La historia contaba… ¿qué contaba la historia? Todos conocían el nombre de Helen América y el Señor Ya-no-cano, pero nadie sabía los detalles con precisión. Ambos nombres estaban engarzados en las relucientes y atempérales gemas de la leyenda. A veces los comparaban con Eloísa y Abelardo, cuya historia habían encontrado entre los libros de una biblioteca sepultada tiempo atrás. Otras épocas los compararían con la extraña, cautivante y desagradable historia del capitán Taliano y la Dama Dolores Oh.
Dos cosas destacaban: el amor de ambos y la imagen de las grandes velas, alas de metal con las cuales, por fin, los cuerpos de las personas se habían remontado entre los astros.
Si unos mencionaban a Ya-no-cano, otros la conocían a ella. Cuando alguien mencionaba a Helen, siempre había alguien que lo conocía a él. Ya-no-cano fue el primer navegante que volvió de las estrellas, y ella fue la Dama que llevó El Alma.
Era una suerte que el retrato de ambos se hubiera perdido. El romántico héroe era un hombre muy joven, prematuramente envejecido y todavía bastante enfermo cuando comenzó la historia. Helen América era rara pero agradable: una morena menuda, solemne y triste que había nacido haciendo reír a la humanidad. No era la alta y confiada heroína que las actrices interpretaron después.
Sin embargo, era una maravillosa navegante. Eso sí era verdad. Y amó al Señor Ya-no-cano con cuerpo y alma, manifestando una devoción que los siglos no pueden superar ni olvidar. La historia puede borrar la pátina de los nombres y el aspecto físico, pero incluso la historia no puede sino realzar el amor de Helen América y el Señor Ya-no-cano.
No olvidemos que ambos eran navegantes.
La niña jugaba con un spieltier. Se hartó de que fuera gallina y lo devolvió a su anterior estado de animalito velludo. Cuando ella le estiró las orejas hasta su tamaño óptimo, el animalito adquirió un aspecto verdaderamente raro. Una brisa ligera tumbó al animal-juguete, pero el spieltier se enderezó pacientemente y se puso a mordisquear la alfombra.
La niña aplaudió y preguntó:
—Mamá, ¿qué es un navegante?
—Hubo navegantes, querida, hace mucho tiempo. Eran hombres valientes que llevaban las naves a las estrellas, las primeras naves que transportaron gente más allá de nuestro sistema solar. Y tenían unas velas descomunales. No sé cómo funcionaban, pero las impulsaba la luz, y la gente tardaba un cuarto de vida en hacer un viaje de ida y vuelta. En aquellos tiempos la gente sólo vivía ciento sesenta años, querida, y el viaje de ida o de vuelta duraba cuarenta años, pero ahora ya no necesitamos navegantes.
—Claro que no —exclamó la niña—, podemos ir en un instante. Tú me llevaste a Marte y también a Nueva Tierra, ¿no es cierto, mamá? Y pronto iremos a cualquier otro sitio, pero en sólo una tarde podemos hacer todo eso.
—Es porque tenemos la planoforma, nena. Pero los hombres tardaron mucho tiempo en descubrirla. Y no podían viajar como nosotros, así que construyeron unas velas enormes, tan grandes que no las podían fabricar en la Tierra. Tenían que desplegarlas a medio camino entre la Tierra y Marte. Y sucedió algo curioso… ¿Te hablaron de la época en que se congeló el mundo?
—No, mamá. ¿Qué fue eso?
—Bien, hace mucho tiempo, una de esas velas se soltó, y los hombres intentaron recuperarla, pues les había costado mucho trabajo. Pero la vela era tan grande que se interpuso entre la Tierra y el Sol. Y no hubo más luz del Sol, sólo una noche constante. Y hacía mucho frío en la Tierra. Las plantas de energía atómica trabajaban día y noche, y el aire tenía un olor raro. La gente estaba preocupada y al cabo de pocos días quitaron la vela de en medio. Y volvió la luz del Sol.
—Mamá, ¿hubo alguna vez mujeres navegantes?
Una expresión rara cruzó la cara de la madre.
—Hubo una. Ya te contarán cosas de ella cuando seas mayor. Se llamaba Helen América, y llevó El Alma a las estrellas. Fue la única mujer que lo hizo. Y es una historia maravillosa.
La madre se enjugó las lágrimas con un pañuelo.
—Mamá, mamá —dijo la niña—, cuéntamelo ahora. ¿Cómo es la historia?
La madre reaccionó con firmeza.
—Querida —dijo—, aún no tienes edad para saber ciertas cosas. Cuando seas mayor te lo contaré todo.
La madre era una mujer sincera. Reflexionó un momento y añadió:
—… a menos que te enteres de ello por ti misma, leyéndolo.
Helen América iba a tener un lugar destacado en la historia de la humanidad, pero empezó mal. El nombre mismo ya era una desgracia.
Nadie supo nunca quién fue su padre. Los funcionarios se pusieron de acuerdo para no hablar del asunto. No había ninguna duda sobre su madre. Su madre fue la célebre varona Mona Muggeridge, una mujer que había intervenido en cientos de campañas en pro de esa causa perdida de la completa identidad de los dos géneros. Fue una feminista más allá de cualquier límite, y cuando Mona Muggeridge, la mismísima y única señorita Muggeridge, anunció a la prensa que iba a tener un bebé, fue toda una noticia.
Mona Muggeridge no se detuvo allí. Anunció haber llegado a la firme convicción de que no convenía identificar al progenitor. Proclamó que ninguna mujer debería tener hijos consecutivos con el mismo hombre y aconsejaba a las mujeres que eligieran diversos padres para sus hijos ya que así diversificarían y embellecerían la especie. Terminó anunciando que ella, la señorita Muggeridge, había seleccionado al padre perfecto y que iba a tener, inevitablemente, a la criatura perfecta deseada.
La señorita Muggeridge, una rubia huesuda y ostentosa, declaró que evitaría la tontería del matrimonio y de los nombres de familia y que, por lo tanto, si el bebé era varón se llamaría John América, y si era niña, Helen América.
Y así fue como ocurrió que la pequeña Helen América nació con los corresponsales de prensa esperando junto a la sala de partos. Las pantallas de los informativos mostraron la imagen de un hermoso bebé de tres kilos.
—Es una niña.
—El bebé perfecto.
—¿Quién es el padre?
Eso fue sólo el principio. La señorita Muggeridge era belicosa. Aun después de que fotografiaran al bebé por milésima vez, insistía en decir que era la criatura más perfecta jamás nacida. Señalaba las perfecciones del bebé. Manifestaba la tonta ternura de una madre chocha, pero entendía que ella, la defensora de las grandes causas, era la descubridora de esa ternura.
Se comprenderá que estas circunstancias no facilitaran las cosas para la niña.
Helen América fue un maravilloso ejemplo de materia prima humana que vence a sus torturadores. A los cuatro años hablaba seis idiomas y empezaba a descifrar algunos de los viejos textos marcianos. A los cinco años la enviaron a la escuela. Los otros niños pronto le dedicaron una cancioncilla:
Helen, Helen,
gorda y tonta,
nada sabe
de su papá.
Helen soportó todo esto y, quizá por casualidad, llegó a convertirse en una personita segura: una jovencita trigueña muy seria. Acuciada por sus estudios, perseguida por la publicidad, se volvió cautelosa y reservada ante los amigos, y se sentía desesperadamente sola.
Cuando Helen América tenía dieciséis años, la madre terminó mal. Mona Muggeridge anunció que se fugaba con un hombre que era el esposo perfecto para el matrimonio perfecto, que hasta el momento había pasado inadvertido para la humanidad. El marido perfecto era un experto pulidor de máquinas. Ya tenía mujer y cuatro hijos. Bebía cerveza y su interés en la señorita Muggeridge parecía residir en una afable camaradería combinada con un notable conocimiento de su cuenta bancaria. El yate planetario en el cual se habían fugado infringió las normas volando fuera de todo horario. La mujer y los hijos del novio habían alertado a la policía. El resultado fue una colisión con una lancha-robot y dos cuerpos inidentificables.
A los dieciséis años, Helen era famosa, y a los diecisiete ya la habían olvidado, y se sentía muy sola.
Era la época de los navegantes. Miles de proyectiles de reconocimiento fotográfico y de medición regresaban de las estrellas con nuevos datos. La humanidad fue anexionando un planeta tras otro. Los proyectiles de exploración interestelar aportaban fotografías de los nuevos mundos, muestras atmosféricas, mediciones de la gravedad, la densidad de las nubes, la composición química y datos por el estilo. De los muchos proyectiles que regresaron al cabo de doscientos o trescientos años, tres trajeron noticias de Nueva Tierra, un mundo tan parecido a la Tierra que podía ser colonizado.
Los primeros navegantes habían zarpado casi cien años atrás, con pequeños velámenes de no más de tres mil kilómetros cuadrados. Poco a poco, el tamaño de las velas fue aumentando. La técnica de embalajes adiabáticos y el transporte de pasajeros en cápsulas individuales incrementó el nivel de seguridad. Fue una gran novedad cuando regresó a la Tierra un navegante, un hombre que había nacido y crecido a la luz de otra estrella. Era un hombre que había soportado un mes de sufrimiento y dolor, transportando unos cuantos colonos congelados, guiando la inmensa nave de vela fotónica que había surcado las honduras interestelares en un tiempo objetivo de cuarenta años.
La humanidad contempló por primera vez a un navegante. Caminaba como un oso. Movía el cuello con rigidez brusca y mecánica. No era joven ni viejo. Había permanecido despierto y consciente durante cuarenta años, gracias a una droga que permitía una especie de vigilia limitada. Cuando lo interrogaron los psicólogos, primero para informar a la Instrumentalidad y luego para los servicios de noticias, resultó obvio que esos cuarenta años para él eran sólo un mes. Nunca se ofreció para volver, pues en realidad había envejecido cuarenta años. Era joven, y tenía esperanzas y ansias de hombre joven, pero había consumido la cuarta parte de una vida humana en una experiencia singular y devastadora.
En esa época, Helen América viajó a Cambridge. El Lady Joan’s College era el mejor internado de señoritas del mundo atlántico. Cambridge había reconstruido sus tradiciones protohistóricas y los neobritánicos habían recuperado la destreza arquitectónica que permitía enlazar dichas tradiciones con la más remota antigüedad.
Desde luego, el idioma era el terráqueo cosmopolita y no el inglés arcaico, pero los estudiantes se enorgullecían de vivir en una universidad reconstruida que, según los datos arqueológicos, se parecía mucho a lo que había sido antes del período de confusión y tinieblas. Helen se destacó un poco en este renacimiento.
Los servicios de noticias la perseguían con extrema crueldad. Revivieron el nombre de Helen y la historia de la madre. Luego la olvidaron de nuevo. Se había inscrito para seis profesiones, y la última fue «navegante». Era la primera mujer que hacía la solicitud, pues era la única mujer que no superaba el límite de edad y que también cumplía todos los requisitos científicos.
La fotografía de la muchacha apareció junto a la del joven navegante en las pantallas antes de que ambos se conocieran.
En realidad, ella no correspondía a su imagen. En su infancia había sufrido tanto con el Helen, Helen, gorda y tonta que no tenía ambiciones salvo en lo estrictamente profesional. Odiaba, amaba y extrañaba a la tremenda madre que había perdido, y se empeñó tan decididamente en no parecerse a ella que terminó siendo la antítesis personificada de Mona.
La madre había sido equina, rubia, grande: la clase de mujer que es feminista porque no resulta muy femenina. Helen pensaba más en sí misma que en su condición de mujer. Habría tenido la cara rechoncha de haber sido rechoncha, pero no lo era. De pelo negro, ojos oscuros, cuerpo ancho pero esbelto, era la exhibición genética de un padre desconocido. Muchos profesores le tenían miedo. La pálida y callada Helen dominaba cualquier tema.
Los demás estudiantes habían inventado chistes sobre ella las primeras semanas, y luego la mayoría se unió para protestar contra la indecencia de la prensa. Cuando un programa de noticias divulgó comentarios ridículos sobre Mona, muerta mucho tiempo atrás, circuló un murmullo por el Lady Joan’s College:
—Que no se entere Helen… ya han empezado de nuevo.
—No dejéis que Helen vea las noticias. Es lo mejor que tenemos en ciencias no colaterales, y no podemos permitir que algo la perturbe antes de los exámenes.
La protegieron, y si Helen vio su cara en las noticias, se debió sólo a una casualidad. Junto a su propia cara vio la fotografía de un hombre que parecía un monito viejo. En seguida leyó: MUCHACHA PERFECTA QUIERE SER NAVEGANTE. ¿DEBERÁ UN NAVEGANTE SALIR CON LA MUCHACHA PERFECTA? A Helen le ardieron las mejillas con impotente e inevitable rabia y vergüenza, pero se había vuelto demasiado experta en ser ella misma para caer en lo que habría hecho años antes: odiar al hombre. Sabía que él no tenía la culpa. Ni siquiera los tontos y agresivos hombres y mujeres de los servicios de noticias la tenían. Era la época, la costumbre, la humanidad. Pero Helen sólo tenía que ser ella misma, siempre que pudiera descubrir qué significaba eso.
Sus citas, cuando ambos se conocieron, fueron de pesadilla.
Un servicio de noticias envió a una mujer para que comunicara a Helen que había ganado una semana de vacaciones en Nueva Madrid.
Con el navegante de las estrellas.
Helen rehusó.
Luego también él rechazó el premio, con una reacción algo drástica para el gusto de la joven. Helen sintió cierta curiosidad por él.
Transcurrieron dos semanas, y en las oficinas del servicio de noticias un tesorero llevó dos papeles al director. Eran los resguardos que concedían a Helen América y al Señor Ya-no-cano la primera clase de más lujo en Nueva Madrid.
—Los hemos emitido y registrado ante la Instrumentalidad como regalos —dijo el tesorero—, ¿hay que anularlos?
Ese día el director estaba harto de historias, y se sintió humanitario. En un arrebato ordenó al tesorero:
—Entregue esos billetes a los jóvenes. Sin publicidad. Nos mantendremos al margen. Si no nos quieren, no tienen por qué aguantarnos. Dése prisa. Eso es todo. Lárguese.
El billete volvió a manos de Helen. La joven había obtenido las más altas calificaciones documentadas en esa universidad, y necesitaba un descanso. Cuando la mujer del servicio de noticias le dio el billete, Helen dijo:
—¿Es una trampa? —Le aseguraron que no, y ella preguntó—: ¿Va también ese hombre?
No pudo decir «el navegante» (le recordaba demasiado al modo en que la gente hablaba de ella) y en realidad no recordaba el otro nombre.
La mujer no sabía.
—¿Tendré que verlo? —preguntó Helen.
—Desde luego que no —aseguró la mujer; el regalo no imponía condiciones.
Helen rió amargamente.
—De acuerdo, lo acepto y lo agradezco sinceramente. Pero escúcheme bien: un fotógrafo, un solo fotógrafo, y lo abandono todo. O tal vez lo abandone también sin ningún motivo. ¿De acuerdo?
La mujer estuvo conforme.
Cuatro días después, Helen estaba en el mundo de placeres de Nueva Madrid, y un maestro de ceremonias la presentaba a un raro e inquieto anciano de pelo negro.
—La joven científica Helen América… El navegante de las estrellas, el Señor Ya-no-cano.
El maestro los miró con picardía, esbozó una sonrisa de complicidad, y añadió una frase huera y muy profesional:
—He tenido el honor y me retiro.
Helen y el Señor Ya-no-cano se quedaron a solas en un rincón del comedor. El navegante dirigió una intensa y seria mirada a Helen.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Eres alguien que ya conozco? ¿Debería recordarte? Hay demasiada gente en este planeta. ¿Qué hacemos ahora? ¿Qué deberíamos hacer? ¿Quieres sentarte?
Helen respondió que sí a todas esas preguntas, sin imaginar que cientos de grandes actrices, cada cual a su manera, repetirían esas simples respuestas en los siglos venideros.
Se sentaron.
Ninguno de los dos supo nunca con exactitud cómo ocurrió lo demás.
Helen tuvo que calmarlo, casi como si estuviera hablando con un enfermo de la Casa de Recuperación. Le describió los platos, y cuando advirtió que seguía indeciso pidió para él las recomendaciones del robot. Le recordó amablemente los buenos modales cuando él olvidó las simples normas que todos conocían, tales como ponerse en pie para desplegar la servilleta o dejar la migajas en la bandeja disolvente y los cubiertos de plata en el transportador.
Al fin el Señor Ya-no-cano se tranquilizó, y pareció menos viejo.
Olvidando por un instante los miles de veces en que le habían formulado preguntas tontas, Helen dijo:
—¿Por qué te hiciste navegante?
El Señor Ya-no-cano la miró inquisitivamente, como si ella hubiera hablado en una lengua desconocida y ahora esperara una respuesta. Al fin murmuró:
—¿Tú… también crees que… no debería haberlo hecho? Helen América se llevó la mano a la boca, excusándose instintivamente.
—No, no, no. Yo también he solicitado ser navegante. Él se limitó a mirarla, observándola atentamente con ojos jóvenes-viejos. No la examinaba fijamente, sino que parecía tratar de entender palabras que captaba por separado pero que resultaban descabelladas en su conjunto. Helen América no desvió los ojos, a pesar de la extraña mirada del Señor Ya-no-cano. Advertía una vez más la indescriptible peculiaridad de ese hombre que había guiado enormes velas en una ciega y vacía negrura entre estrellas inmóviles. El Señor Ya-no-cano parecía un muchacho. El cabello que le daba su nombre era lustroso y negro. Debían de haberle depilado la barba de forma permanente, pues la cara evocaba la de una mujer madura: cuidada, agradable, pero con las inequívocas arrugas de la edad y sin vestigios de la descuidada barba que lucían los hombres de la cultura de Helen. La piel tenía edad sin experiencia. Los músculos habían envejecido, pero no mostraban cómo había madurado esa persona.
Helen había aprendido a observar a la gente cuando su madre se prendaba de un fanático tras otro. Sabía muy bien que las personas llevan su biografía personal escrita en los músculos de la cara, y que un extraño con quien nos cruzamos en la calle nos cuenta (quiéralo o no) sus más profundas intimidades. Si miramos atentamente, y bajo la luz adecuada, vemos si el temor, la esperanza o la diversión han colmado las horas de su vida; adivinamos el origen y el resultado de sus placeres sensuales más secretos, captamos la borrosa pero persistente impronta de otras personalidades.
Nada de esto se apreciaba en el Señor Ya-no-cano; tenía la edad sin los estigmas de los años; había crecido sin las marcas normales del desarrollo; había vivido sin vivir, en una época y un mundo donde casi todos se mantenían jóvenes aun viviendo demasiado.
Helen nunca había visto a una persona tan opuesta a Mona, y comprendió, con una punzada de vaga aprensión, que este hombre sería muy importante para ella. Vio en él a un joven soltero, prematuramente viejo, que se había enamorado del vacío y del horror, no de las recompensas y frustraciones tangibles de la vida humana. El espacio entero había sido su amante, y lo había tratado con rudeza. Aunque todavía joven, era viejo; y a pesar de ser viejo, era joven.
Helen América jamás había visto semejante combinación, y sospechó que tampoco los demás la habían visto. Al principio de su vida él conocía la pena, la compasión y la sabiduría que la mayoría de la gente alcanza sólo hacia el final.
El Señor Ya-no-cano rompió el silencio.
—¿Has dicho que deseabas ser navegante? Helen dio una respuesta que aun a ella le pareció tonta y pueril.
—Soy la primera mujer que satisface los requisitos científicos y es lo bastante joven para aprobar el examen físico…
—Has de ser una muchacha excepcional —comentó el Señor Ya-no-cano.
Helen América comprendió con emoción, con agridulce esperanza, que este joven-viejo de las estrellas nunca había oído hablar de la «criatura perfecta» que fue el hazmerreír de todos al nacer, la muchacha cuyo padre era toda Norteamérica, que era famosa y excepcional, y estaba tan sola que ni siquiera podía imaginarse como una mujer común, feliz, decente o simple.
Pensó: Sólo un monstruo sabio que llega de las estrellas puede ignorar quién soy, pero al Señor Ya-no-cano le dijo:
—Tanto da si soy «excepcional». Estoy cansada de esta Tierra, y ya que no tengo que morir para dejarla, me gustaría viajar a las estrellas. No tengo mucho que perder…
Iba a hablarle de Mona Muggeridge, pero calló a tiempo.
Sus ojos grises y compasivos contemplaban a Helen; ahora era él quien dominaba la situación, no ella. Helen estudió esos ojos: habían permanecido abiertos cuarenta años en la honda negrura de la diminuta cabina. Los tenues indicadores habían brillado como soles llameantes, lastimándole las cansadas retinas antes de que él pudiera apartar la mirada. A veces el Señor Ya-no-cano había mirado la negrura del vacío y allí había visto las siluetas de las velas, negro tenue sobre negro absoluto, que absorbían la energía de la luz para impulsarlo a él y a su congelado pasaje a velocidades inconmensurables en un océano de insondable silencio. Aun así, ella quería hacer lo mismo que él había hecho.
La mirada de los ojos grises dio paso a una sonrisa de los labios. En ese rostro joven-viejo de rasgos masculinos y textura femenina, la sonrisa tenía un aire de inmensa benevolencia. Helen sintió un extraño deseo de llorar cuando vio que él le sonreía de ese modo. ¿Eso aprendía la gente entre las estrellas? ¿A interesarse por los demás y a abalanzarse sobre ellos sólo para ofrecer amor y no para devorarlos como presas?
—Te creo —dijo él con voz medida—. Eres la primera en quien creo. Muchos me han dicho mirándome a los ojos que deseaban ser navegantes. No podían saber lo que esto significa, pero lo decían, y yo los odiaba por eso. Pero tú eres distinta. Quizá llegues a navegar entre las estrellas, aunque espero que no.
Como despertando de un sueño, miró la lujosa habitación, los dorados y esmaltados robots-camareros que aguardaban con displicente elegancia. Estaban diseñados para estar siempre presentes sin llegar a estorbar: un difícil efecto estético, pero su diseñador lo había logrado.
El resto de la velada transcurrió con la fluidez de la buena música. Ambos se dirigieron a la solitaria playa que los arquitectos de Nueva Madrid habían construido junto al hotel. Hablaron un poco, se miraron e hicieron el amor con una certeza afirmativa que parecía ajena a ellos. El Señor Ya-no-cano se mostró muy tierno, y no advirtió que en una sociedad genitalmente sofisticada él era el primer amante que Helen había deseado o tenido. (¿Cómo podía la hija de Mona Muggeridge necesitar un amante, un compañero o un hijo?).
Al día siguiente por la tarde, aprovechando la permisividad de la época, Helen pidió al Señor Ya-no-cano que se casara con ella. Habían vuelto a la playa privada, donde el milagro de sutiles ajustes en el microclima había proporcionado una tarde polinesia a la alta y fría meseta de España central.
Ella le pidió que se casaran, ella, y él la rechazó de forma tan tierna y amable como un hombre de sesenta y cinco años puede rechazar a una muchacha de dieciocho. Ella no insistió, y continuaron su agridulce idilio.
Se sentaron en la arena artificial de la playa artificial y se mojaron los pies en la tibia agua del mar artificial. Luego se tendieron en una duna de arena artificial que les ocultaba la vista de Nueva Madrid.
—Dime —inquirió Helen—, ¿puedo preguntarte otra vez por qué te hiciste navegante?
—La respuesta no es fácil —dudó él—. Quizá por la aventura. Al menos, en parte fue por eso. Y deseaba ver la Tierra. No podía permitirme el lujo de venir en una cápsula. Ahora… bueno, tengo bastante dinero para el resto de mi vida. Puedo volver a Nueva Tierra en un mes, como pasajero, en vez de tardar cuarenta años. Me pueden congelar en un abrir y cerrar de ojos, encerrarme en una cápsula adiabática, cargarme en el próximo velero y despertarme de vuelta en casa mientras otro tonto navega por mí.
Helen asintió. No se molestó en decirle que ya lo sabía. Había investigado acerca de los veleros desde que había conocido al navegante.
—Has navegado entre las estrellas —dijo Helen—. ¿Puedes contarme… hay palabras para explicar cómo son las cosas allá?
El rostro de Ya-no-cano exploró su interior, su alma, y después la voz llegó como desde lejos.
—Hay instantes, o semanas, pues en un velero nunca se sabe, en que te parece que vale la pena. Sientes que tus terminales nerviosas se extienden hasta tocar las estrellas. De algún modo te sientes inmenso. —Poco a poco regresó desde la lejanía—. Por usar un tópico, nunca más vuelves a ser el mismo. No me refiero sólo al cambio físico, sino… te encuentras a ti mismo, o quizá te pierdes a ti mismo. Por esa razón —continuó, señalando hacia Nueva Madrid, oculta detrás de la duna de arena—, no soporto esto. Nueva Tierra es como debió de ser la Tierra en los viejos tiempos, o eso creo. Se presiente cierta frescura. Aquí…
—Ya sé —le interrumpió Helen América, y era cierto. El aire de la Tierra, algo decadente, algo corrupto, demasiado cómodo, debía de resultar sofocante para el hombre de las estrellas.
—Quizá no lo creas —comentó él—, pero allá el mar a veces está demasiado frío para nadar. Tenemos música que no sale de máquinas, y placeres que surgen de nuestros propios cuerpos, sin necesidad de que los implanten. Tengo que regresar a Nueva Tierra.
Helen permaneció un rato en silencio, tratando de aplacar el dolor que sentía en el corazón.
—Yo… yo… —balbuceó.
—Ya sé —dijo ferozmente el Señor Ya-no-cano, volviéndose hacia ella casi con salvajismo—. Pero no puedo atarte a mí. ¡No puedo! Eres demasiado joven, tienes una vida por delante y yo he derrochado un cuarto de la mía. No, eso no es cierto. No la he derrochado. No cambiaría mi experiencia por nada, porque me ha ofrecido algo que jamás había tenido. Y me ha permitido conocerte.
—Pero si… —intentó ella de nuevo.
—No. No lo eches a perder. La próxima semana seré congelado en mi cápsula para esperar un velero. No podré soportar esto mucho más tiempo. Y quizá me arrepintiera, lo cual sería un gran error. Pero aún nos queda tiempo para estar juntos. Y tendremos nuestras propias vidas para recordarlo. No pienses en otra cosa; no podemos hacer nada, nada.
Helen no mencionó al hijo que había empezado a desear, el hijo que ya nunca tendrían. Oh, cuánto bien le habría hecho ese hijo. Habría servido para atarlo a ella, pues él era un hombre de honor y se habría casado con la joven si se lo hubiera dicho. Pero el amor de Helen, a pesar de su juventud, era tal que no le permitía valerse de esos recursos. Quería que él se acercara a ella voluntariamente, y se casara porque no podía vivir sin Helen. Para semejante matrimonio, un hijo habría significado una bendición más.
Desde luego, había otra alternativa. Podría haber tenido un hijo sin revelar el nombre del padre. Pero ella no era Mona Muggeridge. Conocía demasiado los terrores, la incertidumbre y la soledad de ser una Helen América como para crear otra. Y no había lugar para un niño en el destino que había escogido. Hizo, pues, lo único que estaba en sus manos. Al final de su estancia en Nueva Madrid, dejó que él se despidiera. Se marchó sin palabras ni llanto, y se trasladó a una ciudad ártica, una ciudad de placer donde esos problemas eran bien conocidos; con vergüenza, preocupación y tristeza recurrió a un servicio médico confidencial que eliminó al niño aún no nacido. Luego regresó a Cambridge y confirmó su inscripción como la primera mujer que llevaría un velero a las estrellas.
El Señor que presidía la Instrumentalidad en aquella época era un hombre llamado Wait. Wait no era cruel, pero nunca había destacado por su ternura de espíritu ni por su respeto hacia las inclinaciones aventureras de los jóvenes.
—Esta muchacha quiere llevar una nave a Nueva Tierra —informó a Wait el ayudante—. ¿Va usted a permitirlo?
—¿Por qué no? —sonrió Wait—. Una persona es una persona. Se trata de una joven culta, bien preparada. Si fracasa, sacaremos provecho del error dentro de ochenta años, cuando la nave regrese. Si triunfa, hará callar a algunas de esas mujeres protestonas. —El Señor se inclinó sobre el escritorio—. Pero si la muchacha cumple con los requisitos y emprende el viaje, no le den ningún convicto. Los convictos son colonos demasiado buenos y valiosos para que los embarquemos en un viaje de locos. Hagamos una jugada más arriesgada. Le daremos todos los fanáticos religiosos. Tenemos de sobra. ¿No hay veinte o treinta mil esperando?
—Sí, señor —respondió el ayudante—. Veintisiete mil doscientos, sin contar los últimos.
—Perfecto —dijo el Señor de la Instrumentalidad—. Que se los lleve a todos, y que le concedan esa nueva nave. ¿La hemos bautizado?
—No, señor —contestó el ayudante.
—Bien, es hora de hacerlo.
El ayudante quedó desconcertado. Una sonrisa artera y desdeñosa cruzó el rostro del superior de la Instrumentalidad.
—Toma esa nave y bautízala. Llámala El Alma y que El Alma vuele a las estrellas. Y que Helen América se dé el gusto de ser un ángel. Pobrecilla, la vida no resulta muy agradable para ella aquí en la Tierra, teniendo en cuenta cómo nació y cómo la criaron. Y de nada sirve intentar reformarla, cambiarle la personalidad, pues es una criatura cálida y decidida. No veo en ello ninguna ventaja. No la podemos castigar por ser ella misma. Que vaya. Que se dé el gusto.
Wait se incorporó, miró de soslayo y repitió:
—Que se dé el gusto, pero sólo si cumple los requisitos.
Helen América cumplió los requisitos.
Los médicos y los expertos intentaron aconsejarle que no fuera.
—¿Comprende lo que ocurrirá? —le dijo un técnico—. En un solo mes pasarán para usted cuarenta años de vida. Saldrá de aquí siendo una muchacha y llegará allá convertida en una sesentona. Bien, quizá todavía pueda vivir cien años después de eso. Pero es doloroso. Estará a cargo de todas esas personas, miles y miles. Transportará además un cargamento terrestre. Remolcará unas treinta mil cápsulas, atadas a dieciséis cuerdas. Tendrá que vivir en la cabina de mando. Le daremos todos los robots que necesite, tal vez una docena. Tendrá una vela mayor y un trinquete y manejará las dos.
—Lo sé. He leído el libro —dijo Helen—, debo pilotar la nave con la luz, pero si el infrarrojo toca la vela representa el fin. Si se producen interferencias de radio debo recoger las velas; y si éstas fallan, tengo que esperar mientras siga con vida.
El técnico se enfadó.
—No se ponga trágica. Es fácil imaginar tragedias. Y si quiere ser dramática, allá usted, pero sin destruir a treinta mil personas y sin arruinar muchos bienes terrestres. Puede ahogarse aquí mismo, o lanzarse a un volcán como los japoneses de los antiguos libros. Lo difícil no es la tragedia. Lo difícil es cuando las cosas marchan bien y hay que seguir luchando. Cuando hay que seguir contra viento y marea, afrontando las tentaciones de la desesperación.
»Le enseñaré cómo funciona el trinquete. La anchura máxima es de treinta mil kilómetros. Se va ahusando, y la longitud total llega a los ciento veinte mil kilómetros. Unos pequeños servo-robots se encargan de recoger y de izar la vela. Los servo-robots se controlan por radio, pero no use la comunicación más de lo imprescindible. Las baterías, aunque sean atómicas, tienen que durar cuarenta años. Tienen que mantenerla con vida.
—Sí, señor —dijo dócilmente Helen América.
—No olvide cuál es su misión. Usted va porque resulta barata; un navegante pesa mucho menos que una máquina. Hasta ahora no hay ningún ordenador múltiple que pese sólo cincuenta kilos. Usted sí. Va porque podemos sacrificarla. Quien viaja a las estrellas tiene una probabilidad entre tres de no llegar. Pero no le envían a usted porque sea un líder sino porque es joven. Tiene una vida que ofrecer, una vida que cuidar. La han escogido porque tiene los nervios bien templados. ¿Comprende?
—Sí, señor, sí.
—Además, la envían a usted porque hará el viaje en cuarenta años. Si nos decidiéramos por aparatos mecánicos para manejar las velas, quizá llegaran. Pero tardarían entre cien y ciento veinte años, tal vez más, y para entonces los cápsulas adiabáticas se habrían deteriorado y la mayor parte del cargamento humano no podría ser reanimado. La pérdida de calor echaría a perder la expedición, y ya nada ni nadie podrían evitarlo. Recuerde que su principal tragedia y dificultad consistirá en trabajar. Trabajar, nada más. Ésa es su tarea.
Helen sonrió. Era una muchacha baja, de pelo abundante y oscuro, ojos castaños y cejas muy marcadas, pero cuando sonreía parecía una niña, una niña adorable.
—Mí tarea es trabajar —repitió—. He comprendido, señor.
En la zona de entrenamiento, los preparativos eran rápidos pero no precipitados. En dos ocasiones los técnicos insinuaron a Helen que se tomara unas vacaciones antes de presentarse al ensayo general. Helen no aceptó el consejo. Quería seguir adelante; los técnicos ya sabían que ella quería abandonar la Tierra para siempre, y también sabían que la muchacha no era sólo la hija de su madre. Helen intentaba permanecer fiel a sí misma. Sabía que el mundo no creía en ella, pero no le importaba.
La tercera vez que le propusieron unas vacaciones, la sugerencia fue una orden. Disponía de dos melancólicos meses de los que al final disfrutó un poco en las maravillosas islas Hespérides, que habían aparecido cuando el peso de los Terrapuertos hizo aflorar un nuevo conjunto de archipiélagos al sur de las Bermudas.
Helen se presentó de nuevo, preparada, saludable y lista para partir.
El oficial médico habló sin rodeos.
—¿Sabe usted lo que vamos a hacerle? Le haremos vivir cuarenta años de vida en un mes.
La pálida Helen América asintió con un cabeceo, y el oficial continuó:
—Ante todo, para darle esos cuarenta años, le retrasaremos los procesos orgánicos. La sola tarea biológica de respirar el aire de cuarenta años en un mes implica un factor de aproximadamente quinientos a uno. No hay pulmones que lo resistan. Habrá que prepararle el cuerpo para que circule el agua que llevará los alimentos, sobre todo proteínas. También algunos hidratos. Además necesitará vitaminas.
»La primera operación será adaptarle el cerebro, y mucho, para que trabaje en esa proporción retardada de quinientos a uno. No queremos incapacitarla. Alguien tiene que manejar las velas.
»Por tanto, si usted titubea o reflexiona, un par de pensamientos le ocuparán varias semanas. También podemos retardarle las diferentes partes del cuerpo, pero no del mismo modo. Por ejemplo, rebajamos el agua en una proporción de ochenta a uno. Los alimentos, trescientos a uno.
»No le alcanzará el tiempo para beber el agua de cuarenta años. El agua circula por todo el cuerpo, se recicla y vuelve a incorporarse en el sistema, a menos que usted interrumpa el circuito.
»Así que tendrá que pasar un mes totalmente despierta, en una mesa de operaciones, mientras la operamos sin anestesia; ésta es una de las tareas más ingratas a que se ha enfrentado la humanidad.
»Tendrá usted que vigilar, tendrá que observar las cuerdas sujetas a las cápsulas que llevan el pasaje y el cargamento, tendrá que manejar las velas. Si hay alguien vivo en el lugar de destino, le saldrá al encuentro.
»Al menos así ocurre casi siempre.
»No le garantizo que llegue a puerto con la nave. Si nadie la recibe, entre en órbita más allá del último planeta y resígnese a morir o trate de salvarse. Sin ayuda no podrá llevar a treinta mil personas a puerto.
»Pero entretanto tendrá que esforzarse. Le insertaremos controles en el cuerpo. Empezaremos por unas válvulas en las arterias del pecho. Luego sondaremos el agua. Practicaremos una colostomía artificial que le saldrá justo por aquí, delante de la articulación de la cadera. Como la ingestión de agua tiene cierto valor psicológico, dejaremos que usted beba un cinco por ciento del agua con un vaso. El resto irá directamente a la corriente sanguínea, al igual que un décimo de los alimentos. ¿Entiende?
—¿Quiere decir —preguntó Helen— que comeré un diez por ciento y recibiré el resto por vía intravenosa?
—Así es —respondió el médico—. Aquí están los concentrados. Ése es el reconstructor. Estas tuberías tienen una doble conexión. Un haz de conexiones va a la máquina de mantenimiento. Ése será el sostén logístico de su cuerpo. Y estos tubos son el cordón umbilical de un ser humano que está solo entre los astros. Representan la vida para usted.
»Si se rompen, o si usted se cae, puede sufrir un desmayo de un par de años. En tal caso el sistema local se hace cargo de todo; es la caja que usted lleva en la espalda.
»En la Tierra pesa tanto como usted; ya se ha entrenado con el modelo. Sabe que es fácil de manejar en el espacio. Eso la mantendrá durante un período subjetivo de dos horas. Nadie ha inventado aún un reloj que congenie con la mente humana, así que en vez de darle un reloj le conectaremos al pulso un odómetro graduado. Si lo observa en períodos de decenas de miles de pulsaciones, quizá le proporcione alguna información.
»No sabemos exactamente qué información, pero quizá le sirva para algo.
El técnico miró a Helen un instante y se volvió hacía la mesa de instrumental para mostrarle una brillante aguja con un disco en la punta.
—Bien, volvamos al trabajo. Tendremos que llegar al cerebro. Esto actúa también como un agente químico.
—Usted dijo que no me tocaría la cabeza —interrumpió Helen América.
—Solamente la aguja. No hay ningún otro modo de llegar al cerebro y modificarlo para que transcurran cuarenta años en un mes.
El técnico sonrió de mal talante, pero sintió una momentánea ternura cuando reparó en la valiente obstinación de la muchacha, su pueril, admirable y lamentable tozudez.
—No discutiré —dijo Helen—. Esto es tan malo como un matrimonio, y mi prometido son las estrellas.
Evocó un momento la imagen del navegante, pero no dijo nada.
El técnico siguió hablando.
—La estructura que preparamos para usted ya contiene elementos psicopáticos. Ni sueñe en conservar la cordura. Pero no se preocupe. Tendrá que estar chiflada para manejar las velas y sobrevivir todo un mes en completa soledad. Y el problema es que ese mes equivaldrá a cuarenta años. En la nave no hay espejos, pero quizás encuentre superficies pulidas para mirarse.
»No tendrá buen aspecto. Se verá más vieja cada vez que se mire. No sé cómo reaccionará. A los hombres les afectó bastante.
»En cuanto al pelo, no representará tanto problema como en el caso de los hombres. A ellos tuvimos que matarles las raíces capilares para que no se asfixiaran entre sus propias barbas. Y se desperdiciarían muchas sustancias nutritivas para hacer crecer pelos que ninguna máquina podría cortar con la suficiente rapidez y que sólo significarían un estorbo. A usted le inhibiremos el crecimiento del cabello. Ya veremos si luego le crece o no del mismo color. ¿Conoció al navegante que vino de las estrellas?
El médico sabía que sí lo conocía. No sabía que el navegante de las estrellas era el motivo de su viaje. Helen logró conservar la compostura mientras sonreía diciendo:
—Sí, recuerdo que los técnicos le injertaron cuero cabelludo. El cabello le creció negro, y le pusieron ese apodo, el Señor Ya-no-cano.
—Si usted está lista el próximo martes, nosotros también lo estaremos. ¿Cree que podrá, mi Dama?
Helen se sintió rara al oír que ese hombre viejo y serio la llamaba «Dama», pero sabía que era un homenaje a una profesión y no a un individuo.
—Hasta el martes hay tiempo de sobra.
Helen se sintió satisfecha. El anticuado médico conocía los nombres arcaicos de los días, y usaba esos nombres. Era indicio de que en la universidad no sólo había estudiado las cosas esenciales, sino que también había aprendido ciertas intrascendencias elegantes.
Dos semanas después, según los cronómetros de la cabina, habían transcurrido veintiún años. Helen miró las velas por diezmilésima vez.
La espalda le palpitaba de dolor.
El corazón le rugía como un vibrador, latiendo con ritmo más veloz que el de su consciencia. Helen se examinaba el medidor de la muñeca y veía que las agujas señalaban, muy despacio, decenas de miles de pulsaciones.
El aire le silbaba en la garganta mientras la mera velocidad le hacía temblar los pulmones.
Y sentía el dolor palpitante de una extensa tubería que transportaba una inmensa cantidad de agua densa a la arteria del cuello.
Su abdomen era una hoguera. El tubo de evacuación funcionaba automáticamente, pero Helen América lo sentía en la piel como una brasa ardiente. Una sonda que conectaba la vejiga con otro tubo la aguijoneaba como el pinchazo de una aguja al rojo. Le dolía la cabeza, y se le nublaba la vista.
Pero aún podía ver los instrumentos y observar las velas. A veces llegaba a distinguir, tenue como una polvareda, la inmensa madeja de gente y cargamento que flotaba detrás.
No se podía sentar. El cuerpo le dolía demasiado.
Sólo podía estar cómoda y descansar en una posición: apoyada en el panel de instrumentos, las costillas inferiores contra el panel, la fatigada frente sobre los medidores.
Una vez estuvo así apoyada y descubrió que tardaba dos meses y medio en levantarse. Sabía que el descanso no tenía sentido, y veía los movimientos de su cara, una distorsionada imagen que envejecía en la superficie de cristal del medidor de «peso aparente». Se veía borrosamente los brazos, y la piel que se tensaba y se aflojaba con los cambios de temperatura.
Miró de nuevo las velas y decidió recoger el trinquete. Se arrastró fatigosamente sobre el panel con un servo-robot. Escogió el mando apropiado y tardó una semana en conectarlo. Esperó, sintiendo el zumbido del corazón, el silbido del aire en la garganta, las uñas que se le partían al crecer. Finalmente verificó si era el mando correcto, lo desconectó de nuevo, y no pasó nada.
Movió el mando por tercera vez.
No hubo reacción.
Volvió al panel principal, leyó de nuevo el instrumental, verificó la dirección de la luz y descubrió cierta cantidad de presión infrarroja que tendría que haber detectado antes. Las velas, muy gradualmente, habían llegado casi a la velocidad de la luz, pues se desplazaban de prisa con un lado a oscuras; selladas contra el tiempo y la eternidad, las cápsulas nadaban detrás, dóciles y ligeras.
Helen observó; la lectura había sido correcta.
La vela se había averiado.
Volvió al panel de emergencia. No ocurrió nada.
Activó un robot de reparaciones y lo envió después de haberle insertado las tarjetas de información con la mayor rapidez posible. El robot salió y un instante (tres días) después respondió. El panel del robot de reparaciones decía; «No responde».
Helen envió un segundo robot de reparaciones, que tampoco consiguió hacer el trabajo.
Envió un tercer robot, el último. Dos luces brillantes relampaguearon: «No responde». Helen llevó los servo-robots al otro lado del velamen y tiró con fuerza.
La vela aún no estaba en el ángulo indicado.
Helen, agotada y perdida en el espacio, rezó.
—No por mí, Señor, pues yo huyo de una vida que no deseaba; por las almas de esta nave y por los pobres necios que llevo, que tienen el valor de querer adorarte a su propio modo y necesitan la luz de otra estrella; por ellos te pido, Señor, que me ayudes ahora.
Pensó que había rezado con mucho fervor y esperó una respuesta.
No la recibió. Helen se quedó desconcertada y sola.
No había sol. No había nada salvo la diminuta cabina, y allí estaba Helen, más sola que ninguna mujer en toda la historia. Sintió el tirón y el temblor de los músculos, que sufrían al paso de los días mientras su mente sólo registraba el transcurso de unos pocos minutos. Se inclinó hacia delante, se obligó a no sucumbir, y al fin recordó que uno de los entrometidos funcionarios había incluido un arma.
Ella no sabía para qué usarla.
El arma apuntaba. Tenía un alcance de cuatrocientos mil kilómetros. El blanco se podía escoger de forma automática.
Helen se arrodilló, arrastrando el tubo de excreción y el de alimentación, las sondas y los cables del casco conectados al panel. Se agachó bajo el panel de los servo-robots y sacó un manual. Al rato encontró la frecuencia correcta del arma. La preparó y se acercó a la ventana.
En el último instante pensó: Quizá aquellos tontos me hagan destrozar la ventana. El arma tendría que estar diseñada para disparar a través de la ventana sin romperla. Así debería ser.
Reflexionó un par de semanas.
Antes de dispararla se volvió y allí, junto a ella, estaba él, su navegante de las estrellas, el Señor Ya-no-cano, quien dijo:
—Así no funcionará.
El navegante se erguía seguro y apuesto, tal como ella lo había visto en Nueva Madrid. No llevaba tubos, no temblaba, y el pecho le subía y bajaba normalmente cuando respiraba, aproximadamente una vez por hora. Una parte de la mente de Helen supo que el navegante era una alucinación; otra parte creyó que era real. Estaba loca y se alegraba de estarlo, y dejó que la alucinación la aconsejara. Helen montó de nuevo el arma para que disparara a través de la pared de la cabina y apuntó al mecanismo de reparación, más allá de la vela retorcida e inmóvil.
El disparo a baja intensidad funcionó. La interferencia había sido una circunstancia que escapaba a toda previsión técnica. El arma había eliminado la misteriosa obstrucción y liberado a los servo-robots, que se pusieron a trabajar como hormigas enloquecidas. Tenían defensas incorporadas contra los impedimentos menores del espacio. Ahora corrían y brincaban con animación.
Con unción casi religiosa, Helen vio cómo el viento de luz estelar henchía las inmensas velas, que volvieron de pronto a su posición normal. Sintió el tirón de la gravedad cuando volvió a adquirir peso.
El Alma estaba de nuevo en camino.
—Es una muchacha —le aseguraron en Nueva Tierra—. Es una muchacha. Debía de tener dieciocho años.
El Señor Ya-no-cano no daba crédito a las palabras. Pero se dirigió al hospital, y allí vio a Helen América.
—Aquí estoy, navegante —murmuró Helen—. Yo también he navegado. —Tenía la cara pálida como tiza, la expresión de una muchacha de veinte años y el cuerpo de una bien conservada mujer de sesenta.
En cuanto al Señor Ya-no-cano, no había cambiado, pues había regresado en una cápsula.
El Señor Ya-no-cano contempló a Helen. Entornó los ojos y, en un repentino cambio de papeles, fue él quien se arrodilló junto a la cama para cubrirle las manos de lágrimas.
—Huí de ti porque te amaba mucho —balbuceó—. Regresé a este lugar porque aquí no me seguirías, y si lo hacías aún serías una mujer joven, y yo demasiado viejo. Pero trajiste El Alma y me amaste.
La enfermera de Nueva Tierra ignoraba qué reglas se aplicaban a los navegantes. Salió del cuarto en silencio, sonriendo con ternura y compasión humanas ante el amor que descubría en ellos. Pero era una mujer práctica con ciertas ideas sobre su propio ascenso. Llamó a un amigo del servicio de informativos.
—Creo que tengo la mayor historia de amor de todos los tiempos —dijo—. Si vienes pronto tendrás la primicia del idilio entre Helen América y el Señor Ya-no-cano. Se conocieron de pronto. Tal vez se hubieran visto antes en alguna parte. Se conocieron de pronto y se enamoraron.
La enfermera no sabía que ellos se habían jurado amor en la Tierra. La enfermera no sabía que Helen América había hecho un viaje solitario con un decidido propósito, ignoraba que la descabellada imagen del Señor Ya-no-cano, el navegante, había salido de la nada para acompañar a Helen durante veinte años, en la negra hondura del espacio interestelar.
La niña había crecido, se había casado, y ahora tenía su propia hija. La madre no había cambiado, pero el spieltier había envejecido mucho. Había sobrevivido a todas las maravillosas adaptaciones, y hacía años que desempeñaba únicamente el papel de una rubia muñeca de ojos azules. Por razones sentimentales, la muchacha había vestido al spieltier con una blusa azul y pantalones a juego. El animalito se arrastró por el suelo, apoyándose en las manitas humanas, usando las rodillas como patas traseras. La falsa cara humana levantó la ciega mirada y chilló pidiendo leche.
—Mamá —dijo la joven madre—, tendrías que librarte de esta cosa. Está vieja y queda fatal con los muebles modernos.
—Creí que te gustaba —se sorprendió la mujer mayor.
—Claro que sí —suspiró la hija—. Cuando yo era pequeña, el spieltier era muy mono. Pero ya no soy pequeña, y el spieltier ni siquiera funciona.
El spieltier se había lenvantado trabajosamente y se apretaba contra el tobillo de la dueña. La mujer mayor lo apartó con delicadeza y puso en el suelo un plato de leche y una taza del tamaño de un dedal. El spieltier intentó hacer una reverencia, como le habían enseñado hacía mucho tiempo, patinó y cayó de lado lloriqueando. La madre lo levantó y el pequeño animal-juguete metió el dedal en el plato para llevárselo a la boquita vieja y desdentada.
—¿Recuerdas, mamá…? —empezó la mujer más joven, y se interrumpió.
—¿Si recuerdo qué, querida?
—Tú me hablaste de Helen América y el Señor Ya-no-cano cuando la historia era nueva.
—Sí, primor, quizá te la conté.
—No me lo contaste todo —declaró la mujer más joven con tono acusatorio.
—Claro que no. Eras una niña.
—No me contaste que fue espantoso. Aquella gente tan complicada, y la terrible vida de los navegantes. No entiendo por qué idealizaste la historia y la llamaste idilio…
—Pero lo fue. Lo es —insistió la madre.
—¡Romance! ¡Un cuerno! —exclamó la hija—. Es tan desagradable como verte con ese spieltier estropeado. —La muchacha señaló la muñequita viva y envejecida que se había dormido junto a la leche—. Es horrible. Tendrías que deshacerte de esto. Y el mundo tendría que deshacerse de los navegantes.
—No seas cruel, querida —suspiró la madre.
—No seas una vieja sensiblera —dijo la hija.
—Tal vez lo seamos —dijo la madre, y rió. Discretamente, colocó al spieltier dormido en una silla acolchada, donde nadie podía pisarlo ni hacerle daño.
Los profanos Jamás conocieron el verdadero final de la historia.
Más de un siglo después de la boda con el señor Ya-no-cano, Helen agonizaba feliz, pues su amado navegante estaba con ella. Helen creía que si habían podido vencer el espacio también podrían vencer la muerte.
La mente de Helen, afectuosa, dichosa, agotada, moribunda, se nubló un segundo y volvió sobre el tema del que habían hablado durante décadas.
—Tú viniste a El Alma —insistió—. Me acompañaste cuando yo estaba confundida y no sabía manejar el arma.
—Si fui entonces, mi amor, iré de nuevo, dondequiera que estés. Tú eres todo lo que tengo, mi verdadero amor. Tú eres la Dama más valiente, el navegante más osado. Eres mía. Navegaste por mí. Eres mi dama, la Dama que llevó El Alma.
La voz se le quebró, pero el rostro del señor Ya-no-cano no perdió la calma. Nunca había visto a una persona que muriera tan confiada y feliz.