La mesa
La luminicción era un pésimo modo de ganarse la vida. Underhill entró y cerró la puerta con furia. No tenía sentido llevar uniforme y tener una apariencia marcial si la gente no apreciaba lo que uno hacía.
Se sentó en la silla, apoyó la cabeza en el respaldo y se caló el casco sobre la frente.
Mientras esperaba a que se calentara el luminictor, recordó a la muchacha del pasillo. Ella había mirado el aparato y después lo había observado a él despectivamente.
—Miau. —No había dicho nada más. Pero lo había cortado como un cuchillo.
¿Qué se creía esa muchacha? ¿Que él era un tonto, un vago, una nulidad con uniforme? ¿No sabía que por cada medía hora de luminicción necesitaba dos meses de hospital?
El aparato ya estaba caliente. Underhill sintió los cuadrados del espacio a su alrededor, se captó a sí mismo en el centro de una cuadrícula inmensa, una cuadrícula cúbica, llena de nada. En ese vacío captó el horror hueco y doloroso del espacio mismo, la terrible angustia a que se enfrentaba su mente cada vez que tropezaba con el más leve rastro de polvo inerte.
Relajándose, Underhill sintió la tranquilizadora solidez del Sol, el mecanismo preciso de los planetas conocidos y la Luna. Nuestro sistema solar era simple y encantador como un viejo reloj de cucú, con su tictac familiar y sus ruidos familiares. Los extraños satélites de Marte giraban alrededor del planeta como ratones frenéticos, pero esa regularidad confirmaba que todo andaba bien. Arriba, muy por encima del plano de la eclíptica, Underhill captó media tonelada de polvo que se alejaba de las rutas humanas.
Aquí no había nada contra lo que luchar, nada que desafiara la mente, nada que arrancara el alma del cuerpo de raíz haciéndole manar un efluvio tangible como la sangre.
Nunca entraba nada en el sistema solar. Aquí podía usar el luminictor hasta el cansancio sin ser más que un astrónomo telepático, un hombre que sentía la caliente y tibia protección del Sol palpitando y ardiendo en su mente.
Entró Woodley.
—El mundo sigue sin novedad —dijo Underhill—. Como siempre. Ahora me explico por qué no crearon el luminictor antes de la planoforma. Aquí abajo se está bien, tan tranquilo, con el caliente Sol alrededor. Sientes que todo gira y da vueltas. Agradable, preciso, sólido. Casi como estar en casa.
Woodley soltó un gruñido. No le entusiasmaban los vuelos de la fantasía.
—Ser un antiguo no tenía que ser tan malo —continuó Underhill, impertérrito—. Me pregunto por qué arrasaron su mundo con guerras. No tenían que planoformar. No tenían que ir a ganarse la vida entre las estrellas. No tenían que esquivar a las ratas ni jugar la partida. No tuvieron que inventar la luminicción porque no la necesitaban. ¿Verdad, Woodley?
—Ajá —gruñó Woodley.
Woodley tenía veintiséis años y se retiraría al año siguiente. Ya había escogido una granja. Había dedicado diez años al duro oficio de la luminicción, junto con los mejores. Había conservado la cordura, sin dejar que el trabajo lo obsesionara, haciendo frente a las tensiones sólo cuando era imprescindible, y sin prestar atención a las obligaciones del cargo hasta la siguiente emergencia. Woodley nunca se había esforzado por suscitar estimación. Ningún compañero le tenía gran simpatía, y algunos lo odiaban. Se sospechaba que a veces Woodley tenía malos pensamientos acerca de los compañeros, pero como ninguno de ellos había presentado nunca una queja concreta, los demás luminictores y los jefes de la Instrumentalidad lo dejaban en paz.
Underhill aún estaba deslumbrado por su trabajo.
—¿Qué nos ocurre en la planoforma? —continuó—. ¿Crees que es como morir? ¿Alguna vez has visto a alguien a quien le hubieran arrancado el alma?
—Lo de arrancar almas es sólo un modo de expresarlo —dijo Woodley—. Después de tantos años ya nadie sabe si tenemos alma.
—Pues una vez yo vi un alma. Vi a Dogwood cuando se hizo trizas. Interesante. Una cosa húmeda, pegajosa y sanguinolenta que manaba de Dogwood. ¿Y sabes qué le hicieron? Se lo llevaron y lo metieron en esa parte del hospital adonde nunca vamos tú ni yo, allá arriba, donde están los otros, adonde tienen que ir los otros si siguen con vida después de una dentellada de las ratas del arriba-afuera.
Woodley se sentó y encendió una vieja pipa; quemaba algo llamado tabaco. Era una costumbre sucia, pero le daba un aire audaz y aventurero.
—No te preocupes por eso, amigo. La luminicción progresa día a día. Los compañeros mejoran. He visto la luminicción de dos ratas que estaban a setenta millones de kilómetros. La operación duró una milésima y media de segundo. Cuando las personas tenían que manejar los luminictores, existía siempre la posibilidad de que con ese mínimo de cuatrocientas milésimas de segundo que necesita la mente humana para la luminicción no lográramos bombardear a las ratas tan deprisa como para proteger nuestras naves de planoforma. Todo eso cambió con los compañeros. Cuando entran en el juego son más veloces que las ratas. Siempre lo serán. Sé que no resulta fácil compartir la mente con un compañero…
—Tampoco es fácil para ellos —le interrumpió Underhill.
—No te preocupes por ellos. No son humanos. Que se las apañen. Las payasadas con los compañeros han enloquecido a más gente que los ataques de las ratas. ¿De cuántos sabes que han sido atacados de veras por las ratas?
Underhill se miró los dedos, que adquirían un brillo verde y púrpura bajo la brillante luz del luminictor encendido, y contó las naves. El pulgar por Andrómeda, desaparecida con tripulación y pasajeros; el índice y el mayor por las naves de evacuación 43 y 56, halladas con los luminictores quemados y todos los de a bordo, hombres, mujeres y niños, muertos o locos; el anular, el meñique y el pulgar de la otra mano eran las tres primeras naves de guerra perdidas en la lucha contra las ratas, perdidas cuando la gente comprendió, al fin, que había algo debajo del espacio, algo vivo, caprichoso y malévolo.
La planoforma era rara. Lo que se sentía…
No era mucho.
El cosquilleo de una débil descarga eléctrica.
El dolor de una muela cariada cuando se siente el primer aguijonazo.
Un destello de luz cegadora. Sin embargo, en ese breve lapso, una nave de cuarenta mil toneladas se alejaba de la Tierra y desaparecía, internándose en dos dimensiones para reaparecer a medio año-luz o cincuenta años-luz de distancia.
Al cabo de un rato, Underhill estaría sentado en la sala de combate, con el luminictor listo, y el tictac del sistema solar en la cabeza. Durante un segundo o un año (no podía averiguarlo sin reloj) un leve y curioso destello le atravesaría el cuerpo y se encontraría flotando arriba-afuera, en los terribles espacios interestelares, donde las mismas estrellas eran como excrecencias de su mente telepática, y los planetas estarían demasiado lejos para captarlos siquiera.
En algún lugar de ese espacio exterior aguardaba una muerte siniestra, una muerte y un horror de una especie a la que la humanidad nunca se había enfrentado antes de internarse en los espacios interestelares. La luz de las estrellas parecía impedir que los dragones se acercaran.
Dragones. Así los llamaba la gente. Para los pasajeros comunes no ocurría nada, excepto el temblor de la planoforma y el martillazo súbito de la muerte o la oscura nota espástica de la locura.
Pero para los telépatas eran dragones.
En la fracción de segundo que separaba el instante en que los telépatas captaban algo hostil en el negro vacío del espacio y el impacto de un demoledor golpe psíquico contra todos los seres vivos de la nave, los telépatas habían descubierto entidades semejantes a los dragones de las antiguas leyendas, bestias más astutas que las bestias, demonios más tangibles que los demonios, hambrientos vórtices de vida y de odio que habían surgido, no se sabía cómo, en la tenue y fina materia que se extendía entre las estrellas.
Fue necesario que una nave superviviente comunicara la noticia, una nave en la que un telépata tenía listo un rayo de luz, por pura casualidad, y lo había vuelto hacia el inocente polvo del espacio. En el panorama mental del telépata, el dragón se disolvió en el vacío y los demás pasajeros, que no eran telépatas, no advirtieron que acababan de escapar de la muerte.
Desde entonces fue fácil, o casi.
Las naves de planoforma siempre llevaban telépatas. La sensibilidad de los telépatas se aumentaba con los luminictores, amplificadores telepáticos adaptados a la mente de los mamíferos. A su vez, los luminictores se conectaban electrónicamente con proyectiles de luz. La luz se encargaba de todo.
La luz destruía los dragones, permitía que las naves recobraran la forma tridimensional cuando saltaban de estrella en estrella.
La desventaja inicial de la humanidad, de cien a uno, se convirtió de pronto en una ventaja de sesenta a cuarenta.
No bastaba. Los telépatas entrenados eran ultrasensibles, capaces de percibir dragones en menos de una milésima de segundo. Pero muy pronto se descubrió que los dragones podían recorrer un millón y medio de kilómetros en menos de dos milésimas de segundo, y que la mente humana no podía activar los rayos de luz a tiempo.
Las naves comenzaron a viajar envueltas en luz.
Esa defensa no dio resultado.
A medida que la humanidad se familiarizaba con los dragones, ellos parecían conocer mejor a la humanidad. De algún modo se achataban y atacaban muy deprisa en trayectorias muy planas.
Se necesitaba una luz potente, una luz de intensidad solar. Esto sólo podía conseguirse con bombas fotónicas. Apareció el luminictor.
El luminictor activaba unas bombas diminutas, fotonucleares y ultrabrillantes, y unos pocos gramos de un isótopo de magnesio se convertían así en puro resplandor visible.
La superioridad de la humanidad aumentaba, pero continuaban perdiéndose naves.
La situación empeoró tanto que nadie quería ir a buscar las naves atacadas, pues todos sabían lo que encontrarían. Resultaba triste traer de vuelta a la Tierra a trescientos cadáveres listos para la sepultura y a doscientos o trescientos locos incurables a quienes había que despertar, alimentar, limpiar, acostar y levantar una y otra vez hasta que les sobreviniera la muerte.
Los telépatas intentaron penetrar en las mentes psicóticas dañadas por los dragones, pero sólo encontraron vividas columnas de terror explosivo y feroz que nacían de lo primordial, la fuente volcánica de la vida.
Entonces llegaron los compañeros.
Hombre y compañero juntos podían hacer lo que para un hombre solo resultaba imposible. Los hombres tenían la inteligencia; los compañeros, rapidez.
Los compañeros viajaban en vehículos pequeños, no mayores que pelotas de fútbol, acompañando a las naves espaciales. Entraban en planoforma junto con las naves, en vehículos de poco más de dos kilos, preparados para atacar.
Las pequeñas naves de los compañeros eran veloces. Cada una llevaba una docena de bombas de luminicción no mayores que dedales.
Los luminictores arrojaban literalmente a los compañeros contra los dragones mediante disparadores mentales.
Los que parecían dragones para la mente humana eran ratas gigantes para las mentes de los compañeros.
En el despiadado vacío del espacio, las mentes de los compañeros respondían a un instinto tan antiguo como la vida. Los compañeros atacaban con mayor rapidez que el hombre, incansablemente, hasta que las ratas o ellos morían. Casi siempre ganaban los compañeros.
Los saltos interestelares de las naves eran ahora seguros y el comercio prosperó, la población de todas las colonias aumentó y se necesitaron más compañeros adiestrados.
Underhill y Woodley pertenecían a la tercera generación de luminictores, pero les parecía que ese oficio había existido desde siempre.
Introducir el espacio en las mentes mediante el luminictor, sumar los compañeros a esas mentes, templar el cerebro para la tensión de una lucha decisiva: las sinapsis humanas no eran capaces de resistirlo mucho tiempo. Underhill necesitaba dos meses de descanso por cada media hora de lucha. Woodley se retiraría al cabo de diez años de servicio. Eran jóvenes. Eran eficaces. Pero tenían sus límites.
Muchas cosas dependían del compañero que a uno le tocara en suerte, de la aleatoria elección de las parejas.
La baraja
Papá Moontree y la muchacha llamada West entraron en la sala. Eran los otros dos luminictores. La tripulación humana de la Sala de Combate ya estaba al completo.
Papá Moontree era un cuarentón rubicundo que había disfrutado la apacible existencia de un campesino hasta cumplir los cuarenta. Sólo entonces, con retraso, las autoridades habían averiguado que era telépata y lo habían aceptado, a esa avanzada edad, en la profesión de luminictor. Era competente en su labor, aunque era muy viejo para ese trabajo.
Papá Moontree contempló al huraño Woodley y al meditabundo Underhill.
—¿Cómo están hoy los jóvenes? ¿Preparados para una buena pelea?
—Papá siempre quiere pelear —dijo la niña llamada West con risita de conejo. Era una niña muy pequeña, y su risa sonaba aguda e infantil. Era la última persona que uno esperaba hallar en el duro y violento combate de luminicción.
Underhill se había divertido una vez al averiguar que uno de los compañeros más torpes se alegraba de tener contacto con la mente de la niña llamada West.
Los compañeros no solían dar importancia a las mentes humanas con que los conectaban para el viaje, ya que parecían opinar que las mentes humanas eran complejas e increíblemente embrolladas. Jamás habían puesto en duda la superioridad de la mente humana, aunque esa circunstancia impresionaba a muy pocos.
Los compañeros simpatizaban con la gente. Estaban dispuestos a luchar con ella, e incluso a morir por ella. Pero cuando un compañero simpatizaba con una persona en especial, tal como el Capitán Wow o Lady May simpatizaban con Underhill, esa amistad no tenía nada que ver con la inteligencia. Era una cuestión de instinto, de sentimientos.
Underhill sabía que el Capitán Wow despreciaba su cerebro. Al Capitán Wow le gustaba la cordial estructura emocional de Underhill, la jovialidad y el destello de maligna alegría que circulaba por la estructura mental inconsciente de Underhill, y la alegría con que se enfrentaba al peligro. En cuanto a las palabras, los libros de historia, las ideas, la ciencia, eran tonterías para el Capitán Wow.
La señorita West miró a Underhill.
—Estoy segura de que has hecho trampa con las piedras.
—¡No es verdad!
Underhill notó que sus orejas enrojecían de vergüenza. Durante su noviciado, había intentado hacer trampas en el sorteo porque se había encariñado con una compañera en particular, una bella y joven madre llamada Murr. Resultaba fácil trabajar con Murr, que le tenía tanto afecto que olvidó que la luminicción era un trabajo duro y no una diversión. Ambos tenían el temple y el ánimo para ir juntos a la mortífera batalla.
Una trampa había bastado. La habían descubierto, y hacía años que se reían de él.
Papá Moontree tomó el cubilete de imitación de cuero y agitó los dados de piedra que asignaban a cada compañero para el viaje. Por derecho de antigüedad, él fue el primero en tirar.
Torció el gesto. Le había correspondido un individuo viejo y voraz, un curtido macho cuya mente estaba repleta de pensamientos acerca de la comida, verdaderos océanos llenos de pescado casi putrefacto. En una ocasión, Papá Moontree había sentido el regusto del aceite de hígado de bacalao durante semanas después de trabajar con ese glotón, por la intensidad con que la imagen telepática del pescado había quedado impresa en su mente. Pero el glotón no amaba sólo el pescado, sino también el peligro. Había matado a sesenta y tres dragones, más que ningún otro compañero en servicio, y literalmente valía su peso en oro.
La niña West fue la siguiente. Sacó al Capitán Wow. Cuando vio quién era sonrió.
—Me gusta —dijo—. Resulta divertido luchar con él. Es bello y acariciante en mi mente.
—¡Acariciante! ¡Un cuerno! —soltó Woodley—. Yo también he estado en su cerebro. Es la mente más lasciva de esta nave, sin duda alguna.
—Hombre malo —comentó la niña. Lo dijo descriptivamente, sin reproche.
Underhill tiritó al mirarla.
No entendía cómo la niña se sentía tan a gusto con el Capitán Wow, cuya mente era lasciva de veras. Cuando se excitaba en medio de una batalla, las confusas imágenes de dragones, mortíferas ratas, deliciosos lechos, el olor del pescado y la conmoción del espacio se enmarañaban en la mente de Underhill mientras él y el Capitán Wow, enlazados por el luminictor, se transformaban en un increíble compuesto de ser humano y gato persa.
Es el problema de trabajar con gatos, pensó Underhill. Es una pena que ninguna otra criatura sirva como compañero. Los gatos estaban bien cuando se entraba en contacto telepático con ellos. Eran listos, pero sus motivaciones y deseos diferían en gran medida de las humanas. Eran una buena compañía si se les proyectaba imágenes tangibles, pero cerraban la mente o se echaban a dormir cuando se les recitaba Shakespeare o Colegrove, o si se intentaba explicarles qué era el espacio.
Resultaba extraño que los compañeros, tan serios y maduros en el espacio, fueran los simpáticos seres que en la Tierra la gente había usado como animales de compañía durante miles de años. Más de una vez se había puesto en ridículo en tierra cuadrándose ante gatos comunes porque por un momento había olvidado que no eran compañeros.
Underhill cogió el cubilete y tiró el dado de piedra.
Tuvo suerte: le tocó Lady May.
Lady May era la compañera más considerada que había conocido. En ella, la refinada mente de una gata persa de pura raza había alcanzado uno de los puntos más altos de su desarrollo. Se advertía más compleja que una mujer humana, pero esa complejidad era emocional: recuerdos, esperanzas y experiencias discriminadas, experiencias ordenadas sin ayuda de las palabras.
La primera vez que había entrado en contacto con su mente, se había asombrado de su claridad. Recordó con ella la infancia de la gata. Recordó cada experiencia de apareamiento que ella había tenido. En una galería de imágenes confusas, vio a todos los luminictores con quienes se había acoplado para luchar. Y se vio a sí mismo: radiante, jovial, deseable.
Incluso creyó captar el filo de un anhelo…
Un pensamiento muy halagüeño e intenso:
—Qué lástima que no sea gato —pensó Underhill.
Woodley recogió la última piedra. Le tocó su merecido: un gato viejo y hosco, lleno de cicatrices, sin el brío del Capitán Wow. El compañero de Woodley era el más animal de todos los gatos de a bordo, un individuo bajo, brutal y de mente obtusa. Ni siquiera la telepatía le había pulido el carácter. Tenía las orejas medio comidas, recuerdo de sus primeras riñas. Era un buen combatiente, nada más.
Woodley gruñó.
Underhill lo miró de reojo. ¿Woodley no sabía hacer otra cosa que gruñir?
Papá Moontree observó a los otros tres.
—Id en busca de vuestros compañeros. Comunicaré al capitán de viaje que estamos preparados para ir al arriba-afuera.
El reparto de naipes
Underhill hizo girar la cerradura de combinación de la jaula de Lady May. La despertó con dulzura y la cogió en brazos. Ella irguió el lomo perezosamente, estiró las uñas, se puso a ronronear, se arrepintió y optó por lamerle la muñeca. Él no llevaba puesto el luminictor, así que sus mentes no estaban en contacto, pero Underhill comprendió, por el ángulo del bigote y el movimiento de las orejas, que ella se alegraba de tenerlo por compañero.
Le habló en lenguaje humano, aunque las palabras no significaban nada para un gato cuando el luminictor no estaba conectado.
—Es una vergüenza. Enviar a una cosita dulce como tú a la frialdad del vacío para perseguir ratas que son más grandes y peligrosas que todos nosotros juntos. Tú no pediste esta clase de vida, ¿verdad?
Por respuesta, ella le lamió la mano, ronroneó, le acarició la mejilla con la larga y velluda cola, volvió hacia él los ojos dorados y brillantes.
Por un instante se contemplaron, el hombre en cuclillas, la gata erguida sobre las patas traseras, las uñas delanteras clavadas en la rodilla de él. Los ojos humanos y los gatunos se examinaron a través de una inmensidad indescriptible en palabras, pero que el afecto abarcaba en una sola mirada.
—Hora de entrar —dijo él.
Ella caminó dócilmente hacia su nave esferoide. Entró. Él comprobó que el luminictor en miniatura de la gata se adaptara firme y cómodamente contra la base del cerebro. Se aseguró de que tuviera las uñas protegidas por las almohadillas, para que no se hiriera a sí misma en el furor de la batalla.
—¿Preparada? —le murmuró.
Ella respondió lamiéndose el lomo hasta donde el arnés lo permitía y ronroneó suavemente.
Underhill cerró la tapa y miró cómo el líquido sellador cubría las juntas. Lady May permanecería varias horas encerrada en el proyectil hasta que un mecánico con soplete la sacara, una vez cumplida la misión.
Underhill cogió el proyectil y lo colocó en el tubo de eyección. Cerró la tapa del tubo, hizo girar la cerradura, se sentó en su lugar y se puso el luminictor.
Una vez más pulsó el interruptor.
Estaba sentado en un cuarto pequeño, pequeño, pequeño, tibio, tibio, y los cuerpos de los otros tres se movían cerca. La tangible luz del techo era brillante y densa contra sus párpados cerrados.
Cuando el luminictor se calentó, desapareció el cuarto. Las otras personas dejaron de ser personas y se convirtieron en pequeñas y fulgurantes llamaradas, brasas, oscuro fuego rojo, con la conciencia de la vida ardiendo como rescoldos en una chimenea campestre.
Cuando el luminictor se calentó un poco más, Underhill sintió la Tierra bajo él, sintió que la nave se alejaba, sintió la Luna girando al otro lado del mundo, sintió los planetas y la caliente y nítida benevolencia del Sol, que alejaba a los dragones del mundo natal de los hombres.
Al fin alcanzó una lucidez plena.
Estaba telepáticamente vivo a millones de kilómetros de distancia. Percibió el polvo que había visto antes muy por encima de la eclíptica. Con un escozor de tibieza y ternura, recibió la conciencia de Lady May derramándose en la suya. La conciencia de la gata era suave y clara, pero acre como aceite perfumado en la mente. Le infundía calma y seguridad. Notó que ella lo aceptaba con agrado. No llegaba a ser un pensamiento, apenas una cruda emoción de bienvenida.
Al fin volvían a ser uno.
En un remoto rincón de la mente, pequeño como el más pequeño juguete que hubiera visto en su infancia, aún veía el cuarto y la nave, y a Papá Moontree llamando por teléfono al capitán de viaje que estaba a cargo de la nave.
Su mente telepática captó la idea antes de que sus oídos interpretaran las palabras. El sonido siguió a la idea tal como el trueno sobre una playa sigue al relámpago que viene del mar.
—La sala de combate está lista. Listos para la planoforma.
El juego
A Underhill siempre le irritaba que Lady May experimentara las cosas antes que él.
Estaba preparado para el rápido y agrio escozor de la planoforma, pero captó las sensaciones de Lady May antes de que sus propios nervios registraran lo que sucedía.
La Tierra había quedado tan lejos que tanteó varios milisegundos antes de hallar el Sol en la esquina superior derecha y trasera de su mente telepática.
Un buen salto, pensó. Así llegaremos allá en cuatro o cinco etapas.
En aquel momento Lady May, a varios cientos de kilómetros de la nave, pensó:
—¡Hombre cálido, generoso, gigantesco! ¡Compañero valiente, cordial, tierno y enorme! Oh maravilloso contigo, contigo tan bueno, bueno, bueno, tibio, tibio, ahora a pelear, ahora a ir, bueno contigo…
Underhill sabía que ella no pensaba en palabras, que su propia mente recibía el claro y cordial chachareo del intelecto gatuno y lo traducía a imágenes que su propio pensamiento podía registrar y entender.
Pero ninguno de los dos estaba totalmente absorto en ese juego de saludos mutuos. Él indagaba mucho más allá del alcance de la percepción de Lady May para ver si había algo cerca de la nave. Resultaba raro que uno pudiera hacer dos cosas al mismo tiempo. Podía escrutar el espacio con la mente conectada al luminictor y también captar una divagación de Lady May, un pensamiento de amor y afecto acerca de un hijo que había tenido cara dorada y el pecho cubierto de un pelaje suave y blanco como edredón.
Aún estaba indagando cuando Lady May le advirtió:
—¡Saltamos de nuevo!
Habían saltado, en efecto. La nave se había desplazado a una segunda planoforma. Las estrellas brillaban distintas. El Sol estaba a una distancia inconmensurable. Incluso las estrellas más cercanas quedaban lejos. Ésta era una comarca de dragones, un espacio abierto, hostil, vacío. Indagó más lejos, más deprisa, buscando la amenaza, listo para arrojar a Lady May contra el peligro donde lo encontrara.
El terror le ardió en la mente, claro y desgarrador como una herida física.
La niña llamada West había encontrado algo: algo inmenso, largo, negro, agudo, voraz, horrendo. La niña lanzó al Capitán Wow.
Underhill trató de conservar la mente despejada.
—¡Cuidado! —gritó telepáticamente a los demás, tratando de desplazar a Lady May.
En un rincón de la batalla, sintió el lascivo furor del Capitán Wow cuando el gato persa hizo detonar la luz al acercarse a la estría de polvo que amenazaba peligrosamente a la nave y al pasaje.
El rayo erró por poco.
El polvo se acható y dejó de ser un pez raya para transformarse en una lanza.
No habían transcurrido tres milisegundos.
Papá Moontree articulaba palabras humanas y decía en una voz que parecía miel vertiéndose de un jarra:
—C-a-p-i-t-á-n.
Underhill supo que la frase sería: «¡Capitán, dese prisa!».
La batalla estaría decidida antes de que Papá Moontree terminara de hablar.
Ahora, fracciones de milisegundo después, Lady May estaba en línea.
Aquí entraba en juego la destreza y velocidad de los compañeros. La gata podía reaccionar más rápidamente que un humano. Ella podía ver la amenaza como una inmensa rata que se le abalanzaba, podía disparar bombas de luz con mayor precisión.
Él estaba conectado con la mente de la gata, pero no podía seguirla.
La consciencia de Underhill absorbió la desgarrante herida infligida por el enemigo alienígena. No se parecía a ninguna herida de la Tierra: un dolor brutal y desbocado que empezaba como una quemadura en el ombligo. Se contorsionó en el asiento.
En realidad, aún no había atinado a mover un solo músculo cuando Lady May devolvió el golpe.
Cinco ardientes bombas fotonucleares atravesaron más de cien mil kilómetros.
El dolor desapareció de la mente y el cuerpo de Underhill.
Percibió una euforia feroz, terrible y primitiva en la mente de Lady May cuando la gata ultimó la presa. Los gatos siempre se desilusionaban al descubrir que el enemigo desaparecía en el momento de la destrucción.
Luego sintió el dolor de ella, el temor que los barría a ambos mientras la batalla empezaba y terminaba en un santiamén. En el mismo instante le asaltó el áspero y ácido retortijón de la planoforma.
La nave saltó a otra etapa.
Recibió el pensamiento de Woodley:
—No te preocupes. Este viejo hijo de perra y yo nos haremos cargo.
De nuevo, dos veces, la sensación del salto.
Underhill no supo dónde estaba hasta que vio debajo las brillantes luces del puerto espacial de Caledonia.
Con una fatiga que casi trascendía los límites del pensamiento, volvió a proyectar la mente en el luminictor, acomodando el proyectil de Lady May en el tubo de lanzamiento.
Ella estaba medio muerta de cansancio, pero Underhill sintió los latidos de su corazón, escuchó sus jadeos y captó una nota de gratitud gatuna.
El resultado
Lo ingresaron en un hospital de Caledonia. El médico se mostró amable pero firme.
—Ese dragón le ha herido de veras. Nunca vi a nadie que escapara por tan poco. Todo ha sucedido tan rápido que tardaremos mucho en saber científicamente qué ocurrió, pero creo que si el contacto hubiera durado algunas décimas de milisegundo más, ahora iría camino del manicomio. ¿Qué clase de gato iba con usted?
Underhill sintió que las palabras le brotaban despacio. Las palabras le parecían torpes comparadas con la rapidez y la alegría del pensamiento transmitido mente a mente, con precisión y claridad. Pero sólo disponía de palabras ante gente común como ese médico.
Movió la boca pastosamente.
—No llame gatos a nuestros compañeros. El nombre correcto es compañeros. Pelean por nosotros en equipo. Usted debe de saber que los llamamos compañeros, no gatos. ¿Cómo está el mío?
—No lo sé —dijo contritamente el médico—. Lo averiguaremos. Entretanto, tómeselo con tranquilidad. Sólo el reposo lo ayudará. ¿Puede dormir, o prefiere que le administremos un sedante?
—Puedo dormir —afirmó Underhill—. Sólo quiero saber cómo está Lady May.
—¿No quiere saber cómo están las demás personas? —intervino la enfermera con cierta hostilidad.
—Están bien —respondió Underhill—. Lo sabía antes de entrar aquí.
Estiró los brazos, suspiró, sonrió. Vio que empezaban a relajarse y a tratarlo como una persona en vez de un paciente.
—Estoy bien —dijo—. Sólo quiero saber cuándo puedo ver a mi compañera.
Lo asaltó un nuevo pensamiento. Miró intensamente al médico.
—No la habrán enviado de vuelta a bordo de la nave, ¿verdad?
—Lo averiguaré enseguida —aseguró el médico. Estrujó afectuosamente el hombro de Underhill y salió del cuarto.
La enfermera apartó una servilleta de una copa de zumo de fruta helado.
Underhill intentó sonreírle. A esa muchacha le pasaba algo. Él hubiese preferido que se fuera. Antes ella había intentado ser cordial pero ahora se mostraba distante de nuevo. Es un fastidio ser telépata, pensó. Sigues tratando de llegar aun cuando no logres un contacto.
De pronto la enfermera lo miró a los ojos.
—¡Bah, los luminictores! ¡Vosotros y esos malditos gatos vuestros!
Mientras ella salía, él penetró en su mente. Se vio a sí mismo: un héroe radiante, vestido con su suave uniforme de gamuza, la corona del luminictor brillando como antiguas joyas reales alrededor de su cabeza. Vio su propia cara, apuesta y viril, brillando en la mente de la enfermera. Se vio desde lejos, y descubrió que ella lo odiaba.
Ella lo odiaba en el fondo de la mente. Lo odiaba porque lo consideraba soberbio, extraño y superior, mejor y más bello que la gente como ella.
Dejó de atisbar la mente de la enfermera y enterró la cara en la almohada. Captó una imagen de Lady May.
Es una gata —pensó—. Eso es ella… ¡Una gata!
Pero su mente veía otra cosa: ágil más allá de todo sueño de velocidad, aguda, sagaz, increíblemente grácil, bella, callada y tierna.
¿Dónde iba a encontrar a una mujer que se le pareciera?