Hubo una gran diferencia entre el trato que Mercer recibió en la nave y el que disfrutó en el satélite de tránsito. En la nave, los tripulantes se burlaban de él cuando le llevaban comida.
—Grita a pleno pulmón —dijo un camarero con cara ratonil—, así te reconoceremos cuando transmitan los ruidos del castigo para el cumpleaños del emperador.
El otro camarero, un individuo gordo, una vez se relamió los labios gruesos y oscuros con la lengua húmeda y roja y comentó:
—Es lógico, hombre. Si doliera todo el tiempo, todos vosotros moriríais. Algo bueno debe pasar, junto con el… como se llame. Quizá te conviertas en mujer. Tal vez acabes siendo dos personas. Escucha, amigo, si te diviertes de veras, no dejes de avisarme…
Mercer callaba. Ya tenía bastantes problemas como para interesarse en las fantasías de aquellos hombres desagradables.
Cuando llegó al satélite fue diferente. El equipo biofarmacéutico le quitó los grillos con eficacia. Le despojó de la vestimenta carcelaria y la dejó en la nave. Cuando desembarcó, desnudo, lo examinaron como si fuera una planta exótica o un cuerpo sobre la mesa de operaciones. Se mostraban casi amables en su destreza clínica. No lo trataban como a un criminal, sino como a un objeto de estudio.
Hombres y mujeres ataviados con batas blancas lo miraron como sí ya estuviera muerto.
Intentó hablar. Un hombre, mayor y más autoritario que los demás, dijo con firmeza y claridad:
—No se moleste en hablar. Conversará conmigo dentro de un rato. Ahora le estamos haciendo los análisis preliminares para determinar su condición física. Vuélvase, por favor.
Mercer se volvió. Un ordenanza le frotó la espalda con un fuerte antiséptico.
—Esto le va a escocer —le advirtió un técnico—, pero no es nada serio ni doloroso. Estamos determinando la resistencia de las diversas capas cutáneas.
Mercer, irritado por esos comentarios impersonales, habló al sentir un pinchazo sobre la sexta vértebra lumbar.
—¿No saben quién soy?
—Claro que sí —replicó una mujer—. Lo tenemos todo en el archivo. Luego el médico jefe comentará con usted su crimen, si desea hablar de ello. Ahora manténgase en silencio. Estamos haciendo una prueba cutánea, y se encontrará mucho mejor si no nos obliga a prolongarlo. —La franqueza la incitó a añadir—: Y también obtendremos mejores resultados.
No habían perdido tiempo en ponerse manos a la obra.
Él los miró de reojo.
Nada en ellos indicaba que fueran demonios humanos en la antesala del infierno. Nada indicaba que éste era el satélite de Shayol, el lugar de supremo castigo y humillación. Parecían médicos de su vida anterior, cuando aún no había cometido el crimen sin nombre.
Pasaron de una tarea a la otra. Una mujer con mascarilla quirúrgica señaló una mesa blanca.
—Súbase ahí, por favor.
Nadie le había pedido nada «por favor» desde que los guardias lo habían apresado en los confines del palacio. Iba a obedecerla cuando vio que había argollas acolchadas en la cabecera de la mesa. Se detuvo.
—Adelante, por favor —ordenó ella. Dos o tres de los demás se volvieron para mirarlos.
El segundo «por favor» lo estremeció. Tenía que hablar. Se encontraba entre personas, y él volvía a ser una persona. La voz se le aguzó en un graznido cuando preguntó:
—Por favor, ¿va a comenzar el castigo?
—Aquí no hay castigo —contestó la mujer—. Está usted en el satélite. Suba a la mesa. Le aplicaremos su primer endurecimiento de piel y luego se entrevistará con el médico jefe. Entonces podrá hablarle de su crimen…
—¿Sabe usted cuál fue mi crimen? —dijo Mercer, casi como si hablara con una vecina.
—Claro que no —respondió—, pero todos los que vienen aquí son criminales. Alguien lo cree así, al menos, pues de lo contrario no los enviarían aquí. La mayoría quiere hablar de sus crímenes. Pero no me entretenga. Soy una especialista de la piel, y en la superficie de Shayol necesitará usted el mejor trabajo que podamos hacerle. Suba a esa mesa. Y cuando esté preparado para hablar con el jefe, tendrá otro tema además del crimen.
Mercer obedeció.
Otra persona enmascarada, probablemente una muchacha, le cogió las manos con unos dedos fríos y suaves y se las colocó en las argollas acolchadas. Era una experiencia nueva. Mercer ya conocía todas las máquinas de interrogación del Imperio, pero esto era diferente. La practicante retrocedió.
—Todo listo, Señor y doctor.
—¿Qué prefiere? —le preguntó la especialista de la piel—. ¿Mucho dolor o un par de horas de inconsciencia?
—¿Por qué iba a preferir el dolor? —se extrañó Mercer.
—Algunos especímenes lo prefieren. Depende de lo que les hayan hecho antes de llegar aquí. Supongo que usted no ha recibido ningún castigo onírico.
—No —dijo Mercer—. No me sometieron a ellos. —Y pensó: No sabía que me hubiera perdido algo.
Recordó la última sesión del juicio. Estaba conectado al banquillo. La sala era alta y oscura. Una luz azul y brillante alumbraba al tribunal, cuyos bonetes judiciales eran una fantástica parodia de las antiguas mitras episcopales. Los jueces hablaban, pero él no podía oírlos. Por un momento la almohadilla aislante se movió y pudo oír que decían:
—Mirad esa cara blanca y demoníaca. Un hombre así es culpable de todo. Voto por la Terminal del Dolor.
—¿El planeta Shayol? —preguntó una segunda voz.
—El lugar de los dromozoos —declaró una tercera voz.
—Es lo que se merece —sentenció la primera voz.
Uno de los ingenieros judiciales debió de advertir que el prisionero estaba escuchando ilegalmente. Lo aislaron de nuevo. Mercer pensaba que había padecido todo lo que podía concebir la crueldad y la inteligencia del hombre.
Pero esta mujer decía que se había perdido los castigos oníricos. ¿Podía existir en el universo alguien en peor situación? Debía de haber muchas personas en Shayol. Nunca regresaban.
Mercer sería una de ellas. ¿Se jactarían de lo que habían hecho antes de ir a parar a este lugar?
—Usted lo ha perdido —advirtió la especialista—. Es sólo un anestésico corriente. No se asuste cuando despierte. Le engrosaremos y fortaleceremos la piel, química y biológicamente.
—¿Resulta doloroso?
—Desde luego —dijo ella—. Pero sáquese de la cabeza la idea de que lo estamos castigando. Esto es dolor médico común, como el que sufriría cualquiera que necesitara muchas intervenciones quirúrgicas. El castigo, si así quiere llamarlo, se practica abajo, en Shayol. Nuestra única tarea consiste en asegurarnos de que usted será apto para sobrevivir cuando desembarque. En cierto modo, le salvamos la vida de antemano. Puede agradecérnoslo sí quiere. Entretanto, se ahorrará muchos problemas si es consciente de que sus terminaciones nerviosas reaccionarán ante el cambio de la piel. Tenga en cuenta que se sentirá muy incómodo cuando despierte. Pero también esto tiene solución.
Bajó una enorme palanca y entonces Mercer perdió el conocimiento.
Despertó en una sala del hospital, pero no se dio cuenta. Le parecía que estaba acostado en un lecho de fuego. Levantó la mano para comprobar si estaba en llamas. La mano tenía el aspecto de siempre, salvo que estaba un poco roja e inflamada. Trató de moverse en la cama. El fuego se transformó en una llamarada fulminante que lo paralizó. Soltó un gemido.
—Necesitarás un calmante —dijo una voz. Era una enfermera—. Mantén la cabeza quieta y te daré medio amp de placer. Así la piel no te molestará.
La enfermera le puso una gorra blanda. Parecía metálica pero era suave como la seda.
Tuvo que clavarse las uñas en las palmas de sus manos para no contorsionarse en la cama.
—Grita si quieres —indicó la enfermera—. Muchos gritan. Dentro de un par de minutos la gorra encontrará el lóbulo cerebral indicado.
La enfermera caminó hacia el rincón e hizo algo que Mercer no pudo ver.
Se oyó el chasquido de un interruptor.
El fuego de la piel no se calmó. Mercer aún lo sentía, pero de pronto ya no importaba. Tenía la mente colmada de un delicioso placer que palpitaba brotándole de la cabeza y bajando por los nervios. Había visitado los palacios de placer, pero nunca había sentido algo parecido.
Quiso dar las gracias, y giró en la cama para ver a la enfermera. Sintió que todo el cuerpo le relampagueaba de dolor, pero el sufrimiento quedaba lejos. Y el placer palpitante que le brotaba de la cabeza y le descendía por la médula espinal para volcarse en los nervios era tan intenso que el dolor era una percepción remota y sin importancia.
Ella estaba de pie en el rincón.
—Gracias, enfermera —dijo Mercer.
Ella no dijo nada.
Él la miró con mayor atención, aunque resultaba difícil fijar la vista cuando aquella oleada de placer le barría el cuerpo como una sinfonía inscrita en los nervios. Concentró la mirada en la enfermera y advirtió que ella también llevaba una gorra metálica blanda.
La señaló.
Ella se sonrojó.
—Pareces un buen hombre. No me delatarás —dijo ella como en un sueño.
Él sonrió afablemente. Ésa era su intención al menos, pero con el dolor en la piel y el placer en la cabeza no tenía idea de cómo sería su expresión.
—Es ilegal —dijo él—. Es totalmente ilegal. Pero resulta agradable.
—¿Cómo crees que aguantamos aquí? —dijo la enfermera—. Los especímenes llegáis hablando como gente normal y luego bajáis a Shayol. Os ocurren cosas terribles en Shayol. Luego la estación de superficie nos envía vuestros miembros, una y otra vez. Quizá vea tu cabeza diez veces, congelada y lista para cortar, antes de que terminen mis dos años. Los prisioneros no sabéis cuánto sufrimos nosotros —ronroneó, gozando aún de la carga de placer—. Tendríais que morir al llegar abajo en vez de importunarnos con vuestros tormentos. Os oímos gritar. Gritáis como personas aún después de los efectos de Shayol. ¿Por qué, espécimen? —Soltó una risa tonta—. Herís nuestros sentimientos. Es normal que una muchacha como yo necesite una sacudida de vez en cuando. Quedo como en un sueño, y ya no me molesta prepararte para que bajes a Shayol. —Caminó hasta la cama tambaleándose—. Quítame la gorra, ¿quieres? No tengo fuerzas para levantar las manos.
Mercer cogió la gorra con manos trémulas.
Rozó con los dedos el suave cabello de la muchacha. Cuando metió el pulgar bajo el borde de la gorra para levantarla, advirtió que era la muchacha más adorable que había tocado jamás. Siempre la había amado, y la amaría siempre. La gorra se desprendió. La enfermera se irguió, trastabillando hasta que encontró una silla donde apoyarse. Cerró los ojos y respiró profundamente.
—Un momento —dijo con voz normal—. Estaré contigo en un instante. Sólo me doy una sacudida cuando un visitante recibe una dosis para superar el problema de la piel. —Se volvió hacia el espejo para arreglarse el peinado—. Espero no haber hablado de la planta baja —añadió, de espaldas a Mercer.
Mercer aún tenía la gorra puesta. Amaba a la bella muchacha que se la había colocado. Sentía ganas de llorar ante la mera idea de que ella había gozado del mismo placer. Por nada del mundo diría nada que pudiera herirla. Ella quería que le dijeran que no había hablado de «la planta baja», que en la jerga de ese lugar debía aludir a la superficie de Shayol.
—No has dicho nada —le aseguró cálidamente—. Nada en absoluto.
Ella se acercó a la cama, se inclinó, le besó en los labios. El beso era tan lejano como el dolor; Mercer no sintió nada; la catarata de placer palpitante que se despeñaba desde su cabeza no dejaba lugar para más sensaciones. Pero le gustaba la cordialidad del gesto. Un hosco y cuerdo rincón de su mente le susurró que quizá fuera la última vez que besaba a una mujer, pero en aquel momento parecía carecer de importancia.
Con dedos hábiles, ella le ajustó la gorra.
—Eso es. Eres muy dulce. Fingiré que me he distraído y te la dejaré puesta hasta que venga el médico.
Con una sonrisa radiante le estrujó el hombro y salió del cuarto.
La falda ondeó como un relámpago blanco. Mercer vio que tenía las piernas muy torneadas.
Era bonita, pero la gorra… ¡Ah, lo importante era la gorra! Mercer cerró los ojos y se dejó estimular los centros cerebrales del placer. Aún sentía el dolor en la piel, pero no le afectaba más que la silla del rincón. El dolor era simplemente algo que estaba dentro del cuarto.
Una mano firme le apretó el brazo obligándole a abrir los ojos.
El hombre mayor y autoritario estaba de pie junto a la cama, mirándolo con una sonrisa divertida.
—Ella lo ha hecho de nuevo —comentó el hombre.
Mercer negó con la cabeza, dando a entender que la enfermera no había hecho nada malo.
—Soy el doctor Vomact —se presentó el hombre—, y voy a quitarle la gorra. Experimentará de nuevo el dolor, pero creo que ya no será intenso. Podrá ponerse la gorra varias veces más antes de irse de aquí.
Con un ademán rápido y firme arrancó la gorra de la cabeza de Mercer.
Mercer se arqueó al sentir la llamarada en la piel. Quiso gritar y vio que el doctor Vomact lo miraba con calma.
—Ahora… no es tan fuerte —jadeó Mercer.
—Yo sabía que sería así —dijo el médico—. Tenía que quitarle la gorra para hablar con usted. Tiene usted varias opciones.
—Sí, doctor —respondió Mercer.
—Usted cometió un crimen y ahora bajará a la superficie de Shayol.
—Sí.
—¿Quiere hablarme de su crimen?
Mercer evocó las blancas paredes del palacio bajo la perpetua luz del sol, y el suave maullido de las pequeñas criaturas. Tensó los brazos, las piernas, la espalda y la mandíbula.
—No, no quiero hablar de ello. Es el crimen sin nombre. Contra la familia imperial…
—Bien —asintió el doctor Vomact—, me parece una sana actitud. El crimen pertenece al pasado. Ahora le espera el futuro. Bien, puedo destruirle la mente antes del descenso… si usted lo desea.
—Eso va contra la ley —señaló Mercer.
El doctor Vomact sonrió cálida y confiadamente.
—Claro que sí. Muchas cosas van contra la ley humana. Pero también la ciencia tiene sus leyes. Su cuerpo, en Shayol, estará al servicio de la ciencia. A mí no me importa si el cuerpo tiene la mente de Mercer o la de un caracol. Tengo que dejarle el cerebro necesario para mantener el cuerpo con vida, pero puedo borrarle la personalidad y dar a su cuerpo más posibilidades de ser feliz. Usted decide, Mercer ¿Desea ser usted mismo o no?
Mercer meneó la cabeza.
—No lo sé.
—Corro un gran riesgo al decirle esto —carraspeó el doctor Vomact—. Yo en su lugar aceptaría. Estar allá abajo no resulta nada agradable.
Mercer contempló aquella cara ancha. No confiaba en la sonrisa cálida. Quizá fuera una treta para aumentar su castigo. La crueldad del emperador era proverbial. No había más que saber lo que había hecho con la viuda de su predecesor, la Dama Da. Ella era más joven que el emperador, pero él la había enviado a un lugar peor que la muerte. Si Mercer estaba condenado a Shayol, ¿por qué el médico contravenía las reglas? Tal vez el médico mismo estaba condicionado y no sabía lo que le estaba ofreciendo.
El doctor Vomact interpretó la expresión de Mercer.
—De acuerdo. Rehúsa usted. Quiere conservar la mente. De acuerdo. No me pesará en la conciencia. Supongo que también rechazará mi siguiente propuesta. ¿Quiere que le saque los ojos antes del descenso? Estará mucho más cómodo sin vista. Eso lo sé, por las voces que grabamos para las emisiones de escarmiento. Puedo quemarle los nervios ópticos para que no haya posibilidad alguna de que recobre usted la vista.
Mercer se reclinó en la cama. El feroz dolor se había convertido en un escozor, pero el abatimiento espiritual era mayor que la incomodidad física.
—¿También rehúsa? —preguntó el médico.
—Supongo que sí —murmuró Mercer.
—Entonces sólo me resta terminar los preparativos. Puede ponerse la gorra un rato, si lo desea.
—Antes de ponerme la gorra, ¿puede contarme qué pasa allá abajo?
—Sólo en parte. Hay un asistente. Es un hombre, pero no se trata de un ser humano. Es un homúnculo de origen vacuno. Es inteligente y muy meticuloso. Los especímenes quedan libres en la superficie de Shayol. Los dromozoos son una forma de vida especial que prolifera allí. Cuando se instalan en el cuerpo, T’dikkat, el asistente, los extirpa con un anestésico y los envía aquí. Congelamos los cultivos de tejido, y resultan compatibles con casi todas las formas de vida basadas en oxígeno. La mitad de los trasplantes quirúrgicos del universo proviene de los brotes que embarcamos desde aquí. Shayol es un lugar muy saludable, por lo que se refiere a la supervivencia. Usted no morirá.
—Es decir, que tendré un castigo perpetuo.
—No he dicho eso —replicó el doctor Vomact—. Y, si lo he dicho, es un error. Usted no morirá pronto. No sé cuánto tiempo vivirá allá abajo. Recuerde, por incómodo que se sienta, que las muestras que nos envía T’dikkat ayudarán a miles de personas en los mundos habitados. Tenga la gorra.
—Prefiero hablar —dijo Mercer—. Quizá sea mi última oportunidad.
El médico le dirigió una mirada extrañada.
—Si aguanta el dolor, hable.
—¿Puedo suicidarme allá abajo?
—No lo sé —contestó el doctor Vomact—. No ha ocurrido nunca. Pero a juzgar por los gritos, se diría que están dispuestos a hacerlo.
—¿Alguien ha regresado de Shayol?
—No desde que se declaró territorio vedado, hace cuatrocientos años.
—¿Puedo hablar con otras personas allá abajo?
—Sí —dijo el médico.
—¿Quién me castiga allá abajo?
—Nadie, estúpido —exclamó el doctor Vomact—. No es un castigo. A la gente no le gusta Shayol, y supongo que es mejor enviar convictos en vez de voluntarios. Pero nadie estará contra usted.
—¿No hay carceleros? —preguntó Mercer con un gemido.
—No hay carceleros, ni reglas, ni prohibiciones. Sólo Shayol y T’dikkat, que cuidará de usted. ¿Aún quiere conservar la mente y los ojos?
—Los conservaré —decidió Mercer—. Si he llegado hasta aquí, puedo continuar hasta el fin.
—Entonces, permítame ponerle la gorra para su segunda dosis —dijo el doctor Vomact.
El médico le colocó la gorra tan diestra y delicadamente como la enfermera; lo hizo con mayor rapidez, pero él no se puso otra gorra.
El torrente de placer fue como una feroz embriaguez. La piel ardiente se perdió a lo lejos. El médico estaba cerca, pero carecía de importancia. Mercer no tenía miedo de Shayol. La pulsación de felicidad que le estallaba en el cerebro era tan intensa que no quedaba espacio para el miedo ni el dolor.
El doctor Vomact extendió la mano.
Mercer se preguntó por qué, y luego comprendió que aquel hombre maravilloso y afable quería darle la mano, Mercer levantó el brazo. Le pesaba, pero también el brazo era feliz.
Se dieron la mano. Era extraño —pensó Mercer—, sentir el apretón de manos más allá del doble nivel de placer cerebral y dolor dérmico.
—Adiós, señor Mercer —se despidió el doctor Vomact—. Adiós y buenas noches.
El satélite era un lugar acogedor.
Los cientos de horas que siguieron fueron como un sueño largo y extravagante.
La joven enfermera se metió a escondidas dos veces en el cuarto para ponerse la gorra con él. Le dieron baños que le encallecieron el cuerpo. Usando fuertes anestésicos locales, le extrajeron los dientes y los reemplazaron por acero inoxidable. Lo sometieron a la radiación de potentes lámparas que le aliviaron el dolor de la piel. Le administraron tratamientos especiales para las uñas de las manos y los pies, que poco a poco se transformaron en temibles zarpas; una noche las frotó contra la cama de aluminio y advirtió que dejaban profundos surcos.
Nunca estaba totalmente lúcido.
A veces le parecía estar en casa con su madre; era de nuevo un niño, y sentía dolor. En otras ocasiones, bajo la gorra, reía en la cama pensando que lo habían enviado a un lugar de castigo donde todo era tan divertido. No había juicios, interrogatorios ni jueces. La comida era buena, aunque no pensaba mucho en ella; la gorra era mejor. Se sentía adormilado aun cuando estaba despierto.
Al fin, dejándole la gorra puesta, lo instalaron en una cápsula adiabática, un proyectil monoplaza que se lanzaba desde el satélite al planeta, Quedó totalmente encerrado, excepto la cara.
El doctor Vomact entró en el cuarto como si flotara.
—Es usted fuerte, Mercer —gritó el médico—. Es fuerte, muy fuerte. ¿Me oye?
Mercer asintió.
—Le deseamos suerte, Mercer. Ocurra lo que ocurra, recuerde que está usted ayudando a otras personas.
—¿Puedo llevar la gorra conmigo? —preguntó Mercer.
Por toda respuesta, el doctor Vomact le quitó la gorra. Dos hombres cerraron la tapa de la cápsula, dejando a Mercer sumido en la oscuridad. Empezó a recobrar la lucidez, y las correas lo asustaron.
Oyó un estruendo y sintió gusto a sangre.
Cuando despertó estaba en un cuarto muy frío, mucho más frío que los dormitorios y salas de operaciones del satélite. Alguien lo tendía suavemente sobre una mesa.
Abrió los ojos.
Una cara enorme, cuatro veces mayor que cualquier rostro humano que Mercer hubiera visto, lo miraba. Los dulces y enormes ojos, pardos y vacunos, examinaban las ataduras de Mercer. Era la cara de un hombre apuesto de mediana edad, bien rasurada, de cabello castaño, con labios carnosos y sensuales, y enormes pero saludables dientes amarillos expuestos en una media sonrisa. La cara vio que Mercer abría los ojos y habló con un bramido profundo y afable.
—Soy tu mejor amigo. Mi nombre es T’dikkat, pero no es necesario que lo uses. Tan sólo llámame Amigo, y siempre te ayudaré.
—Duele —dijo Mercer.
—Claro que duele. Te duele todo el cuerpo. Es un largo descenso —dijo T’dikkat.
—Puedo ponerme la gorra —suplicó Mercer. No era una pregunta sino una exigencia. Mercer sentía que su eternidad interior dependía de ella.
T’dikkat rió.
—Aquí abajo no hay gorras. A mí no me vendría mal tener una. Al menos eso dicen. Pero tengo otras cosas mucho mejores. No temas, amigo, te ayudaré a reponerte.
Mercer titubeó. Si la gorra le había brindado felicidad en el satélite, para contrarrestar los tormentos de Shayol necesitaría por lo menos estímulos eléctricos en el cerebro.
La risotada de T’dikkat llenó la habitación como las plumas de una almohada rota.
—¿Has oído hablar de la condamina?
—No —musitó Mercer.
—Es un narcótico tan poderoso que está prohibido mencionarlo en los tratados de farmacopea.
—¿Y tú la tienes? —preguntó Mercer esperanzado.
—Algo mejor que eso. Tengo supercondamina. Lleva el nombre de la ciudad de Nueva Francia donde la crearon. Los químicos le añadieron una molécula de hidrógeno más. Eso la mejoró mucho. Si la tomaras tal como estás ahora, morirías al cabo de tres minutos, pero esos tres minutos parecerían diez mil años de felicidad en el interior de tu mente.
T’dikkat movió expresivamente los pardos ojos de toro y se relamió los carnosos labios rojos con su enorme lengua.
—¿Para qué sirve, entonces?
—Podrás tomarla —dijo T’dikkat—. Podrás tomarla después de ser expuesto a los dromozoos que hay en el exterior de esta cabina. Tendrás todos los efectos buenos y ninguno de los malos. ¿Quieres ver una cosa?
¿Qué podía responder salvo que sí? ¿O acaso T’dikkat pensaba que él tenía una urgente invitación a una fiesta?
—Mira por la ventana —indicó T’dikkat— y dime qué ves.
La atmósfera era clara. La superficie parecía un desierto amarillo con estrías verdes de líquenes y arbustos achaparrados, obviamente castigados por vientos fuertes y secos. El paisaje resultaba monótono. A doscientos o trescientos metros se apreciaba un grupo de objetos brillantes y rosados que parecían vivos, pero Mercer no pudo distinguirlos con claridad. Más allá, en el extremo derecho de su campo visual, estaba la estatua de un enorme pie humano con la altura de un edificio de seis pisos. Mercer no veía a qué estaba enganchado el pie.
—Veo un gran pie —respondió—, pero…
—¿Pero qué? —dijo T’dikkat, como un enorme niño que ocultara el final de un chiste muy personal. Aun él, a pesar de su tamaño, habría parecido pequeño junto a los dedos de aquel pie gigantesco.
—Pero no puede ser un pie verdadero —concluyó Mercer.
—Lo es —aseguró T’dikkat—. Ése es Álvarez, el capitán de viaje, el hombre que descubrió este planeta. Después de seiscientos años está en buen estado. Desde luego, es casi totalmente dromozoico ahora, pero creo que aún conserva un resto de conciencia humana. ¿Sabes lo que hago?
—¿Qué? —preguntó Mercer.
—Le suministro seis centímetros cúbicos de supercondamina y él ronca para mí. Unos ronquidos muy felices. Un forastero creería que es un volcán. Eso logra la supercondamina. Y tú tendrás mucha. Eres realmente un hombre muy afortunado, Mercer. Me tienes por amigo, y dispones de mi aguja para pasarlo bien. Yo trabajo y tú te diviertes. ¿No es una grata sorpresa?
Mientes, mientes, pensó Mercer. ¿De dónde vienen los gritos que todos hemos oídos transmitir como advertencia en el Día del Castigo? ¿Por qué el médico se ofreció a anularme el cerebro o arrancarme los ojos?
El hombre-toro le miró con expresión dolida.
—No me crees —comentó con aflicción.
—No es eso —dijo Mercer, tratando de ser afable—, pero creo que hay algo que no me has dicho.
—No mucho —aseguró T’dikkat—. Saltarás cuando te ataquen los dromozoos. Te encontrarás mal cuando te empiecen a crecer nuevos órganos: cabezas, riñones, manos. Hubo uno que desarrolló treinta y ocho manos en una sola sesión. Las extirpé todas, las congelé y las mandé arriba. Cuido de todos. Tal vez grites un rato. Pero recuerda, tan sólo llámame Amigo, y lo pasarás mejor que en cualquier parte del universo. ¿Quieres huevos fritos? Yo no como huevos, pero la mayoría de los hombres verdaderos sí.
—¿Huevos? ¿Qué tienen que ver con todo esto?
—Nada. Es sólo una atención. Así no irás al exterior con el estómago vacío. Aguantarás mejor el primer día.
El incrédulo Mercer vio cómo el grandote sacaba dos hermosos huevos de una nevera, los partía con habilidad para echarlos en una sartén, y calentaba la sartén en el campo térmico de la mesa donde él había despertado.
—¿Amigo, eh? —sonrió T’dikkat—. Verás que soy un buen amigo. Recuérdalo cuando vayas afuera.
Una hora después, Mercer fue al exterior.
Con extraña serenidad, se quedó en la puerta. T’dikkat le dio un empujoncito suave y fraternal.
—No me hagas poner el traje de plomo, amigo. —Mercer había visto un traje del tamaño de la cabina de una nave espacial, colgado en la pared de un cuarto contiguo—. Cuando cierre esta puerta, se abrirá la exterior. Entonces no tienes más que salir.
—¿Pero qué me ocurrirá? —preguntó Mercer. El miedo volvía a revolverle el estómago y le atenazaba la garganta.
—No empieces de nuevo con eso —le advirtió T’dikkat. Durante una hora había eludido las preguntas de Mercer sobre lo que le esperaba fuera. ¿Un mapa? La idea hizo reír a T’dikkat. ¿Comida? No iba a necesitarla. ¿Otras personas? Estarían allí. ¿Armas? No hacían falta. Una y otra vez había insistido en que era amigo de Mercer. ¿Qué le pasaría a Mercer? Lo mismo que les había ocurrido a los demás.
Mercer salió al exterior.
No ocurrió nada. Era un día fresco. El viento le acarició la piel endurecida.
El montañoso cuerpo del capitán Álvarez ocupaba buena parte del paisaje a la derecha. Mercer no deseaba verse envuelto con eso. Miró hacia atrás. T’dikkat no estaba frente a la ventana.
Mercer avanzó despacio en línea recta.
Hubo un destello en el suelo, no más brillante que el centelleo del sol en un trozo de vidrio. Mercer sintió un aguijonazo en el muslo, igual que si lo hubieran rozado con un instrumento afilado. Se pasó la mano por el muslo.
Fue como si el cielo se derrumbara.
Un dolor —más que un dolor: una palpitación viva— le bajó por la cadera hasta el pie derecho. La palpitación le subió al pecho, dejándole sin aliento. Se cayó, y el suelo le hirió. En el satélite-hospital no había vivido ninguna experiencia parecida. Yacía al aire libre tratando de no respirar sin éxito. Cada vez que inspiraba, la palpitación se movía con el tórax. Se tendió de espaldas, mirando el Sol. Notó que el astro era blanco violáceo.
No tenía sentido tratar de llamar. No tenía voz. Zarcillos de malestar culebreaban dentro de él. Como no podía dejar de respirar, intentó inhalar del modo menos doloroso. Los jadeos resultaban agotadores. Sorber el aire en pequeñas bocanadas dolía menos.
No había nadie alrededor. No podía volver la cabeza para mirar la cabina. ¿Es esto?, pensó. ¿Una eternidad de este dolor es el castigo de Shayol?
Oyó voces.
Dos caras grotescamente sonrosadas lo contemplaban. Parecían humanas. El hombre tenía una apariencia bastante normal, salvo por las dos narices que asomaban en su rostro. La mujer era una caricatura increíble. Le había crecido un pecho en cada mejilla y un racimo de dedos le colgaba de la frente.
—Es una belleza —exclamó la mujer—. Uno nuevo.
—Ven —le dijo el hombre.
Lo ayudaron a levantarse. No tuvo fuerzas para resistirse. Cuando trató de hablarles, un estridente graznido de pájaro le salió de los labios.
Lo llevaban con eficacia. Notó que lo arrastraban hacia los objetos rosados.
De cerca descubrió que eran personas. Mejor dicho, descubrió que habían sido personas. Un hombre con pico de flamenco se picoteaba su propio cuerpo. Había una mujer en el suelo; tenía una sola cabeza, pero junto a lo que parecía ser su cuerpo original le crecía el desnudo cuerpo de un niño desde el cuello. El cuerpo del niño, limpio y saludable, sólo se movía para respirar entrecortadamente. Mercer miró alrededor. El único que llevaba ropa era un hombre con el abrigo puesto de través. Mercer advirtió al fin que al hombre le crecían dos o tres estómagos en la parte exterior del abdomen. El abrigo los mantenía en su sitio. La transparente pared del peritoneo parecía frágil.
—Uno nuevo —explicó su captora. Ella y el hombre de dos narices lo soltaron.
El grupo yacía desparramado por el suelo.
Mercer se quedó entre ellos, aturdido.
—Temo que pronto nos van a alimentar —dijo un viejo.
El grupo protestó:
—¡Oh, no!
—¡Es demasiado temprano!
—¡No de nuevo!
El viejo continuó:
—Mirad cerca del dedo gordo de la montaña.
El desconsolado murmullo del grupo confirmó que el viejo estaba en lo cierto.
Mercer quiso preguntar de qué se trataba, pero sólo emitió un cloqueo.
Una mujer —¿era una mujer?— se le acercó gateando. Además de las manos comunes, tenía manos por todo el torso y en los muslos. Algunos de aquellos apéndices tenían un aspecto viejo y mustio. Otros se veían lozanos y rosados como los dedos de la cara de su captora. La mujer le gritó, aunque era innecesario gritar.
—Se acercan los dromozoos. Esta vez te dolerá. Cuando te acostumbres al lugar, puedes enterrarte… —La mujer señaló varios montículos que los rodeaban—. Ellos están enterrados.
Mercer volvió a cloquear.
—No te preocupes —le dijo la mujer cubierta de manos, y jadeó cuando la tocó un relámpago de luz.
Los fogonazos también alcanzaron a Mercer. El dolor fue como el del primer contacto, pero más penetrante. Los ojos se le ensancharon mientras extrañas sensaciones físicas lo llevaban a la ineludible conclusión: aquellas luces, aquellas cosas, fueran lo que fuesen, lo alimentaban y lo hacían crecer.
No tenían inteligencia humana, en caso de que tuvieran alguna, pero sus motivos eran obvios. Entre cada puñalada de dolor, sintió que le llenaban el estómago, le inyectaban agua en la sangre, le extraían líquido de los riñones y la vejiga, le masajeaban el corazón, le movían los pulmones.
Cada uno de aquellos actos era bien intencionado y beneficioso.
Y cada uno resultaba doloroso.
De pronto se fueron, como una bandada de insectos. Mercer oyó un ruido: un berrido insensato y desagradable. Miró alrededor.
Y el berrido cesó.
El que había gritado era el propio Mercer. Era el terrible grito de un psicótico, de un borracho aterrorizado, de un animal enloquecido.
Cuando calló, descubrió que podía hablar de nuevo.
Se le acercó un hombre, desnudo como los demás. Una estaca le atravesaba la cabeza. La piel había cicatrizado en ambas partes alrededor de la estaca.
—Hola —saludó el hombre de la estaca.
—Hola —contestó Mercer. Esta palabra tan común sonaba muy tonta en un lugar como aquél.
—No puedes matarte —le advirtió el hombre de la estaca.
—Sí, puedes —le contradijo la mujer de las manos.
Mercer descubrió que su primer dolor se había aplacado.
—¿Qué me está ocurriendo?
—Te ha crecido algo —dijo el hombre de la estaca—. Siempre nos crecen partes. Al cabo de un tiempo, T’dikkat las extirpa todas, excepto las que tienen que crecer un poco más. Como ella —añadió, señalando a la mujer a quien le crecía un cuerpo de niño desde el cuello.
—¿Y qué fue lo de antes? —preguntó Mercer—. ¿Las puñaladas para esas partes nuevas y los aguijonazos para alimentarnos?
—No —respondió el hombre—. A veces creen que tenemos frío y nos llenan de fuego. A veces suponen que tenemos calor y nos congelan nervio por nervio.
—Y a veces creen que somos desdichados —intervino la mujer con el cuerpo de niño— y tratan de hacernos felices. Creo que eso es lo peor.
—¿Sois vosotros el único rebaño? —tartamudeó Mercer.
El hombre de la estaca tosió en vez de reír.
—¡Rebaño! Qué gracioso. El lugar está lleno de gente. La mayoría se entierra. Nosotros somos los que todavía podemos hablar. Nos quedamos para hacernos compañía. Así pasamos más tiempo con T’dikkat.
Mercer iba a formular otra pregunta, pero estaba agotado. Había sido un día agobiante.
El suelo se balanceaba como un barco en el agua. El cielo se ennegreció. Alguien le sostuvo cuando Mercer se desplomó. Unas manos le recostaron en el suelo. Y luego, piadosa y mágicamente, llegó el sueño.
Al cabo de una semana se había familiarizado con el grupo. Era gente distraída. Nadie sabía cuándo pasaría un dromozoo para añadirles otro órgano. Mercer no sufrió otro aguijonazo, pero la incisión que se había hecho al salir de la cabina se estaba endureciendo. El hombre de la estaca le echó un vistazo cuando Mercer se desabrochó púdicamente el cinturón y se bajó los pantalones para que vieran la herida.
—Tienes una cabeza —le dijo el hombre de la estaca—. Una cabeza de niño. Arriba se alegrarán de recibirla cuando T’dikkat la corte.
El grupo trató de organizarle la vida social. Le presentaron a la muchacha del rebaño. Le había crecido un cuerpo tras otro. La pelvis había desarrollado unos hombros y la nueva pelvis había repetido el proceso hasta que tuvo cinco personas de largo. Tenía la cara intacta. Trataba de mostrarse amable con Mercer.
Él quedó tan horrorizado que se enterró en el suelo blanco y seco y permaneció allí durante lo que le pareció un siglo. Luego supo que había sido menos de un día. Cuando salió, la muchacha de muchos cuerpos lo estaba esperando.
—No tenías que salir sólo por mí —dijo ella.
Mercer se sacudió la tierra.
Miró alrededor. El sol violáceo se ponía, y el cielo tenía estrías azules y vestigios de un ocaso anaranjado.
—No he salido por ti. Aquí no tiene sentido mentir, mientras esperamos la próxima vez.
—Quiero mostrarte una cosa —dijo ella. Señaló un montículo bajo—. Cava allí.
Mercer la miró. La muchacha parecía amistosa. Se encogió de hombros y se puso a escarbar con sus potentes zarpas. Con la piel endurecida y las gruesas uñas de los dedos, escarbar le resultaba tan fácil como a un perro. La tierra salía en cascada bajo sus manos atareadas. En el agujero que había cavado apareció un bulto rosado. Escarbó con más prudencia.
Intuyó qué era.
Tenía razón. Era un hombre dormido. En un costado del cuerpo le crecían ordenadas hileras de brazos. El otro lado parecía normal.
Mercer se volvió hacia la muchacha de muchos cuerpos, que se había acercado.
—Es lo que sospecho, ¿verdad?
—Sí. El doctor Vomact le abrasó el cerebro. También le inutilizó los ojos.
Mercer se sentó y contempló a la muchacha.
—Tú me dijiste que lo hiciera. Dime por qué.
—Para que vieras. Para que sepas. Para que pienses.
—¿Eso es todo? —dijo Mercer.
La muchacha tiritó. Sus pechos suspiraron a lo largo de la serie de cuerpos. Mercer se preguntó cómo les llegaba el aire a todos. No sentía pena por ella; no sentía pena por nadie salvo por sí mismo. Cuando cesó el espasmo, la muchacha se disculpó con una sonrisa.
—Me acaban de hacer un nuevo injerto.
Mercer asintió con el ceño fruncido.
—¿Qué? ¿Una nueva mano? Ya tienes bastantes.
—¡Oh!, uno de ésos —respondió ella, mirándose los torsos—. Prometí a T’dikkat que los dejaría crecer. Él es bueno. Pero mira a ese hombre, forastero. El hombre que has desenterrado. ¿Quién está mejor? ¿Él o nosotros?
Mercer la observó sorprendido.
—¿Por eso me pediste que lo desenterrara?
—Sí.
—¿Y esperas que te responda?
—No —dijo la muchacha—, ahora no.
—¿Quién eres? —preguntó Mercer.
—Aquí nunca hacemos esa pregunta. No tiene importancia pero como eres nuevo, te lo diré. Yo era la Dama Da, la madrastra del emperador.
—¡Tú! —exclamó Mercer.
Ella le dirigió una sonrisa amarga.
—¡Eres tan novato que piensas que tiene importancia! Pero debo decirte una cosa más importante.
Calló y se mordió el labio.
—¿Qué? —urgió Mercer—. Será mejor que me lo digas antes de que me ataquen de nuevo. Después no podré pensar ni hablar durante un largo tiempo. Dímelo ahora.
Ella le acercó la cara. Todavía era un rostro adorable, aun bajo la moribunda luz anaranjada de ese poniente violáceo.
—Nadie vive para siempre.
—Sí —dijo Mercer—. Lo sabía.
—Créelo —ordenó la Dama Da.
De pronto, centellearon unos relámpagos a lo lejos en la llanura oscura.
—Entiérrate —le aconsejó ella—. Pasa la noche enterrado. Quizá te salves.
Mercer empezó a cavar. Miró al hombre que había desenterrado. El cuerpo sin cerebro, con movimientos suaves semejantes a los de una estrella de mar en el agua, volvía a cubrirse de tierra.
Varios días después, alguien gritó en el rebaño.
Mercer había conocido a un medio hombre. La parte inferior del cuerpo había desaparecido y las vísceras se mantenían en un sitio con algo que parecía un vendaje de plástico transparente. El medio hombre le había enseñado a permanecer quieto cuando los dromozoos se acercaban con sus buenas intenciones.
—No puedes luchar contra ellos —le dijo el medio-hombre—. Hicieron crecer a Álvarez hasta que tuvo el tamaño de una montaña, así que él nunca se mueve. Y ahora tratan de hacernos felices. Nos alimentan, nos limpian, nos acicalan. Quédate quieto. No tengas vergüenza de gritar. Todos gritamos.
—¿Cuándo recibiremos la droga? —preguntó Mercer.
—Cuando venga T’dikkat.
T’dikkat llegó aquel mismo día empujando una especie de trineo con ruedas. Los patines le permitían desplazarse en las elevaciones, las ruedas en el terreno llano.
El rebaño desarrolló furiosa actividad antes de que llegara T’dikkat. Por todas partes desenterraban a los dormidos. Cuando llegó el hombre-toro, el rebaño había desenterrado tantos hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que los cuerpos rosados sumaban más del doble que antes. Los durmientes no tenían mejor ni peor aspecto que los despiertos.
—¡Deprisa! —les urgió la Dama Da—. Nunca nos inyecta si no estamos preparados.
T’dikkat llevaba su pesado traje de plomo.
Levantó un brazo en un cordial saludo, como un padre que regresa al hogar con regalos para los hijos. El rebaño se apiñó alrededor de él.
Él metió la mano en el trineo. Se echó sobre los hombros un arnés con una botella. Cerró las hebillas de las correas. De la botella colgaba un tubo. En la mitad del tubo había una pequeña bomba de presión, y al final se veía una reluciente aguja hipodérmica.
Cuando estuvo preparado, T’dikkat les indicó que se acercaran. Fueron hacia él, radiantes de felicidad. Él se abrió paso entre el rebaño y se acercó a la mujer a quien le crecía un cuerpo de niño en el cuello. La voz mecánica de T’dikkat resonó por el altavoz del traje.
—Buena muchacha. Buena, buena. Tendrás un gran regalo.
Le clavó la hipodérmica tanto tiempo que Mercer vio la burbuja de aire desplazándose de la bomba hasta la botella.
Luego T’dikkat se acercó a los demás, diciendo una palabra de vez en cuando, moviéndose con inusitada gracia y agilidad. La aguja brillaba mientras les aplicaba las inyecciones bajo presión. Todos se sentaron o se recostaron en el suelo como adormilados.
T’dikkat reconoció a Mercer.
—Hola, amigo. Ahora viene la diversión. En la cabina esto te habría matado. ¿Tienes algo para mí?
Mercer tartamudeó, sin saber a qué se refería T’dikkat. El hombre de dos narices respondió por él.
—Creo que tiene una bonita cabeza de bebé, pero aún no ha crecido lo suficiente para que te la lleves.
Mercer ni siquiera advirtió que la aguja le penetraba en el brazo.
T’dikkat enfiló hacia otro grupo cuando la supercondamina inició su efecto en Mercer.
Mercer quería correr detrás de T’dikkat, abrazar el traje de plomo, decirle a T’dikkat que lo amaba. Tropezó y cayó, pero no sintió dolor. La muchacha de muchos cuerpos estaba cerca de él. Mercer le habló.
—¿No te parece maravilloso? Eres bella, bella, bella. Me siento muy feliz de estar aquí.
La mujer cubierta de manos se les acercó. Irradiaba calidez y amistad. Mercer la encontró muy distinguida y encantadora. Se arrancó la ropa. Resultaba estúpido y presuntuoso andar vestido cuando aquella simpática gente iba desnuda.
Las dos mujeres le murmuraban cosas.
En un rincón de la mente supo que no le decían nada, que sólo expresaban la euforia de una droga tan potente que el universo conocido la había prohibido. La mayor parte de su mente era feliz. Se preguntó cómo era posible que alguien tuviera la buena suerte de visitar un planeta tan bonito. Intentó decírselo a la Dama Da, pero no podía hablar con claridad.
Una puñalada de dolor le atravesó el abdomen. La droga siguió al dolor y lo engulló. Era como la gorra del hospital, aunque mil veces mejor. El dolor desapareció, a pesar de que la primera vez había sido devastador.
Se obligó a pensar con lucidez. Se concentró y dijo a las dos mujeres sonrosadas y desnudas que estaban acostadas junto a él en el desierto:
—Ha sido un buen bocado. Ojalá me crezca otra cabeza. ¡Eso haría que T’dikkat se pusiera contento!
La Dama Da irguió su primer cuerpo.
—Yo también soy fuerte. Puedo hablar. Recuerda, hombre, recuerda. Nadie vive para siempre. Nosotros también podemos morir como las personas verdaderas. ¡Creo tanto en la muerte!
Mercer le sonrió en medio de su felicidad.
—Claro que puedes morir. ¿Pero no es esto…?
Sintió que los labios se le abultaban y la mente se le obnubilaba. Estaba despierto, pero no tenía ganas de hacer nada. En aquel bello lugar, entre tantas personas agradables y atractivas, sonrió.
T’dikkat estaba esterilizando sus cuchillos.
Mercer se preguntó cuánto le había durado la supercondamina. Soportó la actividad de los dromozoos sin gritos ni contorsiones. El padecimiento de los nervios y el escozor de la piel eran fenómenos que sucedían en alguna parte, cerca de él, pero no significaban nada. Observó su cuerpo con un interés distante. La Dama Da y la mujer cubierta de manos permanecieron junto a él. Al cabo de un largo rato el medio-hombre se arrastró hacia el grupo con sus fuertes brazos. Al llegar parpadeó con aire somnoliento y amable y recayó en el sereno sopor del que había despertado. En ocasiones Mercer veía despuntar el sol, cerraba los ojos un instante y al abrirlos descubría el resplandor de las estrellas. El tiempo no significaba nada. Los dromozoos lo alimentaban a su manera misteriosa; la droga anulaba la necesidad de ciclos físicos.
Al fin notó que de nuevo sentía el dolor por dentro.
Los sufrimientos no habían cambiado, él sí.
Conoció todos los sucesos que podían ocurrir en Shayol. Los recordaba bien de su período de felicidad. Antes los había visto, ahora los sentía.
Quiso preguntar a la Dama Da cuánto tiempo habían disfrutado de la droga, y cuánto tendrían que esperar antes de una nueva dosis. Ella le sonrió con benigna y remota felicidad; por lo visto, sus muchos torsos, tendidos en el suelo, tenían mayor capacidad de retención de la droga que el cuerpo de Mercer. Ella albergaba buenos propósitos, pero no podía hablar con claridad.
El medio-hombre estaba echado en el suelo, y las arterias palpitaban agradablemente detrás de la cobertura transparente que le protegía la cavidad abdominal.
Mercer estrujó el hombro del medio-hombre.
El medio-hombre despertó, reconoció a Mercer y lo saludó con una sonrisa somnolienta.
—«Que el día te sonría, mi muchacho». Eso pertenece a una obra. ¿Has visto alguna vez una obra?
—¿Qué es eso?
—Una máquina óptica con personas verdaderas que interpretan papeles.
—Nunca he visto nada de eso. Pero…
—Pero quieres preguntarme cuándo regresará T’dikkat con la aguja.
—Sí —admitió Mercer, un poco avergonzado de ser tan transparente.
—Pronto —le tranquilizó el medio-hombre—. Por eso pienso en obras. Todos sabernos qué va a pasar. Todos sabemos cuándo va a pasar. Todos sabemos qué harán los maniquíes —señaló los montículos donde se refugiaban los hombres sin cerebro—, y todos sabemos qué preguntarán los nuevos. Pero nunca sabemos cuánto durará una escena determinada.
—¿Qué es una «escena»? —preguntó Mercer—. ¿Es el nombre de la aguja?
El medio-hombre lanzó una risa que se parecía al verdadero humor.
—No, no, no. Estás obsesionado. Una escena forma parte de una obra. Quiero decir que conocemos el orden en que suceden las cosas, pero no tenemos relojes y a nadie le interesa contar los días ni confeccionar calendarios. El clima no cambia mucho, así que a nadie le importa cuánto tarda cada cosa. El dolor parece breve y el placer prolongado. Sospecho que cada ciclo dura dos semanas terrestres.
Mercer ignoraba lo que era una «semana terrestre», pues no había sido un hombre culto antes de su condena, y el medio-hombre no le explicó nada más. Entonces el medio-hombre recibió un injerto dromozoico, se puso rojo y le gritó a Mercer:
—¡Sácalo, idiota! ¡Arráncalo!
Mientras Mercer lo miraba con impotencia, el medio-hombre se contorsionó, dando a Mercer la espalda rosada y polvorienta mientras lanzaba un sollozo ahogado.
Mercer no pudo deducir cuánto tardó T’dikkat en regresar. Tal vez unos días, tal vez meses.
De nuevo T’dikkat anduvo entre ellos como un padre afable; una vez más todos se apiñaron como hijos ansiosos. En esta ocasión T’dikkat sonrió complacido al ver la pequeña cabeza que había crecido en el muslo de Mercer; la cabeza de un niño dormido, cubierta de vello en la coronilla y con delicadas cejas sobre los ojos cerrados. Mercer recibió una inyección de júbilo.
Cuando T’dikkat cortó la cabeza del muslo, Mercer sintió el cuchillo cortando el cartílago que le adhería la cabeza al cuerpo. Vio que la cara de niño hacía una mueca cuando separaban la cabeza; sintió un lejano relampagueo de dolor mientras T’dikkat frotaba la herida con un antiséptico corrosivo que detenía al instante las hemorragias.
Después le crecieron dos piernas en el pecho.
Luego tuvo otra cabeza junto a la suya.
¿O eso fue después del torso y las piernas, o de la niñita que le creció en el costado?
Olvidó el orden.
No medía el tiempo.
La Dama Da le sonreía a menudo, pero no había amor en aquel lugar. Ella había perdido los torsos adicionales. Entre un proceso teratológico y otro era una mujer bonita y atractiva; pero lo más agradable de la relación era el susurro que ella repetía miles de veces, sonriendo esperanzada:
—Nadie vive eternamente.
Estas palabras eran un consuelo para la Dama Da, pero Mercer no las entendía muy bien.
Así iban las cosas; las víctimas cambiaban de aspecto, y llegaban los nuevos. A veces T’dikkat traía a algunos nuevos en un camión: dormían el sueño eterno de sus cerebros abrasados. En el camión los cuerpos se zarandeaban y gemían sin habla cuando los dromozoos los acosaban.
Al fin Mercer se las ingenió para seguir a T’dikkat hasta la puerta de la cabina. Para lograrlo tuvo que luchar contra el placer de la supercondamina. Sólo el recuerdo de un dolor, un desconcierto y una perplejidad previas le aseguraban que sí no formulaba la pregunta cuando se sentía feliz, la respuesta ya no estaría a su alcance cuando la necesitara. Luchando contra el placer, rogó a T’dikkat que buscara en los registros para decirle cuánto tiempo había permanecido allí.
T’dikkat accedió a regañadientes, pero no salió de la cabina. Habló a través de un altavoz, y su respuesta estentórea retumbó en la llanura desierta. El rosado rebaño despertó apenas de su feliz sopor para preguntarse qué quería comunicarles su amigo T’dikkat. Cuando lo dijo, les pareció excesivamente profundo, aunque ninguno de ellos comprendió, pues se trataba simplemente del tiempo que Mercer había permanecido en Shayol.
—Tiempo estándar: ochenta y cuatro años, siete meses, tres días, dos horas, once minutos y medio. Buena suerte, amigo.
Mercer se alejó.
El rincón secreto de su mente que permanecía cuerdo a pesar de la felicidad y el dolor se hacía preguntas sobre T’dikkat. ¿Qué persuadía al hombre-toro de quedarse en Shayol? ¿Cómo lograba la felicidad sin supercondamina? ¿Era T’dikkat un loco esclavo de su deber, o un hombre que aspiraba a regresar un día a su propio planeta, a una familia de gente vacuna como él? Mercer, a pesar de la felicidad, sollozó por el extraño destino de T’dikkat. En cuanto a su propio destino, lo aceptaba.
Recordó la última vez que había comido: huevos verdaderos en una sartén verdadera. Los dromozoos lo mantenían con vida, pero ignoraba cómo lo hacían.
Regresó tambaleante hacia el grupo. La Dama Da, desnuda sobre la llanura polvorienta, agitó una mano hospitalaria y lo invitó a sentarse junto a ella. Disponía de kilómetros cuadrados de extensión para sentarse, pero aun así él agradeció ese gesto amable.
Los años —si eran años— fueron transcurriendo. Shayol no cambió.
A veces un ruido burbujeante llegaba por la llanura hasta el rebaño; los que podían hablar declaraban que era la respiración del capitán Álvarez. Había noche y día, pero no siembra ni cosecha, ni cambios de estación, ni generaciones de hombres. Para ellos el tiempo se había detenido, y la carga de placer se mezclaba tanto con los estertores de dolor provocados por los dromozoos que las palabras de la Dama Da cobraron un remoto significado:
—Nadie vive eternamente.
Esa afirmación era una esperanza, no una verdad en la que pudieran creer. No tenían la lucidez necesaria para seguir el curso de los astros, para intercambiar nombres, para aprovechar la experiencia de cada uno en beneficio de todos. No había sueños de evasión. Aunque veían los anticuados cohetes químicos que despegaban de la pista que se extendía junto a la cabina de T’dikkat, ninguno hacía planes para ocultarse en la nueva partida de carne transmutada y congelada.
Mucho tiempo atrás, un prisionero que ya no estaba entre ellos había intentado escribir una carta. Las letras estaban grabadas en una piedra. Mercer la leyó, y también la leyeron los demás, pero no supieron decirle quién la había escrito. Tampoco les importaba.
La carta, arañada en la piedra, era un mensaje para el exterior. Aún se leía el principio: «Una vez fui como vosotros: salía de mi ventana al caer el día y dejaba que los vientos me impulsaran suavemente hacia el lugar donde vivía. Una vez, como vosotros, tuve una cabeza, dos manos, cinco dedos en cada mano. La parte frontal de mi cabeza se llamaba cara, y con ella podía hablar. Ahora sólo puedo escribir, y únicamente cuando cesa el dolor. En un tiempo, como vosotros, ingería comida, bebía líquidos, tenía un nombre. No recuerdo ese nombre. Los que recibáis esta carta podréis poneros en pie. Yo ni siquiera puedo erguirme. Sólo espero a que las luces me inyecten alimento molécula por molécula, y luego lo extraigan. No penséis que me siguen castigando. Este lugar no es un castigo. Es algo distinto».
Ningún integrante del rebaño rosado logró deducir qué significaba «algo distinto».
La curiosidad había muerto en ellos tiempo atrás.
Luego vino el día de los pequeños.
Era un período —no una hora ni un año: un lapso intermedio— en que la Dama Da y Mercer gozaban en silencio de la felicidad de la supercondamina. No tenían nada que decir, la droga lo hacía todo por ellos.
De pronto, un desagradable bramido llegó desde la cabina de T’dikkat.
Ellos dos, y algún otro, miraron hacia el altavoz.
La Dama Da logró hablar, aunque el asunto no tenía importancia.
—Creo que es lo que llamábamos la alarma de guerra.
Volvieron a sumirse en su dichoso sopor.
Un hombre a quien le crecían dos rudimentarias cabezas junto a la suya se arrastró hacia ellos. Las tres cabezas tenían un aspecto muy feliz, y a Mercer le pareció delicioso que adoptara aquella forma caprichosa. Bajo el fulgor pulsátil de la supercondamina, Mercer lamentó no haber aprovechado los lapsos de lucidez para preguntarle quién había sido. Sin embargo él le dio una respuesta. Abriendo los ojos a fuerza de voluntad, se cuadró ante la Dama Da y Mercer: era como el remedo de un saludo militar.
—Suzdal —se presentó—, excomandante de crucero. Están tocando la alarma. Deseo informar que yo… yo… no estoy listo para el combate.
Se durmió.
La Dama Da, con un tono suavemente perentorio, le obligó a abrir los ojos.
—Comandante, ¿por qué tocan la alarma aquí? ¿Por qué has acudido a nosotros?
—Señora, tú y el caballero de las orejas parecéis pensar mejor que los demás integrantes del grupo. Se me ocurrió que quizá tuvieras órdenes.
Mercer buscó al caballero de las orejas. Era él mismo. En ese momento tenía la cara cubierta de pequeñas orejas, pero no les prestaba atención, salvo para esperar el momento en que T’dikkat las cortara y los dromozoos le hicieran crecer otra cosa.
El ruido de la cabina se agudizó, haciéndose ensordecedor.
Muchas personas del rebaño se movieron.
Algunos abrieron los ojos, miraron alrededor.
—Es un ruido —murmuraron, y volvieron al feliz sopor de la supercondamina.
La puerta de la cabina se abrió.
T’dikkat salió a la carrera, sin el traje. Nunca lo habían visto en el exterior sin el traje de metal.
Corrió hacia ellos con ojos desorbitados, reconoció a la Dama Da y a Mercer, colocó a uno debajo de cada brazo y corrió con ellos hacia la cabina. Los arrojó por la puerta doble. Aterrizaron con estrépito, y les resultó divertido chocar contra el suelo con tal fuerza. El piso los trasladó hasta la sala, T’dikkat los siguió poco después.
—Vosotros sois personas, o lo erais —bramó T’dikkat—. Comprendéis a las personas. Yo sólo obedezco. Pero no en este caso. ¡Mirad!
Cuatro hermosos niños humanos yacían en el suelo. Los más pequeños parecían gemelos de dos años de edad. Había una niña de cinco años y un niño de siete. Todos tenían los párpados entornados. Todos ellos mostraban delgadas líneas rojas alrededor de las sienes. El pelo rasurado indicaba que les habían extirpado el cerebro.
T’dikkat, sin prestar atención al peligro de los dromozoos, gritó:
—Vosotros sois personas verdaderas. Y yo soy un mero vacuno. Cumplo con mi deber. Mi deber no incluye esto: ¡Son niños!
El rincón lúcido que sobrevivía en la mente de Mercer experimentó disgusto e incredulidad. Le costó mantener esa emoción, porque la supercondamina batía contra su conciencia como una marejada, haciendo que todo pareciera encantador. Una parte de su mente, rebosante de droga, le decía: «¡Qué grato será tener niños con nosotros!». Pero la parte intacta de su mente, que conservaba el honor que era suyo antes de Shayol, susurró: «¡Este crimen es peor que cualquiera que hayamos cometido nosotros! ¡y lo ha cometido el Imperio!».
—¿Qué has hecho? —preguntó la Dama Da—. ¿Qué podemos hacer?
—Traté de llamar al satélite. Cuando comprendieron a qué me refería, cortaron la comunicación. A fin de cuentas, no soy una persona. El médico jefe me ordenó que llevara a cabo mi trabajo.
—¿Era el doctor Vomact? —preguntó Mercer.
—¿Vomact? —exclamó T’dikkat—. Murió de viejo hace cien años. No, un médico nuevo cortó la comunicación. Yo no siento como las personas, pero nací en la Tierra, y tengo sangre terráquea. Experimento emociones. ¡Emociones vacunas! No puedo permitir esto.
—¿Qué has hecho?
T’dikkat volvió los ojos hacia la ventana. Su rostro revelaba una determinación que, al margen del amor que les hacía sentir la droga, aparecía como el padre de aquel mundo: responsable, honrado, abnegado.
—Creo que me matarán por ello —sonrió T’dikkat—. Pero he dado el alerta galáctico: Todas las naves aquí.
La Dama Da, sentándose en el suelo, declaró:
—¡Pero eso es sólo para los nuevos invasores! Es una falsa alarma.
Recobró la compostura y se puso en pie.
—¿Puedes extirparme estas cosas, ahora mismo, por si llega alguien? Y consígueme un vestido. ¿Tienes algo para contrarrestar el efecto de la supercondamina?
—¡Eso es lo que quería! —exclamó T’dikkat—. No llevaré a estos niños. Quiero vuestras instrucciones.
Y de inmediato, en el suelo de la cabina, le quitó las partes sobrantes.
El corrosivo antiséptico llenó de humo el aire de la cabina. A Mercer le parecía muy dramático y agradable, y se dormía por momentos. Luego sintió que T’dikkat lo operaba también a él. T’dikkat abrió un largo cajón y guardó los especímenes; por el frío que despedía, debía de ser un armario refrigerado.
Los apoyó a ambos en la pared.
—He estado pensando —dijo—. No hay antídoto contra la supercondamina. ¿Quién lo querría? Pero os puedo aplicar las hipodérmicas de mi nave de rescate. Se supone que reponen a una persona de cualquier accidente que le haya ocurrido en el espacio.
Se oyó un zumbido sobre el techo de la cabina. T’dikkat abrió una ventana con el puño, asomó la cabeza y miró hacia arriba.
—Entrad —gritó.
Oyeron el ruido seco de una nave que aterrizaba. Chirriaron puertas. Mercer se preguntó, vagamente desconcertado, por qué aterrizaba gente en Shayol. Cuando bajaron descubrió que no eran personas; eran robots aduaneros, que podían viajar a velocidades que el cuerpo humano no podía soportar. Uno llevaba insignias de inspector.
—¿Dónde están los invasores?
—No hay… —empezó T’dikkat.
La Dama Da, con aplomo imperial a pesar de su desnudez, dijo con voz muy clara:
—Soy exemperatriz, la Dama Da. ¿Me conoces?
—No, señora —dijo el inspector-robot. Parecía tan turbado como podía parecer un robot. La droga hizo pensar a Mercer que sería grato tener robots por compañía en la superficie de Shayol.
—Declaro emergencia máxima, en las antiguas palabras. ¿Comprendéis? Ponedme en contacto con la Instrumentalidad.
—No podemos… —empezó el inspector.
—Podéis preguntar —dijo la Dama Da.
El inspector obedeció.
La Dama Da se volvió hacia T’dikkat.
—Adminístranos esas inyecciones. Luego llévanos al exterior para que los dromozoos cicatricen estas heridas. Tráenos de vuelta en cuanto se establezca contacto. Envuélvenos en telas si no tienes vestidos, Mercer puede aguantar el dolor.
—Sí —dijo T’dikkat, apartando los ojos de los cuatro niños sin cerebro.
La inyección ardió más que el fuego. Debió de surtir efecto, pues T’dikkat los hizo salir por la ventana para no perder tiempo en hacerlos pasar por la puerta, Los dromozoos, captando que necesitaban reparación, se les lanzaron encima. Esta vez algo más combatía la supercondamina.
Mercer no gritó, pero se apoyó en la pared y lloró diez mil años; debieron de ser varias horas de tiempo objetivo.
Los robots aduaneros estaban tomando fotos. Los dromozoos también se lanzaban contra ellos, a veces en enjambres enteros, pero no pasaba nada.
Mercer oyó que la voz del aparato de comunicaciones de la cabina llamaba a T’dikkat.
—Satélite de Cirugía llamando a Shayol. ¡T’dikkat, atiende!
Era evidente que él se negaba a responder.
Gritos suaves llegaban por el otro aparato de comunicaciones, el que habían traído los funcionarios aduaneros. Mercer estaba seguro de que la máquina óptica estaba conectada y de que los habitantes de otros mundos contemplaban Shayol por primera vez.
T’dikkat salió por la puerta. Había arrancado cartas de navegación de su nave de rescate. Los cubrió con ellas.
La Dama Da cambió el arreglo de los mapas en ciertos detalles y de pronto tuvo el aspecto de una persona de gran importancia.
Entraron de nuevo por la puerta de la cabina.
T’dikkat susurró con tono reverente:
—Se han comunicado con la Instrumentalidad, y un Señor de la Instrumentalidad va a hablarte.
Mercer no tenía nada que hacer, así que se sentó a mirar desde un rincón. La Dama Da, con la piel cicatrizada, se erguía pálida y nerviosa en el centro del cuarto.
Un humo inodoro e intangible llenó la sala. El humo formó una nube. Había pleno contacto.
Apareció una figura humana.
Una mujer, vestida con un uniforme de corte radicalmente conservador, apareció frente a la Dama Da.
—Esto es Shayol. Tú eres la Dama Da. Me has llamado.
La Dama Da señaló a los niños.
—Esto no debe suceder —declaró—. Éste es un lugar de castigo, por acuerdo entre la Instrumentalidad y el Imperio. Nadie dijo nada acerca de niños.
La mujer de la pantalla miró a los niños.
—¡Esto es obra de dementes! —exclamó. Dirigió una mirada acusatoria a la Dama Da—: ¿Eres del Imperio?
—Fui emperatriz, Señora —dijo la Dama Da.
—¡Y permites semejante cosa!
—¿Permitirla? —exclamó la Dama Da—. No he tenido nada que ver con ello. Yo misma soy una prisionera, ¿es que no lo entiendes?
—No, no lo entiendo —replicó bruscamente la imagen.
—Soy un espécimen —explicó la Dama Da—. Mira aquel rebaño. Yo estaba entre ellos hace unas horas.
—Sintonízame bien —ordenó la imagen a T’dikkat—. Quiero ver el rebaño.
Su cuerpo, muy erguido, atravesó la pared en un arco relampagueante y se detuvo en el centro del rebaño.
La Dama Da y Mercer la observaron. Vieron que la imagen perdía rigidez y dignidad. La imagen agitó el brazo indicando que la trajeran de vuelta a la cabina. Entonces T’dikkat la hizo regresar.
—Os debo una disculpa —dijo la imagen—. Soy la Dama Johanna Gnade, Señora de la Instrumentalidad.
Mercer se inclinó, perdió el equilibrio y tuvo que incorporarse. La Dama Da saludó majestuosamente.
Ambas mujeres se miraron.
—Investiga —dijo la Dama Da—. Cuando lo hayas hecho, por favor, haznos ejecutar. ¿Has oído hablar de la droga?
—No la menciones —advirtió T’dikkat—, ni siquiera pronuncies el nombre en un aparato de comunicaciones. ¡Es un secreto de la Instrumentalidad!
—Yo soy la Instrumentalidad —declaró la Dama Johanna—. ¿Padecéis dolor? No creí que ninguno de vosotros estuviera con vida. Había oído hablar de vuestros bancos quirúrgicos, pero suponía que los robots cuidaban órganos humanos y enviaban los nuevos injertos por cohete. ¿Hay alguien más con vosotros? ¿Quién está a cargo? ¿Quién hizo esto a los niños?
T’dikkat se plantó ante la imagen. No se inclinó.
—Yo estoy a cargo.
—¡Eres una subpersona! —exclamó la Dama Johanna—. ¡Eres una vaca!
—Un toro, Señora. Mi familia está congelada en la Tierra, y con mil años de servicio ganaré su libertad y la mía. En cuanto a tus otras preguntas, yo hago todo el trabajo. Los dromozoos no me afectan mucho, aunque de vez en cuando me extirpo una parte de mí mismo y la tiro. Mis órganos no van al banco. ¿Conoces el secreto de este lugar?
La Dama Johanna habló con alguien que estaba detrás de ella en otro mundo. Luego miró a T’dikkat y ordenó:
—No menciones la droga ni hables mucho sobre ella. Cuéntame el resto.
—Tenemos —explicó T’dikkat muy formalmente— ciento veintiuna personas que todavía pueden suministrarnos órganos cuando los dromozoos las injertan. Hay setecientas más, entre ellas el capitán Álvarez, que han sido tan absorbidas por el planeta que no vale la pena operarlas. El Imperio fundó este sitio como lugar de castigo supremo. Pero la Instrumentalidad impartió órdenes secretas de que se administrara medicina —acentuó la palabra para dar a entender que hablaba de la supercondamina— para aliviar el castigo. El Imperio suministra los convictos. La Instrumentalidad distribuye el material quirúrgico.
La Dama Johanna Gnade levantó la mano derecha en un gesto de silencio y compasión. Miró alrededor. Observó de nuevo a la Dama Da. Tal vez intuía qué gran esfuerzo había realizado la Dama Da para permanecer erguida mientras las dos drogas, la supercondamina y la droga de la nave de rescate, luchaban en sus venas.
—Podéis descansar. Os prometo que se hará todo lo posible por vosotros. El Imperio está acabado. El Acuerdo Fundamental, por el cual la Instrumentalidad entregó el Imperio hace mil años, se ha anulado. No sabíamos que vosotros existíais. Lo habríamos descubierto con el tiempo, pero lamento que no lo averiguáramos antes. ¿Hay algo que podamos hacer ahora mismo?
—Tiempo es lo único de que disponemos —dijo la Dama Da—. Quizá nunca podamos irnos de Shayol, a causa de los dromozoos y la medicina. Los primeros pueden ser peligrosos. Y no se debe permitir que se conozca lo segundo.
La Dama Johanna Gnade miró alrededor. T’dikkat cayó de rodillas y levantó las manazas en un ademán de súplica.
—¿Qué quieres? —preguntó la Dama.
T’dikkat señaló los niños mutilados.
—Ordena que no hagan esto a los niños. ¡Ordénalo ahora! —La segunda exclamación era una orden, y ella la aceptó—. Señora… —T’dikkat se interrumpió tímidamente.
—¿Sí? Continúa.
—Señora, soy incapaz de matar. No está en mi naturaleza, Trabajar y ayudar sí, pero no matar. ¿Qué haré con ellos?
Señaló a los cuatro niños inmóviles.
—Consérvalos —suspiró ella—. Sólo consérvalos.
—No puedo. No hay modo de salir con vida de este planeta. No tengo alimentos para ellos en la cabina. Morirán dentro de unas horas. Y los gobiernos se toman las cosas con demasiada tranquilidad —añadió sabiamente.
—¿Puedes administrarles la medicina?
—No, morirían si les diera esa sustancia sin que los dromozoos les hayan fortalecido los procesos corporales.
La Dama Johanna Gnade soltó una risa tintineante que estaba al borde del llanto.
—¡Tontos, pobres tontos, y yo más estúpida que nadie! Si la supercondamina funciona sólo después de la actividad dromozoica, ¿de qué sirve guardar el secreto?
T’dikkat se puso en pie, ofendido. Frunció el ceño, pero no encontró las palabras para defenderse.
La Dama Da, exemperatriz de un Imperio caído, interpeló a la otra Dama con energía y solemnidad:
—Que los lleven al exterior, para que los ataquen. Les dolerá. Que T’dikkat les administre la droga en cuanto lo considere seguro. Pido tu venia, Señora…
Mercer tuvo que sostenerla para que no cayera.
—Todos habéis sufrido demasiado —dijo la Dama Johanna—. Una nave de asalto con tropas bien armadas se dirige a vuestro satélite-hospital. Capturarán al personal médico y averiguarán quién ha cometido este crimen contra los niños.
Mercer se atrevió a hablar.
—¿Castigaréis al médico culpable?
—Tú te atreves a hablar de castigo —exclamó la Dama—. ¡Tú!
—Es justo. Si yo recibí mi castigo por actuar mal, ¿por qué no él?
—¡Castigar… castigar…! —se lamentó la Dama—. Curaremos a ese médico. Y también te curaremos a ti, si podemos.
Mercer rompió a llorar. Evocó los océanos de felicidad que le había proporcionado la condamina, sin tener en cuenta el insidioso dolor y las deformidades de Shayol. ¿No le pondrían más inyecciones? No podía concebir una vida fuera de Shayol. ¿El tierno y paternal T’dikkat no vendría de nuevo con sus cuchillos?
Irguió la cara surcada de lágrimas ante la Dama Johanna Gnade y masculló:
—Señora, aquí estamos todos locos. Creo que no queremos irnos.
Ella apartó el rostro, impulsada por una gran compasión. Luego le habló a T’dikkat:
—Eres sabio y bondadoso, aunque no seas humano. Dales toda la droga que puedan resistir. La Instrumentalidad decidirá qué hacer con vosotros. Enviaré a soldados-robot para que registren el planeta. ¿Los robots estarán seguros, hombre-vaca?
A T’dikkat no le gustó esa desconsiderada denominación, pero no se ofendió.
—Los robots estarán bien, Señora, pero los dromozoos se excitarán si no pueden alimentarlos y curarlos. Envía la menor cantidad posible. No sabemos cómo viven y mueren los dromozoos.
—La menor cantidad posible —murmuró ella. Levantó la mano para impartir una orden a un técnico que estaba a una distancia inimaginable. El humo inodoro la envolvió y la imagen se esfumó.
—He arreglado tu ventana —anunció una voz estridente y jovial. Era el robot aduanero. T’dikkat le dio las gracias distraídamente. Acompañó a Mercer y la Dama Da hasta la puerta. En cuanto salieron recibieron el aguijonazo de los dromozoos. No importaba.
T’dikkat salió también, con los cuatro niños en sus tiernas manazas. Depositó los cuerpos inertes en el suelo, cerca de la cabina. Pronto sufrieron espasmos cuando les atacaron los dromozoos. Mercer y la Dama Da vieron que los pardos ojos vacunos estaban inflamados y que las enormes mejillas mostraban rastros de lágrimas.
Horas o siglos.
¿Cómo podían saberlo?
El rebaño reanudó su vida normal, excepto por el hecho de que los intervalos entre inyecciones se volvieron más breves. Suzdal, el excomandante, rechazó las dosis cuando se enteró de las novedades. Cada vez que podía caminar, seguía a los robots aduaneros mientras fotografiaban el paisaje, tomaban muestras del suelo y contaban los cuerpos. Sentían especial interés por el montañoso capitán Álvarez, y no estaban seguros de que aún albergara vida orgánica. La montaña parecía reaccionar a la supercondamina, pero no encontraban sangre ni pulso cardíaco. La humedad, impulsada por los dromozoos, parecía haber reemplazado los procesos corporales humanos.
Una mañana, el cielo se abrió.
Aterrizaron naves, una tras otra. Salió gente vestida.
Los dromozoos ignoraron a los recién llegados. Mercer, que estaba en claro estado de júbilo, trató confusamente de entender la situación, hasta que advirtió que las naves estaban cargadas de máquinas de comunicaciones; las «personas» eran en realidad robots o imágenes de personas que estaban en otra parte.
Los robots reunieron deprisa a los integrantes del rebaño. Usando carretillas, transportaron a los cientos de personas sin cerebro hacia la zona de aterrizaje.
Mercer oyó una voz conocida. Era de la Dama Johanna Gnade.
—Elévame —ordenó la Dama.
Su imagen se elevó hasta alcanzar un cuarto del tamaño de Álvarez. La voz cobró más volumen.
—Despiértalos a todos —ordenó la Dama.
Los robots caminaron entre ellos, rodeándolos con un gas que era nauseabundo y dulce a la vez. Mercer sintió que recobraba la lucidez. La supercondamina aún actuaba en nervios y venas, pero la corteza cerebral quedó libre de ella.
—Os traigo la decisión de la Instrumentalidad acerca del planeta Shayol —exclamó la compasiva y femenina voz de la gigantesca Dama Johanna.
«Primero: continuarán los suministros quirúrgicos y no se molestará a los dromozoos. Dejaremos aquí fragmentos de cuerpos humanos para que crezcan, y los injertos serán recogidos por robots. Ningún hombre ni homúnculo volverá a vivir aquí.
»Segundo: el subhombre T’dikkat, de origen vacuno, será recompensado con un retorno inmediato a la Tierra. Recibirá el doble del salario correspondiente a mil años de servicio.
La voz de T’dikkat, sin amplificación, sonó casi tan estentórea como la de la Dama a través del amplificador.
—¡Señora, Señora! —protestó.
Ella miró hacia abajo. El enorme cuerpo de T’dikkat llegaba apenas al borde de la ondeante falda.
—¿Qué quieres? —le preguntó la Dama con tono muy informal.
—Antes déjame terminar mi trabajo —exclamó T’dikkat para que todos oyeran—. Déjame seguir cuidando de esta gente.
Los especímenes que tenían mente escucharon con atención. Los especímenes sin cerebro intentaban ocultarse de nuevo en la blanda tierra de Shayol usando sus potentes zarpas. Cuando uno empezaba a desaparecer, un robot lo sacaba aferrándole un brazo.
—Tercero: se practicará cefalectomía en todas las personas de mente irrecuperable. Los cuerpos quedarán aquí. Las cabezas se transportarán a otra parte y recibirán la muerte más llevadera que encontremos, quizá mediante una sobredosis de supercondamina.
—La última gran sacudida —murmuró el comandante Suzdal, que estaba cerca de Mercer—. Me parece justo.
—Cuarto: hemos descubierto que los niños son los últimos herederos del Imperio. Un funcionario excesivamente cauto los envió aquí para impedir que cometieran traición cuando crecieran. El médico obedeció las órdenes sin cuestionarlas. Tanto el funcionario como el médico han sido curados y les hemos borrado sus recuerdos sobre este incidente, así que no tienen por qué avergonzarse ni lamentar lo que han hecho.
—Es injusto —gritó el medio-hombre—. ¡Hay que castigarlos como a nosotros!
La Dama Johanna Gnade lo miró.
—No habrá más castigos. Os daremos lo que pidáis, pero no el dolor de otros seres humanos. Continúo:
»Quinto: como ninguno de vosotros desea reanudar su vida anterior, os trasladaremos a un planeta cercano. Es similar a Shayol, pero mucho más hermoso. No hay dromozoos.
Se produjo un revuelo. El rebaño gritó, lloró, maldijo, suplicó. Todos querían la inyección, aunque para ello tuvieran que quedarse en Shayol.
—Sexto —gritó la gigantesca imagen de la Dama, silenciando las protestas con su voz imponente pero femenina—: no tendréis supercondamina en el nuevo planeta, pues sin dromozoos os mataría. Pero habrá gorras. Recordad las gorras. Intentaremos curaros y transformaros de nuevo en personas. Pero si renunciáis, no os obligaremos. Las gorras son muy potentes; con ayuda médica podéis usarlas muchos años.
Los integrantes del rebaño callaron mientras intentaban comparar las gorras eléctricas que estimulaban los centros del placer con la droga que los había anegado de felicidad mil veces. Murmuraron aprobatoriamente.
—¿Alguna pregunta? —dijo la Dama Johanna.
—¿Cuándo recibiremos las gorras? —quisieron saber varios. Eran tan humanos como para reírse de su propia impaciencia.
—Pronto, muy pronto.
—Muy pronto —repitió T’dikkat, reanudando su tarea, aunque ya no estaba a cargo.
—Una pregunta —exclamó la Dama Da.
—Señora —dijo la Dama Johanna, con el respeto debido a una exemperatriz.
—¿Se nos permitirá el matrimonio?
La Dama Johanna se quedó atónita.
—No sé —respondió al fin. Sonrió—. No veo por qué no…
—Reclamo a este hombre, Mercer —declaró la Dama Da—. Cuando las drogas eran más profundas, y el dolor más intenso, él era el único que siempre intentaba pensar. ¿Puedo quedarme con él?
Mercer consideró que el procedimiento era arbitrario, pero se sentía tan feliz que no dijo nada. La Dama Johanna Gnade lo estudió un instante y asintió. Levantó los brazos en un gesto de bendición y despedida.
Los robots dividieron el rosado rebaño en dos grupos. Uno viajaría en una nave hacia un nuevo mundo, nuevos problemas y nuevas vidas. Los demás, que intentaban ocultarse en la tierra, fueron reunidos para recibir el último homenaje que el hombre podía tributar a la humanidad de las víctimas.
T’dikkat, alejándose de los demás, trotó con su botella por la llanura para ofrecer al hombre-montaña Álvarez un gran obsequio de deleite.