Los años pasaron; la Tierra siguió viviendo, aun cuando una humanidad maltrecha y agobiada se arrastraba entre las gloriosas ruinas de un pasado inmenso.
El descenso de una dama
Las estrellas giraban en silencio en un cielo estival, aunque hacía tiempo que los hombres habían olvidado llamar a esas noches «noches de junio».
Laird trató de contemplar las estrellas con los ojos cerrados. Era un juego estimulante y aterrador para un telépata: en cualquier momento podía sentir que se abrían los cielos y que él se despeñaba en una pesadilla de caída perpetua, palpando con la mente la imagen de las estrellas más cercanas. Cada vez que tenía esa vertiginosa, sorprendente, horrenda y sofocante impresión de caída sin fin, Laird cerraba la mente hasta que sus poderes cicatrizaban.
Buscaba con la mente objetos que flotaban alrededor de la Tierra, calcinadas estaciones del espacio, vestigios de las antiguas guerras atómicas girando eternamente en órbitas múltiples.
Encontró una.
Dio con una tan antigua que carecía de controles criotrónicos de supervivencia. El diseño era increíblemente arcaico. Al parecer toberas químicas la habían elevado en otra época por la atmósfera.
Abrió los ojos y enseguida perdió contacto.
Cerrando los párpados buscó de nuevo hasta que encontró el antiguo artefacto. Los músculos de la mandíbula se le tensaron. Captó vida en la estación, una vida tan antigua y arcaica como el artefacto mismo.
Laird se comunicó con su amigo Tong Ordenador.
Vertió sus conocimientos en la mente de Tong. Muy interesado, Tong le mostró una órbita que cortaría la trayectoria ligeramente parabólica del antiguo aparato y lo devolvería a la atmósfera de la Tierra.
Laird realizó un esfuerzo supremo.
Pidiendo ayuda a sus amigos invisibles, buscó de nuevo entre las ruinas que corrían y titilaban arriba del cielo. Encontró la antigua máquina y logró empujarla.
Así, dieciséis mil años[3] después de abandonar el Reich de Hitler, Carlotta vom Acht emprendió el regreso a la Tierra de los hombres.
En todos esos años, Carlotta no había cambiado.
La Tierra sí.
El antiguo cohete cambió de rumbo. Cuatro horas después, rozó la estratosfera. Los viejos dispositivos, protegidos de todos los cambios gracias al frío y al tiempo se descongelaron y activaron.
El curso se estabilizó.
Quince horas después, el cohete buscaba un destino.
Los instrumentos electrónicos, que habían permanecido inactivos durante miles de años en el tiempo inmutable del espacio, buscaron el territorio alemán, observando el terreno mediante mecanismos realimentadores que seleccionaban las ondas nazis de comunicación electrónica.
No registraron ninguna.
¿Cómo iba a saberlo la máquina? El aparato había dejado la localidad de Pardubice el 2 de abril de 1945, cuando el Ejército Rojo barría los últimos refugios alemanes. ¿Cómo iba a saber la máquina que no había Hitler, que no había Reich, que no había Europa, que no había Estados Unidos, que no había naciones? La máquina estaba preparada para captar códigos alemanes. Sólo códigos alemanes.
Esto no afectó los mecanismos realimentadores.
Siguieron buscando códigos alemanes. No hallaron ninguno. El ordenador electrónico del cohete cayó en una especie de neurosis. Parloteó como un mono enojado, descansó, parloteó de nuevo, y al fin orientó el cohete hacia algo que parecía vagamente eléctrico. El cohete bajó y la muchacha despertó.
La joven sabía que estaba en la caja donde la había puesto su padre. Sabía que ella no era una cerda miedosa como los nazis que su padre despreciaba. Era una buena muchacha prusiana de noble familia militar. El padre le había ordenado que se quedara en la caja. Ella siempre había obedecido a papá. Ésa era la primera regla para una muchacha como ella, una aristócrata alemana de dieciséis años.
El ruido aumentó.
El parloteo electrónico estalló en furiosos chasquidos.
La muchacha percibió un hedor espantoso y nauseabundo. Algo se estaba quemando. Quizá fuera ella misma, pero no sentía dolor.
—Vadi, Vadi, ¿qué me pasa? —le gritó a su padre.
(Su padre había muerto más de dieciséis mil años atrás. Obviamente, no respondió).
El cohete empezó a girar. El viejo arnés de cuero que sostenía a la muchacha se aflojó. Aunque aquella sección del cohete no era mayor que un ataúd, la muchacha sufrió crueles magulladuras.
Rompió a llorar.
Vomitó, aunque muy poco. Se deslizó en su propio vómito y se sintió sucia y avergonzada por algo que sólo era una reacción humana.
Los ruidos se fundieron en un clímax aullante y chillón. Lo último que captó la muchacha fue el momento en que se conectaron los desaceleradores de proa. El metal estaba tan fatigado que los tubos no sólo dispararon hacia delante, sino que estallaron en pedazos hacia los flancos.
Cuando el cohete se estrelló, la muchacha estaba inconsciente. Tal vez eso le salvó la vida, pues la menor tensión le habría desgarrado los músculos y quebrado los huesos.
La encontró un Idiota
Los adornos y penachos del vistoso uniforme refulgían bajo el claro de luna mientras la criatura se escabullía por el oscuro bosque. Hacía tiempo que el gobierno del mundo estaba en manos de los Idiotas, pues los hombres verdaderos no se interesaban en la política ni en la administración.
El peso de Carlotta, no su voluntad consciente, había abierto la cerradura de la puerta de emergencia.
Su cuerpo estaba a medias fuera del cohete.
Tenía una grave quemadura en el brazo izquierdo, en la piel que tocaba el casco recalentado de la nave.
El Idiota apartó los arbustos y se acercó.
—Soy el sumo administrador de la Zona Setenta y Tres —dijo, identificándose según las reglas.
La muchacha desvanecida no respondió. El Idiota se acercó al cohete, agazapándose para protegerse de los peligros de la noche, y escuchó el contador de radiación que llevaba inserto bajo la piel, detrás de la oreja izquierda. Levantó con destreza a la muchacha, se la echó al hombro, dio media vuelta y se internó a la carrera entre los arbustos. Giró en ángulo recto, anduvo unos metros, miró a su entorno vacilando y enseguida (aún vacilando, aún como un conejo) corrió hacia el arroyo.
Hurgó en el bolsillo y encontró un ungüento. Extendió una gruesa capa sobre la quemadura de la muchacha. El ungüento aliviaría el dolor, protegiendo la piel hasta que la quemadura se curara.
El Idiota salpicó la cara de la muchacha con agua fría. Carlotta despertó.
—Wo bin ich —preguntó en alemán.
En el otro lado del mundo, Laird, el telépata, había olvidado el cohete por el momento. Laird habría podido entender a Carlotta, pero él no estaba allí. Un bosque rodeaba a la muchacha, y el bosque bullía de vida, miedo, odio y despiadada destrucción.
El Idiota farfulló algo en su propio idioma.
Ella lo miró y pensó que era ruso.
—¿Eres ruso? —preguntó en alemán—. ¿Eres alemán? ¿Perteneces al ejército del general Vlasov? ¿A qué distancia estamos de Praga? Debes tratarme con cortesía. Soy una muchacha importante…
El Idiota la miró fijamente.
Sonrió con inocente y consumada lascivia. (Los hombres verdaderos no consideraban necesario inhibir los hábitos de procreación de los Idiotas entre las Bestias, los No Perdonados y los Menschenjágers. Para cualquier ser humano resultaba difícil permanecer con vida. Los hombres verdaderos querían que los Idiotas siguieran multiplicándose, para transmitir noticias, para conseguir algunas cosas imprescindibles, para distraer a los demás habitantes del mundo. Así, ellos, los hombres verdaderos, podían llevar la vida serena y contemplativa que exigían sus altivos aunque fatigados temperamentos).
El Idiota era un típico representante de su especie. Para él el alimento significaba comer, el agua significaba beber, la mujer significaba lujuria.
No discriminaba.
A pesar de la fatiga, las magulladuras y la confusión, la muchacha reconoció la expresión del Idiota.
Dieciséis mil años atrás había temido que la violaran o la mataran los rusos. Este soldado era un hombrecillo singular, y llevaba casi tantas medallas como un general soviético. Bajo el claro de luna vio que el hombre estaba bien afeitado y tenía una cara agradable, pero parecía demasiado ingenuo y tonto para ser un oficial de tan alto rango. Quizá todos los rusos sean así, pensó.
El Idiota quiso abrazarla.
A pesar del agotamiento, Carlotta le propinó una solemne bofetada.
El Idiota se quedó confundido. Sabía que tenía derecho a capturar a cualquier mujer Idiota que encontrara. Pero también sabía que tocar a una mujer de los hombres verdaderos representaba algo peor que la muerte. ¿Qué era esa cosa, esa potestad, esa entidad que había descendido de las estrellas?
La compasión es tan antigua y emotiva como el deseo. Y cuando el deseo retrocedió fue reemplazado por la elemental compasión humana del Idiota, que buscó unas tabletas secas en el bolsillo del chaquetón.
Se las ofreció a la muchacha.
Carlotta comió mirándolo confiada como una niña.
De pronto se produjo un estruendo en el bosque.
Carlotta se preguntó qué ocurría.
Al principio el Idiota había puesto cara de preocupación. Más tarde había sonreído y hablado. Luego había demostrado lascivia. Al fin se había portado como un caballero. En ese momento estaba pálido y concentraba la mente, los huesos y la piel para escuchar. Atendía a algo que estaba más allá del estruendo, y que ella no conseguía oír. El Idiota se volvió hacia la muchacha.
—Tienes que correr. Tienes que correr. Levántate y corre. ¡Vamos, corre!
Carlotta no entendió los balbuceos del Idiota.
El Idiota se acuclilló de nuevo para escuchar.
La miró con la cara transida de horror. Carlotta trató de comprender, pero no pudo descifrar lo que le decía.
Otros hombrecillos extraños, vestidos como el Idiota, salieron ruidosamente del bosque. Corrían como alces o venados huyendo del fuego. Tenían la cara pálida por el esfuerzo. Miraban hacia delante sin ver, como ciegos. Esquivaban los árboles con desconcertante agilidad. Se lanzaron cuesta abajo, desparramando hojas a su paso. Corrieron atolondrados por el arroyo, chapoteando en el agua. Soltando un grito animal, el Idiota los siguió.
Carlotta vio cómo se internaba en el bosque, sacudiendo ridículamente el penacho mientras cabeceaba en el esfuerzo de la fuga.
Un silbido siniestro y pavoroso llegaba desde el lugar de donde habían salido los Idiotas. Era un silbido furtivo y grave, acompañado por el ronroneo de una máquina.
Parecía el ruido de todos los tanques del mundo comprimidos en el fantasma viviente de un único tanque, en el corazón de una máquina que sobrevivía a su propia destrucción y erraba como un espíritu por los escenarios de antiguas batallas.
El ruido se acercó aún más. Carlotta intentó levantarse, pero no pudo. Se dispuso a enfrentar el peligro. (Todas las muchachas prusianas destinadas a ser madres de oficiales habían aprendido a hacer frente al peligro y a no darle la espalda). Carlotta oía ahora un agudo parloteo electrónico. Le recordaba el sonar que había oído una vez en el laboratorio de su padre en Nordnacht, en las oficinas del proyecto secreto del Reich.
La máquina salió del bosque.
Y, en efecto, parecía un fantasma.
La muerte de todos los hombres
Carlotta observó la máquina: tenía patas de saltamontes, el cuerpo de una tortuga de tres metros, y tres cabezas que se movían sin cesar bajo el claro de luna.
Un brazo oculto, más mortífero que una cobra, más veloz que un jaguar, más silencioso que un murciélago volando ante la faz de la luna, asomó de la parte superior del blindaje como para atacarla.
—¡No! —gritó Carlotta en alemán.
El brazo se detuvo bruscamente bajo el claro de luna, tan bruscamente que el metal vibró como la cuerda de un arco.
La máquina volvió todas sus cabezas hacia Carlotta. El artefacto parecía sorprendido. El silbido se redujo a un susurro. El parloteo electrónico aumentó hasta que por fin enmudeció. La máquina se arrodilló. Carlotta se le acercó reptando.
—¿Qué eres? —preguntó en alemán.
—Soy la muerte de todos los hombres que se oponen al Sexto Reich alemán —canturreó la máquina en un alemán aflautado—. Si la Reichsangehóriger desea identificarme, tengo el modelo y el número grabados en el blindaje.
La máquina se agachó más, y Carlotta pudo coger una cabeza con ambas manos y mirar el borde del casco superior a la luz de la luna. La cabeza y el pescuezo, aunque de metal, parecían más débiles y quebradizos de lo que la muchacha esperaba. Un aire de inmensa vejez rodeaba a la máquina.
—No veo —gimió Carlotta—. Necesito luz.
Una maquinaria inactiva durante largo tiempo crujió y rechinó. Otro brazo mecánico asomó, esparciendo escamas de polvo casi cristalizado. El extremo del brazo irradiaba una luz azul, penetrante y rara que alumbró el arroyo, el bosque, el pequeño valle, la máquina y a Carlotta misma. La luz no hería a los ojos sino que infundía una sensación de bienestar. Carlotta pudo leer. En el blindaje, encima de las tres cabezas, había una inscripción:
WAFFENAMT DES SECHSTEN DEUTSCHEN REICHES BURG EISENHOWER, A.D. 2495
Y debajo, en caracteres latinos mucho más grandes:
MENSCHENJÁGER MARK ELF
—¿Qué significa «Cazador de Hombres Modelo Once»?
—Soy yo —silbó la máquina—. ¿Conque eres alemana y no me conoces?
—¡Claro que soy alemana, imbécil! —exclamó la muchacha—. ¿O acaso parezco rusa?
—¿Qué significa rusa? —preguntó la máquina.
Carlotta se quedó bajo la luz azul, presa del asombro, el estupor y el miedo a lo desconocido, que se había materializado de pronto.
Cuando su padre, Heinz Horst Ritter vom Acht, profesor y doctor en física matemática que trabajaba en el proyecto Nordnacht, la había lanzado al espacio antes de recibir una espantosa muerte a manos de los soldados soviéticos, no le había hablado del Sexto Reich, ni de lo que podía encontrar, ni del futuro. Carlotta temió que el mundo hubiera muerto, que los extraños hombrecillos no estuvieran cerca de Praga. Quizás estuviera en el cielo o en el infierno, también muerta; o se encontrara en otro mundo, o en su propio mundo en el futuro; o tal vez hubiera sucedido algo inaccesible, algo que trascendía la comprensión humana.
Se desmayó otra vez.
El Menschenjáger no podía saber que Carlotta estaba inconsciente y canturreó en su alemán agudo:
—Ciudadana alemana, confía en mi protección. Me construyeron para identificar pensamientos alemanes y para matar a cualquier hombre que no tuviera auténticos pensamientos alemanes.
La máquina titubeó. Chasquidos eléctricos reverberaron entre los silenciosos robles mientras la máquina examinaba su propia mente. No era fácil escoger, entre palabras olvidadas durante tanto tiempo, las adecuadas para una situación tan vieja y tan nueva a la vez. La máquina seguía envuelta en su luz azul. Sólo se oía el suave canto del arroyo. Hasta los pájaros de los árboles y los insectos de las inmediaciones habían callado ante la presencia de la formidable máquina silbante.
Para los receptores de sonido del Menschenjáger, la huida de los Idiotas, que ahora estaban a tres kilómetros, era un débil tamborileo.
La máquina debía de elegir entre dos obligaciones: el ya acostumbrado deber de matar a todos los hombres que no fueran alemanes, y el viejo y olvidado deber de socorrer a todos los alemanes, fueran quienes fuesen. Tras otro borbotón de chasquidos electrónicos, la máquina habló de nuevo. Bajo el canturreo alemán había una curiosa advertencia que evocaba el silbido de la máquina al moverse, el ruido de un inmenso esfuerzo mecánico y electrónico.
—Tú eres alemana —dijo la máquina—. Hace mucho tiempo que no hay alemanes en ninguna parte. He dado la vuelta al mundo dos mil trescientas veintiocho veces. He causado la muerte confirmada a diecisiete mil cuatrocientos sesenta y nueve enemigos del Sexto Reich alemán, y la muerte probable a otros cuarenta y dos mil siete. He acudido once veces al centro automático de reparación. Los enemigos que se autodenominan hombres verdaderos siempre me evitan. Hace más de tres mil años que no mato a ninguno. Los hombres comunes que algunos llaman los No Perdonados son mis víctimas más frecuentes, pero a menudo cazo Idiotas, y también los mato. Lucho por Alemania, pero no encuentro a Alemania en ninguna parte. No hay alemanes en Alemania. No hay alemanes en ninguna parte. Sólo puedo aceptar órdenes de un alemán. Pero no hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte…
Algo se atascó en el cerebro electrónico, pues la máquina repitió «no hay alemanes en ninguna parte» trescientas o cuatrocientas veces.
Carlotta recobró el conocimiento mientras la máquina parloteaba como en sueños, repitiendo con triste y lunática intensidad «no hay alemanes en ninguna parte».
—Yo soy alemana —dijo Carlotta.
—… no hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte, excepto tú, excepto tú, excepto tú.
La voz mecánica se acalló con un chirrido. Carlotta trató de levantarse. Al fin la máquina pronunció otras palabras.
—¿Qué… debo hacer… ahora?
—Ayúdame —ordenó Carlotta.
La orden activó un mecanismo de realimentación en el viejo aparato cibernético.
—No puedo ayudarte, miembro del Sexto Reich alemán. Para eso se necesita una máquina de rescate. Yo no soy una máquina de rescate. Soy un cazador de hombres, diseñado para matar a todos los enemigos del Sexto Reich alemán.
—Entonces, tráeme una máquina de rescate —exigió con entereza Carlotta.
La luz azul se apagó, dejando a Carlotta a ciegas en la oscuridad. Le temblaron las piernas. Oyó la voz del Menschenjáger:
—Yo no soy una máquina de rescate. No hay máquinas de rescate. No hay máquinas de rescate en ninguna parte. No he encontrado a Alemania en ninguna parte. No hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte, excepto tú. Necesitas una máquina de rescate. Ahora me voy. Debo matar hombres. Hombres que son enemigos de Sexto Reich alemán. No puedo hacer otra cosa. Lucharé eternamente. Buscaré un hombre y lo mataré. Luego buscaré otro hombre y lo mataré. Me voy a trabajar para el Sexto Reich alemán.
Se produjeron más silbidos y chasquidos.
La máquina cruzó el arroyo con increíble delicadeza, ágil como un gato. Carlotta aguzó el oído. Ni siquiera las hojas secas del último año se movían mientras el sorprendente Menschenjáger se deslizaba entre las sombras de los lozanos y frondosos árboles.
De pronto reinó el silencio.
Carlotta oyó el penoso chasquido de los ordenadores del Menschenjáger. El bosque cobró un aire misterioso cuando la luz azul se encendió de nuevo.
La máquina regresó. Habló desde la otra orilla del arroyo en su alemán entrecortado, aflautado y cantarín:
—Ahora que he hallado a un alemán, me presentaré a ti cada cien años. Eso me parece correcto. Creo que está bien. No sé. Me construyeron para presentarme ante los oficiales. Tú no eres oficial, pero eres alemana. Por lo tanto, me presentaré a ti cada cien años. Entretanto, cuídate del Efecto Kaskaskia.
Carlotta, otra vez sentada, masticaba las tabletas secas que le había dejado el Idiota. El sabor parecía una parodia del chocolate. Con la boca llena, la muchacha le gritó al Menschenjáger:
—Was ist das?
Al parecer la máquina la comprendió, pues respondió:
—El Efecto Kaskaskia es un arma norteamericana. Todos los norteamericanos han desaparecido. No hay norteamericanos en ninguna parte, no hay norteamericanos en ninguna parte, no hay norteamericanos en ninguna parte…
—Deja de repetir siempre lo mismo —dijo Carlotta—. ¿Qué es ese efecto del que hablas?
—El Efecto Kaskaskia detiene a los Menschenjágers, detiene a los hombres verdaderos, detiene a las Bestias. Se siente, pero no se puede ver ni medir. Se desplaza como una nube. Sólo los hombres sencillos, de pensamiento puro y vida feliz, pueden vivir con ese efecto. También los pájaros y las bestias comunes. Los Efectos Kaskaskia se desplazan como nubes. Hay más de veintiún y menos de treinta y cuatro Efectos Kaskaskia desplazándose lentamente sobre el planeta Tierra. Yo he llevado a otros Menschenjágers para que fueran reparados y reconstruidos, pero el centro de reparación no les encuentra ningún fallo. El Efecto Kaskaskia nos estropea. Por lo tanto huimos, aunque los oficiales nos ordenaron que no huyéramos de nada. Pero si no huyéramos, dejaríamos de funcionar. Tú eres alemana. Creo que el Efecto Kaskaskia te mataría. Ahora iré tras un hombre. Cuando lo encuentre lo mataré.
La luz azul se apagó.
La máquina se internó silbando y chasqueando en el oscuro silencio de la noche del bosque.
Conversación con el Oso de Mediana Estatura
Carlotta ya era adulta.
Había dejado la aullante turbulencia de la Alemania hitleriana cuando los puestos de avanzada de Bohemia comenzaban a caer bajo los enemigos. Había obedecido a su padre, el caballero Vom Acht, cuando la colocó junto a sus hermanas en proyectiles destinados a transportar personal y suministros a la Primera Base Lunar Nacionalsocialista Alemana.
El caballero Vom Acht y su hermano médico, el profesor y doctor Joachim vom Acht, habían sujetado firmemente a las muchachas dentro de los proyectiles.
El tío médico les había administrado inyecciones.
Primero había partido Karla, luego Juli, y por fin Carlotta.
La fortaleza de Pardubice y el monótono rugido de los camiones de la Wehrmacht, atacados por la Fuerza Aérea Roja y por los bombarderos norteamericanos, murieron en una sola noche, y a la noche siguiente brotó un misterioso «bosque en medio de la nada del espacio».
Carlotta estaba aturdida.
Encontró un lugar agradable a orillas del arroyo, donde se habían amontonado hojas viejas. Sin pensar en nuevos peligros, Carlotta se durmió.
Había descansado sólo unos minutos cuando los arbustos se apartaron de nuevo.
Ahora era un oso. El oso se quedó al filo de la oscuridad y observó el valle recorrido por el arroyo bajo la luz de la luna. No oía ruidos de Idiotas ni silbidos de manshonyaggers, como él y los de su raza llamaban a las máquinas cazadoras. Cuando consideró que ya no corría ningún peligro, metió una garra en la bolsa de cuero que llevaba al cuello, colgada de una correa. Sacó un par de gafas y se las caló despacio sobre los viejos y cansados ojos.
Se sentó al lado de la muchacha y esperó a que despertara.
La muchacha despertó al amanecer, alertada por la luz del sol y el trino de los pájaros.
(¿Habría sentido ella el sondeo de la mente de Laird? Los potentes sentidos de Laird indicaban al telépata que una mujer había salido de forma mágica y misteriosa del anticuado cohete, y que una persona distinta de las demás especies de humanidad despertaba ahora a orillas de un arroyo en un lugar otrora llamado Maryland).
Carlotta despertó, pero estaba enferma.
Tenía fiebre.
Le dolía la espalda.
Tenía los párpados casi pegados con una especie de espuma. El mundo había tenido tiempo de desarrollar muchas sustancias alérgicas nuevas desde la última vez que Carlotta había pisado la superficie terrestre. Cuatro civilizaciones habían surgido y desaparecido. Esas civilizaciones y sus armamentos habían dejado residuos que ahora le inflamaban las membranas.
Carlotta sentía el estómago revuelto.
Le picaba la piel.
Tenía el brazo entumecido y cubierto por una sustancia negra y pegajosa. No sabía que era el ungüento que el Idiota le había puesto la noche anterior, y que le protegía una quemadura.
La ropa reseca se le deshacía en jirones.
Se encontraba tan mal que cuando vio al oso no tuvo fuerzas para correr.
Se limitó a cerrar los ojos de nuevo.
Acostada, con los ojos cerrados, se volvió a preguntar dónde estaba.
—Estás en el límite de la Zona de Despersonalización —contestó el oso en perfecto alemán—. Te ha rescatado un Idiota. No sé cómo has detenido a un Menschenjáger. Por primera vez en mi vida tengo acceso a una mente alemana y comprendo que manshonyagger es en realidad Menschenjáger, «cazador de hombres». Me presentaré. Soy el Oso de Mediana Estatura, y vivo en estos bosques.
No sólo hablaba alemán, sino que se expresaba con toda corrección. Sonaba como el alemán que Carlotta había oído toda la vida de labios de su padre. Era una voz viril, segura, seria, tranquilizadora. Sin abrir los ojos, Carlotta comprendió que quien hablaba era un oso. Recordó con un sobresalto que el oso llevaba gafas.
—¿Y tú qué quieres? —chilló, incorporándose.
—Nada —respondió suavemente el oso. Se miraron un rato.
—¿Quién eres? —preguntó al fin Carlotta—. ¿Dónde aprendiste alemán? ¿Qué me pasará?
—¿Fraulein desea que responda a sus preguntas en orden? —dijo el oso.
—No seas bobo —suspiró Carlotta—. No me interesa el orden. De todos modos, tengo hambre. ¿No tienes nada para comer?
—Supongo que no te gustará buscar larvas de insectos —respondió dulcemente el oso—. He aprendido alemán leyéndote la mente. Los osos como yo somos amigos de los hombres verdaderos, y buenos telépatas. Los Idiotas nos temen, y nosotros tememos a los manshonyaggers. Pero tú no debes preocuparte, pues pronto llegará tu esposo.
Carlotta se dirigía al arroyo para beber cuando oyó las últimas palabras del oso y se paró en seco.
—¿Mi esposo? —jadeó.
—Es tan probable que es seguro. Un hombre verdadero llamado Laird te hizo descender. Él ya sabe lo que piensas, y compruebo que se alegra de haber encontrado un ser humano extraño y salvaje, aunque no salvaje del todo ni extraño del todo. Ahora Laird está pensando que quizá viniste desde los siglos pasados para devolver la vitalidad a los hombres. Está pensando que tú y él tendréis bellos hijos. Ahora me indica que no te cuente lo que pienso que está pensando, pues teme que huyas.
El oso rió entre dientes.
Carlotta se quedó boquiabierta.
—Puedes montar en mi lomo —invitó el Oso de Mediana Estatura—, o esperar aquí hasta que llegue Laird. De un modo u otro, recibirás cuidados. Sanarás. Tus dolores pasarán. Serás feliz otra vez. Lo sé porque soy uno de los osos más sabios que se conocen.
Carlotta estaba enfadada, aturdida, asustada, y de nuevo se sentía enferma.
Algo le golpeó como un objeto sólido.
Sin necesidad de explicaciones, Carlotta supo que era la mente del oso.
La mente del oso la golpeó —¡bum!— y eso fue todo.
Carlotta nunca había imaginado que la mente de un oso pudiera resultar tan acogedora. Era como estar tendida en una cama muy grande, como cuando era una niña muy pequeña, satisfecha y mimada, convencida de que iba a sanar bajo los cuidados de mamá.
El enfado pasó. El miedo se esfumó. Carlotta se encontró mejor. Era una hermosa mañana.
Ella también se sintió hermosa cuando volvió la cabeza…
Del cielo azul bajaba rauda y grácilmente la figura de un joven bronceado. Un pensamiento feliz palpitaba en la mente de Carlotta: Ése es Laird, mi amado. Ya viene. Ya viene. Seré feliz para siempre.
Era Laird.
Carlotta fue feliz para siempre.