UN LUGAR PRÓXIMO A ASHJABAD,
REPÚBLICA DE TURKMENISTÁN, URSS
Hacía más de media hora que el ingeniero Vladimir Sorubnov no se cruzaba con otro vehículo, en aquel solitario tramo de autopista que atravesaba el ángulo sur del Qara Qum, una zona desértica del tamaño de California, situada en la república más meridional de la Unión Soviética. Ante los faros, la calzada parecía perderse en un horizonte infinito, llano, árido y triste. Aún no había salido la luna y la noche cálida que envolvía su coche era tan oscura como las Arenas Negras de las que tomaba el nombre del Qara Qum.
El ingeniero Sorubnov no era habitual de esta parte de la Unión Soviética, ni le gustaba. Él era bielorruso, de Minsk, muy al Noroeste; llevaba en el corazón aquellas frías regiones y cada día pasaba más tiempo del que estaba dispuesto a admitir, pensando en la manera de conseguir el traslado a Minsk o, mejor todavía, a Moscú. Sorubnov y Elena, su esposa, se habían instalado en Asjabad hacía doce años, cuando él consiguió su título de ingeniero hidroeléctrico en la Teknikon de Minsk. Su venida obedecía a un plan de gran envergadura, cuidadosamente programado, para trasladar población de las repúblicas soviéticas europeas a las asiáticas, a fin de implantar entre la población asiática y musulmana, ciudadanos rusos del Oeste más cualificados, más laboriosos y más leales.
El señuelo fue el habitual: «Mejor cargo, mejor vivienda, mejor salario». Y el partido había cumplido sus promesas. Este coche con el que inspeccionaba instalaciones en el canal de irrigación del Qara Qum, de ochocientos kilómetros de largo, era prueba de ello. Como lo era el apartamento nuevo, de cuatro habitaciones, que les había asignado en un bloque recién construido por la Cooperativa de Trabajadores Hidroeléctricos de Asjabad. Lo que Sorubnov no podía sufrir eran los turcomanos, los musulmanes entre los que le habían colocado. Le parecían amenazadores y peligrosos. Preferían hablar su propia lengua en vez del ruso. Tenían aspecto diferente, pensaban de un modo diferente, comían comida diferente y Sorubnov tenía entendido que hasta follaban de modo diferente.
Además, no disimulaban la hostilidad que les inspiraban los rusos europeos que vivían entre ellos. Los niños turcomanos, a la salida de la escuela, pegaban a los hijos de Sorubnov. Tras doce años de vivir en Asjabad, el matrimonio Sorubnov no tenía ni un solo amigo turcomano. Todas sus amistades eran rusos europeos, igual que sus vecinos. En realidad, era como vivir en un gueto, rodeados de gentes extrañas que los consideraban extranjeros y colonialistas.
Durante un segundo, abstraído con la monotonía del viaje, no vio la figura que gesticulaba violentamente al lado de la carretera. Detrás del hombre, atravesado en la carretera, había un árbol de un bosquecillo plantado por la Cooperativa Hidroeléctrica. «¡Maldición!», pensó Sorubnov mientras el coche patinaba por el brusco frenazo. Uno de los súbitos vendavales que solían levantarse en el Qara Qum habría derribado el árbol.
El hombre se inclinó hacia la ventanilla del coche. Por el gorro de punto y el olor a ajo, Sorubnov supo inmediatamente que se trataba de un nativo.
—Gospodin —dijo el hombre, utilizando el viejo tratamiento de antes de la revolución—, una tormenta ha tirado el árbol. ¿Puede ayudarme a quitarlo de ahí?
—Pues claro que lo ha tirado —gruñó Sorubnov bajando del coche—. Solo no se ha caído.
Sorubnov estaba tan impaciente por llegar junto a su mujer y sus hijos que no reparó en que no había en las inmediaciones un medio de transporte que explicara la presencia de aquel hombre. Ni se fijó en otra figura que surgió de las sombras detrás de su coche y se acercó a él. No oyó sus pasos ni el roce de su capa en el suelo. En realidad, no advirtió su presencia hasta que un robusto antebrazo le atenazó el cuello, levantándole la barbilla y clavándole el hombro en el craneo. Sorubnov, aterrorizado, distinguió el brillo lejano de las estrellas en el cielo nocturno. Quería gritar, pero tenía las mandíbulas encajadas. Entonces vio relucir el acero de una daga afgana de hoja curvada que hendía el aire hacia su garganta y sintió un dolor agudo cuando la hoja se hundió en su carne y, sin detenerse, le atravesó el cuello de parte a parte.
Su asesino lo soltó y Sorubnov cayó al suelo. Trató de gritar, pero la cuchillada le había seccionado las cuerdas vocales, además de la carótida, y lo único que profirió fue un ronco jadeo. Sus ojos, llenos de terror y perplejidad, seguían los movimientos de sus atacantes.
Sintió que unas manos fuertes le arrancaban el cinturón y le bajaban el pantalón hasta las rodillas. «Estos cabrones quieren robarme», pensó. Con una súbita sensación de horror, percibió el contacto de unos dedos ásperos en su órgano sexual y comprendió que no era el robo el propósito de su atacante. El horror hizo que la segunda cuchillada doliera más aún que la primera. Cuando perdía el conocimiento, Sorubnov comprendió. Esto, según lo habían dicho amigos suyos que habían combatido en Afganistán, era lo que los mujaidines hacían a los heridos del Ejército Rojo. Pero ¿por qué?, ¿por qué a él?
Lo último que vio en el momento en que se le iba la vida fue a su asesino acercándole los órganos sexuales a la boca, que acababa de abrirle con las manos. A su espalda, el que le había hecho parar, había trazado la media luna islámica en el parabrisas del Moskvich, con un aerosol de pintura verde.
—Vamos —susurró.
El asesino limpió la hoja de la daga en la americana de la víctima y la envainó. Los dos hombres desaparecieron en la oscuridad, como chacales.
A mil quinientos kilómetros del cadáver de Vladimir Sorubnov, en Alma Atá, capital de la república soviética musulmana de Kazajistán, una pareja de jóvenes con cazadora de piel, pantalón vaquero desteñido y pelo erizado en una burda pero decidida imitación de los punks londinenses, bajaba sigilosamente por la avenida de abetos que conducía al monumento levantado en el centro de la plaza Breznev. Uno de ellos sostenía una bolsa de lona como las que muchos rusos utilizan para llevar el almuerzo al trabajo. Pero ahora no era la hora del almuerzo. Era la una de la madrugada.
En la parte superior de la bolsa se veían bocadillos. Los dos jóvenes se acercaron al monumento. Éste consistía en un gran emblema de la hoz y el martillo rodeado de una guirnalda, aplicado a una pared de reluciente mármol, como símbolo de la imperecedera unión fraterna de las repúblicas de la URSS. Cuando llegaron al pie del monumento, el que llevaba la bolsa introdujo en ella la mano, tiró los bocadillos al suelo y sacó un aerosol de pintura verde. Pasó la bolsa a su compañero y empezó a pintar la media luna islámica en la pared contigua al monumento.
Mientras, su compañero sacó medio kilo de explosivo de plástico que colocó en la base del monumento, encima de la placa de bronce en forma de pergamino con la inscripción KCCP, las siglas de la República Socialista Soviética de Kazajistán. Luego, sacó el detonador que ya estaba preparado, hizo girar el disco para ponerlo en marcha e introdujo el pasador en el plástico.
—¿Listo? —susurró.
Su compañero asintió y los dos dejaron la plaza.
Cada vez que Art Bennington avanzaba por el corredor de la séptima planta de la CIA, donde se encontraba la dirección, no podía por menos de pensar en uno de esos lujosos institutos psiquiátricos de Nueva Inglaterra a los que los ricos envían sus borrachos a secar y sus enfermos mentales para que se consuman en el anonimato sin incordiar. Las paredes y el techo de aquel corredor en forma de túnel estaban pintadas en un blanco mortecino y aséptico y el suelo, cubierto de un linóleo verde de oficina pública, que se había revelado extraordinariamente resistente a todo intento de abrillantado. Bennington casi esperaba oír el leve chirrido de las suelas de goma de una enfermera a su espalda y una voz femenina que rezongara: «Esta mañana volvía a haber whisky en la bolsa de agua caliente del viejo Señor Van Dyke».
Bennington entró rápidamente en la antesala de su jefe inmediato, el subdirector de Ciencia y Tecnología.
—Está esperándole —dijo la ayudante—. Entre directamente.
John Sprague, el subdirector, tenía diez años menos que Art, pero las relaciones entre ambos eran cordiales y distendidas.
—Problema —anunció Bennington al entrar en el despacho—. Problema gordo. ¿Te acuerdas de la vidente de Nueva York de que te hablé?
—¿La que fue asesinada por un drogadicto?
—Exacto… mejor dicho: inexacto. No fue asesinada por un drogadicto. Fue liquidada por el KGB.
—¡Mierda! —El subdirector estuvo a punto de caerse de la silla. Que el KGB matara a un ciudadano americano en suelo americano era algo insólito, casi inaudito—. Un momento —dijo oprimiendo el intercomunicador—. Que venga Frank inmediatamente y no me pase llamadas, salvo del director —ordenó a la ayudante.
Frank Pozner era el jefe de Seguridad Interior de Ciencia y Tecnología.
—Empieza desde el principio —dijo el subdirector cuando Pozner se unió a ellos—. Recuérdame exactamente cuáles eran nuestras relaciones con esta mujer.
—La utilizábamos en un proyecto llamado Concha Marina. ¿Lo recuerdas?
—Vagamente. —Las siete divisiones de la Subdirección de C y T de la CIA desarrollaban más de trescientos proyectos de investigación, y Sprague no podía estar al corriente de todos ellos.
—Forma parte de nuestro plan general sobre lo que llamamos fenómenos paranormales —dijo Bennington.
—¿Parapsicología?
—En cierto modo. Elegimos a doce de los mejores parapsicólogos del país, los que tenían el mejor historial de trabajo para la policía, el FBI y el Servicio Secreto.
—¿Quieres decir que todos esos estamentos los utilizan? —preguntó Pozner.
—Así es. Pero si se lo preguntas delante de otras personas, te jurarán por la salud de sus hijos que no tienen ni remota idea de lo que quiere decir «parapsicólogo».
Bennington explicó que, en la operación Concha Marina, se utilizaba a videntes para tratar de localizar submarinos soviéticos.
—¡Qué disparate!
El que habló fue nuevamente el jefe de Seguridad y su voz no vibraba precisamente de admiración por el proyecto de Bennington. Él se había encargado de la seguridad de Concha Marina, pero, por supuesto, no tenía ni idea de cuál era su objetivo.
—Mira, la Marina está desesperada a causa de esas hélices que los rusos han conseguido, gracias a nuestros amigos japoneses. Echarían mano de cualquier cosa. En fin, hasta hace una semana, habíamos pedido siete veces a cada uno de nuestros videntes que tratara de encontrarnos un submarino. —Hizo una pausa—. Once de esas personas no dieron con ninguno en las siete veces, setenta y siete en total. Ni remotamente. Miss Robbins, por el contrario, en tres veces de las siete, nos dio la localización del submarino con una diferencia de menos de veinte millas náuticas.
—Eso no me lo creo —exclamó Pozner.
—Ni yo tampoco, pero ahí lo tienes.
Bennington relató entonces, para información de Pozner, todo lo que sabía del asesinato de Ann Robbins.
El subdirector le escuchaba atentamente.
—Por el momento, vamos a dejar a un lado los detalles de cómo la mataron. ¿Por qué ahora? ¿Nos revela algo el momento? ¿Tienen en proyecto alguna operación de envergadura que exija eliminar precisamente ahora a una persona que tenía la facultad de localizar a sus submarinos?
—Lo mismo me preguntaba yo —dijo Bennington—. Lo primero que hice al enterarme fue bajar al Pozo. —El Pozo situado en el sótano, era la sala de guardia de la CIA, dotada de personal especializado durante las veinticuatro horas del día—. Aquello está tranquilo como el sermón del domingo en Iowa. Las fuerzas armadas soviéticas están en alerta mínima. No hay una especial actividad entre sus puestos de mando en ningún lugar del mundo. La Agencia de Seguridad Nacional ha descifrado toda una serie de sus códigos de alerta y no se ha transmitido ni uno solo.
—¿Y los satélites? ¿Y Polonia?
—Nada. En ningún sitio. Durante los ocho últimos meses, la tónica de la política exterior soviética ha sido no agresiva.
—Pero eso podría cambiar.
—Claro que podría. Pero, John, yo estoy convencido de que el móvil de ese asesinato es de carácter científico y a largo plazo.
El subdirector se acarició el mentón.
—¿Por ejemplo?
—Hay algo que deberíais saber los dos —suspiró Bennington—. Ocurrió antes de que tú vinieras a bordo, Frank; y tú, John —dijo mirando al subdirector—, probablemente no llegaste a enterarte. Tiene relación directa con el porqué de la operación Concha Marina.
»En los años setenta, subvencionamos un programa del Instituto de Investigaciones de Stanford. Los altos cargos del centro estaban tan nerviosos por nuestra intervención como unas beatas en un burdel, de manera que nos mantuvimos apartados, pero aquella gente no era como esa nueva ola de adivinos de pacotilla que proliferan en California. Era gente seria y capaz. Estudiaban lo que ellos llamaban “visión remota”. ¿Puede haber personas que por algún proceso mental que no comprendemos, capten información a la que, por medios sensoriales normales, no podrían tener acceso?
—¿Por qué no me lo explicas en una lengua que yo pueda entender? —sonrió Pozner.
—No faltaba más. Verás, por ejemplo, ellos toman a dos personas. Una se queda aquí, en esta habitación, y la otra se marcha y, cuando está a kilómetro y medio, se le dice que vaya a un lugar determinado. Al Kennedy Center, pensando en las cosas que ve, y la persona que se ha quedado en esta habitación trata de describir dónde está el otro.
—Eso es magia negra.
—Si quieres llamarlo así… Desde luego, había muchos fracasos. Pero, de vez en cuando, se daba un caso extraordinario, como el de un tal Pat Price. Era tan sorprendente que la Agencia me envió a echar un vistazo y comprobar la validez de sus técnicas científicas.
»Pasamos una tarde en su laboratorio, haciendo varias cosas. Algunas eran impresionantes, pero yo no estaba convencido, porque no había controlado desde el principio nada de ello. Y les dije: “Me gustaría hacer mi propio experimento mañana por la mañana”.
»Los chicos del Instituto de Stanford se pusieron un poco nerviosos, pero Price dijo: “De acuerdo, ¿por qué no?”. No se parecía en nada al clásico gurú de pelo largo. Era un mormón de Salt Lake City. Fue piloto durante la Segunda Guerra Mundial, buscador de oro en Alaska, dirigió una mina de carbón durante un tiempo y luego se instaló en Burbank, California, donde durante unos meses incluso fue comisario de policía.
»A la mañana siguiente, los recogí en el coche y los llevé a un pequeño aeropuerto. Yo lo había dispuesto todo para hacer un vuelo en planeador, que es una de mis aficiones. “Voy a subir a un avión y dentro de treinta minutos exactamente haré unas anotaciones en un papel. A ver si usted puede averiguar de qué se trata”. Una cosa era segura: no existía ni la más remota posibilidad de que Price pudiera ver los movimientos de mi mano mientras escribía.
»Subí a setecientos metros, y a las diez y media saqué el cuaderno. El planeador estaba provisto de altímetro, que tenía un número de serie de siete u ocho cifras, tan pequeñas que apenas podían distinguirse. Escribí las tres últimas: 743. Luego, sabe Dios por qué, me acordé del oso Winnie y dibujé un osito. Pero en lugar de dibujarlo con una sonrisa le puse la cara triste. Luego, doblé el papel y me lo guardé en el bolsillo.
»Cuando aterricé, Price me entregó su libreta. Había escrito tres números: 374. “Veía estos números, pero no estaban en orden. Luego, me llegó la imagen de un osito de felpa, pero lo más curioso es que estaba llorando. Empecé a dibujarlo”. Efectivamente, debajo de los números se veía un esbozo empezado. “Pero entonces esta otra figura empezó a bailar delante del osito, me entró un mareo y tuve que dejarlo”.
»—¿Otra figura? —pregunté.
»—Una cosa así —dijo Price volviendo a tomar el bloc y dibujando en él una figura.
»Aquel día, debajo de la camisa, yo llevaba un jersey fino de cuello vuelto color azul. Él me hizo un dibujo. Al mirarlo, estuve a punto de desmayarme. Debajo del jersey, yo llevaba un amuleto egipcio que me había regalado mi mujer. Tenía un diseño único. Yo sabía a ciencia cierta que Price no podía haber visto aquel amuleto. Ni pensarlo. Sin embargo, lo había dibujado con exactitud.
»Esto no es muy científico, lo sé, pero me hizo reflexionar. Decidimos traerlo a casa, para que los de Stanford no se enteraran de lo que hacíamos, y también para que trabajara para nosotros exclusivamente. Le gustaba trabajar con coordenadas geográficas, y un día le di las de un lugar de Virginia Occidental en el que ni yo mismo había estado: la NSA, las instalaciones de escucha que rastrean las comunicaciones vía satélite. Es un lugar tan secreto que ni con un pase de la CIA puedes entrar.
»—Virginia Occidental —me dice Price al cabo de un par de minutos.
»Cerca de un cruce y de una gasolinera de Getty. Hay una puerta de hierro que sube y baja empotrada en la ladera de una montaña y, a la derecha, un mástil con una bandera. Un ascensor desciende por un pozo unos setenta metros. Aquí, otra puerta cerrada. Da a una sala. Describió la sala. “Hay un dibujo de Picasso en la pared, —dijo—, una especie de torero dibujado con palotes. Hay una mesa, otra bandera, un archivador”. Hasta leyó algunos rótulos de los cajones del archivador. Luego tomó un bloc y dibujó la habitación.
»Entregué todas mis notas, junto con su croquis, a la persona que había preparado el experimento para enviarlos a la NSA y que las comprobaran. Al día siguiente, tres sujetos de seguridad se presentaban en mi despacho echando chispas. El croquis concordaba, la descripción concordaba, las etiquetas del archivador concordaban, hasta el condenado Picasso concordaba. Otro numerito como aquél, me dijeron, y lo mandaban a la Casa Blanca.
El subdirector miraba interrogativamente a Bennington.
—¿Hiciste informe de todo eso?
—Todo está debidamente archivado en el sótano. Y aún falta el último punto. Decidimos probar a nuestro hombre en el asunto de los submarinos soviéticos siguiendo el mismo sistema que con Ann Robbins. Un sábado por la mañana, lo llevé al Holiday Inn de Rosslyn. Le di el material de costumbre, la foto de un submarino y la de su capitán. Estuvo cavilando un buen rato, al parecer, sin sacar nada en claro. Finalmente, me miró con cara de extrañeza.
»—Eh —dice—, aquí hay algo raro. Varios de los tubos lanzacohetes del submarino están vacíos.
»—De acuerdo —le contesté—. ¿Y dónde está?
»Entonces él vuelve a su meditación, o lo que sea, y, finalmente, me señala un punto del Atlántico, a unas cien millas al sur de las Bermudas. Yo volví a Langley y di las coordenadas a mi contacto de la comandancia de Norfolk. Yo no lo sabía, pero resulta que exactamente a la hora en que yo estaba con Price en aquella habitación del Holiday Inn, un helicóptero de la Marina sobrevolaba el submarino que nosotros debíamos localizar. El submarino navegaba a unos treinta metros por debajo de la superficie y, a esta profundidad, un helicóptero puede captar los rayos gamma que emiten sus misiles y seguirlo. Yo había anotado la hora en que Price me había dado las coordenadas y el helicóptero a su vez tenía el tiempo registrado. Price se había apartado sesenta y tres millas de la posición exacta del submarino cuando me dio sus coordenadas, lo cual, si tomamos en consideración la extensión del océano Atlántico, no está nada mal.
»Pero lo que nos dejó atónitos fue que el detector de rayos gamma del helicóptero indicaba que tres de los tubos lanzacohetes del submarino estaban vacíos.
El subdirector lanzó un silbido.
—¿Qué fue de tu señor Price? —preguntó.
—Murió —respondió Bennington—. Descubrimos que el pobre tenía el sistema cardiovascular muy jodido y, aunque tratamos de convencerle para que se operase, él no quiso ni oír hablar del asunto.
»Un día, en 1976, se fue a Las Vegas con un amigo. Querían ver si podían utilizar a Price para localizar minas de oro abandonadas en las que quedaran reservas que hicieran rentable la explotación. Después de cenar, Price se fue a la cama y, de repente, se incorporó como un tentetieso. Un paro cardiaco. El amigo llamó a la centralita, pidió una ambulancia y lo llevó al hospital, pero Price ingresó cadáver. El joven médico de guardia le aplicaba las técnicas de reanimación, como era reglamentario, cuando un individuo al que el amigo de Price no había visto nunca se presentó de improviso con el historial médico de Price. “Eh, mi amigo era cardiaco”, grita dando los papeles al médico.
»El joven interno echa una ojeada al historial y no necesita más para dictaminar la causa de la muerte. De manera que firma el certificado sin autopsia, a pesar de que, según las leyes de Nevada, ésta es obligatoria en todos los casos de muerte repentina. El cadáver se envió en avión a California y su esposa dispuso su incineración, tal como Pat quería. Ella era la única persona que sabía que él trabajaba para la CIA y me llamó para darme la noticia.
»Tomé un avión para Los Ángeles y llegué con el tiempo justo para asistir a la ceremonia. Estábamos esperando para entrar en la capilla cuando el tío que estaba con Pat cuando murió me habla del conocido que se presentó en el hospital con todos los papeles. ¿Qué hago? ¿Detener la incineración y exigir una autopsia? ¿Con la autoridad de la CIA? Para nosotros lo más importante era mantener en secreto este programa parapsicológico y toda nuestra relación con Price.
»Además yo también estaba enterado de sus dolencias cardiovasculares, de manera que decidí no hacer nada. Pero siempre me ha quedado esta incógnita en relación con su muerte: ¿quién era el tipo que se presentó en el hospital con sus papeles?
—Es natural —dijo Pozner—. Aunque también pudo tratarse del gerente del hotel que, al ir a cerrar la habitación, encuentra los papeles y va corriendo al hospital.
—Es lo que yo pensé entonces. —Bennington se pasó unos dedos nerviosos por el pelo, desprendiendo unas partículas de caspa—. Y lo he pensado hasta ahora. Durante todos los años que he estudiado los fenómenos paranormales para la Agencia, sólo he conocido a dos personas que me convencieran de que realmente tenían facultades.
Miró a Pozner y a Sprague como si esperara que ellos le dieran la respuesta que su propia razón no le ayudaba a encontrar.
—Pat Price fue el primero. Y murió. Ann Robbins fue la segunda. Ahora también ha muerto. Dios sabe si Price murió realmente de un ataque al corazón, pero lo que es seguro es que a Ann Robbins la mató el KGB. ¿Por qué? Y ¡por Dios santo!, ¿cómo se enteraron de que, de todas las personas con las que trabajábamos, ella era la única que llegó a localizar un submarino?
UN LUGAR PRÓXIMO A ASHJABAD,
REPÚBLICA DE TURKMENISTÁN, URSS
Durante cuarenta y cinco minutos, las dos figuras ascendieron con paso lento y sigiloso por el cauce del río casi seco. Avanzaban por el centro de la corriente y las lentas y escasas aguas les llegaban a media pierna. Al norte estaban las arenas negras del Qara Qum que acababan de dejar. Al sur, más allá de tres pequeñas sierras paralelas, se hallaba la frontera soviético-afgana. Delante de ellos, la luna en cuarto creciente se acercaba al horizonte.
El que iba delante se detuvo. Llevaba un tosco manto de pastor recogido con un cinturón de cuero en el que se había metido la hoja de su daga afgana. Escudriñó un momento la oscuridad; tenía ojos de cazador, juntos, fijos en una mirada un poco bizca de tanto agudizarla. En primavera, cuando cazaba con sus azores blancos, aquellos ojos le permitían descubrir conejos, zorros y hurones en las ásperas tierras del norte. En época de frío, seguían el alto vuelo de las águilas, en busca de lobos. De los pliegues de la capa sacó un pequeño objeto que se llevó a los labios y con el que emitió un sonido agudo, como el canto de la cigarra.
Un sonido similar llegó de la oscuridad. El cazador guardó el silbato y avanzó en la dirección del sonido. Tres minutos después él y su compañero llegaban a la entrada de una cueva horadada en la montaña, encima del lecho del río, cuya entrada se disimulaba con una tupida barrera de matorrales.
—El Hamdu il’Allah, alabado sea Dios —susurró una voz en la oscuridad.
—Ya está hecho, el Hamdu il’Allah —respondió el cazador.
Los dos hombres entraron en la cueva. El que estaba dentro cubrió la entrada con una tela áspera cubierta de ramas y encendió una vela. Los tres hombres se sentaron a su alrededor, con las piernas cruzadas. Se quedaron unos momentos en silencio, mientras los recién llegados recuperaban el aliento tras su tensa y apresurada excursión. Después, el hombre de la cueva extendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba, en dirección al centro del círculo. Lentamente, levantó las manos mientras murmuraba un canto casi inaudible. Cuando las palmas de sus manos llegaron a la altura de los hombros, las volvió hacia el techo de la cueva con el ademán del que suelta una paloma hacia el cielo. Cuando acabó su canto, los otros dos extendieron los brazos y empezaron, a su vez, una invocación similar.
Los tres hombres eran miembros de una de las sociedades secretas más antiguas y disciplinadas del mundo, la de los qadiri tariga, una de las tres grandes hermandades de los sufíes islámicos. Los gestos rituales que realizaban tenían su origen siete siglos y medio atrás, en el Bagdad de los califas, en la edad de oro de las conquistas del Islam.
El hombre de la cueva era un murshid, un maestro. Los otros, que, pocas horas antes, habían asesinado a Vladimir Sorubnov en la solitaria carretera, eran murids, discípulos admitidos recientemente en la hermandad, después de un largo período de riguroso adoctrinamiento y examen. El rito místico de iniciación que cada uno había realizado recientemente, los unía a la hermandad de por vida. La suya sería una existencia de disciplina y obediencia a su murshid. Ante todo, habían tenido que hacer voto secreto, más estricto y riguroso que el sangriento código de omertà de la Mafia. Durante los siete siglos y medio de su existencia, la hermandad había procurado llevar a sus seguidores por su mística tariga o senda, hacia Alá, el Uno, el Misericordioso, el Clemente.
Pero también había cumplido otra misión, ésta de carácter mucho más terrenal. Junto a las naqshbandi, las otras grandes hermandades sufíes de la Unión Soviética, los qadiri fueron durante siglos los instigadores de la resistencia islámica a las conquistas rusas —ya fueran de los zares o de los comisarios—, en las regiones del Cáucaso, el Volga medio y las grandes estepas del Asia Central. Desde el imán Mansur hasta el jeque Uzun Haji, que combatió contra el Ejército Rojo en los años veinte, la admisión en el panteón de los héroes exigía una virtud: resistencia al ruso infiel.
Cuando sus dos discípulos hubieron terminado el rito, el maestro se sentó sobre los talones y sonrió. Era afgano, un antiguo mujaidín afiliado al partido islámico de Gulbuddin Hekmatyar. Antes de que la invasión rusa cambiara su vida, el maestro estudiaba historia en la Universidad de Kabul. Desde la invasión los ejes de su vida eran el terrorismo y el contraterrorismo.
Permaneció inmóvil algún tiempo, para dar a sus palabras todo el énfasis que merecían.
—¿Por qué este hombre?, podríais preguntar. ¿Por qué no otro? No importa quién sea, ésta es la respuesta. La muerte de este hombre sembrará el temor en el corazón de diez mil rusos. La muerte del siguiente les hará empezar a pensar en la forma de marcharse de aquí y volver a Leningrado o Moscú. Así es como nuestros hermanos de Argelia combatían a los franceses. Así es como, en África, el Mau Mau aterrorizaba a los solitarios granjeros ingleses.
—Ellos devolverán el golpe —advirtió el cazador.
—Bien —dijo el maestro—. Eso es lo que queremos. Que nos envíen los tanques y la policía militar. Atacarán brutalmente a la población, y, por cada víctima, tendremos cien nuevos combatientes. Así es como se luchó contra los colonialistas en Indonesia, en África, en Oriente Medio. Ellos son los últimos colonialistas, y también ellos caerán.
Por las rendijas de la cortina se veía palidecer el cielo con el anuncio del amanecer. El maestro sopló la vela.
—Me marcho —dijo—. Mañana regreso junto a nuestros hermanos de Afganistán. Dentro de dos semanas, estaré otra vez con vosotros e, inch’Allah, volveremos a cumplir los sagrados trabajos de Dios.
Se puso en pie. Sus dos discípulos le saludaron con una reverencia.
—Sabréis que he llegado por la señal convenida —dijo.
Y desapareció en la penumbra.
MOSCÚ
Eran las ocho y pocos minutos. Como casi todas las mañanas, Iván Sergeivich Feodorov estaba junto a los paneles de su ventana de tres metros, en su despacho del tercer piso, con una taza de té hirviendo en la mano, contemplando el panorama de la plaza que despertaba a sus pies. De la boca del metro de la plaza Dzerzinski una riada gris de hombres y mujeres se dirigía hacia las seis puertas del edificio de nueve plantas en el que se encontraba su cuartel general, a pesar de que su jornada oficial de trabajo no empezaba hasta casi una hora después. Este celo laboral, insólito en la Unión Soviética, se debía, como bien sabía Feodorov, no a devoción por la organización que él presidía, sino a uno de los privilegios que comportaba el servir en ella. En el sótano del edificio, una gran cafetería proporcionaba a los empleados de Feodorov, todas las mañanas, un desayuno compuesto por fruta fresca, leche, huevos, tocino y salchichas, un banquete que cualquier moscovita hubiera deseado poder permitirse dos o tres veces al año.
En la plaza, de cara a él, como reivindicando el derecho a la lealtad de Feodorov en su ritual matutino, se alzaba una estatua en bronce del hombre que había fundado la organización con veintitrés empleados y una secretaria adolescente: Félix, Félix de Hierro, Dzerzinski. El edificio de fachada gris desde el que Feodorov contemplaba la plaza Dzerzinski era el centro de toda la literatura y la leyenda del espionaje soviético, el cuartel general del Komitet Gosudarstvennoy Bezopasnosti, KGB, Comité para la Seguridad del Estado de la Unión Soviética.
«Nosotros preconizamos el terror organizado», proclamó Félix Dzerzinski cuando fundó la Cheka, precursora del KGB. Raras veces en la historia una organización ha cumplido más plenamente el sueño de su fundador. Toda una generación de madres rusas hizo obedecer a sus hijos con la amenaza: «Si no haces lo que te mando, Félix de Hierro se te llevará». Aún hoy, en este día de primavera, los rusos seguían llamando desdeñosamente chekistas a los miembros del KGB.
Miles de rusos habían muerto en los sótanos, bajo los pies de Feodorov, unos con un tiro en la nuca y otros destrozados por horas de brutales torturas. Ellos eran sólo el símbolo de los millones de víctimas de las purgas, de los grandes procesos, de las colectivizaciones forzosas y de los traslados de población ordenados por el KGB y sus predecesores, en aras del socialismo. Pero la brutalidad masiva que representaban, tenía poco que ver con el KGB que con Iván Sergeivich Feodorov; había pasado del «implacable terror masivo» implantado por Dzerzinski, a instancias de Lenin, a ser una organización cuyo terror era selectivo, científico y racional. La torpe hacha se había enterrado. El KGB moderno era ahora un escalpelo: afilado, rápido y preciso, pero no por ello menos mortífero.
Los revolucionarios fanáticos y furiosos, las bestias analfabetas de la leyenda chekista, habían pasado a la historia. Ahora trabajaban en el KGB de Feodorov —especialmente los que servían fuera de la URSS—, hombres y mujeres inteligentes, instruidos y abnegados. Si, durante los años cincuenta y sesenta, la CIA había cribado los campus de Yale, Harvard, Princeton, Georgetown y Stanford en busca de promesas, el KGB se había dedicado a seleccionar a la flor y nata de las grandes instituciones académicas de la Unión Soviética, durante los años setenta y ochenta.
Imperceptiblemente, el papel desempeñado por el KGB dentro de la estructura del poder soviético se había modificado. Su objetivo original, había sido definido por el lema chekista como ser «la espada y el escudo del partido». Concretamente, debía ejercer un control sobre el Ejército Rojo o cualquier otra fuente de poder en potencia, que pudiera desafiar la supremacía del partido. Pero ahora, con frecuencia era la guardia pretoriana la que controlaba a César y a sus cohortes, y el escudo proporcionado por el KGB como una salvaguardia para el partido era a veces un obstáculo. El Politburó del Partido Comunista de la URSS, bromeaban en privado los moscovitas, debería llamarse Politburó del KGB. Cinco de los miembros del Politburó con derecho a voto, incluidos Mijaíl Gorbachov y Eduard Sheverdnadze, eran funcionarios o pupilos del KGB.
Que el mundo exterior imaginara, si quería, que el centro del poder de la Unión Soviética estaba entre las altas paredes del Kremlin, a dos manzanas del despacho de Feodorov. Él sabía que el poder estaba allí, entre los imponentes muros de «la Casa que Félix levantó». Feodorov fue hacia su escritorio, andando sobre preciosas alfombras de Bujará y Kashgai. Si el KGB que presidía era totalmente diferente del de la leyenda, también él mismo era un hombre muy distinto de los funcionarios grises e impasibles que le habían precedido en el cargo. Era alto y delgado, con el torso musculoso del atleta que fue en su juventud. Un aparato de pesas Universal, importado de Estados Unidos, que utilizaba con la sauna contigua casi todos los días, adornaba su suite particular situada detrás de su despacho.
Su pelo negro empezaba a mostrar algunas vetas grises. Lo llevaba siempre perfectamente peinado y cortado. Los antepasados georgianos de su familia materna le habían legado una piel cetrina y unos ojos oscuros y vivaces, que denotaban un temperamento excitable y un vivo interés por las mujeres. Era viudo —su esposa había muerto de cáncer hacía casi diez años— y sus actividades amorosas eran constante tema de habladurías en Moscú.
Esa mañana, Feodorov llevaba un traje cruzado azul marino de lana y fibra, hecho para él por Brioni, de Roma. Todos los años, el italiano enviaba a uno de sus sastres a Moscú para actualizar las medidas del director general del KGB y llevarle una selección de muestras, de las que éste elegía la media docena de trajes que después serían enviados a Moscú por valija diplomática.
Como todas las mañanas, esperaban en su mesa, para su revisión, dos montones de papeles con los resúmenes del día. El primero, dentro de una carpeta de piel roja, se refería al mundo exterior a la Unión Soviética y sus satélites. El segundo, trataba de actos de disidencia o subversión cometidos dentro de la URSS, ya que el KGB, a diferencia de las organizaciones de espionaje de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, se preocupaba de todas las posibles amenazas a la URSS, tanto internas como externas.
Feodorov revisó la carpeta internacional en primer lugar. Contenía dos ejemplares de cada documento, uno que guardaría él y otro que, una vez revisado, sería llevado a mano por un correo del KGB al despacho de Mijaíl Gorbachov, en el Kremlin. La conducta un tanto inconsecuente, y en ocasiones desconcertante, del nuevo presidente de Estados Unidos, seguía intrigando tanto a Feodorov como a Gorbachov. El informe decía que, durante un banquete ofrecido al presidente mexicano en su visita a Washington, el primer mandatario estadounidense se había ausentado durante casi quince minutos, sin dar explicación alguna. El rezident o delegado del KGB en la capital, no había observado crisis alguna que justificara tal ausencia.
Feodorov cogió la pluma. «Sec. Gen. PC —escribió—, nuestro Directorio Científico ha trazado un perfil psicológico, en profundidad, del nuevo Presidente, con el fin de facilitar indicaciones sobre sus posibles debilidades o puntos vulnerables. El perfil comprende también un informe sobre su estado de salud. Espero recibirlo en breve».
Como Feodorov sabía bien, la evolución del KGB podría percibirse en el párrafo que acababa de escribir. Dos décadas antes, en el centro de Moscú nadie sabía lo que era un perfil psicológico y, mucho menos, podía considerarse su posible utilidad como instrumento de la política soviética. Que él hoy pudiera escribir estas palabras se debía al hombre que durante veinte años fuera jefe de Feodorov, el arquitecto de la transformación del KGB: Yuri Vladimirovich Andropov.
Feodorov estaba firmemente convencido de que nadie había influido tanto en la URSS como Andropov. Dos décadas antes que Gorbachov, había comprendido la verdad inconfesada: la ideología marxista-leninista había muerto. En realidad, Yuri Vladimirovich sentía por la ideología marxista-leninista lo mismo que un apóstata podría sentir por el derecho canónico. La única ideología que entendía Yuri Vladimirovich era la del poder: el poder de un hombre sobre otro hombre, de un puñado de oficiales sobre un ejército, de un cabildo de líderes sobre una masa, de una minoría selecta sobre una nación, de una nación sobre un imperio. Cómo hacerse con el poder, cómo conservarlo, cómo utilizarlo para manipular a los hombres e influir sobre los acontecimientos, aquello y no El capital era lo que había estudiado Andropov.
Él comprendía por qué la fuente de espías del KGB en el ámbito internacional se había secado: los tiempos de los Kim Philby, los George Blake, los Klaus Fuchs, los Rosenberg, todos aquellos ideólogos que ardían de fervor misionero para renovar el mundo, habían pasado. Para penetrar ahora en las ciudadelas del poder occidental, decía Feodorov, el KGB debía atacar el tendón de Aquiles de los capitalistas: la codicia. Reclutar a espías con dinero, no con preceptos morales. Darles lo que necesitaban para comprar sus Porsches, para mantener a sus amiguitas, para recorrer sus ferias en primera clase. En los años ochenta, los rivales de Feodorov en el FBI y la CIA sabían también lo certero de la visión de Feodorov.
Feodorov conoció a Andropov en Kiev, en febrero de 1968, menos de un año después de que aquél se hiciera cargo del KGB. Antes de Andropov, las visitas del jefe del KGB a sus delegaciones se efectuaban con el protocolo de una visita regia. Con el nuevo Director General, el carácter de estos viajes cambió radicalmente. Andropov siempre encargaba un comedor reservado en un hotel de la localidad en sus visitas. Allí, alrededor de una mesa cargada de botellas de vodka y de buenos vinos de Georgia, reunía a los jefes de la delegación en una cena informal.
Aquella noche, Feodorov asistió a la cena en calidad de ayudante del jefe del KGB en Kiev. Había sido reclutado por el KGB como licenciado en Sociología y Psicología del Comportamiento, después de haber actuado durante cinco años como informante a sueldo de aquel organismo, primero siendo todavía estudiante de la Universidad de Kiev y, después, desde el cargo de adjunto de la Facultad de Psicología. A Feodorov le divertía recordar que, al reclutarle, se le prometió una gratificación consistente en dos trajes y un par de zapatos al año.
Durante la cena, el tema de conversación fue la disidencia.
—La disidencia es como un incendio de matorrales en la estepa. Si lo pisas cuando empieza a arder, puedes sofocarlo en unos segundos, con los pies. Pero si le llega una ráfaga de viento, se convierte en un incendio que arde durante días y moviliza a un regimiento de bomberos.
Sus palabras fueron recibidas con el consabido coro de asentimiento.
—Desgraciadamente, nuestro sistema jurídico nos hace difícil combatir la disidencia con la rapidez necesaria. Antes de enviar a los disidentes a los campos de trabajo, tiene que haber investigaciones, interrogatorios y un juicio. Todo ello lleva mucho tiempo y centra la atención general en nuestro disidente. ¿Y cuál es el resultado? Más disidentes.
Para escándalo de los colegas reunidos alrededor de la mesa, Feodorov rompió el respetuoso silencio que siguió a las palabras del Director. Aquello era una falta contra el protocolo tan grave, como si se hubiera levantado y orinado en la copa de éste, como bromeó después un amigo.
—Yuri Vladimirovich —dijo—, podría existir un medio mejor.
—Si lo hay, me gustaría saber cuál es.
—En lugar de llevar a nuestros disidentes a juicio, ¿por qué no llevarlos al psiquiatra? Él los examina, considera que su conducta denota desequilibrio mental y los interna en una institución para que reciban tratamiento adecuado. Ni juicio, ni apelación, ni publicidad, ni sentencia. El disidente permanece recluido todo el tiempo que nosotros queramos. En lugar de convertirlo en mártir, lo convertimos en interno de una institución psiquiátrica. Los enfermos mentales no dirigen revoluciones.
Cuando Feodorov hubo terminado, nadie dijo nada. El silencio era tan denso que casi producía dolor físico. Andropov se mantenía muy erguido en la cabecera de la mesa, y su único movimiento era la lenta ondulación de sus párpados tras sus gruesas lentes. Feodorov empezaba a ponerse colorado y arrepentirse de su impetuosidad, previendo el hundimiento de su carrera, cuando Andropov tomó la botella de vodka que tenía delante, alargó el brazo por encima de la mesa y llenó la copa de Feodorov. Luego, añadió unas gotas a la suya.
—¿Conoce Moscú? —preguntó, levantando la copa.
—No, camarada.
—Creo que le gustará. Cuando regrese al Centro, usted me acompañará, para poner en práctica su sugerencia.
Seis meses después, Feodorov estaba sólidamente situado en el Centro, como uno de los «Hombres de Hierro» de Andropov. Cuando Feodorov se hizo cargo del programa psiquiátrico, el KGB controlaba dos instituciones para el estudio y tratamiento de los criminales perturbados. Cuando terminó su trabajo, treinta y tres de estas clínicas estaban diseminadas por toda la URSS, con cientos de personas trabajando en ellas y miles de internos. Aquellos institutos proporcionaban también laboratorios en los que realizar sus estudios a eminentes neurólogos, cirujanos, psiquiatras e investigadores del comportamiento. Quimioterapia, cirugía experimental del cerebro, estudios de su funcionamiento, nuevas técnicas para medir su rendimiento, la influencia de los campos electromagnéticos en la conducta… no había aspecto de la investigación de la mente que no fuera estudiado en alguno de aquellos treinta y tres institutos. Al fin y al cabo, a la ciencia rusa le preocupaba el estudio del comportamiento, ya desde los tiempos de Pávlov y sus experimentos con animales.
La fascinación de Feodorov por la mente se inscribía en una mística tradición, tan vieja, casi, como las estepas rusas: la fascinación por los fenómenos paranormales. Para estudiar el tema, creó un gran centro de investigaciones en la Ciudad de la Ciencia de Novosibirsk. Al fin y al cabo, si estos fenómenos existieran realmente, razonaba, las consecuencias para el KGB podrían ser incalculables.
Por extraño que pueda parecer, fue probablemente la buena disposición de Feodorov para, al menos, aceptar la posibilidad de la existencia de estos fenómenos, lo que le situó en la línea de sucesión a la presidencia del KGB. Cuando Leónidas Breznev moría de sus múltiples enfermedades, el más constante alivio y consuelo lo hallaba no en los miembros de la prestigiosa clase médica de la URSS, sino en una curandera, una joven de cabello negro, natural de Tbilisi, llamada Dzuna Davitasvilli. Al parecer, cierta bioenergía emanaba de los dedos de la joven porque, en varias ocasiones, pareció que, gracias a sus dotes, el agonizante se reanimaba. Toda una serie de intelectuales, científicos y artistas soviéticos utilizaron los servicios de la joven.
Pero la prolongación de la agonía de Breznev no convenía a Andropov. Su acceso al trono ya estaba preparado. Aquello sólo servía para demorar el momento en que todo el poder de la URSS estaría en sus manos. Fue por ello por lo que, una tarde de octubre de 1982, llamó a Feodorov a este mismo despacho del tercer piso del Centro.
Normalmente, en el trato con sus subordinados, Andropov era una especie de Charles de Gaulle a la eslava, circunspecto y altivo. No obstante, en aquella ocasión rebosaba simpatía y cordialidad. Recibió a Feodorov sentado en uno de sus sillones tapizados de rico brocado y, con un ademán, le invitó a sentarse en el sofá situado a su lado. La intendenta del despacho les sirvió té de la cocina privada. En cuanto la mujer los dejó solos, Andropov se volvió hacia su visitante.
—¿Conoce usted a esa joven que atiende al Secretario General? —preguntó.
—Sí. Cuando Leónidas Ilich empezó a consultarla, yo la mandé llamar, para hacerle comprender que debía guardar absoluta discreción acerca de sus visitas al Secretario General.
Andropov bebió el té, pensativo.
—¿Usted cree realmente en los poderes curativos de esa mujer?
—Desde el punto de vista científico, no puedo responder. En nuestros institutos, hemos tratado de averiguar si existe una forma mensurable de energía, calor, fluido eléctrico, etcétera, que pase del sanador al paciente. Existen indicios de que algo ocurre, pero no hemos podido determinar qué.
—La vi una vez —admitió Andropov—. Yo creo que es un Rasputín con faldas.
—Al parecer, al Secretario General le ha hecho mucho bien.
—¿Usted cree? Me parece que no. En cualquier caso, no hace ningún bien a la URSS. Esa mujer se ha convertido en un peligro.
—¿Por qué?
—¿Imagine lo que ocurriría si esto trascendiera a la prensa occidental? El Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética, tratado por una curandera, una especie de médica bruja. Eso sería mofarse, ante todo el mundo, de todo lo que representa el marxismo-leninismo.
Feodorov no respondió.
—Quiero que la envíe a Tbilisi durante algún tiempo. Hágalo sin que nadie se entere de que nosotros somos los responsables, ni del motivo de su regreso.
—Su marcha puede ser un duro golpe para el Secretario General.
—Leónidas Ilich ha consagrado su vida al servicio de nuestro partido y nuestra nación. Éste será un último sacrificio que, estoy seguro, hará con gusto por el bien de ambos.
Feodorov sintió frío en la base de la columna vertebral. Le parecía muy poco probable que Leónidas Ilich renunciara de buen grado a las atenciones de su curandera, ni por el partido, ni por el Estado, ni por cualquiera otra razón. Aquella mujer era el cordón umbilical que lo unía a la vida. Si la apartaban de su lado, él moriría. Aquello era una invitación a un regicidio socialista, formulada por el príncipe heredero.
—Me encargaré de que así se haga.
A las pocas horas, Dzuna Davitasvilli era sacada de Moscú. Como esperaba Feodorov, su ausencia tuvo un efecto devastador en Breznev. Al faltarle las atenciones de su curandera, languideció como el niño al que arrebatan la manta de seguridad. Antes de un mes, había muerto.
La diligencia con que Feodorov cumplió la orden, tal como él preveía, acrecentó sus méritos a los ojos de Andropov. Dos años después, cuando Yuri Vladimirovich agonizaba —de un fallo renal, mortalmente agravado por dos balas disparadas por la esposa del ministro del Interior al que él mandara arrestar por corrupción—, Feodorov y Chebrikov, su predecesor, fueron los únicos dignatarios a los que se permitió entrar en la habitación. Su presencia en la cámara mortuoria los confirmó como herederos de la presidencia del KGB.
Ahora, mientras leía los partes diarios acerca de la situación en el interior de la Unión Soviética, Feodorov tenía presentes las enseñanzas de su antiguo jefe. Andropov era un apasionado de la historia, la historia auténtica, no las ilusiones de Marx. Él afirmaba que nada era más vital para la supervivencia del Estado soviético que su imperio, conglomerado de pueblos: ucranianos, georgianos, tártaros, musulmanes, turcomanos, mongoles y uzbekos que rodeaban el corazón de Rusia como una coraza. Y la historia enseñaba que, o Moscú los dominaba a ellos, o ellos dominaban a Moscú. Por lo tanto, la condición primordial para la subsistencia del Estado soviético era mantener un control fuerte y centralizado sobre esos heterogéneos elementos del imperio. Y allí, en la primera hoja de los informes, había una brillante luz roja que avisaba de que, por primera vez, el control central del imperio era desafiado por un ataque frontal.
La noche anterior, en más de dos docenas de localidades de las repúblicas soviéticas musulmanas, desde Alma Atá hasta Samarkanda, pasando por Tashkent y Dushanbe, habían estallado las bombas del terrorismo. En cada caso, los terroristas habían dejado su firma: una media luna verde pintada en una tapia, una ventana o un edificio. Entre los objetivos había monumentos, sedes del partido comunista y del Komsomol, las oficinas de Tass, Pravda e Izvestia, todos, en suma, símbolos del Gobierno de Moscú o de la ideología del Partido.
Además, tres ciudadanos soviéticos, todos varones y oriundos de comunidades rusas que vivían en zonas musulmanas de la URSS, habían sido brutalmente asesinados. Sus asesinos habían dejado la firma de la media luna verde y mutilado a sus víctimas con la horrenda amputación que los mujaidines afganos infligían a los infortunados soldados del Ejército Rojo que eran capturados vivos en la guerra de Afganistán.
Tres asesinatos y dos docenas de bombas en una sola noche, en una extensión de cientos de kilómetros cuadrados de territorio soviético: evidentemente, se trataba de una ofensiva terrorista rigurosamente coordinada, un abierto desafío a la dominación soviética. Había estallado sin aviso, sin ofrecer el menor indicio, sin que los informantes del KGB en las repúblicas musulmanas hubieran sugerido siquiera una advertencia. Esto era un fallo del KGB que no dejaría de ser percibido y criticado.
Feodorov echó hacia atrás el sillón y meditó unos momentos. Ahí estaba la verdadera amenaza contra la sociedad soviética, no en Washington, no en la Alianza Atlántica. Estaba aquí, en el vasto y vulnerable bajo vientre del imperio soviético, desde las costas del mar Caspio hasta las puertas de Sinkiang. Dentro de ese arco vivían cincuenta millones de musulmanes, casi la cuarta parte de la actual población de la URSS y a saber cuántos, mañana. Un soviético de cada tres, según vaticinaban algunos especialistas en demografía.
La humillante retirada de Afganistán del Ejército Rojo había echado más leña al fuego. Noche tras noche, las emisoras de radio clandestinas de Irán y Afganistán vomitaban al aire sus abyectos chorros de odio y vitriolo, predicando sus dogmas religiosos y revolucionarios; por las fronteras se colaban los mujaidines, profetas itinerantes de la Jihad, la guerra santa.
La respuesta de Stalin, aplastarlos con el Ejército Rojo, ya no era viable. Era el KGB el que tendría que responder al desafío. Pero ¿cómo?
Feodorov, derrumbado en su sillón, apretó los párpados, como si con este gesto pudiera proyectar el pensamiento hacia el interior, aumentando su capacidad de concentración en el problema. Inopinadamente, volvió a su memoria el informe de Xenia Petrovna, el que trataba de la vidente de Nueva York a la que utilizaba la CIA. ¿Qué le decía? Que sus estudios con videntes por encargo del KGB la habían aproximado a una tecnología que podía utilizarse para modificar el comportamiento de un individuo a distancia, sin que éste advirtiera lo que le ocurría.
Feodorov se levantó y volvió a la ventana desde la que se veía la plaza Dzerzinski. La idea que germinaba en su cerebro en aquel momento, era digna de aquel astuto canalla subido al pedestal de mármol. Era rebuscada, peligrosa y estaba llena de imponderables y de problemas. Pero si se conseguía hacerla funcionar, su simetría sería más exquisita que la de una perfecta fórmula algebraica. Serían los americanos y no sus conciudadanos soviéticos quienes le resolverían el problema. Ahora se hacía especialmente urgente recibir el perfil psicológico del nuevo presidente.
De momento, tomó la pluma. «Sec. Gen. PC —escribió—. Es mi intención convocar inmediatamente una reunión del Quinto Directorio Principal y de los representantes más importantes del KGB en las repúblicas musulmanas, para estudiar todos los aspectos de esta situación». El Directorio había sido creado por Andropov en 1970 precisamente para suprimir la disidencia de los intelectuales, frenar el aumento de la práctica religiosa y sofocar el nacionalismo en las repúblicas de otras etnias. «Le tendré al corriente de los resultados».
Feodorov miró su Rolex de oro. Sus principales subordinados ya debían de estar en sus despachos. Se volvió hacia uno de sus últimos juguetes occidentales: un sistema de televisión multipantalla en circuito cerrado, conectado con sus diez ayudantes. La mayoría estaban en el moderno complejo de oficinas del KGB próximo al cinturón de Moscú. Conectó el circuito correspondiente al jefe del Departamento V, la dirección de asuntos «sucios». Antes de que Feodorov se lo dijera, el director ya sabía por qué le llamaba.
—Ya ha regresado —dijo su imagen desde la pantalla de la pared—. Llegó anoche de París, por Aeroflot.
—Bien. ¿Y, en Nueva York, nada que indique que se nos relaciona con ello?
—Absolutamente nada. Sólo alguien a sueldo en el New York Times que acepta la idea de que indiquen alguna sospecha de quién nos dio la información.
—Nada. Ni hay por qué. Esa persona sólo se comunicó dos veces con nosotros, y siempre directamente, con un transmisor Spetosk. La primera vez, para darnos el nombre del hombre que, naturalmente, nos llevó a su expediente en el Registro Central. Y después, para facilitarnos la información que nos decidió a actuar.
—Excelente. Felicite a su hombre de mi parte y encárguese de que se le gratifique. —Feodorov rió entre dientes al ver la cara de su adjunto en el monitor—. Y es que su trabajo me recuerda un dicho que solía oírse con frecuencia en esta casa, una vieja frase chekista.
—¿Cuál, Iván Sergeivich?
—Cualquiera puede cometer un asesinato, pero hay que ser un artista para cometer un suicidio.
El Presidente de Estados Unidos miraba fijamente el techo, en la penumbra de su dormitorio. La esfera luminosa del reloj de la consola situada junto a la cama indicaba las 6:15. A su lado se oía la acompasada respiración de su esposa, que dormía profundamente. Él, por el contrario, estaba demasiado excitado para perder el tiempo durmiendo. Deseaba que amaneciera. Como le ocurría cada mañana desde el día de su toma de posesión, estaba ansioso de enfrentarse al desafío de la jornada. Era la descarga de adrenalina, la excitación, la emoción que le producía asumir las tremendas responsabilidades de ser el hombre más poderoso del mundo. Ahora, en cuanto abría los ojos, se sentía completamente despierto, alerta, y su cabeza empezaba a dar vueltas a la miríada de problemas que se le planteaban cada día.
El que estuviera en aquellos momentos en la cama del dormitorio presidencial era algo que gran número de partidarios y adversarios consideraban un milagro político. Había pasado la mayor parte de su vida siendo el subordinado ejemplar, el leal número dos. Presidente del Comité Nacional Republicano en los años setenta, embajador en la OTAN, secretario de Comercio durante el primer mandato de su predecesor, y jefe de Gabinete de la Casa Blanca, durante el segundo. Realmente tenía el expediente ideal para un cargo por designación, pero nunca, hasta que se enfrentó a unas primarias de Iowa un día de nieve, había sido candidato a un puesto por elección.
No obstante, contra todo pronóstico, y a despecho de la opinión de la mayor parte de la clase periodística de Washington, ganó. Y ganó gracias a la implacable perseverancia que había caracterizado casi todas las etapas de su vida. Su ambición era más adquirida que innata, generada tanto por afición a la política como por un sentido de noblesse oblige; por un cierto deseo de cumplir la misión de su familia dentro de un esquema general más que por ansia de poder. Su avance lento pero implacable, desde un enorme fracaso en las urnas, en junio, hasta un asombroso triunfo electoral, en noviembre, sorprendió a casi todos, salvo al propio presidente. Sin embargo, partidarios y adversarios hubieran debido de estar advertidos. Nadie se haría rico apostando contra la perseverancia del Presidente de Estados Unidos.
Esta característica de su personalidad era legado y carga recibidos de su padre, el arquetipo del severo patriarca de Nueva Inglaterra, cuyo linaje se remontaba a los inmigrantes llegados en el Mayflower. Había sido socio principal de la firma de abogados «Knight, Ridgeway y Polk», de Wall Street, hombre dominante y severo que no toleraba en sus hijos ni la rebeldía ni el fracaso en alcanzar los objetivos que él les fijaba. Dos cosas exigía a su hija y a sus cuatro hijos varones: servicio y lealtad. Su concepto del servicio era el inculcado desde antiguo por las grandes familias de Nueva Inglaterra en sus hijos, a los que su nacimiento eximía de la indecorosa necesidad de ganar dinero, y consistía en el servicio a la nación, a la comunidad, a los menos favorecidos.
Su infancia fue casi idílica, entre la ciudad y el campo, la gran casa de Darien y el apartamento de Park Avenue, los veranos en Maine, Greenwich Country Day, Hotchkiss y Yale. En realidad, sólo una secreta sombra había amargado su infancia. El padre bebía excesivamente y cuando estaba bebido era un hombre violento. Sus iras de borracho recaían casi siempre sobre su hija, la mayor de todos y alma gemela del Presidente. Éste, sin embargo, mimado y no poco intimidado por el poderoso padre, se sentía atormentado por su incapacidad para salvar a su adorada hermana de los golpes de su progenitor. El tiempo y una institución de rehabilitación de Hartford resolvieron el problema. La familia cerró filas, actuó como si nunca hubiera ocurrido nada, a fin de que la debilidad del patriarca no trascendiera. Pero el presidente llevaba sus secretas cicatrices en el alma.
Abandonó Yale después del segundo año de carrera, durante la guerra de Corea, para alistarse en la Marina. Siguió el curso de piloto de aviación, hizo sesenta y dos misiones de transporte contra Corea del Norte, fue derribado y regresó a casa con la Cruz Naval. Cuando se licenció por la Facultad de Derecho de Harvard, y ante la estupefacción de su padre, se negó a trabajar en la firma de abogados familiar y se marchó a Denver, Colorado, donde pidió un préstamo para comprar una concesión de Coca-Cola e independizarse.
A los treinta y cinco años, había conseguido reunir una modesta fortuna. Lo vendió todo para entrar en política y asumir aquella responsabilidad de servicio que le imponía su nacimiento, por lo que entró a formar parte del Comité Republicano del Estado. Guiándose por los preceptos «obrar con rectitud» y «ser buen soldado», emprendió la carrera que le había llevado hasta el dormitorio presidencial.
Volvió la mirada hacia las grandes ventanas que, a su derecha, se asomaban al Elipse y al monumento a Washington, en el otro extremo de la avenida Constitución. Finos rayos de luz se deslizaban, con el lento movimiento de los glaciares, bajo las gruesas cortinas de brocado que cubrían las ventanas. Decidió levantarse y, cruzando el Despacho Oval, salió al Balcón Truman para contemplar un momento su capital, bañada por el sol de un nuevo día de primavera, que la hacía resplandecer como si hubiera recibido una mano de pintura fresca.
Ocurrió cuando iba a levantarse. El suelo pareció moverse con una brusca sacudida, como un terremoto. La ventana osciló ligeramente. Sus ojos la veían doble, con la refracción de una pintura cubista. Apretó los párpados y sintió que la cabeza le daba vueltas. Le acometió la náusea. Lo mismo le había ocurrido en el Despacho Oval, mientras almorzaba con su esposa, y en la cena de gala en honor del presidente de México. Pero este ataque era mucho peor que los otros. Sintió que se caía y dobló las rodillas. Sus manos se aferraron al borde de la cama como a un salvavidas en un mar tempestuoso.
Lentamente, remitió el ataque. El Presidente apretó la cara contra el costado del colchón, tratando de coordinar ideas. Por primera vez desde que su avión fue derribado, hacia el final de su servicio en la guerra de Corea, afrontaba la idea de la muerte. Era un tumor cerebral. ¿Qué otra cosa podía ser? Lo que había leído desde el último ataque lo confirmaba. Se echó en la cama y se quedó otra vez mirando el techo. ¿Cómo podía Dios ser tan cruel? Le había permitido alcanzar el objetivo hacia el que apuntaron todos los actos de su vida y ahora iba a arrebatárselo. Moriría pronto; o peor, quedaría convertido en una especie de vegetal. Estaba temblando, no había hablado de sus ataques a nadie, ni siquiera a su esposa, pero no podía seguir ocultándolos. Tendría que llamar al almirante Peter White, jefe de Medicina Interna de Bethesda, que había sido nombrado su médico personal.
Su esposa se movió. Su mano soñolienta, buscó su pecho. Él la estrechó, se la llevó a los labios y, ahogando un sollozo, la besó con desesperación y ternura.
LANGLEY, VIRGINIA
Un joven de menos de treinta años, con blazer azul, pantalón de franela gris y corbata de seda de reps a rayas, recibió a Art Bennington y a sus dos acompañantes en la puerta de la suite del director de la CIA. Parecía recién salido de una revista de moda universitaria masculina, salvo por la tarjeta de identificación y la llave plastificada que llevaba colgadas del cuello con una cadena de bolitas metálicas. Bennington sabía que la llave plastificada era del ascensor del director que unía su despacho a una zona del parking subterráneo a la que eran conducidos los visitantes cuya identidad debía mantenerse en secreto para luego subirlos subrepticiamente a la suite del director.
El blazer azul los llevó a una pequeña salita. Bennington observó con una sonrisa de aprobación que bajo la tela del blazer apenas se notaba el bulto del revólver de reglamento del 38. Otro blazer azul apareció a los pocos segundos para ofrecerles café mientras esperaban. Un tercer blazer, observó Bennington, montaba guardia en la puerta del ascensor. Pensó si la sastrería Brooks Brothers haría una rebaja a la división de Seguridad Interna de la Agencia por comprar los blazers al por mayor. Un blazer azul interrumpió sus divagaciones.
—Señores —anunció—, el Director les espera.
El Director, de pie tras su largo escritorio de caoba, colgaba el teléfono cuando entraron Bennington, John Sprague y Frank Pozner. Tras él, a la izquierda, se alzaba un gran retrato sepia de Bill Donovan, padre espiritual de la CIA, con su uniforme de general de brigada con el tradicional cuello desabrochado. La consabida serie de fotografías del director con Jimmy Carter, Ronald Reagan y su sucesor en la Casa Blanca cubrían la pared situada detrás de la mesa. El director colgó el aparato en la consola, una caja de madera con una tecnología tan complicada que cada nuevo director tenía que pasar medio día de trabajo aprendiendo a manejarla.
El Director, mejor dicho, el Juez, como le llamaban sus subordinados, les indicó la mesa de conferencias ovalada situada a un extremo del despacho. Bennington recordó que las reuniones con Allan Dulles siempre se iniciaban con unas frases cordiales e intrascendentes: «¿Cómo va su hija en la escuela?». A Dick Helms le gustaba el chiste rápido, a Casey, algún que otro chisme de la capital.
Pero el Juez era distinto. Era un hombre austero y seco que entraba en materia de inmediato.
—Básicamente, la situación es ésta —dijo John Sprague, el director delegado de Ciencia y Tecnología, en cuanto se sentaron. Hizo un rápido esbozo de la muerte de Ann Robbins y aludió a la intervención del KGB en el asesinato—. Art, explica al director en qué consiste el proyecto y nuestra opinión sobre la posible trascendencia del asunto.
Bennington hizo un resumen del trabajo de la vidente, de su asombrosa proporción de aciertos, mencionó los detalles de las actividades y la muerte de Pat Price, y terminó con la mención del informe del Pozo según el cual no existían indicios de inminentes hostilidades soviéticas que pudieran haber motivado el asesinato.
—¿Cree justificada la conclusión de que fue el KGB, doctor? —preguntó el director—. ¿No nos precipitamos?
—Juez —respondió Bennington—, ¿quién más usa ricino? La Mafia, no. A esa mujer la mataron con una técnica y un veneno que sólo se había utilizado tres veces que nosotros sepamos, y las tres por el KGB o un grupo afín.
—De acuerdo. ¿Qué hacemos respecto a la investigación del asesinato? ¿Informamos al director del FBI en Nueva York de que tenemos sospechas sobre este incidente y que deseamos que ellos supervisen la investigación con la mayor discreción posible?
—¿Por qué? Ya sabemos quién la mató. ¿Qué pueden descubrir los polis de Nueva York que nos sirva de ayuda? ¿Que se vio a un tipo rubio de facciones eslavas rondar por el apartamento? Los del KGB no dejan huellas. Los asesinos ya están de vuelta en el Centro, tomando vodka y caviar.
—¿Se ha pasado a la policía de Nueva York el informe de Atlanta acerca del ricino?
—No.
—¿Por qué no? ¿Piensan dejar que la policía de Nueva York ande a tientas, cuando sabemos quién la mató y cómo?
«¡Ajá!», pensó Bennington. Ya salió. El Juez había llegado a la CIA procedente de la Administración de Justicia. Por los pasillos corría el chiste de que, a sus ojos, todos los estatutos federales eran iguales y que tenía tendencia a medir por el mismo rasero al que aparcaba indebidamente en zona reservada al gobierno que al que espiaba por cuenta de una potencia extranjera. Educar a los nuevos directores según los criterios de la Agencia era tarea que incumbía a los veteranos de la organización. Algunos, como por ejemplo Stan Turner, nunca aprendían. A él no podían enseñarle porque estaba siempre haciendo posturitas en el puente y hablando en parábolas. Respecto al Juez, Bennington todavía no tenía una opinión formada. «¡Bien! —se dijo—, vamos a poner los puntos sobre las íes y a ver cómo reacciona».
—Lo que debe preocuparnos, Juez, es impedir que este condenado asunto salte a los medios de comunicación, que genere titulares en la primera plana del New York Post tres días seguidos y que se pregonen nuestras actividades con la parapsicología. Al fin y al cabo, el KGB ya sabe quién la mató. Lo único que no sabe es que nosotros estamos enterados de que fueron ellos. ¿Por qué decírselo? Olvidémonos de la investigación.
Los fríos ojos grises del director dedicaron a Bennington una mirada que, calculó éste, debía de ser tan afectuosa como la que lanzaría el alcalde de Tel Aviv, pongamos por caso, a Yasser Arafat. «¿Se debe a mi tono áspero y sarcástico —se dijo—, o a que ha leído el informe “Sólo para futuros directores” que dictó Bill Cosby para que todos sus sucesores supieran lo hijo de puta que soy?».
—¿Y que la policía de Nueva York vaya a ciegas durante días y días? —objetó el Juez.
—Juez, ¿sabe cuánto tiempo van a dedicar a este caso los policías de Nueva York? El tiempo que se tarda en escribir: «Autor del asesinato: desconocido» en la carpeta y tirarla al montón de casos sin resolver.
—Tal vez —concedió a regañadientes el Juez—. Pero quiero que sepan que ésta es la clase de acción contraria a los procedimientos legales que la Agencia realizaba bajo el mandato de mi predecesor y que yo no estoy dispuesto a consentir.
El director no dijo más, para que Bennington y sus otros dos subordinados pudieran asimilar sus palabras.
—Desde luego, me hago cargo de sus escrúpulos. —Bennington comprendió que un poco de vaselina no vendría mal—. De todos modos, creo que debería de saber que este asunto de la investigación por métodos paranormales conlleva un tremendo factor de humillación para la Agencia. Son muchos los que en el Congreso, en la Administración y en esta misma casa piensan que este asunto debería clasificarse como «Máxima Estupidez» en lugar de «Máximo Secreto». No tenemos más que dejar que Jack Anderson o el Washington Post averigüen que la CIA utiliza a videntes para descubrir submarinos rusos, para que el senador Proxmire se nos plante en el vestíbulo repartiendo premios a la inocencia. —«Y el primero sería para mí», agregó Bennington para sus adentros.
—Señor Director, yo estoy de acuerdo con Art. —Era Pozner, de Seguridad Interna—. Si dejamos que esto salga a la luz, aunque sea por los motivos más nobles, no conseguiremos sino empeorar una situación ya de por sí bastante grave. Lo primero que debe preocuparnos es averiguar cómo diablos supo el KGB que, de los doce videntes que la gente de Art tenía trabajando en el programa, esa mujer de Nueva York era la única con la que conseguimos resultados. En el mejor de los casos, ello significa que alguien cometió una grave indiscreción y, en el peor, que el KGB ha infiltrado a alguien en la CIA.
—Bien, ¿qué proponen hacer para remediarlo?
—Tendremos que hacer una comprobación de los archivos e investigar a cada miembro de la Agencia que haya intervenido en el programa desde el primer día.
—De acuerdo —convino el Juez—, adelante, con la máxima urgencia y la máxima minuciosidad. Recurran a las otras agencias. Pónganse en contacto con las personas clave de la NSA y el FBI. Ahora —agregó echando el cuerpo atrás—, veamos por qué la mataron. Resulta inexplicable.
—Estoy de acuerdo —dijo Bennington—. Es algo sin precedentes. Pero lo hicieron tan bien que podían estar seguros de que nosotros no lo descubriríamos. Y no lo hubiéramos descubierto, si en Nueva York no tuvieran un médico forense tan increíblemente sagaz.
—¿Y por qué usaron ricino? —preguntó el Juez—. Es casi como estampar la firma.
Bennington se encogió de hombros.
—Por comodidad, imagino. Meten la sustancia en unas cápsulas de un plástico que se disuelve con el calor del cuerpo al cabo de un tiempo determinado. Pueden, incluso, programar la muerte con un margen de una hora. Pensarían que no lo descubriríamos. En ningún lugar del mundo se aplica en las autopsias un sistema normalizado para detectarlo. Esa sustancia se descompone en proteínas que se encuentran habitualmente en el cuerpo humano.
El director reflexionó y pareció aceptar el razonamiento de Bennington. El título de médico tenía su peso.
—De todos modos —agregó—, debían de tener un buen motivo para hacer eso. ¿Cuál pudo ser?
Bennington inclinó hacia delante su ancho tórax. Tenía unos puños grandes e imponentes. Aquéllas eran las manos que uno esperaba ver en un albañil, no en un hombre que aspiraba a ser neurocirujano.
—El caso admite más de un planteamiento. Ante todo, desde luego, el evidente. A veces estas explicaciones son las acertadas; nosotros, en esta casa, somos propensos a buscar tres pies al gato. Quizá para los sóviets sea muy importante mantener esos nuevos submarinos suyos, provistos de hélices Toshiba, inmunes a nuestros sistemas de detección y, al descubrir que ella los localizaba… decidieron suprimirla.
—Sí —asintió el Juez—; tiene su lógica. Al fin y al cabo, si no la mataron por la cuestión de los submarinos, ¿por qué lo hicieron?
—Francamente, no lo sé —respondió Bennington—. Sólo puedo hacer conjeturas. ¿Y si pretendieran hacernos abandonar todo el programa de investigación parapsicológica? ¿Y si temieran que pudiéramos descubrir algo que ellos ya saben y tratan de proteger? —Mientras hablaba, Bennington volvía a ver el cuerpo mutilado de Ann Robbins a sus pies, la grotesca imagen del forense escudriñando sus uñas rojas—. ¿Y si les alarmara que ella pudiera conducirnos a descubrimientos que ellos ya conocen y que nosotros aún ignoramos?
—¿Cómo por ejemplo?
Bennington se puso en pie, tensó los músculos un momento apoyándose en las puntas de los pies, y empezó a pasear junto a la mesa de conferencias.
—Sabemos que la Unión Soviética estudia activamente todos los aspectos de la mente humana, ya sea la modalidad ESP que a nosotros nos interesa, o ámbitos más amplios. Su finalidad es desarrollar el medio de controlar o modificar el comportamiento humano a distancia, afectar a distancia a una persona o a un grupo de personas sin que ellos adviertan que son manipulados.
El Juez le escuchaba con la expresión dubitativa del que prueba un plato exótico por primera vez. Era evidente que las perspectivas que exponía Bennington no eran de su agrado.
—¿Realmente lo cree posible?
—Lo que yo crea no importa, pero pienso que sí, que es posible. Lo cierto es que ellos tratan de desarrollar estas facultades. Sus experimentos van por dos caminos. Dedican gran atención al estudio de RF, armas a base de radiofrecuencias, perfectamente controladas, que lanzan rayos de energía electromagnética como un rayo láser enfocado. Su objetivo sería el sistema nervioso y, en especial, el cerebro humano. Sabemos que desde 1985 disponen de armas de radiofrecuencia pequeñas, portátiles, con un radio de acción de un kilómetro. Por otra parte, estudian la «bomba anticerebro», igual que nosotros, por cierto. Se trata de producir cantidades masivas de microondas capaces de adormecer el cerebro de todas las personas que se encuentren en la zona de impacto. Pero de eso se encarga el Pentágono. Lo que interesa a la CIA es averiguar qué es lo que pueden desarrollar para modificar el comportamiento del individuo.
Bennington dejó de pasear y se quedó mirando al Juez.
—Esto lo llevan muy en secreto. Pero sabemos que se concentran en el estudio de la forma en que los campos electromagnéticos de muy baja frecuencia pueden afectar al comportamiento humano.
—¿Pueden?
—Nuestros científicos han dicho siempre que no, que esas frecuencias no pueden afectar a los seres humanos por una simple razón: que sus ondas son a la vez atérmicas y no ionizantes. Por lo tanto, si no hay calor, no hay efecto. Tan simple como dos y dos son cuatro.
El Juez asintió. Bennington no sabía si el gesto indicaba que le había comprendido o denotaba la resistencia del profano a discutir con el científico.
—Pero no es tan sencillo. Cuando la Marina quería plantar sus antenas en Wisconsin y el norte de Michigan, en el proyecto Navegante Intrépido, para hablar con sus submarinos, las buenas gentes de la zona se alborotaron y empezaron a decir: «Oiga, que esto puede provocar el cáncer o algo parecido». —Bennington rió entre dientes—. Entonces, la Marina echó mano de su plantel de científicos bien aleccionados que empezaron a cantar las excelencias del programa. Al oírles te daba la impresión de que, en realidad, aquello era hasta bueno para la salud. Bien, algunos de nuestros científicos menos aleccionados también se han interesado por el proyecto y lo que están descubriendo es muy, pero que muy preocupante. Ahora sabemos que estos campos de muy baja frecuencia pueden afectar las células humanas en una probeta. Créame, si llega a establecerse una inequívoca correlación entre estos campos y el comportamiento humano, tendremos entre manos algo que, en comparación, hará que la desintegración del átomo parezca una niñería.
—Me sorprende no haber leído nada de esto.
El Juez se revolvió nerviosamente en la silla. El tono inquisitorial con que había empezado la reunión había desaparecido.
—No son cosas que el gobierno esté deseoso de pregonar. No queremos armar un revuelo que ponga en peligro nuestra posibilidad de comunicar con nuestros submarinos. —Bennington empezó a pasear otra vez—. La investigación de los rusos sobre los fenómenos psíquicos se basa también en la teoría de que en ellos inciden estas ondas de muy baja frecuencia.
—¿Y eso por qué?
—Por tres razones. Primera, estas ondas son increíblemente largas. Segunda, pueden atravesar cualquier cosa. Penetran en el agua hasta grandes profundidades, por lo que las usamos con nuestros submarinos. También pueden atravesar el hueso del cráneo que protege el cerebro. Tercera y más importante, sabemos que las frecuencias normales a las que funciona el cerebro humano están en el campo de esta frecuencia tan baja. Lo mismo que el cerebro de cualquier animal, mamífero o pez, que hayamos podido estudiar. Los tiburones, las ballenas, ciertos insectos, pueden comunicarse entre sí a distancias y velocidades imposibles para los sentidos normales. No sabemos mucho acerca de cómo lo consiguen: ¿Usarán estos canales de muy baja frecuencia? ¿Es posible que el hombre poseyera la misma facultad antes de desarrollar sistemas sensoriales de comunicación?
—¿… Y que, de vez en cuando, una persona como esa señora de Nueva York, esa vidente, descubra en sí misma esa facultad latente y la utilice?
—Es una teoría.
El Juez se echó a reír.
—Doctor Bennington, nosotros, los viejos abogados de pueblo, tenemos un refrán. —El Juez se pellizcaba la barbilla con lo que Bennington supuso era una actitud jovial—: «Los hechos convencen al jurado; las teorías lo desconciertan».
—Por desgracia, Juez, yo no puedo ayudar al jurado. En ciencia, a diferencia de la justicia, las teorías son con frecuencia lo único que tenemos.
El Juez se levantó y se acercó a uno de los paneles acristalados que dominaban la solemne avenida que conducía a sus oficinas. Permaneció unos segundos mirando por la ventana con gesto taciturno, mientras sus tres subordinados le observaban en respetuoso silencio.
—¿Dice que, de siete veces, tres dio con el submarino? ¿En medio de cientos de miles de millas de agua? Tengo que decirle que no puedo creerlo. Ahí tiene que haber truco. Es francamente increíble.
—Estoy de acuerdo —dijo Bennington—. A mí también me lo parece. Lo mismo que algunas de las cosas que hacía Pat Price.
—Vamos a ver, doctor Bennington, usted tiene más experiencia en estas cosas que cualquier otra persona de la Agencia. Como particular, no como funcionario de la CIA, dígame, ¿usted cree realmente en eso de la clarividencia?
Bennington tensó y después relajó el deltoides como el boxeador que flexiona los hombros mientras espera la llamada del gong. Veinte años atrás, semejante pregunta de un director hubiera hecho sonar todos los timbres de alarma y su mente hubiera empezado a explorar el horizonte, en busca de una posible trampa. Ya no. El disimulo era un arte que había dejado de seducirle.
—Hace treinta años, cuando me metí en esto, era un escéptico y sigo siéndolo, pero desde entonces me he llevado más de una sorpresa que me ha inducido a mantener un criterio abierto. Creo que, efectivamente, algo ocurre que nosotros no podemos comprender ni explicar.
El Juez pareció decepcionado, como si éstas no fueran las palabras que él esperaba oír de la boca de un hombre con la reputación de Bennington. Volvió a cruzar el despacho, se sentó, puso sus zapatos negros encima de la mesa ovalada y lanzó a Bennington la mirada que en la Agencia llamaban de «a que no me convences».
—Bien, pero ¿cómo se explica lo que hacía esa mujer? ¿Cómo diablos pudo señalar la posición de esos submarinos, si es que realmente lo hizo?
Ahora le tocó a Bennington reflexionar un momento.
—Juez, para esa pregunta sólo cabe una respuesta: no tenemos ni puñetera idea. Si quiere teorías, puedo dárselas. Pero ¿explicaciones científicas? La Agencia lleva cuarenta años buscándolas y aún no ha encontrado ninguna.
Bennington levantó los brazos como expresando con su ademán las frustraciones de aquellos años de búsqueda infructuosa.
—Permita que le exponga una pequeña parábola. Supongamos que usted y yo lleváramos un televisor portátil al Amazonas y lo hiciéramos funcionar delante de un puñado de indios que no hubieran salido nunca de la selva. Desde luego, para su sociedad, son personas muy hábiles y despiertas, capaces de cazar y sobrevivir en unas condiciones naturales difíciles. Usted les pide que le expliquen cómo funciona ese televisor. Ellos lo pensarán bien y, probablemente, le contestarán que la caja está llena de gente pequeña. La idea de que el aire que los envuelve está lleno de emanaciones electromagnéticas que no se oyen ni se ven, pero que, al tocar la bolita metálica de la antena son conducidas a unos chips de silicio que las convierte en las imágenes que aparecen en la pantalla, es algo tan incongruente con lo que su entorno social les ha predispuesto a aceptar que no podrán, no ya comprenderlo, sino imaginarlo siquiera.
—O sea que de todo ello debo de sacar en limpio que, cuando de sus fenómenos psíquicos se trata, todos somos un puñado de indios amazónicos, ¿va por ahí?
«Lo que deberías sacar de ello es un poco de humildad —pensó Bennington—. Pero, que yo sepa, la humildad nunca fue el punto fuerte de un director de la CIA».
—La idea de la parábola, creo yo, es que el que nosotros no podamos comprender ni imaginar siquiera un fenómeno no significa que ese fenómeno no exista. Cuantas más cosas averiguamos acerca del mundo físico, mejor comprendemos que no sabemos nada, y lo que no sabemos nos resulta cada día más impresionante. Quiero decir que sabemos que vivimos en un mundo determinado por cuatro dimensiones: tiempo, altura, anchura y longitud, ¿no?
—Así me lo enseñaron.
—Bien, pues algunos de los cerebros más despejados que hoy andan por ahí le dirán que, si lo cree así, es usted como quienes creían que la Tierra era plana. Dicen que vivimos en un universo de seis, siete, diez o sabe Dios cuántas dimensiones. O que ahí fuera tenemos una cuarta o una quinta fuerza. O que Einstein se equivocaba al decir que nada viaja más rápidamente que la luz.
—Es decir, lo que usted sostiene es que si la ciencia moderna admite cosas tan extravagantes como ésas, también hará un lugar a la señora que encuentra submarinos, ¿no?
—Poco más o menos.
—Dígame exactamente qué es lo que hemos descubierto desde que trabajamos en esto.
—Hemos conseguido pruebas de que estas cosas suceden realmente. Creo que no puede haber dudas. Lo que nos vuelve locos es tratar de averiguar el cómo. O hallar la manera de reproducir estos fenómenos sobre una base remotamente convencional. Las mejores de estas personas, y esta mujer era una de ellas, te dejan estupefacto una vez de cada quince o veinte tentativas. Pero todo lo demás es paja. Ahora bien, si algún día lo conseguimos, si podemos dar ese paso, las consecuencias para los servicios de espionaje serán enormes.
El Juez se levantó, dando por terminada la reunión.
—Francamente, no comprendo por qué malgastamos tiempo, efectivos y dinero en todo esto. —Miró a Sprague, director de Ciencia y Tecnología—. Quiero que revisen todos los programas que tenemos en marcha en este campo. Y más les valdrá tener una buena justificación por cada centavo de dinero de los contribuyentes invertido en esto. Usted —dijo a Pozner—, siga adelante con la investigación. Y, doctor —lanzó una mirada a Bennington—, a ver si encuentra una explicación mejor de por qué mataron a su vidente.
—Descuide, Juez —suspiró Bennington levantándose con el envaramiento de un atleta caduco—. No hay de que preocuparse. Si mis descabelladas suposiciones son ciertas, no tardaremos en tener noticias de nuestros amigos del KGB.
MOSCÚ
—«Por mucho que des de comer al lobo, siempre le tirará el bosque».
Ilustrar una discusión con proverbios es para los rusos una tradición tan sólida como escribir haikus en momentos de ansiedad o melancolía lo es para los japoneses. Denota, entre otras cosas, que uno es Kulturny, culto. Por lo tanto, Iván Sergeivich Feodorov, Director General del KGB, se servía de ellos con frecuencia en sus discursos y conversaciones. Así no sólo ponía de manifiesto que era un hombre instruido —que lo era— sino que se distinguía de los que le habían precedido en el cargo.
—Nuestro problema consiste en cómo impedir que nuestro lobo vuelva al bosque.
El «lobo» de su proverbio era la población musulmana de la URSS; el «bosque», el Islam fundamentalista militante que la tentaba desde allende las fronteras meridionales del país. Feodorov formuló su pregunta, con la que él consideraba su más simpática sonrisa, a los ocho hombres reunidos en torno a su mesa. Todos ostentaban el grado de general en el KGB. Muchos eran mayores que Feodorov, representantes de la generación reclutada antes de la revolución de Andropov. Seis eran directores del KGB en las repúblicas musulmanas de la URSS: Azerbaiyán, Turkmenistán, Kazajistán, Uzbekistán, Kirguizia y Tayikistán. Los otros dos eran el director y el director adjunto del Quinto Directorio del KGB, encargados de la represión de disidencias y sofocar el nacionalismo de las etnias del imperio soviético. Feodorov los había convocado en Moscú para estudiar la crisis de las repúblicas musulmanas anunciada por los actos terroristas recogidos en el resumen informativo de tres días antes.
—Romperle las patas al condenado lobo —gruñó Vladimir Viktorovich Pektel, jefe del KGB en Tayikistán—. Eso le quitará las ganas de volver al bosque.
Su sugerencia fue saludada con un coro de risas. Dos de sus colegas en repúblicas vecinas alzaron sus vasos de vodka en señal de aprobación, inequívoca indicación de cuáles eran los sentimientos de la mayoría de hombres reunidos alrededor de la mesa de Feodorov. El Director General los había invitado a cenar en su comedor privado, con el fin de dar un marco informal a la conversación. Escogió un cigarro habano del recipiente que uno de sus camareros había colocado entre las fuentes del banquete.
—Para romper las patas al lobo, Vladimir Viktorovich, necesitaríamos a un Stalin —declaró encendiendo el cigarro y agitó la mano para ahuyentar la nube de humo que florecía alrededor de su cabeza—. Nuestro Secretario General es hombre de grandes cualidades. Pero no es un Stalin.
Un murmullo de risitas burlonas recorrió el comedor, barómetro de la poca consideración que la mayoría de altos funcionarios del KGB tenía por Mijaíl Gorbachov y sus reformas.
Feodorov sonrió a sus subordinados a través del humo del cigarro. En un determinado aspecto, ellos simbolizan el problema que la URSS tenía en sus seis repúblicas musulmanas. Todos eran eslavos. Ninguno de ellos tenía en las venas ni una gota de sangre de alguno de los pueblos soviéticos musulmanes. Sin embargo, eran los policías, los gobernantes —carceleros, dirían algunos cuyas vidas administraban— de la población musulmana de la URSS. Tenías tantas probabilidades de ver una cara no eslava en un despacho del KGB de aquellas repúblicas musulmanas como de encontrar a un musulmán con la yamulka en la cabeza, rezando en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén. Era tan completa la esclavización del KGB en las repúblicas musulmanas que ni las detchurnaias, las vigilantes del KGB, que te entregaban la llave en cada piso de un hotel, eran musulmanas.
Las únicas funciones que los musulmanes desempeñaban en el aparato de seguridad de las repúblicas eran las que sólo un musulmán podía desempeñar: informadores o agentes infiltrados en las organizaciones musulmanas disidentes. Y ésta, como Feodorov había podido comprobar recientemente, no era tarea que cumplieran con gran éxito. No había musulmanes en las fuerzas fronterizas del KGB que patrullaban la inmensa frontera que separaba a los musulmanes de la Unión Soviética de sus correligionarios del Irán, Afganistán, Pakistán y China. El musulmán de más alta graduación del Ejército Rojo era coronel. Los reclutas musulmanes indefectiblemente iban a parar a batallones de intendencia o de infantería tan alejados en lo posible del armamento moderno como pueda estarlo quien tiene que llevar un arma. Las únicas excepciones eran las tropas especiales empleadas por el Ministerio del Interior para mantener el orden público. En estos batallones, los musulmanes servían en las repúblicas bálticas y rusas. Desde luego, podías estar seguro de que, si había que disparar contra rusos, no se lo pensarían dos veces.
—Iván Sergeivich. —El que hablaba era el director del Quinto Directorio, el de más edad de los presentes, un funcionario que durante quince años fue el principal representante del KGB en Uzbekistán, la más populosa de las repúblicas musulmanas. Tenía más de setenta años y era el prototipo de funcionario del KGB de la vieja escuela que Feodorov trataba de desterrar de la organización. Todavía usaba aquellos trajes cruzados, rígidos y mal cortados que llevaba Kruschev, con una americana que se movía como una tienda azotada por el viento cada vez que se encogía de hombros. Años atrás, durante la represión de los años treinta, cuando él dirigía las chekas, un prisionero le arrancó de un mordisco una falange del índice. El mordisco costó la vida al prisionero y le valió al jefe el mote de Cuatro Dedos que ostentaba desde entonces. Ahora, señalando con el muñón a los reunidos, dijo—: ¿Me permite que haga un resumen de la situación tal como la vemos en el Quinto Directorio?
Feodorov dio su permiso moviendo la cabeza afirmativamente.
—Nos enfrentamos a un franco desafío a nuestro gobierno. Esos pueblos se han quitado la máscara. Su lealtad no es hacia Moscú; nunca lo ha sido. No es hacia Marx; nunca lo ha sido. Su lealtad es hacia Mahoma.
—Exacto —corroboró su adjunto—. Esa gente se dice atea. Todos los miembros del Partido, los más relevantes, incluso gente de nuestro Presidium, ¿saben adónde van a parar? —Lanzó una áspera carcajada, demorando momentáneamente la respuesta a su pregunta—. ¡A un cementerio musulmán!
—El problema tiene carácter histórico —afirmó Cuatro Dedos tomando nuevamente la palabra. Tal vez no fuera un intelectual, pero conocía los principios analíticos del socialismo—. Entre la población musulmana nunca hubo ni el menor entusiasmo por la revolución, por el marxismo-leninismo ni por nuestro experimento socialista.
—Pero el ardor revolucionario, así hay que reconocerlo —comentó Feodorov insinuando una sonrisa—, rara vez es inspirado por la punta de un sable o la boca de un fusil. Nuestra revolución fue hecha en Leningrado por rusos europeos e impuesta después a los musulmanes por la fuerza. En 1917, no había ni un solo musulmán a menos de mil kilómetros del Palacio de Invierno.
—Josef Visarionovich dio la respuesta adecuada en los años treinta —dijo Pektel, el jefe del KGB en Tayikistán, aludiendo a Stalin y a la que los musulmanes llamaban Década de Represión (de 1928 a 1939), en que los clérigos, intelectuales, jefes de comunidades y todo el que fuera sospechoso de profesar creencias religiosas u oponerse a Moscú era asesinado o deportado a Siberia. El Islam se reprimió en el sur con el mismo rigor que la religión ortodoxa rusa en el norte. El número de mezquitas activas en las vastas regiones musulmanas pasó de veintiséis mil a menos de quinientas.
—Una de las consecuencias de aquella represión fue que, durante la invasión de Hitler, en 1941, cientos de miles de musulmanes se pasaron a los fascistas, ¿no? —A Feodorov le gustaba desempeñar el papel de abogado del diablo.
—¡Canallas! —tronó Cuatro Dedos.
La deserción en masa de los musulmanes soviéticos al bando de Hitler era uno de los peores puntos de fricción en las relaciones entre Moscú y las repúblicas musulmanas, entre los pueblos rusos del norte y los diferentes pueblos musulmanes del sur. En realidad, ésta era sólo la más reciente manifestación de una ancestral conflictividad entre aquellas dos naciones tan diversas. Rusia era uno de los tres grandes países europeos, junto con España y Grecia, que habían vivido bajo dominación musulmana.
Feodorov lanzó una mirada al mapa que había mandado colocar al lado de la mesa. Tras cuatro décadas de conflicto árabe-israelí, la mayoría tendía a situar el centro de gravedad del mundo islámico en la península de Arabia. Y la mayoría se equivocaba. El centro de gravedad del mundo musulmán estaba dentro de la Unión Soviética, en algún punto de las grandes estepas de Asia, entre Anatolia y las puertas de Sinkiang. Aunque los uzbekos de Uzbekistán y los turcomanos de Tashkent no se indignaran por la triste situación de los palestinos, no por ello eran menos musulmanes.
—La raíz del problema es la glasnost de Mijaíl Sergéyecich Gorbachov —declaró Arkadi Sokolov, representante del KGB en la turbulenta y afligida república de Turkmenistán, lindante con Irán y Afganistán—. Una cosa es permitir que los escritores, artistas e intelectuales de Moscú se expansionen hablando de sus cuitas y otra aflojarles las riendas a los nacionalistas. Ya vieron lo que ocurrió en Estonia y Letonia. Y en Nagorno-Karabaj. Pues eso no es nada, apenas una cerilla en la noche, comparado con la tormenta de fuego que esos musulmanes han desatado sobre nosotros con la libertad de expresión.
—¿Quieren que me presente ante Mijaíl Gorbachov y le diga que haga el favor de olvidarse de su glasnost? ¿Para volver a los días de Breznev en que podíamos arrestar a una persona por mirar con ojos bizcos la tumba de Lenin? —preguntó Feodorov.
Sokolov levantó las manos.
—Quien mea contra el viento se moja —rió—. No nos gustaría que a usted le ocurriera eso, Iván Sergeivich.
El director general del KGB coreó las risas de sus subordinados, simulando sacudirse unas gotas de líquido de su traje de Brioni.
—De todos modos, tiene razón. Esto de la glasnost ha sido un error, un gran error. Y después, desde luego, estuvo la derrota en Afganistán.
—Gracias a Afganistán —repuso Sokolov— ahora cada noche cruza la frontera una ola de veneno, de odio, de propaganda antisoviética. —Se refería a las estaciones de radio clandestinas situadas a lo largo de la frontera afgano-soviética que, instaladas y dirigidas por diferentes grupos de mujaidines, todas las noches incitaban a los musulmanes de la URSS a la violencia y la rebelión, en sus propias lenguas y dialectos, los mismos que hablaban sus hermanos del sur—. Antes de la guerra, el Gobierno afgano no se hubiera atrevido a hacer eso. Ahora esos canallas obran con impunidad, porque saben que no volveremos a enviar al Ejército Rojo.
—¿Y no pueden interferirlas?
—Ya lo intentamos, pero cambian continuamente de emplazamiento.
—Se han convertido en una plaga —agregó el director del KGB en Azerbaiyán—. Sólo en Irán hay dieciocho emisoras que nos atacan en turcomano. Y en todas las lenguas que puedan imaginar. Radio Tabriz, Radio Golden, Radio Urushi. Las emisoras de la CIA en Munich son una nimiedad, comparadas con esa gente.
—Pero las emisiones no son más que el prólogo —dijo Sokolov—. El verdadero problema es el sistema de Jomeini. Cada emisión se graba en casetes que al día siguiente, en el bazar, se reparten como pistachos. Son una plaga de langostas devorando un campo de trigo. Sólo que ellos devoran el cerebro de nuestra gente.
—Los ciudadanos de mi república nunca prestaron atención a las fiestas musulmanas —dijo el jefe de Azerbaiyán—. No sabían lo que había que hacer, ni cómo ayunar, ni sacrificar los corderos. Pero todo eso ha cambiado ya. Este año, gracias a las condenadas emisoras de radio, la mitad de la república, ¿qué les parece?, la mitad de nuestra población, ¡observó el ayuno del Ramadán! Y en Bairam sacrificaron millones de corderos, exactamente de la forma en que las escuchas les indicaban.
—¿El cincuenta por ciento de la población observó el ayuno? —Era una estadística que Feodorov ignoraba, quizá porque nadie había querido comunicársela—. ¿En qué están convirtiéndose ahí abajo? ¿En Arabia Saudí?
Su subordinado hizo una mueca y prosiguió:
—Saben muy bien lo que se hacen. Dirigen las emisiones a los jóvenes porque, nos guste o no, entre la juventud existe un apetito tremendo de esta clase de información. Nosotros tenemos que llevarlos a rastras a las asociaciones de Jóvenes Pioneros y al Komsomol, pero se pasan horas y horas cada día empapándose de tonterías sobre la gloria del Islam, los grandes guerreros musulmanes y todas las batallas que ganaron por Alá. Lo cual, naturalmente, es como decirles que pueden derrotar al Ejército Rojo.
—Iván Sergeivich. —Cuatro Dedos se impacientaba con las exposiciones minuciosas—. ¿A quién le importa una mierda que los mullahs digan a la gente cómo tienen que matar los corderos? Lo que esas radios predican noche tras noche es la violencia y la Jihad. «Los rusos son colonialistas. Colonialistas occidentales que os explotan. El marxismo y el comunismo son doctrinas extranjeras, extrañas, que ellos tratan de imponeros. Nosotros somos hermanos panislámicos. Expulsad a los rusos a sangre y fuego». Eso es lo que predican esos canallas y no cómo rezar las oraciones antes de acostarse.
»Y esto no es más que el principio. —Aún no acababa de desahogar su indignación—. Debemos añadir el hecho desastroso de que hemos permitido que nuestras fronteras con Afganistán e Irán sean un colador. Todas las noches cientos de personas las cruzan clandestinamente en uno y otro sentido. Panfletos, folletos, coranes y casetes nos inundan. Sabemos que los panfletos que se imprimen en Kabul, dos semanas después están en Samarkanda. Los hemos cronometrado.
—En los dos últimos meses, he expulsado a siete altos funcionarios de las fuerzas de seguridad fronterizas —dijo Feodorov con irritación—. ¿No han observado ninguna mejora en la situación?
—Ninguna.
—Pues expulsaré a otros setenta, hasta que encuentre a alguien que pueda controlar la situación.
—Iván Sergeivich —apuntó el delegado en Azerbaiyán—, lo malo es que la gente de uno y otro lado de la frontera ha decidido que son hermanos. Todos están involucrados en ese tráfico. Ellos guían a los que quieren cruzar la frontera a los puntos en los que saben que nuestras patrullas son escasas.
»Los esconden, les dan falsas tarjetas de identidad. Todos se parecen, hablan la misma lengua, es imposible distinguirlos. Si hay que mantener la frontera cerrada, se necesita una barrera electrificada, un campo de minas, algo como el muro de Berlín.
—¡Fantástico! —exclamó Feodorov—. ¿Imaginan cómo se ensañarían nuestros enemigos occidentales? ¡Tres mil kilómetros de frontera electrificada y minada para celebrar la glasnost!
—La frontera y esas malditas emisoras son problemas terribles, desde luego —gruñó Cuatro Dedos agitando el muñón del índice frente a los reunidos—, pero todavía no hemos llegado al meollo de este maldito berenjenal: esas hermandades sufíes. Ésa es la gente que hay detrás de las bombas y los asesinatos. —Un murmullo de asentimiento apoyó sus palabras—. Ellos dicen que siguen su tariga, su camino hacia Dios —prosiguió recalcando las sílabas con desdén—. Créanme, ese camino no les lleva a Dios. Les lleva a la revolución. Son unos reaccionarios fanáticos antisoviéticos y antisocialistas. Su único objetivo es la destrucción de nuestro sistema socialista. Son más disciplinados que el Partido, guardan el secreto mejor que el Partido.
»¿Cuántos de ustedes han conseguido, siquiera una vez, infiltrarse en una célula sufí de sus repúblicas? ¿O conseguir a un informador sufí? —preguntó Cuatro Dedos a los generales reunidos en torno a la mesa.
Miró con ojos llameantes a cada uno de los funcionarios del KGB. La única respuesta obtenida fue un violento silencio.
—Lo cierto es que son ellos los que se infiltran —reconoció Sokolov—. Están en la administración, en la policía, entre la jerarquía del Partido. Sospecho que podemos tenerlos incluso en nuestros órganos.
—¿En cuánto estiman su número? —preguntó Feodorov.
—Eso es algo que sólo podemos suponer —repuso Sokolov—. Uno no se une a los sufíes. El reclutamiento se hace de maestro a discípulo. Tienen que invitarte. Ésta es una de las razones por las que nos ha sido imposible infiltrarnos como nos infiltramos entre los judíos y otros grupos disidentes. Yo diría que suman por lo menos un cuarto de millón, quizá más.
—Pero es la calidad, es el secreto de las hermandades lo que cuenta, Iván Sergeivich —terció Cuatro Dedos—. Se ven a sí mismos como pequeños revolucionarios al estilo bolchevique. Están en todas partes y en ninguna. Podemos ver sus manos pero no sus caras. Si tuviéramos una idea de quiénes son sus jefes, podríamos hacerles una visita a medianoche y obsequiarles con un viaje a climas más fríos. Su propósito es desestabilizar el Asia central y cada mes que pasa están más cerca de conseguirlo. Ahora, con esta campaña terrorista, han salido a campo abierto. Es una sublevación contra nuestra autoridad y nada más.
—¿Y qué proponen que hagamos? —preguntó Feodorov al jefe de su Quinto Directorio.
—Organizar una provocación. En Tayikistán. Allí la salutación es peor porque la frontera con Afganistán está muy cerca. Utilizarlo de pretexto para enviar al Ejército Rojo. Aplastar esta peste con lo único que los musulmanes entienden; la fuerza.
—¿Aplastar a quién? —preguntó Feodorov. Su tono era suave y deliberadamente plácido—. ¿Cómo? Acaba usted de reconocer que no tenemos idea de quién es esa gente.
El jefe del Quinto Directorio guardó silencio. La pregunta de Feodorov dejaba traslucir unos escrúpulos en el empleo de la fuerza represiva que Cuatro Dedos no estaba acostumbrado a observar en los directores generales del KGB.
—La primera regla del terrorismo es provocar una reacción exagerada en la autoridad contra la que está dirigido tal terrorismo, ¿no? —prosiguió Feodorov—. Ello genera simpatía hacia los terroristas. Con la reacción exagerada los justificas.
Los ocho funcionarios sentados alrededor de la mesa miraban a su Director General en silencio. No cuestionaban la validez del axioma. Sencillamente, nunca se les había ocurrido que pudiera aplicarse a sus propios problemas internos.
—Con esta glasnost del Secretario General, tendríamos en Tayikistán a tantos reporteros de televisión como soldados, preguntando a unos y a otros si duele mucho recibir un palo en la cabeza. El mundo nos compararía a los sudafricanos y los israelíes, lo cual no creo que complaciera extraordinariamente a nuestro Secretario General.
—Pues, si no, volvemos a enviar al ejército a Afganistán —bramó Cuatro Dedos, golpeando la mesa con la palma de la mano—. Arrasamos los pueblos desde los que emiten las radios. No dejamos piedra sobre piedra. Eso les hará cerrar la boca.
—Después de su última visita a Afganistán, amigo mío, cuesta trabajo convencer a nuestros generales para que organicen un desfile ante los musulmanes de Tashkent o de Alma Atá; imagino cuál sería su reacción si se les pidiera volver a un país que están deseando olvidar. Es urgente actuar, en eso estoy de acuerdo con ustedes. —Feodorov, con gesto pensativo, dio una chupada al cigarro, haciendo una pausa antes de imprimir un nuevo giro a la conversación—. La solución tiene que venir por una vía nueva, por un medio sutil. A poder ser, algo desconocido. Dígame, Yuri Vassilievich —preguntó Feodorov al jefe del KGB en Kazajistán—, ¿qué se piensa en su república de los americanos?
—¡Los americanos! —estalló Cuatro Dedos—. ¿Qué diablos tienen que ver los americanos con este fregado?
Feodorov hizo como si no le hubiera oído y no apartó la mirada del jefe de Kazajistán. Éste se encogió de hombros.
—La verdad es que los kazakos parecen sentir cierta simpatía hacia los americanos. En 1986, durante los disturbios de Alma Atá, los comunistas kazajos atacaban a los rusos en la calle, imaginen, miembros del partido pegando a rusos y gritando: «Rusos fuera. Los americanos están con nosotros».
—Justo —dijo Feodorov—. Esos musulmanes prefieren el diablo desconocido al diablo conocido. Y no ignoran que los americanos ayudaron a los mujaidines de Afganistán, ¿verdad?
Hubo en la mesa un murmullo de asentimiento.
—Pero ¿y cuando la Marina de Estados Unidos derribó el Airbus iraní en el golfo Pérsico?
Todos los presentes se agitaron. Tres empezaron a responder al mismo tiempo.
—Estaban indignados, furiosos —dijo el jefe del KGB en Kazajistán.
—Fue lo peor que podían hacer los americanos —agregó Sokolov de Turkmenistán—. La gente no podía creerlo.
Feodorov se sirvió un gran vaso de vodka de una botella que estaba metida en hielo en un cubo a su lado. En esta ocasión, no propuso un brindis a sus subordinados antes de beber la mitad de un trago. Quería combustible para sus pensamientos, no camaradería.
—O, desde nuestro punto de vista, era lo mejor que podían hacer los americanos, ¿no? Pero, cuando bombardearon Libia, nadie se inmutó, si no me equivoco.
—Nadie —convino Sokolov—. Trípoli queda muy lejos de Tashkent. Además, nuestros musulmanes desprecian a los árabes. Ellos consideran que sus verdaderos hermanos son los turcos, los iraníes, los afganos, los pakistaníes y los chinos de Sinkiang.
—Es decir, que si tocamos a alguno de ellos, si se ataca con violencia a alguna de estas naciones, los americanos perderían amigos rápidamente —prosiguió Feodorov.
—Exacto —dijo Sokolov—. Existe un auténtico sentimiento de solidaridad entre esa gente. Ofendes a uno y los ofendes a todos. Matas a uno y te haces cien enemigos.
El resto de los presentes corroboraron rápidamente sus palabras.
—Supongamos que lo que hacen los americanos es tan abominable, tan atroz que podemos calificarlos de racistas antimusulmanes y erigirnos en la única superpotencia con la que los musulmanes pueden contar, el único amigo verdadero del mundo musulmán. ¿Recuerdan lo orgullosos que se sintieron nuestros musulmanes, en 1956, durante la guerra del canal de Suez, cuando Kruschev amenazó a franceses e ingleses con cohetes? ¿Y si los americanos hicieran algo que nos permitiera reavivar aquellos sentimientos? ¿Calmaría ello esta erupción de disidencia en nuestras repúblicas musulmanas?
—Yo creo que dependería de cuál fuera la acción de los americanos —respondió Sokolov—. Si fuera grave, sí, creo que influiría. No modificaría sus aspiraciones a largo plazo, pero ciertamente influiría en la situación que ahora tenemos planteada. Es posible.
—Me gustaría que nos explicara adonde quiere ir a parar con eso de los americanos —gruñó Cuatro Dedos—. No veo qué tienen ellos que ver con esto.
—Yo trato de hallar la manera de conseguir que los americanos hagan por nosotros lo que el ejército no quiere, o no puede, hacer. Salvar a nuestro secretario general de algunas de las tristes consecuencias de su política de glasnost.
—Bien, Iván Sergeivich —la voz del viejo chekista era como un órgano con el fuelle bien alimentado por el vodka y el tabaco—, usted es un joven inteligente. Siempre lo fue. No puedo adivinar qué es lo que planea. Pero deje que le diga una cosa: en esas repúblicas vamos a tener una explosión. Puede ser mañana, puede ser pasado mañana, puede ser el otro. Pero, a menos que haga usted algo y lo haga pronto, habrá explosión, tan seguro como que un toro en celo la mete en el primer agujero que encuentra. —Cuatro Dedos hizo una mueca y agregó—: Es uno de mis proverbios, Iván Sergeivich.
MOSCÚ
El ayudante de Iván Sergeivich Feodorov, un comandante del KGB de unos treinta y cinco años, puso tres carpetas azul celeste del KGB encima de la mesa de su jefe. Todas llevaban la etiqueta «OV» (Ovosso boi Vzhosti) «Tratamiento especial» y la clasificación complementaria «Sigma Roja». Ello significaba que, una vez aquellos tres textos, ejemplares únicos del documento, hubieran sido marcados por Feodorov y enviados al Registro Central, sólo el director general del KGB podía autorizar personalmente su salida. Contenían el material que Feodorov había estado esperando ansiosamente toda la tarde, el recién terminado perfil psicológico y el estudio de personalidad del nuevo presidente de Estados Unidos.
—¿Ha venido el doctor? —preguntó Feodorov.
—Sí.
—Que espere mientras leo esto.
Feodorov abrió el informe. Sabía que los servicios de espionaje occidentales estaban convencidos de que el KGB desdeñaba servirse de estudios psicológicos o psicoanalíticos. Ellos lo atribuían, erróneamente, a la aversión de los rusos hacia las teorías psicoanalistas freudianas. A Feodorov siempre le había parecido curioso que pensaran tal cosa, teniendo en cuenta que conocían el gran interés del KGB por el estudio del funcionamiento del cerebro y los fenómenos paranormales. De todos modos, ésta era una ignorancia occidental que él pensaba alimentar. Ello explicaba que estos documentos hubieran sido clasificados de máximo secreto. Era conveniente que Occidente ignorara que el KGB había introducido la psicología en su arsenal, se decía Feodorov.
Naturalmente, ello se debía a su conocimiento de la eficacia con que la CIA había utilizado perfiles psicológicos para guiar a John F. Kennedy en su enfrentamiento con Nikita Kruschev con motivo de la crisis de los misiles cubanos y, más adelante, en sus relaciones con el quisquilloso presidente de la República Francesa, Charles de Gaulle. La Agencia los había utilizado también con resultados francamente satisfactorios para detectar a posibles tránsfugas de las filas del propio KGB.
Fue Andropov quien desterró las limitaciones del dogma marxista y ordenó al KGB que confeccionara perfiles psicológicos de las figuras clave de la política internacional. Los perfiles que la organización trazó de Jimmy Carter y de Ronald Reagan proporcionaron a los dirigentes soviéticos un valioso conocimiento de cuál podría ser la conducta de cada uno de ellos en una crisis. La indecisa actuación de Carter en el asunto de los rehenes de la embajada americana en Teherán había sido prevista en su perfil. En Reagan, los psicólogos habían detectado, bajo la imagen pública del Presidente, a un hombre que sería extraordinariamente cauto en el empleo de la fuerza, a no ser que pudiera estar seguro de un triunfo inmediato y aplastante.
Ahora, por fin, Feodorov tenía en sus manos el estudio del nuevo presidente de Estados Unidos. Inmediatamente después de las conversaciones celebradas en verano de 1988, en las que cada partido había nombrado a su candidato, se decidió hacer un estudio de los dos hombres designados. La rezidentura, la delegación del KGB en Washington, había acudido a todos los bancos de datos de Estados Unidos, acumulando páginas y páginas de información de ordenadores que contenían prácticamente todo lo que se había escrito acerca de cada candidato.
Todo el material fue entregado a una serie de psicólogos de Moscú que lo desmenuzaron, estudiaron y analizaron desarrollando una larga serie de cuestionarios que se enviaron a las rezidenturas en Washington y a Naciones Unidas. Entonces se encargó a docenas de agentes del KGB que entrevistaran a personas que hubieran conocido a cada uno de los candidatos: antiguos maestros, primeras novias, compañeros del servicio militar, amigos de juventud. Para ello habían utilizado varios subterfugios, el más satisfactorio de los cuales, según observaba Feodorov con regocijo, era el del agente del FBI que hacía una investigación del pasado del Presidente por motivos de seguridad, quien podía sonsacar a un incauto ciudadano americano utilizando un inglés impecable y una falsa identificación del FBI.
Feodorov cogió los papeles y empezó a leer. Eran poco más de veinte páginas de texto, con apéndices y un anexo de material obtenido una vez acabado el informe. Como solía hacer con documentos de semejante importancia, Feodorov leía despacio, retrocediendo a los puntos clave dos o tres veces, hasta estar seguro de haber comprendido y asimilado la idea.
Aquel día hizo su lectura con especial esmero. Si se decidía a poner en práctica el plan que empezaba a perfilarse en su cabeza para conjurar el peligro de revolución en las repúblicas musulmanas de la URSS, tenía que hallar en estas páginas un punto vulnerable a través del cual pudiese atacar al Presidente.
Cuando hubo terminado la lectura, se irguió y se frotó los ojos. En el informe había encontrado precisamente lo que, en su calidad de psicólogo del comportamiento, sospechaba que hallaría. Existía en el carácter de este Presidente una violencia rigurosamente controlada, pero una capacidad de indignación muy real. No era de los que gritaban, dan portazos o descargan puñetazos en la mesa, pero tenía genio. Su cólera era controlada y discriminatoria. Era un dato muy satisfactorio.
Además, la psicología del comportamiento postulaba que el individuo no «posee» su propia identidad. Ésta pertenece al entorno que ha producido al individuo. En el entorno del Presidente había dos elementos que saltaban a la vista. Uno ya lo sospechaba. El otro era una sorpresa.
El primero se refería a las relaciones del Presidente con su padre. La mitología popular de la prensa americana decía que el Presidente adoraba a su distinguido padre, el típico patricio de Nueva Inglaterra.
Falso. El padre era un hombre despótico que no consentía la menor discusión de su autoridad. Las relaciones entre padre e hijo fueron tempestuosas y, con frecuencia, frías. El padre era corpulento, con el cuerpo endurecido por años de la práctica de boxeo como aficionado. Nadie le intimidó nunca físicamente y él no vaciló en utilizar su fuerza para imponer disciplina a sus hijos.
Pero fue la segunda revelación la que más llamó la atención de Feodorov. Durante algún tiempo, el padre fue alcohólico. Esto era un secreto de familia. Durante sus borracheras, concentraba su furor, no en su esposa ni en sus hijos varones, sino en su hija, ahora concertista de piano, dos años mayor que el Presidente. De niño, el Presidente adoraba a su hermana más que a nadie en el mundo. Desde los seis años hasta la adolescencia, ella fue su mejor amiga, su confidente, su única consejera.
Pero, de niño, semana tras semana, tenía que presenciar cómo su padre, borracho, maltrataba a su querida hermana, sin poder hacer nada más que gritar de rabia. Cuántas veces, durante aquellos tristes años de su infancia, según confió después a un amigo de la universidad, se había dormido llorando por no poder defender a su hermana de las iras del padre borracho. No se necesita ser doctor en psicología behaviorista por la Universidad de Kiev para adivinar el rescoldo que semejante experiencia deja en la psiquis de un individuo.
Feodorov llamó a su secretaria por el interfono.
—Que pase el doctor —ordenó.
El doctor era el profesor Lev Timocheyev, autor del informe. Era judío, uno de los pocos que empleaba el KGB, pero no existía la menor duda acerca de su lealtad. Era comunista de tercera generación. Su templo estaba a menos de un kilómetro de la plaza Dzerzinski, detrás de las murallas del Kremlin.
Feodorov le felicitó por el informe mientras el recién llegado se sentaba en la silla situada delante del escritorio.
—Me gustaría repasar varias cosas con usted —agregó.
El profesor inclinó la cabeza respetuosamente. Era un hombre delgado, de cincuenta y tantos años, tez pálida y pelo escaso y gris apuntando en todas direcciones.
—¿Cómo cree usted que la ira de este hombre se manifestaría en una crisis? ¿En un momento de súbita y violenta tensión?
El profesor miró un momento sus dedos largos y huesudos.
—Lo que tenemos aquí es un individuo egocéntrico y ambicioso. Ha utilizado ese egocentrismo y ambición de un modo constructivo, con buenos resultados. Luchó por abrirse camino hasta la Casa Blanca con perseverancia y firmeza. Es decir, en una crisis, este hombre se dejará llevar por sus propias reacciones, por sus instintos. Ostensiblemente, consultará con sus consejeros, pero escuchará su propia voz, no la de ellos.
Feodorov, con una sonrisa, instó al profesor a continuar.
—Yo diría también que es un tipo que se rige por la lógica y que, una vez toma una decisión, se consolida como el hormigón. No es muy partidario del compromiso, a pesar de que durante su campaña trató de dar imagen de gran pragmático.
Feodorov reflexionó unos momentos sobre sus propias palabras y, luego, volvió varias páginas del informe hasta encontrar el párrafo que buscaba.
—Eso de que el padre pegara siempre a la hermana cuando estaba borracho…
—Devastador —comentó el profesor—. El mayor trauma de su vida.
—¿En qué medida cree que puede afectarle ahora?
—En una medida muy considerable. Aquella experiencia ha determinado una mentalidad severa y vindicativa. La mano vengadora de Dios. Se observa en toda su carrera. Uno de sus subordinados comete el menor desliz, es arrestado por conducir en estado de embriaguez o hurta cien dólares de la caja, y él lo crucifica. Sin compasión. Cuando descubre a alguien que, en su opinión, merece ser castigado, carga la mano. Esa agresividad acumulada y reprimida se desborda.
«El retrato del hombre que necesito», pensó Feodorov.
—Cuando era niño y su padre pegaba a la hermana, él deseaba desafiar a su padre, ¿no es verdad? —preguntó Feodorov—. Pero, físicamente, no podía. Tenía que tragarse la ira. Ahora está en una situación en la que dispone de un poder prácticamente ilimitado para desahogar esa rabia, ¿cree que lo utilizaría?
—Quizás. Está claro que es un hombre que reprime una gran capacidad para una conducta exageradamente agresiva. Ha aprendido formas satisfactorias de sublimar sus impulsos agresivos. No hay más que ver cómo corre, cómo juega al tenis. Una violenta actividad física puede contribuir a sublimar la agresividad. Eisenhower era un hombre irascible. Por ello, estaba siempre en el campo de golf, descargando su furor en una pelotita. Se puede suponer que este hombre reprime su tendencia al comportamiento agresivo. No se trata de si tiene o no tiene agresividad. Se trata de averiguar cómo hacer que se manifieste.
Feodorov se levantó y se acercó a las altas ventanas que daban a la plaza Dzerzinski. Ahí estaba el quid: ¿cómo hacer que se manifestase?
Evidentemente, la oportunidad existía. El esquema psicológico era inmejorable. Cogió el informe y hojeó los apéndices y anexos. Durante unos momentos, miró torvamente al profesor. No era una persona escuálida la que Feodorov veía sentada ante él. Era la imagen del presidente de Estados Unidos, airosa y confiada.
—Un trabajo excelente —dijo—. Mejor, si cabe, que sus estudios sobre Carter y Reagan. Se lo llevaré personalmente al Secretario General, y procuraré que sepa a quién se deben los elogios.
A primera hora de la tarde del día siguiente, el largo Zil negro de Iván Sergeivich Feodorov, prácticamente un calco de los espaciosos Cadillacs que en Nueva York y Beverly Hills transportan a las estrellas de rock, avanzaba por el carril verde de Ulianovskaia Ulitza a ciento cincuenta kilómetros por hora. El coche era un exponente más del matrimonio entre el poder y el privilegio existente en la URSS. Era uno de la veintena de vehículos similares que existen en la Unión Soviética, cada uno fabricado a mano, cada uno reservado para su uso exclusivo por un miembro del Politburó o un muy alto funcionario.
Arrellanado en el asiento de piel de la parte trasera del coche, el director general del KGB miraba, a través de los cristales antibalas a los milicianos de uniforme gris que saludaban a su paso con los pajalsta (bastones de «por favor») blancos y relucientes que utilizaban para controlar el tráfico. Desde luego, no era un trabajo muy pesado en Moscú. Los rusos muy raramente cuestionan la autoridad. Feodorov pensaba que sólo puedes encontrar a dos clases de personas esperando pacientemente en una esquina a que la luz verde dé permiso para cruzar la calzada: rusos y alemanes.
Aquella tarde Feodorov se dirigía a una localidad situada a unos cuarenta kilómetros del Kremlin, llamada Zukovsky, en honor del héroe que fuera artífice de la victoria de la URSS en la Segunda Guerra Mundial. Era una de las varias ciudades satélite que rodeaban la capital, relativamente cerca del centro de Moscú, pero más allá del límite de los cuarenta kilómetros del que no pueden pasar los turistas. Allí se encontraba el Instituto de Pruebas de Aeronáutica, varios institutos del ejército, y desde hacía tres años, la institución cuya creación era el mayor orgullo de Feodorov, realizada antes de asumir la jefatura del KGB; el Instituto para el Estudio de la Neurofisiología Humana. En las distintas dependencias del Instituto, que abarcaban una extensión de noventa y cuatro hectáreas, Feodorov había reunido, bajo una dirección central, todas las instalaciones clave de la URSS para la investigación de la mente y el cerebro. Allí estaban los mejores científicos del Instituto del Cerebro de Leningrado, el Instituto Serbsky para Psiquiatría Forense de Moscú, en el que habían sido recluidos una generación de disidentes soviéticos y los Laboratorios de Investigación Parapsicológica de Novosibirsk. En el recinto había también un centro psiquiátrico para los afectados de locura criminal, cuyos internos proporcionaban a los científicos e investigadores del instituto de Feodorov los conejillos de Indias que necesitaban para sus experimentos. Para el equipamiento del instituto, los proyectistas de Feodorov habían tenido acceso a fondos prácticamente ilimitados. Por lo tanto, no existía aparato ni instrumento médico para el estudio del cerebro que no pudiera encontrarse allí.
Pero la posesión más importante del Instituto no era una maravilla de la tecnología médica sino un ser humano, la persona que lo dirigía, el coronel X. P. Cherbatov. Era miembro de la presidencia de la Academia Soviética de Ciencias Médicas, poseía la Orden de Lenin y la Estrella de Oro de Héroe del Trabajo Socialista y era la mayor eminencia en el estudio del cerebro humano de la URSS y, según Feodorov, del mundo.
Pero, aunque resulte sorprendente, el coronel doctor era una mujer, una mujer de cuarenta y dos años extraordinariamente atractiva, llamada Xenia Petrovna. Cuando una rusa es hermosa, pensaba Feodorov —que, al trabajar para el KGB, había recorrido casi todo el mundo—, son las más hermosas del planeta. Y la doctora coronel no es que se incluyese en esta categoría sino que la encabezaba.
Ahora bien, su belleza no era herencia de obreros y campesinos, realzada por las delicias del socialismo estatal. La doctora coronel descendía de lo más selecto de la aristocracia zarista. Su abuelo fue el segundo hijo del príncipe Nikolai Cherbatov, vástago de una familia de Kiev propietaria de inmensas tierras. Era también el más brillante neurólogo de su generación en Rusia, contemporáneo y colega del gran Pávlov. Era un intelectual que se rebelaba tanto contra la privilegiada existencia de su familia como contra la sociedad zarista y fue uno de los primeros y más entusiastas adeptos de la revolución bolchevique. Mientras el resto de su familia huía a Turquía con la gran duquesa Tatiana, él se quedó en su país, para ofrecer su talento a la Nueva Rusia. Su recompensa fue un instituto en Kiev, en el que continuar su trabajo, un cargo en la dirección de la Academia de Ciencias Médicas y, a su muerte, acaecida en 1929, un entierro oficial al que Stalin envió a un representante personal.
El padre de la doctora coronel continuó la tradición familiar y se hizo neurocirujano. Entre 1942 y 1945 fue el primer cirujano del cerebro del Ejército Rojo, y miles de soldados soviéticos debían la vida a sus hábiles dedos y a sus noches en vela. Agotado por aquellos tres años, murió poco después del nacimiento de Xenia Petrovna. Ella decidió seguir los pasos de su padre y de su abuelo. A los diecinueve años, se licenció por la Facultad de Medicina de Moscú, terminó su período de interna a los veintiuno y a los treinta ya dirigía el instituto de su abuelo para el Estudio del Cerebro Humano de Kiev, una hazaña prácticamente inaudita en la URSS.
Brillante, inflexible, temperamental. Éstos eran los tres rasgos que Feodorov atribuía sin dudar a su coronel doctor. En un campo dominado de modo aplastante por los hombres, su inteligencia la hacía destacar entre sus colegas. Feodorov solía pensar que era una lástima que durante la última década sus investigaciones hubieran estado bajo control estricto del KGB, lo cual le impedía conseguir el reconocimiento internacional que merecía.
En cuanto a su temperamento, era eslava hasta el fondo del alma. Que el ansia eslava de excesos emocionales era un ingrediente esencial de su personalidad podían atestiguarlo tres maridos y declaraciones de amantes que llenaban varias páginas de su expediente del KGB. Evidentemente, la vida al lado de la doctora coronel era una montaña rusa sentimental, una violenta zarabanda en la que la euforia vertiginosa se alternaba con una desesperación no menos brutal. Feodorov habría jurado que Xenia Petrovna era una de esas rusas que se embarcan en una aventura amorosa tanto por la previsible tristeza del fin del idilio como por el éxtasis de su comienzo.
En aquel momento, no obstante, era la incuestionable inteligencia de la doctora coronel lo que preocupaba a Feodorov. Por vigésima vez en las setenta y dos últimas horas sacó su reciente memorándum. Sus tres hojas mecanografiadas habían sido la sentencia de muerte de la vidente de Nueva York. No obstante, aquello ya no interesaba a Feodorov. Lo que le excitaba era la primicia, inherente en aquellos párrafos, de que el grial que la ciencia soviética del cerebro había buscado durante tanto tiempo, y que a tantos científicos de talento había eludido, como modificar el comportamiento humano por control remoto, podía estar a su alcance.
Una vez más, buscó el pasaje que le intrigaba: «El trabajo que realizamos en la URSS con videntes supera indiscutiblemente en cantidad y calidad, a las investigaciones que han hecho los americanos. Se ha demostrado de forma concluyente que los videntes, por dotados que estén, no pueden realizar tareas tales como localizar submarinos con la fiabilidad exigida para justificar su utilización en tareas militares y de espionaje. Ningún vidente ha demostrado poseer esta capacidad.
»La oportunidad que esta mujer representa para la CIA y el peligro que supone para nosotros no estriba en su trabajo con submarinos sino en el uso que la CIA pueda hacer de ella. Es de suponer que el objetivo de la CIA es el mismo que nos ha guiado a nosotros en nuestro trabajo con videntes: averiguar cómo y por qué se producen los fenómenos psíquicos. Este trabajo sólo puede realizarse con la colaboración de una persona superdotada, como parece ser esta mujer.
»Como usted sabe, nuestra labor de investigación de los fenómenos psíquicos está basada en la suposición de que estos fenómenos, de algún modo, se desencadenan o posibilitan a través de ondas electromagnéticas de muy baja frecuencia CHBF. Esta hipótesis es resultado de la evidencia extraída en 1976 de los estudios realizados sobre nuestros submarinos en el Centro de Comunicaciones Submarinas de Gomel, en el que el personal expuesto a estas ondas fue sometido a tensión, irritabilidad y otras diversas afecciones nerviosas. Aquellos estudios determinaron de forma taxativa que las ondas MBF afectan tanto al organismo humano como al sistema nervioso central.
»Nuestros científicos emprendieron entonces un programa de investigación de mayor envergadura para estudiar la posibilidad de que en estos campos se encontrara la explicación de los fenómenos psíquicos. Hasta el momento, no han podido demostrar que estas ondas puedan influir directamente en los procesos de pensamiento del cerebro. Ahora bien, lo que se ha descubierto es que, por el contrario, las ondas de muy baja frecuencia pueden influir, y realmente influyen, en el funcionamiento de la mente humana. Mediante el empleo de ciertos campos de amplitud modulada, nuestros investigadores han descubierto que es posible saltarse el mecanismo sensorial normal de algunos de los órganos cerebrales e influir directamente en el cerebro.
»La trascendencia de este descubrimiento es importantísima. Pone a nuestro alcance la meta que nos habíamos fijado desde hace tiempo: hallar la forma de influir en el comportamiento humano a distancia, por control remoto. Sería trágico que la CIA, trabajando con esta vidente sobre la misma base, se pusiera a nuestra altura».
Feodorov dobló el memorándum y miró a través del cristal ahumado del coche. Habían dejado atrás las calles de Moscú y, en la capital, los suburbios acaban en seguida. La transición de paisaje urbano a rural se daba con la misma brusquedad que una puesta de sol tropical. Cada vez que hacía este viaje, Feodorov se admiraba de la inmutabilidad del paisaje ruso, de lo impenetrable que el campo había sido al sueño del cambio socialista. Aquellas casas de madera, aquellas caras taciturnas y grises, aquellos pueblos, hundidos todavía en el barro, parecían salidos de las páginas de Tolstói. Él adoraba aquello. Éstas imágenes estremecían su sentimental alma eslava: los bosquecillos de esbeltos abedules, los abetos en su mayestática soledad, aquel paisaje ondulado que se extendía hasta perderse de vista en su melancólica inmensidad. En momentos como aquél, sólo había para Feodorov una realidad duradera: Rusia, Rodina, la patria y el imperio que era su servidor y su salvaguarda. Y por eso aquella tarde se dirigía a Zukovsky: a buscar la forma de salvar aquel imperio por lo menos de una de las amenazas que lo acechaban.
La doctora coronel Xenia Petrovna Cherbatov lo esperaba en la entrada principal del Instituto. «Esta mujer puede ponerse la prenda más sencilla, una bata blanca de laboratorio, y hacer que parezca una modelo de París», pensó Iván Sergeivich Feodorov. Él la seguía por el reluciente corredor del edificio, observándola con una atención que, normalmente, el director general del KGB reservaba a temas de otra índole.
El leve crujido de la tela almidonada de la bata, la forma, austera y sugestiva a la vez, en que ceñía sus caderas, eran una provocación. La doctora coronel era muy alta para ser rusa, atributo que ella había querido subrayar aquella tarde con unos zapatos negros de tacón alto. Una mirada bastó a Feodorov para comprender una cosa: no eran rusos. Sin duda, un regalo que le habría traído de Occidente alguno de sus amantes. La figura que sustentaban era esbelta, llena y musculosa; la clase de cuerpo que en Oriente poseen muchas mujeres de su edad pero que era muy raro en la Unión Soviética.
Xenia Petrovna tenía unos ojos verde pálido con reflejos dorados. Eran ligeramente rasgados, revelando que uno de sus antepasados Cherbatov debió de hacer una estancia larga y fructífera en Occidente. Sus altos pómulos eran tan eslavos como su vivo genio. Sus labios se curvaban con sensual esplendor sobre una boca amplia. Esta tarde, en atención a las normas de higiene del centro, llevaba el pelo recogido en un moño en la nuca. Con sólo tirar de unas cuantas horquillas y sacudir la cabeza, el pelo caería en ondas rubio ceniza hasta el cuello de la bata.
Xenia Petrovna lo precedió hasta la sala de conferencias principal del Instituto, una habitación fría proyectada y decorada por un equipo de diseñadores finlandeses cuyo trabajo era muy admirado en las altas esferas de la URSS. Las botellas de agua mineral sulfurosa colocadas frente a cada silla, con el bloc y el bolígrafo correspondientes, eran ya más típicamente rusas. Feodorov se dirigió a su sitio, en la cabecera de la mesa y con un ademán invitó a los presentes a tomar asiento.
—Sudarna —dijo sonriendo a Xenia Petrovna a lo largo de la mesa. Era una vieja fórmula de saludo anterior a la revolución por la que los altos funcionarios soviéticos habían desarrollado una repentina y sorprendente preferencia. El trato de tovarich, camarada, se usaba en los corredores del Kremlin con tanta frecuencia como en los de la Casa Blanca—, creo que tiene usted una buena noticia para mí, ¿no?
—Eso esperamos.
La doctora coronel dedicó a Feodorov una pequeña sonrisa. Había observado que ella dosificaba sus sonrisas como una maestra que las reservara para premiar a sus discípulos más aplicados.
—Como ya le adelanté, se trata de nuestro programa para desarrollar un detector de mentiras infalible.
—Estoy seguro de que usted, Xenia Petrovna, comprenderá las extraordinarias ventajas que semejante aparato nos proporcionaría en nuestro trabajo.
—Creo que lo comprendo. —La sonrisa de la mujer se hizo maliciosa—. No obstante, debo advertirle que todavía no disponemos de la máquina perfecta que usted busca, aunque nos encontramos bastante cerca. Tenemos, sí, algo que es infalible en determinadas condiciones y nos pareció que debíamos de ponerle al corriente de su existencia porque puede serle de interés desde este mismo momento.
—Agradezco su consideración.
Xenia Petrovna oprimió un botón de un panel de control, situado junto a su silla. Las luces de la sala bajaron y, al mismo tiempo, cuatro fotos de un cerebro humano aparecieron en una pantalla.
—Esta técnica permite el estudio del cerebro y de su funcionamiento por métodos nuevos y revolucionarios. El cerebro, como usted ya debe de saber, es la máquina más compleja de este planeta. Para empezar, la corteza cerebral contiene quince mil millones de células nerviosas, o neuronas. —Xenia Petrovna se levantó y se acercó al panel—. El cerebro de cada uno de nosotros contiene más células que seres humanos hay en el planeta. Y cada célula es un complicado minilaboratorio que funciona casi constantemente.
—Ah, sí —respondió Feodorov animadamente—. Como un ordenador.
Xenia Petrovna se volvió para mirarle.
—La comparación entre el cerebro y un ordenador la hacen muchas personas. Es completamente errónea.
Le irritaba la imprecisión de ideas.
Feodorov quedó asombrado. En Moscú, las personas dispuestas a contradecir en público al jefe del KGB no eran legión precisamente. Por otra parte, aquellas palabras daban la medida de la confianza en sí misma de aquella mujer. Eso le gustaba.
—En el cerebro todo sucede en milésimas de segundo. Si lo comparamos con la velocidad a la que los ordenadores modernos procesan la información es como comparar un peatón con un Ferrari. Ahora bien, cada una de las neuronas del cerebro puede compararse, quizá, con la unidad central de un ordenador. La mayoría de ordenadores tienen una. Algunos cinco o seis. El cerebro tiene quince mil millones. Ello le da una capacidad de procesado en paralelo tan superior a la de cualquier ordenador que el hombre haya podido siquiera soñar, que no podemos ni concebirla.
—Tomo nota de la observación, Sudarna —sonrió Feodorov—. En el futuro, procuraré tener más cuidado con las comparaciones fáciles.
Esta vez hubo más calor en la mirada que ella le dedicó.
—Nosotros sabemos —prosiguió— que todo lo que el ser humano experimenta, desde la felicidad hasta la agresión, así como funciones como el habla y el movimiento, está relacionado con procesos eléctricos y químicos que se operan en el cerebro. Una persona no puede levantar el dedo meñique, pensar, sentir, escuchar una nota musical ni sentir frío sin que en el cerebro se produzca una reacción electroquímica.
Xenia Petrovna oprimió un mando de un panel de control manual. Una de las diapositivas fue sustituida por la imagen de un hombre de cabeza afeitada, conectado a una serie de cables terminados en sensores fijados en su cráneo.
—Durante tres cuartos de siglo, el único instrumento que poseíamos para estudiar y medir las corrientes eléctricas asociadas a cada uno de esos actos era el electroencefalograma, el EEG. El que utilizamos en esta ilustración tiene treinta y dos sensores, que es la máxima sofisticación que podemos alcanzar. Sin embargo, el EEG sigue siendo una herramienta imperfecta. —La doctora coronel señaló con un puntero el diagrama de la sección cerebral—. No puede detectar actividad eléctrica cerebral hasta un par de centímetros por debajo del cráneo. Ello significa que toda esta zona del cerebro —señaló con el puntero el centro del dibujo—, la entraña de la que surgen nuestras emociones, es terreno desconocido por lo que al EEG se refiere. El EEG no puede captar un impulso eléctrico de estas células nerviosas porque cuando ese impulso llega al cráneo es tan débil que no puede atravesar el hueso y, en consecuencia, no recibimos señal alguna.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Feodorov.
—Esta zona es donde se centran nuestras emociones fundamentales: amor, odio, miedo, hambre, sensualidad, agresividad. Tratar de comprender cómo funciona el cerebro sin poder estudiar el funcionamiento de esta zona es como tratar de comprender cómo trabaja el motor de un coche sin levantar el capó.
—Es decir, que, cuando se trata de comprender cómo funcionan en el cerebro las cosas realmente importantes, caminamos a ciegas.
Mientras lo decía, Feodorov pensaba: «Si no podemos entender el cerebro, ¿cómo vamos a influir en él?».
—Hasta ahora, si —respondió Xenia Petrovna—. Pero eso va a cambiar.
Feodorov se puso rígido.
—Según la ley natural más elemental, cada impulso eléctrico del cerebro crea un campo eléctrico y un campo magnético. A diferencia del campo eléctrico, el campo magnético no es amortiguado por el hueso del cráneo. Sale intacto desde el centro, desde el corazón del cerebro, el sistema que antes señalé. Allí ha estado desde que el hombre existe, esperando que nosotros encontráramos la forma de medirlo.
—Entonces, ¿por qué no lo hemos medido todavía? —preguntó Feodorov—. Por unos estudios que realicé unos años atrás, sé que disponemos de muchos medios para medir los campos magnéticos.
—Porque es increíblemente débil. Equivale a una mil millonésima parte del campo magnético natural de la Tierra, el campo en el que ahora estamos, es el responsable de que la aguja de la brújula apunte al norte. Tratar de captarlo sería como estar en el centro de un estadio olímpico intentando entender las palabras que una niña de tres años dice a su papá en la última fila del graderío, mientras cien mil personas corean un gol del Ejército Rojo. Imposible.
Feodorov fue a hacer un inciso, pero se contuvo. Era evidente que la doctora coronel había llegado al punto crítico de su exposición.
Xenia Petrovna hizo una pausa, para dar más énfasis a sus palabras, y prosiguió:
—Hoy, por fin, podemos empezar a oír las palabras que balbucea la niña. Estamos empezando a atisbar en las profundidades del cerebro.
Lentamente, volvió a su silla, subrayando con su taconeo las palabras que acababa de pronunciar.
—Éste es el aparato que nos permite conseguirlo. Se llama magnetoencefalógrafo. Los americanos creen que nos llevan ventaja en esta tecnología. Están equivocados.
Nuevamente, pulsó el panel de control. Esta vez apareció en la pantalla algo que a Feodorov le pareció un modernísimo sillón de dentista tapizado con cuero negro. Evidentemente, estaba diseñado para ser utilizado por el paciente —si podía llamársele así— en posición semirreclinada, como si estuviera en un asiento de primera clase de una compañía aérea occidental. En la cabecera había un casco similar al que usan las mujeres en la peluquería, para hacerse la permanente. Encima se veía un cilindro de metal blanco, un poco mayor que las botellas de oxígeno que los submarinistas se atan a la espalda.
—Aquí tenemos el último modelo de magnetoencefalógrafo. Dentro del casco hay doscientas sesenta y cinco bobinas de alambre de indio del tamaño del botón de una camisa, distribuidas en una superficie de sesenta centímetros cuadrados. El tubo al que está conectado el casco contiene un depósito de helio líquido que refrigera el indio convirtiéndolo en superconductor. Lo que hace este aparato es permitirnos estudiar todo el cerebro simultáneamente, al leer los campos magnéticos que indica. En lugar de darnos una serie de fotos del cerebro, como hace un escáner, nos da una película, en tres dimensiones del cerebro en acción. Esto va a abrirnos la puerta a los más profundos misterios de la psique humana.
Volvió a pulsar el panel. Apareció el perfil de una cabeza.
—Aquí tenemos una imagen ampliada por ordenador de lo que ocurrió cuando el sujeto escuchó El pájaro de fuego de Stravinsky.
Feodorov observó con asombro cómo aparecía una cadena de puntas de alfiler rojas que bailaban en una zona del cerebro no más grande que un kopek.
—Esos puntos luminosos nos indican qué grupos de células reaccionan a los estímulos aurales de la música, dónde están situadas y la secuencia en la que responden. Podemos congelar la imagen de estos movimientos en cada nota de la suite con el grupo de células que la registraron.
Volvió a activar el panel.
—A este paciente acaba de decírsele que cierre y abra la mano derecha.
Una nueva cadena de luz empezó a moverse por otra zona del cerebro.
Xenia Petrovna pulsó de nuevo el mando a distancia.
—Ahora hemos metido la mano derecha del hombre en agua helada.
Nuevamente, una serie de lucecitas aparecieron en la pantalla.
—Las consecuencias de esto son asombrosas —dijo Feodorov—. Estoy muy impresionado.
Xenia Petrovna dedicó a Feodorov otra de sus sonrisas de superioridad.
—Una de las cosas más fascinantes que hemos descubierto con el magnetoencefalógrafo es que el cerebro anticipa una reacción o un ademán antes de que el sujeto la experimente o lo lleve a cabo. Con esto podemos ver que usted va a levantar el meñique una milésima de segundo antes de que lo levante. Si sus sentidos son estimulados, si usted oye un sonido familiar, percibe un olor familiar, ve una cara o un panorama conocido, el hecho de que usted lo haya reconocido está registrado en su cerebro. No importa si usted lo niega. En su cerebro hay una indicación de que lo ha reconocido. Esta máquina nos permite leer esa indicación.
Xenia Petrovna se levantó y alisó los pliegues de su bata. Conseguía irradiar sensualidad incluso con un ademán tan corriente.
—He preparado una pequeña demostración de cómo actúa —anunció—. He seleccionado a dos de nuestros internos que mienten con la misma habilidad con la que baila la primera bailarina del Bolshoi. Intentarán mentir a mi máquina. —De su garganta escapó una risa ronca y maliciosa—. Puedo asegurarle que a esta máquina no podrían mentirle aunque de ello dependiera su vida.
Con el cráneo afeitado y cubierto de una pelusa gris y una expresión hosca en la cara, los dos internos elegidos por Xenia Petrovna para demostrar su nueva tecnología al director general del KGB parecían una pareja de díscolos reclutas del Ejército Rojo a los que se acabara de informar que iban a ser enviados a un batallón disciplinario en Siberia.
—El de la izquierda es un psicópata —susurró a Iván Sergeivich Feodorov—. Tiene accesos de furor incontrolables. Hace seis meses, en Kiev, estando borracho, mató a cuatro personas. Fue condenado a muerte, pero decidimos salvarlo de la horca y traerlo aquí —sonrió ligeramente—, para que nos ayudara a servir a la medicina soviética. Su compañero —indicó al segundo interno, un hombre de cara morena, que, según pensó Feodorov, parecía un hurón buscando un agujero en el que esconderse— es un georgiano de Tbilisi. Ha pasado más tiempo en los tribunales que muchos de nuestros jueces.
—¿De qué se le ha acusado?
—De todos los tipos de pequeños crímenes contra el Estado que pueda imaginar: hurto, actividades en el mercado negro, receptación de objetos robados, fraude.
—¿Y él también decidió venir para ayudarnos en la causa de la ciencia?
—En efecto. La idea le pareció bastante más atractiva que tener que pasar el resto de su vida en Siberia, que era su única alternativa.
La doctora se llevó a Feodorov a una habitación que, en opinión de éste, hubiera podido pasar por una sauna. Las paredes, el techo y el suelo estaban cubiertos de clara madera de fresno. En el centro estaba el sillón de cuero negro «tipo dentista» que Feodorov había visto en la diapositiva en la sala de conferencias.
—Esta habitación está aislada todo lo posible de campos magnéticos externos. Tenemos que asegurarnos de que cuando entren no llevan encima ningún objeto metálico. Después lo único que tienen que hacer es permanecer sentados en ese sillón, con la cabeza dentro del casco, descansando —explicó la doctora coronel—. La tecnología hace el resto.
—Más fácil que ir al dentista.
—Mucho más. —Ella señaló un monitor de televisión—. En esa pantalla les mostraremos treinta fotografías, con intervalos de diez minutos. Veintiocho son de nuestros empleados de Novosibirsk a los que ninguno de esos hombres ha visto en su vida. Mezcladas con ellas habrá dos fotografías de las víctimas de nuestro asesino psicópata de Kiev y de los compañeros de mercado negro del georgiano. Las instrucciones son muy simples. No deben revelar a nuestros interrogadores a cuáles de las dos personas de las treinta conocen.
Xenia Petrovna acompañó a Feodorov fuera de la sala de control y el asesino de Kiev fue introducido en ella. Feodorov observó por un monitor de televisión al hombre que se instalaba en el sillón de cuero. El interno suspiró y se relajó.
—Ya lo ha hecho otras veces —comentó la doctora coronel—. Sabe que el experimento no es doloroso.
—A diferencia de otros a los que ha sido sometido, ¿no?
—El avance científico tiene su precio, Iván Sergeivich.
—Ah, sí, muy cierto.
Delante de Feodorov había un banco de pantallas de ordenador. Los equipos eran americanos, observó: Hewlett Packard. No recordaba si habían sido adquiridos legalmente o traídos por sus propios servicios.
—Listos. Conecten los ordenadores —ordenó Xenia Petrovna. Las pantallas se animaron con ondulantes telarañas luminosas de color verde—. Enfoquen su centro de identificación audiovisual. —El dispositivo, explicó a Feodorov, podía enfocar una superficie del cerebro no mayor de un milímetro cuadrado. Mientras ella hablaba, Feodorov observó que las rayas luminosas de la pantalla cambiaban—. Empiecen a pasar las fotos. —Se volvió hacia Feodorov—. Las fotografías de sus víctimas las mostraremos en noveno y decimoséptimo lugar.
Feodorov observaba fascinado al hombre que miraba las fotos que desfilaban ante él en la pantalla del televisor. Sus hoscas facciones no revelaban emoción alguna, ni un parpadeo de reconocimiento, a pesar de las preguntas que le repetía con insistencia el operador de la máquina con cada nueva foto.
—Cuando sus ojos vean las fotos de sus víctimas, tendrá lo que nosotros llamamos una P300, una onda cerebral que se producirá trescientos milisegundos después de que la foto aparezca en la pantalla. Es la señal de que el banco de memoria de su cerebro ha reconocido la imagen visual que los ojos le han enviado. Aunque él mienta, no diga nada o jure que no ha visto a aquella persona en su vida, no importa. El hecho de que él ha reconocido la cara estará registrado en el disco de nuestro ordenador por esa onda cerebral. Él nada puede hacer para impedirlo.
—A no ser que cierre los ojos, claro.
—Evidentemente.
—¿Y si se le mantienen los ojos abiertos a la fuerza?
—Entonces la onda cerebral reveladora que nosotros buscamos estará ahí.
Pasó la última de las treinta fotografías por el monitor de televisión del prisionero, y la pantalla se apagó.
—Muestren la reacción registrada después de que viera a su primera víctima —ordenó Xenia Petrovna—. Aquí —dijo señalando una línea ondulada—. Aquí está su P300 que indica que la reconoció. Ahora otra foto. Observe que esa onda cerebral no aparece porque él no reconoció a la persona de la foto.
Feodorov contemplaba la pantalla del ordenador. Desde luego, no se veía la línea ondulada que apareció cuando el cerebro del asesino reconoció a su primera víctima. Xenia Petrovna proyectó en la pantalla las imágenes correspondientes a las reacciones del asesino a otras seis fotos, todas ellas de desconocidos. Ninguna mostraba la onda cerebral característica del reconocimiento de un rostro familiar.
—Ahora veamos su reacción a la segunda víctima.
Y allí estaba otra vez, la misma línea ondulada, exactamente en el mismo sitio que había aparecido cuando reconoció a la primera víctima.
Xenia Petrovna ordenó que sacaran al homicida del sillón y que el georgiano ocupara su lugar. Se repitió el mismo proceso, con el mismo resultado.
—Su máquina es milagrosa por lo que respecta a la vista —reconoció Feodorov—. Pero ¿y en lo concerniente a decir una mentira? ¿Existe algún indicio de que esta máquina pueda revelar que se miente?
—Estoy segura de que lo hay. Para cada ademán mecánico que va a hacer el cuerpo existe un patrón concreto de ondas cerebrales, llamado «esquema preparatorio», que esta tecnología permite detectar e identificar. Si existen ondas características para cada uno de nuestros movimientos mecánicos, estoy segura de que las hay también para cada una de nuestras reacciones emotivas. Lo único que hay que hacer es encontrarlas. Cuando las hayamos encontrado, tendrá usted su detector de mentiras infalible. Y, con esta máquina, un día las encontraremos.
—Hay que felicitar a usted y a su equipo, doctora coronel. Y recompensarles también.
—Nuestra mayor recompensa es poder servir la causa de nuestro gran Estado socialista.
Una sonrisa tal vez más festiva de lo apropiado tiró de las comisuras de los sensuales labios de la doctora Xenia Petrovna.
—Desde luego.
Feodorov tomó la cartera.
—Xenia Petrovna, ¿puedo hablar con usted en privado unos momentos antes de regresar a Moscú? Me gustaría comentar su reciente comunicado referente a la vidente de Nueva York y sus implicaciones.
El almirante Peter White, médico personal del presidente de Estados Unidos, se acercó al puesto de guardia del Servicio de Protección de la Puerta Oeste de la Casa Blanca. Iba de paisano, a fin de llamar la atención lo menos posible. El guardia inspeccionó cuidadosamente su tarjeta de identidad y su fotografía, encontró su nombre en la lista de citas y llamó al secretario encargado de las visitas presidenciales para pedirle que informara al Despacho Oval de la llegada de White. A los pocos minutos, apareció el joven que debía acompañar a White ante el Presidente.
Pero, en lugar de llevarlo a los despachos de la planta baja, lo condujo, por una escalera posterior, a la residencia presidencial del segundo piso. Al final de un corredor, abrió la puerta del despacho particular del Presidente.
—El Presidente vendrá dentro de unos minutos.
White se sentó en una de las sillas Chippendale de la habitación. Estaba nervioso, ya que aquélla sería su segunda entrevista con su ilustre paciente. La primera, mantenida pocos días después de la toma de posesión, tuvo por motivo la más trivial de las afecciones, una indigestión aguda. White aprovechó la ocasión para recomendar al Presidente que utilizara las excelentes instalaciones y equipos médicos que tenía a su disposición en el Centro Médico Naval de Bethesda para hacerse un examen completo. Ello, recalcó, proporcionaría a los consejeros médicos presidenciales todos los datos que pudieran necesitar si durante su mandato surgía algún problema o emergencia.
El Presidente rechazó la idea antes de que White acabara de proponerla. No estaba dispuesto a malgastar un precioso día de trabajo deambulando por Bethesda con un camisón blanco para que un equipo de médicos de la Marina le palparan y exploraran. Tendrían que arreglárselas con los datos que obraban en poder del médico de cabecera de la familia. White se dijo que era probable que el Presidente le hubiera llamado porque había cambiado de idea. Por teléfono advirtió en su voz un acento de inquietud, una fragilidad que le indicó que aquel hombre estaba muy preocupado por su salud.
La entrada del Presidente interrumpió sus pensamientos. White se levantó de inmediato.
—Siéntese, por favor, doctor —dijo el Presidente, que se instaló en el sillón situado frente al de White, puso una pierna encima de la otra y juntó las yemas de los dedos, formando una cúspide que le rozaba el mentón. Era una actitud que se había hecho familiar a millones de compatriotas—. Doctor, quiero hablarle de algo estrictamente confidencial.
—Señor Presidente —respondió el almirante White—, a pesar de la importancia de su cargo, yo soy un médico personal y estoy sujeto al mismo secreto que rige en las relaciones entre cualquier médico y su paciente. Es un secreto tan riguroso como el de confesión.
—Está bien, doctor, gracias. No me interesa en absoluto que lo que voy a decirle se filtre a la prensa. Por lo menos, hasta que no haya más remedio. —El Presidente describió entonces con detalle sus vahídos y sus vértigos repentinos—. He leído mucho sobre eso —terminó—, y tengo que decir que estoy muy preocupado. Tengo todos los síntomas de un tumor cerebral.
—Señor Presidente —la voz del almirante rezumaba confianza—, lo primero que enseñan en la Facultad es a no dejarse arrastrar hacia el autodiagnóstico. Los síntomas que describe pueden denotar un tumor cerebral. Pero pueden indicar también otras muchas cosas.
El Presidente asintió con gesto de preocupación. No se le tranquilizaba tan fácilmente.
—Me gustaría hacerle una exploración en Bethesda, señor. Allí tenemos el mejor y más moderno instrumental en tecnología neurológica, un aparato que se llama magnetoencefalógrafo. Si tiene usted un tumor en el cerebro, allí saldrá.
—¿Es un proceso complicado?
—En absoluto. Cuestión de cuarenta y cinco minutos.
El Presidente meditó unos momentos las palabras de White.
—¿Es algo habitual?
—Habitual, no, señor. Estamos hablando de un aparato de tres millones de dólares. En estos momentos, sólo hay tres en el país. Evidentemente, se reserva para casos especiales.
—Sí, eso es lo que me preocupa. Siempre habrá una enfermera o algún empleado que se vaya de la lengua y la cosa llegará a la prensa. Saldrá en el Washington Post. «El Presidente ha pasado por Bethesda donde se le ha hecho una exploración cerebral supersecreta». ¿Imagina las consecuencias?
—Las imagino —dijo White—. Pero me parece que conozco la manera de evitarlo, señor.
—¿Y cuál es?
El almirante sonreía.
—Hagamos lo que hace meses que le estoy pidiendo. Permita que le ingrese para una revisión completa. Haremos el magnetoencefalograma dentro de su revisión anual. Así podremos decir a la prensa que se trata de la revisión rutinaria.
Todos los despachos de los altos funcionarios soviéticos parecen responder al mismo modelo. Son indefectiblemente lúgubres y están escasamente amueblados e iluminados. Los rincones se diluyen en sombras que sugieren a la vez la amenaza y la melancolía propia del carácter ruso. El despacho de Xenia Petrovna no era una excepción. Estaba revestido de arriba abajo de oscura madera pulimentada. El techo también era de madera oscura formando la rígida geometría de un tablero de ajedrez. El suelo estaba cubierto por una serie de alfombras del Turkestán en carmesí encendido, azul y púrpura. El escritorio era una inmensa mesa negra y dorada, copia de un modelo de Bartolomeo Rastrelli, arquitecto de la corte de la emperatriz Isabel Petrovna. Detrás estaba el consabido retrato de Lenin. Unas luces indirectas suavizaban las facciones del viejo dándole un aspecto de abuelo despistado, en lugar del fanático demacrado que representan la mayoría de sus retratos oficiales.
«Qué extraño que el despacho de una mujer tan atractiva sea tan rigurosamente masculino», pensó Feodorov. Sólo un toque femenino suavizaba su severidad: un leve perfume que alguien había esparcido en el ambiente. Quizá, dedujo Feodorov, ésta fuera la manera en que la doctora coronel reafirmaba su autoridad en el mundo masculino que dirigía. Había abierto el armario y colgaba su bata blanca. Debajo llevaba una blusa de seda azul celeste cuyo corte subrayaba la línea ufana del busto. La blusa no era más rusa que los zapatos de tacón alto. Oprimió un botón. Una mujer de edad apareció en la puerta de la cocina privada.
—¿Té, Iván Sergeivich? —preguntó Xenia Petrovna—. ¿O café? ¿O algo más fuerte?
—El té me va bien.
El director general del KGB se sentó en el sillón situado al lado de la mesa y ofreció a Xenia Petrovna un Chesterfield en una pitillera Dunhill de oro. La preocupación de Occidente por los peligros del tabaco todavía no había hecho mella en los hábitos soviéticos. Al igual que la mayoría de sus compatriotas, Feodorov seguía siendo tan adicto al tabaco como lo fueran los americanos en los años treinta y cuarenta.
—El problema de la vidente de Nueva York ha sido resuelto —informó a la doctora—. La CIA no volverá a utilizarla en sus proyectos.
La clara insinuación de que la mujer había sido asesinada no provocó emoción visible en las hermosas facciones de la doctora coronel. Feodorov abrió la cartera, sacó el memorándum, lo leyó en voz alta y la miró.
—Xenia Petrovna, existe una razón de Estado concreta y urgente que hace que el trabajo que está usted realizando tenga enorme trascendencia en un futuro inminente.
—¿Puedo preguntar cuál es esa razón de Estado?
—No.
—Muy bien. —Mientras hablaba, se quitaba las horquillas del moño. Sacudió la cabeza como una yegua joven y fogosa y su cabello se soltó sobre sus hombros en largos bucles que, a la luz indirecta que iluminaba el retrato de Lenin, tenían un brillo satinado y dorado—. Como usted sabe, yo siempre he mantenido que el perfecto conocimiento del efecto de las corrientes electromagnéticas en las células humanas nos dará la clave para comprender la conducta humana.
Feodorov al mirarla volvió a sentirse impresionado por su belleza. Qué incongruencia estar allí sentado admirando su físico mientras ella hablaba de un tema tan complejo y misterioso.
—¿Recuerda usted el trabajo que yo realizaba en Kiev hace diez años sobre el estímulo eléctrico del cerebro?
—Desde luego. —Aquel trabajo fue lo que hizo que Feodorov se fijara en Xenia Petrovna. Ella había estudiado las funciones del cerebro humano utilizando técnicas similares a las que Delgado había empleado en animales. Había conseguido inducir emociones específicas en su sujeto, cólera, euforia, sueño, por el procedimiento de transmitir una corriente eléctrica al cerebro a través de esos electrodos. Después, conectó los electrodos a un ordenador. Entonces expuso a los sujetos a ciertos estímulos sensoriales: un chorro de agua caliente en la mano, una imagen pornográfica en una pantalla de televisión, un gesto amenazador… Los electrodos transmitían al ordenador la señal eléctrica exacta que caracterizaba la reacción del cerebro a cada estímulo. Ella descubrió que podía reproducir las reacciones prescindiendo de los estímulos, simplemente enviando la señal eléctrica exacta al cerebro del sujeto con los electrodos—. Es de suponer —prosiguió Xenia Petrovna— que si pueden producirse estas emociones en el cerebro con una corriente eléctrica, también pueden producirse desde fuera del cuerpo con un campo electromagnético, siempre que se sepa con exactitud que campo utilizar. Y, en este caso, con toda seguridad será un campo de muy baja frecuencia, porque no existe en este planeta organismo vivo que no se encuentre dentro de la demarcación biológica de estas frecuencias.
Su disertación fue interrumpida por la llegada de la anciana sirvienta que entró con el servicio de té en una bandeja de plata. La dejó en la mesa de Xenia Petrovna. «¡Fantástico!», pensó Feodorov observando cómo la mujer organizaba la pequeña ceremonia del té. Hay ciertas cosas que ningún dogma político puede erradicar y una de ellas es la herencia. Xenia Petrovna servía el té con la gracia condescendiente de una gran duquesa que recibe en su mesa a un visitante distinguido pero que, lamentablemente, no ha sido favorecido con el don de la sangre real.
Después de entregar una taza a Feodorov, tomó la suya y saboreó el primer sorbo con el gesto del catador profesional.
—Ahora bien —prosiguió, al parecer, satisfecha del resultado—, ¿cómo pueden utilizarse esos campos para modificar el comportamiento? La incógnita que no podíamos despejar era: ¿qué interacción establecen las células de nuestro cuerpo con esos campos de muy baja frecuencia?
»Un tal Adey, un australiano que trabajaba en California, nos dio la respuesta. Las membranas de la célula están cubiertas de filamentos de proteína que llevan iones de calcio en el extremo. Cada hebra tiene una carga eléctrica negativa. Imagínelas como espigas de trigo mecidas por la brisa del verano.
—Una imagen muy placentera.
Xenia Petrovna dedicó a su superior otra de sus sonrisas de condescendencia.
—En efecto. Ahora suponga que la brisa veraniega es, en realidad, uno de esos campos tenues. Adey y su equipo descubrieron que esos filamentos de proteína hacen las veces de antenas supersensibles que detectan esa brisa electromagnética que sopla sobre sus cabezas. Los iones de calcio envían un mensaje al interior de la célula ordenándole que responda haciendo lo que se supone que debe de hacer una célula. Este fenómeno se llama resonancia. Si ponemos agua en un vaso de cristal y la bombardeamos con una frecuencia muy precisa, empezará a vibrar, ¿no?
—Sí; lo he observado.
—Y el vaso acabará por romperse. Otra manera de decirlo es que el efecto está en función de la frecuencia. Eso es lo que ocurre aquí. Esos tenues, muy tenues campos electromagnéticos no pueden utilizar energía para comunicar su información, porque no la tienen. Transmiten la información porque operan a la frecuencia exacta que puede hacer vibrar esas espigas de trigo de la membrana celular. —Xenia Petrovna se echó atrás en su sillón giratorio de respaldo alto y miró a Feodorov con gesto de perplejidad—. Permítame ponerle otro ejemplo de resonancia que le gustará más todavía. Imagine que lo sentamos a metro y medio de una pantalla de televisión.
—Lo cual no me haría ninguna gracia —respondió Feodorov—. Contemplar nuestra televisión me parece una forma de tortura.
—Si quisiéramos conseguir que ese televisor generase una señal capaz de producir un cambio fisiológico en su cuerpo, por ejemplo —Xenia Petrovna rió con malicia—, provocarle una erección, la cantidad de energía que se supone habría de emitir para hacerlo, es infinita. Pero ¿y si ponemos la «tele» y proyectamos en la pantalla la figura de una mujer guapísima, una joven beldad del Bolshoi en actitud sensual? La cantidad de energía lumínica que desprenderá esa pantalla será insignificante, inapreciable. Pero, con un poco de suerte, conseguíamos la erección deseada.
—Eso espero, estimada doctora coronel.
—¿Por qué? Porque sus ojos han captado el estímulo visual del hermoso cuerpo de la bailarina y lo han transmitido a su cerebro. Allí ha accionado el sistema central de mando y control. El banco de memoria de su córtex cerebral reconoció la imagen y cursó órdenes a otras glándulas de segregar su sistema circulatorio una serie de agentes químicos. Voilà, una erección. El fenómeno de resonancia funcionando a la perfección.
Feodorov hizo una burlona reverencia a Xenia Petrovna. Se preguntaba si no sería buena idea invitarla a uno de sus selectos almuerzos del domingo en su pabellón de caza.
—Estoy muy agradecido a la ciencia por su ayuda y sus explicaciones, amiga mía.
—Por lo que se oye en Moscú, quizá las explicaciones de la ciencia le aprovechen, pero no parece que su ayuda sea necesaria. Bien, sigamos. Ese Adey de California demostró que los glóbulos blancos de la sangre, las células de la piel y las células del hueso pueden recibir información de estos campos por resonancia. Lo que hemos demostrado aquí en este laboratorio, durante este mes, es que en las células del cerebro existe un mecanismo similar.
—Le agradeceré que me lo explique.
—Su cerebro reaccionó a un estímulo sensorial, la imagen del hermoso cuerpo de la bailarina, transmitido a él en forma de fotones, energía electromagnética de la luz captada por el ojo. Su cerebro reconoció la imagen porque su código genético y su experiencia le habían enseñado a reconocerla. Reaccionó emitiendo una serie de señales electromagnéticas que desencadenaron una serie de procesos químicos. Eso le produjo la erección.
—Entonces, evidentemente, la clave del proceso son las señales.
—Exacto. En definitiva, cada señal tendrá una definición electromagnética precisa. Y casi con toda seguridad será única para cada función y para cada ser humano porque las células de cada ser humano son únicas para aquel individuo y para la función que las células realizan. Pero, si nosotros llegáramos a descubrir una de estas señales, ¿podríamos enviarla nuevamente al sistema nervioso? ¿Podríamos engañar a un cerebro como el suyo induciéndole a pensar que ahí fuera había una hermosa bailarina cuando, en realidad, no había nada más que una señal electromagnética? ¿Tendría usted la erección?
La maliciosa sensualidad que Feodorov había observado tantas veces en la doctora coronel había desaparecido. Estaba tensa y concentrada, en actitud científica e investigadora.
—La respuesta a esa pregunta es: casi seguro que sí.
—¿Cómo espera usted descubrir la señal?
—La máquina que usted vio en acción antes, nuestro magnetoencefalógrafo puede, pienso, ser la respuesta.
—¿Por qué?
—Porque puede penetrar en lo más profundo de la mente y ahí es donde se transmiten esas señales.
El director general del KGB casi no consiguió ahogar su reacción al oír sus palabras. «Entonces mi idea, mi plan podría dar resultado», pensó.
—Necesito un informe exacto del estado actual de sus trabajos.
Xenia Petrovna dio un sorbo lento al té, casi con aire de burla. No era mujer a la que se pudiera meter prisas.
—Si por influir en la conducta a distancia usted entiende hallar la manera de obligarle a usted a levantarse del sillón, acercarse a la librería, coger esa figura de porcelana —señaló una escultura modernista que sostenía sus libros de medicina— y luego obligarle a estrellármela en la cabeza, la respuesta es que estamos a años luz. Es más, no creo que tal cosa llegue a ser posible.
—No —dijo Feodorov—: Mis necesidades son más primarias y simples: cómo manipular las emociones básicas en general. Lo que me gustaría que hiciera por mí, doctora coronel —los ojos de Feodorov brillaban con una intensidad que Xenia Petrovna asociaba a los saddhus hindúes o a los monjes tibetanos—, es averiguar cómo pueden estimularse los impulsos agresivos de una persona sin que ella se dé cuenta.
—Eso quizá no sea tan fácil como yo lo hice parecer.
—No me explique las dificultades. ¡Hágalo!
Xenia Petrovna fue a decir algo, pero Feodorov la atajó alzando la mano como una bandera de aviso.
—Para eso está usted aquí, doctora coronel. Para esto está este Instituto. Por ello nunca se le ha negado ni un rublo ni un aparato. Puede disponer de todo lo que necesite, obtener todas las autorizaciones, pero ¡hágalo!
—¿Y para cuándo lo necesita?
—Para ayer.