Un helado viento del norte agitaba los cristales de la garita del puesto de control de la policía militar y lanzaba remolinos de una nieve menuda como la espuma bajo las luces del exterior de la ventana hacia el centro del puente donde se encontraban tres hombres reunidos en conferencia. Uno era el joven agente de la delegación de la CIA en Berlín, que los había traído al puente Gleinecke, otro era un funcionario del KGB tocado con una chapka, el típico gorro ruso de piel y, el tercero, que con su estatura dominaba a los otros dos, era Dieter Vogel, el abogado de Berlín Este, el comprador de cuerpos como le llamaban, el cual organizaba intercambios como éste. Terminó la conferencia y el agente de la CIA retrocedió por el puente hacia la garita.
Art Bennington miró a Nina Wolfe. Ella estaba sentada en un taburete, con la cabeza apoyada en el cristal de la garita y los ojos vueltos hacia el centro del puente, con un aire distante, quizá soñador por sus bonitas facciones. Estaba delgada; un año y dos meses en Atlanta habían dejado huella, pero seguía siendo una mujer muy atractiva.
—Aún no es tarde para cambiar de parecer —dijo él.
Ella se apartó del cristal con los movimientos lentos del gato que se despierta de una siesta al sol.
—Sí, es tarde.
—Sabes que no volverás.
—No —suspiró Nina—; probablemente, no. Tendrás que ir a visitarme tú a Moscú.
—Seguro —rió Art.
El joven agente abrió la puerta de la garita dejando entrar una ráfaga de aire helado.
—Preparados.
Art y Nina se levantaron y le siguieron hasta el extremo del puente. Allí se alinearon; Nina, entre los dos hombres, Vogel en el centro del puente. En el extremo oriental Art veía al funcionario del KGB entre dos hombres, un electricista polaco y un diplomático húngaro, ambos colaboradores de la CIA por los que la Agencia intercambiaba a la capitán Dulia Vaninia.
Vogel miró al Este, luego al Oeste e hizo una seña. Nina tendió la mano a Art.
—Adiós, Art.
—Adiós, Nina. —Él sonrió estrechándole la mano—. Buena suerte.
Art siguió con la mirada su figura pequeña y erguida que se dirigía al centro del puente donde esperaba Vogel. El polaco y el húngaro llegaron al mismo tiempo que ella. Vogel movió la cabeza y los dos hombres apretaron el paso hacia el extremo occidental del puente. Nina pasó por delante de Vogel, hacia el otro extremo del puente. No volvió la mirada.
El joven agente de Berlín miró a Bennington.
—Ha sido un privilegio trabajar con usted, Mr. Bennington. Quiero decir que, en esta profesión, es usted una leyenda.
Bennington lo miró esforzándose por poner en su cara algo que se pareciera por lo menos a una sonrisa.
—¿Sí? —rezongó—. Mire, hijo, deje que le diga una cosa. En esta profesión, los chicos listos no creen en leyendas.