Desnudo y solitario
Miramos por la mirilla de la puerta del hospital.
El coronel Harkening se había arrancado de nuevo el pijama y yacía desnudo y de bruces.
Tenía el cuerpo rígido.
Volvía la cara bruscamente hacia la izquierda, de modo que se apreciaban los músculos del cuello. El brazo derecho se separaba del cuerpo en línea recta.
El codo formaba un ángulo recto, y el antebrazo y la mano apuntaban hacia arriba. El brazo izquierdo también salía en línea recta, pero la mano y el antebrazo apuntaban hacía abajo, paralelos al cuerpo.
Las piernas parodiaban la posición de un corredor.
Pero el coronel Harkening no estaba corriendo.
Estaba tendido en el suelo.
Aplastado, como si tratara de privarse de la tercera dimensión para yacer sólo en dos planos. Grosbeck retrocedió y cedió a Timofeyev su turno ante la mirilla.
—Insisto en que necesita una mujer desnuda —dijo Grosbeck. Grosbeck siempre buscaba causas elementales.
Teníamos atropina, surgital, toda una gama de digitalínidos, una variedad de narcóticos, electroterapia, hidroterapia, terapia subsónica, shock de temperatura, shock audiovisual, hipnosis mecánica, hipnosis por gas.
Nada de eso había surtido efecto en el coronel Harkening.
Cuando levantábamos al coronel, él trataba de acostarse.
Cuando le poníamos ropa, la rompía.
Ya habíamos llamado a su esposa para que lo viera… Ella había llorado porque el mundo había aclamado a su esposo como un héroe muerto en el vasto y temible vacío del espacio. Su milagroso retorno había asombrado a siete continentes de la Tierra y a las colonias de Venus y Marte.
Harkening había sido piloto de pruebas del nuevo aparato desarrollado por un equipo de la Oficina de Investigaciones de la Instrumentalidad.
Lo llamaban cronoplasto, aunque una minoría prefería el término planoforma.
Yo no entendía la teoría, aunque el propósito era bastante simple. A grandes rasgos, se trataba de comprimir los cuerpos vivos en un marco bidimensional mientras se lanzaba la materia orgánica con sus accesorios tangibles a través de sólo dos dimensiones hacia un punto del espacio inconcebiblemente remoto. Con nuestra anterior tecnología, habríamos tardado por lo menos un siglo en llegar a Alfa Centauro, la estrella más cercana.
Desmond Harkening, que ostentaba el rango titular de coronel bajo los Jefes de la Instrumentalidad, era uno de los mejores navegantes del espacio que teníamos. Disponía de una vista perfecta, una mente analítica, un cuerpo magnífico, una experiencia de primera. ¿Qué más podíamos pedir?
La humanidad lo había enviado en una diminuta nave espacial, no mucho mayor que el ascensor de una casa corriente. En alguna parte entre la Tierra y la Luna, mientras miles de espectadores de televídeo seguían su trayectoria, había desaparecido.
Había conectado el cronoplasto y se había convertido en el primer hombre que entró en planoforma.
Nunca volvimos a ver su nave.
Pero encontramos al coronel.
Yacía desnudo en el centro del Central Park de Nueva York, más de cien kilómetros al oeste de las antiguas ruinas.
Estaba en la grotesca posición que acabábamos de observar en la celda del hospital, formando una especie de estrella de mar humana.
Habían pasado cuatro meses y habíamos logrado muy pocos progresos con el coronel.
Resultaba fácil mantenerlo con vida, pues le administrábamos dosis masivas de los elementos necesarios para la supervivencia biológica, por vía rectal o intravenosa. Él no se resistía. No forcejeaba, excepto cuando le poníamos ropa o tratábamos de mantenerlo demasiado tiempo fuera del plano horizontal.
Cuando permanecía erguido mucho tiempo, despertaba en un estado de furia rabiosa, callada, desatada; y luchaba contra los enfermeros, la camisa de fuerza, todo lo que se interpusiera en su camino.
En una desdichada ocasión, el pobre hombre había sufrido durante una semana entera, firmemente sujeto con lona y luchando cada minuto para liberarse y retomar su posición de pesadilla.
La visita de la esposa, la semana anterior, no había provocado más mejoras de las que en mi opinión causaría esta semana la sugerencia de Grosbeck.
El coronel no le prestó a su esposa más atención que a nosotros, los médicos.
Si había regresado de las estrellas, del frío que se extendía más allá de la Luna, de los terrores del arriba-afuera; si había regresado por medios desconocidos para los hombres vivientes; si había regresado siendo él mismo pero sin ser él mismo, ¿cómo iba a reaccionar ante los toscos estímulos del conocimiento humano previo?
Cuando Timofeyev y Grosbeck se volvieron hacia mí después de mirarlo por milésima vez, les dije que no lograríamos avanzar en el caso si nos valíamos de métodos comunes.
—Empecemos de nuevo. Este hombre está aquí. Pero no puede estar aquí porque nadie puede regresar de las estrellas desnudo como un recién nacido, y aterrizar en Central Park tan suavemente que no muestra la menor abrasión. Por lo tanto, no está en ese cuarto, y nosotros no estamos hablando de nada, y no hay ningún problema. ¿Correcto?
—No —respondieron a coro.
Me volví a Grosbeck, el más recalcitrante de los dos.
—Como prefiráis. Premisa principal, él está allí. Segunda premisa, no puede estar allí. Nosotros no existimos. Quod erat demonstrandum. ¿Os parece mejor?
—No, señor y doctor, jefe y líder —dijo Grosbeck, ateniéndose a las normas de cortesía a pesar de su exasperación—. Tú intentas destruir el contexto del caso, y esto nos conducirá hacia métodos aún más heterodoxos de tratamiento. ¡Por el Señor y por el Cielo! No podemos seguir este camino. Ese hombre está loco. No importa cómo llegó a Central Park. Eso es problema de los ingenieros. No es un problema médico. Su locura sí lo es. Podemos tratar de sanarle o podemos dejarle a su aire. Pero no iremos a ninguna parte si mezclamos la medicina con la ingeniería…
—No es tan serio —interrumpió suavemente Timofeyev. Como el mayor de mis colegas, tenía derecho a dirigirse a mí por el título más breve. Se volvió hacia mí.
—Estoy de acuerdo contigo, señor y doctor Anderson, en que la ingeniería tiene mucho que ver con el estado físico y mental de este hombre. A fin de cuentas, es la primera persona que ha viajado en un cronoplasto y ni nosotros ni los ingenieros ni nadie tiene la menor idea de lo que le pasó. Los ingenieros no encuentran la máquina, y nosotros no encontramos la consciencia del coronel. Dejemos la máquina para los ingenieros, pero perseveremos en el aspecto médico del caso.
No dije nada, esperaba a que se desahogaran hasta que estuvieran preparados para razonar conmigo en vez de sólo gritar de desesperación.
Me miraron, guardando silencio a regañadientes y tratando de darme la iniciativa en este desagradable caso.
—Abre la puerta de la celda —ordené—. En esa posición no escapará. Sólo desea permanecer en posición horizontal.
—Más achatado que una tortita escocesa en un infierno chino —dijo Grosbeck—, y no irás a ninguna parte si lo dejas en esta posición. Antes fue un ser humano, y el único modo de lograr que un ser humano sea humano es apelando a su aspecto antropomórfico, no a un imaginario aspecto plano que se introdujo en él mientras estaba… dondequiera que haya estado. —Grosbeck torció la cara en una sonrisa irónica. En ocasiones su propia vehemencia le resultaba graciosa—. Digamos que estuvo debajo del espacio, señor y doctor, jefe y líder.
—Es un buen modo de expresarlo —reconocí—. Más tarde puedes probar tu idea de la mujer desnuda, pero, francamente, yo no creo que dé resultado. Los procesos cerebrales de este hombre no superan los del invertebrado más simple, excepto cuando está en esa grotesca posición. Si no piensa, no ve. Y si no ve, una mujer le resultará tan indiferente como cualquier otra cosa. No hay ningún problema corporal. El problema reside en el cerebro. Aún considero que el problema es llegar al cerebro.
—O al alma —jadeó Timofeyev, cuyo nombre completo era Herbert Hoover Timofeyev, y que procedía de la región más religiosa de Rusia—. A veces no se puede excluir el alma, doctor…
Entramos en la celda y nos quedamos mirando al hombre desnudo.
El paciente respiraba muy despacio. Tenía los ojos abiertos; no habíamos conseguido hacerlo parpadear, ni siquiera con un flash fotográfico. El paciente cobraba una grotesca y elemental humanidad cuando lo sacábamos de la posición plana. Su mente alcanzaba, intelectualmente hablando, un punto no más complejo al de una ardilla aterrada, asustada, desquiciada. Cuando lo vestíamos o lo poníamos en otra posición, luchaba furiosamente, golpeando sin discriminación a objetos y personas.
¡Pobre coronel Harkening! Se suponía que nosotros tres éramos los mejores médicos de la Tierra, y no podíamos hacer nada por él. Incluso habíamos intentado estudiar su modo de debatirse para comprobar si los movimientos musculares y oculares involucrados en el forcejeo revelaban dónde había estado o qué experiencias había sufrido. También eso resultó infructuoso. Luchaba como un niño de nueve meses, usando su fuerza adulta, pero sin discriminación.
Nunca logramos que emitiera un sonido.
Respiraba entrecortadamente mientras luchaba. La saliva burbujeaba. Los labios se le llenaban de espuma. Hacía torpes movimientos con las manos para arrancarse las camisas y batas y andadores que le poníamos. A veces se desgarraba la piel con las uñas al arrancarse guantes o zapatos.
Siempre volvía a la misma posición:
En el suelo. De bruces.
Formando una esvástica con los brazos y las piernas.
Había regresado del espacio exterior. Era el primer hombre que regresaba, pero en realidad no había vuelto.
Mientras lo mirábamos impotentes, Timofeyev planteó la primera sugerencia seria del día.
—¿Os atreveríais a probar suerte mediante un telépata secundario?
Grosbeck lo miró asombrado.
Reflexioné sobre el asunto. Los telépatas secundarios tenían mala reputación porque se suponía que debían acudir a los hospitales para que les eliminaran la capacidad telepática, en cuanto se demostraba que no eran telépatas verdaderos con auténtica capacidad para una comunicación plena.
Bajo la Ley Antigua, muchos de ellos podían eludirnos, de hecho lo hacían.
Con su peligrosa capacidad telepática parcial, se dedicaban a la charlatanería y el curanderismo de la peor especie: pretendían hablar con los muertos, transformaban a neuróticos en psicóticos, curaban a unos pocos enfermos y arruinaban diez casos por cada uno que curaban, atentando en general contra el buen orden de la sociedad.
No obstante, si todo lo demás había fallado…
La telépata secundaria
Un día después estábamos de vuelta en la celda de Harkening, casi en la misma posición.
Los tres rodeábamos el cuerpo del coronel desnudo y tendido en el suelo.
Nos acompañaba una cuarta persona, una muchacha.
Timofeyev la había encontrado. Ella era miembro de su grupo religioso, los Cuáqueros Orientales Ortodoxos Postsoviéticos. Se les notaba, pues hablaban de un modo especial.
Timofeyev me miró.
Yo asentí en silencio.
Timofeyev se volvió hacia la muchacha.
—¿Puedes ayudarlo, hermana?
Era una niña de doce años. Era menuda, de cara larga y delgada, boca inquieta, rápidos ojos color verde grisáceo; una melena parda le caía sobre los hombros. Tenía las manos expresivas y delgadas. No se escandalizó al ver un hombre desnudo en el abismo de la locura.
Se arrodilló en el suelo y habló dulcemente al oído del coronel Harkening.
—¿Me oyes, hermano? He venido a ayudarte. Soy tu hermana Liana. Soy tu hermana bajo el amor de Dios. Soy tu hermana nacida de la carne del hombre. Soy tu hermana bajo el cielo. Soy tu hermana para ayudarte. Soy tu hermana, hermano. Soy tu hermana. Despierta un poco y te ayudaré. Despierta un poco por el amor y la esperanza. Despierta para recibir el amor. Despierta para que el amor te desvele más. Despierta para que la humanidad llegue a ti. Despierta para regresar, para volver al reino del hombre. El reino del hombre es acogedor. La amistad del hombre es acogedora. Tu amiga es tu hermana Liana. Tu amiga está aquí. Despierta un poco al oír las palabras de tu amiga…
Advertí que mientras Liana hablaba hacía un suave movimiento con la mano izquierda, indicándonos que saliéramos del cuarto.
Hice una seña a mis dos colegas, indicando el pasillo con la cabeza. Nos quedamos a un paso de la puerta para mirar.
La niña continuó con su incesante salmodia.
Grosbeck estaba rígido, y fulminaba a la niña con la mirada, como si ella fuera una intrusa en el campo de la medicina convencional. Timofeyev intentó expresar dulzura, benevolencia, espiritualidad; pero se distrajo y sólo expresaba excitación. Yo me cansé y empecé a preguntarme cuándo podría interrumpir a la niña. No parecía obtener ningún resultado.
Ella misma me dio la respuesta.
Rompió a llorar.
Continuó hablando mientras lloraba. Los sollozos le quebraban la voz, las lágrimas le resbalaban por las mejillas y caían sobre el rostro del coronel.
El hombre parecía hecho de cemento.
Respiraba, pero no movía las pupilas. No estaba más vivo de lo que había estado en las últimas semanas. Desde luego no más vivo, pero tampoco menos.
Ningún cambio. Por fin la muchacha dejó de sollozar y hablar, y salió al pasillo.
—¿Eres un hombre valiente, Anderson, señor y doctor, jefe y líder? —me preguntó.
Era una pregunta tonta. ¿Qué podía responder?
—Supongo que sí. ¿Qué quieres hacer?
—Os quiero a los tres —respondió ella con la solemnidad de una hechicera—. Quiero que los tres os pongáis el casco de los luminictores y me acompañéis al infierno. Esa alma está perdida. Está congelada por una fuerza que desconozco, congelada más allá de las estrellas, que la han capturado, así que el pobre hombre y hermano que veis allí en realidad se encuentra entre nosotros, mientras su alma llora en el placer depravado entre los astros, donde está alejado de la misericordia de Dios y la amistad del hombre. ¿Hombre valiente, señor y doctor, jefe y líder, me acompañarás al infierno?
¿Cómo podía negarme?
El regreso
Aquella noche emprendimos el regreso desde la nada. Había cinco cascos de luminicción, aparatos toscos, correctores mecánicos de la telepatía natural, dispositivos para tansmitir las sinapsis de una mente a otra para que los cinco pudiéramos albergar los mismos pensamientos.
Era la primera vez que yo estaba en contacto con la mente de Grosbeck y Timofeyev.
Me sorprendieron.
Timofeyev aparecía limpio de veras, limpio y simple como ropa recién lavada. Era en verdad un hombre muy sencillo. Las urgencias y presiones de la vida cotidiana no llegaban a su interior.
Grosbeck me pareció muy distinto. Era inquieto, bullicioso y violento como una bandada de aves de corral. Su mente estaba sucia en ciertas zonas, limpia en otras. Era reluciente, fragante, vivida, agitada.
Capté en ellos un eco de mi propia personalidad. Para Timofeyev yo era altivo, glacial y misterioso; a Grosbeck le parecía un trozo de carbón. No podía penetrar mucho en el interior de mi mente ni deseaba hacerlo.
Todos nos proyectamos hacia Liana, y al bucear en su mente encontramos la personalidad del coronel.
Nunca he tropezado con algo tan terrible.
Era placer puro.
Como médico he observado el placer: el placer de la morfina destructiva, el placer de la fennina que mata y deteriora, e incluso el placer del electrodo inserto en el cerebro vivo.
Como médico había tenido que supervisar la ejecución de los hombres más malvados por orden legal. Era bastante simple. Conectábamos un cable muy delgado en el centro de placer cerebral. El delincuente acercaba la cabeza a un campo eléctrico con la fase y el voltaje adecuados. Era simple. Moría de placer al cabo de pocas horas.
Esto era peor.
Este placer no tenía forma humana.
Liana estaba cerca y capté sus pensamientos:
—Debemos ir allí, señores y doctores, jefes y líderes.
»Debemos ir juntos, los cuatro, a donde ningún hombre ha ido, a la nada, a la esperanza y el corazón del dolor, al dolor, para que este hombre regrese; ir al poder que es más vasto que el espacio, al poder que lo ha enviado de regreso, al lugar que no es un lugar, hallar la fuerza que no es una fuerza, forzar a la fuerza que no es una fuerza para que entregue este corazón, para que lo devuelva.
»Venid conmigo, si estáis dispuestos. Venid conmigo al confín de las cosas. Venid conmigo…
De pronto un relámpago nos barrió la mente.
Era un rayo brillante, delicado, multicolor, suave. Nos anegó como una catarata de color y brillo intenso. La luz vino.
Digo que la luz vino.
Extraño.
Y se fue.
Eso fue todo.
La experiencia sucedió tan rápida que ni siquiera se la puede considerar instantánea. Ocurrió en menos de un instante, si tal cosa se puede imaginar. Los cinco sentimos que nos habían enlazado, observado. Sentimos que nos habían convertido en juguetes o mascotas de una gigantesca forma de vida que trascendía los límites de la imaginación humana, y que esa vida, al observarnos a los cuatro —los tres médicos y Liana—, nos había, visto junto al coronel, y había comprendido que el coronel tenía que volver a los suyos.
Porque fuimos cinco, no cuatro, los que nos levantamos.
El coronel temblaba, pero estaba cuerdo. Seguía con vida. Había recuperado la humanidad.
—¿Dónde estoy? —murmuró débilmente—. ¿En un hospital de la Tierra?
Y cayó en brazos de Timofeyev. Liana ya se escabullía por la puerta. La seguí. La niña se volvió hacia mí.
—Señor y doctor, jefe y líder, sólo pido que no me des las gracias ni dinero, y que no divulgues lo que ha ocurrido. Mis poderes provienen de la bondad de la gracia del Señor y de la amistad del hombre. No quiero entrometerme en el campo de la medicina. Sólo he accedido a venir porque mi amigo Timofeyev me pidió que lo ayudara por una cuestión de misericordia. Que el mérito sea para tu hospital, señor y doctor, jefe y líder, pero tú y tus amigos debéis olvidarme.
—Pero los informes… —tartamudeé.
—Redacta los informes como desees, pero, por favor, no me menciones.
—¿Y nuestro paciente? Él es nuestro paciente, Liana. Sonrió con dulzura, con amistad infantil.
—Si él me necesita, acudiré a su lado.
El mundo fue mejor, pero no aumentó en sabiduría.
La nave cronoplástica nunca se encontró. El regreso del coronel nunca pudo explicarse. El coronel nunca volvió a salir de la Tierra. Sólo supo que había pulsado un botón cerca de la Luna y que había despertado en un hospital al cabo de cuatro meses inexplicablemente perdidos.
Y el mundo sólo supo que él y su esposa habían adoptado sin ninguna razón aparente a una extraña pero hermosa niña, pobre en sus orígenes, pero rica en la humilde generosidad de su espíritu.