¡Vibran en el cielo, arriba, oh, muy arriba! Brillante, cuán brillante es la luz de esas lunas gemelas de Xanadú. Xanadú la perdida, Xanadú, la adorable, Xanadú la sede del placer. Placer de los sentidos, del cuerpo, de la mente, del alma. ¿Alma? ¿Quién habló del alma?
Donde se encontraban, el viento susurraba con suavidad. De vez en cuando Madu, en un ancestral gesto femenino, se estiraba la diminuta falda plateada o se ceñía la chaqueta abierta y sin mangas, igualmente diminuta. No porque tuviera frío. Su exigua vestimenta era apropiada para el templado clima de Xanadú.
Se preguntaba cómo sería ese Señor de la Instrumentalidad: ¿viejo o joven, rubio o moreno, sabio o tonto? No pensó: «apuesto o feo». Xanadú era célebre por la perfección física de sus habitantes, y Madu era demasiado joven para concebir algo menos perfecto.
Lari, que aguardaba junto a ella, no pensaba en ese Señor del Espacio. Volvía a ver mentalmente las cintas de vídeo de la danza, los pasos intrincados y el bello frenesí de movimientos de ese grupo de los antiguos días, en la Cuna del Hombre, el grupo llamado Bolshoi. «Algunas vez —pensaba—, oh, quizás alguna vez pueda bailar así…».
Kuat pensaba: «¿A quién quieren engañar? Hace años que soy gobernador de Xanadú y es la primera vez que nos visita un Señor. ¡Conque héroe de guerra de la batalla de Styron IV! Vaya, eso ha sido hace muchos meses sustantivos… Ha tenido mucho tiempo para recobrarse, si es verdad que lo hirieron. No, aquí hay algo más… Saben o sospechan algo… Bien, lo mantendremos ocupado. No será difícil con todos los placeres que ofrece Xanadú… y está Madu. No, ese hombre no podrá quejarse, pues de lo contrarío revelará sus verdaderas intenciones».
Mientras el ornitóptero descendía, se acercaba el destino de todos ellos. El Señor no sabía que él sería el destino de esa gente; no se proponía serlo, y aquellos destinos no estaban predeterminados.
El pasajero del ornitóptero abrió su mente para percibir el lugar, para aprehenderlo. Era difícil, terriblemente difícil. Una gruesa capa nubosa, una bruma, parecía separar su mente de las mentes que trataba de indagar. ¿Era él mismo, su lesión mental de la guerra? ¿O era algo más, la atmósfera del planeta, algo para obstaculizar o impedir la telepatía?
El Señor bin Permaiswari meneó la cabeza. Estaba tan lleno de dudas, tan confuso… Desde la batalla. ¿Cuánto daño mental permanente habían provocado las desgarrantes sondas de las máquinas del miedo? Tal vez en Xanadú pudiera descansar y olvidar.
El Señor bin Permaiswari sintió un desconcierto aún mayor al bajar del ornitóptero. Sabía que Xanadú no tenía sol, pero no estaba preparado para la luz tenue y sin sombras que lo saludó. Las lunas gemelas parecían suspendidas una junto a la otra y millones de espejos reflejaban su luz. En las inmediaciones se extendían muchos lis de playas de arena blanca, y más lejos se erguían acantilados de greda lamidos por un mar negro como alquitrán. Negro, blanco, plata: los colores de Xanadú.
Kuat se le acercó sin demora. Había sentido menos aprensión al ver al Señor del Espacio. El visitante parecía enfermo y confuso de verdad: en consecuencia, Kuat fue inadvertidamente más afable.
—Xanadú te da la bien venida, oh Señor bin Permaiswari. Xanadú y todo lo que Xanadú contiene te pertenece. —El saludo tradicional sonaba extraño en ese tono tosco. El Señor del Espacio vio a un hombre enorme, alto y proporcionalmente fornido, de músculos relucientes, melena rojiza y barba de tono magenta bajo la luz de las lunas y los espejos.
—Me basta con estar en Xanadú, gobernador Kuat. Te devuelvo el planeta con todo lo que contiene —respondió el Señor Kemal bin Permaiswari.
Kuat se volvió para presentar a sus dos acompañantes.
—Ésta es Madu, una pariente lejana, y por tanto mi protegida. Y éste es Lari, mi hermano, hijo de la cuarta esposa de mi padre, la que se ahogó en el Mar sin Sol.
El Señor del Espacio torció la cara ante la sonrisa de Kuat, pero los jóvenes no parecieron reparar en ella.
La gentil Madu disimuló su desilusión y saludó al Señor con decoroso recato. Madu había esperado (¿deseado?) una figura resplandeciente, una armadura centelleante, o quizá simplemente un aura que proclamara: «Soy un héroe». En cambio veía a un hombre de aire intelectual, cansado, que aparentaba más de sus treinta años sustantivos. Se preguntó qué habría hecho, por qué la Instrumentalidad proclamaba a este hombre el salvador de la cultura humana en la batalla de Styron IV.
Lari, por ser varón, conocía más que Madu acerca de la batalla, y saludó al Señor bin Permaiswari con grave respeto. En su mundo de sueños, la inteligencia ocupaba un lugar importante, sólo precedida por los bailarines y los corredores gráciles. Éste era el hombre que se había atrevido a lanzar su persona, su mente viviente, su intelecto, contra las temidas máquinas del miedo. ¡Y había vencido! El precio se le notaba en la cara, pero había vencido. Lari unió las manos y se las llevó a la frente en un gesto de homenaje.
El Señor extendió el brazo en un ademán que conquistó para siempre el corazón de Lari. Tocó la mano de Lari y dijo:
—Mis amigos me llaman Kemal.
Luego se volvió para incluir a Madu y, casi como si lo hubiera olvidado, a Kuat.
Kuat no reparó en el titubeo. Había dado media vuelta y caminaba hacia lo que parecía una enorme masa de piel rayada, amarilla y negra. Soltó un raro chasquido y la masa se separó en cuatro enormes gatos. Cada gato estaba ensillado, y cada silla estaba equipada con un anillo para que el jinete montara, aunque aparentemente no había un medio para guiar los gatos.
Kuat respondió a la pregunta de Kemal:
—No, claro que no hay modo de guiarlos. Son gatos puros, sin modificaciones, excepto por el tamaño. ¡Aquí no hay subpersonas! Creo que somos el único planeta de la Instrumentalidad que no tiene subpersonas… salvo Norstrilia, por cierto. Pero las razones de Norstrilia y las de Xanadú están en los extremos opuestos del espectro. Nosotros gozamos de nuestros sentidos. No creemos, como los norstrilianos, en esas patrañas sobre el carácter templado por el rigor del trabajo. No creemos en la austeridad y en esas sandeces. Simplemente obtenemos mayor placer sensual de nuestros animales no modificados. Tenemos robots para el trabajo sucio.
Kemal cabeceó.
¿No estaba allí para eso, a fin de cuentas? ¿Para permitir que los sentidos le repararan las lesiones de la mente?
Aun así, el hombre que se había enfrentado a las máquinas del miedo casi sin pestañear no supo cómo acercarse al gato que le habían asignado.
Madu notó su vacilación.
—Griselda es muy amigable —dijo—. Sólo desea que le rasques las orejas; luego se recostará y podrás montar.
Kemal alzó la frente y captó un destello de rechazo en los ojos de Kuat. No era una ayuda en su búsqueda de mejoría.
Madu, sin advertir el disgusto de Kuat, había persuadido a la gran gata para que se arrodillase y sonreía a Kemal.
Éste sintió que algo parecido al dolor lo apuñalaba con esa sonrisa. Madu era tan bella e inocente que su vulnerabilidad le estrujaba el corazón. Recordó la frase de un sabio antiguo citado por la Dama Ru: «La inocencia interior es armadura exterior», pero una telaraña de miedo le cubrió la mente. La desechó con un gesto y montó en la gata.
Casi tres siglos después, mientras agonizaba, recordaría esa cabalgata. Fue tan emocionante como su primer salto en el espacio. El brinco en la nada y la súbita sensación de estar viajando, viajando, viajando sin voluntad, sin dominio del rumbo que tomaría su cuerpo: antes de que el miedo pudiera afirmarse se convirtió en una excitación visceral, casi orgásmica, un torrente de placer casi intolerable.
Con el pelo oscuro y húmedo ondeando sobre la cara, el Señor bin Permaiswari habría resultado irreconocible para los Señores y Damas que se reunían en la Campana de la Vieja Tierra en tiempos de crisis. Ellos no habrían reconocido ese júbilo aniñado en una cara donde estaban habituados a ver gravedad y preocupación. El Señor bin Permaiswari reía en el viento y apretaba las rodillas contra los flancos de Griselda, empuñando el anillo de la silla con una mano mientras con la otra saludaba a los demás, que lo seguían a poca distancia.
Griselda parecía notar cuánto le complacían sus brincos largos y ligeros. De pronto la cabalgata cobró una nueva dimensión. El ornitóptero que había traído al Señor del Espacio surcó el cielo regresando al puerto espacial. Griselda se apartó del séquito y saltó en vano en pos del ornitóptero en ascenso. Mientras la gata saltaba, Kemal tuvo que aferrarse al anillo con ambas manos para no caer y hacer el ridículo. La gata brincó y pataleó en vano hasta que la máquina se perdió de vista. Luego se sentó para lamerse y de paso, imprevistamente, lamió al jinete.
El Señor Kemal no encontró desagradable esa áspera lengua, pero se alarmó cuando el colmillo le rozó la pierna. A cierta distancia, Kuat reía. La cara de Madu, aun a lo lejos, revelaba preocupación; sin embargo, se distendió cuando el Señor agitó la mano. Lari, confiando en los poderes del héroe de Styron IV, miraba soñadoramente la ciudad distante.
Más despacio, Griselda se reunió con el resto de la comitiva, al parecer avergonzada de haber hecho una travesura de cachorro cuando le habían confiado el bienestar del distinguido visitante.
A lo lejos las cúpulas y torres de la ciudad fulguraban como nácar bajo la luz suave y sin sombras de las lunas y los espejos. El Señor Kemal bin Permaiswari notó que su sensación de irrealidad se agudizaba. La ciudad parecía tan bella e irreal que pensó que se esfumaría en cuanto se aproximaran. Pronto aprendería que la ciudad y todo lo que representaba eran cosas demasiado reales.
Cuando se acercaron a las murallas, Kemal comprendió que la impecable blancura de la ciudad era una ilusión. Las titilantes paredes blancas de los edificios tenían incrustaciones de gemas en diseños intrincados: flores, hojas y dibujos geométricos que realzaban la belleza de esa increíble arquitectura. El Señor Kemal no había visto nada semejante en todos los mundos que había visitado; el palacio de Philip en el Planeta de las Gemas era una buhardilla comparado con esos edificios.
Jardines geométricos con fuentes y estanques separaban un edificio de otro. Había arbustos plantados aquí y allá, con una hábil planificación que los hacía parecer naturales. De pronto el Señor del Espacio reparó en otro aspecto extraño del planeta: no había visto árboles. Los perros les ladraron desde lejos cuando entraron en la ciudad, pero esta vez Griselda no se dejó tentar. Ahora que estaba en la ciudad había cobrado un aíre majestuoso, como si deseara hacer olvidar su descuido anterior. Enfiló directamente hacia la escalinata del palacio.
El Señor Kemal sintió que los músculos de las ancas de Griselda se tensaban cuando la gata se dispuso a subir los escalones y atravesar la puerta abierta. La abertura sería angosta para que pasaran los dos. Por suerte Kuat llegó primero a la escalinata y frenó a la gata con un chasquido. Kemal notó que Griselda obedecía de mala gana. Habría preferido subir dando brincos, pero obedeció. Se tendió en el suelo, con las patas traseras recogidas y las delanteras estiradas; el Señor Kemal se apeó ágilmente pero contra su voluntad, pues lamentaba casi tanto como Griselda que el paseo hubiera terminado. Se agachó para rascar las orejas de la gata.
Madu sonrió aprobatoriamente.
—Eso es. Si trabas amistad con la gata, obedecerá con mejor predisposición.
—Yo tengo mi propio método —gruñó Kuat— para lograr que obedezcan si se pasan de listos.
Por primera vez el Señor del Espacio reparó en un pequeño látigo dentado que Kuat llevaba en el cinturón, y que ahora señalaba.
—Kuat, no harías eso —protestó Madu—. Nunca lo has hecho…
—No me has visto —dijo Kuat. La cara de Madu se enturbió y Kuat añadió para tranquilizarla—: Hasta ahora no ha sido necesario. Pero no creas que no lo haría.
Kemal notó que las palabras de Kuat no eran precisamente tranquilizadoras. Un velo de duda o asombro pareció apagar el brillo franco de la cara de Madu. Una vez más el Señor Kemal sintió una punzada de temor por ella, y una vez más la desechó.
Temía por la inocencia de la muchacha, cuyos ojos le evocaban a C’irena, en los viejos días de su juventud verdadera, antes de que lo hubieran iniciado en las costumbres de la humanidad, antes de que le hicieran saber que las subpersonas y los hombres verdaderos no podían unirse como iguales. C’irena, con su gracia de cervatillo, la boca suave y gentil y los ojos inocentes de la hembra de gamo de la cual derivaba. ¿Qué le habría sucedido después de que él se fuera? ¿Aún tendría en los ojos ese candor que ahora veía reflejado en los ojos de Madu? ¿O se habría unido a un venado tosco y se le habría contagiado parte de esa tosquedad?
Recordándola con afecto, deseó que C’irena se hubiera unido a un ciervo elegante que le hubiera dado cervatillos tan suaves y gráciles como ella era en sus recuerdos. Meneó la cabeza. Las máquinas del miedo habían despertado toda clase de recuerdos y sentimientos extraños. Acarició distraídamente a la gata.
Salieron criados para desensillar a los gatos. Con un nuevo sobresalto, el Señor del Espacio advirtió que eran hombres verdaderos y no subpersonas, y recordó lo que Kuat había dicho acerca de la sensualidad y de los animales. Había algo más, algo en lo que él casi había pensado, pero que no podía captar del todo. Era como tratar de coger la cola de un animal escurridizo que doblaba la esquina.
Precedido por Kuat y seguido por Madu y Lari, el Señor Kemal avanzó por un laberinto de salones y corredores. Cada uno parecía más asombroso que el anterior. El Señor del Espacio sólo había visto algo similar en las cintas de vídeo; una reconstrucción de la vieja Cuna del Hombre tal como había sido antes de Radiación III. Las paredes estaban adornadas con tapices y pinturas basadas en reproducciones de los origínales terráqueos; divanes, estatuas, coloridas y confortables alfombras traídas por el fundador de Xanadú, el primer Khan.
Sí, Xanadú era un regreso al placer de los sentidos, al lujo y la belleza, a lo innecesario.
Kemal empezaba a relajarse en esa atmósfera de encantamiento, pero el hechizo se rompió al llegar al salón principal, cuando Kuat se desplomó sin ceremonias en el diván más cercano. Mientras se estiraba cuan largo era, hizo una seña al resto del grupo.
—Sentaos, sentaos —dijo.
Las velas despedían un brillo fluctuante; las mesas bajas y los divanes eran acogedores.
Por primera vez desde las presentaciones iniciales, Lari habló con espontaneidad.
—Te damos la bienvenida a nuestro hogar —dijo—, y esperamos hacer todo lo posible para que disfrutes de tu visita.
Kemal notó que había prestado poca atención al joven porque estaba absorto en impresiones nuevas, y (tenía que admitirlo) Madu lo había fascinado. Lari era, a su manera, físicamente tan perfecto como Madu. Alto, esbelto, ligeramente musculoso, un muchacho áureo, y, al igual que Madu, tenía un curioso aire de franqueza y vulnerabilidad. Al señor Kemal le resultó extraño que ambos hubieran crecido tan inocentes bajo la tutoría de un hombre tan rudo y brutal como parecía ser Kuat.
Kuat interrumpió sus ensoñaciones.
—¡Vamos! ¡El dju-di!
Madu se dirigió de inmediato a una mesa donde reposaba una bandeja color cobre con claroscuros plateados. En la bandeja había un ánfora de doble pico del mismo material, y ocho copas pequeñas haciendo juego. Una tapa cubría la parte superior del ánfora. Cuando Madu la alzó, Kuat soltó uno de esos gruñidos que cada vez desagradaban más al Señor del Espacio.
—Cerciórate de apoyar el pulgar en el orificio adecuado.
Madu respondió con un tono indulgente, pero un tanto desdeñoso, que asombró un poco a Kemal.
—Hago esto desde la niñez. ¿Por qué habría de olvidarlo ahora?
Años después Kemal bin Permaiswari pensaría que esa noche era uno de los giros más decisivos que había dado su vida en su tortuoso pasaje por el tiempo. Mientras sucedían los hechos, él actuaba con distanciamiento, como un espectador que observara no sólo los actos ajenos sino los propios, como si no los dominara, como en un sueño…
Madu se arrodilló grácilmente y apoyó un pulgar sobre uno de los dos orificios de la parte superior del ánfora. La luz de las velas jugueteaba sobre la ligera pátina de polvo plateado que le cubría toda la superficie de tez desnuda. Mientras Madu vertía el líquido rojo en cuatro de las pequeñas copas, Kemal notó que incluso las uñas de las pequeñas manos de la muchacha estaban pintadas de color plata.
Kuat alzó su copa. El primer brindis, según las normas de la cortesía, debía homenajear al huésped de honor, o por lo menos al miembro de la Instrumentalidad. Pero Kuat se regía por sus propias normas.
—Por el placer —dijo, y vació la copa de un sorbo.
Mientras los demás bebían despacio, Kuat se levantó para servirse otro trago. Había apurado la segunda copa antes de que los demás hubieran terminado la primera.
El señor Kemal paladeó el dju-di. Era diferente de todo lo que hubiera probado antes, ni dulce ni amargo. Se parecía al zumo de granada más que cualquier otro sabor que hubiera probado, y sin embargo era único.
Mientras lo paladeaba, una sensación grata y cosquilleante le invadió el cuerpo. Cuando terminó la copa, estaba convencido de que el dju-di era lo más exquisito que había probado jamás. En vez de aturdir como el alcohol o de brindar sólo placer sensual, como el electrodo, el dju-di parecía realzarles sentidos y la percepción. Los colores eran más brillantes, la música de fondo —en la que antes apenas había reparado— era de pronto dolorosamente adorable, la textura del diván de brocado era un deleite, el perfume de flores que antes desconocía lo abrumaba. Su mente lesionada rechazó a Styron IV y todas sus implicaciones. Sentía un momentáneo fulgor de camaradería, incluso hacia Kuat, y de pronto sintió que había topado con una muralla digna de los dáimonos.
Entonces cayó en la cuenta. Su incapacidad para sentir o leer las otras mentes del planeta no estaba en él mismo ni en ningún trastorno provocado por las máquinas del miedo, sino que se relacionaba con Kuat, con alguna barrera no autorizada que Kuat había erigido. Sin embargo, la barrera era imperfecta. Kuat no había sido capaz de proteger únicamente sus propios pensamientos; había tenido que erigir una barrera universal. Esto era obvio, pues Kuat no daba indicios de ser capaz de leer la mente del Señor del Espacio.
¿Qué tendrás que ocultar? —se preguntó Kemal—. ¿Qué cosas atentan tanto contra las leyes de la Instrumentalidad como para que hayas levantado una barrera mental universal?
Kuat, relajado, sonrió agradablemente.
Por primera vez desde Styron IV, el Señor Kemal bin Permaiswari intuyó que de verdad podría recuperarse del todo. Era la primera vez que sentía un verdadero interés por algo.
Madu lo trajo de vuelta al presente.
—¿Te agrada nuestro dju-di? —dijo, pero en realidad no era una pregunta.
Kemal asintió, jubiloso y todavía absorto en el enigma que había encontrado.
—Puedes beber otra copa —dijo Madu—, pero no es conveniente beber más, pues después causa aturdimiento, y eso no es agradable, ¿verdad?
Sirvió una segunda copa para Kemal, para Lari y también para ella.
Kuat tendió la mano hacia el ánfora, y Madu se la golpeó traviesamente.
—Una más y podrías servirte pisang por accidente.
Kuat rió.
—Soy más corpulento que la mayoría de los hombres, y puedo beber más que ellos.
—Entonces, deja al menos que te sirva yo —dijo ella, llenando su copa.
Madu se volvió nuevamente hacia el Señor del Espacio con una alegría juguetona que no parecía del todo sincera.
—Todos debemos consentir a Kuat, pero es peligroso beber demasiado. ¿Ves cómo está hecha el ánfora?
Madu alzó la tapa para mostrar la división del ánfora.
—En una mitad hay dju-di; en la otra hay pisang, que tiene sabor idéntico al del dju-di, pero que es mortal. Una copa mata a quien la beba en menos de un eefunjung.
Kemal tembló contra su voluntad. La unidad de tiempo que Madu había mencionado era prácticamente instantánea.
—¿No hay ningún antídoto?
—Ninguno.
Lari, que había guardado silencio, habló al fin.
—En realidad es la misma cosa. El dju-di es el pisang destilado. Provienen de un fruto que sólo crece aquí, en Xanadú. La Galaxia sabrá cuántas personas han muerto comiendo la fruta o bebiendo el pisang fermentado sin destilar antes de que se descubriera el secreto del dju-di.
—Cada una de esas muertes valió la pena —rió Kuat. Toda la calidez que el dju-di había despertado en el Señor del Espacio hacia el gobernador de Xanadú se disipó al instante. No obstante, la dualidad del ánfora le despertaba curiosidad.
—Pero si sabéis que el pisang es veneno, ¿por qué lo guardáis en el mismo recipiente que el dju-di? Más aún, ¿por qué lo conserváis en estado puro?
Madu cabeceó aprobatoriamente.
—A menudo pregunto lo mismo, y me dan respuestas que no tienen sentido.
—Es la excitación del peligro —dijo Lari—. ¿No gozas más del dju-di sabiendo que existe la probabilidad de que te sirvan pisang?
—A eso me refería —insistió Madu—. Las respuestas no tienen sentido.
—En primer lugar, está la tradición —intervino Kuat. La lengua se le trababa un poco, pero hablaba con suficiente claridad—. En los viejos tiempos, bajo el primer Khan y antes de que Xanadú entrara en la jurisdicción de los Señores de la Instrumentalidad, las actividades ilegales proliferaban en Xanadú. Había luchas de poder por el liderazgo. Venían gentes de otros planetas para adueñarse de nuestras riquezas. Tenía que haber un modo sencillo de eliminarlas antes de que supieran que las iban a eliminar. Dicen que el ánfora doble está copiada de un ánfora china traída por el primer Khan. No sé nada al respecto, pero aquí se ha convertido en tradición. En Xanadú no existe un recipiente de dju-di sin su correspondiente recipiente de pisang.
Cabeceó sabiamente, como si lo hubiera explicado todo, pero el Señor del Espacio no quedó satisfecho.
—De acuerdo —dijo—, fabricáis las ánforas al modo tradicional. Pero, por las nubes de Venus, ¿por qué tenéis que seguir llenándolas de pisang?
Cuando Kuat respondió, habló con una voz aún más pastosa que antes; los efectos del exceso de dju-di lo hacían parecer ebrio, y el Señor del Espacio decidió seguir el consejo de Madu y no beber más de dos copas. Kuat sonrió arteramente y agitó un dedo admonitorio ante el Señor Kemal.
—Los forasteros no deben hacer demasiadas preguntas. Todavía podría haber enemigos cerca y todos estamos preparados. De un modo u otro, así es como ejecutamos a los malhechores en Xanadú. —Rió con desenfado—. Ellos ignoran lo que les dan. Es como una lotería. A veces juego con ellos. Primero les doy dju-di, y creen que los pondrán en libertad. Luego les doy otra copa, y no sospechan nada. La beben alegremente, porque la primera copa no les causó ningún efecto. Luego… ¡ja! ¡Hay que verles la cara cuando la parálisis los domina!
Por un instante la repulsión latente que el Señor del Espacio había concebido por Kuat estalló con toda su fuerza. Luego pensó que ese hombre estaba ebrio. Se preguntó si estaría expresando sus verdaderos sentimientos.
—¡No, Kuat, no! ¡No debes decir eso!
Kuat pareció reaccionar. Palmeó la rodilla de su hermano para calmarlo.
—No, no, claro que no. Creo que me iré a acostar. Cuidad de nuestro huésped, por favor.
Se tambaleó al levantarse, pero logró salir de la habitación con cierto aplomo.
De pronto la barrera se debilitó. El Señor del Espacio no podía leer la mente de Kuat, pero captó algo maligno, extraño e ilegal en alguna parte del planeta. Y cierta frialdad pareció reemplazar la tibieza del dju-di en sus venas.
El viento empezaba a soplar sobre las blancas dunas. Lejos de la ciudad, protegido por el antiguo cráter del Mar sin Sol, el laboratorio presentaba una engañosa placidez exterior. Desde dentro, el muerto diehr ilegal, aún no del todo sensitivo, se movió en el fluido amniótico; fuera los árboles cargados de frutos mortales parecían temblar con pasmada ansiedad.
—Sabía que no tenía que haber bebido esa última copa, pero Kuat es caprichoso. —Madu suspiró. Se volvió hacia Lari, sin prestar atención al Señor del Espacio, y dijo conciliadoramente—: Claro que no hablaba en serio en cuando a lo de jugar con los prisioneros. Ha sido tan bondadoso con nosotros todos estos años… nadie podría ser tan amable con nosotros y tan cruel en otros sentidos, ¿verdad?
El Señor del Espacio volvió a mirar de soslayo a Lari. La cara apuesta y llena de vida, pero tan, tan joven, tenía un aire de turbación.
—No, supongo que no… —Se interrumpió, recordando la presencia del Señor del Espacio—. Claro que son habladurías —concluyó, pero el Señor Kemal tuvo la sensación de que no sólo se empeñaba en tranquilizarse a sí mismo sino en borrar la mala impresión que había producido su hermano.
—Ahora vamos a comer —dijo vivazmente Madu, y se levantó para entrar en el comedor.
De nuevo el Señor del Espacio tuvo la sensación de que cambiaban de tema.
En años posteriores el Señor del Espacio recordó. Los pensamientos se le agolpaban en la mente: Oh Xanadú, no hay nada comparable en todas las galaxias. Los días y noches sin sombra, las llanuras sin árboles, los repentinos estallidos de truenos y relámpagos sin lluvia que se suman a tus encantos. Griselda, el único animal puro que he conocido jamás. El ronroneo vasto y rugiente, el hocico blanco y rosado con la mancha negra en un costado, los ojos que parecían mirar más allá de mi cara para escudriñar mi ser. ¡Oh Griselda, ojalá aún brinques y saltes en alguna parte…!
Pero ahora los primeros días del Señor Kemal bin Permaiswari en Xanadú pasaron deprisa mientras lo iniciaban en los infinitos placeres de aquel planeta.
Para el día siguiente, a la llegada de Kemal se había programado una prueba deportiva donde correría Lari. El elemento de competición que se había introducido en Xanadú formaba parte de un regreso deliberado a las alegrías simples que la humanidad había olvidado en su mecanización.
Las multitudes del estadio eran alegres y gárrulas. La mayoría de las muchachas llevaba el pelo suelto y ondeante; las mujeres, tanto mayores como jóvenes, vestían la indumentaria típica de Xanadú: una diminuta falda corta y una chaqueta abierta sin mangas. En la mayoría de los mundos, las mujeres de más edad habrían resultado grotescas, o al menos ridículas, con esa indumentaria, y las más jóvenes habrían parecido desvergonzadas. Pero en Xanadú había una inocencia elemental y una aceptación del cuerpo, y sus mujeres, casi sin excepción y sin importar la edad, parecían haber conservado una silueta esbelta y adorable, y no había falsos pudores que destacaran esa semidesnudez.
La mayoría de los jóvenes, tanto varones como mujeres, usaban el brillante polvo corporal que el Señor del Espacio había visto por primera vez en Madu; algunos usaban un polvo acorde con su vestimenta, otros con el pelo o los ojos. Unos pocos usaban una pátina luminosa sin color.
De todos ellos, Madu era la más encantadora para el Señor del Espacio.
Irradiaba una excitación que en parte se comunicaba al Señor Kemal. Kuat parecía desprovisto de emociones.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —preguntó Madu.
—El muchacho ganará, lo sabes. De un modo u otro, las carreras de caballos son más excitantes.
—Para ti, quizá. No para mí.
El Señor Kemal se interesó.
—Nunca he visto esas carreras —dijo—. ¿En qué consisten? ¿Los caballos corren juntos para ver cuál es el más veloz?
Madu asintió.
—Parten a una señal y corren por un trayecto predeterminado. El primero en llegar a la meta es el ganador. A él —señaló traviesamente a Kuat con la cabeza— le gusta apostar a la victoria de su caballo. Por eso las carreras de caballos le gustan más que las de humanos.
—¿Y en las carreras de humanos no hay apuestas?
—Oh, no. ¡Sería degradante para los seres humanos apostar por sus logros o aptitudes!
Ese día había tres carreras, cada cual con menos competidores que la anterior. Ya en la primera carrera fue evidente que no había una verdadera competencia; Lari superó a los demás por tanta distancia que fue casi vergonzoso. Si no hubiera sido obvio que era un magnífico corredor, habría sido fácil creer que los demás se rezagaban para permitir el triunfo del hermano del gobernador de Xanadú.
Kuat caminó hacia el centro del estadio para participar en el remedo de un antiguo ritual de la vieja Cuna del Hombre, que consistía en poner una corona de hojas doradas en la cabeza de Lari.
En ausencia del gobernador, el Señor Kemal oyó susurros a sus espaldas. Captó las palabras: «bailará con los aroi», «el viejo gobernador quedará complacido», «lástima que su madre…». Madu no parecía escuchar.
Después de las celebraciones, cuando el gobernador y su séquito regresaron al palacio, el Señor Kemal recordó las curiosas frases; sobre todo le causaba intriga el tiempo futuro de «el viejo gobernador quedará complacido» (en vez de habría quedado complacido). Se le clavó en la mente, irritante como una astilla en un dedo lastimado. Su mente apenas empezaba a recobrarse de las lesiones producidas por las máquinas de miedo, y decidió que no podía arriesgarse a una nueva infección.
Mientras Kuat bebía su segunda copa de dju-di, el Señor Kemal preguntó con aire informal:
—¿Cuánto hace que eres gobernador de Xanadú, Kuat?
El otro alzó la vista, intuyendo que la pregunta tenía una segunda intención.
—Yo era pequeño… —interrumpió Lari.
Kuat lo silenció con un gesto.
—Hace muchos años —dijo—. ¿Importa cuántos?
—No, era mera curiosidad —dijo el Señor del Espacio, optando por ser franco—. Pensé que el gobierno de Xanadú era hereditario, pero hoy he oído algo que me ha hecho creer que aún vivía el gobernador, tu padre.
Lari se apresuró a responder antes de que Kuat pudiera silenciarlo.
—Es que está vivo. Está con los aroi… Por eso mí madre…
El mal ceño de Kuat lo hizo callar.
—Esto no concierne a la Instrumentalidad, concierne a las costumbres locales de Xanadú, protegidas por el artículo 376984, subartículo (a), parágrafo 34c del instrumento por el cual Xanadú acordó ponerse bajo la protección de la Instrumentalidad. Te aseguro que sólo se trata de cuestiones internas de origen puramente autóctono.
El Señor Kemal movió la cabeza aparentando aprobación. Sospechaba que había descubierto otra pequeña pieza del enigma que lo intrigaba, que despertaba su interés como nada lo había hecho desde Styron IV.
El cuarto «día» de su estancia en Xanadú, el Señor Kemal salió con Madu y Lari en su primera expedición fuera de las murallas de la ciudad desde su llegada. Para entonces, el Señor del Espacio ya le había cobrado un gran afecto a la gata Griselda. Se sentía halagado cuando ella ronroneaba de placer y se tendía para que él montara, sin esperar una orden.
El Señor Kemal veía a los animales bajo una nueva luz. Comprendió turbadamente que las subpersonas, animales modificados con forma de seres humanos, no eran en verdad ni una cosa ni la otra. Oh, había subpersonas de gran inteligencia y poder, pero…
Dejó ese pensamiento en el aire.
Galoparon alegremente por las llanuras. El pequeño planeta, ventoso y sin árboles, tenía una belleza única y salvaje. El negro mar se encrespaba al pie de los acantilados de greda. Kemal, contemplando los lis de arena, sintió una vez más la extrañeza del lugar. A lo lejos vio un gran pájaro que se elevaba, vacilaba y caía.
Más tarde, mucho más tarde, la canción que escribió el ordenador cuando él lo alimentó con los datos acerca del momento y el lugar, fue famosa a través de las galaxias:
Sobre una montaña oscura,
solitaria en la nube,
el águila se detuvo
y el viento ululó
en voz alta.
Rodó el trueno
y la bruma de la nube
formó la mortaja del águila
mientras ella caía,
las alas maltrechas y rotas.
Y el oleaje
al pie
del acantilado
fue blanco
esa noche
y brillantes
las alas
del ave
que caía.
Yo oí
el grito.
El hecho de que el Señor Kemal alimentara el ordenador con esos datos, de tal modo que expresaron parte de su dolor, quizás atestigüe la hondura de sus sentimientos.
Madu y Lari también vieron la caída del ave, y algo que no podían entender del todo les enturbió la alegría.
—¿Por qué? —susurró Madu—. Volaba tan libremente como nosotros cabalgábamos, nosotros brincábamos mientras ella se remontaba, todos libres y felices. Y ahora…
—Y ahora debemos olvidarla —dijo el Señor del Espacio, con una sabiduría nacida de incesantes padecimientos y de una cautela que lamentaba.
Pero él no pudo olvidar el águila. De ahí la canción del ordenador.
—Sobre una montaña oscura…
Más despacio, conmovidos por la muerte de la belleza y de la vida, reanudaron la marcha, cada cual sumido en sus cavilaciones.
«¿Qué sentía mi madre? —pensaba Lari—. ¿Cuáles eran sus sentimientos y pensamientos cuando entró en el mar oscuro, tibio y profundo, y supo que jamás regresaría?».
Madu sentía soledad y confusión. Era la primera vez que presenciaba la muerte en cualquiera de sus formas. Sus padres eran irreales para ella, pues no los había conocido. Pero esa ave: la había visto viva y libre, volando sin más preocupación que sus gráciles planeos y aleteos; y de pronto estaba muerta. Madu no podía conciliar ambos pensamientos.
El Señor Kemal, dada su edad y experiencia, fue el primero en recobrarse.
—No me habéis contado —dijo— adónde nos dirigimos.
La sonrisa de Madu fue un pálido eco de su fulgor habitual, pero la muchacha hizo el esfuerzo.
—Rodearemos el borde del cráter allá arriba, junto al pico. Es un bello panorama, y desde allí se tiene la impresión de ver todo el planeta.
Lari asintió, decidido a participar en la conversación a pesar de los oscuros pensamientos que le habían enturbiado la mente.
—Es verdad —dijo—. Desde allí se ve incluso el bosquecillo de árboles buahs. El pisang y el dju-di se obtienen del fruto de esos árboles.
—Eso me llamaba la atención —dijo el Señor del Espacio—. No había visto ningún árbol desde que aterricé en este planeta.
—No —dijeron Madu y Lari a dúo. Eso les hizo gracia, y rieron espontáneamente, actuando con mayor naturalidad de la que habían demostrado desde la muerte del ave. Sin darse cuenta contagiaron esa jovialidad a los gatos, que nuevamente brincaron con mayor celeridad.
La dicha del Señor del Espacio ante la alegría de sus jóvenes compañeros se enturbió un poco, pues la conversación, que había empezado a ser interesante, no podía continuar en medio de ese galope desenfrenado.
Mientras subían la cuesta, sin embargo, los gatos redujeron gradualmente la velocidad. El cambio fue imperceptible al principio, pero a medida que continuaba el largo ascenso, el Señor Kemal reparó en el creciente esfuerzo de Griselda. Había llegado a creer que nada podía cansar a la gata, pero el ascenso hasta el borde del cráter era mucho más largo de lo que parecía desde abajo.
Y la lentitud de los otros gatos revelaba que también ellos acusaban el esfuerzo.
El Señor del Espacio reanudó la conversación.
—Ibais a hablarme de los árboles —dijo.
Lari fue el primero en responder.
—Tienes razón en cuanto a los árboles. Apenas se ven porque los únicos árboles que crecen en Xanadú, además de los árboles buahs, son los árboles kelapos, y crecen en el fondo de los cráteres de los volcanes más pequeños. También podrás ver algunos cuando lleguemos al borde del cráter. Pero los árboles buahs siempre crecen en bosquecillos: se requieren machos y hembras para engendrar el fruto, y sólo puedes acercarte al fruto en ciertas épocas. De lo contrario, basta con inhalar el aroma para que sean mortales.
Madu asintió gravemente.
—Siempre debemos mantenernos alejados del bosquecillo buah hasta que Kuat haya consultado a los arois. Cuando él dice que la época es apropiada, todos los habitantes de Xanadú participan en la cosecha. Los arois bailan, y es la mejor época de todas…
Lari meneó la cabeza reprobatoriamente.
—Madu, no comentamos ciertas cosas con los extranjeros.
Madu se ruborizó y, con los ojos repentinamente húmedos, tartamudeó:
—Pero un Señor de la Instrumentalidad…
Los dos hombres notaron esa turbación, y cada cual se apresuró a remediarla a su manera.
—Soy hábil para no recordar lo que no debo —dijo el Señor del Espacio.
Lari le sonrió a Madu y le apoyó la mano derecha en el hombro.
—Está bien. Él lo comprende, y tú no querías causar daño. Ninguno de nosotros contará nada a Kuat.
Mientras descansaba en su cuarto después de la cena, el Señor del Espacio trató de reconstruir lo acontecido esa tarde. Habían llegado al borde del cráter. Tal como había dicho Madu, el horizonte parecía ilimitado. El Señor del Espacio había tenido la abrumadora percepción de la magnitud del infinito, algo que jamás había experimentado a tal punto en todos sus viajes a través del espacio o del tiempo. Y, sin embargo, había tenido la pequeña y persistente sensación de que algo no estaba del todo bien.
Parte de esa sensación se asociaba con el bosquecillo de buah. Estaba seguro de haber entrevisto un edificio mientras el viento indeciso, a veces violento y a veces suave, mecía las ramas de los buahs. No había comentado su observación a los jóvenes. Quizá fuera otro elemento autóctono que estaba prohibido comentar, pues de lo contrario uno de ellos lo habría mencionado.
Hurgó en su memoria (sí, sin duda su mente se estaba recobrando) en busca de una persona, entre los criados del palacio, que estuviera dispuesto a hablar con un Señor de la Instrumentalidad. De golpe recordó algo que debía de haber registrado subliminalmente, sin notarlo de manera consciente en su momento. Uno de los hombres del establo de los gatos. ¿Qué era? El hombre había dibujado un pez en la arena de los gatos; luego, mirando de soslayo al Señor del Espacio, había borrado la imagen con el cepillo. Más tarde el Señor Kemal había visto un destello en el cuello de aquel hombre. ¿Una cruz del Dios Clavado en lo Alto? ¿Había en Xanadú un miembro de la Vieja Religión Fuerte? En tal caso, había alguien a quien chantajear. ¿O no? El hombre había intentado comunicarse con él. Ahora que lo pensaba, estaba seguro. Bien, al menos tenía un posible colega. Solamente tenía que recordar el nombre del individuo.
Dejó que su mente asociara ideas; evocó la cara del hombre, la mano tanteando la cadena que le colgaba del cuello… Sí, era una cruz, ahora la veía… ¿Por qué no la había visto antes…? Pero allí estaba, grabada en su mente. Y el nombre del criado: señor-Stokley-de-Boston. La rara sospecha de que a pesar de todo había una subpersona en Xanadú cruzó la mente del Señor del Espacio. El señor-Stokley-de-Boston no tenía aspecto de derivado de animal, pero el nombre indicaba algo raro en su ascendencia.
El Señor Kemal bin Permaiswari no podía esperar hasta la «mañana» para tratar de conocer mejor al señor-Stokley-de-Boston. ¿Con qué excusa podría bajar a los establos a esas horas? Las puertas de Xanadú permanecerían cerradas las ocho horas siguientes. Luego advirtió que estaba pensando como un ser humano común. Él era un Señor de la Instrumentalidad. No necesitaba excusas para actuar a su antojo. Kuat sería gobernador de Xanadú, pero en la jerarquía de la Instrumentalidad era una mota muy pequeña.
Empero, el Señor del Espacio decidió actuar con prudencia. Kuat había demostrado su falta de escrúpulos, y algunas de esas prácticas «autóctonas» parecían muy especiales. Nadie echaría de menos a un Señor del Espacio que «accidentalmente» bebiera pisang mientras tuviera la mente trastornada. Y había que pensar en el bienestar del señor-Stokley-de-Boston.
Griselda. Ésa era la respuesta. El Señor del Espacio la había visto estornudar esa tarde, y lo había comentado con Madu y Lari, quienes lo habían atribuido al polvo o al polen. Pero serviría como excusa. Le había cobrado tanto afecto a Griselda que lo habían tomado a broma. Seguramente se extrañaría de que se preocupara por ella.
Los corredores estaban extrañamente desiertos mientras se dirigía al establo. Cayó en la cuenta de que no se había aventurado fuera de sus aposentos después de la última comida del día de su llegada. Al parecer tanto amos como criados se retiraban después de la cena. Se preguntó sí también los establos estarían desiertos.
Tuvo la increíble suerte de encontrar solo al señor-Stokley-de-Boston. Al menos, en ese momento, pensó que el encuentro era casual. Más tarde interrogó al hombre-pájaro.
Pues el señor-Stokley-de-Boston resultó ser una subpersona, tal como había sospechado el Señor del Espacio.
La sonrisa del señor-Stokley-de-Boston era sabia y benévola.
—Verás, el gobernador Kuat no sospecha que soy una subpersona. Y la barrera mental universal, desde luego, no opera en mí. Fue un poco difícil, pero veo que logré comunicarme contigo. Quedé un poco preocupado cuando mi sonda mental mostró la cicatriz que te había dejado Styron IV, pero he usado los métodos modernos para curarte la mente, y estoy seguro de que vamos muy bien.
El Señor del Espacio se exasperó ante la idea de que una persona derivada de un animal conociera su mente de forma tan íntima, pero la irritación se le pasó cuando asimiló la empatía que había entablado con Griselda con la comunicación mental que tenía con el hombre-pájaro.
El señor-Stokley-de-Boston sonrió aún más.
—No me equivocaba contigo, Señor bin Permaiswari. Tú eres el aliado que necesitábamos en Xanadú. ¿Te sorprende?
El Señor bin Permaiswari cabeceó.
—El gobernador insistió tanto en que no había subpersonas en Xanadú…
—No ha resultado fácil pasar inadvertido —admitió el señor-Stokley-de-Boston—, pero no estoy solo. Y tenemos otras familias humanas, por cierto, pero hasta ahora nadie tan poderoso como un Señor del Espacio.
El Señor Kemal descubrió que no le molestaba la presunción de que era un aliado. El hombre-pájaro le volvió a leer los pensamientos y a sonreír. La sonrisa era curiosamente seductora, firme pero amable. Parecía digno de confianza, y el Señor Kemal estaba dispuesto a aceptar las palabras del hombre-pájaro.
Los pensamientos de ambos se conectaron.
—Permite que me presente correctamente —pronunció el hombre-pájaro—. Mi nombre verdadero es A’duard, y mi progenitor fue el gran A’telekeli, de quien tal vez hayas oído hablar.
La modestia de esta declaración conmovió al señor Kemal, quien inclinó la cabeza en señal de respeto; el legendario hombre-pájaro, A’telekeli, era reconocido por la Instrumentalidad como líder y asesor espiritual del subpueblo. Esa subpersona derivada de un huevo podía ser un aliado muy útil para llevar a cabo la obra de la Instrumentalidad o una oposición de temibles proporciones. Los Señores y Damas de la Instrumentalidad ansiaban su cooperación.
Muchas subpersonas eran célebres por sus extraordinarios poderes médicos y psíquicos, y el Señor del Espacio se sintió reconfortado al saber que la persona de origen animal que le había manipulado la mente era un descendiente de A’telekeli. Descubrió que verbalizaba sus pensamientos porque A’duard obviamente podía oírlos. Si ambos cooperaban, la resolución del misterio de Xanadú sería desde luego más simple para el Señor del Espacio, pero antes quería saber si esa peculiar alianza violaba alguna ley de la Instrumentalidad.
—No —respondió empáticamente A’duard—. En rigor, se trata de corregir asuntos que están reñidos con las reglas de la Instrumentalidad.
—¿Algo «autóctono»? —preguntó socarronamente el Señor del Espacio.
—La cultura nativa está involucrada en ello —le convino A’duard—, pero en verdad se la utiliza para encubrir algo mucho más maligno… y empleo la palabra «maligno» no sólo en este sentido —alzó la cruz del Dios Clavado en lo Alto— sino en el sentido de la violación de derechos elementales de los seres vivientes. Me refiero al derecho de una entidad a existir, a existir tal como es, siempre que no viole los derechos de otros, de llegar a su propio acuerdo con la vida y de tomar sus propias decisiones.
Por segunda vez el Señor Kemal bin Permaiswari asintió manifestando aprobación y respeto.
—Ésos son derechos inalienables.
A’duard meneó la cabeza.
—Deberían serlo —dijo—, pero, en Xanadú, Kuat ha descubierto un modo de burlar esa inalienabilidad. ¿Sabes, por cierto, qué son los muertos diehrs?
—Desde luego. «Y jamás una vida propia…» —entonó, citando una canción antigua—. ¿Pero qué tienen que ver con los derechos de los vivos? Los muertos diehrs se cultivan con fragmentos congelados de gentes notables muertas tiempo atrás. Es verdad que al regenerar la persona física del muerto hemos tenido a veces resultados extraordinarios con los muertos diehrs en su segunda vida. Pero a veces no… Sus logros parecen haber sido una combinación de circunstancias y genes, no solamente de genes…
A’duard meneó la cabeza otra vez.
—No me refiero a los muertos diehrs controlados legal y científicamente, aunque a veces siento pena por ellos. ¿Pero qué pensarías de muertos diehrs cultivados a partir de los vivientes?
El Señor del Espacio expresó su sorpresa y su horror mientras A’duard continuaba:
—Muertos diehrs que Kuat controla como marionetas, muertos diehrs que sustituyen a los originales, de modo que ni los muertos diehrs ni el original tienen vida propia…
De repente el Señor del Espacio comprendió qué era el edificio que había entrevisto en el bosquecillo de buahs.
—Ése es el laboratorio, ¿verdad?
A’duard asintió.
—Es un lugar perfecto. Kuat ha hecho correr la voz de que el aroma del árbol buah es mortal excepto cuando él proclama que se pueden recoger los frutos sin peligro, tras consultar a los arois. Nadie se atreve a acercarse al laboratorio. Pero son patrañas. El aroma del fruto de buah es mortal sólo durante un período muy breve, justo antes de la cosecha… En otras palabras, la dosis de verdad suficiente para volver creíble el rumor. Esta mañana viste la suerte de nuestro explorador.
El Señor Kemal no comprendió.
—El águila no modificada que viste caer de los cielos esta mañana durante tu cabalgata. La habíamos enviado a observar el laboratorio. La derribaron con un dardo de pisang. Esos episodios hacen creer a la gente que nadie debe acercarse al bosquecillo.
—¿Podías comunicarte con el águila?
Por primera vez el Señor del Espacio atisbo una sombra de burla en la sonrisa del hombre-pájaro.
—Desde luego. —A’duard bajó la vista, los ojos viejos y tristes—. Era un hermano mío. Nos empollaron en el mismo nido, pero yo fui escogido para ser codificado genéticamente como subpersona y él no. Nuestros sentimientos son un poco diferentes de los sentimientos de las personas verdaderas, pero somos capaces de amor y lealtad, y también de tristeza…
El Señor Kemal evocó el ave elegante y rauda que había visto esa mañana durante su cabalgata, y sintió la tristeza de A’duard. Sí, podía creer en los sentimientos de las subpersonas. A’duard le cogió la mano.
—Noté que sufrías por él sin conocer las circunstancias. Ésa es una de las razones por las que quise que me vieras esta noche. —De pronto su actitud cambió—. Ante todo debemos encargarnos de los arois.
—He oído la palabra, pero ignoro qué significa —admitió el Señor del Espacio.
—No me sorprende. Los arois llevan una vida de placer: cantan y bailan, actúan y practican una suerte de sacerdocio. Hay tanto hombres como mujeres entre los arois, y se los respeta y honra. Pero para unirse a ellos hay que cumplir un siniestro requisito.
El Señor del Espacio no disimuló su curiosidad.
—Hay que sacrificar a todos los descendientes vivos de la pareja actual de la persona que se una a los arois. O bien la pareja debe morir. Así, si hay más de un vástago de esa unión, también debe morir un número equivalente de otros voluntarios.
El Señor Kemal comprendió:
—Conque ésa es la razón por la cual la madre de Lari se ahogó en el Mar sin Sol… para salvar a su hijo. ¿Pero por qué el viejo gobernador se unió a los arois?
—¿No lo entiendes? Con Kuat como gobernador y el viejo gobernador con los arois, ese par de conspiradores ejerce un poder absoluto sobre el planeta…
—Conque fue una conspiración desde el principio.
—Por supuesto. Kuat era el hijo de la primera esposa del gobernador, el que había tenido en la flor de la juventud. En la vejez quiso perpetuar su poder pero, por así decirlo, con ayuda de un virrey.
—¿Y los muertos diehrs del laboratorio?
—Ésa es la razón de nuestra urgencia. Están totalmente desarrollados y son casi sensitivos. Hay que destruirlos antes de que los originales sean sustituidos y muertos.
—Supongo que no hay otro camino, pero casi parece un asesinato.
A’duard manifestó su desacuerdo.
—La sustitución es un asesinato físico y espiritual. Esos muertos diehrs son como robots sin alma… —Reparó en la débil sonrisa del Señor del Espacio—. Sé que no crees en la Vieja Religión Fuerte, pero creo que entiendes a qué me refiero.
—Entiendo, No son, en el sentido que tú dices, seres vivientes. No tienen albedrío.
—Los arois están a dos aldeas de distancia, a unos cien lis. Tras haber representado su celebración en esas aldeas, vendrán aquí. Ésa será la señal para que comience la cosecha del fruto del buah y la sustitución de los seres vivos por los muertos diehrs que los imitan. Entonces no habrá oposición a Kuat en el planeta, y él podrá dar rienda suelta a su crueldad… y planear la conquista de otros mundos. Su hermano Lari será una de sus víctimas, pues Kuat teme la popularidad del muchacho entre las multitudes.
—Pero las dos personas por las que ha manifestado verdadero afecto —replicó incrédulamente el Señor Kemal— son Lari y Madu.
—No obstante, uno de los muertos diehr del laboratorio es una réplica de Lari.
—¿Y no se opondrá el padre, el viejo gobernador?
—Quizá, aunque es improbable que intervenga: se unió a los arois sabiendo qué precio debería pagar en términos humanos.
—¿Y Madu?
—La mantendrá como es, por el momento, y tratará de moldearla según su voluntad. Kuat respeta tan poco la individualidad que, en caso contrario, obtendrá un fragmento de su carne y la sustituirá por un muerto diehr. Se contentaría con una réplica física sin preocuparse por la ausencia de la persona.
El Señor del Espacio sintió que su fatigada mente intentaba ingerir más de lo que era posible en un solo bocado. A’duard comprendió.
—Te he retenido demasiado tiempo. Debes descansar. Estaremos en contacto. Y no te preocupes; la barrera mental de Kuat también lo afecta a él; sólo quedan exentas las subpersonas y los animales, y todos estamos mancomunados.
Al regresar a sus aposentos, el Señor bin Permaiswari reparó nuevamente en el silencio, la total ausencia de actividad humana en el palacio. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que había salido de su habitación para buscar al señor-Stokley-de-Boston en los establos. Lamentó no haberse acordado de preguntar a A’duard cómo había adquirido ese raro nombre. De inmediato oyó la voz de A’duard en la mente.
—Me fue otorgado por un pequeño servicio que presté a la Instrumentalidad en la vieja Cuna del Hombre.
El Señor del Espacio dio un respingo. Había olvidado que no había barreras espaciales para el lenguaje mental si dejaba la mente abierta.
—Gracias —pronunció, y luego cerró su mente.
Cuando despertó de un sueño tumultuoso, el Señor del Espacio sentía una fatiga que A’duard sin duda habría llamado cansancio del alma. No había manera de comunicarse con la Instrumentalidad. La próxima nave con destino al puerto espacial de Xanadú partiría en un futuro demasiado lejano como para ser de alguna utilidad en el asunto de los muertos diehrs ilegales. A’duard tenía razón. La sustitución debía detenerse antes de que comenzara. ¿Pero cómo? Le parecía un poco humillante, en su condición de Señor del Espacio, tener que depender de una subpersona. El único consuelo era que esa subpersona era un descendiente del gran A’telekeli. Mientras comían la primera comida del día, Madu parecía desanimada; Lari no estaba presente. El Señor Kemal, con la voz más agradable de que era capaz, preguntó a Kuat por el muchacho.
—Fue a Raraku a bailar con los arois —dijo Kuat. Luego pareció advertir que el Señor del Espacio debía de ignorar la palabra «aroi»—. Es un grupo de bailarines y actores de Xanadú —explicó amablemente.
Kemal sintió un frío en el corazón.
No veía el momento de comunicarse con A’duard.
—Lari no está —dijo en cuanto estuvo seguro de que Kuat no reparaba en sus palabras.
—Todos los muertos diehrs están todavía en su lugar, según informan nuestros exploradores —respondió A’duard—. Trataremos de encontrarlo y de comunicarnos contigo.
Pero el tiempo pasó y las subpersonas sólo pudieron asegurar al Señor Kemal que Lari no estaba con los arois ni en Raraku, y que su réplica diehr todavía ocupaba su sitio en el laboratorio. Parecía haberse esfumado del planeta.
Madu había tomado literalmente la afirmación de Kuat; ahora estaba mucho más callada, pero aparentemente creía que Lari estaba bailando con los arois. El Señor del Espacio la sondeó con prudencia.
—Por lo que oí decir, entendía que los arois constituían un grupo cerrado al cual uno debía unirse para participar.
—Oh sí, para participar plenamente —dijo Madu—, pero antes de la cosecha se permite que los mejores bailarines dancen con los arois, sean miembros o no. Ahora no falta mucho tiempo. Los arois se han trasladado de Raraku a Poike. Luego vendrán aquí. Me alegrará ver de nuevo a Lari; siempre lo echo de menos cuando se va a correr o bailar.
—¿Lari se ha ido antes para bailar? —preguntó el Señor del Espacio.
—Bien, no a bailar. A correr, pero no para bailar. Pero es muy bueno. En realidad, antes no tenía la edad suficiente.
—¿Y hay otros festejos de la cosecha además del baile? —preguntó el Señor del Espacio, buscando todavía una pista sobre el paradero del desaparecido Lari.
La sonrisa de Madu recobró parte de su esplendor.
—Oh, sí. En esta ocasión tenemos las carreras de caballos que te he mencionado. Es el deporte favorito de Kuat. Aunque temo que esta vez —la cara de Madu se ensombreció— su caballo no tendrá muchas oportunidades de ganar. Gogle ha corrido demasiado y en condiciones muy exigentes; las patas traseras se le están desgastando. El veterinario habló de hacerle un trasplante muscular en cuanto consiguieran un donante adecuado, pero dudo que lo hayan encontrado.
Pero la perspectiva de ver pronto a Lari parecía devolver a Madu la alegría que el Señor del Espacio asociaba con la muchacha. Salieron a cabalgar, y el Señor Kemal gozó nuevamente de esa abrumadora sensación de asombro y placer mientras él y la gata Griselda se convertían en un solo ser. Los sentimientos de ambos estaban tan íntimamente ligados que el Señor del Espacio no tenía que apretar las rodillas ni chascar para que Griselda obedeciera cada uno de sus deseos. Por primera vez en muchos días, el Señor bin Permaiswari pudo olvidarse de A’duard y los muertos diehrs y de su preocupación por Lari y de su temor a que la Instrumentalidad no aprobara su alianza con el hombre-pájaro.
Y se preguntó, también por primera vez, cuánto se querrían Madu y Lari. Ahora que tenía a Madu para él solo, sentía más que nunca la fuerte atracción que la muchacha ejercía sobre él. En todos los mundos que había conocido, jamás había sentido semejante atracción por una mujer. Y —tal era su honor— pensó que era aún más imperativo encontrar a Lari sano y salvo antes de expresar a Madu sus sentimientos. Intentó comunicarse mentalmente con A’duard.
—Nada —dijo el hombre-pájaro—. No hemos encontrado rastros suyos. La última vez que uno de los nuestros lo vio, estaba en las inmediaciones del palacio y se dirigía a los establos. Eso es todo.
El día anterior a la cosecha, el Señor del Espacio, con Griselda como pretexto, fue nuevamente a los establos.
A’duard trabajaba afanosamente, como el señor-Stokley-de-Boston. Miró gravemente al Señor del Espacio, pero no abrió la mente. No habló. El Señor bin Permaiswari se sintió ofendido. Abrió la mente y dijo:
—¡Bah! ¡Animales!
A’duard hizo una mueca pero no contestó nada.
El Señor del Espacio, pidió disculpas.
—Lo lamento. No iba en serio.
Esta vez A’duard respondió.
—Sí, lo has dicho en serio. Y somos animales. ¿Pero por qué tanto desprecio? Cada cual es lo que es.
—Me ha molestado que me cerraras la mente a mí, un Señor del Espacio. Pero tienes derecho a cerrar la mente ante cualquiera. Te pido disculpas.
A’duard aceptó gentilmente la declaración.
—Había una razón para que cerrara la mente —dijo—. Trataba de resolver cómo contarte algo. Y necesitaba conocer bien tus verdaderos sentimientos sobre Madu y Lari antes de hablar con libertad.
El Señor bin Permaiswari sintió un poco de embarazo; no se había comportado como un Señor del Espacio sino como un niño. Trató de ser completamente franco.
—Estoy sinceramente preocupado por Lari. En cuanto a Madu, debes saber que existe una fuerte atracción, pero ante todo debo averiguar dónde está el muchacho y ver cuáles son los sentimientos de ella.
A’duard cabeceó.
—Hablas como yo esperaba que lo hicieras. Hemos hallado a Lari. Ha quedado inválido para siempre.
El Señor Kemal inspiró, y el aire le quemó la garganta.
—¿A qué te refieres?
—Kuat ordenó a su veterinario que cortara al muchacho los músculos de los tobillos y los trasplantara a Gogle, su caballo favorito. El caballo podrá correr una carrera más a toda velocidad, burlando a quienes apuesten en contra de Kuat. Es improbable que una intervención quirúrgica consiga que el muchacho camine de nuevo, y mucho menos que corra o baile.
El Señor del Espacio tenía la mente en blanco. Advirtió que A’duard todavía se dirigía a él.
—Tendremos al muchacho en una silla de ruedas mañana, en la carrera de caballos. Necesitarás la ayuda de Madu. Entonces podrás decidir qué hacer.
Hasta el día siguiente, hasta el momento de la carrera, el Señor Kemal se sintió como en un sueño, observando desapasionadamente sus movimientos. A’duard se comunicó con él una sola vez.
—Hay que destruir de inmediato a los muertos diehrs —le dijo—. Mañana será el momento, después de la carrera, cuando todos estén de fiesta. Mantén ocupado a Kuat y yo me encargaré del asunto.
Temeroso e infeliz, sintiéndose más débil que nunca desde Styron IV, el Señor Kemal bin Permaiswari acompañó a Madu y al gobernador Kuat hasta la carrera de caballos. En el palco estaba Lari, pálido, delgado, avejentado y en una silla de ruedas.
—¿Por qué? —gritó mentalmente el Señor del Espacio.
La voz de A’duard le llegó con mucha más calma.
—Kuat pensó que le hacía un favor. Lisiado, el muchacho no puede ser el héroe corredor que ha sido. Kuat pensó que así no tendría que sustituirlo por un muerto diehr. No advirtió que lo ha privado de su principal razón para vivir; es casi como si lo hubiera reemplazado por un muerto diehr.
Madu sollozaba. Kuat, en lo que pretendía ser una tosca amabilidad, le acarició el pelo.
—Cuidaremos de él. ¡Y, por Venus, hoy burlaremos a los apostadores! Creen que Gogle no puede correr más. ¡Se llevarán una sorpresa! ¡Claro que será sólo por esta carrera, pero valdrá la pena!
«Valdrá la pena», pensó el Señor del Espacio. Valdrá el resto de la vida de Lari, lisiado, incapaz de hacer lo que más amaba.
«Valdrá la pena», pensó Madu. No bailar, no correr más, no sentir el viento en el pelo mientras las multitudes lo aclamaban.
«Valdrá la pena», pensó Lari. Qué importa ahora.
Gogle ganó por medio cuerpo.
Kuat, eufórico, dijo a los demás:
—Os veré en el salón principal del palacio. Tengo que recaudar mis apuestas.
La cara de Madu parecía tallada en mármol mientras conducía a Lari hacia un carro especial, tirado por dos gatos, que lo había llevado al estadio. El Señor Kemal, sin una palabra, montó en Griselda. Necesitaba estar solo, al menos por un rato.
Se alejaron, en callada comunicación, de las murallas de la ciudad. El Señor Kemal oyó un grito desde las puertas de la ciudad, pero no le prestó atención. Pensaba en Lari. De nuevo el grito. Otro brinco. De pronto Griselda tambaleó, rodó, se desplomó. El Señor del Espacio cayó de bruces junto a la cara de la gata. Los ojos de Griselda estaban vidriosos. El Señor Kemal vio el dardo que atravesaba el pescuezo de la gata. Pisang. Ella intentó lamerle la mano; él la acarició con lágrimas en los ojos. La gata soltó un suspiro enorme y desgarrador, escudriñó al Señor Kemal, se estremeció y murió. Una parte de él murió con ella.
Cuando llegó a la puerta interrogó al guardia.
Nadie debía abandonar la ciudad entre el final de las carreras y la cosecha del fruto del buah. Griselda era víctima de un error, de la negligencia administrativa. Nadie se había acordado de informar al Señor del Espacio.
El Señor Kemal regresó en silencio por los senderos de la ciudad. Cuan bella le había parecido poco tiempo atrás. Cuan vacía y triste le parecía ahora.
Llegó al salón principal poco después que Madu y Lari.
Extrañamente, el deseo germinal que sentía por Madu se había agostado como una flor en la escarcha.
Kuat entró riendo.
Una pregunta torturaría durante más de dos siglos al Señor Kemal. ¿Cuándo el fin justificaba los medios? ¿Cuándo la ley era absoluta? En su mente veía a Griselda brincando sobre dunas y llanuras, una Madu tan inocente como el alba, Lari bailando bajo una luna sin sol.
—¡Dju-di! —pidió Kuat.
Madu avanzó grácilmente hacía la mesa baja. Cogió el ánfora de dos orificios. El Señor Kemal vio, a través del lenguaje mental de A’duard, que el jugo de pisang era vertido en el líquido amniótico de los muertos diehrs. Pronto estarían muertos de verdad.
—Hoy he ganado todas mis apuestas —rió Kuat.
Apartó los ojos de Madu para mirar al Señor Kemal.
Casi imperceptiblemente, Madu movió el pulgar de un orificio al otro.
El Señor Kemal no hizo nada en la infinita noche.