La dorada figura tembló y aleteó en la dorada escalinata como un pájaro enloquecido, un pájaro dotado de inteligencia y alma pero desquiciado por éxtasis y terrores que superaban el entendimiento humano. Esos éxtasis cobraban momentánea realidad en la consumación de un corte superlativo. Mil mundos observaban.
Si hubiera regido el viejo calendario, habría sido el año 13582 d. C. Tras la derrota, la decepción, la destrucción y la ruina, la humanidad había saltado a las estrellas.
Gracias al conocimiento de artes no humanas, al encuentro con danzas no humanas, la humanidad había realizado un gran esfuerzo estético y también había saltado al escenario de todos los mundos.
La escalinata dorada giraba ante los ojos. Algunos de ellos tenían retinas; otros, conos cristalinos, pero todos se clavaban en la figura dorada que interpretaba Gloria y afirmación del hombre en el Festival Intermundial de Danzas de lo que hubiera sido el 13582 d. C.
Una vez más, la humanidad ganaba la competición. El hipnotismo de la música y la danza trascendía el límite de los sistemas, resultaba imperioso y sorprendente para ojos humanos y no humanos. La danza representaba el triunfo de la conmoción: la conmoción de la belleza dinámica. La figura dorada trazó intrincados y fluctuantes dibujos en la escalinata dorada. El cuerpo era dorado y humano. Era un cuerpo de mujer, pero era algo más que una mujer. En la escalinata dorada, bajo la luz dorada, la mujer temblaba y aleteaba como un pájaro enloquecido.
El Ministerio de Seguridad Estatal se escandalizó al descubrir que un agente nazi, más heroico que prudente, casi había llegado hasta N. Rogov.
Para las fuerzas armadas soviéticas, Rogov era más valioso que dos ejércitos del aire o tres divisiones motorizadas. Su cerebro era un arma, un arma para el poder soviético.
Como su cerebro era un arma, Rogov era un prisionero.
No le importaba.
Rogov era un ruso de pura cepa, de cara ancha, cabello rubio, ojos azules, sonrisa antojadiza y arrugas burlonas junto a los ojos.
—Claro que soy un prisionero —decía Rogov—. Soy un prisionero del Estado de los pueblos soviéticos. Pero los obreros y campesinos se muestran bondadosos conmigo. Soy miembro de la Academia de Ciencias de la Unión, general de la Fuerza Aérea Roja, profesor de la Universidad de Kharkov, subdirector del Fondo de Producción de Aviones de Combate. Recibo un sueldo por cada una de estas actividades.
A veces entornaba los ojos ante sus colegas científicos y les preguntaba con seriedad:
—¿Acaso debería trabajar para los capitalistas?
Los intimidados colegas tartamudeaban confusos, afirmando su común lealtad a Stalin, Beria, Zhukov, Molotov o Bulganin, según correspondiera.
Rogov tenía una apariencia muy rusa: calmo, irónico, divertido. Los dejaba tartamudear.
Luego se echaba a reír.
Transformando la solemnidad en una situación distendida, soltaba una risa burbujeante, efervescente, bienhumorada.
—Claro que no podría trabajar para los capitalistas. Mi pequeña Anastasia no me lo permitiría.
Los colegas sonreían incómodos y lamentaban que Rogov hablara con tanto desenfado, con tanto humor, con tanta libertad.
Incluso Rogov podía terminar muerto.
Rogov no lo creía así.
Ellos sí.
Rogov no temía a nada.
La mayoría de sus colegas tenía miedo: de sus otros colegas, del sistema soviético, del mundo, de la vida y de la muerte.
Tal vez hubo un tiempo en que Rogov había sido un mero mortal lleno de temores, como los demás.
Pero se había convertido en el amante, el colega, el esposo de Anastasia Fyodorovna Cherpas.
La camarada Cherpas había sido su rival, su antagonista, su competidora en la lucha por la prominencia científica en las audaces fronteras eslavas de la ciencia rusa. La ciencia rusa nunca conseguiría superar la inhumana perfección del método alemán, la rígida disciplina intelectual y moral del trabajo en equipo alemán, pero los rusos podían progresar más que los alemanes dando rienda suelta a su osada imaginación, y lo estaban consiguiendo. Rogov había sido pionero de la aeronáutica en 1939. Cherpas había terminado el trabajo al lograr los mejores cohetes radiodirigidos.
En 1942 Rogov había creado un nuevo sistema de cartografía fotográfica. La camarada Cherpas lo había aplicado a las películas de color. Rogov, rubio, de ojos azules y sonriente, había criticado la ingenuidad y los errores de la camarada Cherpas en las reuniones secretas de científicos rusos, durante las negras noches del invierno de 1943. La camarada Cherpas, con su pelo color mantequilla cayéndole como una cascada sobre los hombros, la cara lavada reluciente de fanatismo, inteligencia y dedicación, desafió a Rogov, ridiculizando su teoría comunista, hiriéndole en su orgullo, atacando los puntos débiles de sus hipótesis intelectuales.
En 1944 un debate entre Rogov y Cherpas era un espectáculo digno de verse. En 1945 se casaron.
Su noviazgo fue un secreto, su boda una sorpresa, su camaradería un milagro en los rangos superiores de la ciencia rusa.
Los periódicos para los emigrados informaron que el gran científico Peter Kapitza había dicho una vez: «Rogov y Cherpas forman un gran equipo. Son comunistas, buenos comunistas. ¡Son más que eso! Son rusos, tan rusos como para derrotar al mundo. Miradlos. ¡Ellos constituyen el futuro, nuestro futuro ruso!». Quizá la cita fuera una exageración, pero al menos revelaba el enorme respeto que los científicos soviéticos sentían por Rogov y Cherpas.
Poco después de la boda les ocurrieron cosas extrañas.
Rogov era feliz. Cherpas estaba radiante.
Pero ambos tenían una expresión alucinada, como si hubieran visto cosas que no se podían expresar con palabras, como si se hubieran tropezado con secretos tan importantes que ni siquiera los mejores agentes de la Policía Estatal Soviética debían conocerlos.
En 1947 Rogov mantuvo una entrevista con Stalin. Cuando Rogov salió del despacho de Stalin en el Kremlin, el gran líder en persona lo acompañó hasta la puerta, reflexionando y murmurando: Da, da, da.
Ni siquiera el personal de Stalin sabía por qué el gran líder decía «sí, sí, sí», pero todos veían las órdenes que salían con el sello SÓLO PARA SEGURIDAD, o PARA SER LEÍDO Y DEVUELTO, o SÓLO PARA PERSONAL AUTORIZADO. PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN BAJO CUALQUIER CIRCUNSTANCIA.
En el auténtico y secreto presupuesto soviético de ese año se añadió, por orden directa y personal de un reservado Stalin, el ítem «Proyecto Telescopio». Stalin no toleró preguntas ni permitió comentarios.
Una aldea que había tenido nombre se convirtió en un pueblecillo sin nombre.
Un bosque abierto a los obreros y campesinos se convirtió en territorio militar.
En la oficina central de Correos de Kharkov se añadió un nuevo apartado para la aldea de Ya. Ch.
Rogov y Cherpas, camaradas y amantes, ambos científicos y ambos rusos, desaparecieron de la vida cotidiana de sus colegas. Ya no se les veía en congresos científicos. Aparecían en rarísimas ocasiones.
Las pocas veces en que se les veía, habitualmente en viajes de ida y vuelta a Moscú, cuando se confeccionaba el presupuesto de la Unión, sonreían felices. Pero no hacían bromas.
El mundo exterior ignoraba que Stalin, al darles un proyecto propio, al cederles un paraíso exclusivo, se había asegurado de que una serpiente los acompañara en ese edén. En esta ocasión la serpiente no era una persona, sino dos:
Gausgofer y Gauck.
Stalin murió.
Beria también murió, de mala gana.
El mundo siguió su curso.
En la olvidada aldea de Ya. Ch. todo entraba y nada salía.
Se rumoreó que Bulganin en persona visitaba a Rogov y Cherpas. Se comentó que Bulganin había dicho, cuando se dirigía al aeropuerto de Kharkov de regreso a Moscú: «Es importantísimo. Si lo consiguen no habrá guerra fría. No habrá guerra de ningún tipo. Liquidaremos al capitalismo antes de que nuestros enemigos puedan empezar la pelea. Si lo consiguen. Si lo consiguen». Se dijo que Bulganin había sacudido la cabeza con perplejidad y que no había añadido más, pero que había firmado con sus iniciales el presupuesto no modificado del Proyecto Telescopio cuando un mensajero de confianza le trajo un nuevo sobre de Rogov.
Anastasia Cherpas tuvo un hijo que se parecía al padre. Luego una niña. Luego otro niño. Los hijos no interferían en el trabajo de Cherpas. Tenían una gran dacha y expertas criadas se encargaban de las tareas domésticas.
Los cuatro cenaban juntos cada noche.
Rogov, ruso, afable, valiente, divertido.
Cherpas, mayor, más madura, más bella que nunca pero tan mordaz, tan alegre, tan sagaz como siempre.
Pero los otros dos, los dos que los acompañaron cada día durante tantos años, los dos compañeros que el todopoderoso Stalin les había impuesto…
Gausgofer era una mujer pálida, de cara delgada, con voz de relincho. Era científica y policía, y muy competente en ambos trabajos. En 1917 había denunciado el paradero de su madre al Comité del Terror de los bolcheviques. En 1924 había dirigido la ejecución de su padre. Él había sido un alemán ruso de la vieja nobleza báltica y había intentado adaptarse al nuevo sistema pero no lo había conseguido. En 1930 el amante de Gausgofer había confiado demasiado en ella. Era un comunista rumano que desempeñaba un alto cargo en el Partido, pero le había susurrado algo al oído en la intimidad de la alcoba, se lo había susurrado con lágrimas en los ojos; Gausgofer lo escuchó cariñosamente, en silencio, y a la mañana siguiente repitió lo que su amante le había contado a la policía.
Eso llamó la atención de Stalin.
Stalin fue al grano. Le habló sin rodeos.
—Camarada, usted tiene sentido común. Veo que entiende lo que significa el comunismo. Sabe qué es la lealtad. Usted progresará y servirá al Partido y a la clase obrera. Pero ¿no quiere nada más? —escupió.
Ella se quedó atónita y boquiabierta.
El viejo había adoptado una expresión de burlona benevolencia. Le apoyó el índice en el pecho.
—Estudie ciencias, camarada. Estudie ciencias. Comunismo más ciencia equivale a victoria. Es usted demasiado inteligente para limitarse al trabajo policial.
Gausgofer se enorgullecía en contra de su voluntad del diabólico programa de su homónimo alemán, el malvado geógrafo que había transformado la geografía misma en un arma terrible en la lucha de los nazis contra los soviéticos.
Nada habría complacido más a Gausgofer que entrometerse en el matrimonio de Cherpas y Rogov.
Gausgofer se enamoró de Rogov en cuanto lo vio.
Gausgofer odió a Cherpas en cuanto la vio: el odio puede ser tan espontáneo y milagroso como el amor. Pero Stalin lo había previsto.
Con la pálida y fanática Gausgofer había enviado a un hombre llamado B. Gauck.
Gauck era macizo, impasible, inexpresivo. Tenía la misma estatura de Rogov, pero Rogov era musculoso y en cambio Gauck era fofo. La tez de Rogov era clara y mostraba la rosada salud del ejercicio, mientras que la tez de Gauck parecía mantequilla rancia, grasienta, gris verdosa, enfermiza aun en los mejores días.
Los ojos negros y pequeños de Gauck brillaban. Tenía una mirada fría y afilada como la muerte. Gauck no tenía amigos, ni enemigos, ni convicciones, ni entusiasmos. Incluso Gausgofer le temía.
Gauck no bebía nunca, no salía, nunca recibía ni enviaba cartas, nunca decía nada espontáneamente. Nunca se mostraba rudo ni amable, nunca era cordial, nunca retraído: no podía retraerse más porque toda su vida era puro retraimiento.
Poco después de la llegada de Gausgofer y Gauck, Rogov había preguntado a su esposa, en la intimidad de la alcoba:
—Anastasia, ¿crees que ese hombre está en sus cabales? Cherpas entrelazó los dedos de sus bellas y expresivas manos. La que había sido el genio de mil congresos científicos no encontraba las palabras adecuadas. Miró al esposo con expresión turbada:
—No lo sé, camarada…, no lo sé… Rogov esbozó su jovial sonrisa eslava.
—Pues creo que Gausgofer tampoco lo sabe.
Cherpas lanzó una carcajada y cogió el cepillo del pelo.
—Desde luego. Apuesto a que ni siquiera sabe a quién obedece Gauck.
Esa conversación se perdía en el pasado. Gauck y Gausgofer, los ojos claros y los ojos negros, permanecieron. Cada noche cenaban juntos los cuatro. Cada mañana los cuatro se reunían en el laboratorio. El gran ánimo, la serena cordura y el agudo humor de Rogov mantenían el trabajo en marcha.
El chispeante ingenio de Cherpas lo respaldaba cuando la rutina abrumaba el magnífico intelecto de Rogov. Gausgofer espiaba, observaba y sonreía con aquella mueca muerta; a veces, casi por sorpresa, Gausgofer planteaba sugerencias realmente constructivas. Nunca llegó a entender el marco de referencia del trabajo, pero sabía lo bastante sobre los detalles mecánicos y técnicos como para resultar útil en ocasiones.
Gauck entraba, se sentaba, callaba, no hacía nada. Ni siquiera fumaba. Jamás movía los pies. Jamás se dormía. Sólo miraba.
El laboratorio creció al mismo ritmo que la inmensa estructura de la máquina de espionaje.
Lo que Rogov proponía, y Cherpas respaldaba, era imaginable en teoría. Consistía en el intento de elaborar una teoría integrada para todos los fenómenos eléctricos y de radiación que acompañan a la consciencia, para reproducir las funciones eléctricas de la mente sin usar material orgánico.
La gama de productos potenciales era inmensa.
El primer producto que había pedido Stalin era un receptor capaz de registrar los pensamientos de una mente humana y de plasmarlos en una cinta perforada, una Helischreiber alemana adaptada a un lenguaje fonético. Si se podían invertir los circuitos y la máquina se utilizaba como transmisor y no como receptor, podría enviar fuerzas demoledoras que paralizarían o detendrían definitivamente el proceso de pensamiento.
La máquina de Rogov, perfeccionada, serviría para confundir el pensamiento humano a gran distancia, para escoger blancos humanos a los cuales aturdir, y para mantener un sistema electrónico de interferencia que afectaría de forma directa a la mente humana sin necesidad de tubos ni receptores.
Rogov había conseguido un éxito parcial. El primer año de trabajo se había producido a sí mismo una gran jaqueca.
El tercer año había logrado matar ratones a diez kilómetros de distancia. El séptimo año había provocado alucinaciones colectivas y una oleada de suicidios en una aldea vecina. Esto fue lo que impresionó a Bulganin.
Rogov trabajaba ahora en la cuestión receptora. Nadie había explorado las muy estrechas y sutiles bandas de radiación que diferenciaban una mente humana de otra, pero Rogov intentaba sintonizar mentes a distancia.
Había intentado crear un casco telepático, pero no funcionó. Luego había pasado de la recepción de pensamientos puros a la recepción de impresiones visuales y auditivas. Había identificado gran cantidad de microfenómenos en las terminaciones nerviosas cerebrales y había logrado interferir en algunos de ellos.
Afinando la sintonía, había conseguido captar la percepción visual de su segundo chófer y, con una aguja clavada bajo el párpado derecho, había logrado «ver» a través de los ojos del otro hombre mientras éste, ignorante de todo el experimento, lavaba la limusina Zis a mil seiscientos metros de distancia.
Cherpas había superado esta hazaña aquel mismo invierno: había logrado captar una familia que cenaba en una ciudad cercana. Había propuesto a B. Gauck que se insertara una aguja en el pómulo para que viera a través de los ojos de un desconocido a quien espiaban sin que lo supiera. Gauck se había negado a insertarse agujas, pero Gausgofer había colaborado en el trabajo.
La máquina de espionaje empezaba a cobrar forma.
Faltaban dos pasos. El primero consistía en sintonizar un blanco remoto, tal como la Casa Blanca en Washington o el cuartel general de la OTAN en las afueras de París. La máquina podría obtener datos de espionaje fisgoneando en la mente de personas alejadas en el espacio.
El segundo problema consistía en encontrar un método para interferir en esas mentes a distancia, aturdiéndolas para que los sujetos fueran víctimas del llanto, la confusión o la locura.
Rogov lo había intentado, pero nunca había llegado a más de treinta kilómetros de la aldea sin nombre de Ya. Ch.
Un mes de noviembre se dieron setenta casos de histeria en la ciudad de Kharkov, a varios centenares de kilómetros, y la mayoría terminaron en suicidios, pero Rogov no estaba seguro de que el fenómeno fuera obra de la máquina.
La camarada Gausgofer se atrevió a acariciarle la manga. Los pálidos labios sonrieron y los ojos acuosos revelaron felicidad cuando la camarada dijo con su voz aguda y cruel:
—Usted puede lograrlo, camarada. Usted puede lograrlo.
Cherpas la miró con desdén. Gauck no dijo nada.
La agente Gausgofer descubrió la mirada de Cherpas, y por un instante un rayo de odio palpable vibró entre ambas mujeres.
Los tres continuaron trabajando en la máquina.
Gauck, sentado en el taburete, miraba.
Los ayudantes del laboratorio nunca hablaban mucho, el silencio reinaba en el cuarto.
El año de la muerte de Eristratov, la máquina logró un gran adelanto. Eristratov murió después de que las democracias soviéticas y populares intentaran dar fin a la guerra fría con los norteamericanos.
Era en mayo. Fuera del laboratorio, las ardillas correteaban por entre los árboles. Los restos de la lluvia de la noche anterior goteaban humedeciendo el suelo. Era agradable dejar varias ventanas abiertas para que el aroma del bosque entrara en el laboratorio.
El olor de los calentadores de aceite y el hedor rancio del aislamiento, el ozono y los artefactos electrónicos eran cosas a las que todos estaban acostumbrados.
Rogov había descubierto que su visión empezaba a deteriorarse porque había tenido que clavar la aguja receptora cerca del nervio óptico para obtener impresiones visuales. Tras meses de experimentación con animales y hombres, había decidido reproducir uno de los últimos experimentos, llevado a cabo con éxito con un prisionero de quince años. Le habían atravesado el cráneo con la aguja, arriba y por detrás del ojo. A Rogov le disgustaba usar prisioneros, porque Gauck, por razones de seguridad, insistía en destruirlos en un plazo no mayor a cinco días después del comienzo del experimento. Rogov había demostrado que la técnica de la aguja clavada en el cráneo era segura, pero estaba cansado de intentar que personas asustadas e ignorantes cargaran con el peso de la intensa concentración científica que exigía la máquina.
Rogov expuso la situación a su esposa y sus dos extraños colegas.
—¿Entiende usted de qué se trata? —le gritó a Gauck de mal talante—. Ha estado aquí durante años. ¿Sabe lo que nos proponemos? ¿No quiere participar en los experimentos? ¿Comprende cuántos años de cálculos matemáticos han sido necesarios para diseñar estos circuitos y calcular estos patrones de ondas? ¿Sirve usted para algo?
—Camarada profesor —respondió Gauck sin enfado—, yo obedezco órdenes. Usted también obedece órdenes. Nunca le he puesto obstáculos.
—Yo sé que usted nunca se ha puesto en mi camino —estalló Rogov—. Todos somos buenos servidores del Estado soviético. No es una cuestión de lealtad, sino de entusiasmo. ¿No le interesa entender nuestro proyecto científico? Les llevamos cien o mil años de ventaja a los capitalistas norteamericanos. ¿No le excita esto? ¿No es usted un ser humano? ¿Por qué no participa? ¿Me entenderá cuando se lo explique?
El silencioso Gauck miró a Rogov con ojos turbios. Su cenicienta cara no cambió de expresión. Gausgofer soltó un suspiro de alivio grotescamente femenino, pero tampoco dijo nada. Cherpas, mirando a su esposo y a sus dos colegas con su sonrisa seductora y sus ojos afables, dijo:
—Adelante, Nikolai. El camarada seguirá tu explicación si lo desea.
Gausgofer miró a Cherpas con envidia. Parecía dispuesta a callar, pero no pudo contenerse.
—Adelante, camarada profesor —le invitó.
—Caros —dijo Rogov—, haré lo que pueda. Ahora la máquina es capaz de captar mentes a gran distancia. —Movió los labios con ironía—. Incluso podemos espiar el cerebro del jefe de esos bribones y averiguar qué planea hoy Eisenhower contra el pueblo soviético. ¿No sería maravilloso que nuestra máquina pudiera aturdirlo y lo dejara atontado ante su escritorio?
—No lo intente si no se lo ordenan —advirtió Gauck. Rogov ignoró la interrupción y continuó:
—Primero recibo. No sé qué recibiré, a quién recibiré, ni dónde estará el emisor. Sólo sé que esta máquina llegará hasta todas las mentes de los hombres y bestias del mundo y me traerá los ojos y oídos de una sola mente. Con la nueva aguja inserta en el cerebro, me será posible establecer la posición exacta. El problema que tuvimos la semana pasada con ese muchacho fue que aunque sabíamos que veía algo del exterior, parecía recibir sonidos en una lengua extranjera, y no sabía suficiente inglés ni alemán para saber adónde lo había llevado la máquina.
Cherpas rió.
—No tengo miedo. En esa ocasión comprobé que era segura. Empieza tú, esposo mío. Si, por supuesto, nuestros camaradas no se oponen…
Gauck asintió.
Gausgofer se llevó la huesuda mano a la garganta y dijo:
—Adelante, camarada Rogov, adelante. Usted ha realizado todo el trabajo. Tiene que ser el primero.
Un técnico con bata blanca trajo la máquina. Estaba montada sobre tres ruedas con llantas de goma y se parecía a las pequeñas unidades de rayos X que utilizan los dentistas. En vez del cono de la cabeza de la máquina de rayos X, había una aguja larga e increíblemente fuerte. La habían fabricado los mejores profesionales de instrumental quirúrgico de Praga.
Otro técnico se acercó con un cuenco, un cepillo y una navaja. Bajo la mirada de los inexpresivos ojos de Gauck, rasuró cuatro centímetros cuadrados de la coronilla de Rogov.
Cherpas se hizo cargo. Puso la cabeza de su esposo en las abrazaderas y usó un micrómetro para lograr que la aguja atravesara la duramáter en el punto exacto.
Realizó esta tarea con dedos suaves, fuertes y diestros.
Cherpas era gentil pero firme. Era la esposa de Rogov, pero también era su colega científica y su camarada soviética.
Retrocedió para comprobar su trabajo. Dedicó a Rogov una sonrisa, una de aquellas alegres y secretas sonrisas que intercambiaban cuando estaban a solas.
—No querrás repetir este proceso cada día. Tendremos que encontrar un modo de llegar al cerebro sin la aguja. Algo indoloro.
—¿Qué importa el dolor? —dijo Rogov—. Ésta es la coronación de nuestro trabajo. Baja la palanca.
Gausgofer parecía esperar que la invitaran a participar en el experimento, pero no se atrevió a interrumpir a Cherpas, quien, con ojos relucientes de atención, extendió la mano y bajó la palanca. La dura aguja quedó a una décima de milímetro del punto indicado.
—Sólo he sentido un ligero pinchazo —informó lentamente Rogov—. Ahora puedes conectar la máquina. Gausgofer no pudo contenerse.
—¿Puedo hacerlo yo? —le preguntó tímidamente a Cherpas.
La esposa asintió. Gauck miraba. Rogov esperaba. Gausgofer accionó el interruptor.
La máquina se puso en marcha.
Agitando la mano con impaciencia, Anastasia Cherpas indicó a los ayudantes que fueran al otro extremo del laboratorio. Dos o tres de ellos habían dejado de trabajar y miraban a Rogov como obtusas ovejas. Con embarazo, se apiñaron en un blanco rebaño en el otro extremo del laboratorio.
El húmedo viento de mayo soplaba sobre todos ellos. Los rodeaba el aroma del bosque.
Los tres miraron a Rogov.
Rogov cambió de color. Se le enrojeció la cara. La respiración era tan agitada que se oía a varios metros. Cherpas cayó de rodillas ante él, enarcando las cejas en una muda pregunta.
Rogov no se atrevió a asentir con la cabeza, pues tenía la aguja clavada en el cerebro.
—No… pares… ahora… —dijo con voz gangosa y labios enrojecidos.
Rogov no sabía qué estaba pasando. Había supuesto que vería una habitación estadounidense, o una habitación rusa, o una colonia tropical. Palmeras, bosques, oficinas. Armas, edificios, lavanderías, camas, hospitales, casas, iglesias. Vería a través de los ojos de un niño, una mujer, un hombre, un soldado, un filósofo, un esclavo, un obrero, un salvaje, un misionero, un comunista, un reaccionario, un gobernador, un policía. Oiría voces: en inglés, francés, ruso, suajili, indio, malayo, chino, ucranio, armenio, turco o griego. No lo sabía.
Algo extraño estaba sucediendo.
Tuvo la impresión de haber abandonado el mundo y el tiempo. Las horas y los siglos se encogieron cuando los medidores y la máquina buscaron la señal más potente emitida por la humanidad. Rogov no lo sabía, pero la máquina había conquistado el tiempo.
La máquina captó la danza, la bailarina y el festival de aquel año que no era, pero podía haber sido, el 13582 d. C.
Ante los ojos de Rogov, la dorada figura y la escalinata dorada temblaron y aletearon en un ritual mil veces más compulsivo que el hipnotismo. Los ritmos significaban todo y nada para él. Esto era Rusia, esto era el comunismo. Esto era su vida: su alma representada ante sus propios ojos.
Por un segundo, el último segundo de su vida normal, miró con los ojos del cuerpo y vio a la desagradable mujer que una vez había considerado bella. Vio a Anastasia Cherpas y no le interesó.
Su visión se concentró de nuevo en la figura que bailaba:
¡Esa mujer, esas posturas, esa danza!
Luego llegó el sonido, una música que habría hecho sollozar a Tchaicovsky, orquestas que habrían silenciado para siempre a Shostakovich o Khachaturian, hasta tal punto superaban la música del siglo XX.
La gente que no eran personas habían enseñado muchas artes a la humanidad entre las estrellas. La mente de Rogov era la mejor de su tiempo, pero éste estaba muy atrasado en comparación con la época de la gran danza. Con esa única visión, Rogov se volvió totalmente loco. Dejó de ver a Cherpas, Gausgofer y Gauck. Olvidó la aldea de Ya. Ch. Se olvidó de sí mismo. Era un pez nacido en agua estancada y arrojado a un río. Era un insecto emergiendo de la crisálida. Su mente del siglo XX no podía comprender las imágenes ni el impacto de la música y la danza.
Pero tenía clavada la aguja, y la aguja transmitió más de lo que su cerebro podía resistir. Las sinapsis cerebrales de Rogov oscilaban como interruptores. El futuro lo inundó.
Rogov se desmayó. Cherpas dio un brinco y levantó la aguja. Rogov cayó de la silla.
Gauck llamó a los médicos. Al caer la noche, Rogov descansaba cómodamente bajo el efecto de fuertes sedantes. Los dos médicos venían de la Jefatura Militar. Gauck había llamado directamente a Moscú para obtener la autorización.
Ambos médicos estaban fastidiados. El mayor no dejaba de refunfuñar.
—No debió hacerlo, camarada Cherpas. El camarada Rogov tampoco. No hay que clavar agujas en el cerebro. Es un problema médico. Ninguno de ustedes es doctor en medicina. Está bien que inventen artefactos para los prisioneros, pero no se puede someter al personal científico soviético a experiencias como ésta. Me echarán la culpa si no consigo que Rogov se recupere. Usted oyó lo que decía. Sólo mascullaba: «Esa dorada figura en la escalinata dorada, esa música, ese yo es un yo verdadero, esa figura dorada, esa figura dorada, quiero estar con esa dorada figura», y otras tonterías. Tal vez hayan arruinado para siempre un cerebro de primera…
Calló como si ya hubiera dicho demasiado. A fin de cuentas, se trataba de un problema de seguridad, y eso estaba en manos de Gauck y Gausgofer.
Gausgofer volvió los acuosos ojos hacia el médico y preguntó con voz baja, firme, ponzoñosa:
—¿Pudo ser culpa de ella camarada doctor? El médico miró a Cherpas y replicó:
—¿Cómo? Usted estaba presente, yo no. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Por qué iba a hacerlo? Usted estaba presente.
Cherpas callaba. Apretaba los labios con aflicción. El cabello rubio relucía, pero en ese momento la melena era lo único que quedaba de su belleza. Sentía miedo y tristeza. No tenía tiempo para odiar a mujeres necias ni para preocuparse por la seguridad del Estado; estaba preocupada por su colega, su amante, su esposo, Rogov.
Sólo cabía esperar. Fueron a una habitación grande y trataron de comer.
Los criados habían servido inmensas bandejas de carne fría en tajadas, cuencos de caviar, además de pan en rodajas, mantequilla pura, café genuino, bebidas.
Nadie comió demasiado.
Todos esperaban.
A las nueve y cuarto se oyó el ruido de las hélices.
El gran helicóptero había llegado de Moscú.
Una autoridad superior se hizo cargo.
La autoridad superior era un viceministro, un hombre llamado V. Karper.
Karper iba acompañado por dos o tres coroneles uniformados, un ingeniero civil, un hombre del Cuartel General del Partido Comunista de la Unión Soviética, y dos médicos.
Prescindieron de formalismos.
—Usted es Cherpas —dijo Karper—. La conozco. Usted es Gausgofer. He leído sus informes. Usted es Gauck. La delegación entró en el dormitorio de Rogov.
—Despiértenlo —ladró Karper.
—Camarada, no debería usted… —advirtió el médico militar que había administrado los sedantes.
—Cállese —interrumpió Karper, y ordenó a su médico—: Despiértelo.
El médico de Moscú intercambió unas palabras con su colega militar. Él también agitó la cabeza. Miró a Karper con preocupación. El viceministro adivinó qué le iba a decir.
—Adelante —le ordenó—. Soy consciente de que el paciente corre cierto peligro, pero tengo que regresar a Moscú con un informe.
Los dos médicos se pusieron manos a la obra. Uno de ellos pidió su maletín y puso una inyección a Rogov. Luego todos se apartaron de la cama.
Nikolai Rogov se contorsionó. Se retorció. Abrió los ojos, pero no vio a los presentes. Se puso a hablar con palabras claras y simples:
—Esa dorada figura, la escalinata dorada, la música, llevadme a la música, quiero estar con la música, soy la música. Y así continuó con voz monótona. Cherpas acercó la cara a los ojos de Rogov.
—¡Querido, despierta! Esto es muy grave.
Todos comprendieron que Rogov no la oía, pues siguió desvariando sobre figuras doradas.
Por primera vez en muchos años, Gauck tomó la iniciativa. Se dirigió directamente a Karper, el hombre de Moscú.
—Camarada, ¿puedo hacer una sugerencia?
Karper lo miró. Gauck señaló a Gausgofer con la cabeza.
—Ambos vinimos aquí por orden del camarada Stalin. Ella tiene más antigüedad y es la responsable. Yo sólo superviso.
El viceministro se volvió hacia Gausgofer, que estaba contemplando a Rogov; no había lágrimas en los ojos azules y acuosos, pero Gausgofer contraía la cara en una mueca de extrema tensión.
Karper ignoró este hecho y le dijo con firmeza, claridad y autoridad:
—¿Qué recomienda usted?
Gausgofer lo miró directamente y dijo con voz mesurada:
—No creo que se trate de una lesión cerebral. Sospecho que ha entablado una comunicación que debe compartir con otro ser humano, y que no habrá respuesta a menos que uno de nosotros lo siga.
—Muy bien —ladró Karper—. ¿Pero qué debemos hacer?
—Permítame ser la próxima en usar la máquina. Anastasia Cherpas no pudo contener una carcajada. Cogió a Karper por el brazo y señaló a Gausgofer. Karper la miró desconcertado.
—Esa mujer está loca —declaró Cherpas, dominando la risa—. Hace años que está enamorada de mi esposo. Me odia, y ahora espera poder salvarlo. Cree que podrá seguirlo. Supone que él desea comunicarse con ella. Es ridículo. ¡Iré yo!
Karper miró alrededor. Escogió a dos de sus hombres y se dirigió hacia un rincón. Oyeron los murmullos, pero no entendieron las palabras. Tras deliberar seis o siete minutos, regresó.
—Ustedes hacen acusaciones muy graves. Veo que una de nuestras mejores armas, la mente de Rogov, está dañada. Rogov no es sólo un hombre, sino un proyecto soviético —dijo con desdén—. Encuentro que una científica soviética acusa a la principal oficial de seguridad, una policía con notables antecedentes, de estar enamorada tontamente. No acepto tales acusaciones. Las personalidades no deben obstaculizar el desarrollo del Estado soviético ni el trabajo de la ciencia soviética. La camarada Gausgofer será la próxima. Actuaré esta noche porque mi personal médico dice que Rogov quizá no sobreviva, y es muy importante averiguar qué ha ocurrido y por qué. —Clavó en Cherpas una mirada despectiva—. Usted no protestará, camarada. Su mente es propiedad del Estado ruso. Los obreros han pagado su manutención y estudios. No puede olvidar estas circunstancias por sentimientos personales. Si hay algo que encontrar, la camarada Gausgofer lo hará.
El grupo regresó al laboratorio. Los asustados técnicos salieron de las barracas. Encendieron las luces y cerraron las ventanas. El viento de mayo era cortante.
Esterilizaron la aguja.
Conectaron los circuitos eléctricos.
El rostro de Gausgofer era una impasible máscara de triunfo cuando la agente se sentó en la silla. Sonrió a Gauck mientras un ayudante traía el jabón y la navaja para rasurarle una parte de la coronilla.
Gauck no le devolvió la sonrisa. Clavó los negros ojos en ella. No decía nada. No hacía nada. Miraba.
Karper andaba de un lado a otro, echando ojeadas a los presurosos pero metódicos preparativos.
Anastasia Cherpas se sentó en una mesa del laboratorio a cinco metros del grupo. Observó la nuca de Gausgofer mientras bajaban la aguja. Hundió la cara en las manos. Algunos supusieron que estaba llorando, pero nadie prestaba atención a Cherpas. Todos estaban demasiado atentos a Gausgofer.
La cara de Gausgofer enrojeció. Las fofas mejillas se perlaron de sudor. Los dedos se tensaron en el brazo de la silla.
—Esa dorada figura en la escalinata dorada —gritó Gausgofer de pronto.
Se incorporó de un brinco, arrastrando el aparato consigo.
Nadie había esperado eso. La silla cayó al suelo. El portaagujas se inclinó de lado. La aguja se curvó como una guadaña en el cerebro de Gausgofer. Ni Rogov ni Cherpas habían previsto un forcejeo en la silla. No sabían que iban a sintonizar el año 13582 d. C.
El cuerpo de Gausgofer se desplomó, rodeado por alarmados funcionarios.
Karper tuvo la sagacidad de buscar la mirada de Cherpas.
Ella se levantó de la mesa y caminó hacia él. Un hilillo de sangre le humedecía el pómulo. Otro reguero de sangre le bajaba de otra parte de la mejilla, a un centímetro y medio del orificio de la oreja izquierda.
Sonrió con aplomo; la cara, blanca como nieve fresca.
—He espiado.
—¿Qué? —preguntó Karper.
—He espiado, he espiado —repitió Anastasia Cherpas—. He averiguado adónde ha ido mi marido. Es un lugar fuera de este mundo. Es algo más hipnótico que lo que puede concebir nuestra ciencia. Hemos creado una gran arma, pero el arma se ha vuelto contra nosotros. Usted puede pensar que me hará cambiar de parecer, camarada viceministro, pero se equivoca.
»Sé lo que ha sucedido. Mi esposo no volverá nunca. Y no iré más lejos sin él.
»El Proyecto Telescopio ha concluido. Quizá tratará usted de conseguir que otro continúe, pero no podrá.
Karper la fulminó con la mirada y dio media vuelta.
Gauck se interpuso.
—¿Qué quiere? —barbotó Karper.
—Quería decirle, camarada viceministro —dijo suavemente Gauck—, que Rogov se ha ido como dice su esposa, que ha terminado tal como ella asegura, que todo es verdad. Lo sé.
—¿Y cómo lo sabe? —rezongó Karper. Gauck permaneció impasible. Con sobrehumana certidumbre y perfecta calma respondió a Karper:
—Camarada, no se me ocurre cuestionarlo. Conozco a estas personas, aunque ignoro su ciencia. Rogov está acabado.
Finalmente, Karper le creyó. Se sentó en una silla, miró a su gente.
—¿Es posible? Nadie respondió.
—Pregunto si es posible.
Todos se volvieron hacia Anastasia Cherpas, le miraron el hermoso cabello, los resueltos ojos azules, y los dos hilillos de sangre que le habían dejado las pequeñas agujas con que había espiado.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Karper. Por toda respuesta ella cayó de rodillas y sollozó:
—¡No, no, Rogov, no! ¡No, no, Rogov, no!
Y fue todo lo que pudieron sonsacarle. Gauck miraba.
En la escalinata dorada, bajo la luz dorada, una dorada figura bailaba un sueño que trascendía la imaginación, bailaba y atraía la música hasta que un suspiro de anhelo, un anhelo que se convirtió en esperanza y tormento, atravesó el corazón de los seres vivos de mil mundos.
Los bordes de la dorada escena se desdibujaron hasta que se volvieron negros. El oro palideció convirtiéndose en una pátina plateada, luego blanca. La dorada bailarina era ahora una acongojada figura rosada y blanca que permanecía de pie, inmóvil y exhausta, en la inmensa escalinata blanca. Recibió el aplauso de mil mundos.
La bailarina miró sin ver. Ella también estaba abrumada por la danza. El aplauso de esa gente no significaba nada. La danza era un fin en sí misma. De algún modo tendría que seguir viviendo hasta que pudiera bailar de nuevo.