Al despertar, echó de menos a su familia. Los llamó a todos. «¡Mutti, Vati, Carlotta! ¿Dónde estáis?». Pero, desde luego, lo gritó en alemán, porque era una buena muchacha prusiana. Entonces recordó.
¿Cuánto hacía que su padre las había puesto a ella y sus dos hermanas en la cápsula espacial? No tenía ni idea. Ni siquiera su padre, el Ritter vom Acht, ni su tío, el profesor Joachim vom Acht —quienes les habían administrado las inyecciones en Pardubice, Alemania, el 2 de abril de 1945—, podían imaginar que las muchachas permanecerían en animación suspendida durante miles de años. Pero así había sucedido.
El sol de la tarde arrojaba destellos anaranjados y dorados sobre las densas sombras purpúreas de los árboles luchadores. Charis miró los árboles, sabiendo que cuando el ocaso pasara del naranja al rojo, y la oscuridad creciera en el este, brillarían de nuevo con un fuego sereno.
¿Cuánto hacía que habían plantado los árboles —árboles luchadores, los llamaban los hombres verdaderos— con el propósito de que hundieran sus inmensas raíces en la tierra para buscar en el suelo y las aguas subterráneas los elementos radiactivos, concentrando los desechos venenosos en sus duras vainas para luego dejar caer los cerosos frutos hasta que, tiempo después, las aguas que cayeran sobre la tierra, y las que aún estaban en la tierra, quedaran limpias de nuevo? Charis lo ignoraba.
Pero sabía una cosa. Tocar un árbol significaba la muerte segura.
Ansiaba cortar una rama, pero no se atrevía. No sólo porque era tambu sino porque Charis temía contraer una enfermedad. Su pueblo había progresado mucho durante las últimas generaciones, tanto que a veces no temía enfrentarse a los hombres verdaderos y llevarles la contraria. Pero no se podía llevar la contraria a la enfermedad.
Al pensar en un hombre verdadero, sentía un inexplicable nudo de angustia en la garganta. Se volvía sentimental, tierno, timorato; lo dominaba un anhelo que era una especie de amor, y sin embargo sabía que no podía ser amor, porque nunca había visto a un hombre verdadero, salvo desde lejos.
Se preguntó por qué pensaba tanto en los hombres verdaderos. ¿Habría alguno en las inmediaciones?
Miró el sol poniente, que ahora estaba bastante rojo y se podía contemplar sin peligro. Flotaba en la atmósfera algo que lo inquietaba. Llamó a su hermana:
—¡Oda, Oda! —Ella no respondió. Llamó de nuevo:
—¡Oda, Oda!
Esta vez la oyó venir, avanzando con esfuerzo por entre las matas. Ojalá Oda se acordara de esquivar los árboles luchadores. A veces Oda era demasiado impaciente.
Su hermana apareció de golpe.
—¿Me llamabas, Charis? ¿Me llamabas? ¿Has encontrado algo? ¿Quieres que vayamos juntos a alguna parte? ¿Qué quieres? ¿Dónde están papá y mamá?
Charis no pudo contener una gran carcajada. Oda siempre era así.
—Las preguntas, de una en una, hermanita. ¿No temes sufrir la muerte ardiente, avanzando por entre los árboles de este modo? Sé que no crees en el tambu pero la enfermedad es real.
—No lo es —declaró ella agitando la cabeza—. Quizá lo fue en un tiempo… Supongo que en un tiempo sí lo fue —concedió—, pero ¿conoces a alguien a quien hayan matado los árboles en los últimos mil años?
—Claro que no, aboba. No he vivido mil años.
—Ya sabes a qué me refiero. De cualquier modo, he llegado a la conclusión de que esa historia es un cuento. Todos nos arañamos por accidente contra los árboles. De modo que un día me comí una vaina. Y no pasó nada.
Él se quedó estupefacto.
—¿Te comiste una vaina?
—Eso he dicho. Y no me pasó nada.
—Oda, uno de estos días irás demasiado lejos.
Ella sonrió.
—Y supongo que dirás que los lechos marinos siempre han estado cubiertos de hierba.
—No, claro que no diría semejante cosa —respondió él, indignado—. Sé que la hierba fue plantada en los océanos por la misma razón que indujo a cultivar los árboles luchadores… para que absorbieran todos los venenos que los hombres habían dejado en los días de las Guerras Antiguas.
Habrían seguido discutiendo, pero en aquel preciso momento los oídos de Charis captaron un ruido poco familiar. Conocía el sonido que producían los hombres verdaderos al atravesar el aire para cumplir con sus misteriosos deberes. Conocía el ominoso zumbido que emitían las ciudades cuándo uno se acercaba demasiado. También conocía los cloqueos que emitían los escasos manshonyaggers que quedaban mientras avanzaban por el Yermo, dispuestos a matar a cualquier no-alemán. Pobres máquinas ciegas, eran demasiado fáciles de burlar. Pero este ruido era distinto. Nunca lo había oído.
El sonido sibilante se agudizó y vibró en los límites de la percepción de Charis. Tenía una extraña cualidad de espiral, como si se acercara y retrocediera, aunque constantemente viraba hacia él. Charis sintió pavor ante la posibilidad de una amenaza incomprensible.
Oda también lo oyó. Olvidando la discusión, le cogió el brazo.
—¿Qué será eso, Charis? ¿Qué debe de ser?
—No sé —respondió Charis con voz intrigada y vacilante.
—¿Estarán haciendo algo los hombres verdaderos, algo nuevo de lo que nunca hemos oído hablar? ¿Querrán herirnos o esclavizarnos? ¿Querrán capturarnos? ¿Queremos que nos capturen? Dime, Charis, ¿queremos que nos capturen? ¿Vendrán hacia aquí los hombres verdaderos? Me parece que huelo a hombres verdaderos. Una vez vinieron y capturaron a algunos de los nuestros y se los llevaron y les hicieron cosas extrañas, de modo que después parecían hombres verdaderos. ¿No fue así, Charis? ¿Serán de nuevo los hombres verdaderos?
A pesar del miedo, Charis estaba un poco molesto con Oda. Siempre hablaba más de la cuenta.
El ruido continuó y se intensificó. Charis advirtió que estaba encima de él, pero no veía nada.
—Charis —insistió Oda—, creo que lo estoy viendo. ¿Lo ves tú, Charis?
De pronto él también vio el círculo: una blancura pálida, una estela de vapor que aumentaba de tamaño y volumen. El ruido también aumentaba, amenazando con perforarle los tímpanos. Nunca se había visto nada igual en este mundo.
Un pensamiento lo asaltó. Fue tan violento como un golpe; lo despojó de su entereza y su virilidad como ninguna experiencia lo había hecho antes; ya no se sentía joven y fuerte. Apenas podía articular palabra.
—Oda, ¿podrá ser…?
—¿Qué?
—¿Podrá ser una de las viejas armas del Pasado Antiguo? ¿Será posible que regrese para destruirnos a todos, como siempre han vaticinado las leyendas? La gente siempre ha asegurado que volverían… —Se le apagó la voz.
Fuera cual fuese el peligro, Charis sabía que no podía hacer nada para proteger a su hermana ni a sí mismo.
No había defensa contra las armas antiguas. Ningún sitio era más seguro que otro. La gente aún tenía que vivir bajo la amenaza de armas del pasado remoto. Ésta era la primera vez que él se enfrentaba personalmente a la amenaza, pero había oído hablar de ella. Asió la mano de Oda.
Oda, extrañamente valerosa ahora que aparecía un peligro verdadero, lo arrastró hacia la loma, lejos del cenote. A él le extrañó que su hermana se empeñara en alejarse del agua. Ella le tiró del brazo, y él se sentó junto a Oda.
Ya era demasiado tarde para ir a buscar a sus padres o a los demás. A veces tardaban un día entero en reunir a toda la familia. El objeto descendía implacablemente, y Charis se sintió tan despojado de energía que dejó de hablar.
Esperemos aquí, pensó. Y Oda le apretó la mano, respondiendo:
Sí, hermano mío.
La alargada caja bajaba inexorablemente en el círculo de luz.
Qué extraño. Charis percibía una presencia humana, pero la mente estaba insólitamente cerrada. Charis captó una configuración mental desconocida para él. Había leído la mente de los hombres verdaderos cuando volaban por el cielo; conocía la mente de los suyos; podía distinguir los pensamientos de la mayoría de las aves y las bestias; no le costaba detectar el hambre electrónica y elemental de la mente artificial de un manshonyagger.
Pero este ser poseía una mente tosca, rudimentaria, caliente y cerrada.
Ahora la caja estaba muy cerca. ¿Se estrellaría en el valle donde estaban o en el siguiente? Del interior de la caja surgían chillidos estridentes. A Charis le dolían los oídos y se le nublaba la vista por la intensidad del calor y el sonido. Oda le apretó la mano con fuerza.
El objeto se estrelló en el suelo.
Abrió una zanja en la ladera, frente al cenote. Charis comprendió que la caja les habría caído encima si Oda no se hubiera alejado instintivamente del cenote.
Charis y Oda se levantaron con cautela.
La caja debía de haber perdido aceleración. Estaba caliente, pero no tanto como para incendiar los árboles rotos que la rodeaban. Las hojas trituradas despedían vapor.
El ruido había cesado.
Charis y Oda se acercaron a diez alturas-de-hombre del objeto. Charis articuló su pensamiento más nítido y lo dirigió hacia la caja:
—¿Quién eres?
Obviamente, el ser que estaba dentro no recibió el mensaje con claridad. Soltó un pensamiento salvaje, dirigido a los seres vivos en general.
—¡Tontos, tontos, ayudadme! ¡Sacadme de aquí! —Oda captó el pensamiento, y también Charis. Oda intervino mentalmente y Charis se asombró de la nitidez y la fuerza de su pregunta. Era sencilla, pero con una bella energía. Oda pensó la idea adecuada:
—¿Cómo?
Otro farfulleo frenético y exigente llegó desde la caja:
—Las asas, tontos. Las asas del exterior, ¡coged las asas y sacadme de aquí!
Charis y Oda se miraron. Charis no estaba seguro de querer «sacar» a aquella criatura. Luego reflexionó. Probablemente la hostilidad que irradiaba la caja fuera sólo el resultado del encierro. A él no le habría gustado permanecer encarcelado de este modo.
Charis y Oda avanzaron juntos por entre la vegetación rota, acercándose cautelosamente a la caja. Era negra y vieja; tenía el aspecto de algo que los mayores llamaban «hierro» y jamás tocaban. Vieron las asas, melladas y peladas.
Esbozando una sonrisa, Charis hizo una seña a su hermana. Cada cual cogió un asa y tiró.
Los costados de la caja crujieron. La temperatura del hierro era intensa pero tolerable. Con un gruñido herrumbrado, la vieja portezuela se abrió.
Miraron dentro de la caja.
Había una mujer joven.
No tenía pelambrera, sólo cabello largo en la cabeza.
En vez de pelambrera, llevaba cosas raras y blandas sobre el cuerpo, pero cuando la joven se incorporó, las cosas se desintegraron.
Al principio la muchacha parecía asustada, pero cuando vio a Oda y Charis se echó a reír. Pensó, con claridad y cierta crueldad:
—Supongo que no debo preocuparme por el pudor delante de dos cachorros.
El pensamiento no molestó a Oda, pero hirió los sentimientos de Charis.
La muchacha articuló unas palabras, pero no las comprendieron. Cada uno de ellos le cogió por un codo y la ayudaron a bajar.
Llegaron a la orilla del cenote y Oda indicó a la extraña muchacha que se sentara. Ella la obedeció y articuló algunas palabras más.
Oda estaba tan desconcertada como Charis, pero luego empezó a sonreír. Cuando la muchacha estaba en la caja se habían comunicado mediante la lingua. ¿Por qué no linguar de nuevo? El problema era que esa extraña muchacha parecía incapaz de dominar sus pensamientos, que se dirigían al mundo en general: el valle, el cielo de poniente, el cenote. No advertía que gritaba desaforadamente cada pensamiento.
Oda preguntó a la joven:
—¿Quién eres?
Su mente extraña y caliente respondió sin vacilar:
—Juli, por supuesto.
Allí intervino Charis:
—No hay «por supuesto» que valga —linguó.
¿Qué es esto?, pensó la muchacha. Me estoy comunicando mentalmente con gente-perro.
Charis y Oda la miraron confundidos mientras ella dejaba fluir sus pensamientos.
¿No sabe contener la mente?, se preguntó Charis. ¿Y por qué su mente había parecido tan cerrada cuando ella estaba en la caja?
—Gente-perro. ¿Dónde me encuentro si estoy tratando con gente-perro? ¿Podrá ser la Tierra? ¿Dónde he estado? ¿Cuánto tiempo he estado viajando? ¿Dónde está Alemania? ¿Dónde están Carlotta y Karla? ¿Dónde están papá, mamá y tío Joachim? ¡Gente-perro!
Charis y Oda tantearon el agudo borde de la mente que les arrojaba estos pensamientos atropellados. Había una especie de carcajada cruel cada vez que ella pensaba «gente-perro». Advertían que esta mente era tan brillante como las más brillantes de los hombres verdaderos, aunque distinta. No captaban el singular fervor ni la prudente sabiduría que saturaba la mente de los hombres verdaderos.
Charis recordó algo. Sus padres le habían hablado una vez de una mente parecida a ésta.
Juli continuó lanzando pensamientos como chispas de una fogata, como gotas de una salpicadura. Charis tenía miedo y no sabía qué hacer; y Oda empezó a apartarse de la extraña muchacha.
Luego Charis lo percibió. Juli estaba asustada. Los llamaba gente-perro para ocultar su temor. No sabía dónde estaba.
Reflexionó, sin dirigir su pensamiento a Juli: El miedo no le da derecho a dirigirnos pensamientos brillantes y crueles.
Quizá la postura delató su opinión; Juli pareció captar el pensamiento.
De repente empezó a articular de nuevo palabras que ellos no entendían. Parecía que rogaba, pedía, suplicaba, reprochaba. Parecía estar llamando a personas u objetos específicos. Las palabras formaban un torrente, y captaron nombres que también usaban los hombres verdaderos. ¿Serían sus padres? ¿Su amante? ¿Sus hermanas? Tenía que ser alguien que ella había conocido antes de entrar en aquella caja ruidosa donde había permanecido encerrada en el azul del cielo durante… ¿cuánto tiempo?
La joven se calló de golpe. Algo le había llamado la atención.
Señaló los árboles luchadores.
Había oscurecido y los árboles empezaban a encenderse. El suave fuego despertaba como lo había hecho durante todos los años de la vida de Charis y sus antepasados.
Juli, señalando, habló de nuevo. Dijo algo parecido a v-a-s-i-s-d-a-s.
Charis no pudo contener el enfado. ¿Por qué no se limita a pensar? Resultaba extraño que no pudieran leerle la mente cuando usaba palabras.
De nuevo, aunque Charis no le había dirigido la pregunta a ella, Juli pareció captarla. Emitió un destello de pensamiento, una sola idea que brotó como un chorro de fuego de esa cansada cabecita femenina:
—¿Qué es este mundo?
Luego el pensamiento se desvió ligeramente.
—Vati, Vati, ¿dónde estoy? ¿Dónde estás tú? ¿Qué ha sido de mí?
El pensamiento revelaba añoranza y aflicción.
Oda tendió una mano suave hacia la muchacha. Juli la observó y algunos de los pensamientos crueles y atemorizados regresaron. Luego la absoluta compasión de la postura de Oda pareció absorber la atención de Juli, y con la distensión sobrevino el derrumbe. El pensamiento grande y aterrador desapareció. Juli rompió a llorar. Rodeó con sus largos brazos a Oda, y ésta le palmeó la espalda cuando la joven sollozó aún con más fuerza.
Con los sollozos surgió un pensamiento raro y cordial, cariñoso y carente de desdén:
—Queridos cachorros, ayudadme, por favor. Se supone que sois nuestros mejores amigos… ayudadme ahora…
Charis irguió las orejas. Algo o alguien se acercaba por la cima de la colina.
Claro que un pensamiento grande y agudo como el de Juli podía atraer a todas las criaturas vivas en kilómetros a la redonda. Incluso podía llamar la atención de los altivos pero ominosos hombres verdaderos.
Charis no tardó en serenarse. Reconoció el andar de sus padres. Se volvió hacia Oda.
—¿Oyes eso?
Ella sonrió.
—Son papá y mamá. Deben de haber percibido ese gran pensamiento que tuvo la muchacha.
Charis observó con orgullo cómo se acercaban sus padres. Era un orgullo justificado. Bil y Kae parecían lo que eran, seres sensibles e inteligentes. Además, el color del pelo de ambos casaba muy bien. La bella pelambrera color caramelo de Bil tenía manchas blancas y negras sólo a lo largo de los pómulos y la nariz y en la punta de la cola; la de Kae era de un color gris parduzco que contrastaba visiblemente con sus bellos ojos verdes.
—¿Estáis bien los dos? —preguntó Bil mientras se acercaban—. ¿Quién es ella? Parece un hombre verdadero. ¿Es amigable? ¿Os ha lastimado? ¿Era ella quien emitía esos pensamientos tan violentos? Los percibíamos con claridad desde más allá de la ladera.
Oda se echó a reír.
—Haces tantas preguntas como yo, papá.
—Sólo sabemos que una caja cayó del cielo y que ella estaba dentro —explicó Charis—. Oísteis el ruido penetrante cuando bajaba, ¿verdad?
—¿Quién no lo oyó? —rió Kae.
—La caja se estrelló allí. Puedes ver la parte chamuscada de la ladera.
La zona donde había aterrizado la caja se extendía negra y temible. Alrededor, los árboles luchadores derribados brillaban en el suelo, en una enmarañada confusión.
Bil miró a Juli y agitó la cabeza.
—Todavía no entiendo cómo no se mató si se estrelló con tanta fuerza.
Juli empezó de nuevo a articular palabras, pero al fin pareció entender. Gritar en su idioma no serviría de nada. En cambio pensó:
—Por favor, queridos cachorros. Por favor, ayudadme. Por favor, entended.
Bil quiso mantener la dignidad, pero notó consternado que la cola se le meneaba como si adquiriera voluntad propia. Advirtió que el impulso era incontrolable. Sintió una mezcla de rencor y felicidad cuando respondió:
—Claro que te entendemos y trataremos de ayudarte, pero haz el favor de no pensar de forma tan desconsiderada. Tus pensamientos nos hieren la mente cuando son tan brillantes y agudos.
Juli intentó reducir la intensidad de los pensamientos. Suplicó:
—Llevadme a Alemania.
Los cuatro hombres no autorizados —madre, padre, hija e hijo— intercambiaron una mirada. Ignoraban qué era eso de Alemania.
Oda se volvió a Juli, muchacha a muchacha, y linguó:
—Piensa en una Alemania para que sepamos qué es.
La extraña muchacha emitió imágenes de increíble belleza. Una clara figura siguió a la otra hasta que la pequeña familia quedó casi enceguecida por la magnificencia de la exhibición. Presenciaron el resurgimiento de todo el mundo antiguo. Las ciudades se erguían resplandecientes en un mundo rodeado de verde. No había altivos y lánguidos hombres verdaderos; en cambio, todas las personas que vieron en la mente de Juli se parecían a ella. Eran vitales, a veces feroces, arrolladoras; las vieron altas, erguidas, con dedos largos; y desde luego no tenían cola, como los hombres no autorizados. Los niños eran increíblemente graciosos.
Lo más asombroso de aquel mundo era la cantidad de gente que lo poblaba. La gente abundaba más que las aves migratorias, y estaba más apiñada que los salmones en tiempo de desove.
Charis se consideraba un joven con experiencia. Había conocido a una cincuentena de personas además de su propia familia, y había visto hombres verdaderos en el cielo cientos de veces. Había presenciado a menudo el intolerable resplandor de las ciudades y había caminado alrededor de ellas más de una vez, y en cada ocasión llegó a la firme conclusión de que no había modo de entrar. Su valle le parecía bueno. Al cabo de pocos años tendría edad suficiente para visitar los valles vecinos y buscar esposa.
Pero esta visión que surgía de la mente de Juli… No entendía cómo tantas personas podían vivir juntas. ¿Cómo podían saludarse todas por la mañana? ¿Cómo lograban ponerse de acuerdo? ¿Cómo conseguían tener tranquilidad suficiente para captar la presencia de los demás, las necesidades de los demás?
Le llegó una imagen especialmente fuerte y brillante. Cajas con pequeñas ruedas llevaban a la gente a velocidades insensatas por carreteras muy lisas.
—Conque para eso servían las carreteras —jadeó. Entre las personas vio muchos perros. No se parecían en nada a las criaturas del mundo de Charis. No eran esos animales largos, parecidos a nutrias, a quienes los hombres no autorizados desdeñaban como parientes pobres; tampoco se parecían a los hombres no autorizados, y desde luego no eran como esos animales modificados cuyo aspecto era casi idéntico al de los hombres verdaderos. No, los perros del mundo de Juli eran criaturas felices y saltarinas con pocas responsabilidades. Parecía existir una relación afectuosa entre ellos y las personas. Compartían risas y penas.
Juli había cerrado los ojos mientras evocaba a Alemania. Concentrándose con esfuerzo, introdujo en la imagen de la belleza y felicidad algo más: terroríficos artefactos voladores que arrojaban fuego, relámpagos y ruido; una cara muy desagradable, una cara chillona con una mancha de suciedad sobre la boca; un chorro de llamas en la noche; un estruendo de máquinas mortíferas. Encima de ese estruendo estaba la imagen de Juli y dos muchachas parecidas a ella, caminaban con un hombre, al parecer el padre, hacia tres cajas de hierro como la que había traído a Juli. Luego se hizo la oscuridad.
Eso era Alemania.
Juli se desmayó.
Los cuatro le sondearon la mente con delicadeza. Para ellos era como un diamante, clara y transparente como un lago iluminado por el sol en el bosque, pero la luz que les devolvía no era un reflejo. Era rica, brillante y deslumbrante. Ahora que estaba en reposo, podían escrutar sus honduras. Vieron hambre, dolor y soledad. Vieron una soledad tan grande que cada cual intentó pensar en un modo de aplacarla. Amor, pensaron, lo que necesita es amor y gente de su especie. ¿Pero dónde encontrarían un antiguo? ¿Lo sabría un hombre verdadero?
—Sólo se puede hacer una cosa —dijo Bil—. Tenemos que llevarla a la casa del Viejo Oso Sabio. Él se comunica con los hombres verdaderos.
—¡Pero ella no ha hecho nada malo! —exclamó Oda. Su padre la miró.
—Querida, no sabemos qué hacer. Ella es una antigua que ha regresado a este mundo después de dormir en el espacio. Han transcurrido miles de años desde que existió su mundo; creo que ella está empezando a comprenderlo, y eso la ha trastornado. Necesitamos ayuda. Quizá los nuestros hayan sido perros alguna vez, y eso es lo que ella cree que somos. Pero necesita una casa, y la única casa no autorizada que conozco pertenece al Viejo Oso Sabio.
Charis miró a sus padres con ojos preocupados.
—¿Qué es eso de los perros? ¿Por eso sentimos tanta confusión cuando pensamos en los hombres verdaderos? Ella también me desconcierta. ¿Supones que realmente quiero pertenecerle?
—No —dijo su padre—. Ése es sólo el vestigio de un instinto muy, muy antiguo. Ahora regimos nuestras propias vidas. Pero esta muchacha representa un problema demasiado grande para nosotros. Se la llevaremos al Viejo Oso Sabio. Al menos él tiene casa.
Juli aún estaba inconsciente, y para ellos era demasiado grande. Cada uno tomó una extremidad y, no sin dificultad, la levantaron. En menos de la décima parte de una noche llegaron a la casa del Viejo Oso Sabio. Por suerte no se toparon con ningún manshonyagger ni cualquier otro peligro del bosque.
Ante la puerta de la casa del Viejo Oso Sabio, depositaron suavemente a la muchacha en el suelo.
—Oso, Oso —gritó Bil—, sal afuera, sal afuera.
—¿Quién es? —tronó una voz desde dentro.
—Bil y su familia. Tenemos a una antigua con nosotros. Sal afuera. Necesitamos tu ayuda.
La luz amarilla que se filtraba por la puerta se redujo a proporciones soportables cuando la inmensa mole del Oso se plantó ante ellos.
Extrajo sus gafas de un estuche sujeto al cinturón, se las caló sobre la nariz y miró de soslayo a Juli.
—Por todos los cielos —dijo—. Otra más. ¿Dónde habéis encontrado a la muchacha antigua?
Solemne pero feliz, Charis explicó:
—Cayó del cielo en una caja chillona.
El Oso cabeceó en un ademán de comprensión.
—Has dicho «otra más» —comentó Bil—. ¿A qué te referías?
El Oso hizo una mueca.
—Olvida lo que he dicho —repuso—. Por un momento olvidé que no sois hombres verdaderos. Olvídalo, por favor.
—¿Quieres decir que es algo que los hombres no autorizados no deberían saber? —preguntó Bil. El Oso asintió consternado. Comprendiendo, Bil dijo:
—Bien, si alguna vez puedes, ¿nos harás el favor de explicárnoslo?
—Claro —aseguró el Oso—. Y ahora creo que será mejor que llame al ama de llaves para que cuide de ella. Herkie, Herkie, ven aquí.
Apareció una mujer rubia de mirada ansiosa. Al parecer tenía algún problema en los ojos azules, pero parecía funcionar adecuadamente.
Bil se apartó de la puerta.
—Es una persona experimental —exclamó—. ¡Es una gata!
—En efecto —corroboró el Oso sin inmutarse—, pero puedes ver que tiene los ojos imperfectos. En realidad, por eso se le permite ser mi ama de llaves y su nombre no va precedido de una G.
Bil entendió. Los errores que los hombres verdaderos cometían en sus intentos de crear subpersonas a menudo acababan destruidos, pero en ocasiones se les permitía continuar con vida si parecían capaces de realizar alguna tarea necesaria. El Oso tenía contactos con los hombres verdaderos. Si necesitaba un ama de llaves, un animal modificado defectuoso era una solución ideal.
Herkie se inclinó sobre el cuerpo inerte de Juli. Le estudió la cara con asombro. Luego miró al Oso.
—No comprendo —murmuró—. No entiendo cómo puede ser posible.
—Luego —susurró el Oso—. Cuando estemos solos. Herkie se esforzó por escrutar la oscuridad y descubrió a la familia canina.
—Oh, entiendo —dijo.
Bil y Charis se sintieron desconcertados. Oda y Kae no parecieron darse cuenta de la descortesía. Bil agitó la mano.
—Bueno, adiós. Espero que podáis cuidar de ella.
—Gracias por traerla —dijo el Oso—. Quizá los hombres verdaderos os den una recompensa.
Contra su voluntad, Bil sintió que la cola se le meneaba de nuevo.
—¿Volveremos a verla alguna vez? —preguntó Oda—, ¿crees que volveremos a verla? La amo, la amo.
—Quizá —respondió su padre—. Ella sabrá quién la salvó, y creo que nos buscará.
Juli emergió lentamente del sueño. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? Tuvo un recuerdo parcial. La gente-perro. ¿Dónde está? Notó que había alguien. Levantó la vista hacia unos ojos azules y turbios que la miraban con ansiedad.
—Soy Herkie —saludó la mujer—. Soy el ama de llaves del Viejo Oso Sabio.
Juli tenía la sensación de haber despertado en un sanatorio mental. Todo le parecía imposible. Gente-perro y ahora un oso. Y, sin duda, la mujer rubia de ojos defectuosos no era humana. Herkie le palmeó la mano.
—Es lógico que estés confundida —la animó. Juli se sorprendió.
—¡Hablas! Hablas y yo te entiendo. Hablas alemán. No nos estamos comunicando telepáticamente.
—Desde luego —dijo Herkie—. Hablo doych verdadero. Es uno de los idiomas favoritos del Oso.
—Uno de los… —Juli se interrumpió—. Todo es tan desconcertante.
Herkie le palmeó la mano de nuevo.
—Claro que sí.
Juli se recostó y miró el cielo raso:
—Debo de estar en otro mundo.
—No —respondió Herkie—, pero has estado fuera durante mucho tiempo.
El Oso entró en el cuarto.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó. Juli asintió apenas.
—Por la mañana decidiremos qué vamos a hacer —dijo él—. Tengo ciertos contactos con los hombres verdaderos, y creo que será mejor que te llevemos al Vomacht. Juli se irguió como herida por un rayo.
—¿Qué es el Vomacht? ¡Ése es mi apellido, Vom Acht!
—Ya lo sospechaba —dijo el Oso. Herkie, mirándola desde el borde de la cama, asintió sabiamente.
—Yo estaba segura —dijo. Y añadió—: Creo que necesitas una sopa caliente y un poco de descanso. Por la mañana todo se aclarará.
Un cansancio de años pareció aplastar los huesos de Juli. Necesito descansar, pensó. Necesito aclarar las cosas en mi mente. Se durmió tan rápido que ni siquiera tuvo oportunidad de sobresaltarse.
Herkie y el Oso le estudiaron la cara.
—El parecido es notable —dijo el Oso. Herkie asintió—. Lo que me preocupa es la diferencia de tiempo. ¿Crees que eso será importante?
—No lo sé —respondió Herkie—. Como no soy humana, no sé qué molesta a la gente. —Se enderezó y se estiró—. ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡La deben de haber enviado aquí para que nos ayude en la rebelión!
—No —decidió el Oso—. Ha pasado demasiado tiempo para que su llegada sea intencional. Es verdad que puede ayudarnos, vaya si puede ayudarnos, pero creo que su llegada en este preciso momento y lugar es fortuita y no deliberada.
—A veces me parece entrever una mente humana particular —dijo Herkie—, pero sin duda tienes razón. No veo el momento de que se conozcan.
—Sí, aunque creo que el encuentro será bastante traumático. En más de un sentido.
Cuando Juli despertó de su profundo sueño, encontró a una pensativa Herkie a su lado.
Juli se desperezó y su mente, aún descontrolada, preguntó:
—¿De veras eres una gata?
—Sí —respondió Herkie—. Pero tendrás que disciplinar tus pensamientos. Cualquiera puede leerlos.
—Lo lamento —linguó Juli—, pero no estoy habituada precisamente a la telepatía.
—Lo sé —respondió Herkie en alemán.
—Aún no entiendo cómo sabes alemán —dijo Juli.
—Es una larga historia. Yo lo aprendí del Oso. Quizá sea mejor que le preguntes a él cómo lo aprendió.
—Espera un momento, empiezo a recordar lo que ocurrió antes de que me durmiera. El Oso mencionó el apellido de mi familia, Vom Acht.
—Te hemos preparado ropa —dijo Herkie, cambiando de tema—. Hemos tratado de imitar el estilo de la que tenías puesta, pero estaba tan deshilachada que no sabemos si la hemos copiado bien.
Parecía tan ansiosa de complacerla que Juli la tranquilizó de inmediato.
—Si es de mi tamaño estoy segura de que sera adecuada.
—Oh, es de tu tamaño —linguó Herkie—. Te hemos medido. Ahora, después de tomar un baño y comer, te vestirás, y el Oso y yo te llevaremos a la ciudad. Las subpersonas como yo por lo general no pueden entrar en la ciudad, pero creo que esta vez harán una excepción.
Había algo dulce y sabio en la cara de ojos azules y turbios. Juli sintió que Herkie era su amiga.
—Lo soy —linguó Herkie.
Juli comprendió una vez más que debía aprender a controlar los pensamientos, o al menos la emisión de éstos.
—Aprenderás —linguó Herkie—. Realmente, sólo se requiere un poco de práctica.
Se acercaron a la ciudad a pie. El Oso iba delante, seguido por Juli, y Herkie andaba detrás. Se toparon con dos manshonyaggers en el camino, pero el Oso les habló en doych verdadero desde lejos y las máquinas viraron en silencio y se alejaron con sigilo. Juli se quedó fascinada.
—¿Qué son? —preguntó.
—Su verdadero nombre es Menschenjáger, y fueron inventadas para matar a personas que no compartieran las ideas del Sexto Reich alemán. Pero quedan pocas que todavía funcionen, y muchos hemos aprendido doych desde…
—¿Si?
—Desde un acontecimiento del cual tendrás noticia en la ciudad. Ahora continuemos la marcha.
Se acercaron a los muros de la ciudad y Juli reparó en un zumbido y en una fuerza poderosa que los rechazaba. Se le erizó el pelo y sintió un cosquilleo eléctrico. Obviamente, un campo de fuerza rodeaba la ciudad.
—¿Qué es? —exclamó.
—Sólo una carga estática para contener el Yermo —explicó el Oso con tono tranquilizador—. Pero no te preocupes, puedo neutralizarla.
Alzó un pequeño artefacto con la pata derecha, pulsó un botón e inmediatamente un pasillo se abrió ante ellos.
Cuando llegaron a la muralla de la ciudad, el Oso tanteó cuidadosamente la arista superior. En cierto punto se detuvo y extendió la pata hacia una llave de aspecto raro que le colgaba del cuello atada a un cordel.
Juli no veía ninguna diferencia entre ese sector de la muralla y el resto, pero el Oso insertó la llave en una ranura que había hallado y una parte de la barrera se levantó. Los tres entraron por el hueco y la muralla volvió silenciosamente a su posición.
El Oso las guió deprisa por calles polvorientas. Juli vio a varias personas, pero la mayoría le parecieron distantes, austeras, apáticas. Guardaban poco parecido con los vitales prusianos que ella recordaba.
Al fin llegaron a la puerta de un edificio grande de aspecto antiguo e imponente. Junto a la puerta había una inscripción. El Oso las urgió a entrar.
—Por favor, señor Oso, ¿puedo pararme a leerla?
—Llámame Oso, simplemente, y sí, claro que puedes. Quizá te ayude a entender algunas de las cosas que aprenderás hoy.
La inscripción estaba en alemán y tenía forma de poema. Parecía tallada cientos de años atrás (y así era, aunque Juli aún no podía saberlo).
Herkie alzó la vista.
—Ah, la primera…
—Cállate —ordenó el Oso. Juli leyó el poema en silencio.
Juventud
fugaz, fugaz,
manando como sangre de las venas…
casi nada permanece.
Borrado
el rostro glorioso,
reemplazado
por uno que refleja lágrimas,
transcurridos los años.
¡Oh juventud,
no te vayas aún!
Sonríenos
un poco más,
sonríe a los pocos desdichados
que te adoramos…
—No comprendo —dijo Juli.
—Ya comprenderás —anunció el Oso—. Lamentablemente, comprenderás.
Se les acercó un funcionario con una túnica verde brillante, orlada de oro.
—Hace tiempo que no nos honras con tu presencia —saludó respetuosamente al Oso.
—He estado muy ocupado —respondió el Oso—. ¿Cómo está ella?
Juli advirtió con un sobresalto que no se comunicaban telepáticamente, sino en alemán. ¿Cómo saben alemán estas personas? Sin proponérselo, proyectó su pensamiento hacia fuera.
—Silencio —le aconsejaron simultáneamente Herkie y el Oso.
Juli se sintió avergonzada.
—Lo lamento —casi susurró—. No sé cómo lograré aprender este truco.
—Es un truco —dijo Herkie en tono comprensivo—, pero ya lo haces mejor que cuando llegaste. Sólo debes tener cuidado. No puedes lanzar tus pensamientos a todas partes.
—Eso no importa ahora —dijo el Oso, volviéndose hacia el funcionario de uniforme verde—. ¿Se me concederá una audiencia? Creo que es importante.
—Quizá tengas que esperar un rato —advirtió el funcionario—, pero estoy seguro de que ella te la concederá, tratándose de ti.
Juli notó que el Oso recibía esas palabras con cierta complacencia. Se sentaron a esperar y, de cuando en cuando, Herkie palmeaba el brazo de Juli para tranquilizarla.
El funcionario no tardó mucho en reaparecer.
—Te recibirá ahora —anunció.
Los condujo por un largo pasillo hasta una sala espaciosa en cuyo extremo se levantaba un estrado con una silla. No es un trono imponente, pensó Juli para sí misma. Detrás de la silla había un apuesto joven, un hombre verdadero. En la silla se sentaba una mujer, vieja, más vieja de lo imaginable; sus manos agarrotadas parecían zarpas, pero en la cara ojerosa y arrugada aún se entreveía un rastro de belleza.
El desconcierto de Juli se agudizó. Ella conocía a esa persona, pero no la conocía. Su sentido de la orientación, ya debilitado por los acontecimientos del «día» anterior, casi se desmoronó. Se aferró a la mano de Herkie como si fuera el único elemento familiar en un mundo incomprensible.
La mujer habló. Su voz sonaba vieja y débil, pero hablaba en alemán.
—Así que has venido, Juli. Laird me dijo que te haría descender. Estoy muy contenta de verte y de saber que estás bien.
Juli sintió un mareo. Sabía, sabía, pero no podía creerlo. Demasiadas cosas habían cambiado, demasiadas cosas habían ocurrido en muy poco tiempo, desde que había vuelto a la vida.
—¿Carlotta? —susurró con un jadeo. Su hermana asintió.
—Sí, Juli, soy yo. Y éste es mi esposo, Laird. —Volvió la cabeza hacia el apuesto joven que estaba tras ella—. Me hizo descender hace doscientos años pero, por desgracia, siendo yo una antigua, no pudo someterme al proceso de rejuvenecimiento que se creó después de que nosotras abandonáramos la Tierra.
Juli rompió a llorar.
—Oh, Carlotta. Resulta tan difícil de creer. ¡Y estás tan vieja! Tenías sólo dos años más que yo.
—Querida, he disfrutado de doscientos años de felicidad. No consiguieron rejuvenecerme, pero al menos pudieron prolongarme la vida. Ahora bien, cuando pedí a Laird que te trajera no fue sólo por motivos altruistas. Karla aún está allá arriba, pero como ella sólo tenía dieciséis años cuando entró en animación suspendida, pensamos que tú serías más adecuada para la tarea. No te hicimos ningún favor al traerte, pues ahora tú también empezarás a envejecer. Pero permanecer en animación suspendida para siempre tampoco es vida.
—Claro que no —dijo Juli—. Y de todos modos, si hubiera vivido una vida normal habría envejecido.
Carlotta se inclinó para besarla.
—Al menos por fin estamos juntas —suspiró Juli.
—Querida —dijo Carlotta—, es maravilloso compartir al menos este corto tiempo. Verás, yo voy a morir. Llega un momento en que los científicos, a pesar de toda la tecnología, ya no pueden mantener un cuerpo con vida. Y necesitamos ayuda, ayuda para la rebelión.
—¿La rebelión?
—Sí. Contra los Jwindz. Eran chinos, filósofos. Ahora son los verdaderos amos de la Tierra y nosotros nos hemos convertido en meros instrumentos, en su fuerza policial, o eso creen ellos. No dominan el cuerpo del hombre, sino el alma. Ahora ésa es casi una palabra olvidada. Digamos mejor «mente». Ellos se autodenominan los Perfectos, y han tratado de recrear al hombre a su propia imagen. Pero son distantes, altivos, fríos.
»Han reclutado a gente de todas las razas, pero el hombre no ha reaccionado bien. Sólo unos pocos aspiran a la perfección estética que los Jwindz tienen como meta. De modo que los Jwindz han recurrido a su conocimiento de las drogas y los narcóticos para transformar a los hombres verdaderos en gentes adormecidas y sin voluntad. Así les resulta fácil gobernarlos y controlar sus actos. Por desgracia, algunos de nuestros descendientes —señaló a Laird con la cabeza— se han unido a ellos.
»Te necesitamos, Juli. Desde que yo volví del mundo antiguo, Laird y yo hemos hecho cuanto estaba a nuestro alcance para liberar a los hombres verdaderos de esta esclavitud, porque es una esclavitud. Es una carencia de vitalidad, una falta de propósito en la vida. Nosotros teníamos una palabra para ese estado en los viejos tiempos. ¿Recuerdas? «Zombi».
—¿Qué quieres que haga?
Mientras las hermanas dialogaban, Herkie, el Oso y Laird habían guardado silencio.
Finalmente Laird intervino.
—Hasta que Carlotta vino a nosotros, nos dejábamos arrastrar sin más por el poder de los Jwindz. No sabíamos qué era en realidad un ser humano. Pensábamos que nuestro único propósito en la vida era servir a los Jwindz: si ellos eran perfectos, ¿qué otra función nos correspondía? Nuestro deber era satisfacer sus necesidades: mantener y custodiar las ciudades, contener el Yermo, administrar las drogas. Algunos integrantes de la Instrumentalidad incluso cazaban a los hombres no autorizados, a los No Perdonados y, como último recurso, a los hombres verdaderos, para abastecer los laboratorios.
»Pero ahora muchos hemos dejado de creer en la perfección de los Jwindz, o tal vez hemos llegado a creer en algo más que la perfección humana. Habíamos servido a algunos hombres cuando tendríamos que haber servido a la humanidad.
»Ahora consideramos que ha llegado el momento de poner fin a esta tiranía. Carlotta y yo contamos con aliados entre nuestros descendientes y entre algunos de los No Perdonados y, como has visto, incluso entre los hombres no autorizados y otras personas derivadas de los animales. Creo que aún debe existir una reminiscencia de la época en que los seres humanos tenían «mascotas», en los viejos tiempos.
Juli miró alrededor y advirtió que Herkie ronroneaba suavemente.
—Sí —dijo—, entiendo a qué te refieres.
—Deseamos —continuó Laird— organizar una verdadera Instrumentalidad, una fuerza que no esté al servicio de los Jwindz sino al servicio de la humanidad. Estamos decididos a que el hombre nunca traicione de nuevo su propia imagen. Fundaremos la Instrumentalidad de lo Humano, benévola pero no manipuladora.
Carlotta asintió lentamente. Su cara envejecida expresaba preocupación.
—Yo moriré dentro de pocos días, y tú te casarás con Laird. Serás la nueva Vomacht. Con suerte, cuando llegues a mi edad, tus descendientes y algunos de los míos habrán liberado la Tierra del poder de los Jwindz.
Juli volvió a sentirse desorientada.
—¿Debo casarme con tu esposo?
—He amado a tu hermana durante más de doscientos años —intervino Laird—. Te amaré a ti también, pues te pareces mucho a ella. No creas que soy desleal. Ella y yo hemos hablado mucho sobre esto antes de que yo te trajera. Si ella no se estuviera muriendo, yo seguiría siéndole fiel. Pero ahora te necesitamos a ti.
Carlotta manifestó su acuerdo.
—Es verdad. Él me ha hecho muy feliz, y te hará feliz a ti también, durante toda tu vida, Juli. No te habría traído si no hubiera tenido un plan para tu futuro. Nunca serías feliz con uno de esos hombres nuevos, drogados y apaciguados. Confía en mí, por favor. No hay otra solución.
Los ojos de Juli se llenaron de lágrimas.
—Haberte encontrado al fin para perderte al cabo de tan poco tiempo…
Herkie le palmeó la mano y Juli descubrió lágrimas de comprensión en sus ojos azules y turbios.
Carlotta murió tres días después. Murió con una sonrisa, mientras Laird y Juli le asían una mano cada uno. Ella habló al fin y les apretó las manos.
—Os veré luego. Entre las estrellas.
Juli no pudo reprimir el llanto.
Postergaron la boda durante siete días de luto. Por una vez, las puertas de la ciudad se abrieron y los campos estáticos de fuerza se apagaron, pues ni siquiera los Jwindz podían dominar los sentimientos de las personas derivadas de animales, los hombres no autorizados, y aun de algunos hombres verdaderos, hacia esa mujer que había llegado de un mundo antiguo.
El Oso estaba especialmente triste.
—Fui yo quien la encontró cuando la hiciste bajar —le dijo a Laird.
—Lo recuerdo.
Conque a eso se refería el Oso cuando dijo «otra más», pensó Bil.
Charis y Oda, Bil y Kae estaban entre los que lloraban. Juli los vio y pensó mis pobres cachorros, aunque esta vez el pensamiento era afectuoso y no despectivo.
Oda meneaba la cola. He tenido una idea, le linguó a Juli. ¿Puedes venir a verme en el cenote dentro de dos días?
Sí, pensó Juli, orgullosa de sí misma. Por primera vez estaba segura de que el pensamiento había ido sólo hacia la persona a quien se dirigía. Supo que lo había logrado cuando atisbo de reojo la cara de Laird y notó que él no le había leído el pensamiento.
Cuando fue a ver a Oda en el cenote, Juli no sabía qué se esperaba de ella, ni qué esperaba ella.
—Debes dirigir tus pensamientos con mucho cuidado —linguó Oda—. Nunca sabemos cuando hay un Jwindz en lo alto.
—Creo que estoy aprendiendo —linguó Juli. Oda asintió.
—Mi idea era recurrir a los árboles luchadores. Los hombres verdaderos aún temen a la enfermedad. Pero yo sé que la enfermedad ya no existe. Me harté tanto de andar entre los árboles con constante ansiedad que resolví hacer una prueba, y comí una vaina de árbol luchador. No me pasó nada. Desde entonces no les he tenido más miedo. De modo que si los rebeldes nos reuniéramos allí, en un bosquecillo de árboles luchadores, los funcionarios de los Jwindz nunca nos encontrarían. No se atreverían a perseguirnos por allí.
A Juli se le iluminó la cara.
—Es una idea excelente. ¿Puedo consultar a Laird?
—Desde luego. Él siempre ha sido uno de los nuestros. Y tu hermana también lo fue.
Juli se entristeció de nuevo.
—Me siento muy sola.
—No. Tienes a Laird, y nos tienes a nosotros, y al Oso, y a su ama de llaves. Y con el tiempo habrá más. Ahora debemos despedirnos.
Cuando Juli regresó de su encuentro con Oda en el cenote, encontró a Laird reunido con el Oso y un joven que se parecía extraordinariamente a Laird y a la joven Carlotta, según la recordaba Juli.
Laird le sonrió.
—Éste es tu sobrino-nieto —le dijo—. Mi nieto. El concepto que Juli tenía del tiempo y la edad sufrió otra conmoción. Laird no aparentaba más edad que su nieto. ¿Cómo encajo yo en todo esto?, se preguntó, y sin querer dejó escapar el pensamiento.
—Sé que te cuesta asimilar tantas cosas —dijo Laird, cogiéndole la mano—. Carlotta también tuvo dificultades para adaptarse. Pero inténtalo, querida, por favor. Inténtalo, pues te necesitamos desesperadamente, y yo, en particular, no puedo prescindir de ti. Sin ti no podría afrontar la pérdida de tu hermana Carlotta.
Juli sintió una vaga turbación.
—¿Cómo se llama mi…? —No consiguió decirlo—. ¿Cómo se llama él?
—Disculpa. Se llama Joachim, por tu tío. Joachim sonrió y la abrazó.
—Verás —dijo—, necesitamos tu ayuda en la rebelión a raíz del culto que se creó en torno de tu hermana, mi abuela. Cuando ella regresó a la Tierra como una antigua, se instituyó un culto para venerarla. Por esa razón era «la Vomacht», y tú también debes serlo. Es esencial para quienes nos oponemos al poder de los Jwindz. La abuela Carlotta tenía aquí un pequeño reino, y ni siquiera los Jwindz podían impedir que la gente viniera a rendirle homenaje. Lo habrás notado durante el período de luto.
—Sí, vi que ella contaba con el respeto de muchos. Si mi hermana estaba fomentando una rebelión, no me cabe duda de que estaba en lo cierto. Carlotta fue siempre una persona muy justa. Y ahora debo contaros el plan que sugiere Oda.
Les explicó su idea.
—Podría dar resultado —afirmó el Oso—. Los hombres verdaderos siempre han observado cuidadosamente el tambu de los árboles luchadores. Más aún, creo que conozco una forma de perfeccionar la idea de Oda. —Se entusiasmó y se le cayeron las gafas. Joachim las recogió.
—Oso —dijo—, siempre te pasa lo mismo cada vez que te excitas.
—Creo que eso significa que tengo una buena idea —sonrió el Oso—. ¿Por qué no usamos los manshonyaggers?
Los otros lo miraron desconcertados y Laird dijo lentamente:
—Creo entender adónde quieres llegar. Los manshonyaggers, aunque no quedan muchos, ciertamente sólo responden al alemán y…
—Y los dirigentes Jwindz son chinos, demasiado orgullosos para haber aprendido otro idioma —interrumpió el sonriente Oso.
—Sí. De manera que si instalamos nuestro cuartel general en los árboles luchadores y difundimos la noticia de que la Vomacht está allí…
—Y rodeamos el bosquecillo con manshonyaggers…
Empezaron a interrumpirse unos a otros mientras la idea iba cobrando forma. La excitación aumentó.
—Creo que funcionará —dijo Laird.
—También yo —lo tranquilizó Joachim—. Reuniré a la Banda de los Primos, y después de que te hayas instalado en los árboles luchadores haremos una incursión al centro de drogas y llevaremos los tranquilizantes al bosquecillo, donde podremos destruirlos.
—¿La Banda de los Primos? —preguntó Juli.
—Descendientes míos y de Carlotta que no se han unido a la Instrumentalidad de los Jwindz —explicó Laird.
—¿Y por qué algunos se han unido a ellos?
Laird se encogió de hombros.
—Codicia, poder, diversos motivos muy humanos. Incluso una ilusión de inmortalidad física. Tratamos de inculcar ideales a nuestros hijos, pero la corrupción del poder es muy grande. Tú debes de saberlo.
Al recordar una cara aullante y odiosa con bigote negro, una cara de su propia época, Juli asintió.
Herkie y el Oso, Charis y Oda, Bil y Kae acompañaron a Juli hasta el bosquecillo de árboles luchadores. Al principio, Bil y Kae tenían sus reservas. Sólo aceptaron ir cuando Oda confesó haber comido una vaina, y entonces la reacción de Bil fue típicamente paternal.
—¿Cómo se te ocurrió correr semejante riesgo? —le preguntó a Oda.
Los ojos de su hija brillaron. Meneó la cola con fastidio.
—Tenía que hacerlo —respondió. Bil miró de soslayo a Herkie.
—Entendería que ella lo hubiera hecho… Herkie irguió el cuerpo.
—La curiosidad de los gatos tiene una fama exagerada —declaró—. En realidad somos bastante prudentes.
—No he querido menospreciarte —se apresuró a decir Bil, y Herkie advirtió que se le aflojaba la cola.
—Es un error muy extendido —dijo amablemente, y la cola de Bil se enderezó.
Cuando llegaron al corazón del bosquecillo, prepararon una merienda y formaron un círculo. Juli tenía hambre. En la ciudad le habían ofrecido comida sintética, sin duda saludable y llena de vitaminas, pero insatisfactoria para el apetito de una antigua muchacha prusiana. Las personas derivadas de animales habían traído comida verdadera, y Juli disfrutó complacida de cada bocado.
El Oso reparó en su felicidad.
—¿Ves? —le dijo—. Así fue como lo consiguieron.
—¿Como consiguieron qué? —preguntó Juli con la boca llena de pan.
—Como drogaron a la mayoría de los hombres verdaderos. Los hombres verdaderos estaban tan habituados a la comida sintética que cuando los Jwindz introdujeron los tranquilizantes en los alimentos sintéticos los hombres verdaderos no advirtieron la diferencia. Si la Banda de los Primos logra capturar el suministro de drogas, espero que los síntomas de abstinencia no sean demasiado agudos para los hombres verdaderos.
—Es un factor que deberíamos tener en cuenta —intervino Bil—. Si se producen síntomas agudos, es posible que algunos hombres verdaderos sientan la tentación de unirse a los Jwindz en un intento de recuperar las drogas.
El Oso asintió.
—En eso estaba pensando —dijo.
Transcurrieron varios días hasta que Laird, Joachim y la Banda de los Primos se reunieron con ellos. Juli casi se había acostumbrado a la penumbra diurna que reinaba bajo las gruesas hojas y las ramas de los árboles luchadores, y al tenue resplandor nocturno.
Laird la saludó con afecto.
—Te he echado de menos —dijo simplemente—. Ya siento un gran afecto por ti.
Juli se sonrojó y cambió de tema.
—¿Has tenido éxito… o, mejor dicho, lo ha tenido la Banda de los Primos?
—Oh, sí. Se plantearon muy pocas dificultades. Los funcionarios de los Jwindz se han vuelto muy negligentes después de controlar la mente de la mayoría de los hombres verdaderos durante generaciones. Bastó con que Joachim fingiera que estaba sedado para que le permitieran entrar en la sala de drogas. Al cabo de varios días logró entregar toda la provisión a los Primos y reemplazarla por sustitutos. Quién sabe cuándo lo descubrirán.
—Supongo que en cuanto se presenten los primeros síntomas de abstinencia —aventuró Joachim.
Juli se animó a preguntar algo que la inquietaba desde hacía tiempo.
—Aquí tienes a tu nieto, y a la Banda de los Primos. Pero ¿dónde están los hijos que tuviste con Carlotta? Es obvio que tuvisteis algunos.
La cara de Laird se entristeció.
—Desde luego. Pero como eran semiantiguos, no sólo no pudimos rejuvenecerlos, sino que la combinación química impidió que les pudiéramos prolongar la vida. Todos murieron entre los setenta y los ochenta años. Resultó muy doloroso para Carlotta y para mí. También tú, querida mía, debes estar preparada para esta circunstancia si tenemos hijos. Pero en la siguiente generación la sangre antigua estará tan diluida que se podrá practicar el rejuvenecimiento. Joachim tiene ciento cincuenta años.
—¿Y tú? ¿Y tú? —preguntó ella. Laird la miró.
—Esto es muy difícil para ti, ¿verdad? Tengo más de trescientos años.
Juli lo creía, pero no conseguía asimilarlo. Laird era tan apuesto y juvenil; Carlotta le había parecido tan vieja.
Trató de apartar las ideas inquietantes.
—¿Qué haremos con las drogas, ahora que las tenemos?
Durante la última parte de la conversación, Oda se había acercado. Le brillaban intensamente los ojos y agitaba la cola con frenesí.
—Tengo una idea —anunció.
—Espero que sea tan buena como la anterior —la animó Laird.
—Yo también lo espero. ¿Por qué no se las administramos a los funcionarios? Quizá los Jwindz nunca lo noten. Así no tendremos que preocuparnos por combatirlos. Poco a poco irán muriendo… o quizá podamos enviarlos al espacio. A otro planeta.
Laird asintió lentamente.
—Sin duda se te ocurren brillantes ideas. Sí, administrarles los tranquilizantes a ellos… ¿pero cómo?
—Nos complementamos bien —dijo el Oso, señalando a Oda—. Ella tiene una idea y a mí me inspira otra. —Se caló las gafas con todo cuidado—. Aquí tengo un mapa del terreno circundante. Excepto en el cenote, no hay agua en muchos kilómetros a la redonda. Si arrojáramos todos los tranquilizantes al cenote, y si uno de los primos pudiera preparar la comida sintética de los Jwindz para que estuviera debidamente condimentada… creo que el problema quedaría resuelto.
—De hecho, uno de los Primos se ha infiltrado entre los Jwindz —manifestó Laird—. Pero ¿quién los induciría a beber el agua?
Charis se había reunido con el grupo.
—He oído hablar de un antiguo condimento que usaba la gente, y que luego producía sed. Se encontraba en los océanos, antes de que los llenaran con hierba. Pero queda un poco a orillas del mar. Creo que se llamaba «sal».
—Ahora que lo mencionas, yo también he oído algo de eso —dijo el Oso, cabeceando sabiamente—. Pues eso es lo que debemos hacer. «Sal». La echamos en la comida y los atraemos hacia el bosquecillo con la noticia de que la nueva Vomacht está aquí junto con los cabecillas de una rebelión. Es arriesgado, pero creo que es la mejor idea, o combinación de ideas, de que disponemos.
Laird manifestó su aprobación.
—Como bien dices, es arriesgada, pero puede funcionar, y es improbable que ejecuten a alguno de nosotros si no da resultado. Simplemente nos darán tranquilizantes. Me parece que tenemos muchas probabilidades de ganar. Y supongo que si los hombres verdaderos no se revitalizan y liberan de esta sujeción a la tranquilidad y la apatía, la especie se extinguirá en unos pocos cientos de años. Han llegado al extremo de que nada les importa.
Todos los mundos saben ahora cómo se ejecutó el plan. Fue tal como el Oso había previsto. Los sedientos funcionarios de los Jwindz, después de haber ingerido alimentos excesivamente salados, bebieron con avidez el agua del cenote y pronto fueron drogados. No opusieron ninguna resistencia a los rebeldes, que pronto abandonaron el refugio de los árboles luchadores.
Joachim estaba triste.
—Uno de mis hermanos se había unido a ellos —se lamentó. Laird lo consoló apoyándole un brazo en el hombro.
—Bien, sólo está bajo los efectos de las drogas. Quizá podamos ayudarlo cuando se recobre.
—Quizá, pero viola todos mis principios.
—No seas tan intransigente, Joachim. Está bien tener principios, pero existe algo llamado rehabilitación.
Y así fue como se fundó la Instrumentalidad de lo Humano. Con el tiempo gobernaría muchos mundos. Juli, en calidad de Vomacht, llegó a ser una de las primeras Damas de la Instrumentalidad. Laird, siendo su esposo, se convirtió en uno de los primeros Señores.
Juli vivió lo suficiente para ver cómo algunos de sus descendientes llegaban a contarse entre los primeros observadores del espacio. Estaba muy orgullosa, y muy vieja. Laird, desde luego, continuaba tan joven como siempre. Todos los amigos que ella tenía entre las personas derivadas de animales habían muerto hacía tiempo. Los echaba de menos, aunque Laird le era siempre fiel.
Al fin, tan vieja que le costaba moverse, Juli llamó a Laird. Le miró el bello rostro y le dijo:
—Querido mío, me has hecho muy feliz, tanto como a Carlotta. Pero ahora estoy vieja y creo que ha llegado mi hora. Tú aún eres joven y vigoroso. Ojalá pudiera someterme al rejuvenecimiento, pero no puedo, así que he decidido que deberíamos traer a Karla.
Él respondió tan deprisa que en cierto modo hirió los sentimientos de Juli.
—Sí, creo que deberíamos traer a Karla. Se apartó de ella un instante.
—Sé que la harás muy feliz y la amarás mucho —comentó ella al borde de las lágrimas.
Él guardó silencio un segundo antes de volverse hacia ella. De pronto Juli descubrió arrugas en la cara de su esposo, arrugas que nunca le había visto.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
—Mi querida y mi último amor —dijo Laird—. No soportaría perderte por segunda vez. He pedido al médico sustancias para contrarrestar el rejuvenecimiento. Dentro de una hora seré tan viejo como tú. Nos iremos juntos. En alguna parte nos reuniremos con Carlotta y los tres nos cogeremos de la mano entre las estrellas. Karla encontrará su propio hombre y su propio destino.
Se sentaron juntos a contemplar el descenso de la nave espacial de Karla.