Ella tuvo el cuál de qué-hizo-ella,
tapó la campana con una mancha.
Pero se enamoró de un homínido.
¿Dónde está el cuál de qué-hizo-ella?
De La balada de G’mell.
Ella era una muchacha de placer y ellos eran hombres verdaderos, los señores de la creación, pero la joven se enfrentó a ellos sagazmente y triunfó. Nunca había ocurrido ni volverá a ocurrir, pero lo cierto es que venció. Ni siquiera era de origen humano. Era de origen gatuno, aunque de forma humana, lo cual explica el prefijo G. Su padre se llamaba G’mackintosh y ella se llamaba G’mell.
G’mell burló con sus tretas al Consejo de los Señores de la Instrumentalidad.
Sucedió en Terrapuerto, el mayor de los edificios, la menor de las ciudades, a veinticinco kilómetros de altura, a orillas del mar Menor de Tierra.
Jestocost tenía una oficina frente a la cuarta válvula.
Jestocost amaba el sol de la mañana, al contrario de la mayoría de los Señores de la Instrumentalidad, así que no le molestaba conservar la oficina y los apartamentos que había escogido. Su oficina principal tenía noventa metros de hondo veinte metros de alto, veinte metros de ancho. Detrás estaba la «cuarta válvula», de casi mil hectáreas de extensión. Tenía forma helicoidal, como un enorme caracol. A pesar de su tamaño, el apartamento de Jestocost era apenas un recoveco en el borde de Terrapuerto. El edificio se erguía como una gigantesca copa de vino que se elevaba desde el magma hacia la atmósfera.
La humanidad había construido Terrapuerto durante el apogeo tecnológico. Aunque los hombres tenían cohetes nucleares desde el comienzo de la historia consecutiva, usaban cohetes químicos para cargar los vehículos interplanetarios de propulsión iónica o nuclear y para ensamblar los veleros fotónicos interestelares. Hartos de llevar las cosas al cielo en fragmentos, habían construido un cohete de mil millones de toneladas, sólo para descubrir que destruía cualquier lugar donde aterrizara. Los dáimonos —gente de origen terráqueo que habían regresado de las estrellas— habían ayudado a los hombres a construir Terrapuerto, con materiales que resistían la intemperie, el óxido, el tiempo y el esfuerzo. Luego se habían ido para no regresar.
Jestocost a menudo miraba sus aposentos preguntándose cómo habrían sido cuando el gas caliente y silencioso surgía de la válvula entrando en su cámara y en sesenta y tres cámaras similares. Ahora tenía una pared de madera, y la válvula era una gran caverna hueca donde vivían algunas criaturas salvajes. Nadie necesitaba ya tanto espacio. Las cámaras resultaban útiles, pero la válvula no servía para nada. Las naves de planoforma llegaban susurrando de las estrellas y aterrizaban en Terrapuerto por razones de conveniencia legal, pero no hacían ruido ni despedían gases calientes. Jestocost miró hacia abajo, vio las altas nubes y habló consigo mismo.
—Bonito día. Buen aire. Ningún problema. Mejor como.
Jestocost hablaba a menudo consigo mismo. Era individualista y un poco excéntrico. Formaba parte del consejo supremo de la humanidad y tenía problemas, pero no de índole personal. Tenía un Rembrandt colgado sobre la cama. Era el único Rembrandt conocido en el mundo, y tal vez él fuera la única persona capaz de apreciar un Rembrandt. En la pared de atrás colgaban tapices de un imperio olvidado. Todas las mañanas el sol ejecutaba para él una gran ópera, pues creaba sombras y luces y modificaba los colores de tal modo que le permitía imaginar que los viejos días de disputa, asesinato y dramatismo habían vuelto a la Tierra. Tenía un ejemplar de Shakespeare, uno de Colegrove y dos páginas del Eclesiastés en una caja cerrada junto a la cama. Sólo cuarenta y dos personas en el universo sabían leer inglés antiguo, y él era una de ellas. Bebía vino, que los robots preparaban en sus viñedos de la costa del Poniente. Era un hombre que había optado por una vida privada cómoda y egoísta para entregarse de manera generosa e imparcial a sus tareas oficiales.
Cuando despertó aquella mañana, no sabía que una bella muchacha estaba a punto de enamorarse perdidamente de él, que al cabo de más de cien años de experiencia en el gobierno encontraría otro gobierno en la Tierra, tan fuerte y casi tan antiguo como el suyo, ni que se haría cómplice voluntario de una peligrosa conspiración por una causa que sólo entendía a medias. El tiempo le había ocultado piadosamente todos estos acontecimientos, de modo que al levantarse sólo se preguntó si debía beber una copa de vino blanco con el desayuno. El día ciento setenta y tres de cada año siempre comía huevos. Era un manjar especial, y no quería incurrir en el exceso de comer demasiados o en la exageración de no comer ninguno, Recorrió la habitación, mascullando:
—¿Vino blanco? ¿Vino blanco?
G’mell pronto entraría en su vida, pero él no lo sabía. G’mell iba a triunfar, pero también lo ignoraba.
Desde que la humanidad había iniciado el Redescubrimiento del Hombre, reponiendo gobiernos, dinero, periódicos, lenguas nacionales, enfermedades y ocasionales muertes, se había planteado el problema del subpueblo: personas que no eran humanas sino humanoides, formadas a partir de animales terráqueos. Podían hablar, cantar, leer, escribir, trabajar, amar y morir; pero no estaban amparados bajo la ley humana, que los definía como «homúnculos» y les daba una situación legal cercana a la de los animales y los robots. Las personas verdaderas de otros mundos se consideraban «homínidos».
La mayoría de las subpersonas llevaban a cabo sus tareas y aceptaban esta situación de semiesclavitud sin cuestionarla. Algunas alcanzaron la fama: G’mackintosh fue la primera criatura de la Tierra que dio un salto largo de cincuenta metros de gravedad normal. Su imagen se difundió por mil mundos. Su hija G’mell era una muchacha de placer que se ganaba la vida agasajando a seres humanos y homínidos de los mundos exteriores y haciéndolos sentir a gusto cuando llegaban a la Tierra. Disfrutaba del privilegio de trabajar en Terrapuerto, pero tenía la obligación de trabajar muy duramente a cambio de una paga exigua. Los seres humanos y los homínidos habían vivido tanto tiempo en una sociedad opulenta que ignoraban el significado de la pobreza. Pero los Señores de la Instrumentalidad habían decretado que las subpersonas debían regirse por la economía del Mundo Antiguo; debían tener su propio dinero para pagar la vivienda, la comida, sus pertenencias y la educación de sus hijos. Si se arruinaban, acudían a la Casa de los Menesterosos, donde el gas las mataba sin dolor.
La humanidad había resuelto sus problemas básicos, pero no estaba dispuesta a permitir que los animales fueran totalmente iguales al hombre, por mucho que hubieran cambiado.
El Señor Jestocost, el séptimo de ese nombre, se oponía a la policía. Era un hombre con poco amor y sin ningún temor, libre de ambiciones y trabajador, pero hay pasiones del gobierno tan profundas y atractivas como las emociones del amor. Doscientos años de convicción y de derrotas en las votaciones habían inspirado a Jestocost el ferviente deseo de hacer las cosas a su modo.
Jestocost era uno de los pocos hombres verdaderos que creía en los derechos del subpueblo. No consideraba que la humanidad fuera capaz de corregir antiguos males a menos que el subpueblo poseyera algunas herramientas del poder: armas, conspiración, riqueza y —sobre todo— organización para enfrentar al hombre. No tenía miedo de las revueltas, sino una obsesiva sed de justicia que superaba cualquier otra consideración.
Cuando los Señores de la Instrumentalidad oían rumores de que había conspiradores en el subpueblo, recurrían a la policía-robot.
Jestocost, no.
Organizó su propia policía, usando subpersonas para este propósito, con la esperanza de reclutar enemigos que comprendieron que él era un enemigo amistoso y que con el tiempo los pondría en contacto con los dirigentes del subpueblo.
Si esos dirigentes existían, eran astutos. ¿Qué indicios dio una muchacha de placer como G’mell de que era la punta de lanza de una red de agentes que había penetrado nada menos que en Terrapuerto? Si existían, debían de ser muy precavidos. Los monitores telepáticos, tanto robóticos como humanos, vigilaban todas las bandas de pensamiento mediante muestreos aleatorios. Incluso los ordenadores sólo revelaban improbables cantidades de felicidad en mentes que no tenían razones objetivas para ser felices.
La muerte del padre de G’mell, el más célebre atleta gatuno del subpueblo, dio a Jestocost la primera pista tangible.
Asistió al funeral, cuando el cuerpo se colocaba en un cohete de hielo y se lanzaba al espacio. Los deudos se mezclaban con los curiosos. El deporte supera las barreras nacionales, raciales y planetarias, y aun las diferencias entre especies. Los homínidos estaban allí: hombres verdaderos, ciento por ciento humanos, con aspecto extraño u horrendo porque sus ancestros habían sufrido modificaciones físicas para adaptarse a las condiciones de vida en mil mundos.
Los «homúnculos» derivados de animales también habían acudido, la mayoría con su ropa de trabajo, y parecían más humanos que las personas de los mundos exteriores. No se les permitía crecer si no llegaban a la mitad del tamaño del hombre, o si alcanzaban más de seis veces al tamaño del hombre. Todos debían tener rasgos humanos y voces humanas aceptables. El castigo por el fracaso en las escuelas elementales era la muerte. Jestocost echó un vistazo a la multitud y se preguntó:
—Hemos impuesto las pautas de la más dura supervivencia a esta gente, y le brindamos el más terrible incentivo, la vida misma, como condición de progreso. ¡Qué necios somos al pensar que no nos vencerán!
Las personas verdaderas del grupo no parecían pensar como él. Empujaban perentoriamente a las subpersonas con los bastones, aunque éste era un funeral del subpueblo; los hombres-oso, los hombres-toro, los hombres-gato y otros cedían el paso mascullando una disculpa.
G’mell estaba junto al helado ataúd de su padre.
Jestocost no sólo la miró, aunque resultaba atractiva. Cometió un acto que era indecente en un ciudadano común pero legal en un Señor de la Instrumentalidad: le escudriñó la mente.
Y encontró algo imprevisto.
Cuando el ataúd partió, ella exclamó:
—¡A’telekeli, ayúdame!
Había pensado fonéticamente, no en lenguaje escrito, y él sólo contaba con este tosco sonido para iniciar una investigación.
Jestocost no había llegado a Señor de la Instrumentalidad sin valerse de la audacia. Tenía una mente ágil, demasiado ágil para ser hondamente inteligente. Pensaba gestálticamente, no sirviéndose de la lógica. Decidió imponer su amistad a la muchacha.
Resolvió esperar a que se diera una ocasión propicia, y luego cambió de parecer.
Al final de la ceremonia, Jestocost se abrió paso en un círculo de adustos amigos de G’mell, subpersonas que trataban de protegerla de las condolencias de rudos aunque bien intencionados fanáticos deportivos.
Ella lo reconoció, y se le dirigió con el debido respeto.
—Señor, no esperaba que vinieras. ¿Conocías a mi padre?
Él asintió con gravedad y le dirigió altisonantes palabras de consuelo y pesar, palabras que provocaron un murmullo aprobatorio entre humanos y subpersonas.
Pero con la mano izquierda, que le colgaba a un costado, hizo la señal de alarma utilizada entre el personal de Terrapuerto —un repetido tamborileo del pulgar contra el anular— cuando tenían que ponerse en guardia sin alertar a los viajeros de otros mundos.
Ella estaba tan contrariada que casi lo echó todo a perder. Mientras él pronunciaba su piadoso discurso, ella exclamó con voz alta y clara:
—¿Estás hablando de mí?
Y él continuó con su pésame:
—Me refiero a ti, G’mell, cuando digo que eres la más digna portadora del nombre de tu padre. Tú eres aquella hacia quien todos nos volvemos en este momento de pesadumbre general. Sólo puedo referirme a ti cuando digo que G’mackintosh nunca hizo nada a medias, y murió joven como consecuencia de su esfuerzo. Adiós, G’mell, regreso a mi oficina.
Ella llegó cuarenta minutos después.
Él se volvió hacia la joven y le estudió el rostro.
—Éste es un día importante en tu vida.
—Sí, Señor, y un día triste.
—No me refiero a la muerte y funeral de tu padre. Me refiero al futuro al que todos debemos hacer frente. Ahora somos tú y yo.
La joven abrió los ojos. No había creído que él fuera de esa clase de hombre. Era un funcionario que se desplazaba libremente por Terrapuerto, a menudo saludando a importantes visitantes de otros mundos y vigilando el protocolo. Ella formaba parte del equipo de recepción cuando se necesitaba una muchacha de placer para calmar a un visitante frustrado o postergar un conflicto. Como las geishas del antiguo Japón, tenía una profesión honorable; no era una muchacha descarriada, sino una anfitriona coqueta por profesión. Miró fijamente a Jestocost. Él no parecía insinuar nada indecorosamente personal. Pero con los hombres nunca se sabe, pensó G’mell.
—Tú conoces a los hombres —dijo Jestocost, cediéndole la iniciativa.
—Supongo que sí —admitió ella con expresión extraña. Iba a dedicarle la sonrisa número tres (extrema aprobación) que había aprendido en la escuela de muchachas de placer. Pero comprendió que sería un error y trató de brindarle una sonrisa común. Se sintió como si hubiera hecho una mueca.
—Mírame —dijo él— y averigua si puedes confiar en mí. Tomaré la vida de ambos en mis manos.
Ella lo miró. ¿Qué asunto podía relacionarlo a él, un Señor de la Instrumentalidad, con ella, una submuchacha? No tenían nada en común. Nunca lo tendrían.
Pero lo miró.
—Quiero ayudar al subpueblo —dijo Jestocost.
Ella parpadeó ante lo que habitualmente se consideraba una tosca insinuación seguida por una proposición grosera. Pero la expresión de Jestocost irradiaba seriedad. Y G’mell aguardó.
—Tu pueblo no tiene suficiente poder político, ni siquiera para hablarnos. No traicionaré a la raza de los humanos verdaderos, pero estoy dispuesto a dar ciertas ventajas a los tuyos. Si tenéis mejores relaciones con nosotros, todas las formas de vida se beneficiarán a la larga.
G’mell bajó la mirada. El cabello rojo era suave como el pelaje de un gato persa. Su cabeza era una llamarada. Los ojos parecían humanos, salvo porque reflejaban la luz; los iris tenían el verde profundo del gato de eras pasadas. Cuando G’mell alzó el rostro, su mirada tuvo el impacto como de un golpe.
—¿Qué quieres de mí?
—Mírame —dijo él con firmeza—. Mírame a la cara. ¿Estás segura, realmente segura, de que quiero algo personal de ti?
Ella quedó desconcertada.
—¿Qué puedes desear de mí, salvo algo personal? Soy una muchacha de placer. No soy una persona importante, y no tengo mucha educación. Tú sabes más, Señor, de lo que yo llegaré a saber nunca.
—Quizá —replicó Jestocost, contemplándola.
G’mell dejó de sentirse como una muchacha de placer para tomar conciencia de ciudadana. Eso la incomodó.
—¿Quién es vuestro líder? —preguntó solemnemente Jestocost.
—El comisionado Bebedor de Té, Señor. Él recibe a los visitantes de todos los mundos.
G’mell lo observó con atención; aún no entendía las intenciones de Jestocost. Él parecía contrariado.
—No me refiero a él. Él forma parte de mi personal. ¿Quién es el líder del subpueblo?
—Mi padre lo era, pero ha muerto.
—Perdona, pero no me refiero a eso —le dijo Jestocost—. Siéntate, por favor.
Ella estaba tan cansada que se sentó en la silla con una inocente voluptuosidad que habría desarmado a cualquier hombre corriente. Llevaba ropas de muchacha de placer, que parecían recatadas vestimentas convencionales cuando estaba de pie. La ropa de su profesión estaba diseñada para ser imprevista y provocativamente reveladora cuando la mujer se sentaba: no tan atrevida como para desconcertar al hombre, pero cortada de tal forma que él recibía un estímulo visual mayor del esperado.
—Debo pedirte que te ciñas un poco la ropa —dijo Jestocost con voz clínica—. Soy hombre, aunque sea un funcionario, y esta entrevista es más importante para ti y para mí que cualquier distracción.
El tono de voz la intimidó un poco. G’mell no quería provocarlo. Después del funeral, no quería nada. Sólo tenía vestidos de aquel tipo.
Jestocost leyó todo esto en la cara de G’mell.
Siguió adelante implacablemente.
—Muchacha, he preguntado acerca de tu líder. Nombraste a tu jefe y luego a tu padre. Quiero que me hables de tu líder.
—No entiendo —respondió ella, al borde del llanto—. No entiendo.
Entonces, pensó él, tengo que correr un riesgo. Hundió su daga mental, clavó las palabras como acero.
—¿Quién… es… A… tele… keli? —insistió con voz lenta y glacial.
La cara de la muchacha tenía el color de la crema, la palidez del pesar. De pronto se puso blanca. Se apartó de él. Sus ojos fulguraban como llamas gemelas.
Sus ojos… como llamas gemelas.
Ninguna submuchacha, pensó el aturdido Jestocost, podría hipnotizarme.
Sus ojos eran como llamas frías.
La habitación se disipó. La muchacha desapareció. Los ojos se convirtieron en un fuego blanco y glacial.
Dentro de este fuego se erguía un hombre. Los brazos eran alas, pero le crecían manos humanas en las articulaciones de las alas. La cara era pálida, blanca y fría como el mármol de una estatua antigua; los ojos eran blancos y opacos.
—Yo soy el A’telekeli. Creerás en mí. Puedes hablar a mi hija G’mell.
La imagen se disolvió.
Jestocost vio a la muchacha desmañadamente sentada en la silla. Clavaba en él los ojos ciegos. Jestocost iba a hacer una broma sobre la capacidad hipnótica de G’mell cuando vio que estaba sumida en un profundo trance, aunque él había quedado libre. Ella estaba tensa y su ropa había recuperado el aspecto seductor. El afecto no era estimulante sino patético, como si una niña bonita hubiera sufrido un accidente. Le habló.
Le habló sin esperar respuesta.
—¿Quién eres? —preguntó para ver cómo reaccionaba.
—Soy aquel cuyo nombre no se pronuncia en voz alta —respondió la muchacha en un áspero susurro—. Soy aquel cuyo secreto has penetrado. He impreso mi imagen y mi nombre en tu mente.
Jestocost no luchaba contra estos fantasmas. Barbotó una decisión.
—Si abro la mente, ¿la sondearás mientras te observo? ¿Eres capaz de hacerlo?
—Sí, soy capaz —dijo la voz a través de los labios de la muchacha.
G’mell se levantó y le apoyó las manos en los hombros. Le escrutó los ojos. Él sostuvo la mirada. Aunque era un telépata potente, Jestocost no estaba preparado para el enorme voltaje mental que brotaba de la muchacha.
—Busca en mi mente —ordenó—, solo el ítem «subpueblo».
—Lo veo —respondió la mente que se escudaba en G’mell.
—¿Ves mis propósitos para el subpueblo?
Jestocost oyó los jadeos de la muchacha que actuaba como retransmisora. Trató de conservar la calma para ver qué parte de la mente le indagaban.
—Hasta ahora muy bien —pensó—. ¡Semejante inteligencia en la misma Tierra, y los Señores lo ignorábamos!
La muchacha soltó una risa seca.
—Lo lamento —pensó Jestocost—. Sigue adelante.
—¿Puedo ver más detalles de tu plan? —preguntó la mente extraña.
—No hay más detalles.
—Oh —dijo la mente extraña—, quieres que piense por ti. ¿Puedes darme las claves de la Campana y el Banco para la destrucción de subpersonas?
—Tendrás las claves informativas si alguna vez las consigo —pensó Jestocost—, pero no las claves de control ni el interruptor general de la Campana.
—Me parece justo —concedió la otra mente—. ¿Y cuál será el precio?
—Me respaldarás en mi política ante la Instrumentalidad. Harás que el subpueblo se muestre razonable, si puedes, cuando llegue el momento de negociar. Mantendrás el honor y la buena fe en todos los próximos acuerdos. Pero ¿cómo obtendré las claves? Tardaría un año en deducirlas.
—Deja que la muchacha mire una vez —pensó la mente extraña—, y yo estaré detrás de ella. ¿Te parece justo?
—Es Justo —pensó Jestocost.
—¿Cortamos? —pensó la mente.
—¿Cómo nos volveremos a poner en contacto? —respondió Jestocost.
—Como antes. A través de la muchacha. Nunca pronuncies mi nombre. No lo pienses si puedes evitarlo. ¿Cortamos?
—Cortemos —pensó Jestocost.
La muchacha, que le aferraba los hombros, bajó la cara y lo besó con firmeza y calidez. Él nunca había tocado a una subpersona, y jamás había soñado que besaría a una. Resultaba agradable, pero Jestocost le apartó los brazos, la hizo girar y dejó que se apoyara en él.
—¡Papá! —suspiró ella felizmente.
De pronto se puso tensa, le miró la cara y corrió hacia la puerta.
—¡Jestocost! —exclamó—. ¡Señor Jestocost! ¿Qué hago aquí?
—Has cumplido con tu deber, muchacha. Puedes irte.
Ella se tambaleó.
—Estoy mareada —dijo, y vomitó en el suelo.
Él pulsó un botón llamando a un robot de limpieza y pidió café al despacho.
Ella se tranquilizó y habló de sus esperanzas para el subpueblo. Se quedó una hora. Cuando se marchó ya habían elaborado un plan. Ninguno de los dos había mencionado a A’telekeli, ninguno había manifestado abiertamente sus propósitos. Si los monitores habían escuchado, no encontrarían una sola frase ni una sola palabra sospechosa.
Cuando ella se marchó, Jestocost miró hacia abajo por la ventana. Vio las nubes y supo que había llegado el crepúsculo de ese mundo. Había planeado ayudar al subpueblo, y se había topado con poderes que la humanidad organizada no conocía ni imaginaba. Jestocost tenía más razón de lo que había sospechado.
Debía seguir adelante.
Con G’mell como compañera.
¿Hubo alguna vez un diplomático más raro en la historia de los mundos?
En menos de una semana decidieron qué hacer. Trabajarían con el Consejo de los Señores de la Instrumentalidad, en el cerebro de la organización. El riesgo era grande, pero la tarea se podía llevar a cabo en pocos minutos si se realizaba en la Campana.
Esto era lo que interesaba a Jestocost.
No sabía que G’mell lo observaba con dos facetas de su mente. Una parte de ella era su entusiasta compañera, totalmente comprometida con las metas revolucionarias que se habían fijado. La otra parte era femenina.
G’mell era más profundamente femenina que una mujer. Conocía el valor de la sonrisa que había aprendido, del espléndido cabello rojo con su textura increíblemente suave, de la esbelta figura juvenil con pechos firmes y caderas incitadoras. Conocía a la perfección el efecto que sus piernas producían en los homínidos masculinos. Los humanos verdaderos le guardaban pocos secretos. Los hombres se traicionaban con deseos imposibles de satisfacer, las mujeres con celos imposibles de reprimir. Pero ante todo, ella conocía a las personas porque no era una persona. Tenía que aprender por imitación, y la imitación es un acto consciente. Mil detalles que las mujeres corrientes daban por sentados, o que pensaban una sola vez en la vida, representaban para ella tema de agudo y profundo estudio. Era una muchacha por profesión; humana por asimilación; era una gata inquisitiva por naturaleza genética. Ahora se estaba enamorando de Jestocost, y era consciente de ello.
Ni siquiera ella sospechó que su historia de amor se deslizaría alguna vez en los rumores, se magnificaría con la leyenda, se destilaría en cantares. Nada sabía de la balada que empezaría con los versos que luego se hicieron famosos:
Ella tuvo el cuál de qué-hizo-ella,
tapó la campana, con un borrón.
Pero se enamoró de un homínido.
¿Dónde está el cuál de qué-hizo-ella?
Todo esto pertenecía al futuro, y ella lo ignoraba.
Sólo conocía su propio pasado.
Recordaba a un príncipe de otra Tierra que le había apoyado la cabeza en el regazo mientras bebía su copa de mott, al modo de despedida:
—Qué curioso, G’mell, ni siquiera eres una persona y eres el ser humano más inteligente que he conocido en este sitio. ¿Sabes que mi planeta ha gastado todos sus recursos para enviarme aquí? ¿Y qué he obtenido? Nada, nada y mil veces nada. Pero si tú hubieras estado a cargo del gobierno de la Tierra, yo habría conseguido lo que necesita mi pueblo, y este mundo también sería más rico. Lo llaman la Cuna del Hombre. ¡Ni Cuna ni cuentos! La única persona inteligente que he encontrado en él es una gata.
Le acarició el tobillo. Ella no respondió. Esto formaba parte de la hospitalidad, y ella tenía sus sistemas para asegurarse de que la hospitalidad no fuera demasiado lejos. La policía de la Tierra la observaba; para la policía, ella era una comodidad destinada a visitantes de otros mundos, igual que un asiento cómodo en las salas de espera de Terrapuerto o una fuente con agua de gusto ácido para los extranjeros que no toleraban la insípida agua de la Tierra. No debía manifestar sus sentimientos ni enredarse. Si alguna vez hubiera causado un incidente, la habrían castigado con severidad, como a menudo castigaban a los animales o subpersonas, o bien (tras una breve audiencia formal sin apelaciones) la habrían destruido, algo que la ley contemplaba y que la costumbre alentaba.
Había besado a mil hombres, quizá mil quinientos. Los había agasajado y había escuchado sus quejas y secretos cuando se iban. Era un modo de ganarse la vida emocionalmente agotador pero intelectualmente estimulante. A veces reía al mirar a las altivas y presuntuosas mujeres humanas y advertir que sabía más que ellas sobre los hombres de esas mujeres.
En una ocasión, una mujer policía había tenido que revisar los antecedentes de dos pioneros de Nuevo Marte. G’mell había recibido el encargo de mantenerse en estrecho contacto con ellos. Cuando acabó de leer el informe, la mujer miró a G’mell con la expresión demudada de celos e irritada mojigatería.
—Te llaman gata. ¡Gata! ¡Eres una puerca, una perra, un animal! Aunque trabajes para la Tierra, no creas que eres tan buena como una persona. Es un crimen que la Instrumentalidad permita que monstruos como tú agasajen a verdaderos seres humanos del exterior. No puedo impedirlo. Pero que la Campana te ayude, muchacha, si alguna vez tocas a un hombre verdadero de la Tierra. ¡Si alguna vez te acercas a uno! ¡Si alguna vez practicas aquí tus estratagemas! ¿Entiendes?
—Sí, señora —había dicho G’mell. Y había pensado: «Esta pobre infeliz no sabe escoger su ropa ni su peinado. Con razón envidia a alguien que se las ingenia para mostrarse atractiva».
Quizá la mujer policía pensaba que el odio crudo causaría impresión en G’mell. No era así. Las subpersonas estaban acostumbradas al odio, y crudo no era peor que cocido con cortesía y servido como veneno. Tenían que convivir con él.
Pero ahora todo había cambiado.
Se había enamorado de Jestocost.
¿La amaba él?
Imposible. No, imposible no. Ilegal, improbable, indecente, pero no imposible. Sin duda el amor de G’mell afectaba a Jestocost. En tal caso, no lo demostraba.
Se habían dado muchos amores entre personas y subpersonas. Las subpersonas siempre acababan destruidas; a las personas verdaderas se les lavaba el cerebro. Había leyes contra esas cosas. Los científicos de las personas habían creado al subpueblo, le había otorgado aptitudes que las personas verdaderas no tenían (el salto de cincuenta metros, la telepatía a tres mil metros bajo tierra, el hombre-tortuga que esperaba mil años junto a una puerta de emergencia, el hombre-vaca que vigilaba sin recompensa), y también habían dado forma humana a muchas subpersonas. Así era más cómodo. El ojo humano, la mano humana con sus cinco dedos, el tamaño humano: todo ello resultaba conveniente por razones técnicas. Al dar a las subpersonas la misma forma y tamaño que las personas, los científicos eliminaban la necesidad de usar muchas clases de muebles. La forma humana servía para todos.
Pero se habían olvidado del corazón humano.
Y ahora ella, G’mell, se había enamorado de un hombre un hombre verdadero tan viejo que podía haber sido el abuelo de su padre.
Pero los sentimientos de G’mell hacia Jestocost no eran filiales. Recordaba que con su padre había existido una cálida camaradería, un afecto inocente y directo, que ocultaba el hecho de que él era mucho más gatuno que su hija. Entre ellos mediaba un doloroso vacío de palabras jamás pronunciadas, sentimientos que ninguno de los dos revelaba, que quizá no se pudieran manifestar. Estaban tan cerca que no podían acercarse más. Esto creaba una distancia enorme, que era desgarradora pero inexpresable. Su padre había muerto, y ahora aparecía este hombre verdadero con toda la amabilidad…
—Eso es —susurró G’mell—. Con toda la amabilidad que jamás ha manifestado ninguno de esos hombres de una sola noche. Con toda la hondura que mi pobre subpueblo jamás tendrá. No porque no esté en ellos. Pero han nacido como escoria, los han tratado como escoria, los desechan como escoria cuando mueren. ¿Cómo puede un hombre de mi pueblo llegar a ser amable? La amabilidad tiene una majestad especial. Es lo mejor de ser una persona. Él ofrece océanos de amabilidad. Y es extraño, extraño, extraño que jamás haya brindado su amor verdadero a ninguna mujer humana.
Calló de pronto.
Luego se consoló susurrando:
—Y si lo hizo, ocurrió hace tanto tiempo que ya no importa. Me tiene a mí. ¿Lo sabe?
El Señor Jestocost lo sabía y no lo sabía. Estaba acostumbrado a recibir lealtad, porque ofrecía lealtad y honor en su trabajo cotidiano. Incluso estaba familiarizado con la lealtad que se volvía obsesiva y buscaba una manifestación física, especialmente en las mujeres, los niños y las subpersonas. Se había enfrentado antes a este sentimiento. Confiaba en el hecho de que G’mell era una persona muy inteligente y, como muchacha de placer que trabajaba para el personal de recepción de la policía de Terrapuerto, tenía que haber aprendido a dominar sus sentimientos personales.
«Hemos nacido en la época equivocada —pensó—. Conozco a la mujer más inteligente y bella que he encontrado jamás, y tengo que anteponer asuntos oficiales. Estos enredos entre personas y subpersonas son complicados. Complicados. Tenemos que evitar situaciones personales».
Así pensaba Jestocost. Quizá tuviera razón.
Si el innombrable, aquel a quien no se atrevía a recordar, ordenaba un ataque contra la Campana misma, valía la pena arriesgar sus vidas. Sus emociones no debían estar involucradas. La Campana importaba; la justicia importaba; el perpetuo retorno de la humanidad hacia el progreso importaba. Él no importaba, porque ya había realizado buena parte de su misión. G’mell no importaba, porque si fracasaban sólo le quedaría el subpueblo. La Campana importaba.
El precio de lo que se proponía hacer era alto, pero se podía llevar a cabo en minutos si se llevaba a cabo en la Campana.
La Campana, desde luego, no era una campana. Era una mesa de situación tridimensional, que tenía tres veces la altura de un hombre. Estaba un piso por debajo de la sala de reuniones, y tenía la forma aproximada de una campana antigua. La mesa de reuniones de los Señores de la Instrumentalidad tenía un agujero circular por donde los Señores miraban la Campana para estudiar manual o telepáticamente cualquier situación. El Banco que había debajo, oculto por el suelo, era un banco de memoria, clave de todo el sistema. Existían duplicados en una treintena de puntos de la Tierra. Había dos duplicados escondidos en el espacio interestelar: uno junto a la nave dorada de ciento cincuenta millones de kilómetros usada en la guerra contra Raumsog, el otro camuflado de asteroide.
La mayoría de los Señores estaba fuera de la Tierra por razones oficiales.
Sólo tres estaban presentes, además de Jestocost: la Dama Johanna Gnade, el Señor Issan Olascoaga y el Señor William No-de-aquí. (Los No-de-aquí eran una gran familia norstriliana que había regresado a la Tierra muchas generaciones atrás).
El A’telekeli comunicó a Jestocost los rudimentos de un plan.
Debía convocar a G’mell a la sala.
Los cargos tenían que ser graves.
Tendrían que evitar una ejecución sumaria realizada por la justicia automática, si se activaban los retransmisores.
G’mell caería en trance parcial en la cámara.
Luego Jestocost mencionaría los ítems que A’telekeli quería rastrear en la Campana. Una llamada bastaría. A’telekeli los exploraría mientras distraía a los demás Señores.
Era simple en apariencia.
Las complicaciones se darían en el mismo momento de la acción.
El plan parecía poco seguro, pero nada podía hacer Jestocost en esta oportunidad. Se maldijo por permitir que su pasión por la política lo enredara en esta intriga. Era demasiado tarde para retirarse con honor; además, había dado su palabra y le gustaba G’mell —como ser, no como muchacha de placer—, no quería desilusionarla. Sabía que las subpersonas ansiaban tener identidad y jerarquía.
Con el corazón pesado pero con la mente ligera, acudió a la cámara del Consejo. Una muchacha-perro, una mensajera de rutina a quien él había visto muchos meses frente a la puerta, le dio el orden del día.
Se preguntó cómo se pondría en contacto con G’mell o A’telekeli dentro de esa cámara protegida por una cerrada red de intercepción telepática.
Se sentó fatigosamente a la mesa.
Y casi dio un salto.
Los conspiradores mismos habían falsificado el acta y el punto principal era: «G’mell, hija de G’mackintosh, raza gatuna (pura), lote 1138, confesión de. Tema: conspiración para exportar material homuncular. Referencia: planeta De Prinsensmacht».
La Dama Johanna Gnade ya había pulsado los botones correspondientes al planeta aludido. La gente de allí, de origen terráqueo, era muy fuerte pero había realizado grandes esfuerzos para mantener el aspecto original de la Tierra. Uno de sus dirigentes estaba en la Tierra en ese momento. Ostentaba el título de Príncipe del Crepúsculo (Prins van de Schemering) y venía en misión diplomática y comercial.
Como Jestocost se había retrasado un poco, G’mell entró en la sala mientras él miraba la orden del día.
El Señor No-de-aquí preguntó a Jestocost si deseaba presidir la reunión.
—Te ruego, Señor y erudito —respondió él—, que pidamos al Señor Issan que presida esta vez.
La presidencia era una formalidad. Jestocost podría observar mejor la Campana y el Banco si no tenía que presidir la reunión.
G’mell vestía ropas de prisionera. Le quedaban bien. Jestocost sólo la había visto con el atuendo de muchacha de placer. La túnica celeste de la prisión le daba un aspecto muy joven, muy humana, muy tierna y muy asustada. El origen gatuno era evidente sólo por la abundante melena y la esbeltez del cuerpo. G’mell se sentó, seria y erguida.
—Has confesado —dijo el Señor Issan—. Confiesa, pues, de nuevo.
—Este hombre —G’mell señaló un retrato del Príncipe del Crepúsculo— quiso ir al lugar en donde atormentan a niños humanos como espectáculo.
—¿Qué? —exclamaron juntos los tres Señores.
—¿Qué lugar? —preguntó la Dama Johanna, quien prefería la amabilidad.
—Lo regenta un hombre que se parece a este caballero —dijo G’mell, señalando a Jestocost.
Deprisa, para que nadie pudiera detenerla, pero púdicamente, para que nadie dudara de ella, atravesó la sala y tocó el hombro de Jestocost. Él sintió un estremecimiento telepático y captó graznidos de pájaro en el cerebro de G’mell. Entonces supo que el A’telekeli estaba en contacto con ella.
—El dueño de ese lugar —añadió G’mell— pesa dos kilos menos que este caballero, y es cinco centímetros más bajo, y tiene cabello rojo. Ese lugar está en la zona del Poniente Frío de Terrapuerto, al final y por debajo del bulevar. En ese vecindario viven subpersonas, algunas de mala reputación.
La Campana adquirió un color lechoso. Irradió cientos de combinaciones de subpersonas poco recomendables de aquella parte de la ciudad.
Jestocost advirtió que observaba el relampagueo lechoso con involuntaria concentración.
La Campana se despejó.
Mostró la vaga imagen de una habitación donde unos niños hacían travesuras de Halloween.
La dama Johanna se echó a reír.
—No son personas. Son robots. Es solamente un aburrido y antiguo pasatiempo.
—Luego —añadió G’mell— quiso un dólar y un chelín para llevarlos a casa. Verdaderos. Sabía de un robot que había encontrado algunos.
—¿Qué es eso? —preguntó el Señor Issan.
—Dinero antiguo, las monedas de la antigua Estados Unidos y la antigua Australia —exclamó el Señor William—. Tengo copias, pero no hay originales fuera del museo estatal. —William No-de-aquí era un ferviente coleccionista de monedas.
—El robot las encontró en un viejo escondrijo, debajo de Terrapuerto.
—Indaga cada escondrijo y consígueme ese dinero —gritó el Señor William dirigiéndose a la Campana.
La Campana se enturbió. Al hallar los malos vecindarios había mostrado cada puesto policial del sector noroeste de la torre. Ahora indagaba todos los puestos policiales que estaban debajo de la torre, y presentó miles de combinaciones desconcertantes antes de concentrarse en un viejo taller. Un robot bruñía piezas metálicas circulares.
Cuando el Señor William lo vio, perdió la paciencia.
—Trae eso aquí —ordenó—. ¡Quiero comprarlas!
—De acuerdo —dijo el Señor Issan—. Es un poco irregular, pero de acuerdo.
La máquina mostró las claves de búsqueda y condujo el robot a la escalera mecánica.
—Estas acusaciones no tienen mucha validez —advirtió el Señor Issan.
G’mell lloriqueó. Era una buena actriz.
—Luego quiso que le consiguiera un huevo de homúnculo. Uno del tipo A, derivado de pájaros, para llevarlo a casa.
Issan encendió el dispositivo de búsqueda.
—Tal vez —continuó G’mell— alguien ya lo haya puesto en los dispositivos de eliminación.
La Campana y el Banco recorrieron deprisa los dispositivos de eliminación. Jestocost estaba tenso. Ningún ser humano podría haber memorizado los miles de patrones que relampagueaban por la Campana a demasiada velocidad para los ojos humanos, pero el cerebro que leía la Campana a través de sus ojos no era humano. Podía estar encerrado en un ordenador. Jestocost pensó que resultaba humillante que un Señor de la Instrumentalidad funcionara como un cristal-espía humano.
La máquina mostró un borrón.
—Tus declaraciones no tienen valor —exclamó el Señor Issan—. No hay pruebas.
—Tal vez el forastero lo intentó —sugirió la Dama Johanna Gnade.
—Que lo vigilen —ordenó el Señor William—. Si es capaz de robar monedas antiguas, también será capaz de robar cualquier cosa.
La Dama Johanna se volvió hacia G’mell.
—Eres una estúpida. Nos has hecho perder el tiempo, impidiéndonos tratar importantes cuestiones intermundiales.
—Ésta es una cuestión intermundial —sollozó G’mell. Apartó la mano del hombro de Jestocost, donde había permanecido todo el tiempo. El contacto corporal se interrumpió, y también el enlace telepático.
—A nosotros nos corresponde juzgarlo —dijo la Dama Johanna.
El Señor Jestocost callaba, pero estaba radiante de felicidad. Si el A’telekeli era tan eficaz como parecía, el subpueblo disponía de una lista de puestos de inspección y rutas de escape que le permitirían evadir la caprichosa sentencia de muerte indolora dictada por las autoridades humanas.
Esa noche hubo cantos en los pasillos.
El subpueblo estaba radiante sin que allí nadie supiera por qué.
G’mell bailó una salvaje danza gatuna para su próximo cliente de los mundos exteriores, aquella misma noche. Cuando llegó a casa, se arrodilló ante el retrato de su padre G’mackintosh y agradeció al A’telekeli por lo que había hecho Jestocost.
Pero la historia sólo se conoció generaciones más tarde, cuando el Señor Jestocost había ganado fama como paladín del subpueblo y cuando las autoridades, que aún ignoraban la existencia del A’telekeli, aceptaron a los representantes electos del subpueblo para que negociaran mejores condiciones de vida; y G’mell había muerto tiempo atrás.
Había disfrutado de una buena y larga vida.
Cuando envejeció demasiado para ser muchacha de placer, adquirió un restaurante. Sus platos eran famosos. Jestocost la visitó una vez. Al final de la comida, él preguntó:
—Hay un poema tonto que circula entre el subpueblo. Ningún ser humano lo conoce excepto yo.
—No me interesan los poemas —dijo ella.
—Éste se llama El qué-hizo-ella.
G’mell se sonrojó hasta el cuello de su holgada blusa. Había engordado mucho en la madurez. El restaurante había contribuido a ello.
—¡Ah, ese poema! —sonrió—. Es una tontería.
—Dice que te enamoraste de un homínido.
—No —dijo ella—, no lo estuve.
Sus ojos verdes, hermosos como siempre, escrutaron hondamente los de Jestocost. Jestocost se sintió incómodo. Esto se estaba volviendo personal; le gustaban las relaciones políticas, pero las cuestiones personales lo incomodaban.
La luz del cuarto cambió y los ojos gatunos centellearon: G’mell parecía la mágica muchacha de cabello llameante que había conocido.
—No estuve enamorada. No es la palabra exacta.
Y su corazón gritaba: Era de ti, era de ti.
—Pero el poema —insistió Jestocost— dice que era un homínido. ¿No fue ese Prins van de Schemering?
—¿Quién? —le preguntó G’mell en voz baja, mientras sus emociones gritaban: Amor mío, ¿nunca te darás cuenta?
—El príncipe.
—Oh, él. Lo había olvidado.
Jestocost se levantó.
—Has disfrutado de una buena vida, G’mell. Has sido ciudadana, integrante de comités, dirigente. ¿Sabes cuántos hijos has tenido?
—Setenta y tres —replicó ella—. Que sean numerosos no significa que no los conozcamos.
—No he querido ofenderte, G’mell —se disculpó Jestocost con semblante grave y voz amable.
Jestocost nunca supo que cuando él se hubo marchado, G’mell fue a la cocina y lloró un rato. Había amado en vano a Jestocost desde que fueron compañeros, durante muchos años.
G’mell murió a los ciento tres años, pero Jestocost la siguió viendo en los pasillos y pasajes de Terrapuerto. Muchas de sus descendientes se parecían a ella y algunas practicaban el oficio de muchacha de placer con gran éxito.
No eran semiesclavas. Eran ciudadanas (grado reservado) y tenían fotopases que protegían sus propiedades, su identidad y sus derechos. Jestocost era padrino de todas ellas; a menudo se turbaba cuando las criaturas más voluptuosas del universo le mandaban besos juguetones.
Jestocost sólo pedía la satisfacción de sus pasiones políticas, no de las personales. Siempre había estado enamorado, locamente enamorado.
De la justicia.
Al fin llegó su hora, supo que estaba muriendo y no sintió pena. Había tenido una esposa, cientos de años atrás, y la había amado; sus hijos habían engrosado las generaciones humanas.
Al final quiso saber algo, y llamó a un innombrable (o su sucesor). Insistió hasta que la llamada mental se convirtió en un aullido.
—He ayudado a tu pueblo.
—Sí —respondió un tenue susurro dentro de su cabeza.
—Estoy muriendo y debo saber. ¿Ella, me amaba?
—Ella continuó sin ti, hasta tal punto te amaba. Te dejó ir por tu bien, no por el suyo propio. Te amaba de veras. Más que a la muerte. Más que a la vida. Más que al tiempo. Nunca os separaréis.
—No, nunca, en la memoria del hombre —dijo la voz, y calló Jestocost se recostó en la almohada y esperó el final del día.