Martel estaba furioso. Ni siquiera se ajustó la sangre contra la furia. Atravesó la habitación con paso enérgico, sin mirar. Cuando descubrió que la mesa caía al suelo, y notó por la expresión de Luci que había causado un gran estrépito, miró hacia abajo para comprobar si tenía la pierna rota. No era así. Observador hasta la médula, se observó a sí mismo en un acto reflejo y automático. El inventario incluyó las piernas, el abdomen, la caja torácica de instrumentos, las manos, los brazos, la cara y la espalda en el espejo. Al concluir, Martel se sumió de nuevo en la ira. Habló con la voz, aunque sabía que Luci odiaba esos trompetazos y prefería que él escribiera.
—Te digo que he de entrar en cranch. Lo necesito. Esto es asunto mío, ¿verdad?
Cuando Luci respondió, Martel sólo vio unas pocas palabras al leerle los labios:
—Querido… eres mi esposo… derecho a quererte… peligroso… hacerlo… peligroso… espera…
Martel se situó frente a ella pero emitió sonidos articulados, dejando que los trompetazos la lastimaran de nuevo:
—Te digo que entraré en cranch.
Al ver la expresión de Luci, Martel se entristeció y se enterneció:
—¿No comprendes lo que significa para mí? Salir de esta horrible prisión, de mi propia cabeza… Ser de nuevo un hombre, oír tu voz, oler el humo… Sentir otra vez, notar los pies en el suelo, percibir el aire en la cara… ¿No comprendes lo que esto significa?
La ansiosa aprensión de Luci lo volvió a sacar de quicio. Leyó sólo unas palabras en los labios de ella:
—Te amo… tu propio bien… por supuesto deseo que seas humano… no entiendes… tu propio bien… demasiado… dijo… dijeron…
Al protestar, Martel notó que la voz sonaba de forma particularmente desagradable. Supo que el sonido hería a Luci tanto como las palabras:
—¿Crees que yo quería que te casaras con un observador? ¿No te dije que éramos casi tan despreciables como los hábermans? Estamos muertos. Tenemos que estar muertos. De lo contrario no podríamos ir arriba-afuera. ¿Imaginas lo que es el espacio vacío? Te lo advertí. Pero te casaste conmigo. Bien, te casaste con un hombre. Pues déjame ser un hombre. Déjame oír tu voz, percibir el calor de estar vivo, de ser humano. ¡Déjame!
Al ver el afligido gesto de asentimiento de Luci, Martel supo que había ganado la discusión. No volvió a usar la voz. En cambio, levantó la tablilla que le colgaba del pecho. Usando la afilada uña del dedo índice de la mano derecha —la uña parlante del observador—, escribió con letra rápida y clara: Pr fvr, qurd, ¿dónd stá l lmbr d crnch?
Luci sacó el largo alambre recubierto de oro del bolsillo del delantal. Dejó caer la esfera inductora en el suelo alfombrado. Rápida y dócilmente, como buena esposa de observador, enrolló el alambre alrededor de la cabeza de Martel, y luego en espiral alrededor del cuello y el pecho. Evitó tocar los instrumentos del pecho. También evitó las cicatrices que rodeaban los instrumentos, el estigma propio de los hombres que habían ido arriba y se habían internado afuera. Mecánicamente, Martel levantó un pie para que Luci deslizara el alambre por debajo. Luci lo tensó y lo conectó al tablero, junto al lector cardíaco de Martel. Lo ayudó a sentarse, le colocó bien las manos y le apoyó la cabeza en el respaldo de la silla. Luego lo miró de frente para que Martel pudiera leerle los labios. Luci se había tranquilizado.
Se arrodilló, abrió la esfera del otro extremo del alambre y se puso de pie de espaldas a Martel. Éste observó la postura de Luci y no vio sino pena, algo que sólo un observador podía notar. Luci habló: él vio que movía los músculos del pecho. Ella cayó en la cuenta de que Martel no le veía la cara y entonces se volvió.
—¿Listo?
Martel sonrió un sí.
Luci le dio la espalda otra vez. (No soportaba verlo ir bajo el alambre). Lanzó la esfera al aire. El campo magnético la atrapó y la esfera quedó flotando. De pronto refulgió. Eso fue todo. Todo, menos el rojo, repentino y pestilente rugido de la vuelta a los sentidos. La vuelta a través del espantoso umbral del dolor.
Cuando Martel despertó bajo el alambre, no tuvo la sensación de cranch. Aunque era el segundo cranch de esa semana, se encontraba bien. Estaba recostado en la silla. Sus oídos absorbieron el roce del aire con los objetos del cuarto. Percibió la respiración de Luci en la otra habitación, donde estaba colgando el alambre para que se enfriara. Olió los mil y un olores que flotaban en todo el cuarto: la cortante frescura del quemador de gérmenes, el dejo agridulce del humectante, los aromas de la reciente cena, el olor de la ropa, los muebles, las personas. Todo era puro deleite. Cantó una o dos frases de su canción favorita:
Brindo por el háberman, ¡arriba-afuera! ¡Arriba, oh, y afuera, oh! ¡Arriba-afuera!
Martel oyó que Luci reía en el otro cuarto. Escuchó embelesado el susurro del vestido mientras ella se acercaba corriendo a la puerta.
Luci lo miró con una sonrisita picara.
—Tienes buen aspecto. ¿Estás bien? ¿De verdad? A pesar de la exuberancia sensitiva, Martel observó. Realizó un inventario relámpago que constituía su habilidad profesional. Sus ojos recorrieron los informes del instrumental. Todo estaba en orden, menos la compresión nerviosa que vacilaba al borde de Peligro. Pero Martel no podía preocuparse por la caja de los nervios. Las alteraciones eran frecuentes con el cranch. Era imposible pasar bajo el alambre sin que dejara un rastro en la caja de los nervios. Algún día la caja pasaría a Sobrecarga y bajaría a Muerto. Así era como terminaba un háberman. No se podía tener todo. Los que iban arriba-afuera tenían que pagar el precio del espacio.
¡Pero más le valía preocuparse! Era un observador. Un buen observador, y lo sabía. Si él no podía observarse, ¿quién podría? El cranch no era tan peligroso. Peligroso sí, pero no tanto.
Luci le acarició el cabello como si le hubiera leído los pensamientos en vez de sólo seguirlos:
—¡Pero tú sabes que no debiste hacerlo! ¡No debiste!
—¡Sin embargo, lo hice! —sonrió Martel. Con una alegría forzada, Luci propuso:
—Vamos, querido, pasemos un buen rato. Tengo la nevera llena con lo que más te gusta. Y dos nuevos registros de olores. Yo misma los he probado, y aun a mí me han gustado. Y tú me conoces…
—¿Cuáles?
—¿Cuáles qué, querido?
Martel posó la mano en el hombro de Luci mientras salía cojeando del cuarto. (Cada vez que volvía a sentir el suelo bajo los pies, el aire contra la cara, se notaba aturdido y torpe. Como si el cranch fuese real, y ser un háberman se convirtiera en una pesadilla. Pero él era un háberman, y un observador).
—Ya sabes, Luci… los olores que tienes. ¿Cuál de los olores del registro te gustó?
—Bien —respondió Luci, reflexionando—, había unas costillas de cordero que eran de lo más extraño…
—¿Qué son costillas-de-cordero?
—Espera a olerías. Luego adivina. Sólo te diré una cosa. Es un olor de hace cientos de años. Lo descubrieron en los viejos libros.
—¿Una costilla-de-cordero es una Bestia?
—No te lo diré. Tendrás que esperar. —Luci se rió mientras lo ayudaba a sentarse y le servía los platos de sabores. Martel quería evocar la cena primero, probando todas las cosas buenas que había comido, saboreándolas con los labios y la lengua ahora vivos.
Cuando Luci encontró el alambre de música y lanzó hacia arriba la esfera del extremo al campo magnético, Martel le recordó los nuevos olores. Luci sacó los largos registros de cristal y puso el primero en un transmisor.
—¡Huele!
Un aroma raro, intimidatorio y excitante, invadió el cuarto. No se parecía a nada de este mundo, ni a nada de arriba-afuera. Sin embargo, resultaba familiar. A Martel se le hizo agua la boca. El pulso se le aceleró, observó la caja del corazón. (En efecto, latía más deprisa). Pero ¿qué era ese olor? En una mueca de perplejidad, cogió las manos de Luci, la miró a los ojos y gruñó:
—¡Dímelo, querida! ¡Dímelo o te como!
—¡Acertaste!
—¿Qué?
—Acertaste. Es lógico que te diera ganas de comerme. Es carne.
—¿Carne? ¿Quién?
—No es una persona —dijo Luci, con aire de suficiencia—, es una Bestia. Una Bestia que la gente comía en otro tiempo. Un cordero es una oveja pequeña… Has visto ovejas en el Yermo, ¿verdad? Una costilla es una parte del medio… ¡de aquí! —Luci se señaló el pecho.
Martel no la oyó. Todas sus cajas se habían puesto en situación de Alarma algunas en Peligro. Luchó contra el rugido de su mente, que le excitaba el cuerpo en exceso. Qué fácil era ser observador cuando uno estaba fuera del propio cuerpo, a lo háberman, y lo contemplaba sólo con los ojos. Entonces resultaba fácil de manejar, de dominarlo fríamente, aun en el persistente sufrimiento del espacio. ¡Pero advertir que uno era un cuerpo, que esta circunstancia prevalecía, que la mente podía golpear la carne y llenarla de pánico rugiente! Eso era malo. Trató de recordar los días en que aún no había entrado en el aparato de Haberman, antes que lo cortaran en pedazos para el arriba-afuera. ¿Había estado siempre sujeto a ese torrente de emociones que iban de la mente al cuerpo y del cuerpo a la mente, confundiéndolo tanto que le impedían observarse? Pero entonces aún no era un observador.
De pronto supo el porqué de la Alarma. Lo supo entre los rugidos de sus propias palpitaciones. En la pesadilla del arriba-afuera había sentido ese olor, mientras la nave ardía frente a Venus y los hábermans luchaban contra el metal derretido con las manos desnudas. Martel había observado entonces: todos estaban en Peligro. Las cajas torácicas subían a Sobrecarga y bajaban a Muerto mientras él iba de hombre en hombre, apartando los cadáveres amontonados y tratando de observar a cada uno, asegurando tornillos en piernas rotas, abriendo la válvula de sueño en hombres cuyos instrumentos rozaban peligrosamente el límite de Sobrecarga. Entre hombres que trataban de trabajar y lo maldecían por ser observador, mientras se empeñaba en cumplir su misión con celo profesional y mantenerlos vivos en el gran dolor del espacio, Martel había percibido ese olor. El olor había atravesado los nervios reconstruidos, los cortes de háberman, todas las defensas de la disciplina física y mental. Justo en la hora más espantosa de la tragedia, Martel había olido. Recordó que era como un mal cranch asociado con la furia y la pesadilla que lo rodeaban. Incluso había interrumpido el trabajo para observarse, temiendo la aparición del primer efecto, que atravesaría todos los cortes de háberman para destruirlo con el dolor del espacio. Pero se había salvado. El instrumental se mantuvo en Peligro, sin acercarse a Sobrecarga. Había cumplido su misión, y había recibido elogios. Incluso olvidó la nave en llamas.
Todo menos el olor.
Y ese olor regresaba, el olor de carne-con-fuego…
Luci lo miró con una preocupación de esposa. Sin duda pensaba que Martel había abusado del cranch y que estaba volviendo a ser háberman. Trató de aparentar buen humor.
—Te convendría descansar, mi vida.
—Apaga… ese… olor… —susurró Martel. Luci no discutió. Apagó el transmisor. Incluso fue a subir los controles del cuarto hasta que una suave brisa empujó los olores hacia el techo.
Martel se incorporó, cansado y rígido. (Los instrumentos indicaban normalidad, excepto en los rápidos latidos del corazón y algunos nervios que se situaban al borde de Peligro).
—Perdóname, Luci —dijo con tristeza—. Supongo que no debí entrar en cranch. No tan pronto. Pero tengo que abandonar el estado de háberman, querida. De lo contrario, ¿cómo puedo estar cerca de ti? ¿Cómo puedo ser un hombre si no oigo mi propia voz, si no siento la vida corriendo por mis venas? Te amo, querida. ¿No estaré nunca cerca de ti?
—¡Pero eres un observador! —replicó Luci con orgullo.
—Ya sé que soy un observador. ¿Y qué?
Luci repitió las palabras, como un cuento relatado mil veces, para infundirse tranquilidad:
—Los observadores son los más valientes entre los valientes, los más diestros entre los diestros. Toda la humanidad honra al observador, que une las Tierras de la humanidad. Los observadores son los protectores de los hábermans, los jueces en el arriba-afuera. Permiten que los hombres vivan en lugares donde necesitan desesperadamente morir. ¡No hay nadie más respetado en toda la humanidad, y aun los jefes de la Instrumentalidad se complacen en rendirles homenaje!
—Luci, ya estamos cansados de oír eso —respondió Martel con obstinada amargura—. Pero ¿vale la pena el sacrificio?
—«Los observadores buscan algo más que una recompensa. Son los fuertes guardianes de la humanidad». ¿No lo recuerdas?
—Pero nuestras vidas, Luci. ¿De qué te sirve ser esposa de un observador? ¿Para qué te casaste conmigo? Sólo soy humano cuando estoy en cranch. Pero excepto en estos momentos… ya sabes qué soy. Una máquina. Un hombre a quien mataron y mantienen con vida para que cumpla con su deber. ¿No comprendes lo que echo de menos?
—Claro que sí, querido, claro que sí…
—¿Crees que no recuerdo mi infancia? —continuó Martel—. ¿Crees que no recuerdo en qué consiste ser hombre y no háberman? ¿Caminar sintiendo los pies en el suelo? ¿Percibir un dolor limpio y decente en vez de tener que mirarme el cuerpo a cada minuto para averiguar si sigo con vida? ¿Cómo sabré si estoy muerto? ¿Alguna vez lo has pensado, Luci? ¿Cómo sabré si he muerto?
Luci ignoró el exabrupto de Martel.
—Siéntate, por favor —le dijo, tratando de calmarlo—. Te prepararé algo para beber. Estás rendido. Martel se observó automáticamente.
—¡No, no lo estoy! Escúchame. ¿Cómo crees que se siente uno arriba-afuera, en medio de los tripulantes atados-para-el-espacio? ¿Cómo crees que te sientes viéndolos dormir? ¿Crees que me gusta observar, observar, observar, un mes tras otro, mientras el dolor del espacio me golpea cada parte del cuerpo tratando de atravesar los bloqueos háberman? ¿Crees que me gusta tener que despertar a los hombres y que me odien por eso? ¿Has visto alguna vez una pelea entre hábermans? Hombres fuertes que luchan sin sentir dolor, hasta que uno de ellos llega a Sobrecarga. Imagínatelo, Luci. —Y concluyó triunfalmente—: ¿Puedes reprocharme que entre en cranch dos días al mes, para volver a ser hombre?
—No te lo reprocho, querido. Disfrutemos de tu cranch. Siéntate y toma una copa.
Martel se quedó sentado, apoyando la cara en las manos, mientras Luci le preparaba la bebida: zumo natural de frutas conservado en frascos, alcaloides inocuos. La miró con impaciencia y la compadeció por ser esposa de un observador; y luego, aunque era injusto, le molestó esa compasión.
Cuando Luci se volvía para acercarle el vaso, los sobresaltó el teléfono. No tenía por qué sonar. Lo habían desconectado. Sonó de nuevo. Evidentemente, la llamada llegaba por el circuito de emergencia. Adelantándose a Luci, Martel se acercó al teléfono y lo miró. Vio la imagen de Vomact.
La tradición autorizaba a los observadores a mostrarse bruscos, incluso hacia un observador mayor, en ciertas ocasiones. Ésta era una de ellas.
Antes de que Vomact hablara, Martel dijo dos palabras sin importarle que el viejo le leyera los labios:
—Cranch. Ocupado.
Cerró el interruptor y se acercó a Luci.
El teléfono llamó otra vez.
—Yo puedo cogerlo —dijo Luci dulcemente—. Toma el vaso y siéntate.
—Deja el teléfono —ordenó Martel—. Nadie tiene derecho a llamarme cuando estoy en cranch. Vomact lo sabe. O tendría que saberlo.
El teléfono sonó de nuevo. Martel se levantó con furia, fue hasta la placa y pulsó el interruptor. Vomact aparecía en la pantalla. Antes de que Martel hablara, Vomact alzó la uña parlante sobre la caja del corazón. Martel volvió de nuevo a la disciplina:
—El observador Martel presente y esperando, señor. Los labios se movieron con solemnidad.
—Emergencia máxima.
—Señor, estoy bajo el alambre.
—Emergencia máxima.
—Señor, ¿no entiendes? —Martel articuló exageradamente las palabras para asegurarse de que Vomact las captara—. Estoy… bajo… el… alambre. ¡Inservible… para… el… espacio!
—Emergencia máxima —repitió Vomact—. Acude a la base central.
—Pero, señor, nunca se ha presentado…
—En efecto, Martel. Nunca se ha presentado semejante emergencia. Acude a la base. —Con un tenue destello de amabilidad, Vomact añadió—: No es preciso que dejes el cranch. Preséntate como estás.
Esta vez fue Vomact quien cortó la comunicación. La pantalla se oscureció.
Martel se volvió hacia Luci. El mal humor se le había pasado. Luci se le acercó, lo besó y le acarició el cabello.
—Lo lamento —dijo. Lo besó otra vez, sabiendo que Martel estaba desilusionado—. Cuídate, querido. Te esperaré.
Martel observó y se puso la aerochaqueta transparente. Al llegar a la ventana se detuvo a saludar.
—¡Buena suerte! —le gritó Luci.
Y mientras surcaba el aire, Martel se dijo:
—¡Hace once años que no disfruto de la sensación de volar! ¡Cielos, qué fácil resulta volar cuando te sientes vivo!
La blanca y austera base central resplandecía a lo lejos. Martel escrutó el paisaje. No se veía ninguna nave brillante regresando del arriba-afuera, ningún incendio voraz. Todo permanecía en calma, como correspondía a una de las noches de permiso.
Pero Vomact había llamado. Había invocado una emergencia más grave que el espacio. No existía tal cosa. Pero la había invocado.
Al llegar, Martel encontró reunidos a casi la mitad de los observadores, un par de docenas. Alzó el dedo parlante. La mayoría de los observadores estaba de pie, cara a cara, conversando en parejas y leyéndose los labios. Los más viejos e impacientes garrapateaban en las tablillas y las ponían ante los ojos de los demás. Todas las caras lucían la muerta, apagada y lánguida expresión del háberman. Cuando Martel entró en la sala, supo que en la recóndita soledad de sus mentes los demás se reían de él, pensando cosas que era inútil expresar con palabras. Hacía mucho tiempo que un observador no se presentaba a una reunión en estado de cranch.
Vomact no había llegado; tal vez aún estaba llamando a otros por teléfono, pensó Martel. La luz del teléfono se encendió y se apagó: sonó el timbre. Martel se sintió raro cuando notó que nadie más había oído el timbrazo. Comprendió por qué la gente normal prefería no relacionarse con hábermans u observadores. Buscó compañía.
Su amigo Chang estaba allí, explicando a un viejo y terco observador que ignoraba el motivo de la reunión. Martel miró más lejos y descubrió a Parizianski. Se le acercó, abriéndose paso entre los demás con una soltura que evidenciaba que sentía los pies y no necesitaba mirarlos. Algunos lo miraron con sus caras inexpresivas e intentaron sonreír. Pero no tenían control muscular completo y las caras se convirtieron en máscaras deformes. (Normalmente los observadores se abstenían de gesticular con el rostro, puesto que ya no lo dominaban. Martel pensó: Juro no sonreír más si no estoy en cranch). Parizianski le hizo la seña del dedo parlante.
—¿Vienes en cranch? —preguntó cara a cara. Parizianski no oía su propia voz, y las palabras sonaron como un rugido en un teléfono roto y rechinante. Martel se sobresaltó, pero sabía que la pregunta era bien intencionada. Nadie era más bondadoso que ese polaco corpulento.
—Llamó Vomact. Emergencia máxima.
—¿Le dijiste que estabas en cranch?
—Sí.
—¿Y aun así te hizo venir?
—Sí.
—Entonces ¿todo esto no es para el espacio? ¡Tú no puedes ir arriba-afuera! ¡Ahora eres como un hombre común!
—En efecto.
—¿Pues para qué nos llamó Vomact?
Algún hábito preháberman hizo que Parizianski acompañara la pregunta con un ademán inquisitivo. La mano golpeó la espalda del viejo que tenía detrás. El golpe resonó en todo el cuarto, pero sólo Martel lo oyó. Por instinto, observó a Parizianski y al viejo, y ellos también lo observaron. Sólo entonces el viejo preguntó por qué lo había observado. Cuando Martel explicó que estaba bajo el alambre, el otro se apresuró a difundir la noticia de que había un observador en cranch en la base.
Ni siquiera este pequeño escándalo impidió que la mayoría de los observadores siguieran preocupados por la emergencia máxima. Un joven que había observado su primer tránsito hacía apenas un año se interpuso entre Parizianski y Martel. Les mostró enfáticamente la tablilla.
—¿Vmct stá lc?
Los dos hombres mayores negaron con un gesto. Martel recordó que el joven era háberman desde hacía poco tiempo, y mitigó la severa solemnidad de la negación con una sonrisa amigable.
—Vomact es el decano de los observadores —dijo con voz normal—. No puede estar loco. ¿No lo descubriría enseguida en sus cajas?
Martel tuvo que repetir la pregunta despacio, articulando con cuidado para que el joven observador comprendiera. El joven intentó sonreír y la cara se le torció en una máscara cómica. Al fin tomo la tablilla y escribió: Tins rzón.
Chang dejó al viejo y se acercó; la cara le relucía en la noche tibia. (Resulta extraño, pensó Martel, que no haya más observadores chinos. O quizá no tan extraño, teniendo en cuenta que nunca llenan la cuota de hábermans. Los chinos aman demasiado la buena vida. Pero los que observan son todos excelentes).
Chang notó que Martel estaba en estado de cranch y habló con la voz:
—Rompes los precedentes. ¿No se ha enfadado Luci por haberte perdido?
—Lo comprendió. Qué extraño, Chang.
—¿Qué es extraño?
—Te oigo, pues estoy en cranch, y tu voz resulta agradable. ¿Cómo aprendiste a hablar como… una persona normal?
—Practiqué con grabaciones. Es curioso que lo hayas notado. Creo que soy el único observador de todas las Tierras que puede pasar por un hombre normal. Espejos y grabaciones. Aprendí a actuar.
—¿Pero no…?
—No. No siento, ni saboreo, ni oigo, ni huelo. Hablar no me produce gran satisfacción. Pero noto que gusta a cuantos me rodean.
—Qué cambio representaría para la vida de Luci.
Chang asintió.
—Mi padre insistió siempre en ello. Decía: «Aunque estés orgulloso de ser un observador, yo lamento que no seas un hombre. Oculta tus defectos». Lo intenté. Quería hablar con el viejo sobre el arriba-afuera, y sobre lo que hacíamos allí, pero resultaba inútil. Él me decía: «Los aeroplanos eran buenos para Confucio, y son buenos para mí». ¡Viejo farsante! Se empecina en ser chino aunque ni siquiera sabe leer el idioma antiguo. Pero tiene un gran sentido común, y para ser un anciano que ronda los doscientos años, anda muy bien.
—¿En aeroplano? —sonrió Martel.
Chang le devolvió la sonrisa. Los músculos faciales de Chang se movían con asombrosa disciplina; quien pasara por allí no podría sospechar que era un háberman y que controlaba los ojos, las mejillas y los labios con frío dominio intelectual. Esa expresión tenía la espontaneidad de la vida. Martel miró las frías y muertas caras de Parizianski y los demás, y por un instante envidió a Chang. Sabía que él mismo tenía una buena expresión. ¿Por qué no? Estaba en cranch. Se volvió hacia Parizianski y dijo:
—¿Has oído lo que dijo Chang del padre? El viejo anda en aeroplano.
Parizianski movió la boca, pero los sonidos no significaron nada. Cogió su tablilla y la mostró a Martel y Chang.
Que vij ncribi
En ese instante, Martel oyó pasos que procedían del pasillo. No pudo evitar mirar hacia la puerta. Otros ojos siguieron la mirada de Martel.
Vomact entró en el cuarto.
El grupo se ordenó en cuatro filas paralelas. Cada uno observó a los demás. Muchas manos se extendieron para ajustar los controles electroquímicos de las cajas torácicas, que habían empezado a cargarse. Un observador mostró un dedo roto descubierto por un contraobservador, y lo acercó para que se lo curaran y entablillaran.
Vomact había sacado el bastón de mando. El cubo del extremo superior del bastón emitió una luz roja y brillante; las filas se reordenaron y los observadores saludaron con una seña:
—Presentes y atentos.
—Soy el decano y asumo el mando —respondió Vomact. Los dedos parlantes se alzaron en un ademán de asentimiento.
Vomact alzó el brazo derecho y dejó caer la muñeca como si la tuviera rota, un extraño ademán inquisitivo:
—¿Hay algún hombre cerca? ¿Hay algún háberman no controlado? ¿Todo despejado para los observadores?
Sólo Martel oyó el extraño susurro de pies cuando todos se volvieron para mirarse mutuamente sin abandonar su posición, alumbrando los rincones oscuros de la sala con las luces de los cinturones. Cuando se volvieron de nuevo hacia Vomact, el decano declaró:
—Todo despejado. Atención.
Martel advirtió que sólo él se relajaba. Los demás no podían hacerlo, ya que tenían la mente bloqueada dentro del cráneo, conectada sólo con los ojos, y el resto del cuerpo controlado por la mente sólo a través de nervios no sensoriales y gracias a las cajas de instrumentos del pecho. Martel advirtió que, estando en cranch, había esperado oír la voz de Vomact; ya que el decano estaba hablando. Sin embargo, ningún sonido le salía de la boca. (Vomact nunca se preocupaba por el sonido).
—… y cuando los primeros que fueron arriba-afuera llegaron a la Luna, ¿qué encontraron?
—Nada —repuso el callado coro de labios.
—De forma que viajaron más lejos, a Marte y Venus. Las naves salían un año tras otro, pero ninguna volvió hasta el Año Uno del Espacio. Al fin regresó una nave con el primer efecto. Observadores, os pregunto: ¿qué es el primer efecto?
—Nadie lo sabe. Nadie lo sabe.
—Nadie lo sabrá nunca. Hay demasiadas variables. ¿Cómo conocemos el primer efecto?
—Por el gran dolor del espacio —respondió el coro.
—¿Y por qué otro indicio?
—Por la necesidad, oh, por la necesidad de la muerte.
—¿Y quién acabó con la necesidad de la muerte? —inquirió Vomact.
—Henry Haberman conquistó el primer efecto, en el año 83 del Espacio.
—¿Cómo, observadores?
—Hizo los hábermans.
—¿Cómo, observadores, se hacen los hábermans?
—Con los cortes. Los cortes aíslan el cerebro del corazón, de los pulmones. Aíslan el cerebro de los oídos, de la nariz. Aíslan el cerebro de la boca, del vientre. Aíslan el cerebro del deseo y del dolor. Aíslan el cerebro del mundo. Menos los ojos. Menos el control de la carne viva.
—¿Y cómo, observadores, se controla la carne?
—Con las cajas insertas en la carne, los tableros del pecho, las señales que gobiernan el cuerpo, las señales que proporcionan vida al cuerpo.
—¿Cómo vive un háberman?
—El háberman vive gracias al control de las cajas.
—¿De dónde vienen los hábermans?
Martel sintió la respuesta como un gran rugido de voces cascadas resonando en la sala mientras los observadores, que al mismo tiempo eran hábermans, añadían sonido a los movimientos de los labios.
—Los hábermans son la escoria de la humanidad. Los hábermans son los débiles, los crueles, los crédulos y los inadaptados. Los hábermans son los sentenciados-a-más-que-muerte. Los hábermans viven sólo en la mente. Los matan para el espacio, pero viven para el espacio. Dominan las naves que unen las Tierras. Viven en el gran dolor mientras los hombres normales duermen el helado sueño del tránsito.
—Hermanos y observadores, os pregunto ahora: ¿somos o no hábermans?
—Somos hábermans en carne y hueso. Nos cortan y nos aíslan el cerebro del cuerpo. Estamos listos para ir arriba-afuera. Hemos pasado por el aparato de Haberman.
Los ojos de Vomact centellearon cuando formuló la pregunta ritual:
—Entonces, ¿somos hábermans?
La coreada respuesta estuvo acompañada otra vez por un rugido de voces que sólo Martel oyó:
—Hábermans somos, y más, y más. Somos los escogidos, que se transforman en hábermans por propia y libre voluntad. Somos los agentes de la Instrumentalidad de lo Humano.
—¿Qué deben decirnos los demás?
—Deben decirnos: «Sois los más valientes entre los valientes, los más diestros entre los diestros. Toda la humanidad honra al observador, que une las Tierras de la humanidad. Los observadores son los protectores de los hábermans, los jueces en el arriba-afuera. Permiten que los hombres vivan donde los hombres necesitan desesperadamente morir. ¡No hay nadie más respetado en toda la humanidad, e incluso los jefes de la Instrumentalidad se complacen en rendirles homenaje!». Vomact se irguió aún más.
—¿Qué deber secreto tiene un observador?
—Mantener la ley en secreto y destruir a quienes lleguen a conocerla.
—¿Cómo destruirlos?
—Dos veces Sobrecarga atrás y Muerte.
—Si mueren hábermans, ¿cuál es nuestro deber?
Los observadores respondieron apretando los labios. (El código era silencio). Martel, que conocía el ritual desde hacía tiempo y estaba un poco aburrido de la ceremonia, miró alrededor y notó que Chang respiraba entrecortadamente; estiró la mano y le ajustó el control de pulmones. Chang lo miró con gratitud. Vomact advirtió la interrupción y los fulminó con la mirada. Martel se relajó tratando de imitar la fría y muerta inexpresividad de los demás, lo cual no resultaba fácil cuando se estaba en cranch.
—Si mueren otros, ¿cuál es nuestro deber?
—Los observadores informan juntos a la Instrumentalidad. Los observadores aceptan juntos el castigo. Los observadores resuelven juntos el problema.
—¿Y sí el castigo es severo?
—Entonces no salen las naves.
—¿Y si no se honra a los observadores?
—Entonces no salen las naves.
—¿Y si el observador no recibe su paga?
—Entonces no salen las naves.
—¿Y si los Otros y la Instrumentalidad no cumplen en todo momento y en todos los aspectos con sus obligaciones hacia los observadores?
—Entonces no salen las naves.
—¿Y qué ocurre, observadores, si no salen las naves?
—Se separan las Tierras. Regresa el Yermo. Vuelven las Viejas Máquinas y las Bestias.
—¿Cuál es el primer deber de un observador?
—No dormirse arriba-afuera.
—¿Cuál es el segundo deber de un observador?
—No recordar el nombre del miedo.
—¿Cuál es el tercer deber de un observador?
—Usar el alambre de Eustace Cranch con cuidado y moderación. —Varios pares de ojos buscaron a Martel—. El alambre sólo en casa, sólo entre amigos, sólo para recordar, descansar o procrear.
—¿Qué han prometido los observadores?
—Fidelidad aun cuando les acose la muerte.
—¿Cuál es el lema del observador?
—Atención aun cuando estén rodeados por el silencio.
—¿Cuál es la misión del observador?
—Ahínco aun en las alturas del arriba-afuera, lealtad aun en las honduras de las Tierras.
—¿Cómo se conoce a un observador?
—Nosotros nos conocemos. Estamos muertos aunque estamos vivos. Y hablamos con la tablilla y la uña.
—¿Qué es este código?
—Este código es la antigua y cordial sabiduría de los observadores, sintetizada para que nuestra mutua lealtad nos anime y nos aliente.
A estas alturas el ritual continuaba: «Concluimos el código. ¿Hay una misión o un mensaje para los observadores?». En cambio Vomact dijo:
—Emergencia máxima. Emergencia máxima. Los otros observadores indicaron Presentes y atentos. Vomact dijo, mientras todos se esforzaban por leerle los labios:
—¿Alguien conoce los trabajos de Adam Stone? Martel vio labios que se movían diciendo:
—El Asteroide Rojo. El Otro que vive en el borde del espacio.
—Adam Stone ha hablado con los Señores de la Instrumentalidad. Afirma que ha descubierto una eficaz protección contra el dolor del espacio. Asegura que puede lograrse que los hombres normales trabajen y estén despiertos arriba-afuera sin correr peligro. Afirma que los observadores ya no son necesarios.
Las luces de cinturones relampaguearon por toda la sala cuando los observadores solicitaron autorización para hablar. Vomact señaló a uno de los más veteranos.
—Hablará el observador Smith.
Smith avanzó despacio hacia la luz, mirándose los pies. Se volvió para que le vieran la cara.
—Afirmo que no es cierto —dijo—. Afirmo que Adam Stone miente descaradamente. Digo que la Instrumentalidad no debe dejarse engañar.
Hizo una pausa. Luego continuó, respondiendo a una pregunta de los presentes que la mayoría no había visto:
—Invoco la misión secreta de los observadores. Smith abrió la mano derecha pidiendo atención de emergencia:
—Afirmo que Stone debe morir.
Martel, todavía en cranch, se estremeció al oír los abucheos, quejidos, gritos, chillidos, gruñidos y gemidos de los observadores, que en la excitación se olvidaban del ruido y trataban de que sus cuerpos inertes hablaran a los oídos sordos de los demás. Las luces de los cinturones parpadeaban frenéticamente. Algunos observadores se lanzaron a la tribuna, y se arremolinaron al pie pidiendo la palabra hasta que Parizianski —el más corpulento— ganó el lugar a empellones e interpeló al grupo.
—Hermanos observadores, prestadme ojos.
Abajo los hombres seguían forcejeando y empujándose con torpeza. Vomact se plantó ante Parizianski, miró a los demás y dijo:
—¡Observadores, observad! Prestadle ojos.
Parizianski no era buen orador. Movía los labios con excesiva rapidez. Movía las manos, con lo cual los demás distraían la atención de su boca. Sin embargo, Martel pudo captar gran parte del mensaje:
—… no podemos hacerlo. Quizá Stone tuvo éxito. Si lo tuvo, es el fin de los observadores. También es el fin de los hábermans. Ninguno de nosotros tendrá que luchar arriba-afuera. Ya nadie tendrá que entrar en cranch para ser humano por unas horas o unos días. Todos seremos Otros. Nadie tendrá necesidad del alambre nunca más. Los hombres serán hombres. Se podrá matar a los hábermans con decencia y decoro, como se ejecutaba a los hombres en los viejos tiempos, no será necesario mantenerlos con vida. ¡No tendrán que trabajar arriba-afuera! No habrá más gran dolor. ¡Pensadlo! ¡No… más… gran… dolor! ¿Cómo saber si Stone miente…?
Las luces de los cinturones apuntaron hacia los ojos de Parizianski. (Éste era el peor insulto que un observador podía hacer a un compañero).
Vomact ejerció de nuevo su autoridad. Se puso delante de Parizianski y le dijo algo que los demás no pudieron ver. Parizianski bajó de la tribuna. Vomact tomó la palabra:
—Creo que algunos observadores no están de acuerdo con el hermano Parizianski. Sugiero que suspendamos el uso de la tribuna hasta que hayamos discutido la situación en privado. Reanudaré la sesión en quince minutos.
Martel buscó a Vomact. El decano se había unido al grupo de los de abajo. Martel escribió un rápido mensaje en la tablilla y aguardó la oportunidad de poner la tablilla ante los ojos del decano. Había escrito:
Sty n crnch. Slcito rsptusment prmso pr rtrrm ahr, spr órdns.
El cranch producía un extraño efecto en Martel. La mayoría de las reuniones siempre le habían parecido formales, alentadoramente ceremoniosas, reuniones que iluminaban la oscura eternidad interior de la habermanidad. Cuando no estaba en cranch, Martel sólo sentía el cuerpo como un busto de mármol siente el pedestal de mármol. Había estado antes con los observadores. Había estado con ellos durante horas, sin esfuerzo, mientras el largo ritual se abría paso por la terrible soledad que había detrás de los ojos, y había sentido que los observadores, aun siendo una hermandad de marginados, eran respetados por las mutilaciones que constituían una necesidad profesional.
Esta vez era distinto. En cranch, y en plena posesión del olfato-sonido-gusto, Martel reaccionaba casi como un hombre normal. Vio a sus amigos y colegas como fantasmas crueles que celebraban el estéril rito de su propia e irrevocable condenación. ¿Qué importaba lo demás cuando uno se transformaba en háberman? ¿A qué venía ese parloteo sobre hábermans y observadores? Los hábermans eran criminales o herejes, y los observadores caballeros voluntarios; pero todos estaban en el mismo tren, con una sola diferencia: los observadores podían disfrutar de un breve regreso al mundo de los hombres mediante el alambre de cranch, mientras que los hábermans quedaban desconectados cuando las naves llegaban a puerto y se los dejaba en suspensión hasta que era preciso despertarlos, en alguna emergencia o dificultad, para que cumplieran otra fase de su condena. Era raro ver a un háberman en la calle; tenía que ser alguien muy audaz o muy destacado para que le permitieran mirar a los hombres desde la terrible cárcel de un cuerpo mecanizado. Pero ¿qué observador se apiadaba de un háberman? ¿Qué observador se dirigía a un háberman salvo con displicencia, y como mero deber? ¿Qué habían hecho los observadores, como gremio y como clase, por los hábermans, excepto asesinarlos torciéndoles la muñeca cada vez que un háberman, que había pasado tanto tiempo junto al observador, llegaba a dominar el oficio de la observación y aprendía a vivir por su propia voluntad, y no bajo el mandato impuesto por los observadores? ¿Qué podían saber los Otros, los hombres normales, de lo que pasaba en las naves? Los Otros dormían en los cilindros, piadosamente inconscientes hasta que despertaban en la Tierra de destino. ¿Qué podían saber los Otros de los hombres que tenían que permanecer vivos dentro de la nave?
¿Qué podían saber los Otros del arriba-afuera? ¿Cuántos podían contemplar la hiriente y ácida belleza de los astros en el espacio abierto? ¿Qué podían decir del gran dolor, que empezaba agazapado en la médula, como un malestar, y que seguía con fatiga y náusea en cada neurona, cada célula del cerebro, cada punto sensible del cuerpo, hasta que la vida misma se convertía en una terrible y penosa ansiedad de silencio y muerte?
Martel era un observador. Claro que lo era. Era observador desde que, siendo todavía un hombre normal, había jurado bajo la luz del Sol, ante un subjefe de la Instrumentalidad:
—Entrego mi honor y mi vida a la humanidad. Me sacrificaré voluntariamente por el bienestar de la humanidad. Al aceptar este peligroso y austero honor, cedo todos mis derechos a los honorables Señores de la Instrumentalidad y a la honorable hermandad de los observadores.
Martel había jurado.
Había entrado en el aparato de Haberman.
Recordaba aquel infierno. El paso no había resultado tan malo, aunque le pareció que duraba cíen millones de años, cien millones de años de insomnio. Había aprendido a sentir con los ojos. Había aprendido a ver a pesar de las gruesas placas que le instalaron detrás de las órbitas de los ojos para aislarlas del resto del cuerpo. Había aprendido a mirarse la piel. Aún recordaba la vez en que había notado la camisa húmeda y al sacar el espejo de observación descubrió que se había abierto una herida en el costado al apoyarse en una máquina vibradora. (Eso ya no le sucedía: ahora era un experto en la lectura de sus instrumentos). Recordaba cómo había ido arriba-afuera, y cómo le había golpeado el gran dolor, aunque el tacto, el olfato, la sensibilidad y el oído prácticamente no existían. Recordaba haber matado hábermans, y haber conservado a otros con vida, y haber permanecido en pie y despierto durante meses junto al honorable observador piloto. Recordaba haber desembarcado en Tierra Cuatro, un planeta que no le había gustado. Y ese día había entendido que nunca habría ninguna recompensa.
Ahora Martel estaba de pie entre los demás observadores. Odiaba la torpeza con que se movían, odiaba su inmovilidad cuando estaban quietos. Odiaba la rara mezcla de olores que despedían esos cuerpos. Odiaba esos gruñidos, gemidos y graznidos que ellos nunca oían. Odiaba a los observadores, y se odiaba a sí mismo.
¿Cómo lo soportaba Luci? Durante semanas, mientras la cortejaba, el instrumental que llevaba en el pecho le había indicado Peligro: había usado el alambre ilegalmente, pasando de un cranch al otro sin prestar atención a los indicadores que oscilaban al filo de Sobrecarga. La había conquistado sin pensar qué ocurriría si ella le daba el sí. Luci le había aceptado complacida.
«Y fueron felices para siempre». Así ocurría en los viejos libros, pero ¿cómo les podía ocurrir a ellos, en la vida real? En todo el año anterior, Martel había pasado sólo dieciocho días bajo el alambre, y sin embargo Luci lo había amado. Aún lo amaba. Martel lo sabía. Luci se inquietaba por él mientras Martel pasaba meses arriba-afuera. Trataba de brindarle un hogar aunque él fuera un háberman, de prepararle buenas comidas aunque él no pudiera saborearlas, de parecer atractiva aunque él no pudiera besarla: y quizá fuera mejor, pues el cuerpo de un háberman no era más que un mueble. Luci tenía mucha paciencia.
¡Y ahora, Adam Stone! (Dejó que se le borrara la tablilla: ¿cómo podía irse?).
¿Dios bendiga a Adam Stone?
Martel no pudo menos que sentir lástima de sí mismo. Nunca más la imperiosa llamada del deber lo llevaría a través de doscientos años del tiempo de los Otros, a través de dos millones de eternidades propias. Podía relajarse y descansar. Podía olvidar el espacio profundo y dejar el arriba-afuera en manos de los Otros. Podía entrar en cranch cada vez que se le antojara. Podía ser casi normal —casi— durante un año, cinco años o ningún año. Pero al menos podía estar con Luci. Podía ir con ella al Yermo, a los parajes oscuros donde aún vagaban las Bestias y las Máquinas Antiguas. Quizá muriera en el fragor de la cacería, mientras arrojaba lanzas a un antiguo manshonyagger que saltaba desde su escondrijo, o tirara esferas de calor a las tribus de No Perdonados que aún merodeaban por el Yermo. ¡Todavía había una vida que disfrutar, una muerte acogedora y normal que aceptar, no el movimiento de una aguja en el silencio y la agonía del espacio!
Martel caminaba de un lado a otro con impaciencia. Tenía los oídos sintonizados con los sonidos del habla normal, pues no tenía ganas de mirar los labios de sus hermanos. Parecía que al fin habían tomado una decisión. Vomact se acercó a la tribuna. Martel buscó a Chang con la mirada y se le acercó.
—Estás inquieto como agua en el aire —susurró Chang—. ¿Qué te pasa? ¿Se te acaba el cranch?
Ambos contemplaron a Martel, pero los instrumentos no indicaban que el cranch llegara a su fin.
La gran luz resplandeció exigiendo atención. Las hileras de observadores se volvieron a ordenar. Vomact metió el viejo y enjuto rostro en el resplandor.
—Observadores y hermanos —dijo—, daré inicio a la votación.
Vomact esperó en la actitud que significaba: Soy el decano y asumo el mando.
La luz de un cinturón relampagueó una protesta.
Era el viejo Henderson, quien subió a la tribuna y le dijo algo a Vomact. Ante una seña aprobatoria de Vomact, se volvió hacia los demás observadores y repitió la pregunta:
—¿Quién habla por los observadores que están fuera, en el espacio?
No hubo respuesta; ni manos ni luces de cinturones. Henderson y Vomact deliberaron unos instantes, cara a cara. Luego Henderson se volvió hacia los demás:
—Me someto a la autoridad del decano. Pero no a la asamblea de la hermandad. Somos sesenta y ocho observadores, sólo cuarenta y siete están presentes, y hay uno en cranch. Por tanto, he propuesto que el decano sólo asuma el mando de un comité de emergencia, pero no de una asamblea. Honorables observadores, ¿entendéis y aceptáis?
Varias manos se alzaron en señal de asentimiento.
—¿Qué diferencia hay? —murmuró Chang al oído de Martel—. ¿Quién puede distinguir una asamblea de un comité?
Martel aprobaba las palabras de Chang, pero le impresionaba aún más el hecho de que Chang dominara la voz a pesar de ser un háberman.
Vomact reasumió la presidencia.
—Ahora votaremos sobre el asunto Adam Stone. Primero, quizá no haya descubierto nada y todo sea una mentira. Nuestra experiencia práctica como observadores nos dice que el dolor del espacio es sólo parte de la observación —pero la parte esencial, la base de todo, pensó Martel—, y podemos tener la certeza de que Stone no resolverá el problema de la disciplina del espacio.
—De nuevo esa tontería —murmuró Chang. Sólo Martel lo oyó.
—La disciplina espacial de nuestra hermandad ha mantenido el alto espacio libre de guerras y conflictos. Sesenta y ocho hombres disciplinados dominan todo el espacio. Nuestro juramento y nuestra condición de hábermans nos apartan de las pasiones terrenas.
»Por tanto, si Adam Stone ha vencido el dolor del espacio para que los Otros desmantelen la hermandad y lleven al espacio la turbulencia y la destrucción que asola las Tierras, afirmo que Adam Stone está equivocado. ¡Si Adam Stone tiene éxito, los observadores viven en vano!
»Segundo, aunque Adam Stone no haya vencido el dolor del espacio, causará grandes problemas en todas las Tierras. Quizá la Instrumentalidad y los subjefes no nos den la cantidad de hábermans necesaria para manejar las naves. Correrán rumores descabellados, y habrá menos reclutas. Peor aún, si estas ridículas herejías se propagan ya no habrá disciplina.
»Por tanto, si Adam Stone consiguió algo, amenaza la existencia de la hermandad, y debe morir.
»Propongo la muerte de Adam Stone.
Y Vomact hizo la señal que indicaba: Se invita a los honorables observadores a votar.
Martel buscó desesperadamente la luz del cinturón. Chang había esperado esas palabras de Vomact y ya había sacado la luz: enfocó el brillante rayo hacia el techo, votando «no». Martel sacó la luz y también dirigió el rayo hacia arriba. Luego miró alrededor. De los cuarenta y siete observadores, sólo seis habían encendido el rayo.
Se encendieron otras dos luces. Vomact estaba rígido como un cadáver congelado. Le relampagueaban los ojos mientras escrutaba al grupo buscando luces. Se encendieron otras más. Al fin Vomact adoptó la postura de cierre.
—Que los observadores hagan el recuento —indicó.
Tres de los hombres mayores subieron a la tribuna con Vomact. Miraron hacia la sala. (Martel pensó: ¡Estos condenados fantasmas están votando por la vida de un hombre verdadero, un hombre vivo! No tienen derecho. ¡Acudiré a la Instrumentalidad! Pero sabía que no lo haría. Pensó en Luci, y en lo que ella podría ganar con el triunfo de Adam Stone, y la desgarradora locura de esa votación le resultó intolerable).
Los tres escrutadores levantaron las manos mostrando unánimemente la señal de un número: Quince en contra.
Vomact los despidió con una reverencia. Se volvió hacia la sala e indicó:
—Soy el decano y asumo el mando.
Asombrándose de su propia osadía, Martel mantuvo la luz del cinturón en alto. Sabía muy bien que cualquiera de los demás podía tender la mano para pasarle la caja cardíaca a Sobrecarga. Notó que la mano de Chang se acercaba para asirle por la aerochaqueta, pero lo eludió y corrió a toda prisa hacia la tribuna. Mientras corría se preguntó a qué podía apelar. Era inútil recurrir al sentido común. Ya era tarde. Tenía que invocar a la ley.
Se plantó en la tribuna junto a Vomact y adoptó la postura: ¡Observadores, una ilegalidad!
Habló sin abandonar esa postura, violando las normas.
—Un comité no puede condenar a muerte por simple mayoría. Se requieren dos tercios de la asamblea.
Martel vio que el cuerpo de Vomact se abalanzaba sobre él; sintió que se caía de la tribuna, chocaba contra el suelo y se lastimaba las rodillas y las manos, ahora sensibles. Lo ayudaron a incorporarse. Lo observaron, un observador que apenas conocía le tomó los instrumentos y lo tranquilizó.
Martel pronto se sintió más tranquilo y aliviado, y se odió a sí mismo por ello.
Miró hacia la tribuna. El cuerpo de Vomact indicaba:
¡Orden! ¡Orden!
Los observadores volvieron a sus puestos. Los dos observadores que estaban junto a Martel le asieron por los brazos. Martel les gritó, pero los observadores desviaron la mirada cerrando toda comunicación.
Vomact volvió a hablar cuando vio que de nuevo la tranquilidad reinaba en la sala.
—Un observador ha acudido en cranch. Honorables observadores, os pido perdón. No es culpa de nuestro digno observador, el amigo Martel. Ha venido aquí cumpliendo órdenes. Yo le dije que no dejara el cranch, esperando evitarle un innecesario estado de háberman. Todos sabemos que Martel es feliz en su matrimonio y le deseamos suerte en ese audaz experimento. Aprecio a Martel. Respeto su opinión. Quería tenerlo con nosotros. Sé que todos compartís mi opinión. Pero está en cranch, y ahora no es capaz de asumir la alta misión de los observadores. Por tanto, propongo una solución que considero ecuánime. Sugiero que excluyamos al observador Martel, por violación de las reglas. Esa violación resultaría imperdonable si Martel no estuviera en cranch.
»Pero, para hacer justicia a Martel, también propongo poner a votación el punto que tan inadecuadamente ha presentado nuestro digno pero descalificado hermano.
Vomact indicó: Se invita a los honorables observadores a votar. Martel trató de tocar la luz de su cinturón. Las muertas y fuertes manos lo aferraron y los esfuerzos de Martel fueron inútiles. Sólo una luz apuntaba hacia arriba: la de Chang, sin duda.
Vomact volvió a asomar la cara a la luz:
—Habiendo aprobado la proposición general mediante el voto de los dignos observadores presentes, propongo que este comité asuma la plena autoridad de una asamblea, y me haga además responsable de todos los delitos que pueda provocar la acción del comité. Responderé ante la próxima asamblea general, pero no ante ninguna otra autoridad fuera de las exclusivas y secretas filas de los observadores.
Vomact adoptó pretenciosamente la postura Votada seguro del triunfo.
Sólo centellearon unas luces: no sumaban la cuarta parte de los presentes.
Vomact habló de nuevo. La luz le iluminó la alta y serena frente, las distendidas y muertas mejillas, dejándole la barbilla casi en sombras. Sólo la claridad que venía de abajo le alumbraba a veces los labios, que aun inmóviles parecían crueles. (Se decía que Vomact era descendiente directo de una antigua dama que una vez atravesó de manera ilegítima e inexplicable muchos cientos de años en una sola noche. El nombre de la dama Vomact formaba parte de la leyenda, pero su sangre y su arcaica sed de poder persistían en el mudo y dominante cuerpo del descendiente. A Martel le parecieron ciertas las viejas historias mientras miraba la tribuna, y se preguntó qué olvidada mutación había permitido que la familia Vomact perdurara como una bandada de aves de presa entre los hombres). Moviendo los labios como si gritara, pero en silencio, Vomact declaró:
—El honorable comité se complace ahora en reafirmar la sentencia de muerte dictada contra Adam Stone, hereje y enemigo.
Otra vez la postura de Votad.
La luz de Chang brilló de nuevo como una protesta firme y solitaria.
Vomact hizo entonces la última propuesta:
—Solicito que se designe al presente decano como director de la sentencia y se le autorice a nombrar ejecutores, uno o muchos, que manifiesten la majestad y voluntad de los observadores. Asumiré la responsabilidad del acto, no de los medios. Se trata de un acto noble, para protección de la humanidad y del honor de los observadores; pero de los medios sólo podemos decir que serán los mejores de que dispongamos y nada más. ¿Quién sabe cómo matar a un Otro en una Tierra atestada y vigilante? No se trata en este caso de arrojar al espacio a un hombre que duerme encerrado en un cilindro, ni de hacer subir la aguja de un háberman. En los planetas la gente no muere como arriba-afuera. Se resiste a morir. Matar en la Tierra no es nuestra tarea habitual, como bien sabéis, oh hermanos y observadores. En vuestro nombre y el mío, yo escogeré al representante que considere apropiado. De lo contrario, el conocimiento común se convertiría en traición común; en cambio, si la responsabilidad es sólo mía, sólo yo podría traicionaros, y si la Instrumentalidad quisiera investigar, no tendríais que buscar muy lejos. (¿Y el asesino?, pensó Martel. Él también sabrá, a menos que… a menos que lo hagan callar para siempre).
Vomact adoptó la postura: Se invita a los honorables observadores a votar.
Brilló una luz de protesta: de nuevo Chang.
Martel creyó distinguir una sonrisa alegre y cruel en el rostro inánime de Vomact: la sonrisa de un hombre que se consideraba justo y respaldaba esa rectitud con enérgica autoridad.
Por última vez, Martel intentó zafarse.
Las manos inflexibles le retuvieron. Permanecerían cerradas como tenazas hasta que los ojos de sus dueños las abrieran; de lo contrario, ¿cómo podrían pasar meses enteros al timón, allá en el espacio?
—Honorables observadores —gritó Martel—, esto es un asesinato.
Ningún oído percibió su grito. Martel estaba en cranch, y solo.
Sin embargo, insistió:
—Ponéis en peligro la hermandad.
Nada ocurrió.
El eco de la voz surcó la sala. Ninguna cabeza giró. Ninguna mirada buscó los ojos de Martel.
Martel notó que los observadores hablaban en parejas y rehuían su mirada. Ninguno deseaba ver sus palabras. Detrás del frío rostro de esos amigos se escondía la pena o la burla. Todos sabían que estaba en cranch: de forma provisional era absurdo, normal, humano, un no observador. Pero Martel también sabía que en este asunto la sabiduría de los observadores no servía de nada. Sólo un hombre normal podía sentir en la sangre la humillación y la ira que sentirían los Otros ante un asesinato premeditado. La hermandad estaba en peligro, pues la más antigua prerrogativa de la ley era el monopolio de la muerte. Aun las naciones antiguas lo sabían, ya en tiempos de las Guerras, antes de las Bestias, antes de que los hombres fuesen arriba-afuera. ¿Cómo lo decían? Sólo el Estado matará. Los Estados habían desaparecido, pero quedaba la Instrumentalidad, y la Instrumentalidad no podía perdonar delitos cometidos en las Tierras pero al margen de su autoridad. La muerte en el espacio era cuestión y derecho de los observadores. ¿Cómo Iba a imponer la Instrumentalidad leyes en un lugar donde los hombres sólo despertaban para morir en el gran dolor? La Instrumentalidad, con mucha sabiduría, había dejado el espacio a los observadores, y la hermandad, por su parte, no se inmiscuía en el gobierno de las Tierras. ¡Y ahora la hermandad actuaría como una pandilla de estúpidos y temerarios forajidos, como las tribus de los No Perdonados!
Martel lo sabía; estaba en cranch. Si hubiera sido háberman habría pensado sólo con el cerebro, no con el corazón, las entrañas y la sangre. ¿Cómo podían saberlo los demás observadores?
Vomact regresó a la tribuna por última vez.
—El comité ha deliberado; cúmplase su voluntad.
—Como decano —añadió verbalmente—, os pido lealtad y silencio.
Los dos observadores soltaron a Martel, quien se frotó las manos entumecidas, sacudiendo los dedos para facilitar la circulación. Estaba libre, y se preguntó si podría hacer algo. Se examinó: el cranch continuaba. Quizá durara un día. Bien, podría seguir adelante aun después de volverse háberman, pero resultaría incómodo, pues tendría que hablar con el dedo y la tablilla. Buscó a Chang con la mirada. Lo vio de pie en un rincón, sereno e inmóvil. Martel se le acercó despacio, para no llamar la atención de los demás. Miró a Chang, de cara a la luz, y articuló:
—¿Qué haremos? No permitirás que maten a Adam Stone, ¿verdad? ¿No comprendes lo que representaría para nosotros el trabajo de Stone, sí tuviera éxito? No habría más observadores. No habría más hábermans. Se acabaría el dolor del arriba-afuera. Te digo que si los demás estuvieran ahora como yo, lo verían todo desde una perspectiva humana, no con esa lógica estrecha e insensata que han manifestado en la reunión. Tenemos que detenerlos. ¿Crees que será posible? ¿Qué haremos ahora? ¿Qué piensa Parizianski? ¿A quién han escogido?
—¿Qué pregunta contesto primero?
Martel rió. (Era bueno reír, aun en estas circunstancias; le ayudaba a sentirse más humano).
—¿Me ayudarás?
—No, no, no —respondió Chang con un destello en los ojos.
—¿No ayudarás?
—No.
—¿Por qué, Chang? ¿Por qué?
—Soy un observador. Se ha votado. Tú harías lo mismo si no estuvieras en esa extraña condición.
—No es una extraña condición. Estoy en cranch y veo las cosas tal como las verían los Otros. Veo la necedad. La imprudencia. El egoísmo. Es un asesinato.
—¿Qué es un asesinato? ¿Acaso tú no has matado? No eres uno de los Otros, Martel, sino un observador. Ve con cuidado o lo lamentarás.
—Entonces, ¿por qué has votado contra Vomact? ¿No has entendido lo que significa Adam Stone para todos nosotros? Los observadores vivirán en vano. ¡Gracias a Dios! ¿No lo entiendes?
—No.
—Pero estás hablando conmigo, Chang. ¿Eres mi amigo?
—Estoy hablando contigo. Soy tu amigo. ¿Por qué no?
—Pero ¿qué piensas hacer?
—Nada, Martel. Nada.
—¿Me ayudarás?
—No.
—¿Ni siquiera para salvar a Stone?
—No.
—Entonces, pediré ayuda a Parizianski.
—Pierdes el tiempo.
—¿Por qué? En este momento Parizianski es más humano que tú.
—Parizianski no te ayudará porque tiene una misión. Vomact lo ha designado para matar a Adam Stone.
Martel se interrumpió en mitad de una palabra. De repente adoptó la postura: Gracias, hermano, me marcho.
Cuando llegó a la ventana, se volvió hacia los demás. Vio que Vomact le estaba observando. Indicó Gracias, hermano, me marcho, y añadió el saludo de respeto a los decanos. Vomact captó la señal, y Martel alcanzó a distinguir un movimiento de los labios. Creyó interpretar las palabras «Ten mucho cuidado», pero no se quedó a preguntar. Retrocedió un paso y se arrojó por la ventana.
Alejándose del edificio ajustó la aerochaqueta a velocidad máxima. Nadó ociosamente en el aire, observándose con atención y reduciendo el flujo de adrenalina. Al fin abrió la llave de propulsión y el aire frío le azotó como un torrente. Adam Stone tenía que estar en el Puerto Principal. Adam Stone tenía que estar allí.
Esa noche Adam Stone se llevaría una verdadera sorpresa. La sorpresa de encontrarse con el más extraño de los seres, el primer observador renegado. (De pronto, Martel cayó en la cuenta de que ese renegado era él mismo). ¡Martel, traidor a los observadores! No sonaban bien. ¿Y Martel, leal a los hombres? ¿No era acaso una compensación? Y si ganaba, ganaría a Luci. Si perdía, no se perdía nada: un insignificante y prescindible háberman. Claro que ese háberman era él mismo. Pero ¿qué importaba en comparación con la humanidad, la hermandad, Luci?
Adam Stone recibirá dos visitas esta noche, pensó Martel. Dos observadores, uno amigo del otro. Esperaba que Parizianski aún fuera su amigo.
Y el mundo, añadió, depende de quién llegue primero. Las multifacéticas luces del Puerto fulguraron a lo lejos en la bruma. Martel vio las torres exteriores de la ciudad y vislumbró la periferia fosforescente que los protegía de las Bestias, las Máquinas y los No Perdonados que merodeaban en el Yermo.
Invocó a los señores de la fortuna:
—¡Ayudadme a pasar por un Otro!
Martel no tuvo problemas en el Puerto. Se echó la aerochaqueta sobre los hombros, ocultando el instrumental. Sacó el espejo de observación y se maquilló la cara desde dentro, agregando tono y animación a la sangre y los músculos hasta que la cara adquirió color, y una saludable transpiración le brotó de la piel. Parecía un hombre normal al cabo de un prolongado vuelo nocturno.
Tras alisarse la ropa y esconder la tablilla en la chaqueta, Martel reflexionó sobre el problema del dedo parlante. Si conservaba la uña, descubrirían que era un observador. Lo respetarían, pero también lo identificarían. Los guardias que la Instrumentalidad habría apostado en torno de Adam Stone se apresurarían a detenerlo. Si se cortaba la uña… ¡Imposible!
Ningún observador, en toda la historia de la hermandad, se había roto la uña voluntariamente. Eso habría significado renuncia, y no existía tal posibilidad. ¡La única manera de salir era en el arriba-afuera! Martel se llevó el dedo a la boca y se mordió la uña. Se contempló el dedo, que ahora tenía un aspecto extraño, y suspiró.
Echó a andar hacia las puertas de la ciudad, se metió la mano en la chaqueta y cuadruplicó la fuerza muscular. Quiso observar, pero de pronto recordó que tenía los instrumentos ocultos. Lo arriesgaré todo, pensó.
El guardia lo paró con un alambre inspector. La esfera chocó contra el pecho de Martel.
—¿Eres un hombre? —preguntó la voz invisible. (En la condición de háberman observador, el campo magnético de Martel habría encendido la esfera).
—Soy un hombre.
Martel sabía que el tono de voz era adecuado; esperaba que no le confundieran con un Manshonyagger, una Bestia o un No Perdonado, los cuales intentaban entrar en las ciudades y los puertos imitando a los hombres.
—Nombre, número, jerarquía, propósito, función, hora de partida.
—Martel. —Tuvo que recordar su viejo número, para no presentarse como el observador 34—. Sol 4234, año 782 del Espacio. Jerarquía: subjefe en ascenso. —No mentía, era su jerarquía oficial—. Propósito: personal y legal, en los límites de la ciudad. Ninguna función de la Instrumentalidad. Partida del Puerto Exterior: 20:19.
Ahora todo dependía de que le creyeran o de que solicitaran información al Puerto Exterior.
—Tiempo deseado dentro de la ciudad —dijo la voz, monótona y rutinaria.
Martel pronunció la frase de rigor:
—Solicito vuestra honorable tolerancia.
Esperó en el fresco aire nocturno. Muy arriba, a través de un claro en la niebla, vio el ponzoñoso resplandor del cielo de los observadores. Las estrellas son mis enemigas, pensó. He vencido a las estrellas, pero las estrellas me odian. ¡Ah, qué viejo suena eso! Como en un libro. He estado mucho tiempo en cranch.
—Sol 4234 guión 782 —dijo la voz—. Subjefe en ascenso Martel, entra por las puertas legales de la ciudad. Bien venido. ¿Deseas alimento, ropa, dinero, compañía?
La voz no sonaba hospitalaria, sino rutinaria. ¡Qué distinto era entrar en una ciudad en calidad de observador! Los subalternos aparecían entonces displicentes, y te alumbraban la cara con la luz del cinturón, y articulaban las palabras con ridículo paternalismo, gritando a los oídos de los observadores, sordos como tapias. De manera que así recibían a los subjefes: impersonalmente, pero no de forma desagradable. En absoluto desagradable.
—Tengo lo que necesito —respondió Martel—, pero suplico un favor a la ciudad. Mi amigo Adam Stone está aquí. Desearía verle. Motivos urgentes, personales y legales.
—¿Tienes cita con Adam Stone? —preguntó la voz.
—No.
—La ciudad lo encontrará. ¿Qué número?
—Lo he olvidado.
—¿Olvidado? ¿No es Adam Stone un magnate de la Instrumentalidad? ¿De verdad eres amigo de Stone?
—De verdad —replicó Martel con tono de fastidio—. Guardia, si hay alguna duda, llama al subjefe.
—No he hablado de dudas. ¿Cómo no conoces el número? Dejaré constancia de ello —continuó la voz.
—Fuimos amigos en la infancia. Stone ha cruzado el… —Martel iba a decir «arriba-afuera» cuando recordó que sólo los observadores usaban esta expresión—. Ha ido de Tierra en Tierra y acaba de regresar. Lo conozco bien y lo estoy buscando para llevarle noticias de sus amigos. ¡Que la Instrumentalidad nos proteja!
—Oído y aceptado. Buscaremos a Adam Stone. Aun a riesgo —un riesgo pequeño— de que la alarma de la esfera sonara indicando no humano, Martel conectó el transmisor dentro de la chaqueta. La trémula aguja de luz osciló esperando las palabras y Martel se puso a escribir con el dedo romo. Esto no sirve, pensó, y el pánico lo dominó un instante hasta que encontró el peine. Escribió con una púa aguda.
«Ninguna emergencia. Observador Martel llamando a observador Parizianski».
La aguja fluctuó y la respuesta brilló y se apagó: «Observador Parizianski de servicio. Observador automático recibe llamadas».
Martel apagó el transmisor.
Parizianski debía de estar cerca. ¿Habría entrado directamente, por encima de la muralla de la ciudad, haciendo sonar la alarma y alegando una misión oficial cuando los suboficiales lo detuvieron en el aire? Difícil. Otros observadores debían de haber acompañado a Parizianski, fingiendo que iban en busca de los escasos e insignificantes placeres de que podía gozar un háberman, como mirar las imágenes de las noticias o contemplar a las bellas mujeres de la Galería del Placer. Parizianski andaba cerca, pero no podía haber llegado por su cuenta, pues la Central de Observadores lo consideraba de servicio y lo seguía de ciudad en ciudad.
La voz volvió. Habló con tono perplejo.
—Han encontrado y despertado a Adam Stone. Pide disculpas al honorable, y asegura no conocer a ningún Martel. ¿Deseas ver a Adam Stone por la mañana? La ciudad te dará la bienvenida.
Martel sintió que se le agotaban los recursos. Ya le costaba bastante imitar a un hombre cuando no tenía que mentir. Repitió:
—Dile que soy Martel. El esposo de Luci.
—Así lo haré.
De nuevo el silencio, las estrellas hostiles, la impresión de que Parizianski andaba cerca y se acercaba cada vez más. Sintió que el corazón se le aceleraba. Echó una ojeada furtiva a la caja del pecho y bajó los latidos un punto. Se tranquilizó, aunque no había podido observarse con cuidado.
Ahora la voz sonaba alegre, como si la situación se hubiera aclarado.
—Adam Stone acepta verte. Entra en el Puerto, y bienvenido.
La pequeña esfera cayó al suelo sin ruido y el alambre se retiró a la oscuridad con un susurro. Un estrecho y brillante arco de luz se elevó desde el suelo frente a Martel y barrió la ciudad hasta detenerse en un edificio alto que parecía un hotel y donde Martel nunca había estado. Martel recogió la aerochaqueta, se la apretó contra el pecho como lastre, pisó el rayo de luz y subió silbando por el aire hasta la ventana de entrada. La ventana se abrió de golpe como una boca voraz. Junto a la ventana había un guardia.
—Te esperan, señor. ¿Llevas armas?
—Ninguna —dijo Martel, agradecido de poder contar con sus propias fuerzas.
El guardia lo hizo pasar ante la pantalla detectora. Martel notó un fugaz chispazo de advertencia en la pantalla. Su instrumental lo identificaba como observador, pero el guardia no lo había notado.
Llegaron a una puerta y se detuvieron.
—Adam Stone está armado. Está legalmente armado por autorización de la Instrumentalidad y por liberalidad de la ciudad. Prevenimos a todos los que entran.
Martel asintió y entró en el cuarto.
Adam Stone era bajo, rechoncho y afable. El pelo canoso le crecía muy tieso sobre la estrecha frente. La cara era rubicunda y jovial. Parecía un risueño guía de la Galería del Placer, no un hombre que había viajado al filo del arriba-afuera luchando contra el gran dolor sin ninguna protección háberman.
Miró fijamente a Martel. Parecía sorprendido, quizá fastidiado, pero no hostil. Martel fue al grano.
—Usted no me conoce, Stone. Mentí. Me llamo Martel y no quiero causarle daño, pero mentí. Suplico el honorable obsequio de su hospitalidad. Siga armado. Apúnteme con el arma.
—Eso mismo estoy haciendo —sonrió Stone, y Martel advirtió la diminuta punta de alambre en la rolliza y diestra mano de Stone.
—Bien. No baje la guardia. Así podrá oírme mejor. Pero le ruego que conecte una pantalla de seguridad. No quiero testigos casuales. Es cuestión de vida o muerte.
—Ante todo —dijo Stone con voz inmutable y rostro sereno—, ¿la vida y la muerte de quién?
—Suya y mía, y de los mundos.
—No es usted muy claro, pero acepto. —Y gritó a la puerta—: Secreto, por favor.
Se oyó un zumbido y los rumores de la noche desaparecieron.
—¿Quién es usted? —preguntó Stone—. ¿Qué lo trae aquí?
—Soy el observador Treinta y Cuatro.
—¿Usted un observador? No lo creo. Martel se abrió la chaqueta y mostró la caja del tórax. Stone lo miró sorprendido. Martel explicó:
—Estoy en cranch. ¿Nunca lo había visto?
—En hombres no. En animales… ¡Asombroso! Pero ¿qué quiere?
—La verdad. ¿Me tiene miedo?
—No, si tengo esto —replicó Stone, aferrando la punta de alambre—. No obstante, le diré la verdad.
—¿Es cierto que ha vencido el gran dolor?
Stone titubeó, buscando las palabras.
—Pronto, cuénteme cómo lo consiguió, para que yo pueda creerle.
—He cargado las naves con vida.
—¿Vida?
—Vida. No sé qué es el gran dolor, pero en mis experimentos descubrí que, cuando enviaba gran cantidad de animales o plantas, los que situaba en el centro del grupo vivían más tiempo. Construí naves pequeñas, desde luego, y las lancé al espacio con conejos, monos…
—¿Bestias?
—Sí. Bestias pequeñas. Y las Bestias volvieron indemnes. Volvieron porque las paredes de las naves estaban cubiertas de vida. Probé con muchas otras especies, y al fin encontré un tipo de vida que vive en el agua. Ostras. Lechos de ostras. Las ostras situadas en la capa más externa murieron en el gran dolor. Las del interior sobrevivieron. Los pasajeros llegaron ilesos.
—Pero ¿eran Bestias?
—No sólo Bestias. Yo mismo.
—¡Usted!
—Atravesé el espacio solo. Lo que ustedes llaman el arriba-afuera, solo. Despierto y durmiendo. Estoy bien. Si no me cree, pregunte a los hermanos observadores. Venga a ver la nave por la mañana. Me gustaría verlo allí con los demás observadores. Haré una demostración ante los jefes de la Instrumentalidad.
—¿Vino aquí solo? —insistió Martel.
—Sí, solo —replicó Adam Stone con fastidio—. Si no me cree, mire el registro de los observadores. No me colocaron en un cilindro para cruzar el espacio.
A Martel se le iluminó la cara.
—Ahora le creo. Es verdad. No habrá más observadores. No habrá más hábermans. No habrá más cranch.
Stone miró la puerta con un gesto. Martel no entendió la insinuación.
—Bien, quiero decirle…
—Me lo dirá por la mañana. Ahora disfrute del cranch. ¿No se supone que resulta agradable? Médicamente lo conozco bien, pero no en la práctica.
—Es agradable. La normalidad… de forma temporal. Pero escuche: los observadores han jurado acabar con usted y destruir su trabajo.
—¿Cómo?
—Se han reunido, han votado y jurado. Dicen que usted los hará innecesarios. ¡Usted revivirá las antiguas guerras, si desaparece la observación y los observadores viven en vano!
Adam Stone se puso nervioso, pero no perdió la compostura.
—Usted es un observador. ¿Va a matarme? ¿Intentará matarme?
—No. He traicionado a la hermandad. Llame a los guardianes cuando yo me vaya. Rodéese de guardianes. Intentaré detener al asesino.
Martel vio un borrón en la ventana. Antes de que Stone se volviera, ya le habían arrebatado el alambre. El borrón cobró definición y reveló a Parizianski.
Martel reconoció el estado de Parizianski: Alta velocidad.
Sin pensar en el cranch, se llevó la mano al pecho y sintonizó también Alta velocidad. Oleadas de fuego lo inundaron de pies a cabeza, semejantes al gran dolor pero más ardientes. Trató de mantener la expresión legible mientras se plantaba delante de Parizianski e indicaba: Emergencia máxima.
Parizianski habló mientras Stone se alejaba de ellos con la lentitud de una nube impulsada por el viento.
—Apártate. Estoy cumpliendo una misión.
—Lo sé. Te detengo aquí y ahora. Detente. Detente. Stone tiene razón.
Martel apenas atinaba a leer los labios de Parizianski desde el otro lado de esa niebla dolorosa. (Pensó: ¡Dios, Dios de los antiguos! ¡Dame fuerzas! ¡Permite que viva un tiempo en sobrecarga!).
—Apártate —exigía Parizianski—. ¡Por orden de la hermandad, apártate! —E indicó: ¡Solicito ayuda en nombre del deber!
Martel se asfixiaba en aquel aire almibarado. Hizo un último intento:
—Parizianski, amigo, amigo mío, mi amigo. Detente. Detente.
(Ningún observador había matado nunca a otro observador).
Parizianski indicó: Estás incapacitado y me hago cargo.
Martel pensó: ¡Por primera vez en la historia del mundo! Y tendió la mano hacia la caja cerebral de Parizianski. Sobrecarga. Los ojos de Parizianski titilaron de terror y comprensión. Su cuerpo se derrumbó.
Martel atinó a tocarse la caja del pecho. Mientras caía en estado de háberman, o tal vez en la muerte, redujo la velocidad. Trató de hablar, de decir:
—Llamad a un observador, necesito ayuda, llamad a un observador…
Pero la oscuridad creció y el silencio se cernió sobre él.
Martel despertó y vio la cara de Luci. Abrió más los ojos y descubrió que oía: oía el feliz llanto de Luci, la respiración de su esposa.
—¿Todavía estoy en cranch? ¿Estoy vivo? —preguntó débilmente.
En las sombras borrosas, junto al rostro de Luci, asomó otra cara. Era Adam Stone. La profunda voz atravesó inmensidades de espacio antes de llegar a Martel. Martel intentó leer los labios de Stone, pero no los distinguía bien. De nuevo oyó la voz:
—¿Entiendes? ¡No estás en cranch!
—¡Pero oigo! ¡Siento! —quiso decir Martel. Los otros comprendieron el sentido, aunque no las palabras.
Adam Stone habló de nuevo:
—Volviste del estado de háberman. Yo te he hecho volver. No sabía si daría resultado en la práctica, pero la teoría era correcta. No creerás que la Instrumentalidad prescindirá de los observadores, ¿verdad? Has vuelto a la normalidad. Dejamos morir a los hábermans, a medida que arriban las naves, pues ya no es preciso que vivan. Pero estamos reparando a los observadores. Tú eres el primero. ¿Entiendes? Tú eres el primero. Ahora descansa.
Adam Stone sonrió. Martel creyó ver, entre la bruma, el rostro de uno de los jefes de la Instrumentalidad detrás de Stone. Ese rostro también le sonrió, y luego los dos desaparecieron, alejándose.
Martel trató de levantar la cabeza, de examinarse. No pudo. Luci le contemplaba tranquila, pero con una expresión de afectuosa perplejidad.
—¡Querido mío! ¡Has vuelto otra vez, y para siempre!
Martel insistía en tratar de ver la caja. Al fin se pasó una torpe mano por el pecho. No tenía nada. El instrumental había desaparecido. Había vuelto a la normalidad, pero aún vivía.
En la débil y honda calma de la mente de Martel surgió otro pensamiento inquietante. Intentó escribir con el dedo, como quería Luci, pero no tenía la uña afilada ni la tablilla de observador. Tenía que hablar. Entonces hizo acopio de fuerzas y susurró:
—¿Los observadores?
—Sí, querido, ¿qué?
—¿Los observadores?
—Los observadores. Sí, querido, están bien. Hubo que arrestar a algunos que escaparon a Alta velocidad. La Instrumentalidad detuvo a todos los que estaban en tierra, y ahora son felices. —Luci rió—. Algunos no querían volver a la normalidad, pero Stone y los jefes los convencieron.
—¿Vomact?
—Vomact también se encuentra bien. Ahora está en cranch, hasta que puedan modificarlo. Ha hablado para que asignen nuevas tareas a los observadores. Todos seréis jefes comisionados del espacio. ¿No es maravilloso? Pero Vomact logró que lo nombraran jefe del espacio. Todos seréis pilotos, para que la hermandad y el gremio puedan continuar como hasta ahora. En este momento están modificando a tu amigo Chang. Lo verás pronto.
Luci puso cara de tristeza. Miró a Martel intensamente.
—Será mejor que te lo diga ahora. De lo contrario te preocuparás. Se ha producido un accidente. Sólo uno. Cuando tú y tu amigo visitasteis a Adam Stone, tu amigo estaba tan contento que olvidó observarse y se dejó morir en Sobrecarga.
—¿Cuando visitamos a Stone?
—Sí. ¿No recuerdas? Con tu amigo.
Martel parecía sorprendido.
—Parizianski —explicó Luci.