No leas este cuento; vuelve la pagina deprisa. La historia puede perturbarte. Aunque es probable que ya la conozcas. Es una historia muy inquietante. Todos la conocen. La gloria y el crimen del comandante Suzdal se han contado de mil modos distintos. No te permitas el pensamiento de que la historia cuenta la verdad.
No es cierta. En absoluto. No contiene una pizca de verdad. No existe el planeta Aracosia, ni los kiopts, ni el Mundo Gatuno. Son imaginarios, no sucedieron, olvídalo y ve a leer otra cosa.
El comienzo
El comandante Suzdal fue enviado en una nave-caparazón a explorar los confines de nuestra galaxia. Su nave era un crucero, pero él era el único tripulante. Estaba equipada con instrumental hipnótico y cubos que brindaban una apariencia de compañía, una gran muchedumbre de gente amigable a la que podía convocar a partir de sus propias alucinaciones.
La Instrumentalidad le ofreció varias opciones para sus compañeros imaginarios, cada uno de los cuales estaba encarnado en un pequeño cubo cerámico que contenía el cerebro de un pequeño animal en el cual se había impreso la personalidad de un ser humano.
Suzdal, un hombre bajo y corpulento, de sonrisa jovial, expresó sin rodeos sus necesidades:
—Quiero dos buenos oficiales de seguridad. Puedo pilotar la nave, pero si he de internarme en lo desconocido necesitaré ayuda para afrontar los posibles y extraños problemas que puedan surgir.
El oficial de carga le sonrió.
—Nunca había oído hablar de un comandante de crucero que pidiera oficiales de seguridad. La mayoría los considera un estorbo.
—Pues yo no —replicó Suzdal.
—¿Quiere jugadores de ajedrez?
—Puedo jugar ajedrez usando los ordenadores libres —contestó Suzdal—. Sólo tengo que bajar la energía para que empiecen a perder. Con plena energía, siempre me ganan.
El oficial dirigió a Suzdal una mirada extraña. No era una mirada lasciva, pero su expresión se volvió cómplice y un poco desagradable.
—¿Qué me dice de otra compañía? —preguntó con un tono raro.
—Tengo libros —dijo Suzdal—, unos dos mil. Sólo tardaré un par de años terrestres.
—En lo local-subjetivo podrían parecer varios miles de años —dijo el oficial—, aunque el tiempo retrocederá cuando usted regrese a la Tierra. Y yo no hablaba de libros —insistió con el mismo tono insinuante.
Suzdal meneó la cabeza con aire preocupado, se pasó la mano por el pelo color arena. Clavó los serenos ojos azules en los del oficial.
—¿A qué se refiere entonces? ¿Navegantes? Ya los tengo, por no mencionar los hombres-tortuga. Son una buena compañía, si se les habla despacio y se les da mucho tiempo para responder. No olvide que ya he estado antes afuera…
El oficial escupió su oferta:
—Bailarinas. MUJERES. Concubinas. ¿No quiere nada de eso? Incluso podríamos imprimir en un cubo a su propia esposa. Así ella le acompañaría cada semana que usted estuviera despierto.
Suzdal puso cara de rechazo.
—¿Alice? ¿Quiere usted que yo viaje con un fantasma de mi esposa? ¿Cómo se sentiría la verdadera Alice cuando yo regresara? No me diga que va a poner a mi esposa en un cerebro de ratón. Usted me ofrece el delirio, y yo tengo que conservar la cordura mientras el espacio y el tiempo ruedan en grandes olas alrededor de mí. Ya enloqueceré bastante, tal como son las cosas. No olvide que ya he estado antes afuera. Regresar a una Alice verdadera será uno de los mayores factores de realidad. Me ayudará a amoldarme. —La voz de Suzdal cobró un tono de pregunta íntima—. No me diga que muchos comandantes de crucero piden volar con esposas imaginarias. Sería bastante desagradable, en mi opinión. ¿Cuántos realmente lo hacen?
—Estamos aquí para equipar su nave, no para comentar lo que hacen otros oficiales. Nos parece bien que el comandante tenga compañía femenina, aunque sea imaginaria. Si usted encontrara entre los astros algo que cobrara forma femenina, sería muy vulnerable a ello.
—¿Mujeres entre los astros? ¡Bah! —bufó Suzdal.
—Han ocurrido cosas extrañas —apuntó el oficial.
—Eso no —dijo Suzdal—. Dolor, locura, distorsión, pánico sin fin, un hambre enloquecedora… sí, afrontaré esas cosas. Estarán allí. Pero mujeres no. No las hay. Yo amo a mi esposa. No crearé mujeres con mi propia mente. A fin de cuentas, llevaré a bordo a la gente-tortuga, que traerá a su prole. Tendré familia de sobra. La cuidaré y formaré parte de ella. Incluso puedo dar fiestas de Navidad para los pequeños.
—¿Qué son esas fiestas? —preguntó el oficial.
—Un extraño y antiguo ritual del cual me habló un piloto exterior. Se entregan obsequios a los pequeños, una vez por año local-subjetivo.
—Parece agradable —comentó el oficial, ya un poco aburrido de la conversación—. De manera que se niega a llevar una mujer a bordo, en un cubo. No tendría que activarla a menos que la necesitara.
—Usted no ha volado, ¿verdad? —preguntó Suzdal. El oficial se ruborizó.
—No —respondió con tono inexpresivo.
—Voy a pensar en todo lo que hay en esa nave. Soy un hombre jovial y muy comunicativo. Me llevaré bien con mi gente-tortuga. No son vivaces, pero son consideradas y serenas. Dos mil o más años local-subjetivos no son tantos. No me obligue a tomar más decisiones. Encargarse de la nave ya es suficiente trabajo. Déjeme solo con mi gente-tortuga. Me he llevado bien con ellos antes.
—Usted es el comandante, Suzdal —concluyó el oficial de carga—. Haremos lo que usted diga.
—Bien —sonrió Suzdal—. Tal vez usted se encuentre con muchos tipos raros en este puesto, pero yo no soy uno de ellos.
Ambos sonrieron para manifestar su acuerdo y se completó la carga de la nave.
La nave era conducida por hombres-tortuga, que envejecían muy despacio. Mientras Suzdal recorría el borde exterior de la galaxia y dejaba transcurrir miles de años locales durmiendo en su lecho congelado, los hombres-tortuga se sucedían generación tras generación, enseñaban a sus descendientes a manejar la nave, transmitían las historias de una Tierra que jamás verían e interpretaban correctamente los datos de los ordenadores para despertar a Suzdal solamente cuando se requería intervención e inteligencia humana. Suzdal despertaba de vez en cuando; hacía su trabajo y volvía a dormirse. Tenía la sensación de haberse ido de la Tierra hacía apenas unos meses.
¡Meses! Hacía más de diez mil años subjetivos que había partido cuando encontró la cápsula de la sirena.
Tenía el aspecto de una cápsula de emergencia común. La clase de aparato que a menudo se lanzaba al espacio para indicar alguna complicación en el destino del hombre entre las estrellas. Aparentemente, esta cápsula había recorrido una inmensa distancia, y por aquel artilugio Suzdal conoció la historia de Aracosia.
La historia era falsa. Los cerebros de todo un planeta —el genio salvaje de una raza malévola y desdichada— se habían consagrado a embaucar y atraer a un piloto normal de la Vieja Tierra. Una maravillosa mujer con voz de contralto cantaba una historia. Parte de la narración era verdadera. Parte de la emoción era auténtica. Suzdal escuchó la historia, que arraigó en las fibras de su cerebro como una gran ópera maravillosamente orquestada. Habría sido distinto si él hubiera conocido la verdad.
Todos saben ahora la auténtica historia de Aracosia, la amarga y terrible historia del planeta que era un paraíso y se convirtió en un infierno. La historia de personas que se convirtieron en seres distintos. La historia de lo que ocurrió allá afuera, en el sitio más espantoso que hay entre las estrellas.
Si Suzdal hubiera conocido la verdadera historia, habría huido. Él no podía entender lo que sabemos ahora.
La humanidad no podía encontrar a la terrible gente de Aracosia sin que éstos intentaran infligir a la humanidad un pesar mayor que la pesadumbre, una locura peor que la mera demencia, una peste que superaba todas las plagas imaginables. Los aracosianos se habían transformado en no-gente y, sin embargo, en lo más hondo de su personalidad, seguían siendo gente. Cantaban canciones que exaltaban su propia deformidad y alababan su horrenda transformación, pero en sus propias canciones, en sus propias baladas, los tonos de órgano del estribillo repetían:
¡Y lloro por el hombre!
Sabían lo que eran y se odiaban. Al odiarse perseguían a la humanidad.
Quizá todavía la estén persiguiendo.
La Instrumentalidad ha tomado medidas para que los aracosianos no nos encuentren de nuevo, ha arrojado redes de engaño a los confines de la galaxia para asegurarse de que ese pueblo perdido y arruinado no pueda hallarnos. La Instrumentalidad sabe y protege nuestro mundo y todos los demás mundos humanos contra la deformidad en que se ha convertido Aracosia. No queremos saber nada de ese mundo. Que nos busquen. No nos encontrarán.
¿Cómo podía saberlo Suzdal?
Era la primera vez que alguien tropezaba con los aracosianos, y él se encontró con un mensaje en donde una voz mágica cantaba la mágica canción de la ruina, usando claras palabras de la Vieja Lengua Común para transmitir una historia tan triste y abominable que la humanidad aún no la ha olvidado. En esencia, la historia era muy simple. Esto es lo que oyó Suzdal, y esto es lo que los hombres han sabido desde entonces.
Los aracosianos eran colonizadores. Los colonizadores navegaban en veleros que arrastraban las cápsulas detrás de sí. Ése fue el primer sistema de viajar.
O bien podían ir afuera en naves de planoforma, naves pilotadas por hombres diestros que se internaban en el espacio dos y emergían de nuevo para reencontrarse con el hombre.
O, cuando las distancias eran muy largas, iban afuera en la nueva combinación, cápsulas individuales dentro de una enorme nave-caparazón, una versión gigantesca de la nave que transportaba a Suzdal; los pasajeros congelados, las máquinas despiertas, la nave disparada más allá de la velocidad de la luz, arrojada debajo del espacio para emerger al azar y aproximarse a un blanco conveniente. Era una apuesta, pero los hombres valientes la aceptaban. Si no encontraban un destino, las naves podían viajar por el espacio eternamente, mientras los cuerpos, a pesar de la protección del frío, se deterioraban gradualmente mientras la opaca luz de la vida se extinguía en los cerebros congelados.
Las naves-caparazón eran la respuesta de la humanidad a la superpoblación, para la cual no se había hallado solución en el viejo planeta Tierra ni en los mundos colonizados. Las naves-caparazón transportaban a los audaces, los temerarios, los románticos, los obstinados, y a veces a los criminales hacia las estrellas. Una y otra vez la humanidad perdió el rastro de esas naves. Los exploradores de vanguardia, la Instrumentalidad organizada, tropezaban con seres humanos, ciudades y culturas, altas o bajas, tribus o familias, allí donde habían descendido las naves-caparazón, mucho más allá de los límites de la humanidad, allí donde los instrumentos de búsqueda habían detectado un planeta parecido a la Tierra; y la nave-caparazón, como un gran insecto moribundo, había descendido en el planeta, despertado a sus pasajeros, abriéndose para dar a luz a hombres y mujeres recién renacidos para colonizar un mundo.
Aracosia parecía un mundo agradable para los hombres y mujeres que llegaron allí. Hermosas playas con inabarcables acantilados. Dos grandes y brillantes lunas en el cielo, un sol no demasiado lejano. Las máquinas habían estudiado la atmósfera y recogido muestras del agua, habían diseminado las formas de vida de la Vieja Tierra en la atmósfera y los mares, de modo que al despertar la gente oyó el trino de pájaros de la Tierra y supo que los peces terráqueos ya se habían adaptado a los océanos y se multiplicaban. Parecía una buena vida, una vida rica. Las cosas marchaban bien.
Las cosas andaban muy, muy bien para los aracosianos.
Ésta es la verdad.
Ésta era, hasta aquí, la historia que contaba la cápsula.
Pero aquí se desviaba de la verdad.
La cápsula no contaba la horrenda y lamentable verdad de Aracosia. Habían inventado una serie de mentiras plausibles. La voz que surgía telepáticamente de la cápsula era la de una mujer madura, cálida y feliz, una mujer con espléndida voz de contralto.
Suzdal casi creyó que hablaba con ella, tan real era la personalidad. ¿Cómo podía sospechar que le tendían una trampa?
Todo parecía correcto.
—Y luego —continuó la voz— nos atacó la enfermedad aracosiana. No aterrices. Aléjate. Hablanos. Cuéntanos cosas de medicina. Nuestros jóvenes mueren sin razón. Nuestras granjas son ricas, y el trigo crece más dorado que en la Tierra, las ciruelas más rojas, las flores más blancas. Todo anda bien, salvo la gente.
»Nuestros jóvenes mueren… —repitió la voz de mujer, rompiendo a llorar.
—¿Hay síntomas? —preguntó Suzdal, pero la cápsula continuó como si no hubiera oído la pregunta.
—Se mueren de nada. Nada que nuestra medicina pueda detectar, nada que nuestra ciencia pueda mostrar. Mueren. Nuestra población disminuye. ¡No nos olvidéis! ¡Hombre, quienquiera que seas, ven deprisa, ven ahora, trae auxilio! Pero, por tu propio bien, no aterrices. ¡Mantente alejado del planeta y míranos por pantallas para que puedas llevar a la Cuna del Hombre esta noticia acerca de los hijos perdidos de la humanidad entre extrañas y remotas estrellas!
¡Realmente extraño!
La verdad era aún más extraña, y realmente desagradable.
Suzdal estaba convencido de que el mensaje era auténtico. Lo habían escogido para el viaje porque era generoso, inteligente y valiente; este mensaje afectaba a sus tres cualidades.
Después, mucho después, cuando lo arrestaron, le preguntaron:
—Suzdal, estúpido, ¿por qué no comprobó el mensaje? ¡Ha arriesgado la seguridad de todas las humanidades por un tonto hallazgo!
—¡No era tonto! —protestó Suzdal—. La cápsula de emergencia tenía una triste y maravillosa voz de mujer y la historia era coherente.
—¿Con qué? —inquirió severamente el investigador. Suzdal respondió fatigado y triste:
—Coherente con mis libros. Con mi conocimiento. —Y añadió de mala gana—: Y con mi propio juicio.
—¿Fue atinado ese juicio? —preguntó el investigador.
—No —reconoció Suzdal, y dejó colgar la palabra en el aire como si fuera lo último que diría.
Pero Suzdal mismo rompió el silencio para añadir:
—Antes de fijar el curso y dormirme, activé a mis oficiales de seguridad y les hice comprobar la historia. Descubrieron la verdadera historia de Aracosia, desde luego. La descifraron de ciertos patrones de la cápsula de emergencia y me contaron la verdad muy deprisa, mientras yo despertaba.
—¿Y qué hizo usted?
—Hice lo que hice. Hice aquello por lo que espero que me castiguen. Los aracosianos ya se paseaban por el exterior de mi casco. Habían capturado mi nave y a mí mismo ¿Cómo iba a saber que sólo los primeros veinte años de esa maravillosa y triste historia que había contado la mujer eran ciertos? Y ni siquiera era una mujer. Sólo un kiopt. Sólo los primeros veinte años…
Las cosas habían ido bien para los aracosianos durante los primeros veinte años. Luego sobrevino el desastre, pero la cápsula de emergencia no contaba esa historia.
No lo entendían. No sabían por qué había ocurrido. No sabían por qué había ocurrido sólo al cabo de veinte años, tres meses y cuatro días. Pero el momento llegó.
Nosotros creemos que debió de ser algún factor en la radiación del sol del planeta. O tal vez una combinación de la radiación de ese sol con una reacción química, que ni siquiera las completas máquinas de la nave-caparazón habían analizado del todo, y que se extendía desde dentro. El desastre llegó. Fue simple e inexorable.
Tenían médicos. Habían construido hospitales. Incluso contaban con una limitada capacidad de investigación.
Pero no pudieron investigar con la suficiente rapidez. No la suficiente para hacer frente al desastre. Fue simple, monstruoso, descomunal.
La feminidad se volvió cancerígena.
Todas las mujeres del planeta empezaron a desarrollar cáncer al mismo tiempo, en los labios, los senos, la ingle, a veces en el borde de la mandíbula o el labio, las partes blandas del cuerpo. El cáncer tenía muchas formas, pero era siempre el mismo. Había algo en la radiación que les llegaba, algo que se internaba en el cuerpo humano y convertía una forma de desoxicorticosterona en una subforma —desconocida en la Tierra— de preñandiol, que infaliblemente causaba cáncer. El avance fue rápido.
Las niñas pequeñas murieron primero. Las mujeres se aferraban sollozando a sus padres y esposos. Las madres intentaban despedirse de los hijos.
Una mujer fuerte, una médica, tuvo el coraje de cortar tejido vivo de su propio cuerpo, ponerlo bajo el microscopio y tomar muestras de su orina, su sangre, su saliva, y obtuvo el resultado. No hay solución. Pero había algo mejor y peor que una solución.
Si el sol de Aracosia mataba todo lo femenino, si las hembras de los peces flotaban vientre arriba en la superficie del mar, si las hembras de las aves cantaban una canción más estridente y salvaje al morir sobre los huevos que nunca empollarían, si las hembras de los animales gemían en las guaridas donde se ocultaban del dolor, las mujeres no tenían que aceptar la muerte con tanta docilidad. El nombre de esa médica era Astarté Kraus.
La magia de los kiopts
Las hembras humanas podían hacer lo que no estaba al alcance de las hembras de los animales. Podían cambiar de sexo. Con la ayuda del instrumental de la nave, se elaboraron grandes cantidades de testosterona, y cada muchacha y mujer sobreviviente se convirtió en hombre. Les inyectaron dosis masivas. Se les agrandaron las caras, volvieron a crecer un poco, les disminuyó el pecho, se les fortalecieron los músculos, y en menos de tres meses fueron hombres.
Algunas formas inferiores de vida habían sobrevivido porque no estaban lo bastante polarizadas hacia las formas masculina y femenina, que dependían de esa particular química orgánica para la supervivencia. Los peces desaparecieron, las plantas ocuparon los océanos, los pájaros se extinguieron, pero los insectos sobrevivieron; libélulas, mariposas, versiones mutadas de los saltamontes y escarabajos se extendieron por el planeta. Los hombres que habían perdido sus mujeres trabajaron codo a codo con los hombres que habían sido mujeres.
Cuando se reconocían, el encuentro era inefablemente triste. Marido y mujer, ambos barbados, fuertes, pendencieros, desesperados y ocupados. Los niños empezaban a comprender que nunca tendrían novia ni esposa, que no se casarían ni tendrían hijas. Pero ¿qué era un mero mundo para detener el agudo cerebro y el apasionado intelecto de la doctora Astarté Kraus? Se convirtió en el líder de su pueblo, los hombres y las mujeres-hombre. Los condujo a la supervivencia con fría racionalidad. (Quizá, si hubiera sido una persona compasiva, los habría dejado morir. Pero la compasión no formaba parte de la personalidad de la doctora Kraus. Sólo era brillante, implacable, inexorable contra el universo que había intentado acabar con ella).
Antes de morir, la doctora Kraus elaboró un sistema genético cuidadosamente programado. Pequeños fragmentos de tejido de los hombres se podían implantar mediante un procedimiento quirúrgico en el abdomen, dentro de la pared peritoneal, cerca de los intestinos; una matriz artificial, química artificial e inseminación artificial por radiación, por calor, permitieron que los hombres engendraran hijos varones.
¿De qué servía tener hijas si todas morían? La población de Aracosia siguió adelante. La primera generación sobrevivió a la tragedia, medio loca de pena y decepción. Enviaron cápsulas con mensajes sabiendo que sus relatos llegarían a la Tierra al cabo de seis millones de años.
Como nuevos exploradores, habían apostado a llegar más lejos que otras naves. Habían hallado un buen mundo, pero no estaban muy seguros de dónde vivían. ¿Estaban todavía dentro de la galaxia conocida, o habían saltado más allá, hacia una de las galaxias cercanas? No lo sabían. Formaba parte de la política de la Vieja Tierra no equipar en exceso a los contingentes de exploradores, por temor a que algunos, después de adoptar cambios culturales violentos o de convertirse en imperios agresivos, se volvieran contra la Tierra y la destruyeran. La Tierra siempre se aseguraba de tener las de ganar.
La tercera, cuarta y quinta generación de aracosianos todavía eran personas. Todos eran varones. Tenían memoria humana, tenían libros humanos, conocían las palabras «mamá», «hermana», «novia», pero ya no entendían lo que significaban.
El cuerpo humano, que en la Tierra había tardado cuatro millones de años en desarrollarse, tiene inmensos recursos, subterfugios mayores que los del cerebro, la personalidad o las esperanzas del individuo. Y los cuerpos de los aracosianos tomaron sus propias decisiones. Como la química de la feminidad significaba la muerte al instante, y como de vez en cuando una niña nacía muerta y era sepultada, los cuerpos decidieron adaptarse. Los hombres de Aracosia se convirtieron en hombres y mujeres. Se dieron el feo apodo de «kiopt». Como no tenían las gratificaciones de la vida familiar, se convirtieron en gallos de pelea que mezclaban el amor con el asesinato, que combinaban las canciones con duelos, que afilaban las armas y se ganaban el derecho a la reproducción en el ámbito de un extraño sistema familiar que ningún hombre decente de la Tierra habría encontrado comprensible.
Pero sobrevivieron.
Y su método de supervivencia fue tan drástico, tan contundente, que realmente resultaba difícil de comprender.
En menos de cuatrocientos años, los aracosianos se habían dividido en grupos de clanes rivales. No tenían más que un único planeta que giraba alrededor de una sola estrella. Vivían en un solo lugar. Tenían unas pocas naves espaciales que habían construido. Su ciencia, su arte y su música oscilaba con extraños espasmos de genio neurótico e inspirado, porque carecían de los elementos fundamentales de la personalidad humana, el equilibrio entre lo masculino y lo femenino, la familia, la función del amor, de la esperanza, de la reproducción. Sobrevivieron, pero se habían convertido en monstruos y no lo sabían.
A partir de sus recuerdos humanos, crearon una leyenda acerca de la Vieja Tierra. En ese recuerdo las mujeres eran monstruos que merecían la muerte, seres deformes que debían extinguirse. La familia, en ese recuerdo, era una obscenidad y una abominación que estaban dispuestos a exterminar dondequiera que la encontraran.
Ellos eran homosexuales barbados, con labios pintarrajeados, pendientes trabajados, cuidadas melenas y muy pocos viejos. Se deshacían de sus hombres antes de que éstos envejecieran; lo que no podían conseguir mediante el amor, el reposo o la comodidad, lo compraban con la batalla y la muerte. Compusieron canciones proclamándose los últimos hombres antiguos y los primeros hombres nuevos, y proclamaron su odio hacia la humanidad, y cantaron «Ay de la Tierra cuando la encontremos», pero algo dentro de ellos les hacía añadir en casi todas las canciones un estribillo que incluso a ellos los desconcertaba:
¡Y lloro por el hombre!
Lloraban por el hombre, pero conspiraban para atacarlo.
La trampa
La cápsula de mensajes había engañado a Suzdal. Regresó al compartimiento para dormir y ordenó a los hombres-tortuga que llevaran el crucero a Aracosia, dondequiera que se hallara. No lo hizo a tontas y a locas. Fue una decisión calculada y meditada. Una decisión por la que después fue interrogado, juzgado y condenado a algo peor que la muerte.
Lo merecía.
Buscó Aracosia sin detenerse a pensar en la principal regla: ¿cómo impedir que los aracosianos, esos monstruos cantores, lo siguieran para causar la ruina a la Tierra? ¿No cabía en lo posible que la enfermedad fuera contagiosa, o que su feroz sociedad destruyera las otras organizaciones humanas y dejara la Tierra y los otros mundos humanos en ruinas? No pensó en ello, así que fue sometido a inquisición, juicio y castigo mucho después. Ya volveremos sobre esto.
La llegada
Suzdal despertó en órbita de Aracosia. Y despertó sabiendo que había cometido un error. Extrañas naves se aferraban a su nave-caparazón como lapas malignas de un océano desconocido adheridas a un barco. Ordenó a sus hombres-tortuga que activaran los controles, pero los mandos no funcionaban.
Los que lo rodeaban, fueran quienes fuesen, hombres o mujeres o bestias o dioses, tenían la suficiente tecnología para inmovilizar la nave. Suzdal comprendió su error de inmediato. Desde luego, pensó en matarse y destruir la nave, pero si él desaparecía y no atinaba a destruir todo el crucero, un modelo nuevo con armas avanzadas, su instrumental podía caer en manos de quienes andaban por el casco exterior de la nave. No podía arriesgarse a un mero suicidio individual. Tenía que tomar una medida más drástica. No era momento para seguir las normas de la Tierra.
Su oficial de seguridad —un fantasma con forma humana— le susurró toda la historia en jadeos rápidos e inteligentes:
—Son personas, señor.
»Son más humanos que yo.
»Yo soy un fantasma, un eco procedente de un cerebro muerto.
»Éstas son personas verdaderas, comandante Suzdal, pero son la peor gente que puedan andar sueltas entre las estrellas. ¡Debes destruirlos!
—No puedo —objetó Suzdal, tratando de despertar del todo—. Son personas.
—Entonces, debes derrotarlos. Por cualquier medio. Por cualquier medio que se te ocurra. Salva la Tierra. Destrúyelos. Avisa a la Tierra.
—¿Y yo? —preguntó Suzdal, y de inmediato se arrepintió de haber formulado esa pregunta egoísta y personal.
—Tú morirás o serás castigado —dijo compasivamente el oficial de seguridad—, y no sé qué será peor.
—¿Ahora?
—Ahora. No te queda tiempo. Se ha acabado el tiempo.
—Pero, las normas…
—Ya te has apartado de las normas.
Había normas, pero Suzdal las descartó todas. Normas, normas para casos comunes, para lugares comunes, para peligros comprensibles.
Ésta era una pesadilla creada por la carne del hombre, motivada por el cerebro del hombre. Los monitores ya le informaban quiénes eran esas personas, esos aparentes maniáticos, esos niños criados en medio de la lujuria y la guerra, que tenían una estructura familiar que el cerebro humano normal no podía aceptar, creer ni tolerar. Verdaderamente esas cosas que había fuera eran personas, pero no lo eran. Esas cosas que había fuera tenían cerebro humano, imaginación humana y la capacidad humana para la venganza, pero Suzdal, un oficial valiente, estaba tan asustado ante lo que significaban que no respondió a sus intentos de comunicación.
Advirtió que las mujeres-tortuga de su tripulación estaban aturdidas de espanto al comprender quién golpeaba la nave y quiénes cantaban por estentóreas máquinas que querían entrar, entrar, entrar.
Suzdal cometió un crimen. Representa un orgullo para la Instrumentalidad permitir que sus oficiales cometan crímenes o errores o se suiciden. La Instrumentalidad hace por la humanidad lo que no pueden hacer las máquinas. La Instrumentalidad deja actuar al cerebro humano, la capacidad decisiva humana.
La Instrumentalidad transmite oscuros conocimientos a sus integrantes, cosas difíciles de comprender en el mundo habitado, conocimientos vedados a los hombres y mujeres corrientes porque los oficiales de la Instrumentalidad, los capitanes, subjefes y jefes, deben conocer su trabajo. Si no lo conocieran, toda la humanidad podría perecer.
Suzdal examinó su arsenal. Sabía lo que hacía. La Luna mayor de Aracosia era habitable. Vio que en ella ya había vegetación e insectos terráqueos. Los monitores le mostraban que los hombres-mujeres aracosianos no se habían molestado en colonizar el satélite. Hizo una angustiada pregunta a sus ordenadores y exclamó:
—¡Leedme su edad!
—Más de treinta millones de años —respondió la máquina. Suzdal disponía de extraños recursos. Tenía mellizos o cuatrillizos de casi todos los animales de la Tierra. Los animales de la Tierra viajaban en cápsulas diminutas no mayores que una cápsula médica, y consistían en el espermatozoide y el óvulo de los animales superiores, listos para el apareamiento, listos para la impresión; también contaba con pequeñas bombas vitales que podían rodear cualquier forma de vida dándole al menos una oportunidad de supervivencia.
Fue al banco y obtuvo gatos, ocho pares, dieciséis gatos de la Tierra, Felis domesticus, la clase de gato que todos conocemos, la clase de gato que criamos, a veces con finalidades telepáticas, a veces para que viajen a bordo de las naves y sirvan como armas auxiliares cuando la mente de los luminictores los arroja contra los peligros.
Codificó esos gatos. Los codificó con mensajes tan horrendos como los que habían convertido en monstruos a los hombres-mujeres de Aracosia.
Esto es lo que codificó:
Matad al reproduciros.
Inventad una química nueva.
Serviréis al hombre.
Civilizaos.
Aprended a hablar.
Serviréis al hombre.
Cuando el hombre llame, le serviréis.
Id atrás y venid adelante.
Servid al hombre.
Estas instrucciones no eran meramente verbales. Eran implantes en la estructura molecular de los animales. Eran cargas en la codificación genética y biológica de los gatos. Y luego Suzdal cometió la infracción contra todas las leyes de la humanidad.
Tenía un artefacto cronopático a bordo de la nave. Un distorsionador del tiempo que por lo general actuaba sólo un par de segundos para salvar la nave de la destrucción.
Los hombres-mujeres de Aracosia ya estaban abriendo un boquete en el casco.
Oía sus voces chillonas y agudas gritando de placer delirante, pues al fin se encontraban con uno de sus enemigos jurados, un monstruo de la Vieja Tierra. Formaba parte de esa población verdadera y maligna de la cual ellos, los hombres-mujeres de Aracosia, se vengarían.
Suzdal conservó la calma. Codificó los gatos genéticos. Los cargó en bombas vitales. Ajustó ilegalmente los controles de su máquina cronopática: en vez de un segundo para una nave de ochenta mil toneladas, programó dos millones de años para una carga de menos de cuatro kilos. Envió los gatos hacia la Luna sin nombre de Aracosia.
Y los lanzó hacia el pasado.
Y supo que no tendría que esperar.
No esperó.
El mundo gatuno de Suzdal
Los gatos vinieron. Sus naves centellearon en el cielo desnudo de Aracosia. Los pequeños pilotos de combate atacaron. Los gatos, que no existían un instante antes, pero que habían tenido dos millones de años para cumplir un destino impreso en sus cerebros y en sus médulas espinales, grabado en la química de sus cuerpos y personalidades. Los gatos se habían convertido en cierto modo en personas, con lenguaje, inteligencia, esperanza, y una misión que consistía en atacar, rescatar a Suzdal, obedecer sus órdenes y vencer a Aracosia.
Las naves de los gatos emitieron sus advertencias de guerra inminente.
—Éste es el día del año de la era prometida. ¡Gatos, atacad!
Los aracosianos habían aguardado la batalla durante cuatrocientos años, y la tuvieron. Los gatos atacaron. Dos gatos reconocieron a Suzdal y lo saludaron.
—Oh señor, oh Dios, oh hacedor de todas las cosas, oh comandante del tiempo, oh iniciador de la vida, hemos esperado desde que todo comenzó para servirte, para servir a tu nombre, para obedecer tu gloria. Viviremos por ti, moriremos por ti. Somos tu pueblo.
Suzdal envió su mensaje a todos los gatos.
—¡Perseguid a los kiopts, pero no los matéis a todos! —Y repitió—: ¡Perseguid a los kiopts y detenedlos hasta que yo logre huir!
Lanzó su crucero al no-espacio y escapó. No lo siguió ningún gato, ningún aracosiano.
Y ésa es la historia, pero la tragedia es que Suzdal regresó. Y los aracosianos todavía están allí, junto a los gatos. Quizá la Instrumentalidad sepa dónde están, o quizá lo ignore. La humanidad no quiere averiguarlo. Va contra toda norma crear una forma de vida superior al hombre. Quizá los gatos sean superiores. Quizás alguien sepa si los aracosianos ganaron y mataron a los gatos, y sumaron la ciencia gatuna a la suya propia y ahora nos están buscando en alguna parte, tanteando como ciegos entre las estrellas para hallar a los seres humanos verdaderos, para descubrirnos, odiarnos, matarnos. O tal vez ganaron los gatos.
Quizá los gatos estén impulsados por una extraña misión, por la impensada aspiración de servir a hombres que no conocen. Quizá creen que todos somos aracosianos y deben servir sólo a un comandante de crucero a quien nunca volverán a ver. No verán a Suzdal, pues todos sabemos lo que le sucedió.
El juicio de Suzdal
Suzdal compareció a juicio sobre un gran estrado, en público. El juicio se grabó. Había ido adonde no debía. Había buscado a los aracosianos sin esperar ni pedir consejo ni refuerzos. ¿Por qué debía inmiscuirse para aliviar una angustia de siglos? ¿Por qué?
Y luego, los gatos. Estaban las grabaciones de la nave para demostrar que algo había salido del satélite. Naves espaciales, criaturas que hablaban, criaturas que se podían comunicar con la mente humana. Ni siquiera estamos seguros de que hablaran el idioma de la Tierra, pues transmitían directamente a los ordenadores receptores. Quizá lo hacían mediante una especie de telepatía directa. Pero el crimen consistía en que Suzdal había triunfado.
Al arrojar a los gatos dos millones de años hacia el pasado, al codificarlos para la supervivencia, al modificarlos para que desarrollaran una civilización, al imbuirles que debían acudir al rescate, había creado todo un mundo nuevo en menos de un segundo de tiempo objetivo.
Su artefacto cronopático había arrojado las pequeñas bombas vitales al húmedo suelo de la gran Luna de Aracosia y en menos tiempo del que se tarda en grabarlo, las bombas habían vuelto como una flota construida por una especie, una especie terráquea, aunque de origen gatuno, de dos millones de años.
El tribunal privó a Suzdal de su nombre.
—Ya no te llamarás Suzdal —declaró.
El tribunal privó a Suzdal de su rango.
—Ya no serás comandante de esta o ninguna otra armada, sea imperial o de la Instrumentalidad.
El tribunal privó a Suzdal de su vida.
—Ya no vivirás más, excomandante, y ex Suzdal.
Y el tribunal privó a Suzdal de su muerte.
—Irás al planeta Shayol, el lugar de absoluta vergüenza del cual nadie regresa. Irás allí con el odio y el desprecio de la humanidad. No te castigaremos. No deseamos saber nada más sobre ti. Seguirás viviendo, pero para nosotros habrás dejado de existir.
Ésta es la historia. Es una historia triste y maravillosa. La Instrumentalidad trata de animar a las diversas especies de humanidad diciendo que no es cierto, que sólo se trata de una leyenda.
Quizá las grabaciones existan. Quizá los locos kiopts de Aracosia tengan en alguna parte sus hijos varones y los den a luz, siempre por cesárea, los alimenten siempre con biberón, generaciones de hombres que han conocido padres y no tienen ni idea de lo que significa la palabra madre. Y quizá los aracosianos pasen sus locas vidas en incesante batalla con gatos inteligentes que están sirviendo a una humanidad que quizá no regrese jamás.
Ésta es la historia.
Además, no es cierta.