Dolores Oh
Os digo: es triste, más que triste, es pavoroso, porque resulta horrible ir al arriba-afuera, volar sin volar, moverse entre los astros como una polilla entre las hojas de una noche estival.
De todos los hombres que pilotaban las grandes naves de planoforma, ninguno fue más valiente ni más fuerte que el capitán Magno Taliano.
Los observadores habían desaparecido siglos atrás, y el efecto jonasoidal se había vuelto tan simple que para la mayoría de los pasajeros de las grandes naves atravesar los años-luz no resultaba más difícil que trasladarse de un cuarto al otro.
Para los pasajeros resultaba fácil.
Para la tripulación no.
Y menos aún para el capitán.
El capitán de una nave jonasoidal que emprendía un viaje interestelar era un hombre sometido a extrañas y abrumadoras tensiones.
El arte de vencer las complicaciones del espacio se parecía más al viaje por mares turbulentos de los antiguos días que a las travesías en velero que hombres legendarios realizaron otrora por aguas serenas.
Magno Taliano era capitán de viaje de la Wu-Feinstein, la mejor nave de su clase.
De él se decía: «Podría navegar a través del infierno con sólo los músculos del ojo izquierdo. Podría sondear el espacio directamente con el cerebro si le fallara el instrumental».
La esposa del capitán era Dolores Oh. El nombre era japonés, una nación de los antiguos días. Dolores Oh había sido bella, tan hermosa que dejaba a los hombres sin respiración, volvía tontos a los sabios, arrojaba a los jóvenes a pesadillas de lascivia y deseo. Adondequiera que había ido, los hombres se habían peleado por ella.
Pero Dolores Oh era orgullosa más allá de los límites normales del orgullo. Se negaba a someterse a un rejuvenecimiento común. Un terrible deseo de cien años o más debía de dominarla. Quizá se lo había dicho a sí misma, en la esperanza y el terror que provoca un espejo en una habitación silenciosa:
—Sin duda soy yo. Tiene que haber un yo más allá de la belleza de mi rostro, tiene que haber algo más que la delicada piel y los accidentales rasgos de mi barbilla y mis pómulos.
»¿Qué han amado los hombres sino a mí? ¿Podré averiguar alguna vez quién soy o qué soy si no dejo que la belleza perezca y continúo viviendo, no importa la edad que me dé la carne?
Había conocido al capitán de viaje y se había casado con él, en un idilio que desató rumores en cuarenta planetas y dejó sin habla a la mitad de las líneas navieras.
Magno Taliano estaba en el principio de su carrera. El espacio es turbulento, os digo, turbulento como las aguas más huracanadas, plagado de peligros que sólo pueden superar los hombres más perspicaces, más rápidos y más audaces.
Mejor que todos ellos, rango por rango, edad por edad, superior a todos los rangos, mejor que el mejor de sus mayores, era Magno Taliano.
Su boda con la mayor beldad de cuarenta mundos fue como la boda de Abelardo y Eloísa o como el inolvidable romance de Helen América con el Señor Ya-no-cano.
Las naves del capitán Magno Taliano se hacían más bellas cada año, cada siglo.
A medida que mejoraban las naves, él siempre obtenía lo mejor. Mantenía una ventaja tan abrumadora sobre los demás capitanes de viaje que resultaba impensable que la mejor nave de la humanidad surcara las turbulencias e incertidumbres del espacio bidimensional sin Magno Taliano al timón.
Los capitanes de puerto se enorgullecían de viajar con él. (Aunque los capitanes de puerto no hacían más que encargarse del mantenimiento de la nave, de su carga y descarga cuando estaba en el espacio normal, eran algo más que hombres comunes en su propio ambiente, un círculo muy inferior al majestuoso y aventurero universo de los capitanes de viaje).
Magno Taliano tenía una sobrina que, siguiendo la moda, usaba un lugar en vez de un nombre; se llamaba «Dita de la Gran Casa del Sur».
Cuando Dita abordó el Wu-Feinstein había oído hablar mucho de Dolores Oh, su tía política, quien en otros tiempos había cautivado a los hombres de muchos mundos. Dita no estaba preparada para lo que vio.
Dolores Oh la saludó con educación, pero esa urbanidad era una bomba neumática de tenaz angustia, la cordialidad escondía la más seca de las burlas, el saludo mismo ocultaba un ataque.
—Qué le pasa a esta mujer, pensó Dita.
Como en respuesta a este pensamiento, Dolores dijo en voz alta:
—Me alegro de conocer a una mujer que no intenta quitarme a Taliano. Lo amo. ¿Puedes creerlo? ¿Puedes?
—Claro que puedo —respondió Dita.
Miró la ajada cara de Dolores Oh, el terror que acechaba en los ojos de la mujer, y comprendió que su tía había atravesado todos los límites de la pesadilla para convertirse en un verdadero demonio de frustración, un fantasma posesivo que sorbía la vitalidad de su esposo, que temía la camaradería, odiaba la amistad, rechazaba aun las relaciones más superficiales, a causa de su eterno temor de no valer nada, y su sospecha de que sin Magno Taliano estaría más perdida que el más negro remolino de la nada interestelar.
Magno Taliano entró. Vio juntas a su esposa y a su sobrina.
Debía de estar acostumbrado a Dolores Oh. Para Dita, Dolores era más temible que un reptil embadurnado de lodo que levantara la herida y ponzoñosa cabeza con hambre y furia ciegas. Para Magno Taliano, la horrible mujer que se erguía junto a él como una bruja era de algún modo la bella muchacha que él había cortejado y desposado ciento sesenta y cuatro años atrás.
Besó la mustia mejilla, acarició el pelo reseco y mate, se perdió en los ojos codiciosos y aterrados como si fueran los de la joven que él amaba.
—Sé buena con Dita, querida —dijo con airosa amabilidad.
Siguió caminando por la sala de la nave hasta su templo, el cuarto de planoforma.
El capitán de puerto lo esperaba. Afuera, en el mundo de Sherman, soplaban las brisas perfumadas de ese agradable planeta, y entraban por las ventanillas abiertas de la nave.
La Wu-Feinstein, la mejor nave de su clase, no necesitaba paredes de metal. Era la réplica de una finca antigua y prehistórica llamada Mount Vernon, y cuando navegaba entre las estrellas estaba encerrada en un rígido campo de fuerza que se autorrenovaba.
Los pasajeros paseaban gratamente por el césped, disfrutando de las espaciosas cabinas, charlando bajo el maravilloso simulacro de un cielo con atmósfera.
Pero en la sala de planoforma, el capitán de viaje sabía lo que pasaba. El capitán de viaje, acompañado por sus luminictores, llevaba la nave de una compresión a otra, brincando ágil y frenéticamente en el espacio, a veces surcaba un año-luz, a veces cien años-luz, un salto tras otro hasta que la nave, guiada por los ligeros toques de la mente del capitán, sorteaba los peligros de millones y millones de mundos, emergía en el puerto de destino y se posaba con la ligereza de una pluma en una campiña bordada y adornada donde los pasajeros podían abandonar la nave como si hubieran pasado la tarde en una agradable casona junto al río.
La lámina perdida
Magno Taliano hizo una seña a sus luminictores. El capitán de puerto saludó obsequiosamente desde la puerta de la sala de planoforma. Taliano lo miró severamente, pero con sólida cordialidad. Con formal y austera cortesía, preguntó:
—Señor y colega, ¿está todo preparado para el efecto jonasoidal?
El capitán de puerto le devolvió un saludo todavía más formal.
—Todo preparado, señor.
—¿Las láminas en su sitio?
—En su sitio, señor.
—¿Los pasajeros seguros?
—Los pasajeros están seguros, numerados, felices y listos, señor.
Luego llegó la última pregunta, la más seria:
—¿Mis luminictores tienen sus aparatos conectados y están listos para el combate?
—Listos para el combate, señor.
Con estas palabras, el capitán de puerto se retiró. Magno Taliano sonrió a sus luminictores. El mismo pensamiento cruzó la mente de todos ellos.
¿Cómo pudo un hombre tan agradable permanecer casado durante tantos años con una bruja como Dolores Oh? ¿Cómo puede esa arpía, ese engendro, haber sido una belleza? ¿Cómo es posible que ese monstruo haya sido una mujer, y nada menos que la divina y espléndida Dolores Oh, cuya imagen aún vemos a veces en cuatro-di?
Pero él era agradable, a pesar de sus años de matrimonio con Dolores Oh. La soledad y la voracidad de Dolores Oh podían sorberlo como un íncubo, pero la fuerza de Taliano era más que suficiente para dos.
¿No era el capitán de la mayor nave que viajaba entre los astros?
Mientras los luminictores lo saludaban con una sonrisa, accionó con la mano derecha la dorada palanca ceremonial de la nave. Éste era el único instrumento mecánico. Hacía tiempo que los demás controles de la nave tenían configuración telepática o electrónica.
Dentro de la sala de planoforma se hicieron visibles los negros cielos, y el esplendoroso tejido del espacio brotó alrededor de ellos como agua hirviente al pie de una cascada. Fuera de la sala, los pasajeros aún paseaban tranquilamente por prados fragantes.
Rígidamente sentado en su puesto de capitán, Magno Taliano captó en la pared que tenía enfrente la formación de un diseño que al cabo de tres o cuatro milisegundos le revelaría dónde estaba y le indicaría cómo desplazarse.
Movió la nave con los impulsos de su cerebro, del cual la pared era un complemento superlativo.
La pared era una mampostería animada de láminas: mapas laminados, cien mil mapas con precisión de centímetros. La pared estaba preadaptada y montada para todas las contingencias imaginables de viaje que, en cada oportunidad, llevaba a la nave por ignotas inmensidades de tiempo y espacio. La nave volvió a saltar. La nueva estrella entró en el campo visual.
Magno Taliano aguardó a que la pared le mostrara dónde estaba, esperando (junto con la pared) para lanzar la nave hacia el espacio estelar, moviéndola en grandes etapas desde el origen al punto de destino.
Nada ocurrió esta vez.
¿Nada?
Por primera vez en cien años, la mente de Magno Taliano conoció el pánico.
Era imposible que no hubiera nada. Algo tenía que focalizarse. Las láminas siempre focalizaban.
Indagó mentalmente las láminas y advirtió, con una pesadumbre que trascendía el dolor humano común, que se habían perdido como ninguna nave lo había hecho. Por algún error jamás cometido en la historia de la humanidad, toda la pared estaba compuesta por duplicados de la misma lámina.
Peor aún, la lámina de emergencia se había perdido. Vagaban entre astros que ninguno de ellos había visto, tal vez a sólo quinientos millones de kilómetros, tal vez a cuarenta parsecs.
Y la lámina se había perdido.
Iban a morir.
Cuando se agotara la energía de la nave, el frío, la negrura y la muerte los aplastarían en pocas horas. Sería el fin, el fin de la Wu-Feinstein, el fin de Dolores Oh.
El secreto del cerebro oscuro
Fuera de la sala de planoforma de la Wu-Feinstein, los pasajeros no tenían razones para sospechar que estaban abandonados en el vacío.
Dolores Oh se hamacaba en una vieja mecedora. Su cara demacrada miraba sin placer hacia el río imaginario que burbujeaba más allá del prado.
Dita de la Gran Casa del Sur estaba sentada en una banqueta junto a las rodillas de su tía.
Dolores hablaba de un viaje que había hecho cuando era joven y todavía vibraba de belleza, una belleza que causaba peleas y odio adondequiera que iba.
—… entonces el guardia mató al capitán, entró en mi cabina y dijo: «Ahora cásate conmigo. Lo he abandonado todo por ti». Y yo le dije: «Nunca he dicho que te amaba. Has sido muy considerado al pelear por mí, y supongo que en cierto modo es un cumplido a mi belleza, pero eso no significa que te pertenezca por el resto de mi vida. ¿Por quién me has tomado?».
Dolores Oh emitió un seco y feo suspiro, semejante al crujido del viento invernal entre ramas quebradas.
—Como ves, Dita, ser bella como tú no significa nada. Una mujer tiene que ser ella misma antes de averiguar quién es. Sé que mi esposo y señor, el capitán, me ama porque mi belleza se ha ido. Sin mi belleza, lo único que queda para amar soy yo, ¿verdad?
Una extraña figura salió a la veranda. Era un luminictor en uniforme de combate. Los luminictores nunca abandonaban la sala de combate, y era rarísimo que uno de ellos apareciera entre los pasajeros.
Se inclinó ante las dos damas y dijo con toda cortesía:
—Señoras, por favor, acudid a la sala de planoforma. Es preciso que veáis al capitán de viaje.
Dolores se llevó la mano a la boca. Su significativo gesto de temor fue tan automático como el ataque de una serpiente. Dita intuyó que su tía había esperado el desastre durante más de cien años, que su tía había ansiado la ruina de su esposo tal como otros deseaban amor y otros esperaban la muerte.
Dita no dijo nada. Dolores tampoco habló, aunque parecía que iba a hacerlo.
Siguieron al luminictor en silencio y entraron en la sala de planoforma.
La pesada puerta se cerró tras ellas.
Magno Taliano estaba tenso en su silla de capitán.
Habló muy despacio. Su voz sonaba como un disco que sonara lentamente en un antiguo parlófono.
—Estamos perdidos en el espacio, querida —dijo la voz helada y fantasmal del capitán, todavía en su trance de capitán de viaje—. Estamos perdidos en el espacio, y se me ocurrió que si tu mente ayudaba a la mía quizá pudiéramos encontrar el camino de regreso.
Dita quiso hablar pero vaciló.
—Habla, querida —la animó un luminictor—. ¿Tienes alguna sugerencia?
—¿Por qué no nos limitamos a regresar? Sería humillante, lo reconozco. Pero me parece mejor que morir. Usemos la lámina de emergencia y regresemos. El mundo perdonará a Magno Taliano un solo error después de miles de viajes brillantes y afortunados.
El luminictor, un hombre joven y agradable, habló con la amistosa serenidad de un médico que informa a un paciente que va a morir o va quedar mutilado.
—Lo imposible ha ocurrido. Dita de la Gran Casa del Sur. Se ha presentado un problema con las láminas. Son todas iguales. Y ninguna de ellas sirve ahora para un regreso de emergencia.
Así se enteraron las mujeres de la situación. Supieron que el espacio las destrozaría como hilos arrancados de una fibra, y que morirían lentamente con el transcurso de las horas, mientras la materia de sus cuerpos perdía unas moléculas aquí y otras allá. O bien morirían de golpe si el capitán de viaje optaba por matarse Junto con la nave en vez de esperar una agonía lenta. O bien, si profesaban alguna religión, podían rezar.
—Nos ha parecido ver un diseño familiar en el borde de tu propio cerebro —le dijo el luminictor al rígido capitán de viaje—. ¿Podemos examinarlo?
Taliano asintió despacio, muy gravemente.
El luminictor se quedó tenso.
Las dos mujeres observaron. No ocurría nada visible, pero ambas sabían que más allá de los límites de lo tangible y delante de sus propios ojos, se desarrollaba un gran drama. Las mentes de los luminictores sondeaban la mente del rígido capitán de viaje, buscando entre las sinapsis el secreto de una pista para una posible salvación.
Transcurrieron varios minutos. Parecían horas.
Al fin el luminictor dijo:
—Hemos inspeccionado tu cerebro, capitán. En el borde del paleocórtex hay una configuración estelar que se parece a la parte superior izquierda del sitio donde estamos ahora. —El luminictor rió con nerviosismo—. Queremos saber si puedes pilotar la nave con tu cerebro.
Magno Taliano volvió hacia él una mirada honda y trágica. Volvió a hablar despacio, pues no se atrevía a abandonar el semitrance que mantenía toda la nave en estasis.
—¿Quieres decir si puedo pilotar la nave sólo con el cerebro? Me abrasaría el cerebro y la nave se perdería de todos modos…
—Pero estamos perdidos, perdidos, perdidos —gritó Dolores Oh. Una insidiosa esperanza le iluminaba la expresión, un hambre de destrucción, un afán de desastre. Le gritó a su esposo—: Despierta, querido, y moriremos juntos. Al menos nos perteneceremos el uno al otro durante ese tiempo, para siempre.
—¿Por qué morir? —preguntó suavemente el luminictor—. Pregúntale, Dita.
—¿Por qué no lo intentas, señor? —preguntó Dita. Magno Taliano se volvió despacio hacia la sobrina.
—Si hago esto —dijo con voz hueca—, me convertiré en un tonto, un niño o un cadáver, pero lo haré por ti.
Dita había estudiado la obra de los capitanes de viaje y sabía muy bien que si se dañaba el paleocórtex, la personalidad conservaba la cordura intelectual pero se volvía emocionalmente loca. Desaparecida la parte más antigua del cerebro, se desactivaban los controles fundamentales de la hostilidad, el hambre y el sexo. Los animales más feroces y los hombres más brillantes quedaban reducidos a un mismo nivel de afabilidad pueril en que la lascivia, el juego y un hambre implacable se transformaban en la eternidad de sus días.
Magno Taliano no esperó.
Extendió lentamente el brazo y estrujó la mano de su esposa Dolores Oh.
—Cuando muera, al fin, estarás segura de que te amo.
Tampoco esta vez las mujeres vieron nada. Advirtieron que las habían llamado tan sólo para dar a Magno Taliano un último atisbo de su propia vida.
Un callado luminictor conectó un electrodo con el paleocórtex del capitán Magno Taliano.
La sala de planoforma despertó. Extraños cielos giraron alrededor de ellos como leche batida en un cuenco.
Dita advirtió que su capacidad parcial para la telepatía estaba funcionando aun sin auxilio de una máquina. Podía sentir con la mente la muerta pared de las láminas. Sentía la oscilación de la Wu-Feinstein mientras brincaba de espacio en espacio, vacilando como un hombre que cruza un río saltando de una piedra resbaladiza a otra.
De alguna extraña forma llegó a intuir que la región paleocortical del cerebro de su tío al fin se estaba abrasando de manera irrecuperable, que las configuraciones estelares de las láminas continuaban viviendo en la trama infinitamente compleja de la memoria del capitán, y que con la ayuda de sus luminictores telepáticos él se estaba quemando el cerebro célula a célula para encontrar un modo de llevar la nave a destino. Era su último viaje.
Dolores Oh contemplaba a su esposo con una hambrienta avidez que superaba toda expresión. Poco a poco, la cara del capitán se distendió y adquirió una expresión idiotizada.
Dita pudo ver el centro del cerebro abrasado, mientras los controles de la nave, con la ayuda de los luminictores, sondeaban el intelecto más espléndido de sus tiempos en busca de un derrotero.
De pronto Dolores Oh cayó de rodillas, sollozando junto a la mano del esposo.
Un luminictor tomó a Dita del brazo.
—Hemos llegado a destino —dijo.
—¿Y mi tío?
El luminictor le dirigió una mirada extraña. Ella comprendió que él le hablaba sin mover los labios, mente a mente, con telepatía pura.
—¿No lo ves?
Ella negó con la cabeza, aturdida.
El luminictor proyectó una vez más su enfático pensamiento.
—Cuando tu tío se abrasó el cerebro, tú recibiste sus habilidades. ¿No lo sientes? Tú misma eres una capitana de viaje, una de las mejores.
—¿Y él?
El luminictor proyectó un pensamiento piadoso. Magno Taliano se había levantado de la silla y su esposa Dolores Oh lo sacaba de la sala. Magno Taliano tenía la blanda sonrisa de un idiota; en la cara, por primera vez en más de cien años, le temblaba un tímido y tonto amor.