MOSCÚ
El Honda de tres años, modelo Civic Custom Cruiser representaba lo último en el transporte suburbano americano. Una deteriorada pegatina de «Bush for President», seguramente la única en todo Moscú, se desprendía del parachoques delantero. Cómo había resistido la pegatina los rigores del invierno ruso era un misterio que Bill Witter no llegaba a comprender. Por si fuera poco, los dos guardabarros exhibían gran diversidad de abolladuras y arañazos, muestras, según aseguraba Witter, de la determinación de su esposa de demostrar en las calles de la capital soviética que a las conductoras americanas no se las intimida fácilmente. Una calcomanía azul y blanca de Colby, pegada en el ángulo inferior derecho de la luna trasera, recordaba a Witter a diario tanto la ausencia de su hijo mayor como la más importante disminución de sus ingresos anuales de funcionario del Gobierno de Estados Unidos, categoría SES2.
El guardia de la puerta saludó a Witter con un ademán familiar cuando éste salió con el coche del edificio amarillo de la embajada estadounidense y se unió a la corriente del tráfico de la calle Caikovskovo. Al igual que casi todos los aspectos de la vida de Witter, aquellas salidas para correr a la hora del almuerzo formaban parte de una existencia rígidamente reglamentada. Lanzó una mirada al retrovisor, buscando uno de los sedán Moskvich verde oscuro que solían seguir a los diplomáticos, especialmente, a los diplomáticos americanos, en Moscú. Hoy no había ninguno. O bien los sabuesos habían salido a almorzar o se habían desentendido de la carrera diaria del tercer secretario.
Witter avanzaba con rapidez por la avenida Smolenski. Al llegar a Moscú, descubrió con gran satisfacción que los embotellamientos no eran una de las delicias que el socialismo deparaba a sus adeptos. Su punto de destino era uno de los lugares en que más le gustaba correr, la imponente puerta de piedra que daba acceso al parque Gorki. Su enorme aparcamiento estaba casi vacío, otra razón, pensaba Witter, para cantar las alabanzas de Marx y Lenin. Hizo sus ejercicios de calentamiento, puso una casete de arias de Verdi interpretadas por Pavarotti en el walkman, lo introdujo en la faja del chándal, se colocó los auriculares y se dirigió hacia el parque.
Witter corría por los senderos familiares con paso mesurado y elástico, aspirando profundamente el húmedo aire primaveral. Una brisa del sur, muy leve, casi tímida, acariciaba las ramas de los abedules, como preguntando si la capital soviética estaba dispuesta para recibir las bendiciones de la primavera. Witter había observado que los moscovitas, a los que no asaltaban las ruidosas distracciones de la vida occidental, conservaban una encantadora capacidad para saborear los más simples goces de la vida, como pasear por los parques para contemplar el avance de las estaciones. Caminaban envueltos en aquel manto de silencio tan característico de las masas rusas, manifestación externa de su capacidad para soportar las adversidades. Para Witter, ello era símbolo del heroico estoicismo que había permitido a aquel pueblo rechazar las legiones de Napoleón y los tanques de Hitler y sufrir las interminables privaciones que conlleva la construcción del nirvana socialista.
Su recorrido pasaba por delante del restaurante Pl’zenski con sus olorosas salchichas chisporroteando en el asador, al fondo de uno de los senderos que las autoridades del parque inundaban en el invierno para los patinadores. A unos cientos de metros sendero adentro, Witter vio lo que buscaba, una lata vacía de PepsiCola puesta encima de una papelera verde. Era la señal convenida. Allí estaba al mensaje. Giró por el sendero situado a la izquierda de la papelera, al tiempo que regulaba el volumen del walkman. Entonces oyó el «clic» familiar. A pesar de su entrenamiento, Witter no pudo reprimir un estremecimiento al oírlo.
Lo que Witter hacía en aquel momento era la tarea más rudimentaria del espionaje: recoger un mensaje. Pero, para ello, utilizaba la tecnología más avanzada de la CIA. En algún lugar de los dos o trescientos metros delante de él —no tenía ni idea de dónde— estaba escondido un diminuto transmisor a pilas del tamaño de un microcasete. El movimiento del mando del sonido de su walkman había enviado una señal al transmisor que había accionado su fuente de alimentación. El mensaje del agente, cifrado en los bloques de cinco letras habituales, estaba pasando al walkman de Witter a la velocidad de dos mil caracteres cada treinta segundos, mientras él escuchaba a Pavarotti en Che gelida mattina. El mensaje fue repetido tres veces antes de que Witter oyera el segundo «clic» que indicaba que la transmisión había terminado.
Lo mejor del sistema era su discreción. Witter no tenía que extraer el mensaje del tronco de un árbol como solían hacer los agentes de la CIA antaño, mientras miraban nerviosamente por encima del hombro, buscando al hombre del KGB dispuesto a saltar sobre ellos. El agente no volvía al lugar en el que había dejado el pequeño emisor. Éste era de un solo uso y su propia batería lo fundía dejándolo convertido en lo que a simple vista parecía un excremento de gato. El agente tenía escondido en su casa una codificadora-grabadora que cabía dentro de una caja de cigarrillos Belomoranal, con numerosos transmisores. Insertaba un transmisor en el aparato, grababa el mensaje y ya estaba listo para actuar. En aquel momento, mientras Witter corría por el sendero, el transmisor estaba borrando automáticamente el mensaje antes de accionar el programa de autodestrucción.
Sudando un poco más de lo habitual, Witter volvió al coche y regresó a la embajada. Inmediatamente, se dirigió a lo que llamaban «la bóveda», una cámara sin ventanas situada en el tercer piso. La cámara se abría con un cerrojo informatizado del que sólo tres miembros de la CIA, el jefe local, su delegado y Witter tenían la clave. Cuando estuvo encerrado en la bóveda, Witter sacó el ejemplar de la CIA de la antigua clave del coronel y una pequeña máquina reproductora parecida a su walkman.
Aquel juguete era otro invento de los técnicos de la CIA. Witter insertó la casete de Pavarotti en la máquina y se puso a trabajar. Un cabezal especial del walkman había grabado el mensaje en su cinta, en el pequeño espacio comprendido entre la primera y la segunda pista. Un funcionario del KGB que escuchara la cinta en un reproductor que no fuera el especial de la Agencia, no habría oído nada más que la soberbia voz de Luciano Pavarotti.
Consciente de la gran responsabilidad que le incumbía, Witter trabajaba con lenta y metódica precisión. Desde el arresto y ejecución del coronel Oleg Penkovsky, acaecido veinte años antes, la CIA no había tenido un agente en la Unión Soviética que fuera ni por asomo tan valioso como el coronel Viktor Sbirunov. Los desertores eran moneda corriente en la CIA, moneda valiosa, sí, pero un agente colocado era un diamante, un tesoro de valor incalculable.
Sbirunov había sido reclutado quince años antes, cuando era agregado militar en París. Desde entonces, había conseguido introducirse en la Secretaría Militar del Comité Central, depósito de la más secreta información militar de la URSS. Era hombre de extraordinaria sangre fría y valor, movido, según había podido advertir la CIA, al igual que Penkovsky, por el sueño de una opulenta existencia en Occidente cuando su espionaje hubiera concluido. El sueño estaba a punto de realizarse; una cuenta corriente en el Lombardy Bank del Quai de l’Île de Ginebra contenía bastante más de tres millones de dólares dispuestos para el día en que Sbirunov decidiera dejar atrás el frío de Moscú y disfrutar la recompensa por quince años de peligroso servicio.
Por una ironía del servicio, Witter nunca había intercambiado ni una palabra con el coronel, aunque, desde luego, lo había visto un instante, durante los contactos directos y tenía sus facciones estampadas en la memoria por las horas pasadas contemplando su fotografía. El contacto del coronel era el funcionario que lo había reclutado en París. A fin de mantener el elemento de confianza esencial entre el agente y el contacto, el funcionario acudía desde Langley cada vez que el coronel viajaba a Occidente. A pesar de que aquel hombre tenía varios años más que Witter, éste sentía por él la preocupación de la madre que tiene a un hijo en un trabajo peligroso, como conductor de coches de Fórmula I o agente infiltrado en el narcotráfico.
Por ello, Witter experimentó un súbito estremecimiento de aprensión, mezclado con excitación, al llegar al fin del mensaje del coronel. Éste pedía un contacto directo. Evidentemente, debía de tener planos o documentos que quería pasar a la Agencia y que no podía enviar con el transmisor. El responsable de organizar el encuentro sería Witter. Un contacto directo era la piedra de toque del oficio, una operación para la que hombres como Witter eran entrenados con el mismo rigor con que se enseña a los marines el manual de armas. Bien ejecutado, un contacto directo pasaba inadvertido aunque debía de realizarse en un lugar concurrido. Ello hacía del contacto uno de los actos más complejos que un agente de la CIA podía realizar. Un agente, por experimentado que fuera, no podía contemplar este encuentro en las calles de Moscú sin que el dedo tembloroso del miedo le hurgara en las entrañas.
Reuniones. Art Bennington, entre un grupo de peatones que esperaban en el semáforo de la calle F, esquina con la calle Diecisiete, casi gruñó audiblemente la palabra. Cuando en la CIA llegas a un cierto nivel pasas más tiempo en reuniones que un productor de Hollywood. La reunión que suscitaba sus alegres pensamientos se celebraba en el llamado «ambulatorio» de la Agencia, un deteriorado edificio de oficinas de la calle F, a pocos minutos a pie del edificio de oficinas de la Presidencia adyacente a la Casa Blanca. Los altos cargos de la CIA lo utilizaban como refugio, supuestamente discreto, para reuniones inter-agencias. En realidad, aquel edificio era uno de los lugares que la gente señalaba con sonrisa de complicidad y, en opinión de Bennington, era tan seguro para las reuniones como el aparcamiento de la embajada soviética.
El tema de la reunión de esta mañana era el seguimiento de la investigación del asesinato de Ann Robbins. La investigación les había llevado adonde Bennington siempre sospechó: a ningún sitio. Pasó por los trámites de seguridad con los chicos del blazer azul en la puerta y luego se presentó al ama del refugio, la funcionaría de recepción que le indicó el número de la sala asignada a la reunión.
Casi todos los demás ya estaban esperándole. Desde luego, estaba Pozner, de la oficina de Seguridad Interior del departamento de C y T. Había también un funcionario de la NSA y un teniente coronel de la Agencia de Inteligencia de Defensa al que Bennington no conocía y Mike Pettee, de la oficina del FBI de enlace con la CIA. Pettee era un tipo corpulento, nadador olímpico, en la especialidad de espalda. Como de costumbre, llevaba corbata de lazo estampada en dibujo estilo paisley con fondo amarillo, prenda que a Bennington le pareció tan anacrónica en la capital en la actualidad como una chistera o unas patillas en forma de chuleta de cordero. Pettee había estudiado en Notre Dame y Bennington se dijo que probablemente creía que aquellas corbatas armonizaban con los deportivos muchachos procedentes de universidades de alto copete con los que tenía que tratar en Langley.
Los tres hombres estaban hablando de un tema de trascendencia mundial, como correspondía a un grupo de personajes de su rango y condición: los fichajes de los Redskins de la Liga de Fútbol Americano, en el último draft. Bennington se sirvió un café y se sentó a la mesa. Faltaba uno: Paul Mott, de la División de Contraespionaje de la CIA. El Director se había empeñado en que Contraespionaje llevara la investigación, con lo que Mott se convertía en presidente de facto del pequeño comité.
Los chicos de Contraespionaje no eran muy queridos por sus compañeros de la Agencia, motivo por el cual, probablemente, el director les daba protagonismo. James Jesus Angleton, el Hombre Orquídea, fundador de la división, era considerado por sus colegas como un «raro», y desde entonces, su división, por extensión, llevaba el estigma de la rareza. Eran como el departamento de créditos de una gran organización dedicada a la venta. Los hombres de los puestos clandestinos del extranjero siempre estaban ojo avizor, al acecho de oportunidades y, cuando encontraban un gran cliente en potencia, corrían a Langley, entusiasmados por aquel caballo blanco. Entonces Contraespionaje decía: «¡Oh, oh! Este sujeto no tiene tan buena pinta visto desde el banco. Hay que cobrar antes de servir».
Mott entró en la sala y se sentó a la cabecera de la mesa. Era un hombre delgado, con palidez de dispéptico que siempre estaba chupando pastillas contra la acidez. A Bennington le parecía que el pobre se pasaba la mayor parte del día preocupado por sus úlceras crónicas, lo cual no era precisamente la mejor terapia para esta dolencia. Llevaba un anticuado traje de algodón indio, a rayas grises y blancas, que parecía cortado de una funda de algodón. Brooks Brothers los vendía a 29,95 dólares cuando Bennington era estudiante en Princeton. Se dijo que aquél muy bien podía datar de la misma época.
Mott extrajo varios papeles de su cartera y miró al hombre de la NSA. Sus ojos no expresaban cordialidad ni afecto.
—Usted tiene algo para nosotros, me parece.
El de la NSA se permitió unos nerviosos carraspeos mientras sacaba del bolsillo de la chaqueta una agenda negra en la que había hecho unas anotaciones.
—Sí —dijo—. Uh… quizá debimos comunicárselo antes, pero nada hacía suponer que esta información estuviera relacionada con el asunto que estamos investigando. Detectamos, en la zona de Washington, dos transmisiones Spetosk, uno veintidós y el otro diez días antes del asesinato de esa señora.
Mott le interrumpió:
—El Spetosk es el transmisor más sofisticado del KGB. Lo reservan para la flor y nata de los agentes. En los seis últimos meses, hemos detectado tres en Europa.
—¿Cómo funcionan? —preguntó Pettee, el hombre del FBI.
Mott miró la mesa, buscando un paquete de cigarrillos. Nadie fumaba.
—Son un poco más pequeños que un paquete de cigarrillos. Puede esconderse uno en la palma de la mano. El agente lo carga en casa con un codificador de señales. Luego, lo saca al aire libre. No necesita más que un ángulo para alcanzar su satélite desde un punto geográfico determinado. Apunta al cielo, oprime un botón y, «¡pumba!», el mensaje sale en un par de segundos. Estos artilugios tienen una velocidad de transmisión de cien kilobits por segundo. Cuando el satélite pasa por encima de Moscú, el Centro no tiene más que recoger el mensaje.
El hombre de la NSA corroboró las palabras de Mott agitando la mano.
—Detectar al que los usa es casi imposible. El individuo parecerá la Estatua de la Libertad durante cinco segundos, y basta. De todos modos, las señales que emiten esos chismes son características y peculiares, de manera que no es difícil captarlas. O sea que no puedes confundirlas con un pesquero que llame desde la bahía de Chesapeake para pedir el parte meteorológico.
»En el primer caso, localizamos la emisión en una gasolinera de Exxon en la autopista Dolly Madison. La segunda emisión fue enviada desde una zona de descanso de la autovía 270 al Noroeste de Rockville, Maryland. Enviamos equipos a registrar las dos zonas, pero cuando llegaron, el individuo ya estaba lejos. En la zona de descanso no se encontró ninguna pista. En la gasolinera dedujimos que, probablemente, quienquiera que fuese estaba en el lavabo. El empleado de la gasolinera dijo que aquella mañana tres personas habían pedido la llave del lavabo: un camionero, de tipo bonachón, un ama de casa pelirroja de la zona residencial y un empresario con americana, corbata, gafas y demás.
—¿Se fijó en los coches? —preguntó Pettee, el del FBI.
—La señora iba en un Toyota gris.
—¿Matrícula?
—Ni idea.
—Fantástico. Debe de haber unos diez mil Toyota grises por los alrededores.
—¿Alguna posibilidad de descifrar el código? —preguntó Bennington.
—Ninguna. Utilizan un sistema especial.
—¿Saben si en los dos casos se utilizó el mismo transmisor?
Por la forma en que el de la NSA empezó a toser y a agitarse, parecía que le habían preguntado si tenía alguna extraña perversión sexual, como acostarse con burros o colegialas, vestido de emperador romano. «Éstos de la NSA son tan reservados —pensó Bennington—. Les preguntas qué hora es y te contestan con evasivas».
—Bueno —dijo el hombre, ahogando un último acceso de tos—, creo poder afirmar que, efectivamente, nuestra tecnología nos permite detectar que las dos emisiones procedían del mismo transmisor. Y que cada mensaje se repitió cuatro veces.
—¿Y se han captado otras transmisiones de este tipo de radio en la zona?
Nuevamente, el de la NSA tosió y se revolvió angustiado.
—Una vez, hace poco más de un año. También desde una zona de descanso, aunque ésta estaba cerca de la costa de Chesapeake.
—¿El mismo transmisor?
—No.
—Debió de ser un ilegal —dictaminó Mott.
—¿Está seguro de que no era un miembro del KGB de la embajada? —preguntó Bennington.
—Completamente. Los agentes de la Rezidentura utilizan transmisores de la embajada. Saben que ya no tenemos ni idea de las claves. Los ilegales siempre utilizan circuitos de comunicación como éste, completamente independientes de la embajada. La filosofía del Centro es mantener totalmente separadas una y otra organización. La autonomía es absoluta e impenetrable.
Mott golpeó con su sempiterna pastilla la parte posterior de sus dientes. La conclusión que acababa de sacar parecía darle una palidez que rivalizaba con las rayas grises de su traje de algodón indio.
—De una cosa pueden estar seguros, y es que lo que haya motivado esto es importante. Sólo un ilegal de primera clase podría disponer de esos Spetosk, lo más nuevo en transmisores que poseen. Los agentes de segunda o tercera clase ni los huelen. Y no expondrían a un ilegal de primera sin un buen motivo.
El programa ilegal era una obra magistral del KGB. Era temido y envidiado por todas las organizaciones de espionaje del mundo. Ninguna, con la excepción del Mossad de Israel, y aun sobre una base limitada, podía emularlo ni remotamente. El concepto se remontaba a los tiempos de la Cheka, servicio de seguridad del Estado cuyos descendientes habían concebido el KGB. Los paranoicos jefes de policía de Stalin organizaron un segundo servicio exterior paralelo a su propia organización a fin de controlar la lealtad de los agentes de la Cheka en el extranjero. Con frecuencia, estos ilegales realizaban las misiones más sangrientas de los chekistas, como asesinar a rusos blancos dirigentes de la oposición a los bolcheviques, en la Europa de los años treinta y cuarenta.
Después de 1950, el programa fue enfocado hacia Estados Unidos y dotado de una base más sofisticada. En Bykovo, ciudad industrial situada a una hora de carretera de Moscú, se fundó una escuela de adiestramiento. Allí, el KGB creó, en suelo soviético, la réplica de una ciudad americana en la que los reclutas pasaban varios años aprendiendo a comportarse como verdaderos americanos y americanas y, después, franceses, ingleses y latinos. Aprendían cuántas veces los Celtics y los Lakers habían ganado las finales de la NBA y cuándo; contemplaban interminables videocasetes de fútbol americano, hasta que conocían el intríngulis del juego como los profesionales. Sabían de memoria los ganadores de todas las Superbowl, el número de tantos que Babe Ruth había conseguido en su carrera y cuándo le arrebató el récord Hank Aaron. Miraban vídeos de los telefilmes americanos para saber cuántos amantes había tenido Alexis Carrington en Dinastía y quién quería matar a J. R. Ewing y por qué. Aprendían a coleccionar cupones-regalo, a comprar, guisar, conducir e ir a la iglesia como buenos americanos.
—Perdonen —dijo el teniente coronel de DIA—, pero no estoy perfectamente al corriente de este programa de los ilegales. ¿Se sabe cuántos operan en esta zona?
—Ojalá lo supiéramos —respondió Mott—. Es una de las cosas que han conseguido mantener muy en secreto. Tienen muchas formas para comunicarse con ellos, toda una serie de técnicas perfectamente inocuas, como una simple postal, y no les es necesario utilizar las vías normales del KGB que vigila el FBI.
—Sí —dijo Pettee—. Los del KGB oficiales casi nunca se relacionan con ellos. Hace un par de años, descubrimos a dos de ellos, por un golpe de suerte, porque no se atuvieron a esa regla. Se llamaban Balch y vivían en la avenida Connecticut, en el mismo bloque de apartamentos que Alger Hiss. Ella era esteticista y él, una especie de profesor. Nosotros seguíamos a un legal que echó por la ventanilla del coche una lata de cerveza y luego aceleró como si hubiera estado contando postes de teléfonos hasta llegar a siete o algo así. El coche de vigilancia examinó la lata. Efectivamente, tenía un pequeño dispositivo de comunicación. Nos quedamos vigilándola y cuando Mister Balch llegó a recogerla, nos presentamos a él.
—De todos modos —terció Mott—, contestando a su pregunta, suponemos que en Bykovo se gradúan de doce a quince personas al año. Las dos terceras partes son enviados a Estados Unidos. Unos se quedan dos años, otros cinco, algunos, muy pocos, siete. La Agencia calcula que habrá un mínimo de cincuenta soviéticos ilegales en Estados Unidos. Y pueden estar seguros de que muchos están aquí, en la zona de Washington.
—¡Cincuenta! —gruñó el funcionario de la CIA—. ¿Cincuenta espías soviéticos en este país y ustedes no tienen ni idea de quiénes son ni dónde están? ¡Es tremendo! ¿Qué diablos hacen?
—Fundamentalmente, no mucho. Es una de las causas por las que es tan difícil descubrirlos. Su finalidad, al parecer, estriba en proporcionar un servicio de información de emergencia en el caso de que llegaran a romperse las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y la URSS, y el grupo oficial del KGB de la embajada fuera expulsado. Por lo demás, lo único que hacen es algún que otro trabajito: «Ve a Ottawa a ver a fulano y dile esto y esto». O vigilan a otros ilegales, para comprobar que se portan bien. O, de vez en cuando, dan «un toque».
—¿Un toque? —preguntó el teniente coronel—. ¿Se puede saber qué es eso?
Mott sonrió.
—Hará unos diez años, un coronel del Ejército Rojo que estaba en Alemania Oriental con las fuerzas del Pacto de Varsovia, vino a pedirnos asilo político. Lo tuvimos trabajando para nosotros durante tres años y luego le dimos una nueva identidad, incluida cirugía estética, y lo pusimos a pastar en Carolina del Sur, empleado en una fábrica de muebles. Un día recibió la visita de un representante de telas para tapicería. El tío entra, charla con él durante un rato y le deja una caja. «Muestras de nuestra producción —dice—. A ver si hacemos negocio».
»Cuando el tío se va nuestro ex coronel del Ejército Rojo abre la caja. Dentro encuentra la pipa de espuma de mar que dejó en su escritorio de la Alemania Oriental el día en que se pasó a Occidente. “Cu-cu… Sabemos dónde te escondes”. Eso es lo que llamamos un toque.
Desde luego, el plan de actuación de los ilegales soviéticos en Estados Unidos no era asunto de Bennington. Ahora bien, con frecuencia se le había encargado que estudiara el aspecto del programa que afectaba al comportamiento: cómo seleccionaban los sóviets a los agentes ilegales, cómo los entrenaban y qué puntos psicológicos vulnerables podían explotar eventualmente la CIA y el FBI.
—Lo asombroso de esos ilegales es que no desertan —dijo a los reunidos—. Nunca. Aquí están, solos, en este espléndido mundo libre capitalista del que tan orgullosos estamos. Están libres. No están sometidos a la disciplina diaria del KGB sino sólo a una vigilancia intermitente. Pueden hacer lo que quieran, pensar lo que quieran, ver lo que quieran. No tienen restricciones. Pueden ver a Dan Rather y las noticias de la CBS todas las noches. Cualquiera podría esperar que hicieran cola delante del FBI para pedir asilo político. ¿Y cuántos han venido? —preguntó a Mott.
—Dos.
—Dos —repitió Bennington—. Y, de los dos, uno no cuenta, porque no había pasado por Bykovo. Era el operador de radio de Abel. Le dio por el vodka y las anfetaminas. Le entregaron cinco mil dólares para que los metiera en una lata y los dejara en un parque de Nueva York y él pensó que tenía una idea mejor de cómo utilizarlos. El Centro le invitó a volver a casa para hablar del asunto y él, cuando iba camino de Siberia, decidió entrar a vernos.
—Entonces, ¿qué es lo que hacen? ¿Lavarles el cerebro? —preguntó a Bennington el teniente coronel de la CIA.
El lavado de cerebro era un tema que gravitaba sobre la cabeza de Bennington y los medios de Washington como una aureola o como un albatros, según la filosofía del observador.
—Cada vez que nos tropezamos con tipos del otro lado cuya conducta no encaja con lo que a nosotros nos gustaría, decimos que les han lavado el cerebro —respondió Bennington—. El lavado de cerebro no existe y nunca ha existido. La verdad es que estos ilegales son sólidos ciudadanos soviéticos, típicos buenos burgueses. ¿Y saben qué es lo que les motiva? La recompensa material. ¿Han oído hablar de eso?
—En el ejército de Estados Unidos, no, desde luego —rió el coronel.
—Esa gente sabe que son privilegiados. Cuando vuelvan a Moscú, tendrán un apartamento grande, un coche enorme, un ascenso y medallas suficientes para hacerles doblar la espalda cuando se las pongan, el Primero de Mayo.
—Apuesta a que allí tienen de rehén al padre, a un hermano o a la esposa, para garantizar que se portan bien.
—No apueste mucho. Ésta es otra de las cosas que queremos creer porque nos hace más fácil explicarnos por qué no desertan. Nunca he hallado la menor prueba que lo confirme.
—Lo que me gustaría saber es qué posibilidad hay de que este ilegal esté complicado en el asesinato de la mujer.
—Eso cualquiera sabe —dijo el del FBI—. Lo único que tenemos es la coincidencia del tiempo, lo cual no es mucho.
—Supongo que no hay muchas posibilidades de que lo averigüemos.
—¿Con la información que tenemos? —dijo Pettee con voz quejumbrosa—. Ninguna probabilidad. Este individuo tal vez no vuelva a salir a la luz. Y, si sale, nunca, nunca, lo hará con un programa regular que nos permita tenderle una trampa. Lo que hay es muy poco —dijo el hombre del FBI mirando a su colega de la NSA— y ha llegado muy tarde.
Mott miró a Pozner.
—¿Cómo está su investigación interna en Langley?
—Terminada. Todo el mundo ha sido investigado y ha salido limpio. No faltan documentos. Todos los accesos informáticos están limpios. Ningún indicio. No hay banderitas rojas, ni siquiera de color rosa.
Mott reflexionó, dando varias vueltas a su pastilla y luego miró a Mike Pettee.
—¿Qué hay de la investigación del FBI sobre la mujer y sus amistades en Nueva York?
Pettee apoyó los codos en la mesa e inclinó el cuerpo, como el que, durante la sobremesa, se dispone a soltar una revelación sensacional.
—Hemos descubierto lo que podría ser una pista. La oficina de Nueva York investigó su lista de clientes con toda minuciosidad. También a las amistades y colegas. Hay una que llama la atención. Una mujer con la que compartió el apartamento durante año y medio, cuando vivía en el Village. Es directora de una pequeña editorial izquierdista. —Pettee hizo una pausa evidentemente saboreando de antemano el efecto que su información iba a producir en los reunidos—. Sobre esa mujer tenemos un expediente de veinte páginas. Durante los años sesenta, fue una de las radicales de Berkeley pro Libertad de Expresión. Una de aquellas niñas bien que echaban por la ventana orines sobre los policías y pensaban que ellos eran los cerdos. Esa mujer todavía mantiene contacto con los radicales. Está metida en la campaña «Salvemos a los sandinistas» que se realiza en Nueva York. La tenemos vigilada y hemos pedido autorización judicial para intervenir su teléfono.
—¿Por qué no la detienen para interrogarla? —preguntó el teniente coronel de la CIA.
—¿Y con qué pretexto? ¿El de que Daniel Ortega le cae simpático?
—¿Existe algún indicio que sugiera que Ann Robbins estaba implicada en esas cosas?
—No. Estaba limpia. Pero las dos siguieron siendo buenas amigas. Se veían a menudo. Concretamente, dos semanas antes de que asesinaran a su vidente, cenaron juntas en el Village. Quién sabe. Quizá se le escapó alguna insinuación sobre lo que hacía para ustedes.
Desde su llegada a Moscú, Bill Witter reservaba los sábados por la tarde para su mujer y Joey, su hijo de once años. Era una decisión que aprobaba su superior, el jefe de la CIA en Moscú. Nada, salvo una de las perentorias llamadas de Langley para que se presentara en los puntos de acción, un cable urgente, debía alterar la rutina del sábado por la tarde del joven funcionario.
Invariablemente, las actividades familiares del fin de semana se centraban en su hijo Joey. Al igual que muchos chicos americanos de su edad, Joey medía el paso de las estaciones, no por los cambios en los árboles, las flores o el tiempo sino por las distintas dimensiones y formas de los objetos que excitaban su pasión: un balón de fútbol, un disco de hockey sobre hielo y una pelota de béisbol. Esta tarde de primavera tenía lugar un acontecimiento extraordinario: la inauguración oficial de la temporada de béisbol del Colegio Americano del monte Lenin al que asistía Joey, junto con los hijos de la mayoría de los diplomáticos y empresarios occidentales residentes en la capital soviética. El primera base de los Red Sox de sexto curso estaba en una butaca de la sala, encorvado en una postura garantizada para fomentar el arqueo de su espina dorsal, esperando con impaciencia que sus padres terminaran sus preparativos. Una expresión tensa y taciturna comparable a la de cualquiera de sus ídolos en los vestuarios de Fenway Park el primer día de la temporada, crispaba sus facciones de once años.
Bill y Ginny, su esposa, habían elegido con especial esmero la ropa que llevarían aquella tarde. Vestían lo que, en la jerga de la CIA, se conocía por «traje de faena»: Bill, cazadora de gabardina, y Ginny, abrigo beige de Woodward and Lothrop, Washington. Ambas prendas, reversibles y ligeramente modificadas, a fin de que, abrochadas, no revelaran el color de la otra cara, vivamente contrastante.
Al igual que las carreras de Witter de la hora del almuerzo, su salida de esta tarde tenía una finalidad oculta. La primera preocupación del funcionario de la CIA al llegar a Moscú o a cualquier puesto de la CIA en el exterior, es establecer una rutina definida y que pueda observarse ostensiblemente, con el objetivo de dar a los vigilantes que el KGB le haya asignado para controlar sus movimientos, una falsa sensación de seguridad acerca de su rutina diaria y poder sustraerse a su vigilancia con mayor facilidad en las pocas ocasiones en que sea necesario. A cada nuevo recluta de la CIA se le relata el caso del agente del KGB que estaba destacado en Londres bajo cobertura diplomática y salía de la embajada todos los días a la misma hora a comprar su ejemplar del London Times en el mismo quiosco y volvía a la Embajada por el mismo camino. Así lo hizo durante sesenta y siete días. Según sus sombras del MI 5, nada variaba en su rutina, hasta el día sesenta y ocho en que escapó a la mirada de su observador, empañada por la rutina, durante siete minutos, siete minutos de despiste que preparó durante dos meses. La práctica del espionaje se basa en estas pacientes maniobras.
En el patio del complejo residencial de la embajada un claxon anunció que era hora de irse. Desde el asiento trasero del coche del consejero económico de la embajada, Witter lanzó una mirada indiferente a la calle. Allí estaba el consabido Moskvich verde siguiéndoles como el perro viejo de la familia obligado a llevar un paso excesivamente vivo para su gusto.
Ningún lugar de Moscú ofrece un observatorio mejor que el monte Lenin, donde se encuentra el Colegio Americano. Los viejos bolcheviques solían decir que desde aquel alto, conocido entonces por el nombre más bucólico de Monte de los Gorriones, su artillería lanzó en 1917 los primeros proyectiles contra las lejanas cúpulas de cebolla de la plaza del Kremlin.
El colegio y sus campos de deportes se extendían sobre unas dos hectáreas y media de terreno inmediatamente debajo de la cresta de la montaña, rodeados de bosques surcados de senderos. Más de un centenar de familias paseaban por el campus, charlaban, merendaban y animaban a sus hijos que se preparaban para las actividades del día. Los Witter se mezclaron con la gente y luego se separaron, yendo de grupo en grupo, saludando a unos y otros. Poco antes de las tres, por separado, entraron en el edificio principal para ir al lavabo. Cuando salieron llevaban el «traje de faena» vuelto del revés.
Detrás del edificio principal y adyacente a uno de los campos de deportes, un almacén ocultaba a la mirada del observador situado en lo alto de la montaña, encima del colegio, la entrada a un sendero que desaparecía en el bosque. A las tres y cinco, Witter salió por la parte trasera del cobertizo y se metió en el sendero. Dos minutos después, le siguió su mujer. El camino daba a una calle paralela a Leninski Prospekt. Rodearon el flanco del monte Lenin hasta el Hotel Drushba (Amistad) y, mezclándose entre la muchedumbre del sábado, bajaron al Metro por la estación de Vernadskovo.
Su punto de destino era la calle Arbat, en el centro de la ciudad. De los seis puntos que Witter utilizaba en sus contactos con el coronel, éste era el que le parecía más cómodo y seguro. Solía bromear que la calle Arbat era la isla de peatones del mundo socialista. Antes de la revolución, era la zona residencial favorita de la aristocracia de la ciudad. Aún bordeaban la calle sus mansiones estilo Imperio en tonos lavanda pastel, verde lima y azul celeste, milagrosas supervivientes del empeño de Stalin por arrasar los restos del pasado burgués de Moscú.
Durante el fin de semana, la calle ofrecía a Witter y al coronel el abrigo de una muchedumbre ciudadana en la que escabullirse. Con sus tiendas y fachadas de colores, la calle Arbat era una gran atracción turística, por lo que un matrimonio americano por más que paseara de la mano apenas llamaba la atención. Concretamente fue en la calle Arbat donde Ronald Reagan decidió mezclarse con los ciudadanos de Moscú durante la cumbre de 1988.
Los Witter entraron en la calle a las tres cincuenta exactamente. Durante diez minutos, fueron de tienda en tienda, charlando animadamente y dándose algún que otro codazo, con la alegre complicidad de la pareja que ha salido de compras el sábado por la tarde, para decidir cómo gastar el presupuesto para caprichos. En realidad, estaban siendo observados desde que entraron en la calle Arbat, aunque no por el KGB sino por otro agente de la CIA cuya función consistía en registrar la calle detrás de los Witter para tratar de captar cualquier indicio de que el KGB los observaba: un cuello que se estira para mirar por encima de la gente a otra figura situada varios metros más adelante, una furtiva seña con la mano de un vigilante a otro. En la esquina de la Starokonyusheny Per (Viejo Camino de los Establos) el agente, que se había adelantado a los Witter, se detuvo delante del escaparate de una peletería estatal y más tarde entró.
Al verle entrar en la tienda, Witter sintió que se le hacía un nudo en el estómago de los nervios. Aquélla era la señal de que el horizonte estaba despejado. Sus sombras seguían en el Colegio Americano. Si el otro hubiera continuado calle arriba en lugar de entrar en la tienda, Witter habría sabido que le seguían y tenido que renunciar a ver al coronel.
Ahora dependía de Witter iniciar la serie de movimientos cuidadosamente estudiados que debían conducir al contacto. Su finalidad era proporcionar la máxima seguridad a los dos hombres durante aquel peligroso segundo en que estarían en contacto físico. Lo primero que hicieron Witter y su esposa fue entrar en una tienda, situada en la esquina de la calle de la Plata, donde vendían servilletas, manteles y tapetes bordados a mano. Ginny, con buen ojo, eligió media docena de servilletas de hilo con una cenefa de rosas.
El primer principio operativo del agente es no dar un solo paso sin justificación. Ahora los Witter tenían en una bolsa de papel manila, para quien quisiera examinarla, la explicación de a qué habían ido a la calle Arbat aquella tarde de primavera a aquella hora.
Cuando salían de la tienda para continuar calle abajo, Witter vio al coronel a unos veinte pasos delante de él y a su izquierda. Iba de uniforme como es habitual en los oficiales de estado mayor del Cuartel General Militar de Moscú. Y es que no llevar uniforme habría resultado sospechoso. De todos modos, los uniformes llenaban un importante segmento de la multitud que circula por una calle de Moscú.
Witter, naturalmente, ni miró al coronel. Su primer cometido era hacer por el ruso lo que su colega acababa de hacer por él: comprobar que nadie le seguía. Una vez Witter se cercioró de que el coronel no era vigilado, él y su mujer se dirigieron hacia un carrito en el que una babushka, una anciana con un chal en la cabeza enmarcando una cara que parecía tallada en viejo roble, vendía moroehnoye, el helado, que, al decir de los moscovitas, no tiene rival en el mundo. Al comprar dos cucuruchos de vainilla indicó al coronel que la operación seguía adelante.
El agente que más probabilidades tenía de estar vigilado —en este caso, Witter— iniciaba el contacto doblando una esquina. El segundo agente tenía que desplazarse hacia la esquina, a menos de tres metros de la intersección, en el momento en que el primer agente hacía el viraje. Y, además, tenía que estar rodeado por una multitud.
De este modo, si el primer agente estaba vigilado, su sombra no podía llegar a la esquina a tiempo para ver el contacto. De lo contrario, la sombra habría tenido que seguir a su presa muy cerca y se habría delatado. Witter había indicado al coronel la esquina por la que él doblaría cambiando la bolsa de las recién adquiridas servilletas, de la mano derecha a la izquierda, al pasar por delante de la esquina camino del puesto de helados. Era Kalashny Per (calle de las Galletas), que siempre está abarrotada los sábados.
Cuando él torció, Ginny se apoyó en la pared. Él estaba a su lado, dándole la mano, hablándole con especial animación, con la mirada fija en ella. Pero una rápida ojeada le había bastado para advertir dos cosas: afortunadamente, la calle estaba llena de gente y el coronel estaba a dos metros y medio, mirando un escaparate. El coronel se acercó a la intersección cuando Witter caminaba hacia él. Mientras avanzaban uno hacia otro, Witter mantenía los ojos fijos en su mujer, hablándole con toda la animación de la que era capaz. Al llegar a medio metro del coronel, dejó la mano izquierda colgando a lo largo del cuerpo, con la palma apoyada detrás de la costura del pantalón. Los dos hombres ni se miraron. En el instante de cruzarse, Witter sintió el frío metal de un tubo que le colocaban en la palma de la mano. Microfilmes. Con este gesto, el coronel se había jugado la vida.
En todas las pesadillas de un agente de la CIA hay una escena en la que un tubito como éste, la clase de tubo en el que se introduce película de treinta y cinco milímetros, cae al suelo a los pies del agente, después de un pase fallido. Witter sujetaba el tubo con la misma fuerza con que un día agarró el dólar de plata que el hada le dejó debajo de la almohada cuando se le cayó el primer diente.
Después de un lento paseo por el Arbat, Witter y su esposa regresaron a la embajada. Él fue inmediatamente a la cámara acorazada a guardar el precioso rollo de filme del coronel. El inmenso alivio que sentía al volver a su apartamento estaba acompañado por la euforia que siempre le producía ejecutar de forma satisfactoria una operación de transmisión personal en Moscú. Acababa de servir unos escoceses dobles para él y su mujer cuando sonaron unos golpes en la puerta del apartamento. Se quedó petrificado. Ginny corrió a abrir.
—¡Jo, tíos! —gritó el indignado primera base de los Red Sox de sexto curso—. ¿Se puede saber dónde os habéis metido? Hemos ganado por 32 a 27.
La limusina Zil negra del director general del KGB circulaba velozmente pasada la medianoche por las oscurecidas calles de Moscú, en dirección a la plaza Dzerzinski. Incluso el sábado por la noche, la capital soviética estaba sombría y triste. Ni rótulos intermitentes, ni tubos de neón chillones que invitaran a los moscovitas a entrar en un bar, una sala de fiestas, un restaurante o una discoteca. Los locales nocturnos de la ciudad solían estar en los hoteles y la mayoría eran visitados principalmente por los turistas y por los escasos rusos privilegiados que podían pagar una noche de diversión con divisas. Los escasos restaurantes privados que se habían abierto a raíz de la perestroika de Mijaíl Gorbachov estaban abarrotados, pero eran tan pocos que su presencia apenas afectaba la vida nocturna de la capital. Los bares eran coto de hombres solos, locales oscuros y deprimentes, dedicados a un intenso y lúgubre consumo de alcohol.
Como habían venido haciendo a lo largo de generaciones, los rusos optaban por pasar las veladas de las fiestas en casa, rodeados de un círculo de buenos amigos. Se reunían alrededor de una mesa extendida que llenaba todo el espacio de sus pequeñas salas de estar, cubierta de botellas de vodka, tomates, pepinos, trozos de esturión, col en vinagre, pan moreno, todos los manjares que gustan a los rusos. En este marco, los compatriotas de Feodorov se animaban. Toda la jovialidad y la sociabilidad proverbiales se desbordaban enriqueciendo sus reuniones con una humanidad tanto más auténtica por cuanto que el entorno era tan gris.
Durante una de estas alegres veladas en su chalet de Zavidovo, la reserva forestal de los altos dignatarios soviéticos, Feodorov había sido llamado por el coronel que presidía el Directorio de Seguridad Regional de Moscú. Más le valdría que aquella llamada estuviera justificada, pensaba Feodorov, mientras el Zil entraba en el aparcamiento subterráneo de la central del KGB.
Un guardia del KGB con uniforme caqui salió de las sombras cuando el coche oficial se detuvo delante de un cuadrado de luz que indicaba la puerta del ascensor que enlazaba el despacho de Feodorov con el garaje.
El director de Seguridad de Moscú esperaba a Feodorov en la antesala del despacho. De pie a su lado había un hombre más joven, con un raído traje de paisano, al que el director general del KGB no conocía.
—Síganme —ordenó Feodorov, dirigiéndose hacia el despacho.
Arrojó el abrigo sobre una butaca y se sentó detrás de su escritorio. Dejó que sus subordinados permanecieran de pie. Era su manera de decirles que no se molesta impunemente al jefe el sábado por la noche.
—Iván Sergeivich —dijo el coronel—. Este hombre pertenece a la sección de vigilancia de la embajada de Estados Unidos. Él y dos compañeros están asignados a un agente de la CIA que está en la embajada bajo cobertura diplomática. Aquí traemos su expediente.
El coronel puso una carpeta encima del escritorio. Sus tapas azul gris pálido grabadas con el sello del KGB y las palabras ZENTRALNAIA REGISTROVKA − SOVERSHENDO SEKRETNO (Registro Central − Máximo Secreto) indicaban que procedía de la cueva del tesoro de la organización de Feodorov, un enorme registro central en el que se guardaban expedientes de más de quince millones de personas. Todo hombre o mujer que se hubiera afiliado a un partido comunista en cualquier país del mundo desde 1925 tenía un expediente. Asimismo, cualquiera que hubiera solicitado un visado a la Unión Soviética o pertenecido a organizaciones comunistas así como empresarios, intelectuales, técnicos y científicos que, por cualquier motivo, hubieran llamado la atención del KGB. Su núcleo más importante era la sección dedicada a cada uno de los servicios de espionaje del mundo con una carpeta de todos los miembros de la Agencia que hubieran sido identificados o de cualquiera que fuera sospechoso de pertenecer a ella.
Feodorov abrió la carpeta. «Witter» era el nombre que aparecía en la primera página «William W». Había una foto de Witter hecha diez años antes, hablando con un oficial de la aviación siria en una recepción en la embajada de Argelia en Damasco; una foto de Witter andando por la carretera de Spring Meadow en Germantown, Maryland, camino de las pistas de tenis, una foto de tres meses atrás del joven funcionario de la CIA corriendo por el parque Gorki. El director general del KGB pasó rápidamente las hojas de la carpeta hasta llegar a la última anotación:
—¿Y bien? —dijo.
El coronel se volvió hacia su joven subordinado.
—Haga su informe —ordenó.
El joven se puso colorado, se agarró las manos a la espalda y empezó:
—Nuestro sujeto va todos los sábados por la tarde con su hijo al Colegio Americano del monte Lenin. Dado que el lugar es difícil de vigilar, sospechamos que podría utilizar sus visitas como un medio de eludir nuestra vigilancia. —Hizo una pausa para calmar los nervios y frenar el atropellado torrente de sus palabras—. Esta tarde, decidimos separarnos para cubrir un sector más amplio. Yo me coloqué en la calle adyacente a Leninski Prospekt. A las tres quince, vi al sujeto y a su esposa salir de la zona del bosque. Los dos habían dado la vuelta a su abrigo.
—¡Ah! —sonrió Feodorov—, sin duda con el propósito de eludir vuestra cuidadosa vigilancia.
—Los seguí al centro hasta la calle Arbat.
—¿Pidió refuerzos? —le interrumpió Feodorov.
Evidentemente, la pregunta conturbó al oficial.
—Sí… no. Mi transmisor no funcionaba.
—¿No lo comprobó antes de salir del garaje?
—Sí, señor.
«¿Y qué otra cosa iba a decir?», pensó Feodorov. Miró al coronel.
—Compruébelo —dijo—. Prosiga —ordenó al oficial.
—Hizo una serie de maniobras que me convencieron de que iba a encontrarse con un agente.
—Sin duda —respondió Feodorov—. No iba a tomar tantas precauciones para comprar un ejemplar de Izvestia.
—No, señor. Dobló bruscamente por Biscuit Lane, caminando cerca de la pared, tal como la CIA enseña a sus agentes para proceder a la transmisión de información por contacto personal.
—¿A qué distancia estaba usted de él?
—A unos ocho metros, para no llamar la atención, por si había por allí otro agente de la CIA.
—Por lo tanto, evidentemente, no pudo ver si se pasaba información.
—No, señor. Pero observé que entre la gente que salía de Biscuit Lane había un militar con una cartera en la mano derecha.
—¿Pudo verlo bien?
—No, señor. Pero observé que era coronel y que llevaba el distintivo de miembro del estado mayor del Cuartel General de Moscú.
—¿No fue tras él?
—Mis instrucciones eran no perder de vista al funcionario de la CIA. Después regresó directamente a la embajada.
Feodorov se levantó y se acercó a la ventana que daba a la plaza Dzerzinski. Evidentemente, si el de la CIA se había tomado tantas molestias era para encubrir un pase de información. Su objetivo podía ser cualquiera. La presencia del oficial podía ser pura coincidencia. De todos modos, una infiltración de la CIA en el cuartel general militar de Moscú era asunto grave.
—¿Cuántos coroneles puede haber en el cuartel general? —preguntó al director de Seguridad de Moscú.
—Lo he comprobado, Iván Sergeivich. Treinta y siete.
Feodorov volvió a mirar la plaza vacía. Si se equivocaba, los americanos, naturalmente, expulsarían a uno de sus hombres en Washington en represalia por su acto. De todos modos, era un precio que había que pagar.
—El lunes por la mañana a las ocho, quiero encontrar encima de mi mesa, una foto reciente de todos y cada uno de esos coroneles —ordenó.
El cerebro esconde su infinita complejidad bajo una apariencia anodina. Puesto encima de una mesa de disección es un objeto inerte, tan poco estimulante para la vista como un trozo de tocino. Nada en el aspecto del cerebro sugiere la prodigiosa capacidad que posee su facultad para regir los procesos del pensamiento, el habla, la vista, el movimiento, los sentimientos, la vida en sí. Es poco más de un kilo y medio de una masa compacta, blanca tirando a rosada cuando está vivo y amarillo grisáceo cuando está muerto.
La doctora coronel Xenia Petrovna examinaba una serie de cerebros humanos sumergidos en un baño de aminol en cubos de plástico transparente y colocados en el estante de su laboratorio como si fueran cajas de detergente para la lavadora. Todos aquellos cerebros que eran enviados regularmente al Instituto desde los hospitales de toda la Rusia Central habían pertenecido a hombres y mujeres sanos, muertos entre los veinte y los cuarenta años. Los ojos expertos de la doctora eligieron el cerebro cuyo color indicaba que llevaba menos tiempo en el estante. Puso la caja en la mesa de reconocimiento y se volvió hacia el grupo formado por los cuatro científicos seleccionados entre el personal del Instituto para unirse a su equipo de trabajo. Eran un neurofisiólogo especializado en comportamiento agresivo, un químico, una analista de informática y un ingeniero electrónico.
—Señores —dijo la doctora mirando el cerebro que tenía delante como una suma sacerdotisa de una antigua secta contemplaría las entrañas de una víctima recién sacrificada—, nuestra tarea es urgente. Nos ha sido confiada por la máxima autoridad. Es asunto de gran interés nacional. Tenemos que encontrar la forma de introducir un patrón de conducta agresiva en un individuo, a distancia, sin que él se dé cuenta de lo que ocurre.
—Doctora coronel —dijo el neurofisiólogo—, ¿se nos permitirá experimentar con nuestros zeks?
Zek era el término que se utilizaba para designar a los internos prisioneros del Instituto.
—Sí. Con la autorización del Ministerio del Interior, como de costumbre, pero sí.
Xenia Petrovna enfundó sus largos dedos en unos guantes de goma hasta el codo, extrajo el cerebro de su envase de plástico y lo puso encima de la mesa. Luego cogió un cuchillo de hoja larga y delgada, parecido a los usados para picar lechuga, y lo apoyó transversalmente en la zona central, lado izquierdo. Con un movimiento fuerte y rápido, seccionó el corpus callosum, cortando el cerebro por la mitad como si fuera una bola de mozzarella.
—Bien —dijo—, sabemos que los campos electromagnéticos de muy baja frecuencia afectan a las neuronas, las células cerebrales. Por consiguiente, es muy probable que puedan emplearse para influir en el comportamiento humano.
La mirada fría y desafiante que sus ojos verdes lanzaron a los cuatro hombres sentados delante de ella alrededor de la mesa no era para invitarles a preguntar.
—Para aquéllos de ustedes que no son neurofisiólogos haré un resumen de lo que sabemos de la reacción agresiva. En primer lugar, es resultado de la descarga de una serie de agentes químicos —noradrenalina y péptidos entre otros— en el sistema circulatorio por orden de un grupo de neuronas situadas en una estructura llamada amígdala cerebral, así como de la supresión simultánea de otros agentes, como la serotonina. Ello no quiere decir que una emoción como la agresividad pueda plantearse en los términos de una fórmula química. Pero quiere decir que no se puede tener la sensación de furor, de cólera, sin que anteriormente se haya producido en el cerebro una operación electroquímica.
Xenia Petrovna dejó el cuchillo y tomó una tira de madera como la que usan los médicos para mirar la garganta. Era el instrumento de trabajo habitual del neurólogo.
—Por los experimentos hechos con la implantación de electrodos en el cerebro, sabemos que la orden concreta de descargar esos agentes químicos en la sangre se produce en forma de descarga eléctrica simultánea efectuada por un grupo de neuronas situadas en esta estructura llamada amígdala. Lo sabemos porque hemos producido la reacción de cólera en nuestros pacientes implantando electrodos en una zona bien definida de la amígdala y produciendo a continuación un pequeño shock eléctrico.
—¿Qué sucede exactamente? —preguntó el analista de informática.
Xenia Petrovna se echó a reír.
—Si pudieran levantarse, te despedazarían. Es una cólera artificial ya que esa pequeña chispa eléctrica ha sustituido los estímulos visuales o auditivos que normalmente desencadenan la cólera. Pero el efecto es real, se lo aseguro. —Volvió a mirar el cerebro limpiamente seccionado—. Esto es la amígdala. —Su instrumento de madera señalaba una estructura grisácea situada en la base del cerebro—. Cada persona tiene dos, una en cada hemisferio cerebral. Tiene aproximadamente la forma de una almendra. En realidad, amygdala quiere decir almendra en griego. La zona más blanca de alrededor —el palito indicó la superficie de color claro que envolvía la amígdala— es el lóbulo temporal, el centro de nuestras emociones y comportamiento. La zona grisácea de encima es el córtex cerebral. Viene a ser una especie de banco en el que se almacenan los recuerdos, así como los patrones de aprendizaje, el sistema de respuestas que ha desarrollado un individuo, por efecto de la experiencia que esos recuerdos representan. ¿Cómo sabemos todas estas cosas? Gracias a un canadiense llamado Penfield que en las intervenciones quirúrgicas implantaba electrodos en estas zonas produciendo en sus pacientes unos recuerdos extraordinariamente nítidos de hechos que habían olvidado por completo.
»Estas líneas —la regleta siguió el curso de una especie de telaraña cuyo dibujo recordaba cauces de ríos secos en un desierto, vistos desde un avión que volara a gran altura— traen y llevan la información entre las estructuras profundas del lóbulo temporal y el banco de memoria del córtex. La memoria, la información, las respuestas que estamos programados para dar a unos estímulos específicos como un acorde musical, una imagen amenazadora, una figura sexualmente provocativa son cosas que están almacenadas en el córtex y sólo puede accederse a ellas mediante un código.
»Parece seguro que estos códigos, específicos para cada ser humano y extraordinariamente complejos, son transmitidos hacia y desde la corteza cerebral por otro órgano del lóbulo temporal, el hipocampo, que se encuentra aquí. —El palito se detuvo sobre una superficie clara, apenas visible, adyacente a la amígdala. Uno de los pioneros de la neurología decidió que parecía una mano de caballo unida a una cola de delfín y le puso ese nombre—. En cierto modo, el hipocampo actúa como el fichero de una gran biblioteca; la información almacenada en la corteza cerebral son los libros propiamente dichos. Con el índice podréis encontrar el libro que busquéis casi inmediatamente. Sin él, estáis perdidos. —Xenia Petrovna dedicó una sonrisa glacial a sus cuatro subordinados—. Una respuesta colérica empieza cuando un estímulo externo es interpretado por el cerebro como una amenaza y se lanza una señal a la amígdala, aquí —el palito se apoyó en la estructura que había señalado anteriormente— y en un grupo de neuronas de la amígdala asociadas con la reacción de cólera se produce una descarga masiva. Y aquí el amigo —miró riendo el cerebro cortado por la mitad que tenía encima de la mesa— pierde los estribos.
Xenia Petrovna dejó el palito e irguió el cuerpo. Permaneció en silencio un par de segundos, mirando con sus ojos verdes a los cuatro hombres sentados frente a ella:
—En esa señal se cifran todas nuestras esperanzas. —Hizo otra pausa, cruzando los brazos, ademán que la hizo aparecer más imponente todavía. El tono de su voz bajó, para recalcar sus palabras—: La señal es el gatillo que dispara la cólera en el individuo. Si descubrimos en un hombre esa señal, si conseguimos descifrar la combinación de su código electromagnético, podemos ponerlo furioso a nuestro propio antojo. Una parte de su ser, una parte esencial de su ser, nos pertenecerá. —Se inclinó hacia delante, con los brazos apoyados en la mesa y miró fijamente a los cuatro hombres—. Tenemos que descifrar el secreto de esa señal, señores. ¿Y cómo lo hacemos?
Aquel itinerario era el recorrido favorito de Bill Witter en Moscú en sus salidas de footing. Discurría en torno a un promontorio en la orilla del Moscova, desde el puente Krasnoluzsky, pasando por el Palacio de los Deportes y el Estadio Lenin hasta el puente Andreievsdi. Ida y vuelta, seis kilómetros. Era un día radiante, extraordinariamente cálido para Moscú, con nubes blancas persiguiéndose por la bóveda azul. Mientras escuchaba una cinta de María Callas en su walkman, Witter se sentía perfectamente en paz con el mundo. Tan satisfecho estaba de sí mismo, del día y hasta de la carrera que pensó en repetirla.
Finalmente, junto a la tapia de ladrillo almenada del Convento Nuevo de la Virgen, en el que en 1598 Boris Godunov fue proclamado zar de todas las Rusias, empezó a aminorar la marcha y, con paso cada vez más lento, se dirigió al coche que había dejado en el aparcamiento de visitantes. Abrió la puerta de su Honda y acababa de arrojar el walkman al asiento delantero cuando notó un golpe en el hombro.
—Perdone —dijo en inglés una voz con marcado acento ruso.
Witter se volvió y se encontró frente a dos hombres, uno de los cuales le apuntaba al estómago con una Makarov de nueve milímetros, el arma reglamentaria del KGB.
El segundo hombre abrió una cartera de plástico negra y mostró una tarjeta de identidad oficial.
—KGB. Me parece que a un agente de la CIA no tenemos que explicarle quiénes somos, ¿verdad? —El hombre sonreía muy satisfecho de una ingeniosa frase que, según sospechaba Witter, había estado ensayando mientras le esperaba. Tenía un diente de oro y un aliento tan fétido que Witter se preguntó si sabría lo que era un cepillo de dientes—. Está arrestado.
Era una aclaración superflua. Witter comprendió lo que ocurría en cuanto vio la Makarov. Aunque parezca extraño, su primera reacción fue de profundo alivio. El KGB le arrestaba en día equivocado. La carrera de aquella mañana había sido completamente inocente. Gracias a Dios, no llevaba encima nada que esconder ni destruir.
—Soy funcionario de la embajada de Estados Unidos acreditada ante el Gobierno soviético y estoy protegido por la Convención de Viena de 1961 sobre privilegios e inmunidades diplomáticas declaró Witter.
—Lo dice muy bien —respondió Diente de Oro con gesto de aprobación—. Pero todo eso ya lo sabemos. Acompáñenos, haga el favor.
—Exijo la presencia de un abogado de la embajada de Estados Unidos.
—Haga el favor.
El que llevaba la pistola se situó detrás de Witter y le oprimió los riñones con el cañón con una firmeza muy elocuente.
Witter sabía que, en un momento como aquél, la resistencia era inútil y estúpida. Lo habían cogido y punto. Aquel ballet silencioso que bailaban la CIA y el KGB tenía sus reglas, no escritas, pero respetadas por ambas partes. Hacían fintas, amagos y bailaban en su ring mundial, pero no pretendían matarse ni mutilarse mutuamente. Cuando un agente del KGB o de la CIA resultaba muerto o herido, casi inevitablemente, era obra de un renegado, de un disidente georgiano, un rebelde chiíta o un puñado de terroristas uruguayos.
Witter sabía que le esperaba un período difícil, horas de interrogatorio intensivo, privaciones, vigilia. Finalmente, sería denunciado públicamente y expulsado. Pero no sería maltratado físicamente ni torturado. Eso era contrario a las reglas.
Desgraciadamente, su carrera como agente de la CIA en el extranjero habría terminado. Ahora lo tendrían veinte años atado a una mesa en Langley. No era esto lo que le había inducido a unirse a la CIA.
Los dos agentes lo llevaron hasta un Volga negro. Otros dos hombres del KGB estaban en el asiento delantero, fumando. Witter fue obligado a sentarse detrás, entre los dos que le habían arrestado. En cuanto se cerró la puerta, Diente de Oro lo esposó.
—Vámonos —ordenó al conductor.
Witter se apoyó en el respaldo y trató de relajarse. Nombre, grado y número de serie, se dijo, eso es todo lo que estos cabritos van a sacarme.
El coche arrancó y tomó por Pirogovskaia Ulitza. Avanzaba por el carril verde, a velocidad moderada. Desde luego, no tenían ninguna prisa por llegar a dondequiera que fuesen. «¿Me llevan a la Lubianka —se preguntaba Witter—, o al nuevo edificio del KGB en las afueras? ¿O a Lefortovo?».
Antes de que llegaran a la plaza Zubovskaia, el agente que iba al lado del conductor se volvió y arrojó algo sobre las rodillas de Diente de Oro. Era una venda.
—Haga el favor —dijo Diente de Oro colocando sobre los ojos de Witter una ancha tira de tela negra forrada, con gomas en los extremos y comprobando que estaba bien ajustada.
Cuando hubo terminado, Witter notó que el coche viraba bruscamente hacia la derecha y empezaba a acelerar. «Ay, Dios mío —pensó—. Algo está muy, muy mal. Ésta no es la manera en que se supone que deben de hacerse estas cosas».
El primero de los cuatro hombres en reaccionar al imperioso desafío lanzado por Xenia Petrovna fue el doctor Alexandr Borisovich Chuiev, el neurofisiólogo.
—Mi querida Xenia Petrovna —dijo, puesto que su edad le permitía una familiaridad que estaba vedada a sus colegas—, aquí en el Instituto tenemos zeks que seguramente poseen una personalidad compulsivamente agresiva, personas que se enfurecen a la menor provocación.
—Más de los que necesitamos —respondió la doctora coronel—. Yo diría que tenemos por lo menos cincuenta personas, hombres la mayoría, con esa propensión.
—¿Y sabemos qué estímulos desencadenan su cólera?
—En la mayoría de los casos, sí. —La doctora coronel lanzó una de sus frías carcajadas—. Hay uno que se sube por las paredes cada vez que le enseñamos la foto de su suegra.
—Muy bien, muy bien. —Alexandr Borisovich asintió con el entusiasmo del niño que han premiado con ración doble de postre. Era un hombrecito rollizo y angelical con mechones de pelo blanco, como nubecitas de humo, a cada lado de una reluciente calva—. Yo, desde luego, adoraba a mi difunta suegra. Era su hija la que me ponía furioso. En fin —agitó una mano mantecosa—, ese magnífico magnetoencefalógrafo, el de las doscientas cuarenta y cuatro puntas sensoras que recientemente mostró al Director General…
Miró a Xenia Petrovna con la sonrisa de picardía del niño que acaba de descubrir uno de los secretos de su madre más celosamente guardados.
—¿Sí?
—¿Podría enfocar con él la amígdala de uno de nuestros zeks y registrar las señales electromagnéticas que emita mientras él tiene un acceso de furor? ¿Por ejemplo, mientras contempla la fotografía de su adorable suegra?
—Desde luego —rió Xenia Petrovna—. Pero deberíamos atarlo a la silla, para impedir que saltara al ver la foto.
—Entonces tendríamos el perfil de cada señal electromagnética emitida en la zona de la amígdala desde el momento en que estuviera en reposo hasta el paroxismo del furor, ¿no?
—Desde luego. —Las facciones de Xenia Petrovna se congelaron con la expresión impávida de una maestra de escuela tolerante—. Pero lo que usted no comprende, querido Alexandr Borisovich, es que durante ese período nuestro magnetoencefalógrafo registrará miles de señales. ¿Cómo podemos saber cuál es la que buscamos?
—No obstante, una de ellas será esa señal mágica, el desencadenante que andamos buscando, ¿no es así?
—Así es.
—Permítame sugerirle un modo de captar esa señal. Usted es uno de nuestros neurocirujanos más eminentes, ¿no?
Xenia Petrovna asintió con gesto de perplejidad.
—Y, al igual que todos nosotros, este hombre está dotado de dos de esas amígdalas en forma de almendra, ¿no?
—Naturalmente.
—¿Podría extraerle una quirúrgicamente?
—Sí. A veces lo hacemos. Como último recurso en los casos de epilepsia que no pueden tratarse con drogas. Generalmente, extraemos el hipocampo y la amígdala del lóbulo temporal.
—¡Ah, ya! —suspiró el doctor—. En tal caso, nuestro zek tendrá que sacrificar solamente una amígdala, y por razón de Estado más que de salud. —El pequeño neurofisiólogo dirigió entonces su alegre sonrisa al químico—. ¿Cuánto tiempo cree usted que se mantendría vital el órgano de nuestro amigo, es decir, durante cuánto tiempo conservaría la propiedad de reaccionar fuera del cerebro?
—Un mínimo de doce horas. Probablemente, más, si fuera debidamente manipulado.
—Eso es mucho tiempo. Sí; mucho tiempo. —El doctor se volvió hacia el ingeniero—. ¿Se puede detectar esa descarga emitida por las neuronas de la amígdala de nuestro amigo, si llega a producirse? Me refiero a la descarga que respondería a nuestra señal desencadenante y que nos indicaría que su reacción de cólera estaba en camino.
—Sí. Desde luego. En primer lugar, enfocaría el órgano con un láser, un láser muy sensible. A continuación, lo cubriría con sensores electromagnéticos de gran sensibilidad —respondió el ingeniero electrónico.
—¿Y esos sensores podrían decirle con exactitud cuándo esas células, esas neuronas de ahí dentro, producen la descarga que nosotros asociamos con la reacción de cólera?
—Sin lugar a dudas.
—Bien, bien. —Alexandr Borisovich estaba realmente radiante de orgullo profesional—. ¿Y usted, amigo —ahora su mirada estaba en el técnico en informática—, usted, naturalmente, podría realizar un Fast Fourier Transform[2] sobre esos miles de señales electromagnéticas que nuestro magnetoencefalógrafo produjo cuando nuestro amigo miró a su adorada suegra? ¿Podría descomponerlas en frecuencias, amplitudes, etcétera, específicas? Ello reduciría el número de señales con las que tendríamos que trabajar, ¿no?
—Sí.
—Con esa información, luego podría programar uno de sus ordenadores para que diera a un generador electromagnético la orden de dirigir cada una de esas frecuencias a la amígdala que la doctora coronel había extraído de nuestro zek. Digamos, a un ritmo de una por segundo.
—Sí. Quizá no tan rápida.
—De todos modos, en doce horas podríamos someter la amígdala a veinte mil combinaciones de frecuencia diferentes, ¿no?
—Sí.
La atención de Alexandr Borisovich volvió a fijarse en el ingeniero electrónico.
—Y, si una de ellas fuera esta señal mágica que nosotros buscamos, su rayo láser y sus sensores nos dirían instantáneamente que la habíamos encontrado, ¿no?
—¡Una idea brillante! —exclamó Xenia Petrovna antes de que el ingeniero pudiera responder—. Y puede dar resultado.
Alexandr Borisovich irradiaba la satisfacción del colegial que acaba de ser elogiado por la maestra.
—Y, una vez que descubramos que tenemos la señal, podemos dirigirla a nuestro zek mientras se encuentra todavía en la cama del hospital, leyendo Pravda, mientras se recupera de la operación. Si se pone furioso, nosotros sabremos que hemos estimulado la amígdala que conserva. Ello confirmará que hemos descubierto la señal correcta.
Xenia Petrovna dio la vuelta a la mesa acercándose al asiento de Alexandr Borisovich.
—Brillante, mi querido amigo, brillante —dijo y le besó en la calva, como Blancanieves otorgando una recompensa a uno de sus enanitos.
Alexandr Borisovich se apoyó en el respaldo de la silla, derritiéndose al calor del beso, y preguntó:
—Por cierto, ¿qué consecuencias tendrá para nuestro zek la pérdida de su amígdala?
—¡Ah! —Xenia Petrovna volvía a su lugar, en la cabecera de la mesa—. Nada grave. Si la operación se hace correctamente y no tocamos las zonas de lenguaje de la corteza, podrá seguir viviendo perfectamente. —Se detuvo un momento, pensativa—. Desde luego, diluiremos su personalidad. En lo sucesivo, no tendrá que esforzarse tanto para reprimir la cólera. De vez en cuando, en estos casos, posteriormente se manifiesta una necesidad de estímulo oral, el afán de chupar objetos, morder lápices. Y la costumbre de humedecerse los labios.
Buscó la varilla de madera y apoyó el extremo en la amígdala del cerebro que tenía delante, como si repasara las técnicas quirúrgicas necesarias para la extracción.
—A veces, el sujeto se hace hipersexual. Se masturba con frecuencia. —Una sonrisa levemente sádica se insinuó en sus labios sensuales—. Ello debería de ejercer un efecto calmante en nuestro zek, ¿no?
La interrumpió un golpe en la puerta del laboratorio.
—Doctora coronel —dijo uno de sus ayudantes—. Acaban de llamar del Centro. Ya vienen.
Un Volga negro del KGB, el mismo vehículo que se lo había llevado del Convento Nuevo de la Virgen a mediodía, dejó a Bill Witter delante de la puerta principal de la embajada de Estados Unidos en la calle Chatkovskovo, poco después de las diez de la noche. Casi a la misma hora, el embajador estadounidense era recibido por el ministro de Asuntos Exteriores en su despacho oficial, un macizo edificio de la época de Stalin contiguo a la calle Arbat, en la que Witter había establecido contacto con el coronel.
El ministro entregó al embajador un memorándum de un solo párrafo. En él se decía que Witter debía abandonar la URSS en el vuelo de la Pan Am de las 8:25 de la mañana siguiente, con destino a Nueva York, por realizar actividades contrarias a los intereses de la seguridad nacional soviética y ser agente de la CIA. El embajador hizo una protesta ritual, tal como exigía el protocolo del caso y se retiró. Él era diplomático de carrera, no simpatizaba con la CIA y, por consiguiente, miraba el caso con considerable desagrado.
El coronel Viktor Sbirunov fue arrestado poco después de las cuatro de la tarde, cuando se disponía a salir de la secretaría militar del Comité Central, situado dentro de las murallas del Kremlin. Al ver entrar en su despacho a los cuatro agentes de paisano del KGB, Sbirunov palideció. No dijo nada limitándose a mover afirmativamente la cabeza para expresar que acataba la orden de arresto.
Sbirunov fue conducido a las viejas celdas subterráneas chekistas, situadas en los sótanos del cuartel general del KGB de la plaza Dzerzinski, la famosa Lubianka, cuyas instalaciones se reservaban ahora para prisioneros preeminentes. Allí lo desnudaron y lo entregaron a un equipo de interrogadores del KGB.
Unas seis horas después, cuando Witter terminaba de hacer el equipaje para su viaje de primera hora de la mañana, Sbirunov se derrumbó y confesó sus culpas. Durante varias horas, hizo a sus captores una completa exposición de cómo fue reclutado por la CIA, de sus actividades de espionaje y todos los detalles que recordaba de la información pasada a sus contactos americanos. Cuando hubo terminado, pudo vestirse y comer. Hacia mediodía del día siguiente, se presentaron en su celda tres oficiales de la división de justicia militar del Ejército Rojo. Después de la confesión que él había firmado, el consejo de guerra fue una mera formalidad.
Una hora después, un cuarto oficial, un coronel, apareció en la celda de Sbirunov:
—Ciudadano Sbirunov, Viktor Petrovich —dijo—. Estoy autorizado a comunicarle, por orden del Presidium del Sóviet Supremo de la URSS que, al ser declarado convicto del crimen del espionaje por un tribunal militar del Ejército Rojo, ha sido desposeído de su grado y condecoraciones y de todo derecho a pagas y retribuciones pendientes. —El coronel hizo una pausa para respirar—. También debo comunicarle que ha sido condenado a muerte por el tribunal militar, por traición a la URSS. La sentencia ha sido ratificada por el Presidium.
La sentencia se ejecutó poco después de las seis de la tarde, en los sótanos de la Lubianka. Por orden expresa de Iván Sergeivich Feodorov, Sbirunov fue ejecutado al viejo estilo chekista. Fue obligado a arrodillarse de espaldas al verdugo. Le ataron las manos a la espalda y le dispararon con una nueve milímetros Makarov a la base del cráneo.
Con una sola frase, la agencia TASS anunció su condena por el delito de «espionaje en favor de una potencia extranjera». En su comunicado de mediodía, el portavoz del Departamento de Estado protestó vigorosamente por la expulsión de Witter y calificó de «carentes de todo fundamento» las acusaciones lanzadas contra él. Una portavoz de la CIA informaba a los que llamaban por teléfono en demanda de información que, según la política tradicional de la Agencia, la CIA no haría comentario alguno sobre las acusaciones de Moscú.
Witter fue recibido en la zona de la aduana del aeropuerto John F. Kennedy por dos funcionarios de la oficina de la CIA en Nueva York, a la llegada del vuelo 65 de la Pan Am, a las tres y media de la tarde. Para rehuir a los periodistas, lo condujeron por una vía especial a un coche de la Agencia que lo llevó a la terminal Marine Air donde le esperaba un avión de la CIA para trasladarlo al aeropuerto Dulles de Washington. Cuando subieron al coche, uno de los funcionarios le pasó un ejemplar del New York Post. En la página tres, se daba la noticia de la ejecución de Sbirunov.
Witter dejó caer al suelo el periódico. Durante un instante, sintió fuertes ganas de vomitar. Su cara, que había palidecido bruscamente, se volvió hacia uno y otro de sus acompañantes.
—¡Yo no les dije nada! —protestó—. ¡Lo juro por Dios! ¡Yo no les dije nada, absolutamente nada!
—Por supuesto —dijo uno de sus acompañantes encogiéndose de hombros.
El otro no dijo nada.
Al día siguiente, poco después de mediodía, un hombre de mediana edad se presentó en las oficinas del Discount Bank del Quai de l’Île de Ginebra. Exhibió un documento extendido por el tenedor de la cuenta C 97164 por el que se ordenaba al banco que entregara al portador, mediante cheque bancario certificado, la totalidad de la suma depositada en la cuenta.
Como es habitual en las transacciones relacionadas con las cuentas corrientes de los bancos suizos, en el documento no aparecía el nombre del tenedor sino únicamente la letra y número de su cuenta, escritos a mano en la orden de transferencia.
Un empleado del banco cotejó cuidadosamente la caligrafía de los números que aparecían en la orden de transferencia con la que figuraba en el registro del banco. La concordancia era perfecta y, aquella misma mañana de primavera, se extendió un cheque por la suma total depositada en la cuenta C 97164. Ascendía a 3 727 104, 62 dólares. A las pocas horas, la suma era ingresada en el Voslov Bank, el banco exterior oficial del Tesoro de la URSS, en Zúrich.
El quirófano del Instituto para el Estudio de la Neurofisiología Humana que dirigía Xenia Petrovna era uno de los más modernos de la URSS, un templo dedicado a la cirugía cerebral en sus formas más sofisticadas. Una iluminación halógena indirecta bañaba la sala con una luz fría pero intensa. La estrecha mesa de operaciones podía inclinarse en cualquier ángulo que deseara el cirujano por medio de un pedal. Detrás de la cabecera de la mesa había un banco con una docena de monitores de televisión. Aquellas pantallas indicarían constantemente una serie de signos vitales del paciente durante la operación: electrocardiograma, índice de respiración, potencia cardiaca y temperatura. Tres pantallas clave, situadas en el centro del banco de monitores, mostrarían una imagen constante, ampliada por ordenador, del interior del cerebro, visto desde tres ángulos: superior, inferior y lateral.
En ellos, Xenia Petrovna podría seguir con todo detalle y en color el avance del bisturí. El que iba a utilizar se parecía al bisturí del cirujano tradicional tanto como una carreta de bueyes a un caza de reacción. Estaba totalmente mecanizado y miniaturizado y reducía el movimiento del cirujano al milímetro o menos que exigía el delicado arte de la cirugía cerebral.
La doctora coronel, envuelta ya en tela verde estéril, revisaba el quirófano y a sus ayudantes con la atención del capitán de barco que inspecciona la cámara de radar, acechando cualquier fallo en la rigurosa disciplina que exige a sus subordinados.
—De acuerdo —dijo, satisfecha del resultado del examen—. Traigan al paciente.
El paciente era el hombre de Kiev que, estando borracho, en un acceso de furor, había matado a cuatro personas. Era el zek que Xenia Petrovna había utilizado para hacer la demostración del magnetoencefalógrafo. Dos enfermeros lo pasaron de la camilla a la mesa y le sujetaron los brazos y piernas a los soportes, para evitar que una convulsión fortuita malograra la delicada operación.
El hombre abrió los ojos y miró a Xenia Petrovna con una expresión de terror y súplica. «Qué extraño —pensó ella—, un hombre capaz de asesinar a cuatro personas y quedarse tan tranquilo, ahora, al verse en la mesa de operaciones, se convierte en un cachorrito asustado».
—¿Qué es lo que va a hacer conmigo? —susurró.
Ella le dedicó una sonrisa leve y fugaz.
—Mejorarte el genio —respondió—. Hacerte más apto para la convivencia.
Hizo una señal a sus ayudantes para que retiraran la toalla estéril que cubría la cabeza del hombre y se inclinó para examinar la superficie del cráneo. Marcados en él con tinta roja estaban los puntos en los que ella empezaría a hacer las incisiones.
—Pongan los cables —ordenó.
Sus ayudantes empezaron a colocar los terminales de los cables que transmitirían los signos vitales a los monitores, sujetando cada uno con un dispositivo de ventosa bañado en pasta electrolítica, lo cual facilitaría la transmisión de las corrientes corporales a los instrumentos de lectura.
Mientras sus ayudantes realizaban los preparativos, Xenia Petrovna entró en un laboratorio contiguo al quirófano en el que otro equipo esperaba la llegada de la amígdala del asesino de Kiev. También aquí, sus ojos examinaron todos los detalles minuciosamente. Acompañaban a Alexandr Borisovich, el neurofisiólogo, el químico, el ingeniero electrónico, el especialista en informática y tres ayudantes de laboratorio.
—¿Todo dispuesto?
—Sí, doctora coronel —respondió el ingeniero, señalando un recipiente de plástico transparente situado encima de la mesa—. Una vez hayamos colocado la amígdala en este recipiente, dirigiremos un láser de gran densidad y focalidad a la zona en la que se encuentran las neuronas asociadas con la reacción de cólera. Al mismo tiempo, cubriremos la zona con un aparato multicanal de silicio tratado al ácido para detectar cualquier variación del campo electromagnético.
—¿Están seguros de que este instrumento es lo bastante sensible para dar las lecturas que necesitamos?
—Doctora coronel, hay mil millones de neuronas en un centímetro cúbico de cerebro, miles en un milímetro. La descarga de una neurona tal vez no produzca una señal electromagnética muy fuerte, pero puede estar segura de que cien mil neuronas que se disparen al mismo tiempo serán captadas por nuestros sensores.
—¿Y ustedes? —preguntó Xenia Petrovna al especialista en informática.
El asesino de Kiev había respondido como un perro de Pávlov a los estímulos que se le presentaron mientras era sometido a un estudio magnetoencefalográfico.
—Estamos preparados.
—¿Cuántas señales tendremos que procesar?
—Tengo que advertirle, doctora coronel, que es un número muy grande.
—¿Cómo de grande?
—Del orden de decenas de miles.
—¡Tantas! —La palabra salió de la garganta de Xenia Petrovna como una explosión—. No podemos exponer la estructura a todas las señales en el tiempo que tenemos.
—No; no podemos. Pero podremos pasar quizá un diez o un veinte por ciento de las señales que registramos, las primeras. Y es lógico suponer que el desencadenante que buscamos se halle en las primeras fases de su reacción.
El especialista en informática le señaló su Hewlett Packard.
—Hemos programado esto para que pase a nuestro generador, una a una, todas esas señales. Hará una copia exacta de cada una, de su intensidad, amplitud y frecuencia con una definición de una centésima de ciclo por segundo.
La doctora coronel, sin decir palabra, giró sobre sus talones y volvió a su quirófano.
—¿Estamos preparados? —preguntó.
Su primer ayudante indicó que lo estaban. Xenia Petrovna se situó a la cabecera de la mesa. Sus ojos recorrieron los monitores de televisión que mostraban los signos vitales de su paciente. Se detuvo a inspeccionar la imagen del cerebro intensificada por el ordenador, examinando la débil silueta del órgano que constituía su objetivo: la amígdala izquierda. El paciente estaba inmóvil, respirando profunda y acompasadamente. Dado que el cerebro, el órgano diseñado para captar los más leves signos de dolor, era insensible al dolor, no haría falta mucha anestesia. Tal vez éste fuera el único aspecto de la operación en el que el peligro no era grande.
Xenia Petrovna miró al anestesista.
—Empecemos. Aguja, por favor.
Un reloj digital se puso en marcha, indicando el tiempo de la operación. Un sistema de televisión de circuito cerrado entró en acción, filmando cada movimiento del equipo de cirugía. El anestesista insertó la aguja en una de las cavidades cervicales situadas debajo del cuello del paciente.
—Penetración —dijo—. ¿Cuánto fluido?
—Veinticinco centímetros cúbicos.
En uno de los monitores aparecieron las palabras: «Operación iniciada».
—Local en los puntos de incisión —ordenó Xenia Petrovna.
El anestesista inyectó cuidadosamente el anestésico en los cuatro puntos de la cabeza en los que ella haría sus incisiones. Esperó treinta segundos a que la anestesia local surtiera efecto.
—Retiren la piel.
Un cirujano ayudante apartó la piel de la zona en la que ella debía operar, dejando al descubierto el hueso blanco del cráneo.
—Sierra.
Un ayudante le puso en la mano una pequeña sierra eléctrica de hoja circular. El instrumento se puso en marcha con un leve zumbido. Xenia Petrovna lo acercó suavemente al hueso desnudo. Consciente de que a cada leve hendidura de la sierra podía estar haciendo historia, Xenia Petrovna empezó su intento por controlar una de las más básicas emociones del ser humano.
Al igual que toda buena agencia de espionaje, la CIA se rige por la estricta aplicación del principio de la «necesidad de saber» y el aislamiento del conocimiento en casillas y compartimientos, aislados del entorno tan herméticamente como especímenes contaminados en un laboratorio médico. No obstante, también es una institución humana, y cuando se produce un desastre de la magnitud de la pérdida del coronel Viktor Sbirunov, el principio de la «necesidad de saber» inevitablemente se extiende a los funcionarios de la Agencia. Art Bennington era uno de los que poseían un oído atento a los chismes, y no tardó mucho tiempo en captar los retazos de información que se filtraban desde el séptimo piso. Se rumoreaba que el «Coronel» era el mejor espía que Estados Unidos había tenido desde hacía años, un hombre que, al parecer, fue, entre otras cosas, el instrumento de los acuerdos sobre armamento firmados entre Reagan y Gorbachov. Se decía que había facilitado a la CIA un informe detallado de las tácticas de negociación, posiciones y puntos vulnerables de los soviéticos.
Pero, aunque el tema le fascinaba, Bennington sabía que ésta no era una crisis que afectara a él o a su división de Ciencias del Comportamiento. Por lo tanto, no pensó que se tratara del arresto del coronel cuando, dos días después del regreso de Witter de la URSS, Ann Stoddard, su ayudante, se presentó en su despacho y le anunció:
—El Director quiere verle. Inmediatamente.
Esta vez no hubo ritual preliminar con los chicos del blazer azul sino que pasó directamente al despacho del Director. El Juez estaba sentado a la mesa de conferencias, en el mismo lugar que en su reunión anterior. Estaban presentes Paul Mott, director de contraespionaje que supervisaba la investigación del asesinato de Ann Robbins, y Bob Arnold, jefe de la Subdirección de Operaciones en la Rusia Soviética. Este departamento era el de las operaciones clandestinas. «Quizá se haya descubierto algo sobre el caso Robbins», pensó Bennington.
—Siéntese, doctor Bennington —ordenó el Juez—. Tenemos un problema entre manos y pensamos que usted puede ayudarnos. —Hizo una pausa y agregó con una expresión que Bennington, con optimismo, interpretó como una sonrisa maliciosa—. Y le agradeceré que nos ahorre todas las monsergas paranormales.
—Desde luego, jefe —respondió Bennington, imprimiendo a sus facciones su sonrisa de cristiana tolerancia—, lo que usted diga.
—Ese agente nuestro, Witter, que fue expulsado de Moscú, nos cuenta una historia muy extraña y, francamente, no sabemos a qué atenernos.
—¿Le han hecho la prueba del detector? —preguntó Bennington.
—Tres veces y, las tres, negativo.
—Eso no significa nada —terció Mott—. Cualquier agente hábil que sepa inhibirse puede burlar el detector. Eso lo sabemos todos.
—Es verdad —convino Bennington—. ¿Y qué dice el hombre?
—Que cuando lo detuvieron los del KGB lo llevaron a un lugar, al parecer, fuera de Moscú —dijo Arnold, de SOR—. Viajaron unos cuarenta minutos, con pocos virajes. Le habían vendado los ojos, y no tiene ni idea de dónde fueron.
Bennington asintió.
—Dice que lo llevaron a una especie de sauna, lo ataron a un sillón parecido al de un dentista, pero con casco. Entonces le dijeron: «Sabemos que tienen ustedes un agente en Moscú, un coronel, y que el sábado por la tarde le pasó información en el Arbat».
—Lo cual, supongo, es exacto.
—Sí. Bien, él nos jura que les dijo que todo era falso. Que no soltó prenda. Que no dijo nada más que: «Exijo la presencia de un abogado estadounidense».
—Petición que ellos, sin duda, se apresuraron a satisfacer.
—Por supuesto. De manera que, siempre según Witter, ellos dijeron: «Está bien. Nosotros le mostraremos fotografías de varios oficiales del ejército soviético y usted nos identificará a su amigo».
—Y él no les dijo nada.
—Por lo menos, eso es lo que afirma. Le enseñaron unas cuarenta fotos.
—Incluida, imagino, la del oficial al que acaban de ejecutar. Que, imagino también, era el individuo tras el que ellos andaban. Es decir, el que le pasó la información.
—Exacto. Proyectaron todas las fotos una vez y, después, dice, volvieron a pasar unas diez, incluida la de nuestro hombre.
—¿Y él no dijo nada en ningún momento?
—Eso es lo que él nos jura.
—¿No fue torturado ni maltratado?
—En absoluto. Se comportaron como perfectos caballeros. Glasnost por encima de todo.
Bennington golpeó la mesa con las yemas de los dedos, mientras asimilaba lo que acababa de decirle Arnold.
—Y tengo que decir —prosiguió Arnold— que hasta ahora el tal Witter tenía una magnífica hoja de servicios. Yo lo consideraba uno de los mejores agentes jóvenes de mi departamento.
—Supongo que la explicación más plausible es la de que, de algún modo, él se delató —era Mott de contraespionaje el que hablaba— con la expresión o con un tic facial.
—¿Vio si lo enfocaban con algo? —preguntó Bennington—. ¿Una cámara apuntándole a los ojos?
—Nada. Sólo las fotografías que desfilaban en la pantalla de un televisor. Y un casco, como de peluquería, que le pusieron en la cabeza —respondió Arnold.
—¿En contacto directo? ¿Con electrodos sujetos al cráneo?
—No. Él dice que estaba reclinado en el sillón, mirando las fotos. Sujeto al sillón con unas correas, pero sin estar conectado a aparato alguno.
—¿Le dieron algo de comer o de beber?
—Sólo un vaso de agua que él dice haber pedido.
—Veamos, doctor —había una perceptible nota de impaciencia en la voz del Director—, ¿qué opina? ¿Le dieron algo? ¿LSD? Usted es el especialista en la materia.
«Vaya si lo soy —pensó Bennington—, y si uno de tus predecesores se hubiera salido con la suya, a estas horas yo estaría en el jardín de mi casa cultivando rosas en lugar de estar aquí sentado, tratando de responder a tus preguntas».
—LSD, descartado —dijo—. Para los interrogatorios es inoperante.
—Entonces, ¿algún suero de la verdad?
—No sé de ninguno que sea tan eficaz. En el mejor de los casos, estas cosas no son de gran utilidad. Bueno, puede haber un tío que diga: «No hablo ni palabra de chino», entonces le inyectas y el individuo empieza a conjugar verbos irregulares en chino. Eso siempre dice algo. Pero si le preguntas cuántos carburadores fabrican en Novosibirsk o qué coronel tiene el Toni no sacas nada en limpio.
—Entonces, ¿qué diantres pasa? ¿Pueden haber descubierto la manera de leer el pensamiento, por Dios?
—Quizá. Desde hace cuarenta años, buscan la manera de hacer hablar a la gente, lo mismo que nosotros, sin necesidad de esbirros que sirvan ratas muertas para el desayuno a un prisionero o le conecten los testículos a una batería. Sabemos que desde hace tiempo estudian los efectos de los campos electromagnéticos y magnéticos en el sistema nervioso. Yo diría que la explicación podría ir por ahí.
—¡Vaya por Dios! —suspiró el Director—. Esto empieza a sonar tan fantástico como el asunto de los videntes.
—Todo forma parte del mismo programa, Juez. Se trata de averiguar cómo funciona el cerebro humano, de descubrir la fisiología del pensamiento. Hace veinticinco años que subvencionamos a gente que busca la forma de medir las ondas cerebrales con el fin de idear el detector de mentiras perfecto. Hemos considerado la idea de que se pueda detectar el campo electromagnético o la señal asociados a un gesto o, incluso, a un pensamiento, antes de que éstos se produzcan. Quizá ellos nos lleven ventaja en esto.
—¿Y tienen una máquina con la que han leído el pensamiento de ese hombre? ¿Y nosotros no la tenemos? Eso no me lo puedo creer.
—Bien, Juez —la sonrisa de tolerancia cristiana rayaba ya en la condescendencia—, quizá deba rectificar esa actitud. En esta casa, se tiende a subestimar la capacidad soviética en el campo de la ciencia. Recuerde que solíamos decir: «No tendrán la bomba A antes de finales de los años cincuenta».
—Tenían espías.
—También tenían buenos científicos. Como los tuvieron para el Spútnik y el programa espacial. Desde el siglo pasado, la ciencia rusa ha dedicado especial atención al cerebro. Su tecnología, a veces, no está a la altura, pero permita que le diga que en el campo teórico no tienen nada que envidiarnos.
—¿Y cree que sus investigaciones pueden haberles llevado a conseguir algo así? —insistió el Director.
—Quizá. —Bennington se quedó pensativo—. Me gustaría hablar con Witter. Quizá yo consiga descubrir algo que me ayude a atar cabos.
Art Bennington hojeó el expediente de Bill Witter o, por lo menos, la parte que la subdirección de operaciones en la Unión Soviética se avino a enviarle antes de que él se entrevistara con Witter. Al leerlo, Bennington sintió que le invadía una profunda tristeza. Aquel hombre era un dechado de meticulosidad. Siempre había obrado según el reglamento. Era un agente trabajador y concienzudo con un futuro prometedor. Su padre fue coronel de aviación, muerto en combate en el Vietnam. Probablemente, Witter se había unido a la CIA para seguir los pasos de su padre. El chico había ingresado en 1972, recién salido de Hamilton College, en el Estado de Nueva York. Se necesitaba valor para unirse a la Agencia en aquella época, en la que el patriotismo se consideraba pasado de moda. Desde el principio, Bill formó parte del grupo selecto de los agentes entrenados para el servicio clandestino.
Bennington leyó por encima varios de los informes del inspector de la «granja», el campo de entrenamiento de la CIA instalado en una finca de unas tres mil hectáreas, situada cerca de Williamsburg. «Witter no es una persona muy sociable, un individuo que depende del trato con otras personas para mantener un estado anímico equilibrado y una emotividad estable. Básicamente, es un poco retraído y posee la fortaleza psicológica necesaria para soportar el aislamiento e, incluso, disfrutar de él».
Bennington se echó a reír. En esta descripción se veía a sí mismo de joven. Un solitario. Ésta era una de las cualidades básicas que la CIA buscaba en sus agentes. Y, vaya si iba a estar solo el pobre, de ahora en adelante. Pese a la opinión que él pudiera formarse sobre el papel que Witter había —o no— desempeñado en la captura de Sbirunov, su carrera en la Agencia había quedado truncada.
Bennington se levantó y se acercó a la ventana de su despacho. Quizá lo mejor que podías hacer con un individuo en estas circunstancias era llevártelo al Inn, tomar unas copas y decirle: «Chico, olvídalo». Pero ¿de qué iba a vivir? Tenía mujer y dos hijos que criar. Este hombre saldría al mercado de trabajo con una laguna de diecisiete años sin más explicación que las palabras «servicio para el Gobierno» en su currículum. ¿Qué sabe hacer? Recoger un mensaje. Despistar a un perseguidor —quizá incluso defectuosamente—. Organizar un contacto directo para recibir información en propia mano. ¿Cuánto se puede prosperar en Wall Street con esta clase de conocimientos?
«¿Quién soy yo para dar consejos? —se preguntaba mirando tristemente el verde paisaje de Virginia—. Yo vine para hacer dos años de servicio militar, y me he quedado toda la vida».
El causante de las cavilaciones de Bennington llamó a la puerta. Witter era la viva estampa del abatimiento. Tenía toda la gallardía y el ímpetu de un balón deshinchado. «El pobre lo ha pasado mal estos últimos días», pensó Bennington. Traía el ojo izquierdo amoratado y el pómulo tumefacto.
—Creí que nuestros amigos no le habían golpeado —dijo Bennington.
—No me golpearon.
—¿Chocó contra una farola?
—Esto me lo hizo el encargado de controlar a Sbirunov. Me acusó de delatar a su hombre.
—Lo de siempre —suspiró Bennington.
Una de las características del oficio de espía es el síndrome receptor-espía, el estrecho vínculo que suele establecerse entre el espía y el agente que lo controla. El controlador de Penkovsky se fue de la CIA furioso porque la Agencia, desoyendo sus protestas, volvió a enviar a Penkovsky a Moscú para una última misión, a pesar de la convicción del controlador de que el espía corría peligro.
—Mire, doctor Bennington, yo no sé qué es lo que usted quiere hacer conmigo. Lo único que puedo decirle es lo que he estado diciendo a todos los de esta casa desde que llegué. Yo no dije nada de Sbirunov a los rusos. Ni puta palabra.
—Desde luego. Pero entre decirles una cosa a los de por aquí y conseguir que se la crean, hay cierta distancia.
—Entonces, ¿qué tengo que hacer? ¿Cortarme una mano y echársela al Director encima de la mesa? Como en la Inquisición española ¿inocencia por la sangre?
—Eh, cuando usted se metió en esto ya le dijeron que era duro, ¿no?
—Desde luego.
—Pues tenían razón.
«Venga ya, hombre —se dijo Bennington—, basta de paternalismos. Lo que tú quieres es ayudar al chico, ¿no?».
—Quiero que me lo cuente absolutamente todo. Desde el momento en que lo detuvieron, paso a paso, todo lo que recuerde, aunque no le parezca importante.
Bennington abrió un clip y empezó a limpiarse las uñas mientras escuchaba a Witter. Nada de lo que decía el joven le llamó la atención hasta que llegó a los momentos anteriores a su entrada en la habitación que parecía una sauna.
—Me desnudaron.
—¿Le desnudaron? Eso yo no lo sabía.
—Fue sólo durante unos minutos. Me quitaron el reloj de pulsera y me vaciaron los bolsillos. Luego me devolvieron el chándal y me dijeron que podía vestirme.
—¿Qué llevaba en los bolsillos?
—Nada. Sólo las llaves del coche y mi documento de identidad.
—¿Se lo devolvieron?
—Después. Cuando me llevaron a la embajada.
—¿Algo más?
—Me preguntaron si llevaba marcapasos. ¡Idiotas! ¿Hubiera salido a correr con un marcapasos?
Witter siguió con su relato. Variaba sólo en pequeños detalles del que Bennington había oído en el despacho del Director.
—Y eso es todo —dijo, en conclusión. Su tono era de desafío y su expresión hosca, pero Bennington adivinaba en los ojos de Witter una súplica desesperada de crédito. Bennington guardó silencio—. ¿Qué opina? —preguntó Witter.
—Creo que usted les dijo lo que ellos querían saber. Pero se lo dijo sin darse cuenta.
—¿Qué puñetas quiere decir?
—Se quedaron con el reloj y las llaves. Le preguntaron si llevaba marcapasos. Esa sauna era, evidentemente, una cámara de desmagnetización. Sabemos que en el cerebro hay señales que están relacionadas con las facultades cognoscitivas, con reconocer algo como la cara de su coronel. —Bennington se rascaba el interior de la uña del índice con el clip abierto como si esperara descubrir allí una clave secreta—. Hay personas que creen que, con un aparato llamado magnetoencefalógrafo, pueden leerse esas señales, mide los campos magnéticos que emite el cerebro cuando actúa…
La cara de Witter asumió la expresión de éxtasis del hombre que, en trance de ahogarse, ve venir hacia él un salvavidas que se desliza por la pendiente de una ola.
—¿Usted cree que eso es lo que me ocurrió a mí?
—Podría ser. Pero… —Bennington alzó los hombros—. Pero eso no significa que pueda convencer a sus compañeros de la subdirección. Mis palabras no surten el mismo efecto en los del séptimo piso que las epístolas de san Pablo en los Corintios.
Era una escena con la que millones de telespectadores americanos se habían familiarizado durante los años de la presidencia de Ronald Reagan. El Marine Corps One, el helicóptero presidencial, volaba por delante del edificio de diecinueve pisos del Centro Médico Naval de Bethesda y se posaba en una plataforma para helicópteros situada sobre un montículo, frente a la puerta principal del hospital. En Rockville Pike, media docena de coches de policía, con las luces rojas del techo parpadeando, cortaban la avenida al tráfico, durante el aterrizaje. Una veintena de conductores se habían apeado de sus automóviles para ver al Presidente entrar en el hospital para su primera revisión anual.
El Presidente bajó las escaleras del helicóptero y estrechó la mano del almirante Peter White, su médico personal.
—Bienvenido al Centro Médico Naval Nacional, señor Presidente —declaró White.
En esta ocasión, desde luego, vestía uniforme.
El coche oficial esperaba en la plataforma, como siempre había esperado a Ronald Reagan, para recorrer los doscientos metros que le separaban de la puerta principal. El Presidente rehusó utilizarlo y echó a andar a buen paso; el almirante White y el jefe de personal de la Casa Blanca tuvieron que apresurarse para no quedar rezagados.
Dos docenas de periodistas encargados de cubrir las informaciones de la Casa Blanca, esperaban en la puerta del hospital, con las cámaras de televisión en marcha.
—¡Señor Presidente! —gritó uno de ellos—. ¿Existe alguna razón médica en particular por la que haya decidido venir hoy a hacerse una revisión?
—En absoluto. —El Presidente soltó la mentira con una amplia sonrisa que le llenaba toda la cara. «Empapaos bien, cabritos», pensó—. Estoy aquí esta mañana por sugerencia del almirante White, a fin de sentar precedente de una costumbre que me propongo observar anualmente durante mi presidencia y que espero que sigan mis sucesores. Esta magnífica institución dedicada a la salud de los hombres y las mujeres de nuestros servicios armados está dotada del mejor instrumental médico que posee la nación. Hoy me propongo beneficiarme de esta tecnología para hacerme el mejor reconocimiento médico posible. Dicen que la medicina preventiva es la mejor. Una completa revisión anual debería de ser norma de todos los hombres y mujeres del país y, con mi presencia aquí, he querido servir de ejemplo para todos ustedes.
«Esto debería bastar para cerrarles la boca», pensó sonriendo a la batería de cámaras.
—¡Señor Presidente! —era Britt Hume, de la ABC.
—Está un poco pálido, Britt. ¿Se ha hecho su revisión?
Los representantes de la prensa, con la ostensible excepción de Hume, rieron la broma presidencial.
—Tengo entendido que hoy a mediodía se votará en el Senado la resolución sobre el aumento de los impuestos.
El Presidente procuró impedir que la irritación nublara su sonrisa tan cuidadosamente fabricada. La mayoría demócrata del Senado trataba de hacer aprobar una resolución que preveía un aumento del quince por ciento en el impuesto sobre la renta, para los dos niveles máximos de la escala. Aparentemente, la finalidad de la medida era reducir el déficit del presupuesto. En realidad, con ello pretendía humillarle haciéndole faltar a su promesa de no aumentar los impuestos.
—Al parecer, la oposición dispone de los votos necesarios para hacerlo aprobar —prosiguió Hume—. ¿Algún comentario?
El Presidente apretó los dientes para dominar la impaciencia. Pese a su aparente ecuanimidad, era mal perdedor.
—El Partido Demócrata juega irresponsablemente con la economía de este país, por mediocres motivos políticos. —Hizo una pausa y lanzó una mirada a su jefe de gabinete—. Si es necesario mis consejeros me mantendrán al corriente de la marcha del debate minuto a minuto, mientras esté aquí.
Con estas palabras, el Presidente saludó a las cámaras agitando la mano y entró en el hospital. El almirante White lo acompañó a los ascensores y subió con él a la suite presidencial instalada en el tercer piso del edificio diez. Bethesda era fruto del amor de Franklin Roosevelt por la Marina. Él personalmente eligió el lugar durante una excursión en coche que hizo en el otoño de 1941 y, según la leyenda, esbozó la forma de su característica torre de diecinueve pisos en un sobre, mientras regresaba a la Casa Blanca aquel domingo otoñal.
Puesto que Kennedy, Nixon, Johnson y Carter habían sido todos oficiales de la Marina, poco a poco, Bethesda fue adquiriendo la categoría que ahora ostentaba: la de ser el hospital de los presidentes. La suite presidencial del edificio diez se mantenía preparada para cualquier emergencia las veinticuatro horas del día. Contenía una reserva de sangre del grupo de la del Presidente, un equipo de urgencias y un armario con un pijama, una bata con el sello presidencial y un par de zapatillas.
White condujo al Presidente hasta su dormitorio el cual, salvo por la cama de hospital, parecía la habitación de un hotel elegante. Contiguas a la suya había una habitación para la Primera Dama, una antesala para el Servicio Secreto y un despacho en el que aquel día, de madrugada, se habían instalado tres líneas directas. White miró al jefe de gabinete.
—Con su permiso —dijo—. Me gustaría hablar con mi paciente en privado.
—Señor Presidente —dijo White, sacando un bloc del bolsillo—. Lo que le he preparado es la mejor revisión que puede ofrecer la ciencia. Cuando tengamos los resultados de todos los exámenes estoy seguro de que sabremos qué es exactamente lo que le preocupa.
—Imagino que más me valdrá verlo como una buena noticia —respondió el Presidente; su risueño semblante había desaparecido.
—Confiemos en que todos los resultados sean buenos. Empezaremos haciendo una serie completa de análisis de sangre, para lo cual le extraeremos media docena de muestras. Luego, radiología de tórax, electrocardiograma, la prueba del esfuerzo sobre una cinta sin fin… Ya está familiarizado con ella, ¿verdad?
—Íntimamente —respondió el Presidente—. Tuve que dejar el tabaco después de la última.
—Seguirá una signoidoscopia…
—¿Una qué?
White carraspeó.
—Es algo muy importante, sobre todo para una persona de su edad, señor. Utilizando un tubo de fibra óptica, le examinaremos el colon para comprobar que no tiene pólipos como Ronald Reagan.
El Presidente comprendió y lanzó un gemido.
—Los pólipos son frecuentes en personas de más de cincuenta años, señor.
—¿Y esa mágica máquina que me examinará el cerebro? Estoy aquí para eso, ¡joder!
—A eso iba, señor, pero, tal como usted me pidió, este examen ha sido programado de manera que ningún miembro del personal del hospital pueda sospechar que se trata de algo más que una buena y completa revisión.
—De acuerdo.
—Le haremos dos exploraciones. La primera es un CT. La máquina parece una especie de donut gigante. Le hacemos pasar a través de él muy despacio y nos da un extraordinario retrato de su cuerpo. Está diseñado para detectar tumores que son tejidos blandos y tumores malignos que, generalmente, tienen una temperatura mayor que el tejido normal. Ello nos lleva una media hora.
—Bien.
—Luego, haremos la exploración del cerebro de la que le hablé, el magnetoencefalograma.
—¿Está seguro de que eso descubrirá si tengo un tumor cerebral?
—Señor Presidente, éste es el aparato más moderno que existe en el mundo para el diagnóstico del cáncer cerebral. Si hay tumor, lo descubrirá.
—¿Cuánto tardará?
—Unos cuarenta y cinco minutos. Podrá salir de aquí entre las dos y las tres de la tarde.
—Está bien. Pero quiero que se me mantenga al corriente de la marcha de esa dichosa votación del Senado, esté donde esté y haga lo que haga.
—Así se hará, señor.
La doctora coronel Xenia Petrovna Cherbatov daba pequeños sorbos al té hirviendo que su ayudante le había servido, mientras empezaba a hojear las notas sobre el postoperatorio. Con ellas redactaría el informe sobre la intervención realizada para extraer la amígdala izquierda del cerebro del hombre de Kiev. La operación fue larga y extraordinariamente complicada. Como de costumbre, a la tensión de las horas difíciles pasadas en el quirófano seguía un cansancio profundo y grato. Curiosamente, la sensación era similar al delicioso desfallecimiento que siempre sentía tras el frenesí del acto sexual.
La operación había sido un brillante éxito. El zek se encontraba en la sala de reanimación. Dentro de poco, sería trasladado a su cama del hospital. En lo sucesivo, sería una persona mucho menos amenazadora para la sociedad de lo que había sido antes de la operación. La amígdala que involuntariamente había sacrificado para el progreso de la ciencia soviética estaba ahora en las manos de los ayudantes de la doctora coronel, en el laboratorio adyacente al quirófano. Buscaban ahora el grial que con tanto afán ella perseguía, la señal electromagnética precisa que desencadenaría una descarga neuronal sincrónica, en la porción de materia rosácea del tamaño de un mejillón que ella había extraído del cerebro de un hombre.
Xenia Petrovna miró el reloj. Ya llevaba más de dos horas buscando, investigando. La exploración podía prolongarse durante varias horas más y podía terminar con el fracaso y la frustración. El tiempo limitado que el órgano podía sobrevivir y responder a estímulos fuera de su medio natural restringía el número de señales que su programa informático podía dirigirle, en su búsqueda del desencadenante mágico.
También era posible que ella se hubiera equivocado en la hipótesis que había construido sobre cómo se originan las emociones en el cerebro. Al fin y al cabo, éste era un mecanismo infinitamente complejo. Presumir siquiera que se entendía su funcionamiento era el colmo de la vanidad. Xenia Petrovna, al igual que todos los de su generación, había sido educada en el ateísmo. Era una filosofía con la que ella se sentía cómoda, casi siempre. Sus momentos de duda inevitablemente se producían aquí, en este Instituto fundado por el KGB para dominar las maravillas de la mente, al servicio de la ciencia. De vez en cuando, mientras se enfrentaba a las infinitas complejidades del cerebro, intuía la presencia de una fuerza inexplicable que se deslizaba a través de las densidades que trataba de comprender. Supongamos, sólo supongamos, que al final de esta vía de investigación en la que se había adentrado, encontrase una Fuerza Suprema que jugara al escondite con ella entre las sombras de la mente. ¿Cómo encajaría esto con la ciencia soviética?
En tiempos de su padre, cuando Stalin vivía, la respuesta hubiera sido simple, desde luego. Aquéllos que hubieran visto moverse algo en las sombras habrían sido enviados a Siberia y fusilados. Los gobernantes actuales eran más pragmáticos. No obstante, algo así les plantearía un terrible dilema.
El timbre del teléfono interrumpió su ensueño.
—¡Xenia Petrovna, venga en seguida! —Era su ayudante de más edad, el neurofisiólogo Alexandr Borisovich. En su voz vibraba la nota chillona de la excitación del niño que llama a su mamá para que salga a ver la extraña serpiente que acaba de encontrar en el jardín—. ¡Venga, venga!
Se puso la bata blanca y salió rápidamente de su despacho situado en el edificio de la administración y, cruzando el jardín pletórico de verde vida nueva al sol de verano, se dirigió al hospital. Las luces del laboratorio contiguo al quirófano estaban atenuadas. Los tres monitores de televisión situados en la pared estaban iluminados pero no funcionaban. Una línea verde dividía transversalmente por la mitad las tres pantallas. La amígdala que había extraído al zek estaba en su pequeño baño, en el centro de la habitación, brillando con alegre y rosada fosforescencia a la suave luz del techo. Al entrar, percibió la excitación de los hombres que la esperaban.
—¡Xenia Petrovna —anunció Alexandr Borisovich—, ya lo hemos encontrado! —El pequeño neurofisiólogo se pasaba la palma de la mano por la calva, como si acariciara el recuerdo de su cabellera de antaño—. ¡Ya tenemos la señal!
—¡Magnífico!
Xenia Petrovna lanzó un suspiro en el que se mezclaban el triunfo y el alivio casi a partes iguales.
El ingeniero electrónico surgió de entre las sombras. Se acercó al teclado del ordenador y pulsó unas órdenes.
—Lanzaré a la amígdala señales diferentes. Observe. Número uno. —Xenia Petrovna miraba fijamente los tres monitores de la pared. No ocurrió nada—. Número dos… número tres.
El eco de la voz del hombre aún vibraba en las sombras cuando las tres pantallas se animaron con una telaraña de líneas luminosas parpadeando. Xenia Petrovna no podía descifrarlas, pero sabía lo que significaban. Lo habían conseguido. Años atrás, en otro laboratorio, ella insertó un electrodo en el cerebro y sustituyó el estímulo visual indispensable para el desencadenamiento de la cólera por una pequeña chispa eléctrica. Ahora habían prescindido del estímulo visual y del electrodo. Habían engañado a la amígdala; habían engañado a un cerebro humano y provocado una reacción de cólera en un órgano, no con un estímulo percibido por los sentidos sino con una señal electromagnética. La trascendencia de lo que acababa de presenciar era alucinante.
—Xenia Petrovna. —Alexandr Borisovich estaba fuera de sí de entusiasmo—, en esta habitación hemos hecho historia. —El pecho del pequeño neurofisiólogo se henchía de satisfacción—. Esto merece el premio Nobel.
Xenia Petrovna se echó a reír.
—Un laboratorio del KGB tiene tantas probabilidades de conseguir un premio Nobel como un gato de verse las orejas. De todos modos, éste es un avance científico del que ellos no se enterarán. —Miró al ingeniero—. Descríbame la señal en sí.
Birisovich pulsó varias teclas y en una de las pantallas apareció un entramado de líneas que ondulaban.
—Ahí está. Es mucho más compleja de lo que yo me figuraba. Está compuesta por tres frecuencias. Ésta —señaló lo que parecía un muelle muy tenso— es una parte de alta frecuencia de 2,651 kilohercios insertada entre dos señales de muy baja frecuencia. Ésta —su dedo señaló una línea que subía y bajaba como el perfil de un sombrero napoleónico— es de 9,417 hercios de gran amplitud y ésta —señaló una línea que cruzaba la pantalla con suave ondulación— tiene 6,623 hercios y una amplitud pequeña.
Volvió a pulsar teclas y en la pantalla apareció otra figura, una línea que subía y bajaba dibujando la U y la V invertida.
—Esto es el perfil de un impulso de la señal. Una nimia variación en la forma, y el efecto desaparece. Ya no se establece resonancia entre la señal y esas neuronas de ahí dentro. Aunque las frecuencias y las amplitudes permanezcan invariables. Y si las frecuencias varían aunque no sea más que una centésima de hercio el efecto también desaparece. —Apagó el monitor—. Es una señal extremadamente precisa y compleja.
—¿Por qué no había de serlo? —dijo Xenia Petrovna—. El cerebro es un órgano extraordinariamente complejo. —Cruzó los brazos sobre el pecho adoptando su expresión de maestra de escuela—. Antes de alegrarnos demasiado, tenemos que dirigir esta señal sobre nuestro zek cuando se haya restablecido lo suficiente, para ver si él reacciona.
—Claro que hay que hacerlo, mi querida Xenia Petrovna —rió alegremente Alexandr Borisovich—, será la prueba definitiva. Pero ya puede empezar a celebrarlo, porque dará resultado. —Impulsivamente, extendió los brazos y la besó tres veces en las mejillas al estilo ruso—. Felicítese, Xenia Petrovna —dijo—, usted ha cambiado el mundo.
—Considérelo el postre, señor Presidente —dijo el almirante White señalando los blancos tubos metálicos del magnetoencefalógrafo de tres millones de dólares de Bethesda—. Después de algunas de las pruebas a que le hemos sometido, esto le parecerá un pedazo de pastel.
El Presidente lo miró sin intentar disimular su furor. «Qué típico de la profesión médica —pensó—. Este individuo está a punto de descubrir que tengo un tumor en el cerebro y lo compara con una tarta de chocolate».
—Estos cilindros contienen helio líquido a doscientos setenta y tres grados centígrados bajo cero. —Se notaba el orgullo en la voz de White mientras describía el funcionamiento de su precioso juguete—. Es sumamente sensible a los campos magnéticos. Antes de disponer de él, teníamos que guiarnos por la RMN, resonancia magnética nuclear, para descubrir los tumores cerebrales, pero esa técnica depende de contrastes, de la diferenciación entre la composición del tumor y la de los tejidos que lo rodean. Cuando se trata de tumores pequeños apenas iniciados, a veces la diferencia es tan pequeña que no se percibe. Pero a esta nena no se le escapa nada.
El Presidente respiró profundamente. Estaba tenso y nervioso, porque sabía que su futuro, que su vida, dependía de una máquina por la que su médico demostraba el mismo cariño que un adolescente por un Oldsmobile 1950 trucado.
—Lo único que tiene que hacer, señor, es tenderse cómodamente en esta mesa. Relájese, cierre los ojos si lo prefiere. Quédese quieto y la tecnología médica hará el resto.
El Presidente se encaramó a la fina mesa situada bajo los sensores cilíndricos. Sólo llevaba puesta una bata blanca de hospital con la inscripción «The President» bordada en azul marino en el bolsillo del lado izquierdo del pecho.
—Esto es una cámara desmagnetizada —dijo White refiriéndose a la habitación en la que estaba instalado el magnetoencefalógrafo—. Nosotros estaremos en la habitación de al lado, con un ordenador que irá recogiendo toda la información, pero podemos hablar por el intercomunicador.
White y el técnico dieron un último repaso a la instalación.
—Recuerde —insistió White antes de cerrar la puerta—, debe permanecer perfectamente inmóvil pase lo que pase.
Tres técnicos manejaban el ordenador Hewlett Packard que registraba la información procedente de los sensores del magnetoencefalógrafo. En definitiva, registrarían la película de la actividad del cerebro del presidente de Estados Unidos, durante los cuarenta y cinco minutos que la máquina estaría en funcionamiento. El jefe técnico, un doctor en Física por la Universidad Politécnica de California, activó el sistema. En el primero de los tres monitores apareció el perfil de una cabeza humana. Los técnicos lo utilizaban para comprobar la perfecta alineación de los sensores.
—Ok —dijo el jefe—. Adelante.
El ordenador empezó a zumbar mientras recogía la información. En las tres pantallas se encendieron unos diagramas que recordaban las líneas que indican la altitud en un plano topográfico. Estas líneas revelaban a los técnicos que el magnetoencefalógrafo funcionaba correctamente. El estudio de los datos, tarea lenta y laboriosa, sería realizado posteriormente por un neurólogo.
Hacía veinticinco minutos que había empezado la exploración cuando el jefe de Gabinete del Presidente entró en la habitación.
—Tengo que hablar con él —dijo—. Acaban de recibirse los resultados de la votación.
—¡Mierda! —exclamó el almirante White—. ¿No puede esperar? Acabamos de empezar. Si se mueve, tendremos que repetir desde el principio.
—Es el Presidente. Dio órdenes de que se lo comunicáramos en cuanto se supiera.
White suspiró. Cuando recibiera la noticia, el Presidente saltaría de júbilo o sufriría un soberano cabreo. Abrió el intercomunicador.
—Señor Presidente —dijo—. Aquí está su jefe de Gabinete. Desea hablarle. Recuerde que, diga lo que diga, usted debe quedarse quieto. De lo contrario, tendremos que volver a empezar. Y usted no querrá perder tiempo.
El jefe de Gabinete se acercó al micrófono.
—Señor Presidente, perdimos por un voto. Conseguimos los tres demócratas del Sur, pero el cerdo de Riley, de Kansas, votó en contra.
Casi podía oírse cómo el Presidente hacía rechinar los dientes al oír las palabras de su adjunto.
—Maldita sea —murmuró—, maldita, maldita, maldita sea. ¿Cuándo se presenta a la reelección ese hijo de puta?
—En otoño.
—Me las pagará. Juro por Dios que me las pagará.
El técnico que manejaba el ordenador rió entre dientes.
—Chico, vaya cabreo. Está que echa chispas. —Se inclinó hacia White, riendo—. Tendría que tomarle la presión sistólica y ver cómo le va el corazón.
White miró al jefe de Gabinete.
—¿Ha terminado? —preguntó, preparado para cerrar el intercomunicador.
El otro asintió. Se quedó unos momentos viendo trabajar a los técnicos.
—Es una máquina impresionante —dijo cortésmente, sin entender nada.
—La mejor del mundo —dijo el físico de California orgullosamente—. Un día de éstos, con esta máquina, sabremos lo que va usted a pensar antes de que lo piense.
—¡Vaya! —exclamó el jefe de gabinete y no por cortesía sino realmente impresionado—. Es increíble. ¿Tienen los rusos algo parecido?
—No —respondió el físico de California—. Están a kilómetros por detrás de nosotros.
La Inquisición: Witter la había mencionado en su despacho y el chico no iba desencaminado, pensaba Bennington. Aquella pequeña reunión en el despacho del Director, en la que presumiblemente iba a decidirse la situación del joven agente, empezaba a adquirir el tinte de un proceso de la Cámara Estrellada. Casi podía advertirse cómo Mott, de Contraespionaje, volteaba la cuerda que esperaba pasar alrededor del cuello de Witter antes de que acabara la reunión. Arnold, el jefe de Witter en la subdirección, seguía titubeando pero comprendía que le convenía alinearse con el ganador. El Director hacía las veces de juez, lo cual era bastante apropiado, pero Bennington había intuido ya su hostilidad hacia el joven. Ello le dejaba a él el papel de abogado defensor.
Por desgracia, la situación estaba bastante clara. Al cabo de los años, eran muchos más los espías soviéticos descubiertos que los de cualquier otro servicio de espionaje. Y ello no se debía precisamente a que los soviéticos fueran unos ineptos sino, sencillamente, a que tenían más espías. La CIA tenía poquísimos, y la pérdida de uno de ellos, como Sbirunov, era un desastre que alguien —en este caso, Witter— tendría que pagar.
El Director dejó encima de la mesa el informe que Bennington había redactado después de su charla con Witter y algunos de sus contactos en la organización. Mott y Arnold, como a una señal, dejaron también sus ejemplares del informe. «¡Oh, oh!», pensó Bennington.
—Bien —dijo el Director, dirigiendo a Bennington la mirada distante del burócrata sensato—, por lo menos, aquí no tenemos que habérnoslas con adivinas que nos señalan submarinos soviéticos.
Bennington sintió la tentación de agitar la mano pidiendo perdón pero se reprimió. Hizo bien.
—O no del todo —concluyó el Director.
Arnold, que sabía leer en los labios del jefe mejor que nadie de la casa, ahora ya veía claramente la línea a seguir.
—Art —convino—, personalmente te agradezco todo el tiempo que has dedicado a Witter y la molestia de preparar el informe. Pero, en definitiva, aquí no tenemos nada sólido.
—No —respondió Bennington—; lo que tenemos aquí es a uno de tus hombres a punto de ser crucificado por algo que no ha hecho.
—Eso no has podido demostrarlo.
—Lo que yo os digo en ese papel es que hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que este hombre fuera sometido a un magnetoencefalograma. Él dijo a esa gente lo que ellos querían saber, pero sin darse cuenta.
—¿Sólo por lo de las llaves y el marcapasos? —preguntó Mott.
—¿Sólo por lo de las llaves y el marcapasos? —preguntó Mott.
—Cuestión de rutina. Un registro, para comprobar si llevaba encima algo que hubiera recogido.
—¿Un marcapasos, Paul? ¿Pensaban que le habían pasado un mensaje en un marcapasos? No; eso no fue el registro de rutina. Estaban limpiándolo de objetos metálicos para meterlo en una cámara desmagnetizada.
—¿Y ahí dentro le leyeron el pensamiento con su máquina milagrosa?
—Ésa es la conclusión que yo he sacado. Sabemos que en el cerebro se producen señales que preceden a todo pensamiento o gesto; por ejemplo, reconocer la foto de un individuo. Y existen pruebas concluyentes de que esta máquina, este magnetoencefalógrafo, puede detectar los campos magnéticos característicos de esas señales.
—Pero eso todavía no lo ha visto nadie, ¿verdad? —preguntó Arnold.
—Nosotros, no. Pero ¿cómo podemos saber que los rusos tampoco? El Pentágono subvenciona extraoficialmente un proyecto en Los Álamos para este estudio. Ellos buscan, por ejemplo, a personas con reflejos ultrarrápidos, la clase de personas que serían buenos pilotos de reactor. O gente que tenga una capacidad superior a la normal para resistir la tensión que los oficiales experimentan durante el combate.
—Todo eso está muy bien, Art —dijo Mott—. Pero aquí no se trata de Top Gun. Aquí tenemos el caso de un hombre de la CIA que, con toda probabilidad, reveló al KGB la identidad del agente que le pasaba la información. Bajo presión, quizá. Pero la reveló.
—Un momento, si puedes conseguir la clase de información que necesita el Pentágono estudiando las señales que emite el cerebro de un hombre, ¿por qué crees que no puedes descubrir la señal que indica que ha reconocido la foto de una persona?
—Yo te diré por qué no lo creo: no lo creo porque nosotros no lo hemos conseguido. Y, si nosotros no lo hemos conseguido, que me ahorquen si voy a creer que lo han conseguido los rusos.
Bennington apreciaba a Mott. Llevaban un tiempo similar en la Agencia y, en sus días difíciles, durante el proceso del comité Church, Mott le apoyó con su amistad. No obstante, al igual que la mayoría de los miembros de Contraespionaje, cuando se le metía una idea entre ceja y ceja, era testarudo como una mula.
—Paul —dijo—, aquí está pasando algo muy gordo y vosotros no lo veis. Yo no me canso de deciros que los sóviets están metidos hasta las cejas en el estudio de la interacción entre el cerebro y los campos electromagnéticos. Ya os lo dije cuando perdimos a la parapsicóloga de Nueva York y os lo repito ahora, y lo único que saco de vosotros es un montón de jerga oficial acerca de las normas sobre registro personal.
—Lo hemos oído perfectamente, doctor Bennington —dijo el Juez—, pero ¿qué significa? Lo que usted arguye son conjeturas.
—Significa que ha sonado el primer aviso y que el segundo no tardará en sonar. Significa que también nosotros deberíamos estudiar esto detenidamente, en lugar de pasar el tiempo desbaratando la carrera de un hombre totalmente inocente.
—Art, como dice el Director, eso es teoría. —Arnold ya estaba seguro del terreno que pisaba—. No puedo dirigir el puesto de Moscú de esta Agencia basándome en suposiciones. Tengo a un oficial que, aun sin darse cuenta, delató al KGB la identidad de un agente. En bien de la moral de todos los elementos de esta Agencia, esa acción tiene que ser castigada.
—¿Qué piensa hacer, señor Arnold? —preguntó el Director.
—Voy a retirar las licencias a Witter y lo asignaré a la sección histórica. Allí puede dedicarse a escribir la historia de casos antiguos hasta que se quede tieso.
—Buen criterio, Bob —gruñó Bennington—. Cargarse a un oficial inocente porque uno no quiere mirar cara a cara a la realidad. Eso obrará maravillas en la moral de tu departamento.
Ann Stoddard esperaba fielmente a Bennington cuando éste volvió a su despacho; el televisor, sin sonido, tenía sintonizado la CNN. Era la rutina de todas las torres vigía del Gobierno; el Centro Nacional del Mando Militar, la sala de Actualidad del Consejo de Seguridad Nacional, el Foso de la Agencia y los despachos de los jefes de la CIA y del Departamento de Estado. Art observó que el Presidente subía a su helicóptero agitando la mano alegremente a la cámara. Subió el volumen.
—… hace unos momentos, el Presidente ha sido sometido a su revisión médica anual en el Centro Médico Naval de Bethesda. Sus médicos califican su salud de «excelente». —Se pasó a la cámara del estudio—. El Presidente —dijo el locutor— fue examinado con las técnicas de exploración médica más modernas, dentro de la rutina del reconocimiento, escáner, magnetomet… —La palabra se le atravesó. Sonrió con expresión contrita a su compañera antes de volver al texto—: Magnetoencefalógrafo —silabeó triunfalmente.
Bennington apagó el televisor. Tal vez deberían aprender a utilizar el aparato como detector de mentiras para políticos. Acabarían con la democracia en veinticuatro horas.
—Tesoro —dijo a su ayudante—, creo que mi contribución a la seguridad de la nación ha terminado por hoy. Hasta mañana.
Witter entró casualmente en el ascensor en el tercer piso. Lanzó a Bennington una mirada expectante. Bennington movió afirmativamente la cabeza pero no dijo nada. Los ascensores de las oficinas centrales de la CIA no son precisamente lugar apto para conversaciones. Camino del aparcamiento, Bennington se situó al lado del joven funcionario y le puso la mano en el hombro.
—Hice por usted todo lo que pude ahí arriba —dijo—, pero me temo que no fue suficiente. Lo siento.
No había que ser psicólogo para darse cuenta del dolor, de la tristeza que había en los ojos del joven.
—A hacer puñetas la CIA —gruñó Bennington—. Váyase a Nueva York y hágase agente de bolsa. El dinero que ganará…
Un brillo de lágrimas en los ojos del joven indicó elocuentemente tanto la intensidad de su decepción como su falta de interés hacia la sugerencia de Bennington.
—Gracias de todos modos —susurró—. Siempre es un consuelo saber que, por lo menos, una persona me cree.
Dio media vuelta y se fue hacia su coche, solo y abatido.
Bennington lo siguió con la mirada. Una tarde como ésta exige un escocés en el Inn, se dijo.
El Potomac Inn estaba a menos de diez minutos del cuartel general de la CIA, un poco más allá del antiestético y macizo complejo del centro comercial de Tyson’s Corner. El edificio del Inn tenía menos de medio siglo y, sin embargo, su pórtico colonial y su porche al estilo de una antigua mansión resultaban anacrónicos en la selva de asfalto que lo rodeaba, convirtiéndolo en una especie de reliquia del pasado rural y modesto de la zona. Varios años atrás, el propietario había rebautizado su bar con el nombre de cervecería, había empezado a servir la cerveza en jarras de peltre y había uniformado a sus camareras con cofias blancas y faldas y delantalitos de la época colonial, como los de las chicas del Williamsburg Inn. Alguien le había dicho que así atraería a los yuppies que proliferaban en el vecindario. Pero lo único que consiguió fue ahuyentar a la parroquia habitual. Por deferencia hacia ellos y en desafío a los ausentes yuppies, la cervecería había vuelto a su original condición de bar y las chicas habían vuelto a la minifalda y al chicle.
Art Bennington iba al Inn a tomar una copa de vez en cuando desde que había entrado en la CIA. Como de costumbre, la parroquia era una curiosa mezcla de individuos de la Agencia, con sus ternos Brooks Brothers, y vecinos del barrio que entraban a tomar una copa después de su partida de bolos del martes por la noche, sudando todavía sus chillonas camisas de dacrón verdes, amarillas o azules, con los nombres grabados en el bolsillo izquierdo y un logotipo publicitario en la espalda.
Bennington paseó la mirada por el bar y se sentó en un taburete. Había alguna que otra cara conocida, pero ninguna amiga, lo cual, visto su mal humor, tal vez fuera preferible. Tampoco había muchas mujeres. Al principio, en los años cincuenta y sesenta, las que se veían allí eran contadas. Ahora se habían convertido en una minoría aceptada a regañadientes: funcionarias de la Agencia que salían a tomar una copa con los chicos, profesionales, asesoras fiscales y financieras, abogadas y doctoras que tenían el consultorio en Tyson’s Corner.
Bennington, pidió un Johnny Walker etiqueta negra con hielo y una corteza de limón. Pensaba en Witter, preguntándose cómo reaccionaría el chico a la mañana siguiente cuando recibiera la buena noticia de que le habían retirado las credenciales. Quitarle las credenciales a un oficial de la CIA es como excomulgar a un sacerdote o castrar a un toro semental. Y, sin las credenciales, el oficial puede esperar en su nueva vida profesional tanta emoción como el toro capado. La compasión de Bennington hacia el joven era auténtica. Al fin y al cabo, también él había recorrido aquel triste camino.
Tomó un sorbo discreto de whisky, saboreando su calorcillo en la garganta. Por el estéreo del Inn sonaba una cinta de aquella chica por la que los chavales andaban de cráneo. ¿Cómo se llamaba? Vega, Suzanne Vega. Su voz tenía una suavidad quejumbrosa que entraba bien en la penumbra perpetua de locales como aquél. Y de ánimos como el suyo.
La amargura de la traición que le había infligido la Agencia se había diluido con el tiempo, pero los asuntos como el caso Witter la servirían. Retrocedió con el pensamiento a mediados de la década de los setenta y a la angustia de los días que pasó declarando ante el Comité Church. Cómo aborrecía Bennington el recuerdo del honorable senador de Idaho. Y de Bill Colby. La gente de Ford quería que Colby lo tapara todo, ordenaron al director de la CIA que dijera a Church y a su comité que se fueran a hacer puñetas, que a ellos no les importaba un pimiento cómo funcionaba la CIA, que era cosa de la rama ejecutiva del Gobierno. Pero no, Colby tenía sus propias ideas acerca de cómo manejar el caso. Él imaginaba que la mejor forma de liberar a la Agencia del anzuelo era arrojar a Church y a su comité unos cuantos bocados suculentos. Unos trocitos de solomillo para una jauría de perros hambrientos.
Puesto que el asunto del LSD no tuvo ninguna maldita importancia, destaparlo no iba a perjudicar a la CIA. Ni los planes de asesinato. En 1976 ya eran agua pasada, pero era lo que se necesitaba para satisfacer el apetito del Congreso y de la prensa y conseguir que dejaran en paz a la Agencia.
Colby aplicaba una de las leyes fundamentales de la burocracia federal: si quieres cubrir la espalda a los de arriba, tienes que dejar al descubierto la de algún tipo de en medio. Nadie quería manchar la memoria del héroe del Día D con cosas como drogas ni ensuciar a JFK, el héroe caído entre complots de asesinato. Y un buen día, Bennington despertó y se encontró bajando por los pasillos de la capital como en una pesadilla. Durante toda su vida profesional, se le había entrenado para que no tuviera cara, para que fuera anónimo y allí estaba, con flashes estallándole en la nariz, con cámaras de televisión metiéndole el micro por la boca, gritándole preguntas que no podía ni entender, en aquel caos y confusión. Su jefe, el hombre que lo había reclutado para la Agencia, hacía tiempo que se había retirado a los campos de golf del club náutico de Orange County. Dos de los hombres que estaban en la rama química cuando él se unió a la Agencia también se habían marchado, de manera que Bennington era ahora el único alto cargo superviviente del programa LSD.
Y un día, no mucho después de que terminara la investigación, Colby lo llamó a su despacho. El viejo Ojos de Mochuelo le esperaba, parpadeando detrás de aquellas grandes gafas con montura de plástico transparente, todo sonrisas y forzada jovialidad. Le había llamado, dijo, para charlar en confianza, «entre camaradas».
—Estuve repasando su expediente personal, Art —prosiguió Colby—. Le asombraría comprobar todo lo que tiene acumulado en primas y pensiones… Y aún es joven. Un neurólogo brillante. —Lanzó lo que Bennington supuso quería ser una carcajada cordial—. Qué puñetas, podría poner una placa en Park Avenue y dentro de nada estar ganando más dinero que el Presidente de Estados Unidos. El caso es, Art —se inclinó hacia delante y su voz asumió el tono del padre que trata de convencer a su hijo adolescente para que haga lo que él cree que le conviene—, que su permanencia aquí nos hace blanco de un constante bombardeo de los medios de comunicación. Francamente, empieza a convertirse en un problema. No hace falta que le diga lo salvajes que pueden ser los periodistas. Por su propio bien, Art, y por el bien de la Agencia, pienso que debería plantearse seriamente la posibilidad de presentar la dimisión. Me aseguraré personalmente de que sean respetados todos sus derechos.
Conque era eso, lo que él sospechaba desde el momento en que entró en el despacho del Director.
Ni ahora, tantos años después, mientras tomaba su whisky en el Potomac Inn, Bennington conseguía reprimir la risa al acordarse de la escena siguiente. Estaba indignado, lo que se dice cabreado. En lugar de tratar el asunto del LSD con discreción, tal como se suponía que se hacían las cosas en la CIA, Colby le había elegido como cabeza de turco. Y ahora quería librarse de él para congraciarse con los medios de comunicación y el Congreso.
Bennington guardó silencio unos momentos, mientras trataba de dominar el furor.
—¡Jo!, Bill —respondió al fin en tono de burlona contrición—, es usted muy amable preocupándose tanto por mi bienestar.
—Sabía que lo comprendería —dijo Colby, radiante.
—Pero hay un obstáculo.
—¿Y es?
—Que no pienso marcharme.
El asombro del Director fue evidente.
—¿Cómo que no se va? Si yo decido echarlo, ya lo creo que se irá, y pronto.
—¿Por qué motivo?
—¿Motivo? Después de lo que ha salido a relucir en la investigación, no serán motivos lo que me falte.
—¿Y lo que no ha salido?
—¿Qué puñetas quiere decir?
—Tengo un montón de papeles de más de un palmo de grueso en los que la superioridad da el visto bueno a todo lo que hicimos. En esos papeles están las contraseñas de pesos fuertes. Las de Allan Dulles, las de McCone, las de Dick Helms. Me parece que, buscando bien, encontraré papeles con sus iniciales, Bill.
—¿Es una amenaza? ¿Después de que trato de sacarlo del berenjenal en el que está metido, sin escándalo y con la pensión intacta?
—No. No estoy dispuesto a dar otra vez la cara ni por usted ni por nadie. ¿Quiere mi dimisión? Mándeme una carta de noventa días. —Una carta de noventa días era una forma de amonestación utilizada por la Agencia. Su contenido eran malas noticias invariablemente. En ella se señalaban las faltas de un funcionario y se le requería para justificar su conducta, enmendarse o prepararse para el cese—. Me buscaré un abogado, cogeré esos papeles y haré una hoguera con ellos.
—Usted no montaría ese número.
—Pruebe.
La contemplación de la cara del Director deparó a Bennington la primera sensación placentera que había experimentado desde que se apeara del coche en Capitol Hill el día en que empezaban las sesiones del Comité Church. Se había quedado blanco y su furor era tan manifiesto que parecía una presencia más en la entrevista.
—Está bien, Bennington —dijo secamente—. Voy a darle un nuevo destino. Desde este momento, trabaja en el archivo. Y puede apostarse el culo a que en cuanto cruce esa puerta —señaló con el pulgar la puerta del despacho—, sus credenciales están anuladas. Va a necesitar hasta el favor de los que sacan la basura.
Bennington se encogió de hombros.
—Está en su derecho. Pero ¿qué piensa hacer con mi sección y sus proyectos?
—Enterrarlos.
—No mientras yo esté en la Agencia.
—¿Usted? Usted estará en el sótano repasando los gastos domésticos en las Filipinas durante los próximos diez años.
—Aquí dentro, a usted se le acabará la cuerda antes que a mí, Bill. Cuando subió a este despacho, se salió del escalafón. ¿Se acuerda?
Bennington, desde luego, se refería a que, al aceptar la dirección de la CIA, Colby había dejado la burocracia para ocupar un cargo político por designación.
—Cuando Ford se vaya de la Casa Blanca, usted se irá con él. Pero yo seguiré aquí. Y la Agencia, también. Incluso puede que sobreviva a todo lo que le están haciendo. Usted quiere enterrarme en los archivos una temporada; bien, hágalo. Pero no me cierre la sección ni suspenda los proyectos que tiene en marcha.
—Su sección es igual que usted, Bennington, un motivo de bochorno y humillación para la Agencia. La suprimiré.
—No la suprimirá.
—¿Otra amenaza?
Bennington trató de responder en tono mesurado.
—No tiene por qué serlo. Bill, usted sabe tan bien como yo que ese asunto del LSD, que tanto alborota a Church, no era más que una parte muy pequeña de nuestra investigación. Y el asunto terminó conduciendo a cosas que, a largo plazo, son absolutamente vitales para el país.
—¿El «behaviorismo»? ¿El estudio del cerebro? ¿Toda esa gente de Stanford que trata de mirar dentro de los silos de los misiles desde mil quinientos kilómetros?
—Ellos forman parte del programa.
—Pues bien, yo pienso acabar con todo eso.
Art ya estaba tan agitado que no pudo permanecer sentado. Saltó del sillón con la rapidez del defensa que había sido en Princeton, buscando una figura azul que placar.
—Sí, yo podría establecerme en Park Avenue como usted me propone y ganar un cuarto de millón al año —dijo ásperamente—. ¿Sabe por qué no lo hago?
Por la expresión, Colby no parecía muy deseoso de conocer la respuesta a la pregunta, pero Art se la dio de todos modos:
—Porque ahí fuera hay una revolución en marcha, la mayor revolución científica de nuestro tiempo y yo formo parte de ella. Se centra en el cerebro, en su funcionamiento, en lo que influye en él y en cómo puede condicionarse. Hoy los neurólogos se encuentran donde los físicos como Fermi, Szilard y Bohr se encontraban en 1939. Pero lo que ellos descubrirán hará que la fisión nuclear parezca un juego de niños. Esto es el mañana, Bill, es la ciencia del siglo veintiuno. Lo que salga de esto va a cambiar la faz de la tierra. —Art tuvo que hacer una pausa para reprimir su vehemencia—. Esa sección mía que usted quiere suprimir está a la vanguardia de la revolución. Si la suprime, hará que este país tenga que avanzar hacia el futuro con los ojos cerrados.
—Bennington —los ojos de Colby estaban tan descoloridos y fríos como dos cubitos de hielo—, usted es conflictivo. Ese trabajo suyo es precisamente la clase de investigación que no quiero que siga contaminando a esta Agencia.
—Está bien, Bill. —Bennington apoyó sus robustos brazos en la mesa del Director y le sonrió desde arriba—. No quería acabar con una nota amenazadora, pero no tengo más remedio. Hay un par de senadores bastante influyentes en el Capitolio que tienen un gran interés por lo que nosotros hacemos. Lo siguen muy de cerca. Da la casualidad de que lo consideran vital para el interés nacional. Estoy seguro de que no le importará que les diga que está usted pensando en suspender el programa.
En fin, la entrevista terminó poco más o menos aquí. Bennington fue enviado a hacer penitencia al purgatorio de los archivos durante un par de años. Se introdujeron ciertas reformas básicas, se prohibieron los asesinatos y cualquier forma de experimentación con seres humanos no voluntarios, pero los proyectos de la sección de Art siguieron prácticamente intactos. Del séptimo piso llegó la insinuación de que era un inconformista y que sus antiguos colegas harían bien en distanciarse de él. Unos lo hicieron y otros no. Durante algún tiempo, él y los que habían sido quemados por el Comité Church fueron jocosamente llamados «criminales de guerra». Después, tal como Art había predicho, Colby se marchó y empezó su rehabilitación.
Los pensamientos de Bennington fueron interrumpidos por la súbita aparición de una figura conocida que se acercaba hacia él rodeando la barra en forma de herradura. Hacía casi un mes que había tenido su última entrevista con Nina Wolfe, la hipnoterapeuta cuyas sesiones le habían deparado tanto alivio. Mientras se acercaba, ella tenía la mano dentro del bolso, como si buscara los polvos o el lápiz de labios.
Los tres jugadores de bolos que estaban al lado de Bennington también habían advertido su presencia. Aquella noche, Nina Wolfe no vestía uno de sus sobrios trajes de chaqueta del consultorio sino una faldita de cuero negro bastante ajustada con un ancho cinturón de tela abrochado con lo que a Bennington le pareció una hebilla de plata y turquesas de artesanía navaja, blusa de seda blanca y una especie de bolero bordado. El murmullo de aprobación de los jugadores de bolos era prueba, si es que era necesaria, de que, fuera del consultorio, Nina Wolfe era mucho más atractiva que la hipnoterapeuta que había tratado a Bennington dentro de él. Hizo girar el taburete hacia ella.
—¿No estará buscando un cigarrillo ahí dentro, verdad? —dijo cuando ella llegó frente a él.
La mujer levantó la cara. En ella observó en ella una fugaz expresión de contrariedad. ¿Había interrumpido algún pensamiento importante? ¿La había sobresaltado? ¿O no le reconocía y pensaba que era un ligón de bar? Luego sonrió. Él advirtió que su sonrisa era mucho más cálida que la del saludo profesional del consultorio.
—¡Ah!, hola… no —dijo mirando al interior del bolso—. No soy como el médico que tiene en la mesa un cartel que dice: «Haga lo que le digo y no lo que yo hago». Hace años que dejé los cigarrillos. —Agitó el índice en señal de reproche—. Creí que las visitas al bar eran actividades que tratábamos de desterrar.
—Es la prueba de la eficacia de su tratamiento. Ahora puedo entrar con la seguridad de un jugador de póquer que tiene una mano de cuatro reyes. —Art sonreía al decírselo. Su cabello era como una aureola de cobre. Tenía la piel blanca, de pelirroja. No importaba. De todos modos, el bronceado ya no estaba de moda este año. Tenía unos ojos hechiceros y tan azules como un par de huevos de petirrojo recién puestos—. ¿Me permite que la invite a una copa?
Nuevamente, durante un segundo, aquel gesto de preocupación pasó por su cara como una sombra por delante de la luna. Probablemente, consideraba poco ético frecuentar socialmente a clientes o ex clientes. Luego volvió a sonreír.
—Tengo que llamar por teléfono, para comprobar mi contestador. Después, con mucho gusto.
Mientras ella iba hacia el teléfono, Art contempló el negro cuero de la falda, tenso sobre un par de prietas nalgas. A su lado, uno de los jugadores de bolos, una especie de doble de Willie Nelson, soltó un gruñido de envidia.
—Alguien acaba de tener un golpe de suerte.
Bennington, con un amplio ademán, señaló los letreros que iluminaban la carretera Chain Bridge como luces de feria.
—Fíjese —dijo—. Anita, Platos Mexicanos, Harry’s Sushi, Le Canard, La Casa de Hsuei, Roy Roger’s, la cocina de media docena de naciones, en un pañuelo. Y toda con el mismo sabor.
Soltó una risa áspera de autocomplacencia. La compañía de Nina Wolfe le había disipado el mal humor. En el Inn había tomado sólo una botella de Perrier pero, después de hacerse rogar un poco, accedió a cenar con él. Durante las dos horas siguientes, lo único que debía preocuparle era recordar que él era un representante de Exxon llamado Art Booth y no un alto funcionario de la Agencia.
—¿Tiene hambre? —preguntó.
—Un hambre de lobo.
—Yo también. A la porra los platos combinados disfrazados de comida exótica. Vamos al otro lado del río a cenar como es debido.
Art pisó el acelerador y le lanzó una rápida mirada. Ella tenía los brazos cruzados, y, bajo la seda blanca de la blusa, se insinuaba la delicada curva de los senos que descansaban sobre los antebrazos. El leve pero delicioso aroma de su perfume formaba una niebla invisible entre los dos. Su cara estaba en sombra, pero la luz de algún faro al pasar ponía fulgores de cobre en su pelo. «Tiene gracia —pensó él—, siempre la he visto a media luz: en el consultorio, con iluminación tamizada; en el bar, en perpetua penumbra, y ahora, en el coche».
—¿Adónde? —preguntó ella.
—Al Jean Pierre’s. ¿Lo conoce?
—No.
—Es francés. Lo dirige un piloto de carreras.
—No creí que los pilotos de carreras brillaran por su habilidad con la sartén.
—Éste sí.
Viajaron un rato en silencio, cruzando el parque de George Washington por la orilla del Potomac, en dirección a la capital.
—¿Cómo está el mundo del petróleo estos días? —preguntó ella.
—Hecho un asco.
—¿Y eso por qué?
—Sobra petróleo y faltan clientes.
—Eso suena a uno de los clásicos dilemas del sistema de libre empresa que enseñan en la escuela.
—Pues no lo es.
—¿Por qué?
—Porque la OPEP no sabe lo que quiere decir libre empresa.
A su lado, Nina Wolfe ahogó la risa.
—No era tan lacónico cuando estaba en regresión.
Ahora le tocó a él reír.
—Espere. Antes de que acabe la noche estará deseando que me calle. ¿Era fácil de manejar estando en trance?
—Una delicia. Y es que, a diferencia de la mayoría, a usted no le asustaba la idea de la hipnosis. El primer día que fue a mi consultorio para dejar de fumar, me sorprendió lo mucho que sabía usted sobre el tema. Mucho más de lo que imaginé que podría saber una persona de su profesión.
—Bueno. —Art apartó una mano del volante e hizo uno de los amplios ademanes característicos de sus momentos de buen humor—, la mente siempre me ha fascinado. La parapsicología, los fenómenos paranormales, todas esas cosas.
—¿Usted cree en eso?
Él no contestó en seguida, concentrando su atención en la pregunta y en el tráfico que se dirigía hacia el puente Theodor Roosevelt. Al otro lado del río, la grácil aguja de mármol del monumento a Washington llamaba a los navegantes de la noche como en otros tiempos el «pan de azúcar» atraía a los marineros a Río de Janeiro.
—Yo creo en esas cosas. Es más, sé que existen. Pero que me maten si sé por qué.
—Entonces usted debe de ser un hombre de fe. En Dios o en lo que sea.
Bennington rió ásperamente.
—Nina, yo soy como la mayoría de las personas. No creo en Dios. Salvo de tarde en tarde, cuando necesito creer. —La miró. Llevaba los labios pintados de un rojo intenso, como el que usaban las estudiantes de Smith y de Vassar en los años cincuenta, y combinaba bien con la sobria magnificencia de su cutis blanco y su pelo rojo—. ¿Y usted?
—Mis padres eran húngaros. Vinieron a este país después de la revolución de 1956. Yo tenía tres meses. El ateísmo fue lo único que conservaron de su antiguo mundo y me lo transmitieron.
—¡Ah! —Bennington meditó un momento—, ya me parecía a mí que tenía un poco de acento.
—Es natural. Mis padres no llegaron a hablar bien el inglés, ninguno de los dos. Yo aborrecía su acento, como todos los hijos de inmigrantes. Pero se me contagió un poco.
Entraron en el aparcamiento de la calle K junto a la marquesina color ciruela de Jean Pierre’s. Art, con los jugos gástricos en agitación, subía las escaleras del restaurante casi corriendo.
—¡Ah, Art! —le saludó efusivamente Jean Michel, el propietario—. ¡Qué grata sorpresa! Era su manera de decirle: «Otra vez te presentas sin reservar mesa».
Por qué un restaurante llamado Jean Pierre’s tenía un dueño que se llamaba Jean Michel era uno de los pequeños enigmas de la capital, pero esta noche él no pensaba perder el tiempo hablando de eso con Nina Wolfe.
Jean Michel los llevó a una tranquila mesa del comedor principal. El local era muy frecuentado por funcionarios de la Agencia. La mesa de enfrente se llamaba, jocosamente, Comedor para almuerzos de trabajo de Dick Helms.
—¿Quieren beber algo? —preguntó Jean Michel.
—¿Ahora podré tentarla? —preguntó Bennington.
—Pruebe —ella rió y miró a Jean Michel—. Un Stolichnaya con hielo, por favor.
Bennington pidió otro Etiqueta Negra. Cuando el camarero les llevó las bebidas, Nina levantó el vaso. Sus asombrosos ojos azules le miraban por encima del borde.
—A su salud. Que siempre la conserve.
—Salud —repuso él. Bebió un buen trago y dejó el vaso en la mesa—. ¿Nunca le han dicho que tiene unos ojos azules increíblemente hermosos?
—Nunca.
—No me sorprende. Los hombres están ciegos.
—Si lo que quiere es convencerme de que no es machista, no se moleste —sonrió ella—. Yo le conozco ¿recuerda?
—Sabe todos mis secretos antes de que yo abra la boca —refunfuñó él.
—Oh, todos no. Estoy segura de que aún hay muchos que descubrir ahí dentro.
El camarero se acercó a su mesa y empezó a recitar la letanía de especialidades de la noche, con el entusiasmo del monaguillo que ayuda en misa. Bennington tanteó al chico con varias preguntas y después se enfrascó en la tarea de seleccionar el menú.
—¿Siempre se preocupa tanto por lo que come? —preguntó Nina Wolfe mientras él debatía las respectivas ventajas de unas chuletas de cordero y de un magret de canard.
—Siempre. Es uno de mis rasgos más cargantes.
Finalmente, ella pidió cangrejos de caparazón blando y salmón poché frío, y él escalope a la provenzal y perca roja con salsa de mostaza ligera. Art tomó la lista de vinos. Para evidente consternación del camarero, pidió un Chardonnay californiano, en lugar de los blancos franceses que llenaban la lista.
—Le debo mucho —dijo, volviendo a su whisky—. De no ser por usted, creo que me habría convertido en misógino. —Instintivamente, le ofreció la sonrisa de muchacho tímido que reservaba para estas ocasiones—. Cuando acudí a usted no deseaba saber nada de mujeres. —Resopló—. Estaba tan quemado que me sentía incapaz de iniciar una nueva relación.
—¿Y ahora va mejor?
—Mucho mejor.
—¿Eso significa que ha encontrado a una mujer que le gusta? ¿Ha empezado una relación con alguien?
—No. Bueno, en cierto modo, sí, casi. En Nueva York conocí a una mujer que me parecía muy atractiva.
—¿Qué pasó?
«¿Y ahora cómo salgo de ésta?», pensó Bennington.
—Por desgracia, no pasó nada. La empresa para la que trabaja la trasladó a California antes de que pudiéramos conocernos mejor. Pero su trato me ayudó a descubrir algo muy importante, y es que aún no soy un caso perdido, como creía ser.
—Nunca lo fue. Era sólo cuestión de tiempo, y de una ayudita de su amiga la hipnoterapeuta del barrio.
—Yo diría una gran ayuda. —Art levantó el vaso hacia ella antes de beber, con un gesto que indicaba su admiración y su gratitud por lo que ella había hecho por él—. ¿Tiene muchos casos como el mío?
—A decir verdad, no. En este país, esos casos suelen tratarlos los psiquiatras. A nosotros acuden sólo los fumadores y los que comen demasiado. Lo cual es una vergüenza, porque yo creo que nuestras técnicas son mucho más eficaces que las suyas.
Art se rió frunciendo la nariz.
—Lo cierto es que conmigo su técnica hizo milagros. Ahora por lo menos puedo oír la trompeta lejana de la pasión al otro lado de las montañas. Quién sabe, quizá hasta vuelva a enamorarme.
Nina arqueó las cejas maliciosamente.
—¡Ah! —exclamó con un brillo humorístico en sus ojos azules—. El amor. La pasión. Esas cosas no pueden conseguirse con la hipnoterapia. Y probablemente sea mejor así.
—¿Por qué?
—La pasión. —Había una nota de sensualidad en su voz al decirlo, como si la palabra se hubiera escapado de una cámara secreta de su mente—. Generalmente, la pasión no es más que una forma estupenda de buscarse problemas, ¿no?
—De acuerdo, pero no olvide lo que decían los anuncios del viejo trasatlántico France: «El viaje ya es la mitad de la diversión».
—Oh, no quiero decir que no sea divertido. Sencillamente, las personas que se dejan llevar por las pasiones suelen acabar en el sofá del psiquiatra, como las personas que no saben contener el apetito acaban en el mío.
—¿Y el amor? ¿Qué piensa del amor?
—¿Qué piensa usted?
—Ya debería de saber la respuesta. ¿No lo descubrió mientras me tenía bajo su influjo?
—¡Ah! —Ella se llevó el vaso de vodka a los labios y volvió a mirar a Bennington por encima del borde—. Lo que usted y yo tratábamos de controlar era un amor deteriorado, ¿se acuerda? Un amor gastado, no un amor en su apogeo.
—Bueno, verá lo que yo pienso. —Bennington hablaba en voz baja y arrastrando las sílabas, su tono de conversación usual—. Yo creo que el amor es un accidente. Un accidente afortunado, de acuerdo, pero un accidente que te pilla cuando menos lo esperas, dos, tres o puede que cuatro veces, según sea el camino que tienes que andar.
—Esa filosofía suya no deja mucho margen al determinismo científico.
—Ninguno. ¿Y la suya?
—Bueno, soy un poco pesimista en lo tocante a la bondad del amor. Por desgracia, las personas que pasan la mayor parte del tiempo escuchando las desgracias de los demás, suelen ser propensas al pesimismo.
—En otras palabras, que psiquiatras e hipnoterapeutas son unos amantes poco entusiastas.
Ella se animó.
—¡Oh!, yo no diría eso. —Su sonrisa era burlona y provocativa—. Quizá sean los mejores amantes porque son realistas. Saben cómo va a terminar el idilio antes de que empiece. Como la gente que empieza una novela por la última página.
El mal humor de aquel día de agobios se disolvió bajo el impacto de la velada. La cena fue una delicia. La cocina del Jean Pierre’s, como siempre, suculenta, y Nina Wolfe era una compañía encantadora. «¿Cómo no me había dado cuenta antes de lo atractiva que es?», se preguntaba Bennington. Cuando el camarero les llevó el café, Bennington pidió un cigarro.
—Uno de los especiales de Jean Michel —puntualizó.
—Por supuesto, señor Bennington.
El camarero le presentó una pequeña caja que contenía una docena de cigarros sin faja. Bennington eligió uno y lo encendió.
—Qué bien huele ese cigarro —dijo Nina—. No parece de Jamaica.
—No lo es —sonrió Art. Aunque los cigarros no llevaban faja, el aroma proclamaba su procedencia.
—¿No le da vergüenza? —rió ella…—. Un buen… —se interrumpió, cambiando bruscamente de tono como el que cambia la marcha de un vehículo, para acelerar y dejar atrás lo que iba a decir—. Vamos, ¿un patriota americano como usted, fumando un habano de contrabando?
—Yo no permito que la ideología me amargue el placer.
Cuando regresaban, cruzando el Potomac y el parque George Washington Memorial, hacia Tyson’s Corner, donde Nina había dejado su coche, Art hacía mentalmente inventario de su bar. No podía pretender atraerla a su piso con la invitación de una taza de café Maxwell instantáneo. Coñac casi no le quedaba. Tenía un poco de oporto, pero a mucha gente no le gusta el oporto. Entonces recordó una botella de Calvados de veinte años que había traído de su último viaje a París.
—¿Dónde vive, Nina? —preguntó.
—En Falls Church, por la carretera de Gallows.
—Bueno —él no acabó de conseguir que su voz sonara con naturalidad—, prácticamente somos vecinos. Yo vivo en los apartamentos Park Terrace, a una travesía de la 123, en Vienna.
—Oh, sí, ya sé donde está.
—¿Por qué no sube a tomar una copa camino de su casa? Hace un par de semanas estuve en París por asuntos de trabajo y me traje una botella de un Calvados sensacional. Estoy esperando una ocasión propicia para destaparla.
—¿Y me enseñará sus grabados? —rió ella.
—Los tiene mi ex mujer. Podemos ver desfilar el mundo por la CNN. Pero tengo que prevenirla. Mi apartamento no es precisamente el que fotografiaría una revista de interiorismo.
Ella rió, divertida.
—No, Art, lamento decirle que ése no es el estilo de vida que yo asociaría con usted.
Ella guardó silencio, evidentemente meditando la respuesta a su invitación. «Caray —pensaba Bennington—, con lo que me agobiaban las negativas a los veintiún años, ¿cómo voy a digerirla a mi edad?».
—Verá —dijo ella—, por mucho que lo deseara no me parece que fuera muy sensato aceptar su invitación. Para ninguno de los dos.
—Las ideas sensatas, para los jesuitas, Nina. Afortunadamente, en esto no hay ni un ápice de sensatez. Sólo azar, misterio y promesa.
Mientras conducía, él sentía que aquellos ojos azules le observaban aquilatándolo con frialdad. ¿Cuál es la fórmula en estos casos? ¿Cuántos «noes» hacen falta para formar un «no»?
—¿Qué mal puede haber en que una hipnoterapeuta y su cliente tomen una copa de Calvados? —insistió.
—¡Huy! —sonrió ella—, eso tiene su importancia.
«Claro —pensó él—. La consabida historia de que no hay que consentir que el paciente desarrolle una dependencia sentimental».
—Si se trata de ética profesional, no se preocupe —le aseguró—. No pienso comunicárselo a la Asociación Nacional de Hipnoterapeutas.
—No existe tal asociación. Nosotros somos muy independientes. —Estaban llegando al centro comercial de Tyson’s Corner, donde ella había dejado el coche—. Pero, si no le importa, esta noche no. Quizá en otra ocasión, ¿quién sabe? —Le puso la mano en el brazo—. Es ahí, a la izquierda, el Toyota gris.
Él paró al lado del coche de ella. Entonces Nina se deslizó por el asiento hacia él. Casi antes de que él pudiera reaccionar le había abrazado y le daba un beso largo y dulce, un gesto de cauta sensualidad, prometedor e inquisitivo a la vez. Luego, con la misma rapidez con que se había arrimado, se retiró y apoyó la mano en la palanca de la puerta.
—¿Seguro que no cambia de opinión? —preguntó él.
—Creo que no, lo siento. Esta noche, no. —Él vislumbró en la penumbra una sonrisa burlona—. Todavía tiene mis cintas, ¿no?
—Por supuesto.
—Entonces puede escucharlas —rió ella—. De todos modos, son lo mejor de mí.
Con estas palabras, se fue. La observó mientras se inclinaba para meter la llave en la cerradura, la falda tensa sobre sus sensuales caderas. Siguió con la mirada la incandescencia roja de las luces traseras que se alejaban por el aparcamiento y sintió en su interior hambre y soledad al verlas desaparecer en la noche.
Nina conducía por Leesburg Pike en dirección a Falls Church distraída y melancólica. La gente de Washington se acuesta temprano y la autovía estaba vacía. «Como yo —pensaba Nina—. Vacía y estéril. ¿Por qué no me he ido con él? ¿Quién iba a enterarse? Nadie. Sólo él y yo».
Desde luego, eso no entraba en el plan. Pero ¿cuánto tiempo hacía que no sentía su cuerpo prisionero en la grata tenaza de unos brazos de hombre? ¿Cuál fue la última vez que se agotó en una noche de amor desenfrenada, sin pensar más que en el gozo de dar y sentir placer? ¿Qué era ella, una especie de fruta más que madura, condenada a agostarse en la viña? ¿Por qué no podía virar en redondo y dirigirse a la carretera 123 y Vienna?
No viró, naturalmente, sino que se detuvo en el semáforo situado después del paso elevado de la 495. Miró torvamente las moles blancas de los bloques suburbiales, envueltos en la oscuridad, habitados por gentes que se abrazaban, reconfortándose mutuamente.
La luz cambió y, con un suspiro, hizo avanzar el coche. «Estúpida —se decía—. Nadie iba a enterarse».
Art Bennington seguía con desánimo la desabrida rutina de sus noches de soltero, retrasando el momento de enfrentarse con la soledad y oscuridad del dormitorio y de perseguir la huidiza caricia del sueño. Se quitó la americana, la colgó, se deshizo el nudo de la corbata y puso la CNN. Hizo un esfuerzo por interesarse por otro de los tediosos aspectos del inacabable proceso de paz de Oriente Medio, o por descubrir en su corazón un poco de entusiasmo por los resultados del béisbol nocturno. No lo halló.
Se fue a la cocina y se quedó mirando el armario de las bebidas. «¿Abro el Calvados? —se dijo—. Una copa antes de acostarme». Pero le mortificaba la idea de beber solo. Sería mejor reservarlo. A lo mejor había otra ocasión. Al fin y al cabo, ella había dicho «esta noche no» en lugar de «eso, nunca». Al pensar en ella, al volver a ver su figura esbelta cruzando el aparcamiento hasta el coche, experimentó otra vez el desamparo que le había producido su partida y la promesa de su abrazo. Esta noche no le sería fácil conciliar el sueño.
Fue a sacar la leche de la nevera. Tenía la mano en el agarrador cuando oyó el timbre del portero automático. «Mierda —pensó—. La mujer del informático de al lado ha vuelto a dejarle fuera». Oprimió el pulsador que abría el portal y se disponía a volver a la cocina cuando oyó pasos en el descansillo y el timbre de su puerta. La abrió violentamente, con gesto de malhumor. Nina Wolfe estaba apoyada en el marco, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándole con aquella sonrisa, entre curiosa y burlona, que él había advertido durante la cena.
—¿Puede una chica cambiar de opinión?
Mucho después, cuando Nina se hubo marchado, Art observaba desde la cama cómo los dedos grises del amanecer empezaban su diaria inspección del dormitorio. El perfume de ella estaba en las sábanas, el aroma de su cuerpo prendido en sus dedos. Estaba cansado y triste. Solía ocurrirle después de noches como aquélla. ¿Era la melancolía que sigue al derroche de pasión?
Sonrió en la oscuridad y se dio la vuelta, como buscando nuevamente el abrazo de aquel delicado cuerpo. Era extraño cómo a veces aquello podía resultar tan mal, cómo las mutuas caricias de la pareja en busca del placer podían frustrarse por incomprensiones y pequeñas granujadas. Y cómo, otras veces, como ésta, dos desconocidos podían viajar sobre una ola de pasión con la pericia de un regatista. Se habían amado en silencio, con la instintiva sincronía de sus deseos, dos personas que durante una breve hora habían permanecido solas en una cumbre maravillosa.
Art cerró los ojos. El sueño llegaría con facilidad. ¿Cuándo volvería a verla? ¿Habría otra persona en su vida? Una vez o dos, durante un instante, hubo una sombra sobre ella. Bien, el tiempo lo diría. El amor, había dicho él con su acostumbrada autosuficiencia durante la cena, era un accidente en el camino de la vida. «¿Quién sabe? —se dijo riendo entre dientes—. A lo mejor esta noche me ha atropellado un coche».
Naturalmente, aquella mañana salió de casa para ir a Langley con retraso. Abrió precipitadamente el buzón, sacando el consabido montón de folletos y una factura. La idea le acometió en el momento en que la puerta se cerraba a su espalda: ¿Cómo supo ella cuál era su apartamento si no conocía su verdadero nombre? Allí no vivía ningún Art Booth.
Aflojó el paso hasta casi pararse mientras lo pensaba. Pero en seguida comprendió lo sucedido. Fue el camarero del Jean Pierre’s que le llamó «señor Bennington» al llevarle el cigarro. Ella lo captó. Probablemente, la mitad de sus clientes, un poco avergonzados de consultar a una hipnoterapeuta, le daban un nombre falso. Reanudó la marcha hacia su Volvo con paso otra vez rápido y elástico.