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Marginales, adaptados y herejes

«Si el Emperador nos pide tributo, no se lo negamos».

Ambrosio de Milán[1].

Dentro de esta revolución cultural las bibliotecas públicas y privadas sólo son los principales blancos inmóviles, pues ha llegado en realidad el momento de ajustar cuentas con semovientes como paganos, herejes y judíos. Algunas sinagogas arden con la feligresía refugiada dentro, y una muchedumbre católica extermina en Constantinopla a más de mil godos arrianos, que buscando asilo en cierto templo perecen abrasados allí. Constancio ha abierto camino a las atrocidades creando en Skitópolis —actual Jordania— algo parecido a un campo de exterminio para paganos, pues «aquella religión que se eleva contra la violencia de las pasiones las exaspera hasta el furor»[2].

Dentro de los perseguidos destaca como principal novedad la secta maniquea, que por adaptarse de modo perfecto a la explosión de fervores fanáticos nos ayuda a entender tanto las condiciones del momento como el fondo doctrinal que apasiona más intensamente. Mahoma hará justicia a su fundador, hoy olvidado por la mayoría de nosotros, afirmando que no sólo fue un gran santo sino el único individuo agraciado por una inspiración celestial comparable con la que bendijo a Moisés, a Jesús y a él mismo.

I. El disidente modélico

Azote sempiterno para toda suerte de términos medios, el iranio Mani (216-277)[3] vivió décadas en comunas elcasaítas —los ebionitas persas— hasta oír la voz de un hermano gemelo, divino e invisible para los demás, que literalmente le dictó un cristianismo enriquecido por elementos zoroástricos y budistas. Freud se habría autodiagnosticado esquizofrenia, pero Mani aprovecha su desdoblamiento para lanzar un credo de éxito fulgurante. Jesús no había entrado en asuntos litúrgicos ni dicho apenas nada sobre ángeles y otros seres «intermedios». Él lega un culto diseñado hasta el último rito, y rebosante de imaginación cosmogónica.

Ya en tiempos de Constantino los obispos arrianos y católicos coincidían en pensar que el maniqueo era su rival más peligroso, porque además de incorporar una mitología fascinante renovaba la tradición pobrista con un comunismo basado en la humildad, bienvenido lo mismo en Siria que en el norte de África o a orillas del Rin y el Danubio. Aunque su panteón comprendiera treinta y dos seres sobrenaturales, el hecho de adoptar la misma intransigencia ante el paganismo que los cristianos, añadido al de tener a Jesús como uno de sus dioses, hizo que fuesen perseguidos a la vez. El Edicto de Milán (313) interrumpió muy brevemente las hostilidades contra ellos, reanudadas por el arriano Constancio y proseguidas por Juliano, que les imputó crímenes múltiples (multa facinora) y tumultos (populos quietos turbare)[4].

Con todo, lo estereotipado de esa acusación, y la total ausencia de cargos concretos —ni siquiera el de atentar contra templos o símbolos de otra religión—, sugiere que no indignaban por ser malhechores, sino atendiendo a una radicalidad turbadora para el politeísta tanto como para el cristiano establecido. En 391, cuando un edicto de Teodosio el Grande transforme el catolicismo en religión obligatoria, se ordena también que la Iglesia maniquea sea perseguida con especial severidad por las distintas policías imperiales, una victimación que a corto plazo le presta alas. Abundan comunas suyas en todas las ciudades, y de entonces proviene un compendio equivalente al Nuevo Testamento[5]. A finales del siglo IV su fiel prototípico calca al cristiano más habitual en el siglo II —alguien reclutado mayoritariamente entre esclavos y estratos misérrimos de la población—, pero la secta es capaz de atraer también a individuos de clase acomodada y muy cultos, como el futuro san Agustín, que será catecúmeno suyo durante una década.

La extraordinaria capacidad proselitista del maniqueo, que le convierte en el principal enemigo público del Imperio, viene de renovar la oferta en aquello por el momento más demandado: una nueva forma extrema de odiar «esta» vida. Sus comunas mantienen viva la llama de un conflicto entre pureza y concupiscencia inseparable del que hay entre bienes comunes y exclusivos, y disponen de apóstoles («elegidos») que añaden a su fervor la condición de personas honradas y sencillas[6]. Su denuncia del contubernio entre religión y política no puede ser más actual cuando la Iglesia católica acaba de convertirse en el gran poder no sólo político sino económico, y deja sin argumentos al ortodoxo insistiendo en la sinceridad del pobrismo. El exterminio masivo acabará haciendo que el maniqueísmo retorne a su sede originaria en Asia Central, desde donde se extenderá hasta China, pero sus legados serán abundantes. Entre ellos están instituciones como celebrar el domingo o confesar, así como el germen de todas las grandes herejías medievales, que niegan lo compatible de Iglesia y propiedad. Los bogomiles búlgaros que devuelven su doctrina a la Europa del siglo X son elcasaítas, y aunque el credo de cátaros y sectas afines esté envuelto en tinieblas su columna vertebral es en todo caso un «dualismo cristiano».

San Agustín comenta que «el voluminoso delirio de Mani […] está lleno de largas fábulas sobre el cielo y las estrellas»[7], omitiendo comentar el influjo imborrable que tuvo sobre él su idea del cuerpo como inmundicia demoníaca, cuyo efecto es antes o después la aborrecida muerte. Incapaz de atribuir la carne y su concupiscencia a un ente bueno como la Luz, Mani lo atribuye a una Materia obstinada en raptarla y se aplica a demostrarlo con una epopeya expuesta en tres Creaciones[8], donde el destino del género humano será contribuir —con la práctica de un riguroso ascetismo— a que lo luminoso se redima de su hundimiento en lo oscuro. Se diría que estamos ante un cuadro de proceso y transformación, pero el maniqueísmo es religiosa y políticamente crucial por ofrecer el modelo de una dinámica basada en adjetivos, que se resume en apariencia. Del conflicto entre Bien y Mal no surge cosa parecida a un tercero, y el drama cósmico oscila entre un estado inicial de dualidad perfecta[9] y el retorno a ese estado, tras una «mezcla» ilusoria.

El hecho de que Mani —como el resto de los gnósticos— atribuya el universo a un dios maligno, y no al revés, nos ayuda a entender que su comunismo sea consecuencia en vez de premisa. La igualdad ebionita descansa sobre una «restitución», y la del maniqueo es más bien lo acorde con rechazar «la naturaleza y la existencia humana»[10]. Como hay un grado de dolor tan intenso en todas las creaciones, evitar la propiedad individual es sólo una entre las consecuencias de evitar el resto de la realidad física. A ese horror primigenio responde el fiel con una fe ciega en sus «elegidos», que supervisan el ritual de purificaciones cotidianas, regidos por certezas como que

«lavar la comida no sirve, porque lo inmundo es el cuerpo. Lo lavado no es en absoluto distinto de lo no lavado […] Sólo la separación de Luz y Oscuridad es genuina pureza redentora, de la cual os apartasteis empezando a bañaros»[11].

II. La eclosión del monacato

Al tiempo que la gnosis maniquea se propone lograr una derrota eventual de la materia, una pléyade de escritores cristianos y neoplatónicos declara su profundo hastío ante toda suerte de goces sensibles. El espiritualismo lo invade todo, unas veces en forma de raptos extáticos como los que experimentan Plotino o Agustín[12], otras veces espoleado por el hecho de mantenerse mientras espera la otra vida en asilos como una vagauda, o cualquier otra horda itinerante. Un historiador comenta que «apenas nadie podía preservar una buena conciencia, una mente libre y una mano limpia […] y que el espíritu parecía una chispa ignominiosamente capturada por su adversario, el mundo de los sentidos»[13]. En tales condiciones hasta el sentido común recomienda preparse para la muerte, y el sentimiento de la vida física como maldición —que invade toda la literatura— refleja de un modo u otro lo sobrante de innumerables personas, tanto en las ciudades como en los campos. Nace entonces un movimiento eremítico espontáneo, donde muchos individuos deciden por su cuenta imitar al renunciante. Como las condiciones de intemperie subsisten, la diferencia entre un cristianismo hostil al Estado y un cristianismo inseparable de él es la que hay entre una oleada de mártires voluntarios y una oleada de santos eremitas. San Atanasio es a la vez «el padre de la ortodoxia teológica y el patrono del monacato eclesiástico»[14].

Si se prefiere, hasta mediados del siglo IV las poblaciones decrecían debido a una contracción en el intercambio de mercancías, que recortaba indirectamente la esperanza de vida. Ahora el colapso demográfico se acelera con algo que incide directamente sobre la tasa de natalidad, pues dentro de la Iglesia ya oficial se produce una especie de diáspora no sólo consentida sino muy admirada, en la cual parte de sus fieles —los más llamados por sus principios a la marginalidad— optan por un casto retiro del mundo. Nada tienen contra la reproducción de los demás, salvo su repugnancia personal por las sensaciones inherentes al coito. Para equilibrar la veneración que esta actitud despierta en círculos eclesiásticos podemos atender al testimonio de un contemporáneo pagano

«Se llaman a sí mismos monjes o solitarios porque eligen vivir sin testigos de sus acciones. Considerándose desfavorecidos por la fortuna, llevan voluntariamente una vida miserable para no ser aún más desdichados […] Sea esa triste locura el efecto de alguna enfermedad, o el de algún arrepentimiento ante maldades cometidas, estos infelices aplican a su propio cuerpo los tormentos que la justicia impone al esclavo fugitivo»[15].

1. Bandas de anacoretas y turismo piadoso. Sin perjuicio de incluir un porcentaje considerable de vírgenes y viudas de extracción aristocrática[16], los nuevos renunciantes son en su mayoría varones y se diseminan por parajes agrestes mucho antes de que san Benito (480-547) confeccione la primera regla monástica. Su gran héroe inicial es el egipcio san Antonio (251-356), que siendo un ignorante[17] abandona esposa e hijos por una vocación de penitencia y supera innumerables tentaciones, imponiéndose tremendos castigos, hasta cumplir los ciento cinco años. Para entonces ha fundado nueve abadías masculinas y una femenina; el prestigio de lo que hace se ha amplificado grandiosamente, y a juicio de todos —tanto cristianos como católicos— es la persona más comprometida con la salvación de los demás. Gracias a santos como él el Padre y el Hijo se apiadan de su grey y les otorgan dones en otro caso inmerecidos.

Hacia el año 300 el desierto de la Tebaida está habitado por unas siete mil personas[18], que practican una vida de pobreza y abstinencia sexual. En el de Nitria, contiguo a Alejandría, hay otros cinco mil[19]. En las inmediaciones de Oxirrinco, una ciudad populosa entonces, el obispo calcula que hay unos veinte mil eremitas masculinos y hasta diez mil femeninos, exagerando probablemente el número de mujeres[20]. Pero no tienen regla de obediencia, y una parte combina su vida retirada con visitas a las ciudades cuando toca elegir nuevo obispo o hay algún otro acto colectivo. Los más vehementes acaban reunidos en las llamadas bandas de anacoretas, que se alían con cristianos pobres de cada ciudad (la «chusma» de Amiano) para perpetrar hazañas terroristas. Cierto día cunden rumores de que tal edificio, barrio o grupo ofenden a Dios, y otro día la banda monástica del territorio ataca esos objetivos.

Se vengan así de las persecuciones anteriores, que si no exterminaron a muchos más cristianos fue por falta de un celo perseguidor como el que ahora exhiben ellos. Pero sería erróneo pensar que los terroristas cuentan con el beneplácito de la casa imperial, con el de obispos no demagógicos o con católicos integrados e incluso muy ricos. Al contrario, las bandas generan un malestar expreso en la mayoría de sus correligionarios, porque la Iglesia es superior no ya emocional sino intelectualmente a todas las demás escuelas y sectas.

Tampoco merece ser omitido que los ermitaños compiten inventando penitencias cada vez más portentosas, y esto no tarda en concentrar la atención de sus correligionarios. Desde todos los rincones del Imperio empiezan a llegar fieles deseosos de ver —aunque sea a distancia, para no molestar— a artistas de la mortificación como san Hilario, san Zenobio o san Arsenio, ofreciendo así oportunidades a transportistas y tenderos. Desde finales del siglo IV hay flotillas y caravanas específicas, dedicadas a abastecer una cadena de almacenes y albergues que jalona las rutas a Belem y Jerusalem, con etapas intermedias en los desiertos de Alejandría o Antioquía, donde se concentran los renunciantes más egregios.

Excavaciones hechas en el desierto israelí de Neguev demuestran que atender a estos viajeros indujo la construcción de importantes regadíos, que las aldeas de la zona crecieron como nunca, y que Gaza llegó a ser una ciudad muy próspera[21]. La era de los santos es también la era de las reliquias, que se transforman en el objeto valioso por excelencia, y a ese mercado se suman botellas con agua del Jordán y tierra del Monte de los Olivos, donde Jesús veló antes de su Pasión. Modesto aunque duradero, este oasis de actividad económica subsiste hasta mediados del siglo VII, cuando los mahometanos se hagan cargo de la zona.

III. Los primeros Padres

Para cuando las peregrinaciones estén en su apogeo se cumple también un cambio decisivo en la dirección de la Iglesia. Hasta entonces, la elite material e intelectual había quedado básicamente al margen, y los obispos y presbíteros solían ser personas de cuna humilde. Pero lo que empezó siendo una religión cómoda para el Estado es ya el nervio del propio Estado, y su gobierno se entrega a los más ricos y cultos. Un círculo aristocrático que era cristiano en términos sólo formales, temiendo la represión, ha pasado a serlo fervientemente.

El ejemplo prototípico es san Ambrosio de Milán (340-397), hijo de un prefecto de la guardia imperial que ostentaba el gobierno militar de la provincia cuando fue nombrado obispo de la ciudad por aclamación. No tuvo tiempo siquiera para bautizarse antes de ceñir la tiara, pues urgía evitar una elección reñida que terminase con un baño de sangre como el ocurrido poco antes en Roma. A su obra como teólogo, moralista y prelado[22] añadió ser el principal interlocutor de Teodosio el Grande, a quien aplaca unas veces y riñe o hasta excomulga en otras, como cuando pretende castigar una masacre de judíos. En el fresco de Pinturicchio porta en la mano derecha un látigo de tres puntas, símbolo de la intolerancia demostrada hacia ellos, los politeístas y los arrianos. No menos intransigente se mostraría hacia todo lo relacionado con la «carne».

El ascetismo fue la principal preocupación del serbio san Jerónimo (ca. 347-419), un hijo de plutócratas que a despecho de su fino paladar se pasó buena parte de la vida ayunando, y a quien el papa san Dámaso encargaría poner en latín la Biblia cristiana[23]. Sus tres años de estancia en Roma para reunir documentación le conectaron con un círculo de acaudaladas vírgenes y viudas, para quienes escribió su Defensa perpetua de la virginidad de María, madre de Jesús (383), donde denuncia las confusiones reinantes en materia de moral sexual y matrimonio virtuoso[24]. Como algunos se sintieron heridos, abandonó esa «Babilonia» en dirección al desierto acompañado por Paula y otras acaudaladas vírgenes, con cuyo patrocinio fundó en Belem un complejo de monasterio para hombres, convento para mujeres y hostal para peregrinos, que inaugura en 389[25]. Este tipo de empresa mixta tenía al menos un siglo de existencia en la zona, pero Jerónimo introdujo una reglamentación bastante minuciosa y su modelo fue el que acabaría cubriendo Asia Menor y Europa de comunas monásticas. En contraste con las previas, libradas exclusivamente al apoyo de la divina providencia, los nuevos espacios desprovistos de propiedad privada aseguran su mañana cultivando huertas y produciendo distintas reliquiae.

La tríada de grandes Padres latinos se completa con Aurelio Agustín, luego san Agustín (354-430), un profesor de retórica nacido en el seno de una familia acomodada aunque no millonaria. A despecho de que su madre —santa Mónica— fuese una católica muy fervorosa, sólo se hizo bautizar a los 33 años, tras haber buscado consuelo a sus inquietudes en el misticismo maniqueo, el escepticismo de la segunda Academia y el neoplatonismo, pues los Evangelios sólo le resultaron convincentes tras leer las epístolas paulinas y «la verdad se combinó con la gracia»[26]. Recibió el bautismo de san Ambrosio, y fue nombrado de inmediato obispo adjunto en la diócesis de Cartago. Allí redacta La ciudad de Dios, un tratado cuya finalidad expresa es exculparle de que Roma haya sido tomada y saqueada entonces por los godos, ya que los paganos atribuyen esa desgracia al abandono de la religión ancestral. Conciliar la omnipotencia y la gracia divina[27] le llevó a sugerir allí una predestinación —tesis luego declarada herética—, mientras luchaba contra el cisma donatista y la herejía pelagiana, incómodo el uno por atentar contra el clero diplomado[28] y demoledor el otro por negar el pecado original y ser la prefiguración de un cristianismo secularizado[29]. Esa lucha le convenció de que era vano argumentar, como en principio creía, y que procedía perseguir físicamente al enemigo de la ortodoxia.

A los tres grandes escritores latinos corresponden otros tres grandes escritores griegos llamados Padres capadocios[30], que nacen también en hogares aristocráticos, reciben una educación muy esmerada y acaban siendo obispos. Han asistido los tres a la escuela del erudito Libanio, alternando allí con el apóstata Juliano, y uno de ellos —san Gregorio— llegará a dar clases de retórica en Atenas. El tercero, san Juan Crisóstomo, pertenece a una de las familias más ricas del Imperio, y pasa pronto de catecúmeno a patriarca de Constantinopla. En tiempos de penuria cultural muy aguda, el florecimiento prácticamente simultáneo de estos seis autores indica hasta qué punto la Cristiandad concentra no sólo la devoción sino el ingenio. Se ha emancipado del fervor apocalíptico, preparándose para salvar al género humano con un proceso de catequesis indefinida, donde no pueden descartarse frenazos y hasta retrocesos.

Por lo demás, el símbolo de fe popular más poderoso desde Jesús es san Simeón el Viejo, también conocido como Simón Estilita, cuya proeza será vivir entre 419 y 459 subido a lo alto de una columna, en el desierto que tiene Antioquía al noroeste. A juicio de muchos, sus cuarenta años de ascesis demuestran que hasta dirimirse la batalla de Armageddon entre el Cristo y el Anticristo basta como residencia un espacio algo inferior al metro cuadrado. Cuando muera lo llevarán en procesión siete obispos y la máxima autoridad militar, cerrando la comitiva una escolta de seiscientos soldados seguida por muchos miles de peregrinos.

1. Una teoría de la propiedad y la compraventa. Aunque el Nuevo Testamento sea incondicionalmente pobrista, sólo aborda de modo parabólico el conflicto entre culto a la Providencia y negocio jurídico, una institución basada en que los pactos tendrán fuerza de ley entre las partes. La Patrística colma ese vacío, argumentando desde distintos ángulos que la tesis subyacente al contrato —un acto libre y al tiempo vinculante— ridiculiza los presupuestos de una sociedad centrada en el deber de compartir. Su formulación ejemplar, aceptada sin discusión durante más de mil años, es que la compraventa perjudica por fuerza a alguno de los contratantes. Como los bienes constituyen una magnitud fija, los gastos de unos no multiplican los ingresos de otros, y cuantos más ricos haya más pobres habrá.

Clemente de Alejandría, precursor de los Padres griegos, insistió en que gestionar las haciendas exige el asesoramiento de algún santo o clérigo[31]. Basilio de Cesarea presenta el comunismo espartano como sociedad modélica[32], y Juan Crisóstomo («boca de oro») aprovecha un sermón sobre la primera comuna de Jerusalem para destacar el «inagotable tesoro formado por la puesta en común de todos los bienes»[33]. Si Constantinopla se hiciese comunista su «plétora» se reproduciría por generación espontánea, como los bosques o el ganado. De hecho, bastaría crear una comuna de «cincuenta mil pobres» para comprobar que estaban destinados a ser los más felices, un evento del máximo valor testimonial

«¿Acaso no haríamos así de la tierra un cielo? ¿Quién desearía luego seguir siendo pagano? Creo que nadie. Todos querrán unirse y ser favorables a nosotros»[34].

San Ambrosio argumenta que la propiedad privada es una usurpación, y que adquirir riquezas resulta imposible sin cometer injusticia. En su comentario al quinto día de la Creación declara que el dominio sobre muebles e inmuebles es antinatura, insinuando que el pecado original pudo ser un acto de avidez llamado prima avaritia[35]. La caridad constituye un «derecho» de los pobres, pues por su mediación recobran algo que les pertenece. San Jerónimo añade que el beneficio de alguien sólo puede provenir del perjuicio sufrido por otros, y san Agustín completa esa perspectiva identificando el deseo de «comprar barato y vender caro» como vicio social por excelencia[36]. El comercio no es compatible con una sociedad basada sobre la justicia.

En definitiva, «los bienes terrenales fueron creados para todos […] y sólo el pecado de codicia explica diferencias tan flagrantes entre quienes tienen y quienes no»[37]. Bien sea por haber dado en limosna los propios bienes, o por no haberlos tenido nunca, lo esencial de la comuna cristiana es que todos puedan vivir con modestia aunque sin agobio. Ello exige que la libertad de regalar o ayudar no exista, pues «cualquier acto de beneficencia es […] mero cumplimiento de un deber, que no se agota con la primera acción y continúa existiendo mientras persista la ocasión determinante»[38]. La relación entre el acomodado y el necesitado es independiente de que uno sea frugal y otro despilfarre, porque se trata de un vínculo «puramente ético». Como aclaró Jesús, «si sólo prestas esperando la devolución ¿qué mérito acumulas? […] Debes prestar sin esperanza de que te sea devuelto»[39].

Idéntico en esto al pecado carnal, el de codicia tolera un intercambio supuestamente autónomo que empieza relajando las buenas costumbres y desemboca en una movilidad social mórbida, llamada a dividir cada comuna en ricos y pobres. El gran principio dice que los seres humanos carecen de patrimonio particular legítimo: o son de Dios o son del César. «Por derecho divino la tierra es del Señor, y suyo es todo cuanto contiene», mientras por derecho humano pertenece «a los reyes y emperadores del mundo»[40]. Al hacerse propietarios los hombres relativizan a ambos jerarcas en mayor o menor medida. El dios Término, insiste Agustín, es la flaqueza misma[41].

2. Hacia un compromiso con el poder político. Una Iglesia dirigida por obispos de extracción popular es menos radical en su pobrismo teórico que la encomendada a una elite militar y económica. En el sínodo de Paflagonia (340), por ejemplo, que se celebra durante el reinado del arriano Constancio, los reunidos se declaran incapaces de «asegurar» que si el creyente no cede todos sus bienes al clero será condenado al infierno[42]. Décadas más tarde, cuando el horizonte doctrinal tiene como autoridad a los grandes Padres, esta condescendencia hacia el opulento ha mermado en vez de crecer. No tanto Gregorio y Basilio, pero sí Ambrosio, Jerónimo, Agustín, Juan Crisóstomo son tajantes en lo que respecta al deber general de limosna-restitución.

Al mismo tiempo, situar al rico en el infierno empieza a ser delicado para una religión sin otro adversario que sus herejes, y engendra actitudes dispares en el Imperio oriental y en una Europa librada a la desintegración política. En el Imperio está alcanzando niveles explosivos una competencia entre Constantinopla y Alejandría, que por caminos indirectos desemboca en un cisma de católicos y ortodoxos vigente hasta hoy[43]. El ebionismo militante de Juan Crisóstomo crea problemas de orden público desde 399, cuando osa comparar a la buena sociedad bizantina con Ananías y Safira, los primeros defraudadores de la Iglesia[44]. Parte del pueblo prefiere sus inflamados sermones «a la diversión del teatro y el circo»[45], la emperatriz Eudoxia ordena su arresto, y sigue a ello una rebelión fulminante que termina en masacre[46].

Pero Crisóstomo se ha convertido en un demagogo no sólo para la corte sino para toda la clase media, atónita ante el hecho de que enardezca a sus fieles con una denuncia del propietario. Cuando la emperatriz tenga tiempo para llenar la ciudad de tropas, algo después, la restauración del patriarca bizantino se transforma en un destierro perpetuo con penalidades adicionales, que no tardan en acabar con su vida. Los cargos que se le imputan han sido ridículamente falsos, y aunque la historia no tardará en reconocerlo su ejemplo constituye una llamada de atención para el alto clero. Al menos en los dominios del Imperio oriental, en vez de flagelar al opulento con invectivas preferirá obtener de él limosnas y legados. Para Occidente están empezando las edades tenebrosas, y para Constantinopla el esplendor.