Antes de que las grandes naves de planoforma susurraran entre las estrellas, la gente tenía que viajar de un astro a otro con inmensas velas: enormes membranas montadas en el espacio sobre jarcias largas, rígidas, resistentes al frío. Una pequeña nave espacial ofrecía lugar para que un tripulante manipulara las velas, verificara el rumbo y observara a los pasajeros, que iban herméticamente cerrados en sus cápsulas adiabáticas como nudos en hilos inmensos. Los pasajeros no sentían nada: se dormían en la Tierra y despertaban en un extraño y nuevo mundo cuarenta, cincuenta o doscientos años después.
Era un sistema primitivo, pero funcionaba.
En una de esas naves, Helen América había seguido al Señor Ya-no-cano. En esas naves los observadores ejercían su antigua autoridad en el espacio. Así se colonizaron más de doscientos planetas, entre ellos Vieja Australia del Norte, destinado a ser el más rico de todos ellos.
Puerto de Emigración estaba formado por una serie de edificios bajos y cuadrangulares. No se parecía a Terrapuerto, que se yergue sobre las nubes como una explosión nuclear congelada. Puerto de Emigración es tétrico, triste, sórdido y eficiente. Las paredes son de color rojo oscuro como la sangre porque así se ahorra en calefacción. Los cohetes son feos y sencillos; los silos se elevan mugrientos como talleres mecánicos. La Tierra tiene pocos lugares que mostrar a los visitantes. Puerto de Emigración no es uno de ellos. La gente que trabaja allí goza del privilegio del trabajo verdadero y de honores profesionales seguros. La gente que va allí pronto pierde la consciencia. De la Tierra sólo recuerdan un cuarto que parece una sala de hospital, una cama, un poco de música, algo de conversación, el sueño y, tal vez, el frío.
De Puerto de Emigración van a sus cápsulas, donde los encierran herméticamente. Las cápsulas se llevan a los cohetes y los cohetes se colocan en el velero lumínico. Éste es el método antiguo.
El nuevo es mejor. Una persona visita una grata sala de estar, juega una partida de cartas o come algo. Sólo se necesita la mitad de la fortuna de un planeta o doscientos años de antigüedad calificados de «excelente».
Las velas fotónicas eran diferentes. Todos corrían riesgos.
Un joven de tez y pelo brillantes y corazón alegre salía hacia un nuevo mundo. Un hombre mayor, de pelo entrecano, lo acompañaba. Así lo hacían treinta mil personas. Y así lo hizo la muchacha más bella de la Tierra.
La Tierra la pudo haber retenido, pero los nuevos mundos la necesitaban. Tenía que ir.
Viajó en un velero fotónico. Y tuvo que cruzar el espacio, donde siempre acecha el peligro.
El espacio exige a veces herramientas extrañas: los gritos de una niña, el cerebro laminado de un ratón muerto tiempo atrás, el llanto desconsolado de un ordenador. El espacio casi nunca ofrece tregua, socorro, rescate o reparación. Hay que prever todos los peligros; de lo contrario se vuelven mortales. Y el mayor peligro es el hombre mismo.
—Es hermosa —dijo el técnico.
—Es sólo una niña —apuntó el segundo.
—No parecerá una niña después de doscientos años de viaje —pronosticó el primero.
—Pero es una niña —insistió el segundo, sonriendo—, una bella muñeca de ojos azules, que entra de puntillas en la vida adulta. —Suspiró.
—La congelarán —auguró el primero.
—No de forma constante —precisó el segundo—. A veces despiertan. Tienen que despertar. Las máquinas los descongelan. Tú recuerdas los crímenes de la Vieja Veintidós. Buena gente, pero mal combinada. Y todo anduvo mal, sucia y brutalmente mal.
Ambos recordaban la Vieja Veintidós. La nave anduvo mucho tiempo a la deriva hasta que alguien captó la señal de auxilio. El rescate llegó demasiado tarde.
La nave estaba en perfectas condiciones. Todas las velas aparecieron en el ángulo correcto. Los miles de durmientes congelados, desperdigados detrás de la nave en sus cápsulas adiabáticas individuales, se habrían conservado en excelentes condiciones, pero los habían dejado demasiado tiempo en el espacio abierto y la mayoría se habían deteriorado. El problema estaba en el interior de la nave. El navegante había fallado o muerto.
Los tripulantes de reserva habían despertado. No se llevaron bien. O acaso se llevaron demasiado bien, en el peor sentido. En el espacio, en el marco de una angosta y frágil cabina, habían inventado nuevos crímenes y los habían cometido. Millones de años de maldad en la Tierra no habían permitido aflorar tantas atrocidades.
Los investigadores de la Vieja Veintidós habían sentido náuseas al reconstruir los acontecimientos que se produjeron cuando despertó la tripulación de reserva. Dos de ellos habían solicitado que les borraran la memoria y, obviamente, se habían retirado.
Los dos técnicos que lo sabían todo acerca de la Vieja Veintidós miraron a esa chica de quince años que dormía en la mesa.
¿Era una mujer? ¿Era una niña? ¿Qué le ocurriría si despertaba durante el vuelo?
La niña respiraba delicadamente.
Los dos técnicos se miraron.
—Será mejor que llamemos al guardia psicológico —sugirió el primero—. Es el hombre indicado para este trabajo.
—Al menos puede intentarlo —admitió el segundo.
El guardia psicológico, un hombre cuyo nombre numérico terminaba con los dígitos Tigabelas, entró alegremente en el cuarto media hora después. Era un hombre mayor, agudo y despierto, que rondaría el cuarto rejuvenecimiento. Miró a la bella muchacha y suspiró.
—¿Para qué es? ¿Para una nave?
—No, para un concurso de belleza —dijo irónicamente el primer técnico.
—No sea tonto —soltó el guardia psicológico—. ¿De veras enviarán a esta bella niña al arriba-afuera?
—Pertenece a la reserva —explicó el segundo técnico—. Los habitantes de Wereid Schemering se están volviendo muy feos, y comunicaron al Gran Parpadeo que necesitaban gente hermosa. La Instrumentalidad los ha escuchado. Todas las personas de esta nave son guapas o bien parecidas.
—Si ella es tan valiosa, ¿por qué no la congelan y la ponen en una cápsula? Una cara tan bonita —dijo Tigabelas— podría crear problemas en cualquier parte. Y sobre todo en una nave. ¿Cuál es su nombre numérico?
—Está allí, en la pizarra —dijo el primer técnico—. Todo está en la pizarra. Usted querrá también los nombres de los demás. Pronto pondremos la lista completa.
—Veesey-koosey —leyó el guardia psicológico en voz alta—. Cinco-seis. Un nombre tonto pero simpático.
Echando una última ojeada a la muchacha, se agachó para leer la historia clínica de la gente añadida a la dotación de reserva. A las diez líneas comprendió por qué reservaban a la muchacha para emergencias en vez de permitirle dormir todo el viaje. Tenía un potencial filial de 999,999, lo cual significaba que cualquier adulto normal la aceptaría como hija apenas iniciada la relación. No tenía ninguna aptitud, ninguna habilidad, ninguna preparación específica. Pero podía motivar a casi todas las personas mayores que ella, y quizá lograr que esas personas remotivadas lucharan tenazmente por sobrevivir. Por el bien de la muchacha. Y, en segundo lugar, por el bien del adoptante.
Eso era todo, pero bastaba para ponerla en la cabina. Era la encarnación de la verdad literal del antiguo fragmento poético: «la más bella de las hijas de la vieja, vieja Tierra».
Cuando Tigabelas terminó de tomar notas, el horario de trabajo llegaba a su fin. Los técnicos no lo habían interrumpido. Se volvió para mirar por última vez a la adorable muchacha. No estaba. El segundo técnico se había ido y el primero se estaba limpiando las manos.
—¡Oh!, espero que no la hayan congelado —exclamó Tigabelas—. Tendré que fijarla para que funcione el sistema de seguridad.
—Desde luego —dijo el primer técnico—. Le hemos dejado dos minutos para eso.
—¡Dos minutos para proteger un viaje de cuatrocientos cincuenta años! —exclamó Tigabelas.
—Acaso necesita más —dijo el técnico. Ni siquiera era una pregunta, salvo en la forma.
—¿Acaso necesita más? —repitió Tigabelas, sonriendo—. No, no necesito más. Esa muchacha viajará segura mucho después de que yo haya muerto.
—¿Y cuándo morirá usted? —le preguntó el técnico.
—Dentro de setenta y tres años, dos meses y cuatro días —respondió afablemente Tigabelas—. Soy un cuarto y último.
—Eso suponía —dijo el técnico—. Es usted listo. Nadie empieza así, todos aprendemos. Sin duda sabrá usted proteger a esa muchacha.
Salieron juntos del laboratorio y subieron a la superficie, a la fresca y apacible noche de la Tierra.
Tigabelas volvió al día siguiente, de muy buen humor. Llevaba en la mano izquierda un carrete de tamaño estándar. En la mano derecha sostenía un cubo de plástico negro con relucientes puntos de contacto plateados en los lados. Los dos técnicos lo saludaron amablemente.
El guardia psicológico no pudo ocultar la excitación y satisfacción que lo dominaban.
—Me he encargado de esa bella niña. Mi tratamiento le permitirá mantener su potencial filial, pero se acercará más al mil coma doble cero que con todos esos nueves. He usado un cerebro de ratón.
—Si está congelado —advirtió el primer técnico—, no podremos ponerlo en el ordenador. Tendrá que ir a proa, en los depósitos de emergencia.
—Este cerebro no está congelado —replicó Tigabelas—. Ha sido laminado. Lo endurecimos con celuprime y luego lo cortamos en siete mil capas. Cada una está separada por un plástico de por lo menos dos espesores moleculares. El ratón no puede deteriorarse. En realidad, este ratón seguirá pensando para siempre. No pensará mucho, a menos que le apliquemos voltaje, pero pensará. Y no se puede deteriorar. Esto es plástico cerámico, y sólo un arma muy potente podría destruirlo.
—¿Los contactos…? —preguntó el segundo técnico.
—No son directos —explicó Tigabelas—. El ratón está sintonizado a la personalidad de la muchacha, hasta mil metros de distancia. Lo pueden colocar en cualquier parte de la nave. La caja ha sido endurecida. Los contactos están en el exterior. Alimentan los contactos de acero-níquel que hay dentro. Insisto: este ratón seguirá pensando cuando el último ser humano del último planeta conocido haya muerto. Y pensará en la muchacha. Eternamente.
—La eternidad es un período de tiempo espantosamente largo —dijo el primer técnico con un escalofrío—. Sólo necesitamos un lapso de seguridad de dos mil años. La muchacha misma se deterioraría en menos de mil años, si algo fallara.
—No se preocupe —explicó Tigabelas—, esa muchacha estará protegida, se deteriore o no. —Le habló al cubo—. Irás con Veesey, amigo, y si ella se pone como los de la Vieja Veintidós lo transformarás todo en una fiesta infantil, con helado e himnos al Viento Oeste. —Tigabelas miró a los otros hombres y aclaró innecesariamente—: Él no me oye.
—Claro que no —dijo secamente el primer técnico. Todos miraron el cubo. Era una bella obra de ingeniería. El guardia psicológico tenía razones para estar orgulloso.
—¿Aún necesita el ratón? —preguntó el primer técnico.
—Sí —respondió Tigabelas—. Un tercio de milisegundo a cuarenta megadinas. Quiero imprimir a este ratón la vida de Veesey en el hemisferio cortical izquierdo. Sobre todo los gritos de la muchacha. Gritó mucho a los diez meses. Algo que tenía en la boca. Gritó a los diez años cuando pensó que se había cortado el aire en el tubo ascensor. Si no hubiera gritado, no estaría aquí. Consta en su historial. Quiero que el ratón tenga esos gritos. Y cuando cumplió cuatro años le regalaron un par de zapatos rojos. Déme dos minutos con ella. Imprimí la clave en la serie completa de Marcia y los hombres de la Luna, el mejor drama para adolescentes que proyectaron el año pasado. Veesey lo vio. Esta vez lo verá de nuevo, pero el ratón estará conectado. Tendrá tantas probabilidades de olvidarla como una bola de nieve de sobrevivir en el infierno.
—¿Qué dice? —exclamó el primer técnico.
—¿Eh? —dijo Tigabelas.
—¿Qué ha dicho usted al final?
—¿Es usted sordo?
—No —replicó el técnico, enfadado—. No he entendido qué quiso decir.
—Dije que tendría tantas probabilidades de olvidar como una bola de nieve de sobrevivir en el infierno.
—Eso me pareció entender —respondió el técnico—. ¿Qué es una bola de nieve? ¿Qué es el infierno? ¿Qué probabilidades tiene?
El segundo técnico interrumpió ansiosamente.
—Yo lo sé —explicó—. Las bolas de nieve son formaciones de hielo de Neptuno. Infierno es un planeta que está cerca de Khufu VII. No entiendo cómo podrían juntarse.
Tigabelas los miró con el fatigado asombro de los que han vivido mucho. No tenía ganas de explicar, así que dijo suavemente:
—Dejemos la literatura para otra ocasión. Sólo quise decir que Veesey estará segura cuando la conectemos al ratón. El ratón durará más que ella y más que todos los demás, y ninguna chica adolescente olvida Marcia y los hombres de la Luna si ha visto cada episodio dos veces. Veesey los vio dos veces.
—¿No restará efectividad a los demás pasajeros? Eso no sería de ayuda —dijo el primer técnico.
—En absoluto —aseguró Tigabelas.
—Repítame los datos —pidió el primer técnico.
—Ratón, un tercio de milisegundo a cuarenta megadinas.
—Lo oirán más allá de la Luna —dijo el técnico—. No puede meter ese material en la cabeza de una persona sin autorización. ¿Quiere que consigamos una autorización especial de la Instrumentalidad?
—¿Para un tercio de milisegundo?
Los dos hombres se miraron un instante; luego el primer técnico arrugó la frente y sonrió. Ambos rieron. El segundo técnico no entendía y Tigabelas le explicó:
—Pondré la vida de esta muchacha en un tercio de milisegundo a máxima potencia. La vida se volcará en el cerebro de ratón que hay dentro del cubo. ¿Cuál es la reacción humana normal en un tercio de milisegundo?
—Quince milisegundos… —empezó el segundo técnico, y se interrumpió.
—Exacto —afirmó Tigabelas—. La gente no recibe nada en menos de quince milisegundos. Este ratón no sólo está endurecido y laminado, sino que es sumamente rápido. La laminación trabaja más deprisa de lo que jamás lo hicieron sus propias sinapsis. Traigan a la muchacha. El primer técnico ya había ido a buscarla. El segundo técnico hizo una pregunta más.
—¿El ratón está muerto?
—No. Sí. Claro que no. ¿Qué quiere usted decir? Quién sabe —soltó Tigabelas de una tirada.
El joven lo miró asombrado, pero el diván con la bella muchacha ya estaba en la habitación. La joven congelada ya no tenía la tez rosada sino marfileña, y la respiración ya no se le notaba a simple vista, pero aún era bella. Todavía no había comenzado el congelamiento profundo. El primer técnico se puso a silbar.
—Ratón, cuarenta megadinas, un tercio de milisegundo. Muchacha, potencia de salida máxima, igual tiempo. Potencia de entrada, dos minutos… ¿Qué volumen?
—Cualquiera —dijo Tigabelas—. Cualquiera. El que usen para grabado profundo de personalidad.
—Listo —anunció el técnico.
—Coja el cubo —ordenó Tigabelas. El técnico cogió el cubo y lo puso muy cerca de la cabeza de la muchacha, en una caja que parecía un ataúd.
—Adiós, ratón inmortal —dijo Tigabelas—. Piensa en la bella muchacha cuando yo esté muerto y no te canses de Marcia y los hombres de la Luna cuando la hayas visto durante un millón de años.
—Grabación —pidió el segundo técnico.
Tigabelas le dio la grabación y el técnico la puso en un proyector común, aunque con cables más gruesos que cualquier aparato particular.
—¿Tiene usted alguna palabra clave? —preguntó el primer técnico.
—Es un poemita —dijo Tigabelas. Hurgó en su bolsillo—. No lo lea en voz alta. Si alguno de nosotros dijera mal una palabra, la muchacha lo podría oír y eso alteraría la relación entre ella y el ratón laminado.
Los dos miraron el papel. En letras claras y arcaicas aparecían los versos:
Niña, si un hombre te molesta,
piensa azul,
cuenta hasta dos
y busca un zapato rojo.
Los técnicos rieron cálidamente.
—Listo —anunció el primer técnico.
Tigabelas les agradeció su labor con una sonrisa tímida.
—Conéctelos —les pidió—. Adiós, muchacha —murmuró—. Adiós, ratón. Quizás os vea dentro de setenta y tres años.
Una luz invisible les relampagueó en la cabeza.
En la órbita lunar, un navegante recordó los zapatos rojos de su madre.
Dos millones de personas de la Tierra contaron «uno, dos» y se preguntaron por qué lo habían hecho.
Un joven y brillante periquito que navegaba en una nave orbital se puso a recitar el poemita y desconcertó a toda la tripulación.
Aparte de esto, no se produjeron efectos laterales.
La muchacha del ataúd arqueó el cuerpo con terrible tensión. Los electrodos le habían quemado la piel en las sienes. Las cicatrices rojas brillaban contra la carne congelada y lozana de la muchacha.
El cubo no mostró indicios del ratón muerto-vivo y vivo-muerto.
Mientras el segundo técnico aplicaba ungüento en las cicatrices de Veesey, Tigabelas se puso un auricular y tocó las terminales del cubo muy suavemente, sin moverlo de la posición que ocupaba en la caja con forma de ataúd.
Cabeceó satisfecho. Retrocedió.
—¿Están seguros de que la muchacha lo ha recibido?
—Lo revisaremos antes del congelamiento profundo.
—¿Y Marcia y los hombres de la Luna?
—No ha podido fallar —aseguró el primer técnico—. Lo llamaré si se plantea algún problema, aunque no creo que vaya a ser necesario.
Tigabelas echó una última ojeada a la adorable muchacha. Setenta y tres años, dos meses y cuatro días, pensó. Y a ella, más allá de las leyes terráqueas, quizá la premien con mil años. Y el cerebro de ratón durará un millón de años.
Veesey nunca los conoció: ni al primer técnico, ni al segundo, ni a Tigabelas, el guardia psicológico.
Hasta el día de su muerte supo que Marcia y los hombres de la Luna había incluido las más maravillosas luces azules, la hipnótica cuenta «uno, dos, uno, dos» y los más bonitos zapatos rojos jamás vistos en la Tierra o en otros mundos.
Trescientos veintiséis años después tuvo que despertar.
La caja se había abierto.
Le dolía cada músculo y cada hueso.
La nave anunciaba emergencia y la muchacha tuvo que despertar.
Quería dormir, dormir, o morir.
La nave siguió emitiendo su grito.
Tuvo que levantarse.
Levantó un brazo hasta el borde de su cama-ataúd. Había practicado cómo entrar y salir de la cama en el largo período de entrenamiento, antes de que la enviaran al sótano para hipnotizarla y congelarla. Sabía qué buscar, qué esperar. Se volvió sobre un costado. Abrió los ojos.
Las luces brillaban amarillas y potentes. Cerró los ojos de nuevo.
Oyó una voz.
—Ponte el tubo en la boca —parecía decir.
Veesey gruñó.
La voz siguió hablando.
Sintió algo áspero contra la boca.
Abrió los ojos.
Entre ella y la luz se interponía el perfil de una cabeza humana.
Veesey entornó los ojos para ver si era uno de los médicos. No, estaba en la nave.
La cara cobró relieve.
Era el rostro de un hombre muy apuesto y muy joven. El hombre la miraba a los ojos. Veesey nunca había visto a alguien que fuera guapo y simpático a la vez, como ese hombre. Trató de verlo con claridad, y sonrió.
El tubo de alimentación le entró entre los labios y los dientes. Automáticamente, ella succionó. El fluido parecía sopa, pero sabía a medicina.
La cara tenía voz.
—Despierta —insistió—, despierta. No es bueno que ahora te quedes quieta. Necesitas hacer ejercicio cuanto antes.
Ella expulsó el tubo de la boca.
—¿Quién eres? —jadeó.
—Trece —se presentó el hombre—, y aquél es Talatashar. Hace dos meses que estamos despiertos reprogramando los robots. Necesitamos tu ayuda.
—Ayuda —murmuró ella—. ¿Mi ayuda? —La cara de Trece se arrugó y se frunció en una deliciosa sonrisa.
—Bien, en cierto modo. Lo que en verdad necesitamos es una tercera mente que vigile a los robots cuando nos parece que ya están reparados. Además, nos sentimos solos. Talatashar y yo no somos demasiada compañía. Revisamos la lista de tripulantes de reserva y decidimos despertarte a ti.
Le tendió una mano amistosa.
Al incorporarse, Veesey vio al otro hombre, Talatashar. Dio un respingo: nunca había visto a nadie tan feo. Tenía el cabello gris y corto. Ojillos de cerdo asomaban en una cara sebosa. Las mejillas colgaban a ambos lados en monstruosas papadas. Por si eso fuera poco, la cara era deforme. Un lado parecía despierto, pero el otro estaba torcido en un permanente espasmo de dolor. Sin poder evitarlo, Veesey se llevó la mano a la boca. Luego habló con la mano apoyada en los labios.
—Creí… creí que todos eran bellos en esta nave. Un lado de la cara de Talatashar sonrió mientras el otro conservaba su inmóvil expresión de dolor.
—Lo éramos —rezongó la voz, que no era desagradable—, todos lo éramos. Siempre nos deterioramos algunos en la congelación. Tardarás un poco en acostumbrarte a mí. —Rió torvamente—. Yo tardé bastante. Dos meses. Me alegro de conocerte. Quizá tú también te alegres de conocerme, dentro de un tiempo. ¿Qué piensas de esto, Trece?
—¿Qué? —dijo Trece, quien los miraba con afable preocupación.
—La muchacha. Tan discreta. La diplomacia directa de los muy jóvenes. Pregunta si soy apuesto. Yo digo que no. Y ella, ¿qué es?
Trece se volvió hacia Veesey.
—Deja que te ayude a sentarte —se ofreció.
Ella se sentó en el borde de la caja.
En silencio, el joven le pasó el recipiente de líquido con el tubo de alimentación, y ella siguió sorbiendo la sopa. Miraba de reojo a los dos hombres, con ojos de niña. Eran tan inocentes y turbados como los ojos de un gatito que se enfrenta con problemas por primera vez.
—¿Qué eres? —preguntó Trece. Ella se apartó el tubo de los labios.
—Una muchacha —respondió.
La mitad de la cara de Talatashar sonrió. La otra mitad contrajo los músculos, pero no expresó nada.
—Eso ya lo vemos —dijo socarronamente.
—Queremos saber qué te enseñaron —añadió Trece en tono conciliador.
Ella volvió a dejar el tubo.
—Nada —contestó.
Los dos hombres rieron. Primero, Trece rió con una voz que encerraba toda la maldad del mundo. Luego rió Talatashar, aunque era demasiado joven para reír a su manera. Su risa también era cruel. Había algo masculino, misterioso, amenazador y secreto en ella, como si Talatashar supiera cosas que las jóvenes sólo podían averiguar al precio del dolor y la humillación.
Era un extraño, como siempre lo han sido los hombres para las mujeres: lleno de motivaciones secretas y deseos ocultos, impulsado por pensamientos brillantes y agudos que las mujeres no conocían ni deseaban conocer. Quizás el cuerpo no era lo único que se les había deteriorado.
Ninguna experiencia personal de Veesey le hacía temer esa risa, pero un millón de años de instinto femenino le aconsejaron no ignorar el mal, permanecer alerta por si se presentaban nuevos problemas y esperar lo mejor por el momento. Los libros y las cintas le habían enseñado todo lo necesario sobre la sexualidad. Esa risa no tenía nada que ver con los bebés ni con el amor. Era despectiva, poderosa y cruel, con la crueldad de hombres que son crueles sólo porque son hombres. Por un instante los odió a ambos, pero no se asustó tanto como para activar los dispositivos de protección que el guardia psicológico le había incorporado en la mente. En cambio, contempló la cabina de diez metros de longitud por cuatro metros de anchura.
Éste sería su hogar ahora, quizá para siempre. Había durmientes en alguna parte, pero Veesey no veía las cajas. Sólo disponía de un pequeño espacio y dos hombres: Trece, con su sonrisa cálida, su bonita voz, sus interesantes ojos color gris azulado; Talatashar, con el rostro deforme. Y la risa de ambos. Esa risa misteriosamente masculina, hostil y burlona. La vida es la vida, pensó, y debo vivirla. Aquí. Talatashar, que había dejado de reír, habló con voz muy diferente.
—Ya tendremos tiempo de jugar y divertirnos cuanto queramos. Primero debemos terminar el trabajo. Las velas fotónicas no reciben luz estelar suficiente para llevarnos a ninguna parte. Un meteoro ha desgarrado la vela mayor. No podemos repararla, pues tiene treinta kilómetros de extensión. Así que debemos poner la nave a punto: ésa es la vieja y correcta expresión.
—¿Cómo funciona? —preguntó Veesey con tristeza, sin poner mucho interés en su propia pregunta. El malestar y el dolor del largo congelamiento empezaban a atormentarla.
—Es simple —explicó Talatashar—. Las velas están recubiertas. Las pusieron en órbita con cohetes. La presión de la luz es mayor de un lado que del otro. Con determinada presión por un lado y escasa presión por el otro, la nave tiene que ir a alguna parte. La materia interestelar es muy fina y no basta para frenarnos. Las velas se alejan constantemente de la fuente de luz más brillante. Durante los primeros ocho años fue el Sol. Luego dejamos atrás el Sol y otras fuentes luminosas. Ahora recibimos más luz de la necesaria, y nos desviaremos de nuestra ruta si no apuntamos el lado ciego de las velas hacia nuestro destino y los lados impelentes hacia la fuente de luz más poderosa. El navegante murió, aunque no sabemos por qué. El mecanismo automático de la nave nos despertó, y el tablero de navegación nos puso al corriente de la situación. Aquí estamos. Tenemos que reparar los robots.
—Pero ¿qué les ocurre? ¿Por qué no lo hacen ellos? ¿Por qué tuvieron que despertar a la gente? Se supone que son muy listos.
Se preguntó por qué la habían despertado a ella. Pero sospechaba la respuesta: la habían despertado los hombres, no los robots, y no quería que lo dijeran. Aún tenía presente aquella desagradable risa masculina.
—Los robots no estaban programados para rasgar velas, sólo para repararlas. Tenemos que adaptarlos para que acepten el daño que no queremos remediar, y para que continúen con el nuevo trabajo que necesitamos.
—¿Puedo comer algo? —preguntó Veesey.
—¡Yo lo traeré! —se ofreció Trece.
—¿Por qué no? —dijo Talatashar.
Mientras Veesey comía, examinaron en detalle la tarea que se proponían realizar, hablando con calma. Veesey se sentía más tranquila. Tenía la sensación de que la aceptaban como compañera.
Cuando terminaron de preparar el plan de trabajo, tenían la certeza de que tardarían entre treinta y cinco y cuarenta y dos días normales en tensar las velas y colgarlas de nuevo. Los robots hacían el trabajo exterior, pero las velas tenían cien mil kilómetros de longitud por treinta mil kilómetros de anchura.
¡Cuarenta y dos días!
No tardaron cuarenta y dos días.
Tardaron un año y tres días.
Las relaciones no habían cambiado mucho dentro de la cabina.
Talatashar la dejaba en paz, excepto para hacer comentarios desagradables. Los medicamentos que había encontrado en el botiquín no le habían mejorado el aspecto, pero algunas sustancias lo drogaban tanto que dormía mucho y profundamente.
Trece era ahora el novio de Veesey, pero era un idilio tan ingenuo que podría haber ocurrido en la hierba, bajo los olmos, a orillas de un sedoso río de la Tierra.
Una vez Veesey sorprendió a ambos jóvenes en medio de una discusión y exclamó:
—¡Basta! ¡No podéis pelearos!
Cuando dejaron de pegarse, ella dijo con voz intrigada:
—Creí que no podíais hacerlo. Las cajas. Los dispositivos de seguridad. Esas cosas que nos pusieron.
Talatashar respondió, con voz infinitamente desagradable:
—Eso creían ellos. Yo tiré esas cosas hace meses. No las quiero en la nave.
Trece se quedó tan desencajado como si hubiera entrado sin darse cuenta en uno de los Antiguos Terrenos Enajenantes. Inmóvil, los ojos desorbitados, atinó a decir con voz transida de temor:
—¡Por… eso… peleábamos…!
—¿Te refieres a las cajas? Ya no las tenemos.
—Pero —jadeó Trece—, cada caja nos protegía a uno de nosotros. Todos estábamos protegidos de nosotros mismos. ¡Dios nos ayude!
—¿Qué es Dios? —preguntó Talatashar.
—No tiene importancia. Es una vieja palabra. Se la oí decir a un robot. Pero ¿qué haremos? ¿Qué harás tú? —le dijo acusatoriamente a Talatashar.
—Yo no haré nada —respondió Talatashar—. Todo sigue igual. —El costado móvil de su cara se torció en una sonrisa insidiosa.
Veesey los observó a ambos.
No comprendía ese peligro indefinido, pero lo temía.
Talatashar soltó su masculina y desagradable risotada, pero esta vez Trece no lo acompañó. Miró boquiabierto al otro hombre.
Talatashar fingió valor e indiferencia.
—Ha terminado mi turno —dijo—, y me voy a dormir. Veesey asintió y trató de decir buenas noches, pero no le salieron las palabras. Sentía miedo y curiosidad. La curiosidad era lo peor. La acompañaban unas treinta mil personas, pero sólo estas dos estaban vivas y presentes. Sabían algo que ella ignoraba.
Talatashar alardeó de ello al decirle:
—Prepara algo especial para el gran banquete de mañana. Que no se te olvide, muchacha.
Talatashar subió por la pared.
Cuando Veesey se volvió hacia Trece, fue él quien cayó en brazos de la joven.
—Tengo miedo —dijo—. Podemos hacer frente a cualquier cosa en el espacio, pero no podemos enfrentarnos con nosotros mismos. Empiezo a sospechar que el navegante se suicidó. Su defensa psicológica también falló. Y ahora estamos solos con nosotros mismos.
Veesey miró alrededor.
—Todo sigue igual que antes. Nosotros tres, esta pequeña sala, y el arriba-afuera en el exterior.
—¿No lo comprendes, cariño? —Trece le aferró los hombros—. Las cajas nos protegían de nosotros mismos. Y ahora no están. Nos hemos quedado indefensos. No hay nada que nos pueda proteger. Nada hiere al hombre tanto como el hombre. Nada mata a las personas como las personas. No nos aguarda peligro mayor que nosotros mismos.
Ella intentó apartarlo.
—No es tan grave.
Sin decir palabra, él la aferró. Intentó desgarrarle la ropa, La chaqueta y los pantalones cortos eran omnitextiles y ceñidos, como los de él. La joven se resistió, pero sin miedo. Le daba lástima el muchacho, y en ese momento sólo le preocupaba que Talatashar se despertara e intentara ayudarla. Eso sería demasiado.
Le resultó fácil detener a Trece.
Lo persuadió de que se sentara y ambos flotaron juntos hacía el sillón grande.
Él lloraba tanto como ella.
Esa noche no hicieron el amor.
En susurros y jadeos él le contó la historia de la Vieja Veintidós. Le dijo que cuando las gentes viajaban entre los astros, los sentimientos antiguos que llevaban en el interior despertaban, y el abismo de sus mentes era más espantoso que los más negros abismos del espacio. El espacio no cometía crímenes. Sólo mataba. La naturaleza podía transmitir la muerte, pero sólo el hombre podía contagiar el crimen de un mundo a otro. Sin las cajas, atisbaban las insondables honduras de sus identidades desconocidas.
Veesey no comprendía, pero intentó hacerlo.
Él se durmió —su turno había terminado hacía rato— murmurando una y otra vez:
—¡Veesey, Veesey, protégeme de mí! ¿Qué puedo hacer ahora, ahora, ahora, para no cometer algo terrible después? ¿Qué puedo hacer? Tengo miedo de mí, Veesey, y tengo miedo de la Vieja Veintidós. Veesey, Veesey, sálvame de mí mismo. ¿Qué puedo hacer ahora, ahora, ahora…?
Ella no tenía respuesta. Se durmió cuando lo vio descansando. Las luces amarillas resplandecían sobre los dos. El tablero robot, al detectar que ningún ser humano estaba conectado, asumió el control de la nave y las velas.
Talatashar los despertó por la mañana.
Nadie habló de las cajas aquel día ni en los siguientes. No había nada que decir.
Pero los dos hombres se vigilaban como bestias desconfiadas, y Veesey también empezó a vigilarlos. Algo maligno y vital había entrado en la sala, una exuberancia de vida cuya existencia ella ignoraba. No podía olerla, verla ni tocarla con los dedos. Sin embargo, era real. Quizá fuera lo que en otra época la gente llamaba peligro.
Trató de mostrarse afable con los dos hombres. Eso aplacaba un poco la inquietud de Veesey. Pero Trece se volvió taciturno y celoso, y Talatashar sonreía con su característica expresión deforme y falsa.
El peligro llegó por sorpresa.
Las manos de Talatashar arrancaron a Veesey de la caja donde dormía.
Veesey intentó resistirse pero él se mostró implacable como una máquina.
La levantó, le dio media vuelta y la dejó flotar en el aire.
Ella no tocó el suelo durante un par de minutos, y obviamente él pensaba aferraría de nuevo. Y mientras se retorcía en el aire preguntándose qué había pasado, Veesey vio que Trece le seguía con la mirada. Una fracción de segundo después, Veesey se fijó en Trece. Estaba atado con alambre de emergencia, y sujeto a un montante de la pared. Trece estaba más indefenso que ella.
Un miedo frío y profundo la dominó.
—¿Es esto un crimen? —susurró Veesey al aire—. Si esto es el crimen, ¿qué me estás haciendo?
Talatashar no respondió, sino que la aferró por los hombros con firmeza. Le dio la vuelta. Ella lo abofeteó. El hombre le devolvió la bofetada, golpeándola con tal fuerza que le magulló la mandíbula.
Veesey se había hecho daño por accidente varias veces; los médicos-robot siempre habían corrido en su ayuda. Pero nunca la había lastimado otro ser humano. ¡La gente no hería a los demás, salvo en los juegos de hombres! No se hacía. No podía ocurrir. Pero había sucedido.
De pronto recordó lo que Trece le había contado sobre la Vieja Veintidós, y lo que ocurría cuando la gente dejaba de ser lo que era por fuera y cometía maldades dictadas desde dentro. El interior de los seres humanos no había cambiado en un millón de años, y los seguía a todas partes, incluso hasta en el espacio.
El crimen regresaba al hombre.
—¿Vas a cometer crímenes? —atinó a preguntarle a Talatashar—. ¿En esta nave? ¿Conmigo?
La expresión de Talatashar era inescrutable, con media cara congelada en un rictus risueño. Ahora estaban cara a cara. La bofetada había dejado un rastro caliente en la cara de Veesey, pero el lado bueno de la cara de Talatashar no revelaba el mismo efecto a pesar del golpe recibido. Sólo evidenciaba decisión, concentración y una suerte de armonía perversa.
Talatashar respondió al fin, como si vagara por entre las maravillas de su propia alma:
—Haré lo que me plazca. Lo que me plazca. ¿Entiendes?
—¿Por qué no nos preguntas? —balbuceó Veesey—. Trece y yo haremos lo que quieras. Estamos solos en esta pequeña nave, a millones de kilómetros de todas partes. ¿Por qué no íbamos a hacer lo que tú quieras? Suelta a Trece. Y habla conmigo. Haremos lo que quieras. Cualquier cosa. Tú también tienes derechos.
Él soltó una risotada que parecía un grito demente. Le acercó la cara y susurró, salpicándole las mejillas y las orejas de saliva:
—¡No quiero derechos! —gritó—. No quiero lo que es mío. No quiero hacer lo correcto. ¿Crees que no os he oído a ambos, una noche tras otra, jadeando de amor cuando la cabina está a oscuras? ¿Por qué crees que arrojé los cubos al espacio? ¿Por qué crees que necesitaba poder?
—No lo sé —respondió ella con docilidad y tristeza. No había renunciado a la esperanza. Mientras él hablara, quedaba la posibilidad de que entrara en razón. Había oído hablar de robots cuyos circuitos estallaban y de otros robots que debían perseguirlos. Pero no creía que aquello pasara también con las personas.
Talatashar gruñó. La historia del hombre se resumía en aquel gruñido: el furor ante la vida, que promete tanto pero ofrece tan poco; y la desesperación por el tiempo, que engaña al hombre mientras lo moldea. Se sentó en el aire y descendió hacia el suelo de la cabina, cuya alfombra magnética atraía los sedosos filamentos metálicos de su ropa.
—Estás pensando que se me pasará, ¿verdad? —dijo él. Ella asintió.
—Estás pensando que me volveré razonable y os dejaré en paz, ¿verdad?
Ella asintió de nuevo.
—Estás pensando que Talatashar sanará cuando lleguemos a Wereid Schemering, y los médicos le arreglarán la cara, y todos volveremos a ser felices. Eso estás pensando, ¿verdad?
Ella asintió una vez más. Detrás de ella el amordazado Trece gruñó, pero Veesey no se atrevió a apartar la mirada de Talatashar y su horrible y deforme rostro.
—Pues te equivocas, Veesey —dijo él. La voz sonó tajante y serena—. Veesey, no llegarás a destino. Haré lo que tengo que hacer. Te haré cosas que nadie ha hecho jamás en el espacio, y luego arrojaré tu cuerpo por la escotilla de desperdicios. Pero dejaré que Trece lo vea todo antes de matarlo. Y luego, ¿sabes qué haré?
Una emoción extraña —miedo, quizá— tensaba los músculos de la garganta de Veesey. Tenía la boca seca. Apenas logró articular:
—No, no sé qué harás entonces…
Talatashar parecía estar mirando en su propio interior.
—Yo tampoco, pero no es algo que desee hacer. No quiero hacerlo. Es cruel y sucio, y cuando termine no tendré con quien hablar. Pero tengo que hacerlo. Es justicia, de alguna manera extraña. Tenéis que morir porque sois malos. Y yo también soy malo; pero si ambos estáis muertos, yo no seré tan malo.
La miró con ojos brillantes, casi como si la situación fuera normal.
—¿Sabes de qué hablo? ¿Entiendes?
—No, no, no —tartamudeó Veesey, sin poder evitarlo. Talatashar no la miró a ella, sino al rostro invisible de su inminente crimen. Añadió, casi jovialmente:
—Sería mejor que entendieras. Eres tú quien morirá por ello, y después él. Hace mucho tiempo me hiciste un mal sucio e intolerable. No tú, la que está sentada aquí. Tú no eres lo bastante importante ni lista como para hacer algo tan espantoso como lo que me hicieron. No fue este tú, sino el tú verdadero que llevas dentro. Y ahora voy a cortarte, quemarte, estrangularte y reanimarte con medicamentos para cortarte, quemarte y estrangularte de nuevo, mientras tu cuerpo lo resista. Y cuando tu cuerpo esté agotado, te pondré un traje de emergencia y empujaré tu cadáver al espacio. Él puede salir vivo, me da lo mismo. Sin traje, durará un par de resuellos. Y así parte de mi justicia se cumplirá. Eso es lo que la gente llama crimen. Es una justicia que brota de la intimidad del hombre. ¿Entiendes, Veesey?
Ella asintió con la cabeza. Negó con el gesto. Asintió de nuevo. No sabía qué responder.
—Y tendré que hacer otras cosas —continuó él con un ronroneo—. ¿Sabes qué hay en el exterior de esta nave, esperando mi crimen?
Ella meneó la cabeza, así que él dio la respuesta.
—Treinta mil personas van detrás de esta nave en cápsulas. Las traeré de dos en dos y conseguiré chicas jóvenes. Dejaré a los demás a la deriva, en el espacio. Y con las chicas averiguaré lo que siempre he tenido que hacer y nunca he sabido. Nunca lo he sabido, Veesey, hasta que me encontré contigo en el espacio.
Con voz somnolienta se sumió en sus propios pensamientos. El lado deforme de su cara mostraba esa risotada incesante, pero el lado móvil aparecía pensativo y melancólico, así que Veesey pensó que había algo comprensible en el interior de Talatashar: sólo necesitaba rapidez e imaginación para descubrirlo.
Con la garganta seca, logró susurrar:
—¿Me odias? ¿Por qué quieres hacerme daño? ¿Odias a las muchachas?
—No odio a las muchachas —rugió Talatashar—. Me odio a mí mismo. Lo descubrí en el espacio. Tú no eres una persona. Las chicas no son personas. Son suaves, bonitas, simpáticas, tiernas y cálidas, pero no tienen sentimientos. Yo era guapo antes de que se me estropeara la cara, pero eso no importaba. Siempre he sabido que las chicas no eran personas. Son como robots. Tienen todo el poder del mundo y ninguna de las responsabilidades. Los hombres tienen que obedecer, suplicar, sufrir, porque están hechos para sufrir y tienen que padecer y obedecer. Basta con que una muchacha sonría con simpatía o cruce las bonitas piernas para que el hombre ceda todo aquello por lo que ha luchado, tan sólo para convertirse en esclavo de ella. Y luego la chica —Talatashar estaba gritando de nuevo, con voz estridente y aguda— llega a ser mujer y tiene hijos, más niñas para fastidiar a los hombres, más varones para que caigan víctimas de las mujeres. Más crueldad y más esclavos. ¡Eres cruel conmigo, Veesey! Eres tan cruel que ni siquiera sabes de tu crueldad. Si hubieras sabido cómo te deseaba, habrías sufrido como una persona. Pero no sufrías. Eres una joven. Bien, ahora lo sabrás. Sufrirás y morirás. Pero no morirás hasta que sepas lo que sienten los hombres por las mujeres.
—Tala —dijo ella, usando el apodo con que lo llamaban muy rara vez—. Tala, no, no es así. Nunca he querido que tú sufrieras.
—Claro que no —ladró Talatashar—. Las chicas no saben lo que hacen. Por eso son chicas. Son peores que serpientes, peores que máquinas.
Estaba loco, loco de remate, en el abismo del espacio. Se levantó tan repentinamente que salió disparado hacia arriba y tuvo que sujetarse al techo.
Un ruido en el costado de la cabina llamó la atención de ambos. Trece trataba en vano de zafarse de sus ligaduras. Veesey se lanzó hacia el joven, pero Talatashar la aferró por el hombro. Le dio media vuelta. Los ojos brillaban en esa cara deforme.
Veesey se había preguntado a veces cómo sería la muerte. Pensó: Es esto.
Su cuerpo aún luchaba contra Talatashar en la cabina. El maniatado y amordazado Trece continuaba gruñendo. Veesey trató de arañar los ojos de Talatashar, pero al pensar en la muerte se sintió lejos. Muy lejos, dentro de sí misma.
En su propio interior, en donde nadie podía llegar, pasara lo que pasase.
Desde esa lejanía profunda pero cercana, le llegaron unas palabras:
Niña, si un hombre te molesta,
piensa azul,
cuenta hasta dos
y busca un zapato rojo.
Pensar azul no resultaba difícil. Sólo imaginó que las luces amarillas de la cabina se volvían azules. Contar «uno, dos» era lo más simple del mundo. Y aun mientras Talatashar intentaba cogerle la mano libre, logró recordar los bellos zapatos rojos que había visto en Marcia y los hombres de la Luna.
Las luces fluctuaron un instante y una voz profunda rugió desde el tablero de control.
—¡Emergencia, emergencia máxima! ¡Hay gente fuera de control!
Talatashar se sorprendió tanto que la soltó.
El tablero chillaba como una sirena. Era como si el ordenador sollozara.
Con una voz muy distinta de la que usaba en su furor apasionado y locuaz, Talatashar preguntó:
—Tu cubo. ¿No me deshice también de tu cubo?
Un golpe sonó en la pared. Un golpe desde un vacío de millones de kilómetros. Un golpe desde ninguna parte.
Una persona que nunca habían visto entró en la nave, atravesando la doble pared como si fuera un jirón de niebla.
Era un hombre. Un hombre maduro, de cara delgada, complexión robusta, vestido con una ropa muy anticuada. En el cinturón llevaba varias armas, y en la mano empuñaba un látigo.
El forastero le dijo a Talatashar:
—Desata a ese hombre.
Señaló a Trece con el mango del látigo.
Talatashar se repuso de la sorpresa.
—Eres el fantasma de un cubo. ¡No eres real!
El látigo siseó en el aire y dejó un largo cardenal rojo en la muñeca de Talatashar. Las gotas de sangre empezaron a flotar junto a él antes de que atinara a hablar.
Veesey no logró articular una palabra; se le iban la mente y el cuerpo.
Mientras caía al suelo, vio que Talatashar se sacudía, caminaba hacia Trece y empezaba a desatar los nudos.
Cuando Talatashar le quitó la mordaza, Trece le preguntó al forastero:
—¿Quién eres?
—No existo —dijo el forastero—, pero puedo mataros si lo deseo. Será mejor que ejecutéis mis órdenes. Escuchad con atención. Tú también —añadió volviéndose hacia Veesey—. Tú también escucha, pues tú me has llamado.
Los tres escucharon. Ya no tenían ganas de pelear. Trece se frotó las muñecas y sacudió las manos para estimular la circulación de la sangre.
El forastero se volvió con elegancia hacia Talatashar.
—Provengo del cubo de la joven. ¿Habéis visto cómo oscilaban las luces? Tigabelas dejó un cubo falso en su caja pero me ocultó en la nave. Cuando ella pensó las palabras clave, una fracción de microvoltio elevó la potencia de mis terminales. Estoy hecho del cerebro de un pequeño animal, pero poseo la personalidad y la fuerza de Tigabelas. Duraré mil millones de años. Cuando la corriente cobró plena potencia, me puse en funcionamiento como una distorsión de vuestras mentes. No existo —aclaró dirigiéndose a Talatashar—, pero si desenfundara mi pistola imaginaria y te disparara a la cabeza, mi control es tan poderoso que tu hueso obedecería mi orden. Se te abriría un boquete en la cabeza y por allí se te derramarían la sangre y los sesos, tal como ahora brota sangre de tu mano. Mírate la mano si quieres, y créeme.
Talatashar se negó a mirar.
El forastero continuó con voz firme:
—De mi pistola no saldría nada: ningún rayo, ninguna bala, ninguna descarga, nada. Pero tu carne me creería, aunque tus pensamientos se resistieran. Tu estructura ósea me creería, aunque tú pensaras lo contrario. Me estoy comunicando con cada célula de tu cuerpo, con todo lo que está vivo. Si pienso bala, tus huesos se abrirán en una herida imaginaria. Se te desgajará la piel, se te desparramarán los sesos. No ocurrirá mediante una fuerza física sino mediante una comunicación. Comunicación directa, idiota. Quizá no sea una violencia real, pero cumplirá igualmente con mi propósito. ¿Comprendes ahora? Mírate la muñeca.
Talatashar no le quitaba los ojos de encima.
—Te creo —dijo con voz extraña y fría—. Supongo que estoy loco. ¿Vas a matarme?
—No lo sé —respondió el forastero.
—Por favor —dijo Trece—, ¿eres una persona o una máquina?
—No lo sé —dijo el forastero.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Veesey—. ¿Te dieron un nombre cuando te hicieron para mandarte con nosotros?
—Mi nombre —contestó el forastero con una inclinacion— es Sh’san.
—Me alegro de conocerte, Sh’san —saludó Trece, tendiéndole la mano.
Se dieron la mano.
—He sentido tu tacto —dijo Trece. Miró a los otros dos asombrado—. He sentido su tacto, lo he sentido. ¿Qué hacías en el espacio todo este tiempo?
El forastero sonrió.
—Tengo trabajo que hacer, no quiero hablar.
—¿Qué quieres que hagamos, ahora que mandas tú? —preguntó Talatashar.
—No mando yo —dijo Sh’san—, y vosotros haréis vuestro trabajo. ¿No es ésa la naturaleza de las personas?
—Pero, por favor… —suplicó Veesey.
El forastero desapareció y los tres quedaron nuevamente solos en la cabina. La mordaza y las ligaduras de Trece habían caído despacio hacia la alfombra, pero la sangre de Tala aún flotaba en el aire.
Talatashar habló con dificultad.
—Bien, ha terminado. ¿Diríais que yo estaba loco?
—¿Loco? —preguntó Veesey—. No conozco la palabra.
—Con lesiones mentales —explicó Trece. Se volvió a Talatashar para hablarle—. Creo que…
Lo interrumpió el tablero de control. Sonaron campanillas y se encendió un letrero. Todos lo vieron. Se acercan visitantes, decía el letrero.
La puerta del almacén se abrió y una bella mujer entró en la cabina. Los miró como si los conociera a todos. Veesey y Trece sintieron asombro y curiosidad, pero Talatashar se puso blanco.
Veesey vio que la mujer llevaba un vestido que había pasado de moda una generación atrás, una moda que entonces sólo se veía en las cajas narrativas. El vestido no tenía espalda.
La dama lucía un audaz diseño cosmético que se expandía desde la columna vertebral.
Por delante, el vestido colgaba de las acostumbradas piezas magnéticas insertadas en la zona grasa y chata del pecho, pero en este caso las piezas se situaban encima de las clavículas, de modo que el vestido se erguía con un aire de anticuado recato. Debajo de la caja torácica, otras piezas magnéticas sostenían la semifalda, que era muy amplia, en un ancho abanico de pliegues sueltos. La dama llevaba un collar y un brazalete de coral de otro mundo. Ni siquiera miró a Veesey. Caminó directamente hacia Talatashar y le habló con amor perentorio.
—Tala, sé bueno. Te has portado mal.
—Mamá —jadeó Talatashar—. ¡Mamá, tú estás muerta!
—No discutas conmigo —replicó ella—. Sé bueno. Cuida de esa niña. ¿Dónde está la niña? —Miró alrededor buscando a Veesey—. Esta niña —añadió—. Sé bueno, con esta niña. Arruinarás la vida de tu madre, romperás el corazón de tu madre, como hizo tu padre. No me obligues a decirlo dos veces.
Se inclinó para besarle la frente, y Veesey creyó ver por un instante que ambos lados de la cara del hombre eran igualmente deformes.
La dama se irguió, dio media vuelta, saludó cortésmente a Trece y Veesey, y regresó al almacén, cerrando la puerta.
Talatashar la siguió, abriendo la puerta y cerrándola de un golpe. Trece le gritó:
—No te quedes allí mucho rato. Te congelarás. —Y añadió, dirigiéndose a Veesey—. Esto lo ha hecho tu cubo. Ese Sh’san es el custodio más poderoso que he visto en mi vida. Tu guardia psicológico debía de ser un genio. ¿Sabes cuál es el problema de Talatashar? —Señaló la puerta cerrada—. Me lo contó una vez, muy por encima. Lo crió su madre. Nació en el cinturón de asteroides y ella no lo entregó.
—¿Su propia madre? —se extrañó Veesey.
—Sí, su madre genealógica —dijo Trece.
—¡Qué repugnante! —exclamó Veesey—. Nunca había oído algo parecido.
Talatashar regresó a la sala y no les dirigió la palabra.
La madre no volvió.
Pero Sh’san, el hombre eidético impreso en el cubo, continuó ejerciendo su autoridad sobre los tres.
Tres días después apareció Marcia, habló media hora con Veesey sobre sus aventuras con los hombres de la Luna, y desapareció. Cuando Marcia aparecía no fingía ser real. Era demasiado bonita para ser real. Una espesa melena amarilla coronaba una armoniosa cabeza; cejas oscuras enmarcaban unos ojos vividos y castaños; y su encantadora y picara sonrisa complacía a Veesey, Trece y Talatashar. Marcia admitió que era la heroína imaginaria de una serie dramática de las cajas narradoras. Talatashar se había aplacado por completo después de la aparición de Sh’san y su madre. Parecía ansioso por llegar al fondo de la cuestión. Intentó hacerlo interrogando a Marcia.
Ella respondió de buena gana.
—¿Qué eres? —preguntó Talatashar intrigado. La sonrisa afable del lado bueno de su cara parecía más temible que un gesto hostil.
—Soy una niña, tonto —respondió Marcia.
—Pero no eres real —insistió él.
—No —concedió Marcia—, pero ¿lo eres tú? Soltó una risa aniñada y feliz: la adolescente enredando al adulto desconcertado en su propia paradoja.
—Mira —razonó él—, ya sabes a qué me refiero. Sólo eres una imagen que Veesey vio en las cajas narradoras y has venido a darle zapatos rojos imaginarios.
—Si quieres, puedes tocar los zapatos cuando yo me voy —alegó Marcia.
—Eso sólo significa que el cubo los ha fabricado con algún elemento de esta nave —explicó triunfalmente Talatashar.
—¿Por qué no? —dijo Marcia—. No sé nada sobre naves. Supongo que tú sí.
—Pero aunque los zapatos sean reales, tú no lo eres —la acosó Talatashar—. ¿Adónde vas cuando nos «abandonas»?
—No sé —admitió Marcia—. He venido aquí a visitar a Veesey. Supongo que al irme estaré en el mismo sitio que antes de venir.
—¿Dónde es eso?
—En ninguna parte —respondió Marcia, con aspecto sólido y real.
—¿Ninguna parte? Entonces, ¿admites que no eres nada?
—Lo admitiré si quieres —concedió Marcia—, pero esta conversación no tiene ningún sentido. ¿Dónde estabas tú antes de estar aquí?
—¿Aquí? ¿Quieres decir en esta cabina? Estaba en la Tierra —respondió Talatashar.
—¿Dónde estabas antes de estar en este universo?
—No había nacido, así que no existía.
—Bien —concluyó Marcia—, lo mismo me ocurre a mí, sólo que es un poco diferente. Antes de existir, yo no existía. Cuando existo, estoy aquí. Soy un eco de la personalidad de Veesey y trato de ayudarla a recordar que es una joven bonita. Me siento tan real como tú. ¡Ya ves!
Marcia continuó hablando de sus aventuras con los hombres de la Luna. Veesey quedó fascinada al oír todas las cosas que habían tenido que suprimir en la versión proyectada de la caja. Cuando Marcia terminó, estrechó la mano de ambos hombres, besó a Veesey en la mejilla izquierda y atravesó el casco para salir al lacerante vacío del espacio, donde los negros romboides de las velas ocultaban parte de los cielos.
Talatashar descargó el puño en la mano abierta.
—La ciencia ha ido demasiado lejos. Tantas precauciones nos matarán.
—¿Y tú qué habrías hecho? —ironizó Trece.
Talatashar cayó en un sombrío silencio.
Al cabo de diez días, las apariciones cesaron. El poder del cubo se concentró en una imagen. Al parecer, el cubo y los ordenadores de la nave habían intercambiado datos.
La persona que les visitó esta vez fue un capitán del espacio, canoso, arrugado, erguido, bronceado por la radiación de mil mundos.
—Sabéis quién soy —dijo.
—Sí, señor, un capitán —contestó Veesey.
—No te conozco —refunfuñó Talatashar—, y no estoy seguro de creer en ti.
—¿Se te ha curado la mano? —preguntó irónicamente el capitán.
Talatashar no replicó. El capitán exigió atención.
—Escuchad. No viviréis por vosotros mismos el tiempo suficiente para llegar a las estrellas con el curso actual. Quiero que Trece fije la macrocronografía en intervalos de noventa y cinco años, y que os asigne turnos de vigilancia de cinco años, con dos de vosotros por turno. Eso bastará para orientar las velas, evitar que se enreden las líneas de las cápsulas y enviar señales. Esta nave debería tener un navegante, pero no disponemos del equipo necesario para convertir a ninguno de vosotros en navegante, así que utilizaremos los controles robot mientras los tres descansáis en vuestra congelación. Vuestro navegante murió de un coágulo y los robots lo sacaron de la cabina antes de despertaros…
Trece hizo una mueca.
—Creí que se había suicidado.
—En absoluto —dijo el capitán—. Escuchad. Llegaréis en tres períodos de sueño si obedecéis mis órdenes. De lo contrario, no llegaréis nunca.
—No me importa por mí —intervino Talatashar—, pero esta niña tiene que llegar a Wereid Schemering con vida. Una de vuestras malditas apariciones me dijo que cuidara de ella, pero la idea me parece buena de todos modos.
—A mí también —dijo Trece—. No advertí que era apenas una niña hasta que la vi hablando con la otra niña, Marcia. Tal vez un día yo tenga una hija como ella.
El capitán sólo respondió con la plena y feliz sonrisa de un hombre viejo y sabio.
Una hora después habían terminado de comprobar la nave. Los tres estaban preparados para acostarse. El capitán se dispuso a despedirse.
—No puedo evitar preguntarlo —dijo Talatashar—, ¿quién eres?
—Un capitán —respondió el capitán.
—Ya sabes a qué me refiero —insinuó Tala fatigosamente. El capitán pareció mirar en su propio interior.
—Soy una personalidad artificial y provisional creada a partir de vuestras mentes por la personalidad que llamáis Sh’san. Sh’san está en la nave, pero escondido, para que no le causéis daño. Sh’san lleva grabada la personalidad de un hombre verdadero llamado Tigabelas. Sh’san también lleva la grabación de cinco o seis buenos oficiales del espacio, por si se necesitaban sus aptitudes. Una pequeña cantidad de electricidad estática lo mantiene alerta; cuando Sh’san está en la posición adecuada, un mecanismo activador le permite tomar más corriente del suministro de la nave.
—¿Pero, qué es él? ¿Qué eres tú? —insistió Talatashar, casi en una súplica—. Yo estaba a punto de cometer un crimen terrible y vosotros me salvasteis. ¿Sois imaginarios o reales?
—Eso es filosofía. Yo soy un producto de la ciencia, así que no lo sé —respondió el capitán.
—Por favor —rogó Veesey—, cuéntanos qué te parece. No qué es, sino qué opinas tú.
El capitán se relajó, como si se le hubiera ido la disciplina, como si de pronto fuera terriblemente viejo.
—Cuando hablo y actúo, supongo que me siento como cualquier otro capitán del espacio. Si me detengo a pensarlo, me encuentro perturbador. Sé que soy sólo un eco en vuestras mentes, combinado con la experiencia y la sabiduría que se ha introducido en el cubo. Así que hago lo mismo que la gente verdadera: no pienso mucho en ello. Me ocupo de mis asuntos. —Se enderezó y se irguió recobrando la compostura—. Mis asuntos —repitió.
—¿Y qué sientes por Sh’san? —preguntó Trece. Una expresión reverente, casi de terror, surcó la cara del capitán.
—¿Él? Oh, él. —El tono maravillado le enriquecía la voz y la hacía reverberar en la pequeña cabina—. Sh’san. Él es el pensador de todo pensamiento, el «ser» de lo que es, el hacedor del hacer. Es más poderoso de lo que os imagináis. Me da vida a partir de vuestras mentes vivas. En realidad —concluyó el capitán con una mueca—, es un cerebro de ratón muerto laminado con plástico, y no tengo idea de quién soy yo. ¡Buenas noches a todos!
El capitán se caló la gorra sobre la frente y atravesó el casco. Veesey corrió hacia un visor, pero en el exterior no había nada. Nada. Y mucho menos un capitán.
—Creo que no tenemos más remedio que obedecer —dijo Talatashar.
Obedecieron. Se acostaron en sus lechos. Talatashar ajustó los electrodos de Veesey y de Trece antes de acostarse y ajustarse los suyos. Se despidieron amablemente mientras se cerraban las tapas.
Durmieron.
En el puerto de destino, la gente de Wereid Schemering recogió las cápsulas, las velas y la nave. No despertaron a los durmientes hasta que llegaron a tierra y se cercioraron de que estaban sanos y salvos.
Despertaron a los tres ocupantes de la cabina al mismo tiempo. Veesey, Trece y Talatashar estuvieron tan ocupados respondiendo preguntas sobre el navegante muerto, las velas reparadas y sus problemas a bordo que no tuvieron tiempo de hablar entre sí.
Veesey vio que Talatashar estaba muy guapo. Los médicos del puerto le habían reparado la cara, así que tenía la apariencia de un joven-viejo extrañamente digno. Por fin, Trece tuvo una oportunidad de hablarle.
—Adiós, niña. Vete a la escuela y luego encuentra un buen hombre. Lo lamento.
—¿Qué lamentas? —dijo ella con temor.
—Haber hecho esas cosas contigo antes de que surgiera el problema. Eres sólo una niña. Pero eres una buena niña.
Le acarició el pelo, giró sobre los talones y se fue. La compungida Veesey se quedó de pie en medio del cuarto. Tenía ganas de llorar. ¿De qué había servido ella en el viaje?
Talatashar se le había acercado. Extendió la mano. Ella la cogió.
—Dale tiempo, niña —la animó Talatashar.
De nuevo niña, pensó ella.
—Quizá nos veamos de nuevo —respondió cortésmente—. Éste es un mundo pequeño.
La cara de Talatashar se encendió en una sonrisa extrañamente agradable. Era maravilloso que la parálisis lateral hubiera desaparecido. Ya no parecía viejo.
—Veesey —dijo Talatashar con ansiedad—, recuerdo algunas cosas. Recuerdo lo que estuvo a punto de ocurrir. Recuerdo lo que creíamos ver. Quizá vimos todas esas cosas. No las veremos en tierra. Pero quiero que recuerdes esto. Nos salvaste a todos. A mí también. Y a Trece, y a las treinta mil personas que llevábamos.
—¿Yo? —preguntó ella—. ¿Qué hice yo?
—Pediste ayuda. Dejaste trabajar a Sh’san. Todo ocurrió a través de ti. Si no hubieras sido sincera, bondadosa y afable, si no hubieras sido tan inteligente, ningún cubo habría funcionado. No fue un ratón muerto el que obró los milagros. Tu mente y tu bondad nos salvaron. El cubo sólo añadió los efectos sonoros. De no haber sido por ti, dos muertos navegarían hacia la Gran Nada arrastrando treinta mil cuerpos en decadencia. Nos salvaste a todos. Quizá no sepas cómo, pero lo hiciste.
Un funcionario le tocó el brazo. Tala replicó, con firmeza pero con cortesía:
—Un momento. —Y añadió dirigiéndose a la joven—: Supongo que eso es todo.
Veesey sintió un arrebato de rebeldía: tenía que hablar, aunque con ello se arriesgara a la infelicidad.
—¿Y lo que me dijiste sobre las muchachas… entonces… aquella vez?
—Lo recuerdo. —Por un instante la cara de Tala pareció recobrar su antigua fealdad—. Lo recuerdo. Pero estaba equivocado. Equivocado.
Mirándolo, ella pensó en el cielo azul, en las dos puertas que tenían detrás, en los zapatos rojos que llevaba en el equipaje. No se produjo ningún milagro. Ni Sh’san, ni voces, ni cubos mágicos.
Excepto que él se volvió, regresó hacia ella y dijo:
—Oye, veámonos la semana que viene. Esa gente del mostrador nos puede decir dónde estaremos, así que sabremos cómo encontrarnos. Vamos a molestarlos. Fueron juntos al mostrador de inmigración.