La agresión empezó muy lejos.
La guerra con Raumsog se desencadenó veinte años después del gran escándalo gatuno que por un tiempo amenazó con privar al planeta Tierra de la imprescindible droga santaclara. Fue una guerra breve y amarga.
La corrupta, sabia y fatigada Vieja Tierra luchó con armas ocultas, pues sólo las armas secretas podían mantener una hegemonía tan antigua, una soberanía que desde hacía mucho tiempo era un título puramente nominal entre las comunidades humanas. La Tierra ganó y los demás perdieron, porque los dirigentes de la Tierra nunca anteponían otras consideraciones a la supervivencia. Y esta vez, pensaron, la amenaza era muy seria.
El público nunca se enteró de la guerra contra Raumsog salvo cuando renacieron viejas y pintorescas leyendas acerca de naves doradas.
En la Tierra se reunieron los Señores de la Instrumentalidad. El presidente de la reunión miró alrededor y dijo:
—Bien, caballeros, todos nosotros hemos sido sobornados por Raumsog. Nos han comprado a todos. Yo mismo recibí seis onzas de stroon puro. ¿Hizo alguno de vosotros mejor negocio?
Los demás consejeros dieron a conocer la cuantía de sus respectivos sobornos.
El presidente se volvió al secretario.
—Haz constar los sobornos en el acta y luego archívala como «extraoficial».
Los demás asintieron gravemente.
—Ahora debemos luchar. El soborno no es suficiente. Raumsog amenaza con atacar la Tierra. Permitir sus amenazas ha resultado barato, pero obviamente no le permitiremos que las lleve a cabo.
—¿Cómo piensas detenerlo, Señor presidente? —gruñó un huraño y anciano consejero—. ¿Utilizando las naves doradas?
—En efecto —respondió el presidente con toda seriedad. Todos suspiraron. Las naves doradas se habían usado contra formas de vida no humanas muchos siglos atrás. Estaban escondidas en alguna parte del no-espacio y sólo unos pocos oficiales de la Tierra sabían con certeza cómo funcionaban. Ni siquiera los consejeros de la Instrumentalidad sabían exactamente qué eran.
—Una nave —dijo el presidente a los Señores de la Instrumentalidad— será suficiente.
Lo fue.
El dictador Raumsog supo la diferencia semanas después, en su planeta.
—No puedes hablar en serio —saltó—. No es posible. No hay naves de este tamaño. Las naves doradas son sólo un cuento. Nadie ha visto jamás una foto de estos artefactos.
—Aquí tienes una foto, señor —dijo el subordinado. Raumsog la miró.
—Es un truco. Un truco fotográfico. Distorsionaron el tamaño. Las dimensiones están mal. Nadie tiene una nave de ese tamaño. Es imposible construirla, y en caso de que existiera, sería imposible manejarla. No existe tal cosa… —Siguió divagando hasta que advirtió que sus hombres examinaban la foto en vez de mirarlo a él. Se calmó. El más audaz de sus oficiales habló.
—Esta nave tiene ciento cincuenta millones de kilómetros de longitud, alteza. Brilla como el fuego, pero se mueve tan deprisa que resulta imposible acercarse a ella. Penetró en el centro de nuestra flota casi tocando a nuestras naves, permaneció allí veinte o treinta milésimas de segundo. Allí estaba. Notamos que había vida a bordo: los haces de luz oscilaban; nos examinaron y luego, como era de esperar, se sumergió nuevamente en el no-espacio. Ciento cincuenta millones de kilómetros, alteza. La Vieja Tierra aún conserva algunos golpes ocultos, y no sabemos lo que hace esa nave.
Los oficiales miraron a su Señor con ansiosa confianza. Raumsog suspiró.
—Si hemos de luchar, lucharemos. También podemos destruir la nave. A fin de cuentas, ¿qué significa el tamaño en los espacios interestelares? ¿Qué diferencia hay entre quince kilómetros, quince millones o ciento cincuenta millones? —Suspiró de nuevo—. Aun así, admito que ciento cincuenta millones de kilómetros es un tamaño asombroso para una nave. No sé lo que harán con ella.
Y no lo sabía.
Es extraño —extraño y temible— lo que el amor por la Tierra puede hacer a los hombres. Tedesco, por ejemplo.
La reputación de Tedesco era de todos conocida. Aun entre los capitanes de viaje, que rara vez se fijaban en estas cosas, Tedesco era célebre por sus atuendos, la elegancia con que Lucia el manto de oficial y las insignias enjoyadas. Tedesco también era célebre por sus modales lánguidos y su sibaritismo. Cuando llegó el mensaje, Tedesco se encontraba en su estado habitual.
Flotaba en la corriente de aire con los centros cerebrales del placer conectados a la electricidad. Estaba tan absorto en el placer que había olvidado los manjares, las mujeres, la ropa y los libros de sus aposentos. Había olvidado todos los placeres salvo el placer de la electricidad al actuar en el cerebro.
Tan grande era el placer, que hacía veinte horas consecutivas que Tedesco estaba conectado a la corriente, en abierta desobediencia de la norma que establecía como máximo seis horas de placer.
Sin embargo, cuando llegó el mensaje —retransmitido al cerebro de Tedesco a través del minúsculo cristal instalado allí para comunicar mensajes tan secretos que incluso el pensamiento era vulnerable a la intercepción de los mismos—, Tedesco abandonó una capa tras otra de júbilo e inconsciencia.
Las naves de oro, las naves doradas, ya que la Tierra está en peligro.
Tedesco luchó. La Tierra está en peligro. Con un suspiro de júbilo hizo un esfuerzo para pulsar el botón que interrumpía la corriente eléctrica. Y con un suspiro de fría realidad echó un vistazo al mundo que le rodeaba y se puso manos a la obra. Se preparó de inmediato para servir a los Señores de la Instrumentalidad.
El presidente del consejo de la Instrumentalidad puso al almirante Tedesco al mando de la nave dorada. La nave, más grande que la mayoría de las estrellas, era una monstruosidad increíble. Siglos antes había intimidado a agresores no humanos de un rincón olvidado de las galaxias.
El almirante se paseaba por el puente. La cabina era pequeña, de siete metros por diez. La zona de control de la nave medía apenas treinta metros. Todo el resto era una burbuja dorada, una apariencia, tan sólo una espuma delgada e increíblemente rígida con diminutos alambres que la entrecruzaban para dar la ilusión de metal duro y defensas fuertes.
Los ciento cincuenta millones de kilómetros de longitud eran reales. El resto no.
La nave era un gigantesco simulacro, el mayor espantajo jamás creado por la mente humana.
Siglo tras siglo había descansado en el no-espacio interestelar, esperando a que la usaran. Ahora avanzaba, desamparada e indefensa, contra el recalcitrante y loco dictador Raumsog y su horda de muy tangibles naves guerreras.
Raumsog había violado las normas del espacio. Había matado a los luminictores. Había encarcelado a los capitanes de viaje. Había contratado a renegados y aprendices para saquear las inmensas naves interestelares y había armado hasta los dientes las naves cautivas. En un sistema que no había conocido la auténtica guerra, y menos aún la guerra contra la Tierra, él había planeado bien todos los pasos.
Había sobornado, estafado, mentido. Esperaba que la Tierra cayera ante la mera amenaza. Luego lanzó su ataque.
Ante el ataque, la Tierra cambió. Bribones corruptos se convirtieron en lo que eran nominalmente: los dirigentes y defensores de la humanidad.
Tedesco había sido un petimetre jactancioso. La guerra lo convirtió en un capitán agresivo que dirigía la nave más grande de todos los tiempos como si fuera una raqueta de tenis.
Interceptó sin dilación la flota de Raumsog.
Tedesco maniobró hacia la derecha, al norte, arriba, de lado.
Aparecía ante el enemigo y lo eludía: subía, bajaba, viraba, se alejaba.
Se presentó una y otra vez ante el enemigo. Un buen disparo podía destruir la ilusión de la cual dependía la seguridad de la humanidad. La misión de Tedesco consistía en no permitir que hicieran ese disparo.
Tedesco no era tonto. Libraba una extraña clase de guerra, pero no podía dejar de preguntarse cuándo se desataría la guerra real.
El raro nombre del príncipe Lovaduck provenía de un ancestro chino que amaba los patos, los patos a la pequinesa: la suculenta piel de pato le evocaba sueños ancestrales de éxtasis culinario.
Otra antepasada, una dama inglesa, había dicho: «¡Lovaduck, este nombre resulta apropiado para ti!». Y el nombre se había adoptado orgullosamente como apellido familiar. El príncipe Lovaduck tenía una pequeña nave. La nave era diminuta y tenía un nombre sencillo y amenazador: Cualquiera.
La nave no estaba inscrita en el registro espacial, y el príncipe no formaba parte del Ministerio de Defensa Espacial. La nave estaba asignada a la Oficina de Estadística e Investigación —bajo la denominación de «vehículo»— del erario de la Tierra. Tenía un sistema defensivo muy elemental. Acompañaba al príncipe un idiota cronopático que resultaba imprescindible para las maniobras fundamentales.
También lo acompañaba un monitor. El monitor, como de costumbre, estaba rígido, catatónico, inconsciente, insensible, excepto por el grabador de su mente, que registraba inconscientemente cada movimiento mecánico de la nave y estaba preparado para destruir a Lovaduck, al idiota cronopático y a la nave misma si intentaban escapar de la autoridad de la Tierra o levantarse contra ella. La vida de un monitor era difícil, pero era mucho mejor que la ejecución por haber cometido un delito, la alternativa habitual. El monitor no presentaba problemas. Lovaduck contaba también con una pequeña colección de armas exquisitamente seleccionadas para la atmósfera, el clima y las condiciones del planeta de Raumsog.
También llevaba un talento psiónico, una pobre niña loca y sollozante a quien los Señores de la Instrumentalidad se habían negado cruelmente a curar, pues su talento funcionaba mejor en su desamparo que si la hubieran integrado en la comunidad humana. La niña era una interferencia etiológica de clase tres. Lovaduck acercó la pequeña nave a la atmósfera del planeta de Raumsog. Había pagado buen dinero para capitanear esta nave y se proponía recuperarlo y lo recuperaría con creces si triunfaba en su arriesgada misión.
Los Señores de la Instrumentalidad eran los dirigentes corruptos de un planeta corrupto, pero habían aprendido a lograr que esta circunstancia estuviera al servicio de sus objetivos civiles y militares, de forma que no toleraban errores. Si Lovaduck fracasaba, más le valdría no regresar. Ningún soborno lo salvaría. Ningún monitor le permitiría salvarse. Si triunfaba, sería casi tan rico como un norstriliano o un mercader de stroon.
Lovaduck materializó la nave a la distancia necesaria para tener contacto de radio con el planeta. Atravesó la cabina y abofeteó a la niña, que se puso frenética. Cuando ese frenesí alcanzó el punto álgido, Lovaduck le puso un casco en la cabeza, lo conectó al sistema de comunicación de la nave y envió las radiaciones emocionales psiónicas de la niña a todo el planeta.
Esa niña era capaz de cambiar la suerte. Logró hacerlo: por unos instantes, en todos los lugares del planeta, debajo del agua y en la superficie, en el cielo y en el aire, la suerte cambió. Estallaron riñas, sucedieron accidentes, el infortunio excedió los límites de la probabilidad. Todo ocurrió simultáneamente. Mientras se difundía información sobre los tumultos, Lovaduck desplazó la nave a otra posición. Éste era el momento más crítico. Descendió sobre la atmósfera. Lo detectaron de inmediato. Armas voraces lo buscaron, armas capaces de abrasar el aire y de arrancar a todo ser vivo del planeta un chillido de alarma.
Ningún arma de la Tierra podía defenderlo de semejante ataque.
Lovaduck no se defendió. Aferró los hombros del idiota cronopático, lo pellizcó; el pobre idiota huyó arrastrando la nave consigo. La nave retrocedió tres o cuatro segundos en el tiempo, a un período ligeramente anterior al de la primera detección. Todos los instrumentos del planeta de Raumsog se apagaron. No había nada contra lo cual reaccionar.
Lovaduck estaba preparado. Disparó las armas, aunque no eran armas nobles.
Los Señores de la Instrumentalidad jugaban a ser caballerosos y amaban el dinero, pero cuando era cuestión de vida o muerte no les interesaba el dinero ni el prestigio, ni siquiera el honor. Luchaban como los animales del antiguo pasado de la Tierra: a muerte. Lovaduck había disparado una combinación de venenos orgánicos e inorgánicos con una elevada tasa de dispersión. Diecisiete millones de personas, novecientos cincuenta de cada mil habitantes, morirían esa noche.
Abofeteó de nuevo al idiota cronopático. El pobre monstruo gimió. La nave retrocedió dos segundos más en el tiempo.
Mientras descargaba más veneno, sintió que los relés automáticos lo buscaban.
Retrocediendo en el tiempo por última vez, se desplazó al otro lado del planeta, arrojó una descarga de elementos cancerígenos virulentos y lanzó la nave al no-espacio, hacia los confines de la nada. Allí estaba fuera del alcance de Raumsog.
La nave dorada de Tedesco avanzó plácidamente hacia el planeta moribundo mientras los cazas de Raumsog la rodeaban.
Dispararon y Tedesco los evadió con una agilidad inesperada en una nave tan inmensa, una nave mayor que cualquier sol del firmamento de esa región del espacio. Pero mientras las naves se acercaban a su presa, las radios informaron:
—La capital ha enmudecido.
—Raumsog ha muerto.
—No hay respuesta en el norte.
—La gente muere en las estaciones retransmisoras.
La flota se desplazó, se intercomunicó y empezó a rendirse. La nave dorada apareció una vez más y desapareció, quizá para siempre.
Tedesco regresó a sus aposentos para conectar los centros de placer de su cerebro a la corriente eléctrica. Pero mientras se acostaba en el aire dispuesto a pulsar el botón que activaría la electricidad, su mano se detuvo. De pronto comprendió que ya sentía placer. La evocación de la nave dorada y de lo que él había logrado —solo, con astucia, sin el elogio de todos los mundos por su solitaria audacia— le causaba mayor placer que la electricidad. Se acostó en la corriente de aire y recordó la nave dorada, experimentando más placer que nunca.
En la Tierra, los Señores de la Instrumentalidad reconocieron graciosamente que la nave dorada había destruido toda la vida en el planeta de Raumsog. Los muchos mundos humanos les rindieron honores. Lovaduck, el idiota, la niña y el monitor fueron internados en hospitales. Se les borró de la mente todo recuerdo de su hazaña.
Lovaduck compareció ante los Señores de la Instrumentalidad. Creía haber combatido en la nave dorada y no recordaba lo que había hecho. No sabía nada sobre un idiota cronopático. Y no recordaba su pequeño «vehículo». Le corrieron lágrimas por las mejillas cuando los Señores de la Instrumentalidad le otorgaron las más altas condecoraciones y le pagaron una inmensa suma de dinero.
—Nos has servido bien y quedas en libertad —le dijeron—. Las bendiciones y la gratitud de la humanidad te acompañarán para siempre.
Lovaduck regresó a sus dominios preguntándose en qué consistía el gran servicio que había prestado. También se preguntó, en los siglos que le quedaban de vida, cómo podía ser un héroe y no recordar su hazaña.
En un planeta muy remoto, los supervivientes de un crucero de Raumsog fueron liberados. Por órdenes especiales de la Tierra, les habían alterado la memoria para que no revelaran las características de la derrota. Un obstinado reportero insistía en formular preguntas a un piloto del espacio. Al cabo de muchas horas de reflexión, la respuesta del superviviente era aún la misma:
—Dorada era la nave… ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Dorada era la nave… ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!