En el Atlántico, a doscientas brazas de profundidad y trescientas diecisiete millas náuticas al Sudeste de Groenlandia, el USS Boston navegaba sigilosamente por la noche perpetua del océano a una velocidad de cuatro nudos por hora. Era una unidad de ataque clase SSN-688 con base en Los Ángeles, uno de los mejores y más modernos submarinos de caza y destrucción de la Marina de Estados Unidos. En el puesto de mando del centro de ataque del submarino, su capitán seguía el lento avance de la nave desde la telaraña verde del monitor de su estimómetro.
Desde hacía varias horas, el Boston describía una serie de círculos concéntricos decrecientes en torno a un punto identificado en la pantalla con el nombre de Zona Bravo. La última circunferencia medía sesenta millas de diámetro. La presencia del Boston en aquellas aguas contradecía uno de los principios fundamentales del servicio submarino. En todas las órdenes de operaciones de todas las unidades de la Flota Submarina del Atlántico se especificaba que debía evitarse la Zona Bravo. Ésta era el santuario, la parcela particular de otro submarino de Estados Unidos, el Ohio, unidad equipada con misiles Trident y con un tamaño dos veces mayor que el Boston.
No obstante, cuando el Boston regresaba a Nueva Londres de un crucero de operaciones especiales, recibió del Alto Mando Naval la orden urgente, para «ejecución inmediata», de invadir el mismo corazón de los lares del Ohio. El nombre clave de la misión, generado por ordenador, era Octail. Al leer el mensaje, el capitán del Boston sintió un escalofrío de inquietud. Su cometido era patrullar las aguas en torno al Ohio, «para averiguar si era vigilado, sin su conocimiento, por una fuerza potencialmente hostil».
Si ello se confirmaba, sería un desastre de incalculables consecuencias. El Ohio y los demás submarinos portadores de misiles de la flota de Estados Unidos eran el instrumento principal de la política estadounidense de disuasión nuclear, la única arma nuclear que no sería descartada por los tratados de desarme. Si el Ohio y los demás submarinos armados con misiles eran neutralizados, toda la política estadounidense de disuasión nuclear quedaría comprometida. En situación límite, Estados Unidos podrían llegar a quedar a merced del Kremlin.
Y si, sin saberlo el Ohio, un submarino soviético de caza y ataque acechaba en algún punto de aquella negra envoltura marina, el Ohio estaría neutralizado. Un misil soviético podría destruirlo en cuestión de segundos, sin darle tiempo de contraatacar.
El capitán del Boston sabía que el Ohio estaría, o bien parado, o navegando perezosamente a dos nudos, describiendo ochos alrededor del centro geográfico de la Zona Bravo. En el fondo del océano, a mil novecientas treinta y cuatro brazas de profundidad, en el centro de la Zona Bravo, había una cavidad marcada en las cartas submarinas secretas como C9357. Años antes, unos convoyes de la Marina que remolcaban equipos de sonar habían explorado palmo a palmo el fondo del océano. Los datos recogidos fueron traducidos a configuraciones específicas por ordenadores de rayos C, lo cual había proporcionado a la Marina una información cartográfica del fondo del océano, tan exacta y fiable como un mapa topográfico de la superficie terrestre.
Una vez al día el seguro sistema de sonar tridimensional del Ohio confirmaba su posición sobre el centro de la cavidad C9357. Si se produjera un ataque soviético con misiles nucleares contra Estados Unidos, aun en el caso de que todos los satélites de señales hubieran sido destruidos en el espacio y su propio sistema de navegación inercial se hubiera averiado, el Ohio podría conseguir una localización geográfica exacta lanzando un impulso de sonar al centro de la cavidad C9357. Equilibrando el sistema de guía de cohetes con la posición facilitada por el impulso del sonar, el capitán del Ohio podría lanzar sus cohetes a objetivos situados en territorio de la Unión Soviética, con la seguridad de que harían impacto a menos de trescientos metros del centro del objetivo. Esta facultad era lo que hacía del Ohio una pieza vital en la política de disuasión nuclear estadounidense.
Es decir, la tarea del Ohio se cifraba fundamentalmente en el lema de la flota submarina: «Navega en silencio, navega a gran profundidad». Su misión era acechar en las profundidades totalmente ignorado por los submarinos enemigos. En su situación actual, a treinta millas náuticas del centro de la Zona Bravo, el Boston no tenía contacto de sonar con el Ohio, ni éste podía haber detectado su aproximación en cautelosos círculos.
—Atención, sonar —dijo el capitán—. Aquí puesto de ataque. ¿Alguna novedad?
—Sin novedad, capitán —fue la respuesta, la que había recibido siempre desde que empezó la operación.
El capitán se levantó, se desperezó, apuró su sexta taza de café del día, y decidió bajar a la cabina del sonar.
La cabina del sonar es el centro neurálgico de los modernos submarinos nucleares, el punto en el que se hallan sus ojos y oídos, su facultad para perforar las inmensas paredes negras que lo rodean. Su corazón es un volante de veinte centímetros de diámetro que, guiado por el operador, da vueltas por los hidrófonos tubulares de dos metros y medio de longitud del equipo de sonar del submarino. Cada hidrófono estaba orientado hacia dos grados del círculo de trescientos sesenta que rodeaba el submarino, si bien, puesto que sus altavoces estaban desconectados, siempre había dos arcos silenciosos en cualquier rumbo. El operario del sonar podía barrer el mar que rodeaba el Boston evolucionando por sus hidrófonos según un patrón regular; podía perseguir un solo ruido concentrándose en un solo hidrófono y su arco de dos grados, o podía saltar atrás y adelante entre dos contactos de sonar diferentes situados en lados opuestos del submarino. Ahora, dado que el Boston seguía una modalidad de búsqueda, el operario pasaba lentamente de un hidrófono a otro, auscultando cada sector antes de mover el volante al siguiente hidrófono, hacia una nueva dirección.
El primer técnico de sonar del Boston era un suboficial de Marblehead, Massachusetts, llamado Santucci, que había pasado diecisiete años de su vida en submarinos, escuchando la sinfonía del mar. Era un maestro en su oficio. En pocas milésimas de segundo, sus oídos podían distinguir entre el grave gorgoteo de una marsopa o un delfín, el agudo silbido de una ballena jorobada, el pitido estridente de una gigante ballena blanca, el bocinazo de una foca o el crepitar de un banco de camarones. Normalmente, Santucci hacía guardias, pero cuando el Boston estaba en orden de batalla o en misiones especiales como ésta, nadie podía apartarlo de su monitor.
—¿Se oye algo? —preguntó el capitán al entrar en el cuarto de sonar.
—Ahí fuera no hay nada, capitán —respondió Santucci—, salvo una pareja de ballenas jorobadas nadando a estribor.
El capitán asintió. El segundo de Santucci y su grabador, con los auriculares puestos, estaban sentados a cada lado de su jefe. Encima del volante había un reloj digital que indicaba hasta las centésimas de segundo. Debajo estaba el ordenador de polarización de rejilla del barco, un juguete primorosamente programado que valía millones de dólares. A cada lado había una grabadora UNQ7. Sus rollos de cinta de diez pulgadas registraban todos los sonidos captados por los hidrófonos del Boston y los introducían en el ordenador.
La nota discordante que buscaban los sensibles oídos de Santucci era todo aquel sonido que el hombre, y no la naturaleza, hubiera llevado a las profundidades. En definitiva, lo que perseguían Santucci y sus hidrófonos era la señal sonora de un submarino, tan concreta e individualizada como una huella dactilar, la configuración genética que permitía identificar a cada submarino que navegaba por los mares.
En general, se creía que esta huella acústica era el ruido emitido por las hélices del submarino al impulsarlo por las aguas. En realidad, era la suma de muchos sonidos heterogéneos, entre los que el ruido de la hélice no era más que un elemento.
Como Santucci y el capitán sabían, aquellas preciosas «firmas» habían sido obtenidas por otros submarinos estadounidenses con considerable riesgo; por ejemplo, apostándose en el fondo de aguas territoriales soviéticas, frente a Murmansk o Vladivostock, y cazando submarinos soviéticos que entraban o salían de puerto con sus equipos pasivos de sonar BQR6. Grababan los ruidos de los submarinos desde tres ángulos: babor, estribor y popa. Lo que se recibía era una serie de sonidos distintos: el zumbido del equipo de ventilación, el del refrigerador, el latido regular de los generadores, el silbido de las turbinas, el sonido de las bombas de realimentación que devolvían el vapor condensado al reactor nuclear del submarino. Algunas naves tenían el equipo acondicionador de aire montado unos centímetros más cerca del casco, por lo que el ruido variaba. Un determinado generador podía tener su «cris-cras» particular, al igual que algunos motores de automóvil emiten un sonido especial.
De la suma de todos estos sonidos se obtenía una banda acústica que constituía la «firma» propia del submarino. Y en el ordenador de Santucci se almacenaban las «firmas» acústicas de todos los submarinos que poseían los sóviets. Cuando los hidrófonos captaran el sonido, el Boston sabría, no sólo que allí había un submarino, sino también qué modelo era, qué armamento llevaba y la clase de amenaza que podía —o no podía— suponer para el Boston.
—Voy un rato a mi camarote, a escribir —dijo el capitán a Santucci—. Si hay algo, llámeme por la línea de seguridad.
Veinte minutos después, Santucci se erguía en su asiento, escuchando. Sus ayudantes le miraron. Ninguno de los dos había oído nada por sus auriculares. Santucci pulsó su monitor y rebobinó la cinta de una de las grabadoras. Media docena de veces pasó una y otra vez los últimos segundos registrados por el hidrófono número diecinueve. Al fin, su segundo oyó el casi imperceptible golpe detectado por el oído de Santucci.
—Lo único que sé es que eso no lo ha hecho un pez —murmuró Santucci—. A ver qué le parece al capitán. —Oprimió el pulsador de su línea directa con su camarote—. Tengo algo que me gustaría que escuchara, capitán.
El capitán llegó en seguida y se puso unos auriculares.
—Hemos captado esto en dirección dos siete tres —dijo Santucci mientras ponía la cinta del sonido que había llamado su atención.
El capitán la escuchó también media docena de veces.
—¿Qué le parece? —preguntó a Santucci.
—Yo sólo sé, señor, que eso no es un ruido del mar.
—¿Hay algo en esa dirección?
—Nada.
Los dos hombres escucharon atentamente el hidrófono que exploraba el sector dos siete tres. No había nada más que un muro de silencio.
—Tengo una idea descabellada, señor —dijo Santucci.
—¿Y es? —preguntó el capitán que sabía que las ideas de Santucci raramente eran descabelladas.
—Quizá, sólo quizás, alguien haya descargado un tubo de expulsión y una de las pesas haya dado un golpe al salir. —Los submarinos tienen que expulsar los desperdicios periódicamente por unos conductos especiales que son como tubos de torpedo. La basura se pone en bolsas que son lastradas con trozos de chatarra para que permanezcan en el fondo—. Solicito permiso para acercarnos hacia ese sector, señor.
El capitán reflexionó un momento. Ello significaría abandonar su sistema de rastreo.
—De acuerdo —dijo alargando la mano hacia el intercomunicador—. Piloto, aquí el capitán. Virar a la izquierda, rumbo dos siete tres.
La maniobra llevó la proa del Boston hacia la dirección de donde había llegado el sonido. Se enfocó el sector con los hidrófonos más sensibles de la nave. Durante más de una hora, el Boston avanzó lentamente, sin que sus hidrófonos captaran otra cosa que el silencio del mar. El capitán empezaba a preguntarse cuánto tiempo podía permitirse mantener aquel rumbo y si debía volver al modo de rastreo normal, cuando Santucci se puso rígido.
—Señor —dijo—. Capto una señal clara en esta dirección.
El capitán oprimió sus auriculares. Al cabo de un momento, también él oyó el sonido detectado por Santucci: un ligero zumbido.
—Me parece que ahí tenemos un submarino sumergido —dijo Santucci. Alargó el brazo hacia delante y conectó al ordenador el procesador digital UNQ7. Al mismo tiempo, el capitán llamó al piloto:
—Piloto, aquí el capitán. Reduzca velocidad a dos nudos. Apareje para silencio total. Alerta los puestos de escucha.
El Boston llegaba de proa, por lo que su ruido era mínimo; no obstante, el capitán no quería correr el riesgo de delatar su presencia.
—La señal no se mueve —dijo Santucci—. No hay ruidos de propulsión.
Los cuatro hombres que estaban en la cabina del sonar tenían ahora la mirada fija en el ordenador, en el que las grabadoras introducían los sonidos captados por el equipo de sonar. De pronto, en la pantalla apareció una inscripción en letra gris verdosa:
«CLASIFICACIÓN PRELIMINAR. SUBMARINO CLASE NOVIEMBRE. NÚMERO CASCO NO DETERMINADO TODAVÍA. NECESARIOS MÁS DATOS PARA IDENTIFICACIÓN CONCRETA».
Noviembre era el nombre que la Marina daba a los mejores submarinos nucleares soviéticos de caza y ataque.
—¡Su padre! —susurró el capitán—. ¡Ésta sí que es buena! Piloto, paren todo.
La cabina del sonar quedó en silencio mientras los hombres escuchaban atentamente los sonidos que el hidrófono enviaba a sus auriculares. Santucci fue el primero en hablar:
—Oigo el ruido de las bombas de refrigeración del reactor —susurró.
—¿Algún indicio de que nos ha descubierto? —preguntó el capitán.
Santucci movió negativamente la cabeza.
—Captamos sonidos de un solo generador.
Si los rusos hubieran detectado con su sonar la presencia del Boston, habrían adoptado su posición de batalla utilizando los dos generadores.
La pantalla del ordenador volvió a parpadear.
—Un buen adversario —dijo Santucci al leer el texto que se había iluminado:
«IDENTIFICACIÓN CONCRETA. SUBMARINO CLASE NOVIEMBRE. NÚMERO DE CASCO S174».
El capitán oprimió el intercomunicador.
—Capitán a piloto. Confirmado un noviembre a proa. Estamos dentro del radio de alcance de sus escuchas. Retroceda con cuidado cinco mil yardas.
Mientras el Boston retrocedía sigilosamente, sin ser detectado, para situarse fuera del alcance del sonar del Noviembre, el capitán y los técnicos contemplaban la pantalla, horrorizados y fascinados por lo que veían. El submarino soviético de caza y destrucción giraba a su vez en torno a la posición C9357, el centro de la Zona Bravo, evidentemente vigilando los movimientos del Ohio y dispuesto, si recibía la orden, a destruir el submarino norteamericano en cuestión de minutos.
—Las ventajas de la respuesta nuclear —murmuró para sí el capitán del Boston—. Que baje el oficial de comunicaciones.
—Cifre esto y envíelo a la comandancia —dijo al oficial—. Identificado submarino clase Noviembre número casco S174, a mil quinientas yardas, posición cero nueve respecto al Ohio nueve tres cinco siete. Stop. Parece estar siguiendo al Ohio. Stop. No hay indicios de que el Ohio haya detectado su presencia. Stop. Esperamos órdenes.
—Esto va a impresionarles —dijo Santucci.
—Ni la mitad que a mí —suspiró el capitán—. ¿De dónde diablos sacó la comandancia la idea de que un barco ruso podía estar pegado a los faldones del Ohio?
Art Bennington se miraba tristemente en el espejo del cuarto de baño. No le gustaba nada lo que veía. Tenía bolsas debajo de los ojos y profundos pliegues en la cara, de lo mal que dormía últimamente. Empezaba a tener el cuello fláccido y la piel de las mejillas parecía un tambor flojo. Quizá con la estética… pensaba en días como éste; pero ¿cómo demonios iba a poder pagarla, con lo que cobraba de la CIA? La estética era para los dueños de inmobiliarias y los abogados de divorcios. El pelo, sí, todavía estaba espeso, tanto que el peine casi no corría; pero también era cada día más gris y, con los nervios y las molestias intestinales, producía en un día caspa suficiente como para alimentar una de las máquinas de nieve artificial de la estación de Stowe. Habían tenido que arreglarle la nariz tantas veces, en aquellos tiempos en que se jugaba al rugby sin máscara, que una compañera de universidad le había dicho una vez que, de tan feo, casi resultaba «mono».
¿No decía la gente, pensaba Bennington, que después de los cincuenta empezaban a verse los pecados en la cara? Ojalá hubiera tenido él unos cuantos pecados más, pecados carnales de los buenos, cuyo recuerdo pudiera consolarle cuando se mirara al espejo en mañanas como ésta.
Volvió al dormitorio y puso la tele. Ello formaba parte de su rutina matinal, como lavarse los dientes; pero, como buen psicólogo, él sabía que lo hacía no por el afán de enterarse de lo que ocurría en el mundo sino, sencillamente, para llevar el sonido de voces humanas a su sórdido pisito de dos habitaciones, situado en el lado menos elegante de la carretera 123 de Vienna, Virginia, a pocos kilómetros del centro de Washington DC.
Cuando se iluminó la pantalla, Art observó que la luz roja del radiocasete que tenía al lado de la cama se había quedado encendida. Rebobinó la cinta y desconectó el aparato. Qué maravilla, la hipnoterapeuta de Tyson’s Corner. El que aquella mujer, con dos sesiones quincenales de media hora, le hiciera dejar de fumar sus dos paquetes diarios, no fue una sorpresa. Las investigaciones que, a lo largo de muchos años, había realizado por cuenta de la CIA, le habían permitido hacerse una idea de lo que se podía y no se podía conseguir con el hipnotismo. No; lo mejor fue que, gracias a este método, consiguió vencer el furor obsesivo que le habían producido el largo y encarnizado proceso de su divorcio y la devastadora sentencia con que culminó. Ahora incluso podía pensar en Terri de vez en cuando sin encenderse de indignación. Ella vivía en Wendover Court, Carriage Hill, al Oeste, es decir en el lado elegante de la carretera 123, en una espaciosa casa de ladrillo rojo estilo colonial. Una casa que había comprado él en 1973 por doscientos setenta y cinco mil dólares, dando de entrada hasta el último dólar que tenía ahorrado y cargando, en la Financiera Arlington, con una hipoteca a veinte años y al ocho por ciento de interés.
Ahora la casa valía casi un millón, pero ya no era suya, gracias a los buenos oficios y malas artes de la abogada de su mujer, una pécora a la que llamaban Gran Tiburón Blanco, que desahogaba su odio hacia los hombres crucificándolos cortésmente en el juzgado. Ella convenció al juez para que otorgara la vivienda conyugal a Terri, su ex mujer, que ahora residía allí con su último amante, un fulano que tenía cuatro años menos que ella y que se hacía llamar Consejero de Relaciones Públicas; en realidad, se dedicaba a vender el petróleo de cualquier dictador árabe o asiático que pudiera pagar sus honorarios.
Art movió la cabeza. Su hipnoterapeuta le diría que éstos no eran pensamientos adecuados para empezar un buen día. Esto ya lo sabía él, desde luego. Al fin y al cabo, Art Bennington había dedicado su vida a estudiar los complejos y frágiles procesos de la mente humana. Sin embargo, cuando él mismo se hundió en el mar de frustraciones propias de la mediana edad, tuvo que buscar quién le dijera lo que era evidente. Al principio, pensó en bajar al departamento de Personal y solicitar una serie de sesiones con un psiquiatra de la Agencia, pero después comprendió que esta decisión no era precisamente la más indicada para favorecer la carrera de un funcionario de la CIA, ya veterano. Nadie sabía mejor que Bennington que estas solicitudes disparaban en el sistema una serie de pequeños timbres de alarma.
Cuando Art vio que, gracias a aquella mujer, había dejado el tabaco, se preguntó por qué no recurrir a ella en vez de ir al psiquiatra. Así evitaría que sus problemas trascendieran. Por otra parte, su trabajo, basado en el estudio del comportamiento, le había permitido comprobar que la hipnoterapia profunda era un instrumento muy eficaz contra las obsesiones. En su caso, lo fue.
Al llegar a este punto de sus reflexiones, Art salió a la sala a hacer la vigorosa sesión de gimnasia que, desde que entró en la Agencia, formaba parte de su rutina diaria. Después, sudando profusamente, volvió al cuarto de baño, se pesó y se miró al espejo por segunda vez. Pesaba noventa y siete kilos, cinco más que cuando jugaba de defensa en el equipo de rugby de Princeton, a principios de los cincuenta, antes de que los jugadores de sesenta minutos se convirtieran en un recuerdo y los medios de comunicación se desentendieran del rugby universitario. De cuello para abajo, la imagen del espejo era bastante más halagüeña que la que contemplara antes, de cuello para arriba. Gracias a la gimnasia diaria, tenía un tronco ancho y musculoso, buenos bíceps y brazos fuertes. Bueno, la cintura, un poco dilatada, pero no tanto como algunos de sus subordinados, con veinte años menos.
El buen humor le duró hasta que se sentó a desayunar. En la bandeja le esperaban una pasta marrón de copos de salvado y leche desnatada azulada, un cuadro poco apetitoso y bastante deprimente. ¡Ay, Dios mío!, suspiró para sus adentros, recordando los tiempos en los que el desayuno era un auténtico placer: huevos revueltos con tocino y panecillos tostados, con rizos de mantequilla que se derretían en sus dorados surcos.
Art había llegado a la edad en la que la vida se reduce a una serie de obligaciones y en la que «basta» es la palabra clave: basta de mantequilla, basta de huevos, basta de buenos filetes. El colesterol: basta de pastel de crema de chocolate, basta de nueces con helado de vainilla. Los triglicéridos: olvídate de aquellas cenas mejicanas picantes que hacían que un cóctel Margarita se te evaporara en los intestinos, si no quieres que se te activen las hemorroides durante varios días. Basta de Martinis secos, tan fríos que el primer trago te mordía la lengua; basta de Johnny Walker etiqueta negra que, cuando agitabas el vaso, formaba un oscuro torbellino sobre el hielo. Una limonada Perrier y el hígado te lo agradecerá. Enciende un cigarrillo y te expones a que una horda de ecologistas te mate a palos mucho antes de que te ataque el cáncer. Basta de sexo: el sida. «¡Hostia! —pensó metiéndose en la boca la última cucharada de aquel mejunje rico en fibra—, cuando pasas de los cincuenta, ¿qué te queda?».
Mientras limpiaba los platos del desayuno, Art se decía que el divorcio, por lo menos, le había convertido en una perla del hogar. Este piso de soltero que había alquilado en Park Terrace, un bloque de tres plantas, construido en forma de «L», con cuatro entradas y dos apartamentos idénticos en cada planta de cada entrada, era una de esas edificaciones simétricas en las que, si una noche vuelves a casa un poco trompa, te expones a acabar en la cama del vecino, y no por mala intención, sino por despiste. El apartamento tenía una terraza de cuatro metros cuadrados con insuperables vistas a las salas de estar de los susodichos vecinos: un conglomerado de vendedores de coches usados, programadores de informática y maîtres de pizzería, a todos los cuales rehuía escrupulosamente, en parte, por esnobismo y, en parte, por la instintiva reserva que se adquiere trabajando para la CIA.
Art se dijo que ya era hora de ponerse su blazer inglés auténtico, comprado en Hawes & Curtis de Savile Row hacía veinticinco años. Era prácticamente su uniforme. Art recordaba con nostalgia el día en que lo encargó. Era en los primeros años sesenta, cuando en la CIA todavía predominaban los veteranos de la OSS de Allan Dulles y todo lo inglés estaba de moda. «También eran tiempos en los que trabajar en la Agencia Central de Inteligencia era un timbre de honor —pensó—, una vocación que la gente admiraba e, incluso, envidiaba». D’Arcy Watt, su homólogo inglés del M6, lo llevó un día a Hawes & Curtis, después de almorzar en el club White’s y lo presentó al viejo Mr. Winterbotham que, según le dijo Watt, era el sastre del príncipe Felipe y de Dicky Mountbatten. En los años sesenta, con el sueldo de funcionario de la CIA, de vez en cuando, podías permitirte el lujo de comprar un blazer como éste o media docena de camisas Turnbull & Asser. Ahora, cuando necesitabas una camisa, esperabas las rebajas del centro comercial.
En fin, tampoco era tan malo. No del todo. Era un jefe del servicio de inteligencia, categoría SIS4, mando superior de cuarto grado, dos grados por debajo de los directores adjuntos, que sólo eran cuatro. Al cabo de más de treinta y cinco años de servir a la nación, ganaba setenta y dos mil dólares al año, el sueldo máximo que el Gobierno pagaba a sus embajadores de carrera, a sus generales de cuatro estrellas y a los directores de sus centros nacionales de sanidad. Setenta y dos mil al año y la oportunidad de entrar en la riña de perros por el hueso de la prima de veinte mil dólares que, cada dos o tres años, se otorgaba a los funcionarios de su categoría, en lugar de los diez mil habituales.
Shearson Lehman Hutton y Goldman Sachs pagaba más que eso a chavales recién salidos de la Facultad de Empresariales de Harvard. ¿Y cómo contribuían ellos al bien de la nación? Ellos se dedicaban a montar fusiones y compras de empresas que dejaban en la calle a los obreros de las siderúrgicas de Youngstown y de las fábricas de Peoria.
Aquella mañana de primavera, Art, mentalmente, hizo inventario de sus bienes. El pasivo consistía en una cuota mensual de 1615 dólares por la hipoteca de una casa que ya no era suya y el activo en el Plan de Jubilación y Pensiones de la CIA, más 23 275 dólares en diversas acciones y 13 750 dólares depositados en la cuenta de ahorro de la CIA Credit Union. Y nada más. Eso era todo lo que tenía después de treinta y cinco años de servicio en uno de los cuerpos más selectos, si no el más selecto, del Gobierno de Estados Unidos.
De todos modos, nadie le obligó a entrar en la CIA, ¿verdad? Aún recordaba el día en que fue reclutado como si fuera ayer. Terminaba su período de interno en el Hospital Presbiteriano de Columbia y acababa de regresar de una guardia de veinticuatro horas, cuando recibió una llamada telefónica del doctor Pinckney Arledge, su profesor de neurología. El profesor tenía invitado en su casa a un amigo de Washington que buscaba neurólogos jóvenes y brillantes, con buenos conocimientos de farmacología. Bennington, muy halagado, fue a comer con el hombre de Washington al Dom’s Sub and Pizza, un local frecuentado por estudiantes, situado al otro lado de la Avenida Columbia. Bennington, al tercer sorbo de café y primer bocado de huevos revueltos, ya sabía que aquel individuo era de la CIA. El individuo sabía que él lo sabía, pero no dijo nada. El hombre de Washington recordó a Bennington que le esperaban dos años de servicio militar obligatorio, asistiendo a partos en Camp Gordon o localizando hernias en Fort Riley, Kansas, lo cual, desde el punto de vista médico, no era una experiencia muy formativa.
A continuación, el visitante le dijo que podía ofrecerle una alternativa que le daría la oportunidad de trabajar en su especialidad, el cerebro, al mismo tiempo que prestaba valiosos servicios a la nación. Tendría el grado y la paga de capitán, sin necesidad de poner los pies en un barracón del ejército ni de llevar uniforme.
Bennington aceptó encantado. A fin de proporcionarle una identidad aparente, se le destinó a una Unidad Médica de Enlace inexistente, en un despacho inexistente, con un teléfono que sonaba en el Pentágono. En realidad, su carrera en la CIA empezó en una organización tan pequeña, secreta y misteriosa, que su nombre no aparecía ni en los organigramas más reservados. Era una rama de la división de Servicios Técnicos de la vieja DDP, la subdirección de Proyectos, de operaciones clandestinas. La misión de la división era proporcionar a los agentes los medios más sofisticados de la profesión, desde pistolas silenciosas, hasta carteras con compartimentos secretos tan bien disimulados que eran prácticamente imposibles de detectar.
En su primer día de trabajo, Bennington almorzó en un restaurante campestre situado a unos treinta kilómetros hacia adentro del Estado de Virginia, con el hombre que lo había reclutado, el cual, entre sorbo y sorbo de Martini seco, proporcionó a Bennington una cantidad de información que cambió el curso de su vida.
Los altos funcionarios del Gobierno de Estados Unidos, incluido el propio presidente Eisenhower, estaban convencidos de que los sóviets y los chinos rojos habían desarrollado técnicas dirigidas a modificar el comportamiento humano, desconocidas para los estadounidenses. Las pruebas eran evidentes: las víctimas de los grandes procesos, como el cardenal Mindzetnski de Hungría, o los prisioneros norteamericanos de Corea, sometidos a lavado de cerebro, parecían estar drogados. La misión de su pequeña organización consistía en determinar cómo podía conseguirse esto; cómo podía modificarse el comportamiento de un individuo por métodos subliminales. Las consecuencias del éxito o del fracaso serían enormes, pudiendo estar en juego la misma supervivencia de la nación.
—Es un trabajo poco limpio —le advirtió su nuevo jefe—. Es lo que, a falta de mejor palabra, podríamos llamar «medicina perversa». La utilizaríamos para fines de defensa, no de ataque, por supuesto, pero no podemos ignorar que estamos trabajando con unas aplicaciones de la ciencia heterodoxas e inadmisibles.
Los nombres clave para la multitud de proyectos que estudiaba la organización eran tan inocentes como inquietantes sus objetivos. Por ejemplo, Pájaro Azul consistía en la «localización de individuos dotados de facultades de percepción extrasensorial, para determinar si sus dotes pueden ser aplicadas a los problemas prácticos del servicio de espionaje». O la búsqueda de una droga que pudiera introducirse en el vaso de un potencial desertor indeciso y que, durante diez minutos, le infundiera el valor necesario para dar el paso trascendental. Se habían invertido años para investigar la forma de acelerar la velocidad de absorción del alcohol por la sangre. ¡Qué espléndido regalo hubiera sido éste para los agentes de la CIA que tenían que pasar la noche en vela acallando, a fuerza de alcohol, las dudas de un posible desertor, u obteniendo información de un agente nervioso en una casa franca anónima! ¿Se podía hallar una droga que produjera amnesia temporal, a fin de inmunizar a un agente contra los interrogatorios? ¿O que hiciera dejar a un jefe de Estado hostil, por ejemplo, a un Nasser de Egipto, tartamudeante e idiotizado en un acto de masas, para desprestigiarlo?
Se habían hecho experimentos con la implantación de electrodos en el cerebro de animales. Se había localizado un «punto sensible» en el cerebro de una rata que, al ser estimulado eléctricamente, producía una sensación de intensa euforia. Si se colocaba un electrodo en aquel «punto sensible» de manera que pudiera captar una pequeña descarga eléctrica de una barra colocada sobre la jaula de la rata, el animal no hacía nada más que buscar la barra con el electrodo. No comía, ni bebía, ni respondía al impulso sexual. No hacía nada más que tantear la barra hasta que moría —muy contenta, desde luego— pero moría.
Habían implantado un electrodo en el cerebro de una paloma y, utilizando señales de radio, guiando al ave hasta la ventana de una casa franca del KGB situada en el distrito dieciséis de París. Una vez allí, el animal había depositado en el alféizar un transmisor de radio del tamaño de un dado, que durante varios meses hizo llegar a un cercano puesto de escucha de la CIA todo lo que se decía en aquella habitación.
El éxito más notable fue el conseguido con un mono en cuyo cerebro implantaron una antena, un receptor y un amplificador. El aparato captaba una pequeña señal de cinco microamperios que luego difundía por el hipotálamo, produciendo al mono una sensación de euforia. Enviaron al mono a la cumbre de una montaña de setecientos metros situada en Nuevo México y le hicieron bajar y regresar al punto de partida utilizando la técnica de Pávlov consistente en premios y castigos, una descarga de alegría cuando el animal seguía el buen camino, silencio cuando se apartaba de él.
Después, mucho después, cuando el cabrito de Frank Church arremetió salvajemente contra la CIA con su comité senatorial, Bennington fue una de las víctimas propiciatorias sacrificadas por el cuartel general para satisfacer la retroactiva moralidad de Church y su descomunal ambición por la presidencia del país. Frank Church lo presentó como una especie de perverso doctor Strangelove y le hizo responsable de los experimentos con el LSD, trabajo que en realidad fue emprendido por orden de la Casa Blanca. Y, desde luego, trabajo que representaba apenas el cinco por ciento de las actividades realizadas, en su búsqueda de medios para modificar el comportamiento humano.
Bennington contempló su imagen en el espejo. Podía estar peor, se dijo, teniendo en cuenta todos aquellos años de desgaste a los que había sometido a la vieja máquina. Se sentía un poco orgulloso de su aspecto, lo que quizá fuera bueno. Probablemente, un poco de vanidad contribuía a mejorar su aspecto más que una operación de estética que no podía pagar y que, en realidad, tampoco deseaba.
Se palpó los bolsillos, para asegurarse de que no olvidaba nada. «Doctor Strangelove», pensó con indignación. Le enfurecía pensar en aquella época. Bien, el título, el derecho a llamarse doctor en Medicina era algo que ni Church ni un comité del Congreso podían negarle —a pesar de que nunca ejerció la medicina ni colgó una placa en la puerta—. A veces, al ver al neurocirujano del barrio bajar por la rampa del parking George Washington en su Mercedes gris metalizado, hablando por el radioteléfono con su asesor financiero o con el administrador de sus propiedades en Telluride o Cayo Liford, se arrepentía. Pero la vida gira sobre los goznes de la elección y él orientó la suya cuando, al terminar sus dos años de servicio militar en la Agencia, sus superiores le pidieron que se quedara y renunciara a su ambición de ser un gran neurocirujano.
Lo que se le ofrecía a cambio era la oportunidad de situarse en la vanguardia de una de las ramas más apasionantes de la investigación científica, de relacionarse con los más grandes eruditos y tener acceso a la más avanzada tecnología, además de disponer de medios económicos muy superiores a los que la mayoría de las fundaciones médicas podrían ambicionar.
Como casi todo en la vida, tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Él tal vez nunca pusiera los pies en Cayo Liford, pero era jefe de la división de Ciencias del Comportamiento, de la dirección de Ciencia y Tecnología de la CIA, y tenía a su disposición un presupuesto de setenta y cinco millones de dólares. Su campo de acción era el más misterioso, insondable, retador y trascendental de los temas: el comportamiento humano en todas sus ramificaciones. Sí, él conducía un Volvo de quince años que el juez de su divorcio, muy consideradamente, le había dejado tras quitarle la casa, pero estaba en la cumbre, allí donde se producían los avances científicos más importantes y vitales de su época. Al fin y al cabo, esto era lo que le había llevado a la CIA, y lo que le había hecho permanecer allí, durante las tribulaciones de los setenta. Y era también la causa de que, a pesar de las violentas tormentas que a veces se desataban en su interior, estuviera aún allí esta mañana de primavera.
Salió a la puerta. Iba a dar la vuelta a la llave cuando se detuvo, volvió sobre sus pasos, sacó la bolsa de plástico negro del cubo de la basura, la ató y salió otra vez. Art Bennington podía ser el jefe de la división de Ciencias del Comportamiento de la agencia de espionaje más importante del mundo, pero no tenía quién le sacara la basura.
El oficial de Información de la Flota Submarina del Atlántico, de la Marina de Estados Unidos, se acercó a la mesa del almirante en jefe de la Comandancia de Norfolk, Virginia, llevando en la mano una carpeta azul, con las rayas diagonales rojas y negras de «MÁXIMO SECRETO» en el ángulo superior derecho. El almirante no levantó la mirada del informe sobre el estado de la Marina que estaba leyendo.
—¿Qué hay? —preguntó con impaciencia.
—Los últimos informes de la operación Concha Marina han llegado, señor —respondió el oficial, un comandante.
El almirante levantó la cabeza con brusquedad concentrando toda su atención en su oficial de Información.
—¿Y qué dicen?
—Son similares a los anteriores, señor. En once de las coordenadas que nos dio la CIA no había nada más que agua. Pero en la duodécima descubrimos algo impresionante. El Boston encontró a un Noviembre espiando al Ohio.
—¿Qué? —Las pobladas cejas del almirante se alzaron con brusquedad—. ¡No lo creo!
—Y, lo que es peor, el Ohio no se había dado cuenta.
El almirante golpeó la mesa con la palma de la mano.
—¿De dónde puñetas saca la Agencia estas coordenadas?
—No lo sé, señor. La Agencia no lo ha revelado. Si yo tuviera que hacer una conjetura, diría que tienen a un nuevo agente infiltrado en el mando naval soviético y están tratando de comprobar su información.
—¿Cuántas coordenadas nos han dado?
—Concha Marina lleva en marcha siete semanas, señor. Ochenta y cuatro coordenadas. Ésta es la tercera positiva.
—Es realmente extraño. ¿Cómo es posible que ése espía se equivoque tantas veces y luego, ¡zas!, dé en el clavo?
—No lo sé, señor. Es muy extraño.
El almirante reflexionó un momento.
—Diga a Operaciones que hagan regresar al Ohio a Norfolk y lo programen para otra zona. ¿Por qué puñetas no detectó a ese Noviembre?
—Debe de ser una de las unidades equipadas con nuevas hélices Toshiba.
—¡Malditos japoneses! Alerta a todas las unidades que tenemos en el mar sobre la posibilidad de que lleven un submarino soviético en los talones.
—Sí, señor.
—Y cuando hable con Langley diga a los de la CIA que sigan en la brecha, ¡por Dios!
Al levantar la mirada hacia las superficies de hormigón que, como un par de alas, se alzaban encima de la puerta principal de la Agencia Central de Inteligencia, Art Bennington no pudo menos que pensar en una grotesca ave prehistórica varada en el paisaje de Virginia. «Lo mismo que la mitad de los chicos que entran en la Agencia esta mañana», pensó. Todos avanzaban bajo la inerte mirada de bronce de Nathan Hale, el santo patrón de la Agencia y espía de la guerra de la Independencia, cuya estatua, levantada por orden de Allan Dulles, montaba guardia junto a la entrada principal del edificio. Con la cuerda del tirano británico elegantemente anudada al cuello, Hale parecía disponerse a pronunciar la frase imperecedera: «Lo único que siento es no tener más que una vida que dar por mi patria».
Noble sentimiento, convenía Bennington, y mucho más noble sería, de no existir tantas razones históricas para dudar de que Hale lo hubiera expresado. Al entrar en el amplio vestíbulo de mármol, Bennington se encontró frente al segundo lema de la Agencia que todos los días le deparaba verdadero deleite, la frase del apóstol san Juan grabada sobre la puerta: «Y la verdad os hará libres».
Cada vez que lo leía, se acordaba de la inscripción que había en la puerta del Ministerio de Información español en tiempos de Franco: «Nuestra misión es informar de la verdad al pueblo español». Debajo de esta conmovedora frase había un mural de lo que, para el régimen franquista, era la perfecta representación de cómo había de transmitir la verdad. En el mural, el ángel Gabriel anunciaba la Encarnación a la Virgen María.
A Bennington aquello siempre le pareció un buen exponente de la consideración que a los servicios de Información, incluido el suyo, les merecía la verdad. Sacó de la cartera su tarjeta de identificación de plástico y la introdujo en la ranura de una de las vallas automáticas, parecidas a las del metro, que guardaban la entrada de empleados. Lo mejor de la tarjeta era que en ella no se mencionaba para nada a la CIA. Un desconocido que la encontrara en la calle podría imaginar que abría la puerta de algún parking para jefes o daba acceso a los fondos de una cuenta de ahorro.
Cuando la tarjeta entró en la ranura, se encendió una pequeña pantalla de ordenador encima de la valla. Bennington marcó los cuatro números y dos letras de su código personal en el pequeño teclado situado debajo de la pantalla y la valla se abrió para permitirle el paso. Teóricamente, el artilugio representaba la tecnología más avanzada en sistemas de seguridad. Pero a Bennington y a otros se les había ocurrido que también servía para facilitar al «Gran Hermano» el control de los movimientos de un número de hombres y mujeres que se habrían levantado al unísono para protestar airadamente ante la mera sugerencia de que tenían que marcar en un reloj de entrada y salida.
El despacho de Bennington estaba en el ala C de la quinta planta, zona que albergaba las divisiones clave de la Subdirección de Ciencia y Tecnología. Al igual que en cualquier gran organización burocrática, en la Agencia existían sutiles distinciones entre el personal, así como una especie de escalafón fantasma. Los chicos simpáticos y atractivos, aquéllos que los directores exhibían cara al gran público, estaban en la Subdirección de Operaciones, la sección de la casa que se dedicaba a asuntos clandestinos. No había más que enviar a uno de ellos a una reunión y la gente se desvivía: inmediatamente se autorizaban los proyectos y se daba el visto bueno a los presupuestos. Los intelectuales, encabezados por un grupo de altos funcionarios a los que se llamaba el Colegio de Cardenales, estaban en Investigación y Análisis, la subdirección encargada de pulsar la actualidad nacional y confeccionar el resumen de El mundo, hoy que todas las mañanas se colocaba en la mesa del Presidente. El cuerpo selecto iba a parar a Contraespionaje, la vieja división de James Jesus Angleton. No destacaban mucho ni poseían la personalidad extrovertida de los agentes secretos pero estaban convencidos de que desempeñaban el trabajo más importante de la Agencia.
Los inconformistas, los magos creativos, estaban en la sección de Bennington, la C y la T. Así había sido desde el principio. En Washington, las oficinas del gobierno, ya sea el Pentágono o la Oficina de Asuntos Indios, recompensan a la gente que sabe cubrirse las espaldas, que no comete errores, ni se deja tentar por la oportunidad de correr un riesgo.
Ésta nunca fue la política de la Agencia. Aquí los altos jefes estaban siempre dispuestos a considerar, por lo menos, cualquier idea atrevida, por descabellada que pudiera parecer a primera vista. En Langley, la originalidad de criterios nunca suscitaba burla ni desdén. La Agencia se preciaba de su buena disposición para asumir riesgos, si bien, como Bennington había descubierto a su costa, los altos jefes no estaban siempre al lado para consolarte si tu intrepidez te hacía dar un traspiés. De todos modos, Bennington dirigía una división tan distinguida como cualquiera de las otras, prueba de que la CIA, al igual que la Iglesia de Roma, sabe acomodarse a las circunstancias y, llegado el caso, está dispuesta a ordenar sus valores según los imperativos de la necesidad.
Bennington sabía que, cuando andaba por los corredores del edificio, siempre había alguien, en algún sitio, que lo señalaba y susurraba a un novato: «Mira, ahí va el viejo Doc Bennington, el tío al que el comité Church dejó más quemado que un torrezno en los años sesenta por el asunto del LSD, ¿te acuerdas?». O, si el informante tenía otras ideas políticas: «Mira, ahí va el viejo Doc Bennington, el tipo que plantó cara a Colby».
De todos modos, hacía tiempo que Bennington había aceptado su papel de malo en la CIA, de pecador redimido que los jefazos gustaban de poner como ejemplo a los jóvenes funcionarios, para demostrar la buena disposición de la Agencia para recuperar y rehabilitar a las ovejas descarriadas.
—Hola, tesoro —dijo Art abriendo la puerta de sus oficinas.
Las palabras iban dirigidas a su ayudante, una inteligente y adicta licenciada por Vassar, de cuarenta y tantos años, para la que la Agencia era ya la única pareja que tendría en la vida. A las secretarias de la Agencia nunca se las llamaba por tal nombre. El término oficial era ayudante en el servicio de Inteligencia, y era perfectamente apropiado. Muchas conocían más secretos que el director.
—¡Vaya! Esta mañana estamos de buenas, ¿eh?
—¿Bromeas? —preguntó Bennington—. Me he olvidado de cuál fue la última vez que llegué de buen humor a trabajar a esta casa de locos.
Ann Stoddard le siguió a su despacho con una carpeta entre las manos.
—A ver si me acuerdo yo. —Levantó la barbilla hacia el techo como si un dedo invisible hubiera escrito allí la respuesta—. El día en que dieron el cese a Bill Colby.
Bennington emitió un sonido que tanto podía ser un gruñido como una carcajada y alargó la mano hacia la carpeta. Contenía sus «despachos de la noche», cables urgentes de sus subordinados o noticias de interés relacionadas con las Ciencias del Comportamiento. La misión del departamento consistía en patrullar por las fronteras de cualquier campo relacionado con la mente humana: cómo funciona, cómo puede ser estudiada, cómo determina el comportamiento, cómo se puede influir en éste, cómo modificarlo o controlarlo. Probablemente, ninguno de los campos de acción de la Agencia contenía más zonas oscuras, trampas y campos de minas legales. De vez en cuando, los hombres de Bennington trabajaban y hablaban directamente con los científicos. Pero lo más frecuente era servirse de organizaciones pantalla a fin de ocultar el interés de la Agencia por este tema.
En Michigan habían trabajado con neurólogos que utilizaban ondas de radio que podían ser pasadas por el cerebro de un individuo y, al salir, leídas a distancia. La idea era desarrollar un dispositivo por el cual pudiera leerse el estado anímico de una persona sin que ella se diera cuenta. Un hombre sentado a una mesa de negociaciones podría recibir una indicación sobre cuáles eran los sentimientos de su oponente, lo que le proporcionaría sin duda una considerable ventaja. En otro proyecto, su división había desarrollado unos auriculares que podían ser introducidos, por ejemplo, en un 747 de Iberia que llevara a Fidel Castro de La Habana a Madrid, de visita. Si el cubano se los ponía para seguir una película, dejaría en ellos un registro de sus funciones cardiovasculares tan completo como el que pudiera proporcionar el mejor electrocardiograma.
La gente de Bennington había producido un aparato que, instalado en un televisor, podía registrar a distancia la presión sanguínea, ritmo cardiaco y pulsaciones de un individuo mientras éste veía La ley de Los Ángeles, y obtener con ello una indicación de su estado de ánimo. Pero no era eso todo. Supongamos que Yasser Arafat decidía visitar la ONU y el dispositivo era introducido en su habitación del hotel. Cuando el hombre llegase a la habitación por la noche y conectara el televisor para ver, por ejemplo, a Ted Koppel, el aparato no sólo podría ser empleado para registrar todas sus constantes vitales sino que podría transmitir una onda electromagnética no detectable para afectar su estado emocional y alterar su ritmo cardiaco: acelerándolo para generar una sensación de estrés y ansiedad, o reduciéndolo para producir el letargo.
Los subordinados de Bennington temían que pudiera desarrollarse un dispositivo similar a éste con la propiedad de matar a una persona a distancia parándole el corazón con una microonda de precisión, y utilizando, no una gran potencia, sino frecuencias ajustadas con máxima exactitud. Nada indicaría que la víctima no había muerto de un ataque al corazón.
Además, estaba la mujer de California que experimentaba con la propiedad de influir en las emociones, que poseen las ondas electromagnéticas de muy baja frecuencia, similar a la utilizada por la Marina para comunicar con sus submarinos nucleares.
«Ustedes denme el dinero y tres meses —había dicho a uno de los hombres de Bennington—, y yo influiré en el comportamiento del ochenta por ciento de los habitantes de esta ciudad. —Se refería a la zona de la bahía de San Francisco donde ella residía—. Y ellos ni se darán cuenta. Puedo hacer que sean felices o, por lo menos, que se crean felices. O agresivos».
Evidentemente, ése era uno de los proyectos que, después de lo ocurrido con el comité Church, la Agencia no se atrevería a tocar ni con pinzas. Por otra parte, a más de uno, las palabras de la señora le sonaban a superchería. Ella solía hablar, por ejemplo, de una «frecuencia afrodisíaca» que había descubierto y que se hallaba alrededor de los 9,41 hercios. «Si se la conectas a un caballero —bromeaba—, lo tendrás toda la noche en el disparadero». Estos comentarios hacían que los científicos de la vieja escuela levantaran los brazos al cielo.
No obstante, les recordaba Bennington, la señora tenía colgado en la pared de su despacho un título de doctora en Física Nuclear otorgado por la Politécnica de California. Y la Politécnica no entregaba estos papeles como si fueran la lista de la lavandería. Por otra parte, muchos de los grandes avances de la Humanidad se debían a hombres y mujeres que habían desafiado a la ciencia oficial de su tiempo. Bennington solía decir que no había nada peor para el avance científico, que una mente estrecha. En un marco que tenía colgado detrás de su mesa estaba la mayor representación de los peligros que encierra el anquilosamiento mental. Era una frase pronunciada por el almirante William Leahy, asesor naval del presidente Roosevelt, durante la Segunda Guerra Mundial:
«El proyecto de la bomba atómica es la mayor estupidez que ha hecho este país. No puede dar resultado, y eso lo dice un especialista en explosivos».
El mundo hacia el que derivaba su especialidad —según apuntaban algunos de los informes— era misterioso, desconcertante e incluso, en opinión de Bennington, terrorífico. Durante los años ochenta, los estudios sobre el cerebro habían avanzado en progresión geométrica. Las nuevas tecnologías abrían unas posibilidades de exploración insospechadas e inconcebibles, hasta hacía una década cuando él estaba en la Facultad. Se especulaba sobre la forma en que los campos magnéticos y las ondas electromagnéticas podían afectar el cerebro, cómo operaban sus procesos electroquímicos y cómo éstos podían controlarse desde el exterior. Bennington solía comentar humorísticamente que alguno de los trabajos que realizaba su departamento en estos campos era tan secreto que hasta su nombre clave estaba en clave.
Bennington se disponía a leer los cables cuando entró en su despacho Pete Bancroft, su adjunto, de cuarenta y dos años, doctor en Física por la Politécnica de Carnegie. Bancroft cerró la puerta y se apoyó en ella con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba visiblemente nervioso.
—Art —dijo—, tengo que decirte algo que no te vas a creer.
—Pete, mi credulidad y mi incredulidad las dejé en el aparcamiento. Aquí no creo ni dejo de creer: simplemente, valoro.
—Lo ha hecho otra vez.
—¿Quién ha hecho otra vez qué?
—Esa mujer, Ann Robbins, la vidente de Nueva York. Acaban de llegar de Norfolk los informes de la operación Concha Marina. Son absolutamente increíbles. No sólo volvió a dar la situación exacta del submarino sino que el condenado estaba encima del Ohio, uno de nuestros Trident, sin que éste se hubiera enterado. La Marina está alucinada.
—¿Y los otros?
—Nada. Nada de nada. Aquí lo traigo. —Pasó un télex a Bennington—. A propósito de credulidad e incredulidad, Art —agregó mientras Bennington leía el télex—, a mí estas cosas me pueden. De siete veces, ésta es la tercera en que, con todos los miles de millas de agua que hay en los océanos, esa mujer nos da la posición exacta de un submarino. ¿Sabes qué dicen los de Estadística? Las probabilidades de que haya acertado por casualidad son de una entre veintisiete millones. —Su adjunto recalcaba cada sílaba de la cifra con acento de incredulidad—. ¿Cómo diantres puede hacerlo, Art? ¿Cómo?
—Mira, hijo, si tú y yo pudiéramos contestar a esa pregunta, los suecos nos darían el Nobel aunque supieran que trabajábamos para la CIA.
Bennington se levantó y se acercó a la ventana. Daba a un césped recién segado que descendía hasta una franja de arces y rosales silvestres en flor, que disimulaban parcialmente la antiestética cerca electrificada que rodeaba la Agencia. Operación Concha Marina. Ann Robbins. Concha Marina era un proyecto de bajo presupuesto y nula prioridad desarrollado por la División, como otra muestra del interés que, desde hacía cuatro décadas, tenía la CIA en explorar la percepción extrasensorial. Habían seleccionado a doce videntes, siete hombres y cinco mujeres, considerados los mejores del país, para un programa de diez semanas. Desde luego, ninguno de ellos sospechaba que estaba trabajando para la CIA. Se les había hecho creer que colaboraban en un proyecto experimental de la Marina. Toda la semana, se le daba a cada uno de ellos la fotografía de un submarino soviético y la de su capitán, y se le pedía que señalara el punto de los océanos en que se encontraba el submarino.
A cualquier persona normal y consecuente, aquel asunto le hubiera parecido una insensatez, el perfecto exponente de la frivolidad con que el Gobierno derrocha el dinero del contribuyente. Pero una extraña circunstancia no lo hacía tan insensato: hacía diez años, la Agencia había descubierto a una persona que poseía la inquietante facultad de hacer exactamente lo que el programa exigía a los doce videntes. Desde entonces, buscaban a otra persona que poseyera el mismo don. Al parecer, gracias a Concha Marina, al fin la habían encontrado.
—Aún faltaban tres vueltas para completar el programa, ¿no?
—Sí.
—Pues sigamos con él. Lo que menos nos conviene es armar revuelo. Asegúrate de que se callen en Norfolk.
—No hay cuidado. Están convencidos de que tenemos un topo en el Kremlin.
—¿Te imaginas la cara del jefe de Operaciones Navales si llega a averiguar de dónde sale toda esta información? —rió Bennington.
—Algún día tendrás que decírselo, Doc.
—¡Quizá!
—¿Que no? ¿Y eso?
Por la cara de Bennington cruzó la sonrisa que él gustaba de calificar de indulgente y caritativa.
—Pete, seguramente un chico tan avispado como tú no pensará que la finalidad de esta pequeña operación consiste en desarrollar un nuevo método para permitir a la Marina descubrir submarinos soviéticos, ¿verdad?
—Tal posibilidad me parecía remota, sí.
—Ni hablar. La Marina de Estados Unidos nunca, nunca, se fiaría de la palabra de un vidente, aunque acertara a descubrir el submarino noventa y nueve veces de cada cien. Y hacen muy bien.
—Entonces, ¿para qué hemos organizado este trabajo?
—Para algo que nos interesa a nosotros. Para encontrar una persona capaz de hacer estas cosas, encontrar submarinos o lo que sea con un buen porcentaje de aciertos.
—Pues, al parecer, ya la tenemos —dijo Bancroft sacudiendo la cabeza como para ahuyentar pensamientos impropios de un doctor en Física por la Politécnica Carnegie—. Pero te advierto que me siento como el que dijo: «No me lo creo ni aunque sea verdad». ¿Qué piensas hacer con la vidente?
Bennington se dirigió hacia su mesa.
—Convertirla en conejo de Indias, si se deja. Meterla en un laboratorio en el que podamos observarla de cerca. —Volvió a su sillón haciéndolo crujir. Bennington no se sentaba; se dejaba caer en la silla con una gran brusquedad que habría hecho palidecer a más de una anfitriona o provocado un infarto a un anticuario—. Son tantas las técnicas que hemos desarrollado durante estos diez últimos años para escudriñar en el cerebro que quizá, sólo quizá, al fin dispongamos de una que pueda darnos un indicio, una ligera pista, un atisbo de qué puñetas pasa ahí dentro cuando una mujer como ésta hace estas cosas.
—¿Y crees tú que esa Ann Robbins se prestará?
—¡Ah, Ann Robbins! —Al oír el nombre, una sonrisa, una sonrisa de verdad, afloró entre los pliegues de la cara de Bennington. Cuando se puso en marcha la operación Concha Marina, él se asignó la misión de contactar con Ann Robbins. En aquel momento, no la había visto ni en fotografía. Era, simplemente, un medio de cargar al Tío Sam los gastos de una visita semanal a Manhattan. La primera vez que tocó el timbre del apartamento, esperaba encontrar a la típica pitonisa: un vejestorio de dedos sarmentosos y una voz tan suave como la de un pescadero, una gitana de ciudad, con tanto sex-appeal como el periódico de ayer.
Encontró a una mujer no muy alta, de poco más de cuarenta años, pelo caoba y el cuerpo esbelto y musculoso de una gimnasta adolescente. Llevaba un traje negro, ceñido, de una tela elástica que acentuaba la redondez de sus glúteos y cada una de las suaves curvas de los muslos. En Ann Robbins no había más que un rasgo que recordara a una gitana: los ojos. Eran oscuros y vivaces y poseían un extraño poder para incitarle a asomarse a ellos: «Adéntrate en mí», parecían susurrar.
—Dentro de tres semanas, cuando termine el experimento, tendré que hablarle claro. Decirle quiénes somos en realidad y tratar de convencerla para que trabaje con nosotros.
Sus visitas a Ann Robbins, encarnando a un tal capitán Eldon Tyler, se habían convertido en el máximo aliciente de su semana laboral.
—De una cosa puedes estar seguro, Pete, hijo. Llevar a cenar a la Miss Robbins, pagando el Tío Sam, para tratar de reclutarla, será una de las misiones más gratas que nuestros jefes me han asignado en mucho tiempo.
Ann Robbins trazó una franja rosa sobre sus labios carnosos y luego los apretó para rematar la operación. Observó el resultado en el espejo mientras, con la mano libre, alisaba unos pelos rebeldes de los bucles estilo paje que enmarcaban su cara. Demodé, quizá, pero era un estilo que le sentaba bien. Y es que llega un momento en que una chica tiene que aprender a hacer pequeñas concesiones, abandonar un poco la moda para sacar el máximo partido en el resultado final, pensaba ella. Sonrió al espejo. «No está mal —decidió—. Nada mal».
Satisfecha, salió a la sala para dar el último repaso al apartamento. Con su habitual meticulosidad, comprobó la alineación de las estatuas en la librería: Shiva bailando; Ganesh, el Dios Elefante, una preciosidad; Hanuman, el Dios Mono con su descarada nariz dorada, y el Buda que un monje tibetano le regalara hacía una década en Darjeling, cuando hacía meditación. Las visitas suponían que Ann había elegido aquellas imágenes orientales por su valor artístico, y se equivocaban. Ella las tenía allí porque sabía que, durante generaciones, durante siglos, la gente les había rezado, las había venerado. Esta idea la unía en mística comunión tanto a los objetos como a los que depositaran en ellos sus esperanzas y temores.
Durante unos minutos, Ann se dedicó a arreglar las flores, crisantemos malva y media docena de rosas rosa, que la víspera compró en la calle, a la puerta del edificio Gulf and Western. Miró por la ventana los árboles de Central Park que se veían al final de la calle Setenta y uno. El cielo era de cobalto. Era uno de esos días electrizantes en los que sólo sentirse viva y en Nueva York era una pura delicia.
El capitán Tyler llegaría de un momento a otro. La mesa de bridge cubierta con tapete púrpura junto a la que Ann recibía a sus visitas, estaba dispuesta. En la repisa situada al lado de la mesa había una hilera de cristales, un cuarzo azul y rosa, un ónice negro y una obsidiana, los talismanes de la «nueva era». En realidad, a Ann no le servían de nada. Estaba convencida de que no eran sino las varitas mágicas empleadas por una nueva ola de farsantes y charlatanes para engañar a los crédulos clientes.
De todos modos, era lo bastante avispada como para tenerlos a la vista, porque su presencia surtía a veces un efecto sedante en muchos de sus clientes y, al fin de cuentas, lo que buscaba la gente que llamaba a su puerta era tranquilidad. Ann se veía a sí misma como una mezcla de psiquiatra, sacerdotisa, asistenta social y lo que las cartas le decían que era: consejera psíquica.
Éste no era el destino que buscaba cuando dejó su empleo de mecanógrafa en Benton and Bowles para hacerse vidente profesional. Entonces se veía a sí misma como una especie de jugadora de juegos psíquicos que utilizaba aquellas dotes extrañas e inquietantes, que en ocasiones parecía poseer, para enfrentarse a retos y enigmas como aquéllos para los que empezara a utilizarlos hacía dos décadas: la investigación policial.
Pero las cosas tomaron otro derrotero. Cuando su reputación se extendió por la ciudad, Ann se convirtió en una especie de adivina de la buena sociedad, la vidente chic de las revistas de buen tono que las señoras del visón iban a consultar al volver a casa, después de almorzar en La Grenouille o en Côte Basque. Ellas no preguntaban descaradamente por el desconocido guapo y moreno, como las menos afortunadas que frecuentaban las sórdidas pensiones de la calle Cuarenta y seis, en las que unas supuestas gitanas leían el tarot a veinte dólares la sesión; pero el tema no tardaba en salir a relucir en la conversación.
Por consiguiente, Ann se veía a sí misma convertida en una especie de máquina automática de consuelo sentimental para mujeres que, como ella, se acercaban a las cotas peligrosas de la mediana edad, salvo que la máquina no funcionaba con monedas sino con billetes de cien dólares. Pero, por extraño que parezca, eso era lo malo. Ann nunca había tratado de comprender la naturaleza de aquellas extrañas visiones que, a veces, llegaban a abrumarla ni deseaba comprenderla. Este conocimiento, si realmente era alcanzable, podría desbordarla. Lo que sí sabía, no obstante, era que no podía invocar esos poderes seis o siete veces al día, ahora sí y ahora no, como el que abre o cierra un grifo, ni aun con un billete de cien dólares. Por tanto, lo que Ann hacía con la mayoría de su nutrida clientela de semicelebridades era utilizar los conocimientos psicológicos acumulados en aquella misma sala a lo largo de quince años. Ella espiaba el parpadeo revelador, el movimiento nervioso con que se hacía girar una sortija o la delatora crispación de una mano y se lanzaba a explotar el filón que su perspicacia le había permitido descubrir.
Y, con frecuencia, acertaba y, una vez más, por todo el barrio de Eastside se comentaba la leyenda de Ann Robbins y una nueva remesa de clientes descendía de sus rascacielos. Como Ann era la primera en reconocer, una lluvia regular de billetes de cien dólares, libres de impuestos la mayoría, alegra bastante la vida. Pero, por otra parte, roba tiempo para trabajos peor pagados, como la ayuda a la policía, que en realidad fueron los que en un principio despertaron su afición por esta actividad.
Nadie sabía mejor que Ann que la policía utilizaba los servicios de los videntes mucho más de lo que el público imaginaba y la propia policía reconocía. Desde luego, ante un tribunal el testimonio de un vidente carece de valor y muchos policías consideran que la utilización de un vidente puede hacer peligrar una acusación. Por tanto, cuando la policía recurría a ella, generalmente apelaba a su discreción y la retribuía con parquedad. En los casos en que una vidente como Ann revelaba información que parecía convincente, la policía utilizaba ésta para inducir al sospechoso a hacer la confesión que le convertiría en huésped de las penitenciarías de Nueva York, sin que ni él ni su abogado sospecharan que la información procedía de un vidente.
Los nombres de Ann y de una docena de parapsicólogos como ella esparcidos por todo el país, figuraban en el fichero de un funcionario del Senado de Washington que, extraoficialmente, hacía de enlace entre la comunidad de parapsicólogos y las agencias gubernamentales deseosas de utilizar sus servicios. Ann sabía que el Pentágono, el FBI, el Servicio Secreto y el Consejo Nacional de Seguridad se habían servido de parapsicólogos en varias ocasiones, con mejor o peor fortuna.
Ella misma fue uno de los tres videntes que el Pentágono envió a Italia, a instancias de Caspar Weinberger, para tratar de localizar al general James Dozier, secuestrado por las Brigadas Rojas. Aquel viaje puso de manifiesto los problemas e inconvenientes de la utilización de métodos paranormales para la investigación policial. Uno de los colegas de Ann dijo que Dozier estaba prisionero en una habitación contigua a una cocina en la que alguien cocinaba pasta, dato que, en Italia, no era de gran ayuda. Los videntes aportaron, en conjunto, a la policía italiana una serie de datos acerca de los que se sentían bastante seguros: que Dozier estaba en el segundo piso de un edificio de apartamentos; que la puerta del apartamento era verde; que en la planta baja del edificio había mucha gente. Uno de los tres hizo un dibujo de la vista que él afirmaba se obtenía desde la ventana de Dozier: una pequeña piazza con una fuente en el centro y bancos alrededor.
Ninguno de estos datos tenía la especificidad necesaria para ser de utilidad a la policía. Dozier fue localizado por métodos policiales convencionales. Pero cuando lo encontraron comprobaron que, efectivamente, estaba en un apartamento que tenía la puerta verde, situado en el segundo piso de un edificio de la Via Pia de Monte, encima de un supermercado, y con vistas a una plazuela muy parecida a la que el colega de Ann había dibujado.
Ann sabía que otros parapsicólogos habían sido utilizados por el Pentágono para localizar un bombardero a reacción soviético TU95 que se había perdido en África, antes de que lo encontraran los propios rusos y, también, un Intruder A6 que se había estrellado en un lugar muy apartado de los montes Senandoah. Durante la crisis de los rehenes americanos en Teherán, Keith Harary, otro colega, había sido empleado en secreto por el Consejo de Seguridad Nacional para tratar de averiguar dónde y cómo estaban los rehenes en el interior de la Embajada norteamericana en Teherán.
El capitán Tyler, Ann estaba segura, la había localizado a través de los miembros del Pentágono para los que ella había trabajado en Italia. Le gustaba el reto que él le proponía. Era una especie de juego, un juego de niños y, en cierta manera, a Ann siempre le pareció que sus experiencias parapsíquicas más satisfactorias se producían como resultado de una especie de juego sofisticado.
Al acordarse del capitán, se fue rápidamente a la cocina a poner agua para el té. Antes de que el agua hirviera, sonó el timbre de la puerta.
El capitán vestía de paisano, como de costumbre. Llevaba blazer azul marino, pantalón de franela gris y camisa azul con las puntas del cuello arqueadas como anchas fosas nasales. Era un hombre tan corpulento, con unos hombros tan anchos, que el vano de la puerta parecía pequeño para él.
Después de colgar el abrigo, ella lo miró y se rió. Le divertía el hueco que el capitán tenía entre los dientes de arriba.
—Le dije que se arreglara ese hueco de los dientes. Veo legiones de mujeres en su futuro, cuando se lo haya tapado.
Art Bennington fue a guiñarle un ojo, pero lo pensó mejor y desistió. Bastaría la media sonrisa de granuja, se dijo. Aquel hueco entre los dientes sobre el que ella siempre tenía algo que decir, era su sello personal.
—Este hueco me ayuda a pensar. ¿Dónde pondría la lengua si no cuando empiezo a darle vueltas a la máquina?
Él la siguió a la sala mirándola con un interés que no tenía nada de profesional. Llevaba una falda beige cruzada que se tensaba sobre su trasero firme y descarado, y una blusa de satén blanco que, provocativamente, dejaba entrever un sujetador de blonda.
Ella lo dejó sentado en el sofá, contemplando atentamente la sala, mientras iba en busca de la bandeja del té. En sus visitas a Ann Robbins, una cosa le había llamado la atención, además de la propia Ann: su evidente predilección por los colores rosa y púrpura.
—¡Vaya —dijo—, por lo que se ve, le gustan el púrpura y el rosa!
—No es eso —respondió ella, dejando el té encima de la mesa, delante de él—. Cada color tiene su significado. Por lo menos, para una persona como yo. El rosa es el color del amor universal, a diferencia del rojo o escarlata que es el color de la pasión, la pasión sensual y también la pasión de la ira y la rabia. El púrpura es el color de la curación. Me gusta rodearme de colores que significan algo para mí.
—¿Nada de rojos apasionados?
—Ésos están en la otra habitación —rió Ann.
—¡Ah!
Bennington levantó una ceja formando un pico diabólico, truco que había aprendido de adolescente y que, en este caso, quería manifestar el interés que el capitán Eldon Tyler de la Marina de Estados Unidos tenía en explorar aquella otra zona.
—Una pregunta: dicen que los parapsicólogos, especialmente las mujeres, tienen sentimientos muy vehementes. ¿Es así?
Ann se había arrodillado en el sofá, sentada sobre los talones, de cara a él, y con la falda beige por encima de las rodillas. Se había quitado los zapatos y Bennington de buena gana hubiera deslizado la mano sobre uno de aquellos muslos provocativos.
—Sí; creo que es verdad. Pero, al mismo tiempo, temen las complicaciones sentimentales.
Art advirtió que ella olía a un perfume dulce y oriental. Jazmín, probablemente. Sus largas uñas escarlata giraban como las aspas de un molinillo de viento mientras movía las manos al hablar.
—Sí, comprendo que tema usted que sus clientes lleguen a depender sentimentalmente de usted.
—Y no sólo los clientes —sonrió Ann.
—¿Los hombres, por ejemplo?
—¡Oh!, desde luego. Muchas parapsicólogas conocidas mías se sienten atraídas por relaciones más bien místicas. ¿Ha oído hablar de Eileen Garrett[1]?
—Desde luego.
—Ella era de ésas. Buscaba relaciones casi anónimas. Le gustaban los hombres a los que podía recoger como si fueran pajaritos enfermos, consolarlos y cuidarlos y luego lanzarlos del nido, para que volaran solos.
—Bien —por lo menos, tantearía el terreno—, vamos a ver cómo me sale la imitación de petirrojo con un ala rota.
Las palabras de Bennington arrancaron una sonora carcajada a Ann Robbins.
—Mi querido capitán Tyler, usted no tiene nada de pájaro enfermo.
El brillo de su mirada anunciaba a Bennington una grata noticia: los pajaritos heridos no eran la debilidad de esta vidente. «Tú espera a que pueda quitarme el disfraz», pensó él. Se inclinó y abrió la cartera.
—Creo que será mejor que empecemos a trabajar.
Se levantó y sacó un gran mapa del océano Atlántico. Lo abrió y, cuidadosamente, lo puso encima de la mesa. Los bordes del mapa sobresalían del tapete púrpura. Art volvió a meter la mano en la cartera y extrajo dos fotografías. Una era de un submarino. Era uno de los nuevos submarinos rápidos de ataque de la Unión Soviética, clase Tifón, con casco de titanio, proa achatada y una línea que recordaba la de un delfín hinchado. En la torre tenía pintado el número S92, número por el que la nave era conocida por sus enemigos de la Marina de Estados Unidos.
La segunda fotografía era de un oficial naval soviético de rostro grave, con dos hileras de condecoraciones en el pecho de su guerrera azul. Era el comandante Vladimir Besnovski, capitán del S92.
Cuando hubo colocado las dos fotografías en la mesa y Ann tomó asiento, Bennington señaló el estrecho de Skagerrak, entre Goteborg, en Suecia, y la punta de la península de Jutlandia, en Dinamarca. Debajo de aquellas aguas discurría una cadena de sondas de sonar de la OTAN, engarzadas en un cable eléctrico como una sarta de perlas.
—El submarino fue detectado por última vez en esta zona hace veinticuatro días, a las 16:33, hora de Nueva York.
Dicho esto, Bennington volvió al sofá, se sentó y permaneció quieto y en silencio, para no distraerla. Había realizado varias veces aquella operación, y el proceso variaba poco. Ann, sentada ante la mesa, con las manos juntas sobre el mapa, miraba al vacío como si meditara. Parecía haberse olvidado de él. En una visita anterior, ella le había explicado que tenía que abstraerse del mundo material que la rodeaba y de su propia visión de ese mundo, para permitir que ocurriera lo que tuviera que ocurrir.
Ann podía permanecer inmóvil durante cuarenta minutos y, súbitamente, como si saliera de un trance hipnótico, anunciar que no había ocurrido nada. A veces, en menos de cinco minutos, señalaba un punto de los vastos mares sin marca alguna y afirmaba categóricamente que allí estaba, al acecho, el submarino soviético.
Aquel día, Bennington, al cabo de media hora de espera, empezó a pensar que la sesión sería infructuosa. Ya se había resignado a ello cuando Ann Robbins se movió. Estaba más pálida y Bennington vio que la frente y el labio superior le brillaban de sudor. Poniendo el dedo en un punto del mar azul situado al Sudeste de las Azores, anunció:
—Aquí.
Bennington se levantó y anotó escrupulosamente las coordenadas de latitud y longitud, y luego marcó el lugar del mapa con el bolígrafo.
Ann se puso en pie desperezándose. Su visitante observó que jadeaba un poco al respirar.
—Me gustaría saber si esto sirve para algo —dijo—. Creo que me ayudaría.
—Lo imagino —respondió Bennington—. Pero comprenda que se trata de un asunto muy delicado. Lo siento, pero no puedo decir nada. Y, ¡por Dios!, recuerde que no debe hablar con nadie de mis visitas. Piense en la que se organizaría en los periódicos si llegara a sospecharse que la Marina utiliza parapsicólogos para localizar submarinos rusos. Y —agregó, en tono de advertencia final— nunca se sabe. Puede haber personas a las que no les guste que usted nos ayude.
Bennington recogió el mapa y las fotografías y guardó todo en la cartera. Luego puso cuatro billetes de cien dólares encima de la mesa.
—Ha sido muy interesante, como siempre —dijo él estrechándole la mano. «Y más interesante será llevarte a cenar cuando termine esta comedia», pensó. Ella le dio un breve pero perceptible apretón en la mano. «Quizá, además de encontrar submarinos rusos, lee el pensamiento», pensó Bennington.
Al salir a la calle, Bennington miró a uno y otro lado. La calle 71 estaba desierta. Examinó los coches aparcados junto a la acera; parecían vacíos. Andando sin prisas, cruzó hacia Central Park y se dirigió al centro. Puso en práctica su táctica de «despiste de perseguidor». Cuestión de rutina, naturalmente. Finalmente, en la calle Cincuenta y cuatro, tomó un taxi y se hizo llevar a la delegación de la CIA en Nueva York, situada en la plaza de las Naciones Unidas.
En lugar de ir por Dolly Madison para dirigirse al cuartel general de la CIA en Langley, Bennington salió al Cinturón Sur y dobló por la 395 hacia Alexandria. Parecía que hacía un mes, no cuarenta y ocho horas, que había visitado a Ann Robbins en Nueva York. Su punto de destino era un edificio de tres pisos de acero y cristal verde oscuro, situado en el número 2640 de la avenida Huntington, el prototipo del complejo de oficinas que, durante las dos últimas décadas, había proliferado en los alrededores de Washington como la mala hierba en césped de urbanización. Estas edificaciones solían albergar a una clase de empresarios llamados, en la jerga de la capital, los «bandidos del cinturón», por su especialidad en conseguir el dinero del contribuyente.
El Gabinete de Investigación Electrobiológica, despacho 500 del segundo piso, poseía las características del perfecto ejemplar de esta especie. Los folletos que había sobre la mesa de la sala de espera describían la compañía como «una empresa de Virginia, fundada en 1966 para el estudio de los efectos de los campos de fuerza electromagnética en los sistemas biológicos» y la búsqueda de «ampliaciones prácticas destinadas a la mejora de la educación, la medicina, la terapia del cáncer y las ciencias del comportamiento». Un buen observador, no obstante, habría advertido el gran espesor de la puerta del despacho 500 y, sin duda, le habría llamado la atención que fuera la única entrada a la media docena de habitaciones que componían el despacho.
El Gabinete de Investigación Electrobiológica era, en realidad, una pantalla de la CIA, uno de los cerca de media docena de satélites similares existentes en la división de Ciencias del Comportamiento dirigida por Bennington. Tenía un laboratorio en la costa de Maryland, aparentemente dedicado al estudio de sistemas de radar, que él utilizaba de tapadera para ciertos experimentos con animales. Disponía también de instituciones similares al otro lado del Potomac —en Georgetown—, en Palo Alto —California—, en El Paso —Texas—, en Framingham —Massachusetts—, y dondequiera que prosperasen las industrias de tecnología punta.
Para sus proyectos más importantes, de presupuestos multimillonarios, Bennington podía servirse de los grandes laboratorios nacionales, «Lawrence Livermore», en California, y «Sandía» y «Los Álamos», en Nuevo México. Para proyectos pequeños y más delicados, prefería operar por medio de pantallas como el gabinete Electrobiológico. Todos los empleados de la empresa, desde la recepcionista y las secretarias hasta los directores técnicos, eran de la CIA. Ello confería a la operación grandes medidas de seguridad.
Bennington se instaló en el despacho libre reservado para él y, después de que una secretaria le trajera una taza de café, se acercó a la caja fuerte electrónica empotrada en la pared. De ella extrajo un memorándum de una página que, en cierto modo, configuraría el orden del día de la reunión de la mañana. Las tapas llevaban el sello de la Agencia y la etiqueta «MÁXIMO SECRETO».
El texto decía así:
OPERACIÓN BELLA DURMIENTE
Objetivo: Estudiar las posibilidades teóricas del empleo de campos electromagnéticos de muy baja frecuencia generados artificialmente, en los siguientes casos:
1. Secuestros:
—Utilizar un campo electromagnético para operar una distorsión perceptiva en los secuestradores, reduciendo su capacidad de percepción y de defensa o perturbando sus facultades de raciocinio.
—Incapacitar temporalmente a los secuestradores mientras se efectúa el rescate por fuerzas amigas.
2. Terrorismo:
—Trastornar a distancia el ritmo cardiaco de un terrorista.
—Distorsionar la percepción como se indica en 1) o perturbar la capacidad de procesar información del cerebro del terrorista.
—Incapacitar al terrorista permanente o transitoriamente.
3. Control de masas hostiles:
—Distorsionar la percepción de los individuos.
—Perturbar los procesos fisiológicos de todos o de algunos individuos de la masa.
Esto, así lo veía Bennington, era la puerta al siglo XXI. A pesar de Ronald Reagan y de su guerra de las galaxias, los conflictos del futuro no se dirimirían en los infinitos espacios exteriores sino aquí, en la tierra, con unas armas mucho más terribles que los láseres y las estaciones espaciales, con la ingeniería genética, emanaciones electromagnéticas y otras armas como las que Buck Rogers esgrimía en las historietas de los años treinta. Ésta era la auténtica amenaza. Y estas armas se usarían no en la inmensidad del espacio exterior sino en el interior de las más pequeñas de las células conocidas: las neuronas del cerebro.
«¡Dios mío! —pensó—, si los periódicos llegan a sospechar que la Agencia considera siquiera el empleo de armas que pueden hacer cisco el mecanismo del pensamiento o achicharrar las células cerebrales con radiación electromagnética, el cirio que montarían haría que el comité Church pareciera una merienda de ancianitas. Esta vez no se contentarían con darme una patada en los huevos sino que me los arrancarían y harían picadillo».
Pero él sabía que, durante la última década, los sóviets habían demostrado por este campo de la investigación más interés que por ningún otro. La secretaria llamó a la puerta con los nudillos, interrumpiendo su meditación.
—Ha llegado el profesor —dijo—. Le esperan en la sala de conferencias.
Bennington cruzó el vestíbulo y saludó a los tres jóvenes científicos de la CIA que empleaba el Instituto, y al profesor Austin Kilbourn, neurofisiólogo de la Universidad de Calgary que venía a informar de los resultados de una investigación que había realizado por contrato. Era un hombre delgado, de menos de cuarenta años, brillante, con una vivacidad y una versatilidad muy del agrado de Bennington.
Después del café y de un preámbulo de chismes y otras trivialidades, el profesor tomó la palabra. Ya había preparado la máquina de vídeo y colocado en un caballete dos dibujos esquemáticos, uno de un cerebro humano y otro del de una rata.
—Vamos a ver —dijo—, lo que ustedes me preguntaron fue: «¿Sería posible desarrollar armamento electromagnético que pudiera emplearse, por ejemplo, contra una turba furiosa, para mitigar su afán de cometer atropellos? ¿O ser utilizado para neutralizar terroristas, digamos, en un caso de secuestro?».
»He revisado unos trabajos, francamente notables, hechos por el profesor Rodríguez Delgado con toros bravos, cuando ejercía en Yale. Delgado estudiaba gatos, monos, chimpancés y, posteriormente, en España, toros bravos, buscando las zonas del cerebro que podían aumentar o disminuir la agresividad de una especie. En España, anestesiaba a los toros y les implantaba electrodos en el cerebro. Los terminales estaban insertos en el cráneo y conectados a estimuladores miniaturizados que Delgado podía excitar con una señal de radio.
Kilbourn se frotó las manos con gesto de satisfacción y prosiguió:
—Echaron el toro a la plaza donde le esperaba el torero. El animal embistió al hombre como si fuera a matarlo. Entonces, desde diez metros de distancia, Rodríguez Delgado envió una señal de radio que cortó la agresividad del toro, ¡zas!, y el bicho quedó convertido en un minino. El torero se acercó a él, le acarició y el animal ni se movió.
»El científico quitó la señal y allá se fue otra vez el toro hecho un asesino. —El profesor efectuó una pausa—. La trascendencia de esto es enorme. La agresividad también ha sido inhibida en las personas por medio de electrodos implantados en el cerebro, para fines terapéuticos o de diagnóstico.
Los tres científicos de la CIA estaban erguidos en sus asientos, en vilo, como si les pincharan.
—Pero eso no es todo. —Al igual que la mayoría de profesores, Kilbourn solía guardar lo más sabroso para el final—. Delgado estaba convencido de que los mismos efectos podían conseguirse sin necesidad de implantar los electrodos en el cerebro del animal, enfocándole un campo electromagnético regulado con precisión. Y así lo hizo con otros animales. Consiguió que los peces combatientes dejaran de combatir, por el procedimiento de exponerlos a un campo electromagnético. También experimentó con monos, a los que exponía a campos diferentes. Uno se quedaba dormido y otro se ponía furioso, según la señal que se les enviara.
Kilbourn se levantó y se acercó al caballete. Allí se quedó unos momentos en silencio, golpeándose la palma de la mano con el puntero láser.
—Aquí tenemos un diagrama esquemático del cerebro humano. En este punto, en la parte posterior del cerebro, donde arranca la columna vertebral, poseemos un montón de células que contienen histamina. —Miró a su pequeño auditorio—. Todos ustedes habrán tomado antihistamínicos cuando están resfriados. Ello se debe a que la histamina tiende a congestionar. Produce mucosidad.
»Ahora bien, lo interesante es que la zona situada alrededor de estas células también puede generar la náusea. Si, manipulando estas células, se provoca una descarga de histamina, al momento nos sentimos mareados y, a los pocos minutos, sacamos las tripas. Y pueden ustedes apostar lo que quieran a que, en un periquete, el afectado perderá la agresividad y se desentenderá de todo. Entonces nos hicimos esta pregunta: ¿existe el medio de activar electromagnéticamente esas células a distancia, de exponerlas a un campo electromagnético desde el exterior del organismo humano haciendo que ordenen la descarga de una dosis masiva de histamina en el cuerpo de un hombre hasta dejarle completamente mareado?
Uno de los ayudantes de Bennington silbó por lo bajo. Kilbourn le miró y asintió lentamente.
—Esto tiene consecuencias trascendentales, desde luego. —El profesor volvió al caballete—. En el cuerpo humano no hay órgano mejor protegido contra la radiación electromagnética que el cerebro. Por casualidad o por designio divino, el cráneo es una barrera extraordinariamente eficaz contra la mayoría de las emanaciones electromagnéticas a las que estamos expuestos en la vida moderna. —Otra sonrisa enigmática cruzó por la cara del científico—. Interesante, ¿no?, si tenemos en cuenta que el cráneo se desarrolló mucho antes de que el hombre tuviera ni la más remota idea de lo que era la electricidad.
»De todos modos —prosiguió Kilbourn volviendo al tema—, esto significa que los campos electromagnéticos que mejor pueden atravesar la barrera del cráneo son los de muy baja frecuencia, por su gran poder de penetración. Nosotros sabemos —agregó, señalando la pizarra— que, en el cerebro de la rata, las células generadoras de histamina están ubicadas en el mismo sitio que en el cerebro humano. Por lo tanto, se nos ocurrió que si en las ratas del laboratorio podíamos producir el efecto deseado, una vez acumulada la experiencia suficiente, podríamos hacer otro tanto en los seres humanos.
Kilbourn puso en marcha el vídeo. La pantalla del televisor se encendió y en ella apareció una jaula llena de ratas, una docena de asquerosos bichos que correteaban y comían. En el ángulo superior derecho de la pantalla brillaba una luz roja.
—Acabamos de exponerlos a un campo de una intensidad de 0,5-3 Tesla, a quince hercios —dijo Kilbourn.
Durante unos minutos no pasó nada. Entonces, casi como a una orden, las ratas empezaron a tenderse en el fondo de la jaula. Unas quedaban inertes y otras se retorcían con evidente dolor. A los pocos segundos, todas parecían agonizar.
—¡Dios del cielo! —suspiró Bennington.
Sus tres ayudantes no podían hablar, del asombro.
—¿Quiere decir que lo que acaba de hacer con esas ratas podría hacerlo con las personas, utilizando los mismos medios? —preguntó Bennington.
Kilbourn se apoyó en la pared, golpeándose otra vez la palma de la mano con el puntero.
—Hay mucha diferencia entre trabajar en el laboratorio o hacerlo en la vida real. Pero si quiere plantearse el desarrollo de un arma electromagnética que pueda utilizarse para controlar una masa hostil o reducir a unos terroristas, éste es el camino. Lo bueno de esto es que los efectos no son permanentes, no te agujerean el cuerpo, como las balas.
—Está bien —dijo Bennington—. Vamos a suponer que media docena de palestinos chalados han secuestrado un Pan Am 747 con dos centenares de personas a bordo y lo tienen en una pista del aeropuerto Kennedy de Nueva York. ¿Se podría utilizar esa técnica en semejante caso?
—Se podría. Habría que envolver el 747 en un campo magnético de una intensidad calculada con precisión. Marear bien a todos los que estuvieran a bordo: terroristas, rehenes y tripulación y lanzar a las brigadas especiales que podrían actuar sin encontrar oposición.
—¿Qué tamaño tendrá la máquina que emita esa señal?
—La intensidad de la señal disminuye a razón del cubo de la distancia calculado desde la fuente de energía. O sea, dentro de una habitación, resulta fácil conseguir el efecto. Para operar desde doscientos o trescientos metros, necesitarás un aparato que tendrías que llevar en una furgoneta como las de los restaurantes que sirven comidas a domicilio. Durante la noche, podrías aparcarla donde los terroristas no pudieran verla y, cuando llegasen las brigadas especiales, conectar el aparato.
—¿Y ese campo electromagnético podrá atravesar el fuselaje del 747?
—¡Oh!, por supuesto.
—¿Y los terroristas no notarían nada sospechoso cuando se conectara el generador?
—Nada. Es una energía imperceptible. Es como las señales de radio y de televisión que en estos momentos flotan alrededor de nosotros en esta habitación.
—Supongamos que en el avión viaja una simpática viejecita que padece del corazón —dijo Bennington—. Si sufre un violento mareo, ¿no es posible que sufra un infarto?
—Sí —dijo Kilbourn—. Siempre existe ese peligro.
—¿Y los efectos secundarios en las personas expuestas a ese campo electromagnético? —preguntó Bennington—. ¿Sabemos si eso puede afectar al equilibrio hormonal, la estructura celular o sabe Dios qué?
—En estos momentos, no lo sabemos —reconoció Kilbourn—. Pero, dada la intensidad del campo y la brevedad del tiempo de exposición, supongo que esos efectos serían temporales e insignificantes. Pero habría que hacer algunos experimentos para despejar estos interrogantes.
—¿Con seres humanos?
—Si lo hace con hormigas no encontrará las respuestas que busca.
Kilbourn volvió a su sitio en la mesa, disponiéndose, evidentemente, a finalizar su explicación.
—Miren —dijo—, si están decididos a seguir adelante con esta investigación, llegará el día en que ustedes construirán un generador que podrá instalarse, por ejemplo, en embajadas situadas en países eventualmente hostiles. Digamos que una turba se lanza contra su embajada en Teherán. Los marines ponen la máquina en la ventana, la activan y, según sea la configuración del terreno delante de la embajada, tendrán a cinco mil iraníes vomitando en la calle en lugar de tenerlos dentro del edificio, reteniendo a rehenes.
—¡Ah! —sonrió Bennington—. Es una imagen muy grata.
A continuación, Kilbourn se despidió y Bennington lo acompañó hasta la puerta y volvió a la sala de conferencias donde estaban sus colaboradores.
—Bien —dijo—, ha sido una charla muy interesante y de las que dan que pensar, ¿no creen?
El encargado del proyecto, un físico del Instituto Tecnológico de Massachusetts, carraspeó.
—Hace tiempo que se habla de la forma en que los campos electromagnéticos de muy baja frecuencia afectan al sistema nervioso central produciendo cambios en el comportamiento, modificando las células, etcétera. Pero casi todos los que se interesan por el tema se encuentran fuera del ámbito científico principal. La ciencia académica tiende a rechazar esta idea categóricamente. La teoría clásica dice que un hombre de metro ochenta no puede ser una antena que capte una onda electromagnética de miles de millas de longitud, a no ser que esté muy cerca del generador. Y esas frecuencias muy bajas tienen longitudes de onda de ese orden.
—Sí —convino Bennington—. Pero recuerdo cuando empezó a hablarse de las armas lanzadoras de haces de partículas. Entonces todos los científicos del gobierno desestimaron la idea. Eso nunca funcionará, repetían. Pero vinieron unos individuos un poco chalados que dijeron: «Bueno, la cosa parece descabellada, pero quién sabe». Ahora tenemos en marcha un programa de guerra de las galaxias, basado en haces de partículas y hay gente que asegura que los rusos llevan años trabajando en ello. ¿No podría ocurrir lo mismo con esta cuestión?
—Eso es lo preocupante —dijo otro de los jóvenes científicos de Bennington—. Todos sabéis que hay informes que dicen que los rusos han hecho grandes avances en este campo. De acuerdo, esto es muy discutible. Pero sí nos consta que los rusos investigan en sistemas electromagnéticos.
«¡Ah, Dios mío! —pensó Bennington—, esto es el túnel del tiempo. Me parece haber vuelto a los años cincuenta. Yo soy un chaval y todos estamos muy preocupados por la idea de que los rusos descubran como utilizar LSD para modificar la conducta de las personas».
—No hay que olvidar que Kilbourn habla de ratas —dijo—. Nosotros hablamos de personas. Y no podemos pasar de unas a otras sin experimentar antes con seres humanos. Y eso nuestro gobierno nunca lo autorizaría.
—¿Quiere decir que no vamos a tratar de profundizar en lo que nos ha expuesto Kilbourn? —preguntó el científico preparado por los rusos.
—Quiero decir que el hijo de mi madre no llamará a la puerta del director para decirle: «Hola, juez, ¿me da permiso para reclutar a una cincuentena de soldados de Fuerte Benning y llevar a cabo un pequeño experimento que nos diga qué efecto causarán sobre las personas ciertos campos electromagnéticos? Ante todo tenemos que marearlos bien en interés de la nación». ¿Y qué le digo cuando el juez me pregunte si habrá efectos secundarios? ¿Le digo: «Señor, eso es precisamente una de las cosas interesantes que nos proponemos averiguar»?
—Entonces, ¿qué hacemos? —le apremió el ayudante.
—Estudiar los pros y los contras. Lo que tenemos aquí es una tecnología sin experimentar y cuestionable, que hace prever consecuencias eminentemente negativas. ¿Merece la pena correr los riesgos que exige su estudio?
—Al parecer, doctor —dijo su ayudante con pesar y sarcasmo en la voz—, usted considera que no.
—Yo considero —dijo Bennington con un suspiro de tristeza— que lo que debemos hacer es poner una etiqueta completamente inofensiva a este proyecto, enterrarlo en el fondo del mayor montón de papeles que podamos encontrar y rezar para que ningún investigador de un comité de supervisión del Congreso llegue a encontrarlo.
A pesar de su, aparentemente, firme decisión, durante todo el trayecto de regreso a Langley, Bennington seguía muy preocupado por la investigación de Kilbourn. Parecía estar claro que no había posibilidad de seguir adelante con el proyecto sin experimentar con seres humanos, y eso es algo cuya mera insinuación hace peligrar seriamente la carrera de uno, especialmente, si uno se llama Arthur Holt Bennington.
Seguía dando vueltas al asunto cuando entró en su despacho de la sexta planta de la central de la Agencia.
—Acaban de llamar de la oficina de Nueva York. Quieren que les telefonees. Es urgente —le dijo su ayudante.
Fue a su escritorio y pulsó el número de Nueva York en su línea particular.
—Bennington —anunció—. ¿Me habéis llamado?
Al oír la información de Nueva York, Bennington se dejó caer en el sillón como si acabara de recibir un puñetazo en el plexo solar.
—¡Dios mío! —jadeó. Miró su reloj—. Tomaré el avión de las dos. —Colgó con violencia—. ¡Ann! —gritó—. Un coche para ir inmediatamente al aeropuerto. Y llama al oficial de enlace del FBI. Que alguien del FBI me espere en La Guardia.
Era la rúbrica especial de la muerte, un olor que nunca se olvida. Diecinueve años en el departamento, trece con la placa dorada de detective, habían curtido a Tim McQueen; sin embargo, bastaba una vaharada de aquel olor rancio y dulzón para que todos los sórdidos recuerdos acumulados en dos décadas de servicio en la policía de Nueva York volvieran en tropel.
Lo recordaba ahora, con la espalda apoyada en la pared del apartamento de la mujer y con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras contemplaba el cadáver, tendido en su particular «escena del crimen», como en un telefilme. El detective McQueen parecía mirar el cadáver con una especie de distante ecuanimidad profesional, con la actitud del mecánico que contempla un carburador averiado. No era así. McQueen era un buen policía y, como todos los buenos policías, dejaba un pedacito de alma junto a cada una de las figuras inertes que son la materia prima del oficio de un «poli» de homicidios.
La víctima, suponía McQueen, tendría poco más de cuarenta años. Estaba tendida en el suelo de su apartamento, con el cuerpo doblado sobre una mancha oscura de sangre coagulada y con las articulaciones también dobladas en la postura forzada de la muerte violenta, como una muñeca de trapo rota y descoyuntada. Vestía una chaqueta púrpura encima de una blusa de seda que debía de ser rosa antes de que el chorizo la emprendiera a puñaladas, y una falda púrpura, ceñida. No llevaba alhajas; probablemente las alhajas habían salido por la puerta, con el asesino.
Al inspeccionar las ropas y el apartamento, McQueen supuso que se trataba de una ex bohemia del Village que había emigrado al barrio Oeste, gracias a cierta prosperidad adquirida con los años. En la pared situada frente a él había uno de esos grabados de una pirámide egipcia con un gran ojo en el centro que le miraba fijamente y, en la repleta biblioteca que cubría una de las paredes de la sala, media docena de estatuas de dioses y diosas hindúes de los que tienen serpientes en vez de pelo y unas pollas que les llegan hasta las rodillas.
El portero, que la había encontrado hacía dos horas y llamado a la comisaría, dijo que la víctima era una vidente, una de esas adivinas de lujo que por cien dólares miran la bola de cristal y le dicen a la clienta si el marido anda por ahí, de jarana. McQueen suspiró. Los del laboratorio trabajaban con su cachaza habitual, tomando medidas y grabando la escena del crimen en vídeo. En los viejos tiempos, cuando McQueen entró en el cuerpo, se hacían simples fotografías en blanco y negro. Hoy, fotos a todo color y, lo último, una videocámara. «Si te trincan en Nueva York —pensó McQueen—, hacen contigo hasta una película familiar».
Hojeó su bloc de notas. La víctima se llamaba Ann Robbins. Un vecino, al notar el olor, se quejó al portero, y éste llamó a la comisaría del distrito veinte, que había mandado el coche del policía novato, que ahora se hallaba en la puerta como la cera y tragando saliva para dárselas de Kojak, delante de su primer fiambre.
Las llaves de la mujer aún estaban puestas en la cerradura donde el portero dijo que las encontró cuando subió a comprobar el mal olor. Era un negrazo grande como un oso que no parecía tomarse muy a pecho su trabajo, de modo que McQueen no tuvo inconveniente en creerle cuando dijo que hacía una semana que no subía al cuarto piso. El vecino de arriba, en el último piso, tenía setenta y tres años y dijo que nunca bajaba por la escalera sino en el ascensor, lo cual significaba, pensó McQueen, que las llaves podían llevar una semana en la puerta.
Pero existía un indicio revelador del momento del crimen. Al lado de la puerta, había una bolsa de papel marrón del supermercado de la que se había volcado el contenido. McQueen había revisado y anotado cada uno de los artículos: tres platos congelados de Cocina Ligera Stouffer, dos pomelos, una pastilla de jabón Camay y una caja de helado Fondant Ben and Jerry. Esto último hizo que Ann Robbins cobrara interés a los ojos de McQueen. Probablemente, aquel helado fue el último capricho de una bonita mujer que pretendía adelgazar un kilo o dos. Ahora no era más que una mancha oscura y pegajosa en el suelo de su apartamento.
En el fondo de la bolsa, McQueen encontró lo que buscaba: un vale de caja del supermercado Paik, situado a la vuelta de la esquina de la Avenida Columbia, entre las calles Setenta y uno y Setenta y dos. Indicaba el día y la hora de la compra. Aquel papelito confirmó a McQueen lo que su olfato le dijo al entrar en el apartamento: la mujer llevaba cuarenta y ocho horas muerta.
El monedero, desgarrado, estaba en el suelo, al lado del cadáver. Seguramente no debía de llevar mucho dinero. Las señoras que viven solas en el Westside son precavidas. No llevan gran cosa en el monedero, unos cuantos dólares para el atracador; que los tome y se largue. Lo malo es que algunos de los tipos que andan hoy por ahí no se largan.
«Éste no se largó», pensó McQueen. Un chorizo que quería sacar para un papelito de heroína o un poco de crack debió de colarse en la escalera. Llamaría a cualquier timbre y diría: «Repartidor». El edificio, el número 22 de la calle Setenta y uno, entre Central Park Oeste y la avenida Columbia, era una vieja casa de vecinos de cinco pisos; seguridad cero. El tipo se esconde y se queda esperando a que entre alguien. Y entra Ann Robbins, con la bolsa de la compra. Él ve que sale del ascensor en el cuarto piso y, mientras ella saca las llaves y abre la puerta, sube corriendo sin hacer ruido, con sus zapatillas Reeboks de cincuenta y cinco dólares. Ella abre la puerta y ¡bum!, el individuo la empuja y cierra para que el portero no la oiga gritar, aunque con la puerta abierta tampoco la habría oído porque seguramente tenía la tele a todo volumen. Ella le da el monedero, pero no es suficiente, y él empieza a pincharla, para que le diga dónde guarda el dinero. Un caso de verdadera mierda que acabaría como tantos otros, con la inscripción «Autor desconocido» estampada en la carpeta.
—Bueno, chicos —dijo el sargento parando la cámara—. Nosotros hemos terminado. Es toda vuestra.
El médico forense se levantó del sofá de la víctima, se puso los guantes y se arrodilló junto al cadáver. Durante varios segundos, contempló el cuerpo de la mujer como un comandante de infantería examinaría un territorio hostil. En este caso, era vital fijar con precisión la hora de la muerte, porque, si coincidía con el vale del supermercado que McQueen había extraído de la bolsa, el detective tendría, por lo menos, una sólida base para empezar la investigación.
Pellizcó la mandíbula de la mujer y palpó los músculos del cuello. Todo duro como la madera. Alumbró con una linterna los turbios globos oculares y luego los tocó con el dedo. No tenían ninguna elasticidad. Parecían canicas.
—Sssí —gruñó—. Cuarenta y ocho horas, tal vez. Voy a darle la vuelta para observar la lividez.
El médico hizo una seña al policía de la puerta, el primero que llegó al lugar del crimen. Se disponían a dar la vuelta al cuerpo cuando sonó el timbre.
—Algún cliente que viene a que le lean el porvenir —dijo McQueen yendo hacia la puerta.
Delante de él estaba la última persona que esperaba encontrar llamando a aquella puerta: Kenny Cook, director delegado de la Oficina Federal de Investigación en Nueva York. Detrás había un hombre al que McQueen no conocía, un tipo alto que fumaba en pipa, con hombros de jugador de rugby. Llevaba una de esas americanas sport inglesas, tan caras, con coderas de ante, como las que gustan tanto a los profesores de la Universidad de Columbia. Cook, como siempre, venía hecho un figurín: camisa azul con cuello y puños blancos, y abrigo de pelo de camello con cinturón en la espalda, echado descuidadamente sobre los hombros. Su forma de vestir era legendaria en la ciudad.
McQueen les invitó a pasar con un ademán.
—¡Caray!, Kenny, tienes más pinta de petimetre que todos los petimetres que conozco. Si J. Edgar pudiera verte, haría piruetas en su tumba.
—¡Ah! —respondió el hombre del FBI—, nuestro difunto patrón nunca tuvo sentido de la elegancia, ¿verdad? Tengo entendido que vestía en los grandes almacenes. Iba hacia el centro, escuchando la emisora Detective Dos para distraerme cuando oí tu contraseña y me enteré de que estabas aquí. Mi amigo —señaló con un movimiento de cabeza al hombre que estaba detrás de él— es un criminólogo de Washington que ha venido de visita. Está gastando medio millón de dólares del contribuyente en un estudio, para el FBI, sobre las nuevas formas de violencia de la delincuencia urbana. Será una de esas obras maestras de trescientas páginas que hará que a los académicos se les caiga la baba y que constituirá una alhaja para los que se supone que debemos luchar contra el crimen en la ciudad. Pensé que tú podrías darle información de primera mano.
—Por supuesto —respondió McQueen. Estaba acostumbrado a las intrusiones—. Pero no toque nada —dijo al visitante—, o tendremos que tomarle las huellas, para eliminarlas de la investigación.
—Winthrop —se presentó Art Bennington extendiendo la mano—, Stanley Winthrop.
—Bien —dijo Cook—. ¿Qué tenemos aquí?
—Lo que tenemos aquí es una verdadera carnicería. Un atraco. Un caso prácticamente cerrado. Algún chorizo…
Cook carraspeó y McQueen captó la advertencia. Aquellos tipos de Washington iban siempre con los derechos civiles bajo el brazo.
—Algún chorizo que quería hacerse el día y que la siguió desde el súper o estaba esperando escondido en el portal cuando ella entró. Se le echa encima, la mete en casa y empieza el juego de las veinte preguntas. Quizás está nervioso y la mata por equivocación. Pero lo más probable es que, una vez que encontró la pasta, pensara: «¡Qué carajo!, ésta puede reconocerme en un careo», y decidiera liquidarla.
—¿Parece faltar algo en la casa?
Bennington tenía que decir algo, hacer algo que le permitiera desviar la atención y la mirada del horror que tenía delante. El hedor a carne putrefacta, aquellas heridas en el cuerpo esbelto que él había deseado abrazar, aquellos ojos, los ojos brillantes que hacía setenta y dos horas le habían cautivado, convertidos en unos vidrios opacos: le daban ganas de vomitar o de llorar. O de ambas cosas. Sin embargo, debía mantenerse impasible delante de Cook y de aquel policía de Nueva York.
—No —dijo McQueen, señalando la librería donde estaban el televisor, el vídeo y el aparato de compact disc—. Estos individuos operan así: ¡bang, bang!, y fuera. Coge el dinero y corre. Así no llamas la atención. Pero sal a la calle con un televisor bajo el brazo y los vecinos empiezan a sentir curiosidad, ¿comprende?
El médico estaba arrodillado, palpando las axilas de la víctima.
—¿Qué hace? —preguntó Bennington.
—Toma la temperatura.
—¿Con los dedos? ¿No usa termómetro?
—¡Eh! —gruñó el médico—. Esto no es Corrupción en Miami. Los termómetros son para los polis de la televisión.
Bennington, involuntariamente, había tocado un punto que era el orgullo de la clase forense de la ciudad de Nueva York. Los médicos de la policía neoyorkina, a diferencia de los de otras muchas grandes ciudades, siempre toman la temperatura en el lugar del crimen por el tacto.
El médico se levantó.
—Tengo que dejar esto a oscuras —dijo—, para examinarla con la luz de Wood.
—Para averiguar si hay semen —explicó McQueen— y comprobar si el tío la violó.
—¡Oh, Dios mío! —Bennington no pudo seguir reprimiendo sus sentimientos. «Quizá lo atribuyan al nerviosismo del profano», se dijo—. ¿Cree que la violaron?
Sintió que se le tensaban los músculos. Si hubiera tenido delante al drogadicto que había hecho aquello, hubiera sido capaz de arrancarle los testículos con las manos.
Bennington fingió interesarse por la biblioteca mientras el médico pasaba la luz de Wood por la ropa de Ann Robbins y le levantaba la falda para examinar la parte inferior del cuerpo, buscando las reveladoras fosforescencias que indicaran la presencia de semen.
—No —dijo—. No la violó. Sólo la acuchilló. Mañana, cuando le hagamos la autopsia, lo comprobaremos.
El médico dejó la linterna y, mientras el policía abría las cortinas y volvía a encender las luces, examinó las manos de Ann Robbins, primero una y luego la otra. Les dio la vuelta casi con ternura, examinando las palmas. Bennington, sin poder remediarlo, volvió a ver las uñas escarlata agitarse ante sus ojos y pensó en cómo había deseado sentir su roce en la piel. El médico se acercó las manos a los ojos para escudriñar las uñas y luego desabrochó los puños de la blusa, para mirar los antebrazos y el interior del codo.
—No hay heridas defensivas —declaró—. Quienquiera que fuera el hijo de puta, ella no trató de pelear.
—Estaría muerta de miedo —observó McQueen—. ¿Qué puede hacer una señora como ella delante de un drogata con un cuchillo en la mano?
Mientras McQueen hablaba, el médico cubría las manos de Ann Robbins con bolsas de plástico. Al día siguiente, en el depósito, buscarían en las uñas partículas de piel o de cabello que ella hubiera podido arañar de la cara o del cuerpo de su asaltante, antes de morir.
—¿Cuál cree que habrá sido la causa? —preguntó McQueen.
El médico suspiró y contempló el cuerpo mutilado de Ann Robbins.
—Pito, pito, colorito. He contado nueve heridas. Cualquiera pudo ser fatal. Pondré en el informe «laceración múltiple», hasta que la examinemos mañana.
—Perdón —dijo Bennington—, ¿pueden decirme qué probabilidades tienen de esclarecer un crimen como éste?
—¿Quiere que le sea muy sincero, señor Winthrop? —repuso McQueen.
Bennington asintió.
—Poquísimas. He ordenado una investigación del vecindario para esta noche. Llamar a las puertas. ¿Alguien vio algo? ¿Alguien la seguía cuando volvió a casa? ¿Alguien salió del portal precipitadamente? Lo que sea. Ordenaremos que la Brigada Anticrimen apriete las tuercas a los de la calle. Que les caliente un poco los cascos a esos capullos de la avenida Columbia ¿Alguno de los hampones oyó algo? Quizá el individuo se jactó delante de alguien de haberse cargado a una señora en la calle Setenta y uno.
—Ya ves, Stanley —dijo Cook, el hombre del FBI—, en esto de la delincuencia ciudadana, que tanto te interesa, si llegamos a encontrar al autor de un acto como éste, será haciendo un trato. Dentro de unos meses, el departamento Antidroga o la Policía Metropolitana de Nueva York atraparán a un traficante. El caballero sabrá que le esperan de diez a quince años de vivir a costa nuestra. Entonces nos dirá: «Miren, si me reducen la acusación a tenencia, quizá pueda ayudarles a encontrar al que se cargó a la mujer de la calle Setenta y uno, hace seis meses». Y nos informará. Si la información es buena, cambiaremos a un narcotraficante por un asesino.
Bennington ya había visto bastante. Qué lugar más corrompido y asqueroso, aquella ciudad. ¿Por qué ese chorizo drogado tenía que tomarla con ella? ¿Por qué no podía haber encontrado a otra víctima para desahogar su violencia frenética e irracional? ¡Qué vergüenza, qué jodida vergüenza!
—Bien —dijo extendiendo la mano—, no queremos molestar más. Ustedes tienen cosas más importantes que hacer que hablar con nosotros.
—Ninguna molestia, señor Winthrop —dijo McQueen. Miró el cuerpo mutilado que había sido la causa de que se conocieran—. Conque estudia usted la delincuencia urbana. Realmente, no sé dónde va a ir a parar esta condenada ciudad.
En la acera, Cook y Bennington se pararon mirando la calle Setenta y uno. Era un lugar tranquilo y aparentemente pacífico. Entre los años treinta y los cincuenta, el barrio fue semillero de princesas judeo-americanas, pero ahora empezaba a bailar al son del bongó latino. Ya se veían los primeros indicios en la esquina de la avenida Columbia: Victor’s Café, Cocina Cubana, Los Ranchos, La Fortuna.
—Y bien —dijo Bennington a su acompañante del FBI—, ¿qué opina usted?
—Verá, Stanley —respondió Cook—, McQueen es un buen policía. Creo que tiene razón. La calle parece bastante tranquila, pero por estos alrededores hay varios bloques malos. La calle Ochenta y tres, entre la avenida Columbia y Amsterdam, es un vivero de maleantes. Lo mismo que las Ochenta y siete y la Ochenta y ocho, por Broadway. Por cierto —agregó con una sonrisa—, su gente le ha hecho llegar hasta aquí muy deprisa.
—En nuestras oficinas de United Nations Plaza leyeron el cable de la policía de Nueva York —dijo su invitado—. Por cierto, aunque no me gustaría que se supiera el interés de mi organización por el caso. —Bennington lanzó una mirada a Cook para mayor énfasis—. Le agradecería que me mantuviera al corriente de la investigación. Si encuentra algo, quiero enterarme. Es algo personal ¿comprende? —Sacó del bolsillo una tarjeta en blanco y escribió un número—. En este número me encontrará durante el día. —Miró el reloj—. Tengo el tiempo justo para pillar el próximo avión del puente. ¡Mierda!, qué oficio más cruel.
—Stanley. —La compasión de Cook había sido puesta a prueba muchas veces por la violencia de la ciudad—. Éste es un lugar cruel.
Arriba, en el apartamento de Ann Robbins, McQueen realizaba el último acto oficial del rígido protocolo del crimen en Manhattan: ató con un alambre una etiqueta modelo UF95 al dedo gordo del pie izquierdo del cadáver de Ann Robbins y llamó al furgón del depósito que la conduciría a uno de los ciento veintiséis compartimentos refrigerados del Instituto Forense de la ciudad de Nueva York.
Hacía casi dos meses que las sesiones quincenales se habían integrado en la rutina de la existencia de Art Bennington. Y qué agradecido les estaba. Eran como salvavidas que, poco a poco, le llevaban de vuelta a tierra firme, lejos de las aguas negras y turbulentas en las que estuvo a punto de ahogarse después de su divorcio. «Durante el resto de tu vida, no habrá día en que no pienses en ello», le advirtió un amigo, lisiado de guerra del divorcio.
Pues bien, su amigo se había equivocado. Gracias a las sesiones de hipnoterapia, Art estaba llegando al punto en el que los dolorosos recuerdos de aquellos meses empezaban a convertirse en fantasmas, con los que era capaz de convivir. En cierto modo, el mismo hecho de haber podido sentirse tan atraído por Ann Robbins, la desdichada parapsicóloga asesinada, podía considerarse uno de los benéficos efectos de estas sesiones. Dejó Leesburg Pike y entró en Chaucer Lane. Todas las calles de la nueva urbanización en la que la hipnoterapeuta tenía el consultorio estaban dedicadas a escritores: Hemingway Drive, Poe Road, Chaucer Lane. Otra de las monerías con las que uno tropezaba ahora a cada paso en las zonas suburbiales de Virginia.
El consultorio, naturalmente, estaba en uno de esos edificios de despachos donde invariablemente, se halla un amplio surtido de quiropodólogos, osteópatas, protésicos dentales y dentistas de segunda fila; agréguense dos especialistas en informática, una Asociación de Empleados Postales Retirados y una hipnoterapeuta.
«El divorcio es la contribución norteamericana a la ordenación social de la segunda mitad del siglo veinte —pensaba Bennington mientras situaba el Volvo en uno de los aparcamientos blancos destinados a visitas—. Imaginen, hemos conseguido industrializar la destrucción de la familia. La misma gente estupenda que inventó la cadena de montaje para la industria del automóvil, ahora te ofrece el matrimonio “del altar al juzgado”, en el que, gracias a un cuidado planteamiento, vas cubriendo etapas casi sin darte cuenta».
Por lo menos, ya casi podía reírse al recordar el día en que, al volver a casa, encontró sus trajes, sus libros y cachivaches tirados en el jardín: el mercadillo de saldos de un matrimonio fracasado. Una nota lacónica de Terri y una orden judicial echándole de su casa, conseguida por el Gran Tiburón Blanco, coronaban el montón como la bandera del explorador en la cumbre del Everest.
¡Qué pesadilla las semanas siguientes! Cada noche parecía tener cuarenta y ocho horas por lo menos. Primero fue la angustia física, un continuo dolor por la pérdida de su mujer. No hay privación más mortificante. Luego, la indignación al ver la insidia con que el Gran Tiburón Blanco perpetraba su crucifixión económica. Aquella abogada consiguió convertir a Terri en una perfecta desconocida para él. No tuvo más remedio que contratar a su propio abogado de altos vuelos. Doscientos cincuenta dólares la hora le cobraba el tío; imagínense, la minuta más cara de la capital de Estados Unidos, ¿y para qué? ¡Para un abogado de divorcios!
La broma le costó cuarenta y cinco mil dólares y lo redujo a una vida de austera clase media baja. Se instaló en un rancio hotel de la avenida Pennsylvania, que era una especie de estación intermedia para hombres maduros expulsados del hogar por su esposa. «El Oriental» lo llamaban, porque el resto de la clientela se componía de exiliados de Oriente Medio. De allí, pasó a un estudio subterráneo que, en el hiperbólico lenguaje de la agente de la propiedad que se lo alquiló, pasaba por «Planta baja inglesa». De inglés no tenía más que la humedad y el frío, y la planta era tan baja que desde las ventanas no veías más que pies. Menos mal que, al encontrarse en Georgetown, daba gusto ver algunos pies.
Qué descanso haber dejado atrás todo aquello. Ahora podía apearse de su coche, gozar otra vez del perfume de un césped recién segado, y recrear la vista en el escarlata y oro de las alas de una hermosa oropéndola de Baltimore que evolucionaba sobre su cabeza.
Subió andando los cuatro pisos hasta el consultorio de Nina Wolfe. La sala de espera era sobria: tres butacas, una mesa redonda y sobados ejemplares del Reader’s Digest, el US News and World Report y Better Homes and Gardens. En las paredes no había diplomas con inscripciones en letra gótica; el hipnotismo no es una ciencia que se enseñe en las academias, sino que se transmite individualmente de maestro a discípulo, de practicante a neófito.
El hipnotismo, casualmente, era un tema acerca del que Bennington sabía muchas cosas. La CIA había estudiado detenidamente sus posibilidades a finales de la década de los cincuenta y principios de los sesenta. Se especulaba con la idea de la sugestión poshipnótica, el tema del Candidato manchú, por el que se programa a un individuo para que, a una señal determinada, asesine a alguien. Eso eran cuentos, pura ficción. Lo que pretendían era encontrar la técnica de interrogación perfecta, el instrumento infalible que arrancara el secreto más precioso del subconsciente de un prisionero, contra la voluntad de éste. Y habían descubierto que no se conseguía con el hipnotismo, porque hacer que una persona hipnotizada revele lo que no debe es un empeño muy difícil.
—¡Buenos días!
Nina Wolfe salía del despacho con su anterior paciente, una mujer con evidente sobrepeso. Los fumadores y los comedores compulsivos formaban la mitad de la clientela.
—¿Cómo va el negocio del petróleo? —preguntó ella cuando la mujer se hubo marchado.
Bennington le había dicho que se llamaba Art Booth y era agente de la Exxon.
—Podría ir mejor. El crudo de Texas ha vuelto a bajar.
—Malo, ¿no?
—No para usted. La gasolina será más barata.
Nina Wolfe tenía treinta y tantos años, pelo rojo y rizado, pecas y bonitos ojos azules. Solía vestir trajes de chaqueta de corte masculino, como el gris con fina raja blanca que llevaba esta mañana. Bennington supuso que así trataba de evitar el comportamiento sentimental en la relación hipnoterapeuta-paciente.
—¿Escucha las cintas que le di?
—Todas las noches. Son mejores que las nanas irlandesas de mi madre.
—¿Así que duerme bien?
—Duermo mejor.
Entraron en el despacho. Las cortinas estaban echadas para amortiguar la luz. Bennington se quitó la chaqueta y la colgó del perchero que había en un rincón. Luego, se aflojó el nudo de la corbata, se desabrochó los puños y se dejó caer con agrado en la butaca de piel reservada para los pacientes.
La hipnosis clásica, la que practicaba Nina Wolfe, comprendía tres etapas de trance, cada una más profunda que la anterior. La primera, que ella ejercía en las personas que querían dejar de fumar o de comer con exceso, no era un trance propiamente dicho sino un estado de profundo relajamiento. La segunda ponía al paciente en un estado en el que conservaba el sentido del tacto pero no el del dolor. Sentiría un alfilerazo, pero no haría gestos de sufrimiento. Esta fase se caracterizaba por la ampliación de la memoria y la aceptación de la sugestión poshipnótica. La tercera fase producía un trance tan completo que el paciente quedaba anestesiado. Personas con fuertes alergias a anestésicos convencionales sufrieron operaciones de cirugía mayor en este trance de tercera fase —cesáreas, implantaciones de pechos, tiroidectomías e, incluso, amputaciones— durante la Primera Guerra Mundial.
Ahora bien, sólo una de cada tres o cuatro personas puede ser puesta en trance de tercera fase. Art Bennington resultó ser una de ellas. Para su tratamiento, ello era indispensable, ya que sólo en la tercera fase el hipnotizador puede conseguir la «regresión». La regresión es el viaje a la vida pasada del paciente; en el caso de Bennington, a su vida conyugal. Se trata de representar un drama en el cual el hipnoterapeuta desempeña diferentes papeles —amigo, madre, padre o jefe— para estimular la memoria del paciente. El objetivo es explorar el pasado en busca de la raíz de los problemas, descubrir sentimientos positivos y actitudes en las que basar una terapia de sugestión poshipnótica.
Nina Wolfe tomó un objeto en forma de bulbo plateado con tallo. Parecía un hongo reluciente.
—Mire esto —ordenó—. Siente los ojos cansados. Le pesan los párpados.
Su voz adquirió un ritmo acompasado y monótono. El subconsciente de Bennington ya estaba condicionado porque el tono de voz era el mismo con el que estaban grabadas las cintas que escuchaba por la noche.
Imperceptiblemente, ella fue bajando el bulbo, para que, al seguirlo con la mirada, Bennington fuera bajando los párpados, con lo que reforzaba el proceso de sugestión de sus palabras.
—Le pesan los párpados. Tiene sueño…, ahora empezaré a contar hacia atrás, de veinte a uno. Cuando yo diga uno, sus ojos se cerrarán por completo y usted se dormirá… Diecinueve…, se le cierran los ojos…, dieciocho…
Cuando llegó al nueve, Bennington estaba en trance profundo.
Nina Wolfe lo contempló un momento, escuchando su respiración regular y pausada.
—Ahora duerma. Duerma profundamente. Sólo puede oír mis palabras.
Su voz le acariciaba el subconsciente con mano de seda.
Tomó unas pinzas puntiagudas y le pellizcó la muñeca. No hubo reacción. Estaba dormido.
—Lléveme a una época en la que era feliz. Lléveme a su tercer aniversario de boda. Ahora. ¡Ya! —ordenó.
—Terri estaba furiosa.
—¿Por qué?
—Yo había estado en Europa, por cosas de trabajo. Ella estaba furiosa.
—¿Usted qué hace? ¿Qué le dice? Vuelva a aquel momento.
—Ella estaba… yo… —Bennington titubeó—. Yo estoy en el recibidor. Tengo en la mano el jarrón de porcelana que le he traído de Berlín.
Nina Wolfe sonrió. El cambio del tiempo verbal del pasado al presente era la clave. Él estaba en regresión. Ahora podía buscar los sentimientos positivos, los recuerdos que después trataría de inculcar en su subconsciente con sus sugestiones poshipnóticas.
La sesión duró poco más de una hora. Cuando salió del trance, Bennington se sentía estupendamente. Era como despertar de una siesta profunda y reparadora. Se desperezó y bostezó.
—Hace usted muchos progresos. —Nina Wolfe le sonrió mientras él se ponía la americana y sacaba el dinero del bolsillo—. Me parece que con una o dos sesiones más, podremos dar por terminado el tratamiento.
Hay algo que no falta en ninguna de las dependencias municipales de Nueva York: la pegatina del corazón rojo que proclama: «I love NY». Aparece en algunos lugares inesperados, como los calabozos de una comisaría o cajeros del aparcamiento de la oficina de Violaciones. Pero nunca resultan tan incongruentes como en las paredes del Depósito de Cadáveres de la ciudad de Nueva York, un edificio bajo con fachada de ladrillo azul vitrificado, situado en la esquina de la Primera Avenida con la calle treinta, ubicación muy racional por cuanto se halla entre dos de los grandes centros sanitarios de la ciudad, el Bellevue Hospital y el Centro Médico de la Universidad de Nueva York. A los compartimientos refrigerados de los sótanos de este edificio son conducidos, cada año, unas dos mil víctimas de homicidio, todos los suicidas, todos los enfermos que ingresan cadáveres en los hospitales de Manhattan, y todos los ciudadanos que no han sido asistidos por un médico en el momento de su muerte, ya sean Nelson Rockefeller, una mendiga muerta en una rejilla del metro una noche de enero, o un cadáver sin identificar, con los pies metidos en un bloque de cemento pescado en el East River.
Aquel edificio fue la última parada en la vida de Ann Robbins.
A las nueve y media de la mañana siguiente al descubrimiento de su cadáver, el doctor Mordecai Herzog, joven médico ayudante del Instituto Anatómico Forense que había hecho el examen preliminar del cadáver, presentó el caso de Ann Robbins en la reunión diaria sobre las autopsias de la jornada. Ahora Ann Robbins era un número, el caso M89-1376, la referencia que su expediente llevaría durante su tortuoso y casi seguro infructuoso paso por el sistema de justicia criminal de la ciudad de Nueva York, en busca de su asesino.
Como de costumbre, el médico-jefe presidía la reunión. Era un hombre bajo, de unos sesenta y cinco años, con el aspecto del médico de cabecera judío que visita a domicilio en las pequeñas ciudades. En realidad, era un veterano curtido en muchas batallas de su oficio que, con media docena de palabras bien escogidas, podía reducir a picadillo a cualquiera de la media docena de jóvenes ayudantes reunidos alrededor de la mesa… Ahora bien, en el caso M89-1376 poco había que pudiera poner a prueba la competencia del doctor Mordecai Herzog o de cualquiera de los que trabajaban con él. El caso fue asignado a la autopsia de las once, sin discusión ni comentario.
Es una tradición el que, en Nueva York, las autopsias empiecen todos los días, salvo el domingo, a las once de la mañana y terminen a media tarde. Se dice que se había programado así en los días en que se exigía a los detectives que estuvieran presentes en la autopsia de sus víctimas por homicidio, requisito que generalmente quitaba al detective su apetito para el almuerzo.
La sala de autopsias, situada en el sótano del edificio, tenía diez mesas metálicas. Por norma, la mesa número uno estaba reservada para el jefe. En el programa del día no había ningún caso lo bastante importante como para merecer su atención. Cuando empezaron las autopsias, se dedicó a pasear por la sala, como un profesor de anatomía que supervisara las disecciones de los estudiantes.
La primera y menos ingrata de las operaciones de la autopsia que había correspondido a Herzog consistió en desnudar el cadáver de Ann Robbins. Marcó cada prenda que le quitaba con sus iniciales y las de la mujer. Luego, las metió en un recipiente que selló, y que figuraría entre las pruebas si se llegara a procesar a alguien por el asesinato.
A continuación quitó las bolsas que le había puesto en las manos la víspera, le arrancó las uñas y las depositó en recipientes separados, para examinarlas con el microscopio en el laboratorio. Herzog no pidió rayos X. Éstos solían reservarse para homicidios cometidos por arma de fuego. Revisó una serie de frascos que había al pie de la mesa: rojo, verde, azul, amarillo, blanco y negro, y que dentro de poco contendrían muestras de la sangre, la orina, la bilis, los intestinos, el hígado y los riñones de Ann Robbins. El laboratorio de Toxicología los analizaría en busca de restos de drogas.
Luego, pisó un pedal para poner en marcha la grabadora «Sony» cuyo micro colgaba sobre el centro de la mesa y empezó a dictar el informe de la autopsia, el documento que sería el epitafio de Ann Robbins en los archivos de las autoridades de la ciudad de Nueva York: «Cuerpo de una mujer blanca bien constituida, de metro sesenta y ocho y unos sesenta kilos y aparentando la expresada edad de cuarenta años».
Meticulosamente, describió cada una de las heridas del cuerpo indicando con la mayor exactitud posible situación, anchura, profundidad y órganos interesados. Luego, tomó una sierra circular y empezó la autopsia con una incisión normal en Y partiendo de los hombros y terminando en el pubis.
El proceso era largo, lento y escrupulosamente metódico. Herzog acabó exhausto, como siempre. Salvo lo escaso de la hemorragia interna, nada distinguía esta autopsia de cualquiera de los cientos que Herzog había realizado durante cinco años en el Instituto Anatómico Forense. Mientras se quitaba los guantes, dictó la frase final del informe: «Causa de la muerte: múltiples heridas de arma blanca (9) en el pecho, abdomen, espalda, pulmones e hígado. Homicidio».
Herzog se disponía a enviar el cuerpo a su compartimiento refrigerado cuando advirtió que tenía detrás al jefe.
—¿Qué es eso? —preguntó el jefe.
El cuerpo de Ann Robbins estaba de bruces y el dedo del jefe señalaba una mancha negra y morada, del tamaño y forma de un botón pequeño, encima de la pantorrilla izquierda. Sin esperar respuesta, palpó la mancha. La presión de su dedo tensó la piel, revelando un punto negro en el centro del círculo.
—Una lupa —pidió.
Cuando tuvo la lupa, se inclinó a mirar la marca con atención.
—Parece un pinchazo —dijo—. ¿Saben si hay alguien que pinche detrás de la rodilla?
Otros dos médicos ayudantes que habían terminado sus autopsias estaban también junto a la mesa de Herzog. Todos movieron negativamente la cabeza.
—De todos modos, con las cosas que se ven en esta ciudad, vaya usted a saber —gruñó el jefe—. ¿Tiene el resultado de Toxicología?
Herzog movió negativamente la cabeza.
—Reclámelo.
Herzog fue al teléfono y volvió a los pocos minutos. Toxicología hacía unos análisis-tipo en busca de narcóticos, alcohol y estupefacientes.
—Negativo, jefe —dijo Herzog.
—¿Alguna anomalía en la autopsia?
—Ninguna. Salvo que la hemorragia interna fue mínima —agregó Herzog como si acabara de reparar en ello.
El jefe consideró durante unos momentos las posibles implicaciones.
—Pidan las fotos de la escena del crimen —ordenó.
Cuando un ayudante bajó las fotos, el grupo se había ampliado alrededor de la mesa de Herzog a media docena de personas que, fascinadas, observaban al jefe en acción. Éste tomó las fotos y las examinó atentamente una a una. Buscaba las características manchas en forma de cachiporra que deja la sangre al brotar de una herida infligida con arma blanca. Acostumbran a encontrarse en las zonas de piel contiguas a la herida.
—¿Ven aquí manchas en forma de cachiporra india?
Herzog y los demás médicos miraron las fotografías atentamente, uno tras otro. El jefe tenía razón. Efectivamente, en el cadáver de Ann Robbins no había manchas de sangre en forma de cachiporra india.
—Aquí hay gato encerrado —dijo el jefe—. Escalpelo. Quiero ver si hay conducto.
Cortó por debajo de la mancha amoratada, buscando el característico conducto de entrada de una aguja hipodérmica. Lo encontró. Pero era un poco más ancho que el que generalmente deja una aguja hipodérmica y penetraba unos cuatro centímetros, más que la inyección de heroína corriente.
Dejó el escalpelo y se quedó pensativo delante del cadáver de Ann Robbins. Aquel extraño conducto, ninguna mancha en forma de cachiporra india, escasa hemorragia interna. Miró a los ayudantes que le rodeaban expectantes, como un grupo de internos pendientes del diagnóstico del profesor.
—En fin —dijo—, ¿y si ya estaba muerta cuando la apuñalaron?
El acceso al comedor de directivos de la CIA era uno de los privilegios que llevaba aparejados la categoría de Art Bennington, mando de cuarto grado del Servicio de Inteligencia. Era una especie de club elegante, situado en el enrarecido ambiente de la sexta planta, en el que predominaban el color malva, las luces tamizadas y los cuadros típicos de la casa: óleos de pintores americanos modernos poco conocidos cuyo principal mérito artístico era su cotización relativamente modesta. Cada uno se sentaba donde le apetecía, idea inspirada en clubes londinenses como White’s o Buck’s, tan estimados por los padres fundadores de la Agencia.
Aquello estaba mucho mejor que las dos cafeterías de abajo, self-services en los que Bennington había almorzado durante casi toda su carrera en la Agencia. Aquí había servicio de camareras y el menú era bastante sugerente.
La camarera que conocía a Bennington y sus gustos, le llevó un Sprite con la carta del día. En el comedor no se servía alcohol, lo que explicaba por qué, aunque más de cien funcionarios de la CIA tenían derecho a utilizarlo, casi nunca se llenaban las cuarenta plazas. Bennington estaba dudando entre la crema de buey Duke Zeibert y la ensalada César, cuando volvió la camarera.
—Le llaman al teléfono —susurró.
Era Ann Stoddard, desde su despacho.
—Un tal señor Cook del FBI de Nueva York quiere hablar urgentemente contigo. Bennington tardó un instante en situar el nombre.
—Sí. Hablaré desde mi despacho.
—Ah, Stanley Winthrop —dijo Cook cuando Bennington contestó—. Su secretaria debe de ser nueva.
—¿Por qué lo dice?
—Porque cuando le di su nombre, me dio la impresión de que vacilaba.
Bennington reprimió la risa. Empezó a buscar una explicación, cuando advirtió que Cook no la consideraba necesaria.
—¿Se acuerda de la vidente Ann Robbins cuya muerte fue la causa de su última visita?
—Desde luego.
—Aquí, en algunas de nuestras mejores familias de la Mafia, tenemos una tradición. Le metes a un amigo un pico de hielo por un oído y le das una buena sacudida. Y, sin más, tu amigo se queda completamente muerto. Le limpias el poquito de sangre de la oreja y no hay forense que pueda adivinar lo que le ha pasado. La muerte será atribuida inevitablemente a un paro cardiaco.
«¿Por qué puñetas me cuenta todo esto?», pensaba Bennington. Ya en Nueva York se había dado cuenta de que Cook era incapaz de hablar sin rodeos.
—El caso de su señorita Robbins es de éstos.
—¿Cómo?
—Hace cuarenta y ocho horas, el director del servicio forense de aquí, un tipo muy despierto, nos mandó una muestra de su sangre para que la enviáramos al Centro de Enfermedades Infecciosas de Atlanta. Quería un análisis inmunológico. Al parecer, empezaba a tener dudas sobre la causa de la muerte.
Bennington irguió el cuerpo.
—Su laboratorio de Toxicología sólo tiene material para la detección de las drogas más corrientes. No pueden descubrir venenos más sofisticados. Para eso hay que buscar anticuerpos, averiguar si el sistema inmunológico del cuerpo reaccionó a una sustancia extraña inyectada en la sangre.
El hombre de la CIA sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
—Sí, Cook, sí, eso ya lo sé. Vamos al grano.
—Tengo encima de la mesa el informe de Atlanta. ¿Se acuerda del búlgaro al que trincaron en Londres lanzándole a la pierna un dardo envenenado con ricino? Se llamaba Markow, creo recordar.
—Claro que me acuerdo.
—Atlanta encontró anticuerpos de ricino en la sangre de Ann Robbins. No la mató un chorizo. La mató uno de sus amigos del Este que la apuñaló después de muerta para hacerles pensar que se la había cargado un atracador.
—¡Hostia! Bennington se había quedado blanco. El ricino era el sello del Departamento V, el brazo ejecutor, el departamento «asesino» del KGB.
—¿Han pasado ese informe a la policía de Nueva York? —preguntó a Cook.
—Todavía no.
—Decírselo a ellos es como decírselo a los periódicos, ¿no? Mañana tendremos un titular en el Post que proclamará: «El KGB mata a una vidente de Nueva York».
—Sí; creo que ésa es una suposición lógica, Stanley.
—Escuche, Cook —Bennington asumió su más severo tono de alto jefe—, en interés de la seguridad nacional, quiero pedirle que silencie ese informe. Dígales que todos los informes de Atlanta dieron negativo.
Al otro extremo del hilo, se produjo un silencio largo y claramente violento.
—De acuerdo —suspiró Cook finalmente—. Imagino que puedo hacer eso. Pero, si lo hago, necesito dos cosas, para no quedarme con el culo al aire.
—¿Qué dos cosas?
—Su verdadero nombre y su cargo, ¡joder!