Las comunicaciones malas obstaculizan el robo;
las comunicaciones buenas promueven el robo;
las comunicaciones perfectas impiden el robo.
Van Braam
La luna giraba. La mujer miraba. Habían tallado veintiuna facetas en el ecuador de la luna. La función de la mujer era armar esa luna. La mujer era Mamá Hitton, señora de los armamentos de Vieja Australia del Norte.
Era una mujer alegre y rubicunda de edad imprecisa. Tenía ojos azules, senos opulentos, brazos fuertes. Parecía una matrona, pero su único hijo había muerto generaciones atrás. Ahora actuaba como madre de un planeta, no de una persona; los norstrilianos dormían tranquilos porque sabían que ella vigilaba. Las armas dormían su sueño largo y enfermizo.
Esa noche Mamá Hitton miró por enésima vez el panel de advertencia. El panel estaba apagado. No brillaban luces de peligro. Sin embargo, ella intuía un enemigo en algún rincón del universo, un enemigo que esperaba para atacarla a ella y su mundo, para adueñarse de las inconmensurables riquezas de los norstrilianos, y resoplaba de impaciencia. Ven hombrecillo, pensaba. Ven, hombrecillo, y muere. No me hagas esperar.
Sonrió al admitir que era un pensamiento absurdo.
Mamá Hitton esperaba.
Y el ladrón no lo sabía.
El ladrón estaba bastante relajado. Era Benjacomin Bozart, experto en las artes de relajación.
Nadie, en Sunvale de Ttiollé, sospechaba que él era guardián principal de la Liga de Ladrones, criado bajo la luz de la estrella violeta-estelar. Nadie podía olerle el aroma de Viola Sidérea. «Viola Sidérea —había dicho la Dama Ru— fue otrora el mundo más bello y ahora es el más corrupto. Sus habitantes fueron en otro tiempo modelos para la humanidad, y ahora son ladrones, embusteros y asesinos. Se percibe el olor de su alma en pleno día». La Dama Ru había muerto hacía tiempo. Era muy respetada, pero se equivocaba. Nadie olía al ladrón. Él lo sabía. No era más «anómalo» que un tiburón acercándose a un cardumen de bacalaos. La naturaleza de la vida es vivir, y él había sido criado para vivir como debía: buscando presas.
¿De qué otro modo podía vivir? Viola Sidérea estaba en bancarrota desde hacía mucho tiempo, desde que las velas fotónicas habían desaparecido del espacio y las susurrantes naves de planoforma se abrieron paso entre los astros. Sus antepasados habían quedado librados a su suerte en un planeta apartado. Se negaron a morir. Alteraron la ecología y se convirtieron en depredadores del hombre, adaptados por el tiempo y la genética a sus tareas mortíferas. Y él, el ladrón, era un campeón de su pueblo, el mejor entre los mejores.
Él era Benjacomin Bozart.
Había jurado asaltar Vieja Australia del Norte o morir en el intento, y no pretendía morir.
La playa de Sunvale era tibia y hermosa. Ttiollé era un planeta de tránsito, libre y sin prejuicios. Las armas de Benjacomin eran la suerte y él mismo: se proponía hacer buen uso de ambos.
Los norstrilianos podían matar.
Él también.
En ese momento, en ese lugar, era un turista feliz en una playa hermosa. En otro momento, en otro lugar, podía ser un hurón entre conejos, un halcón entre palomas.
Benjacomin Bozart, ladrón y guardián, no sabía que alguien le estaba esperando. Alguien que no conocía el nombre de Bozart estaba dispuesta a despertar la muerte, tan sólo para él. Pero él estaba tranquilo.
Mamá Hitton no estaba tranquila. Intuía la presencia del ladrón, pero no lograba localizarlo.
Una de sus armas roncó. Ella la hizo girar.
A mil estrellas de distancia, Benjacomin Bozart sonrió mientras se dirigía hacia la playa.
Benjacomin se sentía un turista. Su cara bronceada permanecía serena. Los ojos orgullosos y sombríos estaban tranquilos. Su boca elegante, aun sin la sonrisa seductora, expresaba simpatía. Tenía un aspecto atractivo sin parecer extraño. Parecía mucho más joven de lo que era. Caminaba con pasos enérgicos y felices por la playa de Sunvale.
Las olas de cresta blanca rodaban como las rompientes de Madre Tierra. Los habitantes de Sunvale estaban orgullosos de la similitud de su mundo con la Cuna del Hombre. Pocos de ellos habían visto el planeta primigenio, pero todos sabían un poco de historia, y la mayoría sentía una fugaz angustia cuando pensaba en el antiguo gobierno que aún manejaba el poder político a través de las honduras del espacio. No les agradaba la vieja Instrumentalidad de la Tierra, pero la respetaban y temían, Las olas les recordaban el lado bonito de la Tierra; no querían recordar el aspecto no tan agradable.
Este hombre era como el lado bonito de la Tierra. Nadie intuía su poder. Los habitantes de Sunvale le sonreían distraídamente cuando se cruzaban con él en la costa.
Un ambiente sereno lo rodeaba en aquella atmósfera calma. Benjacomin volvió la cara hacia el sol. Cerró los ojos. La tibia luz le atravesó los párpados, alumbrándolo con su calidez y su contacto tranquilizador.
Benjacomin soñaba con el mayor robo jamás planeado. Soñaba con apropiarse de una gran parte de la riqueza del mundo más rico que había construido la humanidad. Pensaba en lo que ocurriría cuando al fin llevara las riquezas al planeta Viola Sidérea, donde se había criado. Benjacomin se protegió la cara del sol y echó una mirada lánguida a los demás bañistas.
Aún no había norstrilianos a la vista. Eran fáciles de reconocer. Gente fornida, de tez roja, soberbios atletas, pero, a su manera, inocentes, jóvenes y muy rudos. Él se había preparado para este robo durante doscientos años. La Liga de Ladrones de Viola Sidérea le había prolongado la vida con este propósito. Benjacomin encarnaba los sueños de su planeta, un planeta pobre que en otros tiempos había sido un centro comercial y que se convirtió en un antro de ladrones y rateros.
Vio a una mujer norstriliana que salía del hotel y bajaba a la playa. Esperó, miró, soñó. Quería formular una pregunta y ningún australiano adulto podía contestarla.
«Es curioso —pensó— que aún hoy los llamen “australianos”. Ése es el antiguo nombre de la Vieja Tierra, un pueblo rico, audaz, rudo. Niños intrépidos plantados en el centro del mundo… Y ahora son los tiranos de toda la humanidad. Poseen la riqueza. Poseen la santaclara, y otras personas viven o mueren según el comercio que tengan con los norstrilianos. Pero no yo. Ni mi pueblo. Somos hombres que son lobos para el hombre».
Benjacomin esperó grácilmente. Bronceado por la luz de muchos soles, aparentaba cuarenta años, aunque tenía doscientos. Vestía la ropa típica de un veraneante. Podría haber sido un viajante intercultural, un experto tahúr, el funcionario de un puerto estelar. Incluso podía haber sido un detective que trabajaba en las rutas comerciales. No lo era. Era un ladrón. Y era tan eficaz en su trabajo que la gente se volvía hacia él y le confiaba sus pertenencias, pues Benjacomin era sedante, tranquilo, de ojos grises y pelo rubio. Benjacomin esperaba.
La mujer lo miró de soslayo: una mirada rápida y suspicaz.
Lo que vio debió de calmarla. Siguió de largo. Volviéndose hacia la duna, gritó:
—Ven, Johnny, aquí podemos nadar.
Un niño que aparentaba ocho o diez años corrió desde la duna hacia la madre.
Benjacomin se tensó como una cobra. Aguzó la mirada, entornó los ojos.
Ésta era la presa. Ni demasiado pequeña ni demasiado grande. Si la víctima era demasiado pequeña, ignoraba la respuesta; si era demasiado grande, resultaba inútil abordarla. Los norstrilianos eran célebres luchadores; los adultos eran demasiado fuertes, tanto mental como físicamente, para atacarlos.
Benjacomin sabía que todos los ladrones que se habían acercado al planeta de los norstrilianos, que habían intentado saquear el inalcanzable mundo de Vieja Australia del Norte, habían perdido el contacto con su gente y habían muerto. No se recibían más noticias de ellos.
Y sin embargo sabía que cientos de miles de norstrilianos tenían que conocer el secreto. A veces hacían chistes sobre él. Benjacomin había oído esas bromas cuando joven, pero ahora era más que viejo y jamás se había acercado a la respuesta. La vida era cara. Él iba ya por su tercera vida, y cada una había sido honestamente comprada por los suyos. Buenos ladrones todos ellos, habían pagado dinero robado con sudor para conseguir la medicina que permitiría al ladrón más grande permanecer con vida. Benjacomin no amaba la violencia. Pero si la violencia allanaba el camino hacia el mayor robo de todos los tiempos, estaba dispuesto a servirse de ella.
La mujer lo contempló de nuevo. La máscara maligna que había cruzado el rostro de Benjacomin se disolvió en benevolencia; Benjacomin se calmó. Ella lo sorprendió en ese momento de relajación. Le gustó la apariencia del hombre.
La mujer sonrió y, con este torpe titubeo tan típico de los norstrilianos, dijo:
—¿Podría vigilar a mi hijo mientras voy al agua? Creo que nos hemos visto en el hotel.
—Desde luego. Con mucho gusto. Ven aquí, hijo.
Johnny caminó hacia la muerte atravesando las soleadas dunas. Se acercó al enemigo de su madre.
Pero la madre ya había dado media vuelta en dirección al agua.
Benjacomin Bozart tendió una mano experta. Aferró el hombro del niño y lo tumbó. El niño ni siquiera había emitido un grito cuando Benjacomin le inyectó la droga de la verdad.
Johnny forcejeó contra el dolor hasta que un martillazo le estalló en el cerebro y la potente droga empezó a actuar.
Benjacomin miró hacia el agua. La madre nadaba, de cara hacia ellos. Obviamente, no estaba preocupada. Para ella, el niño parecía estar mirando algo que el forastero le señalaba con juguetona serenidad.
—Ahora, hijo —dijo Benjacomin—, dime cuál es la defensa exterior.
El niño no respondió.
—¿Cuál es la defensa exterior, hijo? La defensa exterior —repitió Benjacomin. El niño aún no reaccionaba.
Algo muy parecido al pánico erizó la piel de Benjacomin Bozart cuando advirtió que había puesto en jaque su seguridad en aquel planeta, que había puesto en peligro los planes mismos por una oportunidad de averiguar el secreto de los norstrilianos.
Lo habían detenido dispositivos simples, casi infantiles. El niño ya estaba condicionado contra el ataque. Cualquier intento de arrancarle información activaba un reflejo condicionado de mudez total. El niño era literalmente incapaz de hablar.
Con la luz reflejada en el pelo húmedo, la madre preguntó:
—¿Estás bien, Johnny?
Benjacomin agitó la mano.
—Le estoy enseñando mis fotos, señora. Le gustan mucho. Nade tranquila.
La madre vaciló, se internó de nuevo en el agua, se alejó nadando despacio.
Johnny, dominado por la droga, se sentó como un inválido en las rodillas de Benjacomin.
—Johnny —rumió Benjacomin—, vas a morir ahora y te dolerá horriblemente si no me dices lo que deseo saber. —El niño se resistió débilmente. Benjacomin repitió—: Te provocaré dolor si no me dices lo que deseo saber. ¿Cuáles son las defensas exteriores? ¿Cuáles son las defensas exteriores?
El niño forcejeó y Benjacomin advirtió que no intentaba escabullirse sino cumplir la orden. Lo soltó y el niño extendió un dedo y se puso a escribir en la arena húmeda. Las letras resaltaron.
La sombra de un hombre se erguía detrás de ellos.
Benjacomin, alerta, listo para girar, matar o correr, se echó al suelo junto al niño.
—Magnífica adivinanza —dijo—. Me ha gustado mucho. Muéstrame otra.
Le sonrió al adulto que pasaba. El forastero le dirigió una mirada suspicaz que se distendió cuando vio la agradable cara de Benjacomin, que jugaba tan tierna y gratamente con el niño.
Los dedos aún trazaban letras en la arena.
Allí estaba la adivinanza: Los mininos de Mamá Hitton.
La mujer, la madre inquisitiva, regresaba del mar. Benjacomin se acarició la manga de la chaqueta y extrajo la segunda inyección, un veneno muy diluido que sólo se podía detectar tras días o semanas de trabajo de laboratorio. Lo aplicó directamente al cerebro del niño, clavando la aguja en la nuca. El cabello ocultó el pequeño pinchazo. La aguja increíblemente dura se deslizó bajo la base del cráneo. El niño murió.
El asesinato estaba consumado.
Benjacomin borró el secreto de la arena con aire distraído. La mujer se acercó. Él la llamó, la voz transida de simpática preocupación:
—Señora, venga aquí. Creo que su hijo se ha desmayado por el calor.
Entregó el cuerpo del hijo a la madre. Ella se alarmó. Estaba asustada e inquieta. No sabía cómo reaccionar.
Por un temible instante lo miró a los ojos.
Doscientos años de entrenamiento surtieron efecto: ella no descubrió nada. El asesino no revelaba el asesinato. El halcón se escondió bajo la paloma. La expresión adiestrada ocultó el sentimiento.
Benjacomin Bozart se relajó con serenidad profesional. Se había preparado para acabar también con ella, aunque ignoraba si tenía suficiente habilidad para matar a una norstriliana adulta.
—Quédese con él —se ofreció servicialmente—. Yo correré al hotel y pediré ayuda. Me daré prisa.
Dio media vuelta y corrió. Un camarero de la playa lo vio y corrió hacia él.
—El niño se ha mareado —gritó Benjacomin. Se acercó a la madre a tiempo para verle el asombro y la tragedia pintados en la cara. Y algo más que la tragedia: la duda.
—No está enfermo —dijo ella—. Está muerto.
—No es posible —exclamó Benjacomin, alerta. Impuso un aire de compasión a todo su ademán, a cada músculo de la cara—. No es posible. Yo estaba hablando con él hace un momento. Escribíamos adivinanzas en la arena.
La madre habló con voz quebrada y hueca, como si nunca más pudiera encontrar la modulación correcta para el lenguaje humano, como si fuera a repetir eternamente los ruidos discordantes de la congoja imprevista.
—Ha muerto. Usted lo vio morir y creo que yo también. No entiendo qué ha sucedido. El niño estaba lleno de santaclara. Tenía mil años de vida por delante pero ahora está muerto. ¿Cómo se llama usted?
—Eldon —dijo Benjacomin—. Eldon, el viajante, señora. Vengo aquí muy a menudo.
—¡Los mininos de Mamá Hitton! ¡Los mininos de Mamá Hitton!
Esta estúpida frase lo obsesionaba. ¿Quién era Mamá Hitton? ¿Y madre de quién? ¿Qué eran los mininos? ¿Simples gatitos? ¿O eran otra cosa?
¿Había matado a un imbécil por una respuesta imbécil?
¿Cuántos días más tendría que quedarse allí con esa mujer suspicaz y entristecida? ¿Cuántos días tendría que observar y esperar? Quería volver a Viola Sidérea; transmitir el secreto, por impreciso que fuera, para que su gente lo estudiara. ¿Quién era Mamá Hitton?
Salió del cuarto y bajó.
La grata monotonía de un gran hotel era tal que los demás huéspedes lo miraban con interés. Él era el hombre que había presenciado la muerte del niño en la playa.
Algunos amantes del escándalo que se alojaban allí insinuaban que él había matado al niño. Otros rechazaban los rumores, diciendo que sabían muy bien quién era Eldon. Él era Eldon, el viajante. Aquellas habladurías eran ridículas.
La gente no había cambiado mucho, aunque las naves susurraran entre las estrellas con los capitanes de viaje sentados en su corazón, aunque la gente viajara de un planeta a otro —cuando contaba con el dinero para pagar el billete— como hojas arrastradas por vientos suaves y juguetones. Benjacomin se enfrentaba a un dilema trágico. Sabía muy bien que cualquier intento de descifrar la respuesta chocaría contra los dispositivos de protección de los norstrilianos.
Vieja Australia del Norte era inmensamente rica. A lo largo y a lo ancho de las estrellas se sabía que había contratado mercenarios, espías, agentes secretos y dispositivos de alerta.
Aun la Cuna del Hombre —la Madre Tierra misma, a la que ninguna suma podía comprar— estaba sobornada por la droga de la vida. Unos veinticinco gramos de la droga santaclara, reducida, cristalizada y llamada stroon podía dar de cuarenta a sesenta años de vida. El stroon llegaba a los otros planetas por gramos y kilos, pero en Australia del Norte se refinaba por toneladas. Con un tesoro así, los norstrilianos poseían un mundo inimaginable cuyos recursos excedían todos los límites concebibles. Podían comprar cualquier cosa. Podían pagar con las vidas de otros.
Durante siglos habían usado fondos secretos para comprar servicios extranjeros en defensa de su propia segundad.
Benjacomin se detuvo en el vestíbulo: Los mininos de Mamá Hitton.
Esta frase encerraba la sabiduría y la riqueza de mil mundos, pero Benjacomin Bozart no se atrevía a preguntar qué significaba.
De pronto se le iluminó la cara.
Se sintió como alguien que hubiera pensado en un juego divertido, un grato pasatiempo para entretenerse, una compañía para recordar, un plato nuevo para saborear. Había tenido una ocurrencia muy feliz.
Había una fuente que no hablaría. La biblioteca. Al menos podía confirmar los datos obvios y simples, y averiguar qué formaba parte del conocimiento público en el secreto que había arrancado al niño.
No habría arriesgado su seguridad en vano, ni habría desperdiciado la vida de Johnny, si podía encontrar la clave de cualquiera de las palabras de la frase. Mamá, Hitton, mininos. Aún podía conseguir el botín de Norstrilia.
Dio media vuelta de buen humor. Caminó ligera y alegremente hacia la sala de billar, después de la cual estaba la biblioteca. Entró.
El hotel era caro y anticuado. Incluso tenía libros hechos de papel, con encuadernaciones auténticas, Benjacomin cruzó la sala. Vio que tenían la Enciclopedia galáctica en doscientos volúmenes. Tomó el volumen que señalaba «Hi-Hi». Lo hojeó desde atrás, buscando el apellido Hitton. Ahí estaba. «Hitton, Benjamin (10719-17123 d. C.): pionero de Vieja Australia del Norte. Se le considera inventor de parte del sistema de defensa». Eso era todo. Benjacomin se paseó entre los libros. La palabra «mininos» no figuraba en ninguna parte con una acepción fuera de la normal, ni en la enciclopedia ni en ninguna lista de la biblioteca. Salió y subió a la habitación.
Tal vez el niño se hubiera equivocado.
Corrió un riesgo. La madre, medio ciega de desconcierto y dolor, estaba sentada en una silla del porche. Las otras mujeres le hablaban. Sabían que el marido de la australiana llegaría pronto. Benjacomin se acercó a presentarle sus respetos. Ella no lo vio.
—Debo partir, señora. Seguiré mi viaje hacia el próximo planeta, pero volveré dentro de dos o tres semanas subjetivas. Dejaré mi domicilio a la policía local, por si usted me necesitara para un interrogatorio urgente.
Benjacomin se despidió de la afligida madre.
Benjacomin se despidió del apacible hotel. Consiguió un billete prioritario.
La parsimoniosa policía de Sunvale no presentó objeciones cuando él solicitó de pronto un permiso de partida. A fin de cuentas, tenía una identidad, disponía de sus propios fondos, y no era costumbre en Sunvale contradecir a los turistas. Benjacomin subió a la nave. Cuando se dirigía hacia la cabina donde descansaría unas horas, un hombre se le acercó. Un hombre joven, con raya al medio, estatura baja, ojos grises.
Ese hombre era el agente local de la policía secreta de Norstrilia.
Benjacomin, pese a su experiencia como ladrón, no reconoció al policía, Jamás pensó que la biblioteca misma estaba preparada y que la palabra «mininos» activaba una señal en ciertas circunstancias. Al buscarla había disparado una pequeña alarma. Había dado la alerta.
El forastero saludó. Benjacomin devolvió el saludo.
—Soy un viajante que espera entre un destino y otro. No me ha ido muy bien. ¿Cómo andan sus negocios?
—No hago negocios. Soy un técnico. Mi nombre es Liverant.
Benjacomin estudió al sujeto. Sin duda era un técnico. Se dieron la mano sin mayor entusiasmo.
—Me reuniré con usted en el bar un poco más tarde —dijo Liverant—. Primero descansaré un poco.
Ambos se acostaron y hablaron muy poco mientras el primer relámpago de planoforma atravesaba la nave. El relámpago pasó. Por los libros y las lecciones sabían que la nave brincaba hacia delante en dos dimensiones mientras de algún modo la furia del espacio se desviaba hacia los ordenadores, que a la vez eran manejados por el capitán de viaje que controlaba la nave.
Sabían estas cosas pero no las sentían. Sólo experimentaban la punzada de un ligero dolor.
El aire tenía un sedante, disuelto en el sistema de ventilación. Ambos sabían que se embriagarían un poco.
El ladrón Benjacomin Bozart estaba adiestrado para resistir la falta de reflejos y el desconcierto. Cualquier indicio de que un telépata trataba de leerle la mente se habría topado con una resistencia tenaz y animal, implantada en su inconsciente en los primeros años del entrenamiento. Bozart no estaba preparado contra el engaño de un presunto técnico; la Liga de Ladrones de Viola Sidérea jamás sospechó que su gente tendría que enfrentarse a embaucadores. Liverant ya había estado en contacto con Norstrilia: Norstrilia, cuyo dinero cruzaba las estrellas; Norstrilia, que había alertado a cien mil mundos contra la mera idea de una intrusión.
—Ojalá pudiera ir más lejos —comentó Liverant—. Ojalá pudiera ir a Olimpia. En Olimpia se puede comprar cualquier cosa.
—He oído comentarios —dijo Bozart—. Es un extraño planeta comercial sin demasiadas oportunidades para los hombres de negocios, ¿verdad?
Liverant rió. Su risa sonaba alegre y auténtica.
—¿Comercial? Ellos no comercian, birlan. Toman el botín robado en mil mundos, lo revenden, lo camuflan, lo pintan y lo marcan. Ése es su negocio. Los habitantes son ciegos. Es un mundo extraño, y sólo hay que ir allá para conseguir lo que uno quiere —explicó Liverant—. ¡Qué no haría yo con un año en ese lugar! Todos ciegos, excepto yo y un par de turistas. Y se encuentran todas las riquezas que todos creyeron perdidas, la mitad de las naves náufragas, las colonias olvidadas, pues las han limpiado todas. Y todo va a Olimpia.
Olimpia no valía tanto y Liverant ignoraba por qué tenía la misión de guiar allá al asesino. Sólo sabía que tenía un deber y que su misión consistía en desviar al intruso.
Muchos años antes del nacimiento de ambos hombres, la palabra clave se había colocado en guías, libros, cajas de embalaje y facturas: «mininos». Era el nombre en clave de la luna exterior de la defensa norstriliana. El uso de esa clave activaba una furiosa alerta, con nervios sistémicos tan calientes y veloces como un alambre de tungsteno incandescente.
Cuando decidieron ir al bar a beber un refresco, Benjacomin casi había olvidado que era el desconocido quien había sugerido Olimpia en vez de otro destino. Tenía que ir a Viola Sidérea en busca de los créditos necesarios para emprender el viaje de la riqueza, para ganar el mundo de Olimpia.
Bozart fue recibido con una apacible pero muy sincera acogida en su mundo natal.
Los ancianos de la Liga de Ladrones le dieron la bienvenida. Lo felicitaron.
—¿Quién más podría haber llevado a cabo tu misión, muchacho? Es la apertura de un nuevo ajedrez. Nunca antes hubo un gambito como éste. Tenemos un nombre, tenemos un animal. Lo intentaremos aquí mismo.
El Consejo de los Ladrones consultó su propia enciclopedia. Buscaron el nombre «Hitton», y luego hallaron la referencia «minino» en su acepción norstriliana. Ninguno de ellos sabía que se trataba de una pista falsa colocada por un agente infiltrado en su mundo.
El agente, a su vez, había sido seducido años antes, corrompido en medio de su carrera, obligado a una honestidad provisional, sobornado y enviado a casa. Durante muchos años había esperado una temida contraseña —una contraseña que, sin que él lo supiera, era una extensión del espionaje norstriliano—, sin soñar que podría pagar de forma tan simple su deuda con el mundo exterior. Sólo le habían mandado una página para que la añadiera a la enciclopedia. Él la añadió y se fue a casa, débil de agotamiento. Los años de miedo y espera habían sido agobiantes para el ladrón. Bebía en exceso para no suicidarse. Entretanto, las páginas permanecieron en orden, incluyendo la nueva, ligeramente alterada para sus colegas. La enciclopedia aclaraba que la modificación era una corrección habitual, aunque todo el artículo era nuevo y falso:
Debajo de este pasaje una corrección, fechada el año 24 de la segunda edición.
Los «mininos» de Norstrilia sólo aluden al uso de medios orgánicos para inducir la enfermedad en ovejas terráqueas mutadas, que a su vez producen un virus, de cuyo refinamiento se obtiene la droga santaclara. El vocablo «mininos» gozó de difusión durante algún tiempo como término de referencia para aludir tanto a la enfermedad como al potencial destructivo de la enfermedad en caso de ataque exterior. Se cree que esto se relaciona con la carrera de Benjamín Hitton, uno de los pioneros originales de Norstrilia.
El Consejo de Ladrones lo leyó y el presidente del Consejo declaró:
—Tengo tus papeles preparados. Ahora puedes ponerlos a prueba. ¿Por dónde quieres ir? ¿A través de Nueva Hamburgo?
—No —dijo Benjacomin—. Pensaba intentarlo en Olimpia.
—Olimpia está bien —aceptó el presidente—. Ten cuidado. Hay una sola probabilidad entre mil de que fracases. Pero sí no tienes éxito, quizá tengamos que pagar por ello.
Sonrió arteramente y entregó a Benjacomin una hipoteca en blanco por toda la mano de obra y las propiedades de Vila Sidérea. El presidente rió.
—Sería bastante duro para nosotros que tuvieras que pedir tanto dinero en ese planeta como para obligarnos a volvernos honrados… y luego perdieras de todos modos.
—No temáis —dijo Benjacomin—. Me encargaré de que no sea así.
Hay mundos donde todos los sueños mueren, pero Olimpia de las nubes cuadrangulares, no es uno de ellos. Los ojos de los hombres y las mujeres brillan en Olimpia, pues no ven nada.
«El brillo tenía el color del dolor —dijo Nachtigall— cuando podíamos ver. Si tu ojo te ofende, arráncate a ti mismo, pues la culpa no está en el ojo sino en el alma».
Esas sentencias eran corrientes en Olimpia, donde los colonos quedaron ciegos hace mucho tiempo y ahora se creen superiores a los videntes. Cables de radar les cosquillean en el cerebro; perciben la radiación con pequeños acuarios colgados en medio de la cara. Sus imágenes son nítidas, y exigen nitidez. Sus edificios se elevan en ángulos imposibles. Sus niños ciegos cantan canciones mientras el clima artificial obedece las cifras, geométrico como un caleidoscopio.
Allá fue el hombre, Bozart en persona. Entre los ciegos, sus sueños crecieron, y pagó dinero por informes que ninguna persona viva había visto.
Olimpia, nubes agudas y cuello acuoso, flotaba alrededor de Bozart como un sueño ajeno. No se proponía demorarse allí, pues tenía una cita con la muerte en el espacio pegajoso y chispeante que rodeaba Norstrilia.
Una vez en Olimpia, Benjacomin realizó sus preparativos para atacar Vieja Australia del Norte. Su segundo día en el planeta había sido muy provechoso. Conoció a un hombre llamado Lavender y tuvo la certeza de haber oído antes ese nombre. No formaba parte de su propia Liga de Ladrones, sino que era un malandrín audaz con mala reputación entre las estrellas.
No era casual que hubiera conocido a Lavender. La semana anterior, su almohada le había contado la historia de Lavender quince veces mientras él dormía. Cuando Benjacomin soñaba, tenía sueños que el contraespionaje norstriliano le había introducido en la mente. Lo habían condicionado para llegar primero a Olimpia y estaban dispuestos a darle su merecido. La policía de Norstrilia no era cruel, pero defendía su mundo con tenacidad. Y también quería vengar el asesinato de un niño.
La entrevista decisiva entre Benjacomin y Lavender fue conflictiva, pues Lavender se negaba a llegar a un acuerdo.
—No iré a ningún lado. No atacaré a nadie. No robaré nada. He corrido riesgos, claro que sí. Pero no me haré matar, y eso es lo que me estás pidiendo.
—Piensa en lo que tendremos. Una fortuna. Te digo que allí hay más dinero que en ninguna otra parte.
—¿Crees que no conozco esa frase? —rió Lavender—. Tú eres un pillo, igual que yo. Pero no perseguiré una quimera.
Quiero dinero contante y sonante. Yo soy un luchador y tú eres un ladrón. No preguntaré qué te propones, pero quiero el dinero de antemano.
—No lo tengo —dijo Benjacomin.
Lavender se levantó.
—Entonces no tendrías que haberme hablado. Ahora te costará dinero cerrarme el pico, me contrates o no.
Empezaron los regateos.
Lavender era feo de veras. Era un hombre normal y corriente que se había tomado mucho trabajo para volverse malo. El pecado es agotador. El esfuerzo mayúsculo que exige se evidencia a veces en el rostro.
Bozart lo miró con una sonrisa tranquila, ni siquiera desdeñosa.
—Tápame mientras saco algo del bolsillo —dijo Bozart.
Lavender ni siquiera prestó atención a la frase. No mostró un arma. Se pasó el pulgar izquierdo por el canto de la mano. Benjacomin reconoció la seña, pero no se inmutó.
—¿Ves? Un crédito planetario.
—Eso también lo conozco —rió Lavender.
—Cógelo —le ofreció Bozart.
El aventurero cogió la tarjeta laminada. Se le ensancharon los ojos.
—Es auténtica. Auténtica —jadeó, alzando la vista. Y añadió, mucho más afable—: Nunca había visto una de éstas. ¿Cuáles son tus condiciones?
Entretanto, los brillantes y vividos olimpianos caminaban entre ellos, vestidos de blanco y negro en intenso contraste. Diseños geométricos increíbles brillaban en las túnicas y los sombreros. Los dos hombres ignoraban a los nativos, concentrados en sus propias negociaciones.
Benjacomin se sentía bastante seguro. Entregaba el importe de un año de servicios de todo el planeta de Viola Sidérea a cambio de los servicios completos del capitán Lavender, exinfante de la Patrulla Espacial Interna del Imperio. Entregó la hipoteca. El año de garantía estaba estipulado dentro. Aun en Olimpia había máquinas de contabilidad que transmitieron el trato de la Tierra, transformando la hipoteca en un compromiso válido e ineludible, que incluía todo el planeta de los ladrones por garantía.
«Éste ha sido el primer paso de la venganza», pensó Lavender. Cuando el asesino hubiera desaparecido, su pueblo tendría que pagar religiosamente. Lavender miró a Benjacomin con interés clínico.
Benjacomin tomó esa expresión por amistad y respondió con su sonrisa lenta, encantadora y serena. Momentáneamente feliz, extendió el brazo derecho para dar al trato el carácter de un pacto fraternal. Ambos se dieron la mano y Bozart nunca supo a qué cosa le había dado la mano.
«Gris era la tierra, oh. Hierba gris de cielo a cielo. Aunque no cerca del dique. Ni una montaña, alta o baja, sólo cerros y gris. Observa las trémulas manchas titilando entre los astros.
»Esto es Norstrilia.
»Ha terminado la fatigosa búsqueda, el trajín y la espera y el dolor.
»Pardas ovejas yacen en la hierba gris azulada mientras las nubes pasan a poca altura, como caños de hierro techando el mundo.
»Toma un rebaño de ovejas enfermas, hombre, pues las enfermas producen beneficios. Estornúdame un planeta, hombre, o déseme una pizca de inmortalidad. Si resulta excéntrico allá, donde viven los tontos y enanos como tú, aquí está muy bien.
ȃsa es la norma, muchacho.
»Si no has visto Norstrilia, no la has visto. Si la vieras, no lo creerías.
»Los mapas la llamaron Vieja Australia del Norte».
En el corazón del mundo una granja protegía el planeta. Era la finca Hitton.
La rodeaban torres, y entre ellas colgaban alambres, algunos flojos y otros reluciendo con una pátina que no era propia de ningún metal fabricado por los hombres de la Tierra.
Dentro del perímetro marcado por las torres había terreno abierto. Y dentro del campo abierto había doce mil hectáreas de cemento. Un radar llegaba hasta milímetros de la superficie de cemento y el otro radar barría la delgada franja molecular. La granja continuaba. En el centro se alzaba un grupo de edificios. Allí era donde Katherine Hitton se encargaba de la tarea que su familia había aceptado para defender su mundo.
No entraba ni salía ningún germen. Todos los alimentos llegaban por transmisor espacial. Dentro vivían animales. Los animales dependían sólo de ella. En caso de que ella muriera de repente, por azar o atacada por uno de los animales, las autoridades de su mundo tenían facsímiles completos de Katherine Hitton con los cuales entrenar a nuevos cuidadores de animales bajo hipnosis.
El viento gris brincaba desde los cerros, corría sobre el cemento gris, azotaba las torres de radar. La Luna cautiva, bruñida y facetada, siempre colgaba en lo alto. El viento golpeaba los grises edificios antes de barrer el cemento y perderse silbando entre los cerros.
En el exterior de los edificios, el valle no había requerido mucho camuflaje. Se parecía al resto de Norstrilia. El cemento estaba ligeramente teñido para dar la impresión de un suelo pobre, árido, natural. Ésta era la granja, y ésta era la mujer. Juntos formaban la defensa exterior del mundo más rico que había construido la humanidad.
Katherine Hitton miró por la ventana y pensó que faltaban cuarenta y dos días para ir al mercado, y que sería gran día cuando llegara allá y oyera el ritmo de una música:
¡Oh, caminar en día de mercado
y ver a mi gente orgulloso, y feliz!
Dio un profundo suspiro. Amaba los cerros grises, aunque en su juventud había visto muchos otros mundos. Regresó al edificio donde la aguardaban los animales y sus obligaciones. Ella era la única Mamá Hitton y éstos eran sus mininos.
Caminó entre ellos. Ella y su padre los habían creado a partir de visones terráqueos que se contaban entre los visones feroces, más pequeños y más locos que se habían embarcado desde la Cuna del Hombre. Con estos visones ahuyentaban a otros depredadores que pudieran atacar a las ovejas productoras de stroon. Pero estos visones eran locos de nacimiento.
Habían criado generaciones de ellos, psicóticos hasta la médula. Vivían para morir y morían para sobrevivir. Eran los mininos de Norstrilia. Animales en los que el miedo, la furia, el hambre y el sexo se encontraban totalmente entremezclados; podían devorarse a sí mismos o a sus congéneres; podían devorar su prole, a la gente, cualquier cosa orgánica; chillaban ansiosos de matar cuando sentían amor, habían nacido para odiarse a sí mismos con un sentimiento feroz y lívido, y sobrevivían sólo porque pasaban sus períodos de vigilia en jaulas, cada garra fuertemente atada para que no pudieran herirse ni lastimar a otros. Mamá Hitton los dejaba despertar sólo de dos en dos.
Durante toda la tarde Mamá Hitton caminó de jaula en jaula. Los animales dormidos descansaban bien. El alimento les circulaba por la corriente sanguínea, a veces vivían años sin despertar. Machos despiertos a medias se apareaban con hembras apenas despabiladas, y la misma Mamá Hitton sacaba las crías cuando las madres dormidas parían. Luego alimentando a los pequeños durante unas pocas semanas de feliz «miniñez», hasta que se hacían adultos, los ojos se les enrojecían de locura y ardor y sus emociones estallaban en gritos agudos y feroces que resonaban en el edificio: contorsionaban las suaves y velludas caritas, revolvían los locos y brillantes ojos, tensaban las afiladas garras.
Esta vez no despertó a ninguno.
En cambio, tersó las correas. Les quitó el alimento. Les dio un medicamento de estímulo retardado que los despejaría de golpe cuando despertaran, sin un período intermedio de aturdimiento.
Por último, se administró un potente sedante, se reclinó en una silla y esperó la inminente llamada.
Cuando llegara la alerta y recibiera la llamada, tendría que hacer lo que había hecho miles de veces.
Haría sonar una alarma ensordecedora en todo el laboratorio.
Cientos de visones mutantes despertarían. Al despertar, se zambullirían en la vigilia con hambre, odio, furia y sexo, se lanzarían contra sus ataduras, lucharían por matarse entre sí matar a su prole, matarse a sí mismos, matarla a ella. Lucharían contra todo y en todas partes, y nada los detendría.
Ella lo sabía.
En medio de la sala había un sintonizador, un retransmisor directo y empático, capaz de captar la banda más simple de comunicaciones telepáticas. Este sintonizador recibía las emociones concentradas de los mininos de Mamá Hitton.
La furia, el odio, el hambre y el sexo se transmitían más allá de lo tolerable, y el sintonizador los amplificaba. Después, la banda de frecuencia de este control telepático se amplificaba a su vez, más allá del estudio, en las altas torres que vigilaban el risco montañoso, hasta más allá del valle donde se encontraba el laboratorio. Y la luna de Mamá Hitton, girando geométricamente, lanzaba la transmisión a una esfera hueca.
De la luna facetada se lanzaba a los satélites, dieciséis de ellos, aparentemente pertenecientes al sistema de control climático. No sólo custodiaban el espacio, sino el subespacio cercano. Los norstrilianos habían pensado en todo.
Breves sacudidas de alerta llegaron desde el banco de transmisión de Mamá Hitton.
Entró una llamada. Un pulgar pulsó un botón.
El ruido estalló.
Los visones despertaron.
La sala se llenó de murmullos, rasguños, siseos, gruñidos y aullidos.
Bajo el ruido de las voces animales se oía otro sonido: chasquidos crepitantes como granizo cayendo sobre un lago congelado. Eran las zarpas de cientos de visones tratando de abrirse camino a través de planchas de metal.
Mamá Hitton oyó un gorgoteo. Uno de los visones había conseguido liberarse la zarpa y empezaba a desgarrarse el pescuezo: Mamá Hitton reconoció la laceración del pelaje, el corte de las venas percibió una voz que se apagaba en medio del ruido que hacían los demás. Un visón menos.
Mamá Hitton estaba parcialmente protegida de la transmisión telepática, pero no del todo. A pesar de su avanzada edad, se sintió atravesada por sueños salvajes. Tembló de odio pensando en seres que sufrían más allá de ella, que sufrían terriblemente, pues no estaban protegidos por las defensas del sistema de comunicaciones norstriliano.
Sintió el galope desbocado de una olvidada lujuria.
Ansió muchas cosas que ni siquiera sabía que recordaba. Sufrió los espasmos de miedo que experimentaban los cientos de animales.
Debajo de esto, su mente cuerda seguía preguntando: «¿Cuánto más podré resistir? ¿Cuánto más deberé resistir? ¡Dios mío, muéstrate benévolo con tu pueblo en este mundo! ¡Sé clemente conmigo!».
La luz verde se encendió.
Mamá Hitton pulsó un botón en el otro lado de la silla. El gas entró con un siseo. Ella se desvaneció sabiendo que sus mininos también se desvanecían.
Despertaría antes que ellos y luego empezarían sus deberes: examinar a los sobrevivientes, sacar al que se había desgarrado la garganta y los que habían muerto de ataques cardíacos, reordenarlos, vendarles las heridas, cuidarlos, aparearlos. Vivirían dormidos hasta que la próxima llamada los despertara para defender los tesoros que bendecían y maldecían el mundo natal de Mamá Hitton.
Todo había salido bien. Lavender había encontrado una nave de planoforma ilegal. Era una hazaña digna de mención, pues las naves de planoforma tenían permisos muy estrictos y conseguir una ilegal era una misión que en un planeta lleno de malandrines podría haber llevado toda una vida.
Lavender había recibido una suma suculenta: el dinero de Benjacomin.
La fortuna honrada del planeta de los ladrones había servido para pagar las falsificaciones y grandes deudas, los transportes imaginarios que entrarían en los ordenadores como naves, cargamentos y pasajes que serían casi imposibles de rastrear, mezclados con el tráfico de diez mil mundos.
—Que pague —dijo Lavender a uno de sus compinches, un falso criminal que también era agente norstriliano—. Esto es pagar buen dinero por mal dinero. Será mejor que gastes mucho.
Poco antes de la partida de Benjacomin, Lavender envió otro mensaje.
Lo envió a través del capitán de viaje, que por lo general no transmitía mensajes. El capitán era un comandante de retransmisión de la flota norstriliana, pero se le había ordenado que no lo pareciera.
El mensaje se relacionaba con la licencia de planoforma: una veintena de tabletas de stroon que podían hipotecar Viola Sidérea por cientos y cientos de años más.
—No es preciso enviar el mensaje —indicó el capitán—. La respuesta es sí.
Benjacomin entró en la sala de control. Esto violaba los reglamentos, pero él había contratado la nave precisamente para eso.
—Usted es un pasajero —advirtió severamente el capitán—. Lárguese.
—Usted tiene mi pequeño yate a bordo —replicó Benjacomin—. Soy el único hombre aquí fuera de su gente.
—Lárguese. Le pondrán una multa si lo encuentran aquí.
—No importa —dijo Benjacomin—. La pagaré.
—Conque la pagará, ¿eh? No podría pagar veinte tabletas de stroon. Es ridículo. Nadie podría conseguir tanto stroon.
Benjacomin rió, pensando en los miles de tabletas que tendría pronto. Sólo tenía que dejar atrás la nave de planoforma, atacar, evitar a los mininos y volver.
Su poder y su riqueza consistían en la certidumbre de que ahora estaban a su alcance. La hipoteca de veinte tabletas de stroon sobre su planeta era un precio bajo si él podía pagar miles.
—No vale la pena —insistió el capitán—, no vale la pena arriesgar veinte tabletas por estar aquí. Pero yo puedo decirle cómo penetrar en la red de comunicaciones de Norstrilia si eso vale veintisiete tabletas.
Benjacomin se puso tenso.
Por un instante creyó que iba a morir. Tanto trabajo, tanto adiestramiento, el niño muerto en la playa, los riesgos con el crédito, y ahora este obstáculo inesperado. Decidió hacer frente a la situación.
—¿Qué sabe usted? —preguntó Benjacomin.
—Nada —dijo el capitán.
—Ha dicho usted «Norstrilia».
—En efecto.
—Si ha dicho Norstrilia, es por algo. ¿Quién le informó?
—¿A qué otra parte iría un hombre en busca de riquezas infinitas? Si se sale con la suya, veinte tabletas no representan nada para un hombre como usted.
—Es el trabajo de doscientos años realizado por trescientas mil personas —explicó hoscamente Benjacomin.
—Si se sale con la suya, usted y su gente tendrán más de veinte tabletas.
Benjacomin pensó en los miles y miles de tabletas.
—Sí, lo sé.
—Si no se sale con la suya, tiene la tarjeta.
—Está bien. De acuerdo. Métame en la red y pagaré las veintisiete tabletas.
—Déme la tarjeta.
Benjacomin se negó. Era un ladrón bien entrenado, y no se dejaba robar. Luego recapacitó. Se enfrentaba a la crisis de su vida. Tenía que confiar un poco en alguien.
Tenía que apostar la tarjeta.
—La marcaré y luego se la devolveré. —Benjacomin estaba tan excitado que no advirtió que la tarjeta entraba en un duplicador, que la transacción se registraba, que el mensaje se enviaba al Centro Olímpico, que la pérdida y la hipoteca sobre el planeta Viola Sidérea serían acreditados a ciertas agencias comerciales de la Tierra en los siguientes trescientos años.
Benjacomin recibió la tarjeta. Se sintió un ladrón honesto.
Si moría, la tarjeta se perdería y su gente no tendría que pagar. Si ganaba podría saldar aquella pequeña deuda de su propio bolsillo.
Benjacomin se sentó. El capitán dio instrucciones a sus luminictores. La nave saltó.
Avanzaron durante media hora subjetiva, el capitán con un casco en la cabeza, tanteando, palpando y adivinando el camino, paso a paso, de vuelta a su hogar. Tenía que actuar a tientas, de lo contrario Benjacomin adivinaría que estaba en manos de dobles agentes.
Pero el capitán estaba bien entrenado. Tanto como Benjacomin.
Agentes y ladrones iban a la par.
La nave de planoforma penetró la red de comunicaciones. Benjacomin se despidió.
—Puede materializarse en cuanto lo llame.
—Buena suerte —le deseó el capitán.
—La necesitaré —dijo Benjacomin.
Subió a su yate espacial. Durante menos de un segundo en el espacio real, la gris extensión de Norstrilia se presentó ante él. La nave, que parecía un simple depósito, desapareció en el espacio dos, y el yate quedó solo.
El yate cayó.
Mientras caía, Benjacomin experimentó un horrendo instante de confusión y terror.
No conocía a la mujer de abajo, pero ella lo detectó claramente mientras él recibía la ira amplificada de los mininos. La mente de Benjacomin tembló bajo el golpe. Con una prolongación de la experiencia subjetiva que transformaba uno o dos segundos en meses de desconcierto ebrio y doliente, Benjacomin Bozart se derrumbó bajo la marea de su propia personalidad. El relé lunar arrojó mentes de visón contra él. Las sinapsis de su cerebro se reordenaron para configurar probabilidades, hechos terribles que jamás le habían ocurrido a nadie. Su mente consciente se extinguió bajo una sobrecarga de estrés.
Su personalidad subcortical sobrevivió algo más.
Su cuerpo luchó unos minutos. Enloquecido de lascivia y hambre, el cuerpo se arqueó en el asiento del piloto. La boca mordió profundamente un brazo. Impulsada por la lujuria, la mano izquierda arañó la cara, arrancándose el ojo izquierdo. Benjacomin chilló con lascivia animal mientras intentaba devorarse a sí mismo, con cierto éxito.
El abrumador mensaje telepático de los mininos de Mamá Hitton le penetró el cerebro.
Los visones mutantes estaban totalmente despiertos.
Los satélites de transmisión habían envenenado todo el espacio que lo rodeaba con la locura fomentada en los visones.
El cuerpo de Bozart no vivió mucho tiempo. Al cabo de unos minutos tenía las arterias abiertas y la cabeza laxa. El yate cayó como un peso muerto hacia los depósitos que pretendía atacar. La policía de Norstrilia lo capturó.
Los policías estaban descompuestos. Todos lo estaban. Todos estaban pálidos. Algunos habían vomitado. Habían rozado el borde de la defensa de los visones. Habían atravesado la banda telepática en su punto más tenue y más débil. Eso bastaba para afectarlos gravemente.
Ellos no querían saber.
Querían olvidar.
Un policía joven contempló el cuerpo y dijo:
—¿Cómo demonios le ocurrió eso?
—Escogió el oficio equivocado —le aconsejó el capitán de policía.
—¿Qué oficio?
—El de tratar de asaltarnos, muchacho. Tenemos defensas, y más vale no saber cuáles son.
El policía joven, humillado y al borde de la ira, estuvo a punto de enfrentarse a su superior mientras apartaba los ojos del cadáver de Benjacomin Bozart.
—Calma —le aconsejó el superior—. No tardó mucho en morir, y éste es el hombre que mató al pequeño Johnny, hace poco tiempo.
—Ah, él. ¿Tan pronto?
—Nosotros le hemos traído. —El viejo capitán de policía asintió—. Le hemos conducido a su muerte. Así es como vivimos. Es duro, ¿verdad?
Los ventiladores emitían un suave susurro. Los animales dormían de nuevo. Una ráfaga de aire envolvió a Mamá Hitton. La transmisión telepática aún funcionaba. Mamá Hitton captó los establos, la luna tallada en facetas, los pequeños satélites. No había rastros del ladrón.
Se levantó trabajosamente. Tenía la ropa empapada en sudor. Necesitaba ducharse y cambiarse.
En la Cuna del Hombre, el circuito de crédito comercial chilló exigiendo la atención de los humanos. Después un subjefe de la Instrumentalidad se acercó a la máquina y extendió la mano.
La máquina le soltó una tarjeta en los dedos.
El subjefe examinó la tarjeta.
«Deuda Viola Sidérea — crédito Contingencia de Tierra — subcrédito cuenta de Norstrilia — cuatrocientos millones de megaaños-hombre».
Aunque estaba solo, soltó un silbido en la sala vacía.
—¡Todos estaremos muertos, con stroon o sin él, antes de que terminen de pagar esa deuda!
Fue a contar la extraña noticia a sus amigos.
La máquina, al no recibir de vuelta la tarjeta, imprimió otra.