadores griegos, con el cuerpo engrasado para el combate. Se abrazaron riendo. Sus cuerpos resbalaban entre sí con incierta sensualidad.

Feodorov la llevó a las duchas y, después, al centro ceremonial de la banya, la parilnya, la cabina de vapor. Su gran hogar estaba cubierto de piedras candentes, algunas al rojo vivo por el calor de la caldera.

El Director General arrojó un cubo de agua a las piedras. Una nube siseante de vapor subió hasta el techo de madera. Repitió la operación una vez, y otra, y otra, hasta que la cabina se llenó de una niebla plateada y en su piel se mezclaron las gotas de sudor con el vapor condensado.

En un rincón de la cabina había una docena de veniki, varas de abedul, elemento indispensable del casi místico rito que representa para el ruso el baño purificador.

—Échate, Vaniusha —ordenó Xenia Petrovna.

El Director General se tendió boca abajo en uno de los bancos de madera que rodeaban la cabina. Xenia Petrovna tomó un haz de varas de abedul y, haciéndolas silbar en el aire, golpeó con ellas la piel mojada de Feodorov, la cual enrojeció. De nuevo levantó las varas y las dejó caer en su espalda, con más fuerza. Él se retorció en silencio. Se cree que los azotes con la vara de abedul estimulan la circulación, y los buenos rusos deben soportarlos en estoico silencio. «Veremos lo buen ruso que tú eres», rió para sí Xenia Petrovna, y levantó otra vez las varas.

Cuando no pudieron seguir resistiendo el calor sofocante, pasaron a la pila de agua fría, que marcó un breve y sereno intervalo hasta la recompensa del cuarto de descanso. Feodorov lo había diseñado como una especie de cama-habitación. Se secaron y se dejaron caer en el enorme colchón doble que cubría casi todo el suelo. Feodorov se acercó a un radiocasete y puso una grabación de Cuadros de una exposición de Musorgski. Luego, llenó dos vasitos de vodka helado. Brindó con Xenia Petrovna.

—¿Por qué brindamos?

Ella pensó un momento.

—¿Conoces el brindis judío?

—No.

—Los judíos dicen: Le Chayim, por la vida. Me gusta. En momentos como éste la vida parece maravillosa. —Acercó su vaso al de él—. Le Chayim.

Él vació el vaso de un solo trago y ella, en varios sorbos. Relajados por el calor del baño, permanecieron tendidos en el colchón, con los cuerpos entrelazados, dejándose inundar por la música y el vodka. El vapor y la impresión del baño helado habían amortiguado el ardor de Feodorov. Pero no durante mucho tiempo. Los dedos de Xenia Petrovna se encargaron de volver a despertarlo. Cuando ella hubo terminado su trabajo, él la cubrió con un gruñido de placer. Ella le esperaba. Él entró de prisa y tan profundamente que ella sintió en las ingles la presión de sus huesos. Se movían despacio, sin acelerar apenas el ritmo hasta que Feodorov sintió que, de un oscuro pozo muy hondo empezaba a subir el placer. Su respiración se hizo más rápida.

En aquel momento, Xenia Petrovna se detuvo. Riendo, le empujó por las caderas obligándolo a apartarse.

—¡Oh!, no, no, no. Aún es muy pronto para eso, daushika —susurró.

Él gruñó. Xenia Petrovna le obligó a tenderse de espaldas y entonces se puso a horcajadas, muy erguida, y volvió a recibirlo. Echó el cuerpo hacia atrás ligeramente, apoyó las palmas de las manos en el colchón y reanudó sus movimientos circulares. Él, atenazado entre sus rodillas, empezó a seguir sus movimientos.

—¡Quieto! —ordenó ella.

Despacio, muy despacio, negándose a acelerar al ritmo de los gruñidos y jadeos de él, Xenia Petrovna dejó que actuara su magia, acomodándose sólo a su propio placer.

Debajo de ella, el cuerpo del hombre empezó a temblar ligeramente. Él puso los ojos en blanco.

Da, da, da —gimió—. ¡Ahora!

—Todavía no, Vaniusha —rió ella—. Voy a hacerte explotar.

Con estas palabras, ella reanudó sus movimientos, ahora con más lentitud todavía, inclinando el cuerpo ligeramente hacia atrás, supeditando el placer de él al suyo propio. Él sudaba, jadeaba y suplicaba una liberación, pero ella se negaba a acelerar la martirizante lentitud de sus movimientos mientras saboreaba la turgencia que sentía dentro.

—¡Ahora, Vaniusha! —gritó cuando su propio placer empezó a recorrerle el cuerpo—. ¡Ahora! ¡Todo para mí!

Con un imperioso empujón final, lo llevó al orgasmo.

Góspodi! Góspodi! ¡Dios! ¡Dios! —gritaba él—. Yaumerayu!, ¡me muero!

Levantó las caderas temblando, explotando realmente y luego se dejó caer en el colchón, exhausto. Ella permaneció a horcajadas sobre él unos momentos, deleitándose en los decrecientes espasmos de su placer. «Qué extraordinario —pensó—. Este hombre tan poderoso, durante estos momentos está completamente dominado por mí».

Con una risa suave, ella se separó de él y se tendió a su lado, mirándole fijamente. Le pellizcó suavemente el labio superior con uñas escarlata.

—Mi adorado Vaniusha —susurró riendo roncamente—, ¿no te parece que un hombre de tu posición debería invocar a una divinidad diferente en esta situación? Tal vez deberías gritar: ¡Vladimir! ¡Vladimir!, o ¡Karl! ¡Karl! Quizá hiciera el mismo efecto.

Cuando volvieron al chalet, ella estaba hambrienta. El fuego rugía en la chimenea y en el aparador había el acostumbrado despliegue de exquisiteces. Cenaron en el silencio indolente de las personas sexualmente agotadas. Después, él puso en el vídeo una cinta de James Bond. Xenia Petrovna sabía que el director general del KGB se divertía mucho con las películas de Bond. Apenas empezaba la película, sonó un teléfono en el chalet.

A los pocos segundos, se oyó un timbre.

—Es una llamada que debo atender. —Se acercó a un teléfono—. Da —dijo secamente. Escuchó un momento—. ¡Magnífico! —gritó. Otra pausa—: ¡Magnífico! —repitió—. Métalo en un coche y mándemelo aquí cuanto antes.

—¿Una buena noticia? —preguntó ella cuando él volvió a sentarse en la alfombra, delante del televisor.

—Excelente —respondió él liberando con el mando a distancia el interruptor de pausa.

Minutos antes del alarde gimnástico final de Bond, Xenia Petrovna oyó crujir la grava del camino bajo unos neumáticos.

—El final ya lo he visto —dijo él—. Tú puedes seguir viéndola. En seguida vuelvo.

Vaniusha, me marcho. Tú tienes trabajo.

—No, no, quédate. Te necesito aquí.

Él volvió poco después de que acabara la película. Hacía oscilar en la mano una bolsa de papel marrón.

—Lo siento, pero tenemos que volver a nuestros asuntos cotidianos. —Le mostró el sobre—. Aquí hay unos discos de ordenador con los gráficos de una de tus máquinas mágicas en acción.

—¿Un magnetoencefalógrafo?

—Exactamente. Tienes que encontrar el registro de una exploración que fue hecha el diecisiete de agosto.

Ella asintió.

—Nos interesa, concretamente, un reconocimiento que tuvo que empezar después de las doce y cuarto y terminar antes de las dos y media de la tarde.

—No creo que sea difícil localizarlo. La lectura completa lleva cuarenta y cinco minutos.

—Nos consta que el paciente tuvo un acceso de furor mientras era examinado. —Sacó del sobre dos discos y se golpeó con ellos las yemas de los dedos en actitud pensativa—. Me dijiste que si dispusieras de un magnetoencefalograma hecho a una persona mientras sufría un acceso de cólera, podrías encontrar la señal electromagnética que había provocado su furor.

Xenia Petrovna sintió una opresión en las sienes. «Sí, te lo dije —pensó—. Yo puedo encontrar esa señal en un disco grabado en mi magnetoencefalógrafo, en una exploración dirigida por mí, en mi laboratorio, en circunstancias controladas por mí. No en un disquete hecho por Dios sabe quién, cuándo y dónde». Pero tomó los discos sin decir nada.

—Encuéntrame esa señal, Xenia. La necesito.

Ella miró los disquetes y levantó la cara, sorprendida.

—¿Centro Médico Naval de Bethesda? ¿En América? ¿Quién puede interesarte en América?

Él la contempló fijamente con la mirada que había aterrorizado a una generación de disidentes. No hacía falta que le advirtiera que no debía contar a nadie lo que iba a revelarle. Se lo decía el brillo de aquellos ojos de georgiano.

—El Presidente de Estados Unidos.

El almirante Peter White miró su reloj con evidente impaciencia. En su calidad de director del Departamento Médico de Bethesda, el médico personal del Presidente tenía que asistir a las reuniones semanales del alto personal del Centro. Uno a uno, los jefes de departamento exponían sus pequeños triunfos de la semana, una letanía estadística de logros intrascendentes. De vez en cuando, se agregaba el reconocimiento de un pequeño fallo, pecadillos veniales cuya confesión no impresionaba al director. Los triunfos importantes eran pregonados puntualmente en otros lugares y los grandes fallos solían disimularse, cuando se podía. «En resumidas cuentas —pensaba White—, valor de la reunión: cero en la escala Richter».

En aquel momento, las preocupaciones del almirante no tenían que ver con la ciencia médica. Dentro de cuarenta y cinco minutos tenía que estar en el campo de golf del Country Club Chevy Chase, y, si el encargado de Radiología y Diagnósticos no terminaba pronto, llegaría tarde al partido.

El buen señor hablaba de ordenadores y recordaba a los reunidos los robos de material informático que el Centro había sufrido hacía años. Pues bien, la semana anterior se había advertido que los dos últimos disquetes con los gráficos del magnetoencefalógrafo habían desaparecido, robados, seguramente. Eran disquetes caros. Alguien los habría apropiado para volver a venderlos o para usarlos en su propio ordenador. Se estaban revisando las medidas de seguridad para la conservación de los objetos de valor, precaución que tal vez deberían tomar también los otros departamentos del centro.

No fue sino media hora después, mientras dejaba el coche en el aparcamiento del club cuando White cayó en la cuenta de que los gráficos del magnetoencefalograma del Presidente tenían que estar en uno de los disquetes desaparecidos. La idea le produjo un momentáneo espasmo de inquietud. Pero el que faltaran sólo diez minutos para la hora en que se le reservaba el té le ayudó a ahogarla. Al fin y al cabo, la identidad del Presidente estaba en clave. Además, ¿quién iba a querer toda esa información inútil?

—¡Ahí está todo! —Genadi Glebov, Cuatro Dedos, jefe del Quinto Directorio del KGB, encargado de la represión de los disturbios nacionalistas en las quince repúblicas de la URSS, señaló con el muñón del índice el informe que acababa de entregar al Director General del Centro—; todo lo que les sacamos durante el interrogatorio, más un inventario completo de lo hallado en la cueva, hasta la última bala.

Feodorov contempló el informe y miró a su subordinado. Cuatro Dedos tenía la expresión del que acaba de olfatear algo muy desagradable, quizá una cagada de perro, y se dispone a mandar a alguien a limpiarlo. La metáfora no era disparatada, según Feodorov. Aquel informe era un montón de cagadas de perro, desde luego, y Cuatro Dedos esperaría de él que ordenara una enérgica acción de limpieza. Unos niños que jugaban junto a un río de Tayikistán habían descubierto una cueva llena de armas. El KGB hizo vigilar la cueva y detuvo a dos jóvenes que iban a descargar más armas. Uno era un antiguo guerrillero afgano y el otro, un pamiri de las montañas de Tayikistán que hablaba farsi y había pasado tres años estudiando en Teherán ilegalmente.

—¿Dijeron para qué pensaban usar todo eso? —preguntó a Cuatro Dedos.

—¿Para qué? En esa maldita cueva había armas para equipar a todo un batallón de infantería, Iván Sergeivich: AK47, M-11 americanos, tres clases de morteros, pistolas ametralladoras y hasta dos cohetes TOW. ¿Para qué diablos cree que iban a usarlo? ¿Conoce a alguien que cace jabalíes con cohetes? Ésos quieren empezar una revolución, ni más ni menos.

El encendido color de la cara de Cuatro Dedos indicaba claramente su furor y exasperación. Era el perfecto exponente del funcionario del KGB de la vieja escuela, feroz y brutal, para quien el colmo de la sutileza es una buena bofetada. Feodorov suspiró.

—No esperaba que los repartieran el Primero de Mayo como premios de declamación, camarada. Me refería a si averiguaron cuándo pensaban empezar a usarlas y cómo. ¿Existe un plan de ataque general en el fondo de todo esto?

—Dijeron que tenían órdenes de guardarlas para lo que ellos llaman el Levantamiento de los Mártires. No tenían idea de lo que es eso. Probablemente, cuando hubieran reunido armas suficientes.

—¿Sabían si había otros depósitos?

—En concreto, no. Dijeron que éste era el único escondite al que habían llevado armas. Pero uno de ellos, el afgano, reconoció que había oído decir que hay toda una red de depósitos de armas en Tayikistán y también en Kazajistán.

Feodorov frunció los labios como si fuera a silbar, pero no lo hizo.

—¿No estaría fanfarroneando?

—Por la forma en que le interrogaban, no lo creo.

El Director General del KGB sabía que la lógica de la respuesta era irrefutable. No se podía cerrar los ojos a la trascendencia del descubrimiento. Había una red de depósitos de armas, desde luego ¿Cuántos? ¿Dónde? Si aquellos bestias musulmanes habían podido pasar todo lo que habían encontrado en la cueva sin ser vistos, ¿cuánto más habrían introducido en el país? Esto significaba que detrás estaba la mano de una organización que sabía exactamente cómo y cuándo iba a utilizar estas armas.

—Supongo que serían sufíes.

—Naturalmente, los muy canallas.

—¿Revelaron algo más?

—Nada más. Su único contacto era el murshid y él los buscaba a ellos. Las armas las conseguían en Afganistán, de las antiguas existencias de los mujaidines y luego las pasaban de contrabando.

—¿Viven todavía?

—Apenas. Pero no les sacaremos nada más. Están bien exprimidos.

Feodorov se levantó. No se había molestado en invitar a Cuatro Dedos a sentarse, en prueba de su desdén hacia el viejo chekista. Pero ahora le estrechó los hombros en ademán de camaradería.

—Buen trabajo, camarada. Bien hecho y de prisa.

Feodorov empezó a pasear por la alfombra, con las manos en la espalda. Aquello había ido más lejos y más de prisa de lo que había imaginado.

—Ahí abajo vamos a vernos envueltos en una guerra colonial, Genadi Petrovich. Como los franceses en Argelia y los ingleses en Kenia. Como Somoza y los sandinistas, y Castro contra Batista. Pero esta vez los colonialistas seremos nosotros. ¿Imagina? Nosotros, los herederos de Marx y Lenin, nosotros, que siempre apoyamos los movimientos de liberación. ¡Ahora el mundo nos gritará a nosotros! ¡Los malditos opresores imperialistas seremos nosotros!

La amarga ironía de la situación enfurecía a Feodorov.

—Esos canallas utilizarán contra nosotros todo lo que nosotros les enseñamos. Todas las técnicas que enseñamos a la OLP, al IRA, a las Brigadas Rojas, a toda esa basura. Ellos nos convertirán en un hatajo de parias a los ojos del mundo. Cincuenta años de trabajo, destruidos.

Se paró y señaló a Cuatro Dedos con ademán acusador, como si fuese su subordinado y no una horda de fanáticos musulmanes anónimos quien fomentara la insurrección.

—Yo le diré lo que van a hacer. Le diré lo que van a hacer exactamente. Una noche cualquiera, en el cumpleaños del Profeta, o el aniversario de una de esas batallas islámicas con las que siempre andan a vueltas, sacarán las armas. Entonces atacarán todo lo que sea rojo: nuestras legaciones, las comisarías de policía, las centrales del Partido, tal vez incluso los cuarteles del ejército. En cien lugares diferentes.

»Y nosotros reaccionaremos como una manada de elefantes en estampida, que es exactamente lo que ellos quieren. Una reacción exagerada. Les enviaremos al KGB. Les enviaremos a esas tropas de bisoños del Ministerio del Interior que dispararán a la menor provocación. Enviaremos los tanques y el ejército. Y cuando terminemos, en nuestras repúblicas musulmanas no quedará ni un solo marxista-leninista. Organizaremos la más grande conversión en masa que ha visto el mundo.

Esta insólita explosión tuvo el efecto de calmar la ira de Cuatro Dedos.

—Entonces, ¿qué piensa hacer, Iván Sergeivich?

—Presentaré su informe al Secretario General en la próxima reunión del Politburó.

—¿Qué? —explotó Cuatro Dedos—. ¿Y de qué va a servir eso? Si es él quien nos ha metido en este atolladero. Él y su glasnost, dejando que en el Báltico cada idiota del país se queje si no le gusta… Dejando que los armenios asesinen impunemente…

—Es el Secretario General del partido, camarada —dijo Feodorov en tono de reproche.

—No de mi partido. No del partido de Marx y Lenin y Stalin en que se me enseñó a creer. Su partido es el de quinientos intelectuales de Moscú. —El viejo chekista escupió la palabra «intelectual» como si fuera una fruta amarga.

—Y de la mayoría del Comité Central —rió Feodorov, pero en su voz había tanta alegría como en una oración fúnebre.

—Enseñarle ese informe será tan útil como ponerle a un elefante el pito de un mosquito —rezongó Cuatro Dedos.

El Director General soltó una carcajada, ésta auténtica. En aquel momento un timbre le anunció una llamada urgente.

Da! —contestó con voz áspera.

—La doctora coronel Cherbatov al aparato —dijo su ayudante.

—Sí.

Su voz se suavizó al oírla.

—Iván Sergeivich. Estoy con tres de mis colaboradores. En el disco que nos entregó hemos encontrado la exploración que le interesa. Empezó a las doce y diez, cinco minutos antes de la hora que usted indicó. Terminó a la una.

—¿Y bien?

—A las 12:27, el paciente tuvo un acceso de cólera.

—¿Está segura?

—La zona se iluminó como un faro. Hicimos un análisis espectral para conseguir la señal que desea. Está tan clara como las campanadas de medianoche.

Feodorov estaba de pie. Ahora se sentó en su sillón como el hombre que se desploma bajo el peso de una noticia asombrosa.

—¿No hay duda de que es la señal precisa?

—Ninguna duda. En el diagrama del ordenador está localizada en el mismo lugar que las de los otros casos que habíamos estudiado. Y sus tres componentes de frecuencia están precisamente en el espectro donde nosotros esperábamos encontrarlos.

—Después la llamaré.

Feodorov colgó el teléfono. Se quedó mirando su mesa en silencio. Conque ya lo tenían. Podía hacerse. Lo único que se necesitaba era valor. Si tenía éxito, ello evitaría a la Rodina, la patria, el calvario que prometía el informe que tenía ante los ojos con tanta seguridad como el infierno promete nieve. Si fracasaba, no cabía duda de cuál sería el precio. Una generación anterior de bolcheviques estuvieron dispuestos a morir por sus creencias. ¿Lo estaba él? Miró a su adjunto.

—Se ha terminado la reunión, camarada —dijo—. Regrese a su departamento. Yo me encargo de esto.

Cuarenta y ocho horas después de hablar por teléfono con Xenia Petrovna, el Director General del KGB estaba en el lindero de un bosque de abetos, con una escopeta de caza Purdy de dos cañones apoyada en el brazo. A su izquierda, a veinticinco metros recortándose sobre un fondo de árboles, veía la figura de Igor Ligachev, su compañero del Politburó. A la derecha, escondido por unos árboles, estaba el tercer hombre de la partida de caza, Viktor Chebrikov, antecesor de Feodorov en el cargo de director del KGB. Ante ellos, unos campos ondulados, salpicados de matorrales, se extendían hasta una línea de árboles situada a unos cuatrocientos metros donde los batidores habían empezado a avanzar en semicírculo golpeando los matorrales con sus largas varas y emitiendo un canto gutural, como un grito de guerra zulú.

Las tres escopetas observaban, adivinando en la espesura el movimiento de las aves que inexorablemente eran empujadas hacia el campo abierto y la muerte. A poco menos de cien metros del puesto de Feodorov, salieron los primeros faisanes, que arañaron el aire frenéticamente hacia la ilusoria salvación del cielo.

Feodorov levantó la Purdey y siguió el arco ascendente de una de las aves ofreciéndole una pequeña posibilidad de escapar. Al intuir que su presa había alcanzado su altura máxima, disparó.

El disparo fue perfecto. Durante un emotivo instante, el faisán permaneció suspendido en el aire, aleteando para sustraerse al abrazo de la gravedad. Luego, inerte como una piedra, cayó al suelo. Feodorov recordó la observación de uno de sus investigadores, la «luz de la muerte», un destello de radiación emitido por una célula en el momento en que la vida la abandona. ¿Era la «luz de la muerte» aquel instante en el que su faisán había planeado en el apogeo de su ascensión? ¿No sería un presagio?

Cuando los últimos faisanes fueron levantados, los batidores recogieron las piezas cobradas mientras los tres compañeros del Politburó volvían al chalet de Feodorov. Por supuesto, en la chimenea ardía un buen fuego y la mesa estaba bien provista de comida y bebida. Durante un cuarto de hora, comieron y bebieron delante del fuego, riendo, contando chistes obscenos e intercambiando comadreos del Kremlin. Aquellos dos hombres representaban la cúpula de la correosa vieja guardia del Politburó, enemigos acérrimos de la perestroika y la glasnost y de todo lo que simbolizaban y representaban estas reformas. Por fin se hizo el silencio. Sus invitados sabían que el jefe del KGB no les había invitado sólo para cazar el faisán. Feodorov interpretó su silencio como la señal para empezar. Sacó un par de informes de la cartera, el de Cuatro Dedos y un resumen de los últimos incidentes registrados en las repúblicas musulmanas.

—Leed, camaradas —dijo.

Chebrikov fue el primero en terminar.

—Tenía que ocurrir. ¿Qué se podía esperar con todo esto de la glasnost? Tarde o temprano, tenían que producirse disturbios: georgianos, ucranianos, armenios. ¡Pero los musulmanes! Era lo peor que podía ocurrir.

Ligachev, el curtido realista, devolvió los papeles a Feodorov con un airado movimiento de la muñeca.

—¿Y qué hacemos?

Feodorov esperaba la pregunta.

—Podemos hacer tres cosas. Podemos actuar contundentemente desde este momento. Sellar las fronteras con un despliegue del ejército. Ordenar arrestos preventivos de los sospechosos y deportarlos a Siberia. Imponer la ley marcial, el toque de queda y registrar el terreno en busca de depósitos de armas. Haremos algún estropicio, pero encontraremos esas armas. Y, desde luego, ejecutar a todo el que encontremos con un arma en la mano o en uno de esos escondrijos.

—¡Bravo! —exclamó Chebrikov—. Así es como hay que resolver estos problemas.

Ligachev contempló la entusiasta expresión de su camarada con aire de atónito desdén.

—Viktor Alexandrovich, tiene razón, desde luego. Eso es exactamente lo que haría un gobernante sensato. Pero aquí hay un problema.

—¿Qué problema?

—Que no tenemos un gobernante sensato. Antes que hacer tales cosas, nuestro Secretario General regalaría Siberia a los americanos. ¿Cuál es la segunda opción? —preguntó a Feodorov.

—No hacer nada, salvo poner sobre aviso a nuestra gente. Esperar que los musulmanes den el primer paso, que salgan a campo abierto. Y entonces, con un rápido contragolpe, aplastarlos.

—Ésa no es la solución —replicó Ligachev—. Es una fórmula para el suicidio. Los que dejan que el enemigo pegue primero tienen una vida muy corta.

—Hay una tercera vía.

La forma en que Feodorov dijo estas palabras dio a entender a sus interlocutores que aquélla era la razón por la que habían sido invitados a cazar faisanes. Lentamente, sin ahorrar detalles, él les expuso el plan. En cada etapa, hacía un análisis de las ventajas y de los riesgos. Cuando acabó de hablar, sus oyentes estaban atónitos, tan sobrecogidos por la idea como por sus peligros. Ligachev, veterano de tres décadas de intrigas en el Kremlin, estaba asombrado además por otra cosa. «¡Qué listo es este bandido de Feodorov! —pensaba—. No es de extrañar que dirija los órganos. Al contarnos los detalles de su plan lo que pretende es comprometernos».

Chebrikov examinaba el plan con mentalidad de policía, buscando el fallo que había escapado a los arquitectos que lo habían construido.

—¿Por qué la Casa Blanca no captará las señales electromagnéticas que enviamos? Después de lo que hicimos a su Embajada con nuestros bombardeos de microondas, están obsesionados por las señales electromagnéticas.

—La Casa Blanca dispone del sistema de detección de ondas electromagnéticas más sensibles del mundo. —Feodorov no pudo impedir que una leve sonrisa de triunfo acompañara sus próximas palabras—. Pero tiene un gran defecto, y es que sólo detecta las señales de más de cien hercios. La nuestra será de unos quince. Se colará por debajo de su gran barrera protectora electromagnética.

—¿Cómo se puede ser tan estúpido?

—No son estúpidos. Tampoco nuestros sistemas de seguridad captan esas señales.

—¿Y por qué no?

—Porque no tienen potencia suficiente para accionar dispositivos secretos ni transmitir mensajes. Entonces, ¿para qué tratar de detectarlas?

Chebrikov, o así parecía a su antiguo adjunto, iba eliminando puntos de una lista que se había confeccionado mentalmente.

—¿Y el Presidente? —dijo—. ¿Cómo puede estar seguro de que va a reaccionar como usted espera?

—No puedo estar seguro. —Chebrikov iba a replicar, pero Feodorov le contuvo con un ademán—. Y sólo puedo estarlo de una cosa: durante esta crisis, el Presidente sufrirá periódicos accesos de furor. Cuando la gente se enfurece, cuando pierde el control, suele hacer cosas irracionales. Especialmente la gente que tiene un talante como el suyo.

Mientras ambos hablaban, Ligachev se había levantado y se había acercado al fuego. Tenía un brazo apoyado en la robusta repisa de piedra y miraba fijamente las llamas. «¿Qué diablos estará pensando?», se preguntaba Feodorov. Él era la clave. Sin el apoyo de Ligachev, no se atrevería a seguir adelante. Si las cosas salían mal, quedaría al descubierto.

—Pero hay más —dijo. Hablaba a Chebrikov, pero sus palabras estaban destinadas a Ligachev, que cavilaba junto al fuego—. En una crisis, el Presidente de Estados Unidos es un hombre mucho más poderoso que nuestro Secretario General. Él es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Sólo él tiene autoridad para pulsar el llamado botón rojo. En nuestro sistema, no hay ningún individuo con tanto poder.

Ligachev se volvió.

—Es un plan peligroso, Iván Sergeivich. Muy, muy peligroso.

—Eso me consta.

—Si en Occidente llegara a saberse que nosotros estamos detrás de esto, Iván Sergeivich, que Dios le ayude, porque yo no lo haré.

—Sea, camarada. Estoy dispuesto a aceptar la responsabilidad del fracaso.

—Incluso es posible que yo mismo tenga que pedir su ejecución al Comité Central.

Feodorov inclinó la cabeza en un gesto que quería ser de sumisa aceptación de tal eventualidad.

«Sí —pensaba—. Podrás pedir mi ejecución después de que yo haga escuchar al Comité Central la cinta de esta conversación».

—Si llega a asociársenos con esto sería un desastre. —La cara de Ligachev mostraba un ceño tan indeleble e inmutable como el sello grabado en un anillo. «Ceño permanente», solía pensar Feodorov. Deberían extenderlo y entregarlo a cada nuevo miembro del Politburó junto con el pase del Kremlin.

—No tienen por qué asociarnos. Los americanos mirarán hacia donde se supone que deben mirar.

—Iván Sergeivich —Ligachev pronunció el nombre del Director del KGB como el juez pronuncia el del acusado antes de la sentencia—, en su plan no veo más que riesgos, terribles riesgos.

Feodorov intuía que en el interior de aquel hombre había tensiones en pugna, tensiones que Ligachev aún tenía que reconciliar plenamente.

—Y a nosotros no nos gusta que los riesgos sean un factor que afecte a nuestras decisiones. —Ligachev titubeó un momento—. Pero hay un riesgo mucho mayor que todos sus riesgos combinados: el de un levantamiento musulmán contra nuestro Gobierno. Si se desata un levantamiento nacionalista, tendremos a diez nacionalidades reclamando la independencia a gritos.

El dirigente soviético suspiró profundamente. Era un suspiro de nostalgia por una URSS que desaparecía a marchas forzadas y de la que él era el último abogado y portavoz.

—¡Estos occidentales! Imaginan que nuestro imperio es Hungría y Polonia y Checoslovaquia. ¡Necios! No comprenden que nuestro imperio está aquí, en nuestra propia casa.

Lentamente, se acercó al bufete y se sirvió un vaso de vodka. «No es el momento de interrumpir sus pensamientos», se dijo Feodorov. Ligachev miró el vaso airadamente antes de vaciarlo de un trago.

—Si uno solo de estos movimientos nacionalistas prospera, la Unión Soviética se desmembrará. Tendremos cinco o seis naciones, no una. ¡Una superpotencia! —rió ásperamente—. Seremos una potencia de tercera, una India o una Argentina que suplicará unas migajas de la mesa de Occidente.

—Eso significa que cree que debemos intentar mi plan —le tanteó Feodorov.

Ligachev arrojó el vaso a la chimenea. El vaso explotó contra la piedra con un ruido fuerte y seco.

—Quizá nos cuelguen a todos por eso. Pero ¿para qué diablos está el KGB si no…?