Quizá sea la historia más triste, loca y descabellada de la larga historia del espacio. Nadie había hecho nada parecido, viajar tan lejos y a tal velocidad y por ese medio. El héroe parecía un hombre normal cuando se le veía por primera vez. Pero la segunda vez era diferente.
¡Y la heroína! Era menuda, rubia platino, inteligente, despierta y desvalida. Sí, desvalida es la palabra exacta. Parecía necesitar consuelo o ayuda, aunque estuviera perfectamente bien. Cerca de ella, los hombres se sentían más hombres. Se llamaba Elizabeth.
¿Quién hubiera imaginado que ese nombre retumbaría con toda claridad en el salvaje y repulsivo vacío del espacio tres?
Él cogió un viejísimo cohete de antiguo diseño. Con él voló, corrió y brincó más que todas las máquinas que habían existido antes. Casi se diría que viajó tan deprisa que sacudió las inmensas bóvedas del cielo, de modo que el antiguo poema se podría haber dedicado a él: «Todos los astros arrojaron sus lanzas e irrigaron el firmamento con su llanto».
Fue tan deprisa, tan lejos, que al principio la gente no creyó lo ocurrido. Pensaron que era una broma, una farsa tejida por los chismorreos, una historia insensata para distraerse en las tardes estivales.
Ahora sabemos el nombre del héroe.
Y nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos lo sabrán para siempre.
Rambó. Artyr Rambó de Tierra Cuatro.
Pero él siguió a su Elizabeth a donde no había espacio. Fue a donde los hombres no podían ir ni habían estado, el sitio que no se atrevían a imaginar. Lo hizo por su propia voluntad.
Es natural que al principio la gente pensara que se trataba de una broma e inventara canciones estúpidas sobre el presunto viaje.
«¡Cávame un agujero para ese feo mareo…!», decía una.
«¡Haz una llamada al número del húmero…!», rezaba otra.
«¿Dónde está la nave del chusco pardusco…?», decía una tercera.
Luego, la gente de todas partes descubrió que era cierto, Algunos se quedaron atónitos, con la piel de gallina. Otros se enfrascaron deprisa en los asuntos cotidianos. Se había descubierto y atravesado el espacio tres. El mundo ya no sería igual, La roca sólida se había convertido en una puerta abierta.
El espacio, tan limpio, tan vacío, tan pulcro, ahora se había convertido en un millón de millones de años-luz de pastel de tapioca: gomoso, poroso, pegajoso, inadecuado para respirar, inadecuado para nadar. ¿Cómo ocurrió?
Todos se adjudicaron el mérito, cada cual a su manera.
—Vino a buscarme —explicó Elizabeth—. Yo morí y él vino a buscarme porque las máquinas me echaron a perder la vida cuando intentaron remediar mi terrible e inútil muerte.
—Fui porque quise —dijo Rambó—. Me timaron, me mintieron, me engatusaron, pero yo cogí la nave y viajé hasta allí. Nadie me obligó. Yo estaba furioso, pero fui. Y también regresé, ¿o no?
Tenía toda la razón, aunque se contorsionara y gimiera sobre la verde hierba de la tierra, con la nave perdida en un espacio tan remoto y extraño que podría haber estado bajo su mano viva, o a media galaxia de distancia.
¿Cómo saberlo, cuando se trata del espacio tres?
Rambó regresó en busca de Elizabeth. La amaba. Así que el viaje lo hizo él, y suyo fue el mérito.
Pero el Señor Crudelta dijo, muchos años después, cuando hablaba en voz baja y confidencial con sus amigos:
—El experimento fue mío. Yo lo proyecté. Escogí a Rambó. Enloquecí a los selectores tratando de encontrar un hombre que cumpliera los requisitos. Hice construir el cohete según viejísimos planos que habían diseñado los seres humanos cuando saltaron al espacio por primera vez, brincando como peces voladores de una ola a la otra y creyendo que ya eran águilas. Si yo hubiera usado una vulgar nave de planoforma, habría desaparecido con un gorgoteo invertido, dejando lechoso el espacio por un instante mientras se esfumaba en lo repugnante extinguiéndose. Pero no corrí ese riesgo. Puse el cohete en una rampa de lanzamiento. ¡Y la rampa de lanzamiento era una nave interestelar! Ya que usábamos un cohete antiguo, lo hicimos en toda regla, con la antiquísima escritura, caracteres misteriosos impresos en toda la máquina. Incluso llevaba las iniciales de nuestra organización (IH, «la Instrumentalidad de lo Humano») escritas con elegancia y claridad.
¿Cómo iba a saber —continuó el Señor Crudelta— que tendríamos más éxito del que deseábamos, que Rambó arrancaría el espacio mismo de sus goznes y dejaría esa nave atrás, tan sólo porque amaba a Elizabeth con tal pasión, con tal ferocidad?
Crudelta suspiró y continuó hablando.
—Lo sé y no lo sé. Soy como ese antiguo que trató de llevar una nave marítima por la senda equivocada alrededor del planeta Tierra y en cambio descubrió un nuevo mundo. Se llamaba Colón. Y el lugar era Australia o América o algo parecido. Lo mismo me pasó a mí. Envié a Rambó en ese antiguo cohete y él atravesó el espacio tres. Ahora nadie sabrá quién puede irrumpir por el suelo o materializarse en el aire delante de nosotros.
Casi con melancolía, Crudelta añadió:
—¿De qué sirve contar la historia? Ahora ya todos la saben. Mi papel no es muy glorioso. Aunque el final es muy bonito. La cabaña junto a la cascada y los maravillosos hijos que otra gente les dio… se podría escribir un poema sobre eso. Pero poco antes del final, cuando él apareció en el hospital, deshecho y desquiciado, buscando a su Elizabeth, eso resultó triste, perturbador, pavoroso. Me alegra que todo terminara en el final feliz de la cabaña junto a la cascada, aunque se tardó muchísimo en llegar allí. Y hay partes que jamás se entenderán, la tez desnuda contra el espacio desnudo, los ojos cabalgando en algo mucho más rápido que la luz. ¿Sabéis qué es un aoudad? Es una antigua oveja que vivía en la Vieja Tierra, y aquí estamos, mil años después, con un absurdo poemita infantil sobre eso.
»Los animales han desaparecido pero el poemita se ha conservado. Así ocurrirá un día con Rambó. Todos recordarán su nombre y su barco ebrio, pero olvidarán el umbral científico que cruzó cuando buscaba a Elizabeth en un cohete antiguo que apenas podía alzar el vuelo. ¿El poemita? ¿No lo conocéis? Es una tontería. Dice así:
Apunta el arma a ese rabo.
(¡Esto no es jamón ni pavo!)
Mata un aoudad moribundo.
(¡No preguntes si es inmundo!)
No preguntéis qué significan «jamón» y «pavo». Quizá sean partes de animales antiguos, como bistec y lomo. Pero los niños aún repiten las palabras. Un día harán lo mismo con Rambó y su barco ebrio. Quizá cuenten también la historia de Elizabeth. Pero nunca relatarán cómo llegó él al hospital. Esta parte es demasiado terrible, demasiado real, demasiado triste y maravillosa al final. Lo encontraron en la hierba. ¡Desnudo en la hierba, y nadie sabía de dónde venía!
Lo encontraron desnudo en la hierba y nadie sabía de dónde venía. Nadie sabía acerca del antiguo cohete que el Señor Crudelta había enviado al confín de ninguna parte con las letras I y H escritas en el casco.
Nadie sabía que aquel hombre era Rambó, que había atravesado el espacio tres. Los robots lo descubrieron y lo llevaron al interior, fotografiando cada cosa que hacían. Se los había programado así para asegurarse de que cualquier anomalía quedara documentada.
Luego las enfermeras lo encontraron en una sala externa.
Creyeron que estaba vivo, pues no parecía estar muerto, a pesar de que no podían probar que siguiera con vida.
Esta circunstancia aumentó el misterio.
Llamaron a los médicos. Médicos verdaderos, no máquinas. Eran hombres muy importantes. El ciudadano doctor Timofeyev, el ciudadano doctor Grosbeck, y el director mismo, el Señor y doctor Vomact. Se hicieron cargo del caso.
(En la otra ala del hospital, Elizabeth aguardaba inconsciente, y nadie lo sabía. ¡Elizabeth, por quien él había saltado en el espacio, y atravesado las estrellas, pero aún nadie lo sabía!).
El joven no podía hablar. Cuando le examinaron las huellas oculares y las dactilares en la Máquina de Población, descubrieron que era oriundo de la Tierra, pero que lo habían enviado congelado, como feto nonato, a Tierra Cuatro. A pesar del tremendo coste, interrogaron a Tierra Cuatro con un «mensaje instantáneo», sólo para descubrir que el joven que tenían delante se había perdido en una nave experimental durante un viaje intergaláctico.
Perdido.
Sin nave ni rastros de nave.
Y aquí estaba.
Ellos, en el linde del espacio, sin saber qué estaban mirando. Eran médicos y se dedicaban a reparar o curar a la gente no de hacerla viajar. ¿Cómo podían esos hombres saber nada del espacio tres cuando lo único que sabían acerca del espacio dos era que la gente abordaba las naves de planoforma para recorrerlo? Buscaban enfermedad y sólo encontraban ingeniería. Lo sometían a tratamiento a pesar de que se encontraba bien.
Sólo necesitaba tiempo para recobrarse de la conmoción del viaje más tremendo que jamás había sufrido un ser humano, pero los médicos lo ignoraban y trataron de acelerar la recuperación.
Cuando lo vistieron, él pasó del coma a un espasmo mecánico y se quitó la ropa. Otra vez desnudo, se tendió en el piso y se negó a comer o hablar.
Lo alimentaron con sondas cuando (¡si tan sólo hubieran sabido!) toda la energía del espacio manaba de su cuerpo en formas nuevas.
Lo dejaron solo en un cuarto cerrado y lo observaron por una mirilla.
Era un joven apuesto, aunque tenía la mente en blanco y el cuerpo rígido e inconsciente. Tenía el pelo muy rubio y los ojos celestes, pero las facciones revelaban carácter: mandíbula cuadrada, boca elegante, resuelta, huraña, viejas arrugas que parecían decir que, estando consciente, había vivido muchos días o meses al borde de la furia.
Cuando lo estudiaron en el tercer día de internamiento, el paciente no había cambiado.
Se había arrancado el pijama y yacía desnudo, de bruces en el piso.
Tenía el cuerpo tan rígido y tenso como el día anterior.
(Un año después, ese cuarto sería un museo con una placa de bronce que diría: «Aquí estuvo Rambó después de abandonar el Viejo Cohete para pasar al Espacio Tres», pero los médicos aún no sabían de qué se trataba).
Tenía la cara tan vuelta hacia la izquierda que le sobresalían los tendones del cuello. Había estirado el brazo derecho hacia delante. Tenía el brazo izquierdo en ángulo recto con el cuerpo; el antebrazo y la mano izquierdos señalaban rígidamente hacia arriba formando un ángulo de noventa grados con el brazo. Tenía las piernas en la grotesca parodia de un corredor.
—A mí me parece que está nadando —dijo el doctor Grosbeck—. Arrojémoslo a un tanque de agua para ver si se mueve.
A veces Grosbeck proponía soluciones drásticas.
Timofeyev ocupó el lugar de Grosbeck ante la mirilla.
—Todavía en espasmo —murmuró—. Espero que el pobre diablo no sienta dolor cuando las defensas corticales estén bajas. ¿Cómo puede un hombre combatir el dolor si ni tan siquiera sabe qué le ocurre?
—¿Y qué ves tú, Señor y doctor? —preguntó Grosbeck a Vomact.
Vomact no necesitaba mirar. Había ido temprano y había observado largo rato al paciente en silencio a través de la mirilla antes de que llegaran los otros médicos. Vomact era un hombre sabio, sagaz e intuitivo. Deducía en una hora más de lo que una máquina diagnosticaba en un año; ya vislumbraba que se trataba de una enfermedad que ningún hombre había sufrido antes. Aun así, podían aplicar ciertos remedios.
Los tres médicos los probaron.
Probaron hipnosis, electroterapia, masajes, subsonido, atropina, surgital, una gama entera de digitalínidos, y virus cuasinarcóticos cultivados en órbita, donde mutaban deprisa. Obtuvieron un atisbo de reacción cuando lo intentaron con hipnosis de gas combinada con un telépata amplificado electrónicamente; eso indicó que todavía ocurría algo en la mente del paciente. De lo contrario el cerebro habría parecido un mero tejido adiposo, sin nervios. Los otros intentos no habían revelado nada. El gas indicó un ligero retroceso ante el temor y el dolor. El telépata comentó visiones de cielos desconocidos. (Los médicos se apresuraron a entregar al telépata a la Policía del Espacio, que trató de codificar los patrones estelares que el telépata había visto en la mente del paciente, pero los patrones no concordaban. Aunque el telépata era hombre de considerable inteligencia, no podía recordar los detalles para cotejarlos con las muestras de las hojas de pilotaje).
Los médicos volvieron a sus drogas y probaron remedios simples y antiguos: morfina y cafeína para que se contrarrestaran mutuamente, y un tosco masaje para que el paciente soñara de nuevo y el telépata captara el sueño.
No hubo más resultados ese día, ni al siguiente.
Entretanto, las autoridades de la Tierra se inquietaban. Pensaban, y con razón, que el hospital había reunido pruebas convincentes de que el paciente no estaba en la Tierra hasta poco antes de que los robots lo encontraran en la hierba. ¿Cómo había aparecido sobre la hierba?
El espacio aéreo de la Tierra no había sufrido ninguna intrusión: ningún vehículo que trazara un arco llameante de aire incandescente contra el metal, ningún susurro de las descomunales fuerzas que impulsaban una nave de planoforma por el espacio dos.
(Crudelta, viajando en naves ultralumínicas, regresaba a la Tierra con lentitud de babosa, ansiando ver si Rambó había llegado primero).
Al quinto día hubo un principio de cambio.
Elizabeth había muerto.
Esto sólo se averiguó después, al efectuar una atento examen de los archivos del hospital.
Los médicos sólo sabían esto:
Trasladaban a pacientes por el pasillo, siluetas cubiertas por sábanas e inmóviles en camas con ruedas.
De golpe, las camas dejaron de rodar.
Una enfermera gritó.
La gruesa pared de acero y plástico se combaba. Una fuerza lenta y silenciosa empujaba la pared hacia el pasillo.
La pared se abrió.
Salió una mano humana.
Una avispada enfermera gritó:
—¡Empujad esas camas! Quitadlas de en medio.
Enfermeras y robots obedecieron.
Las camas se bambolearon como barcas sobre las olas cuando llegaron al sitio donde el suelo, unido a la pared, se curvaba hacia arriba siguiendo la abertura de la pared. Las luces rojizas parpadearon. Aparecieron robots.
Una segunda mano humana atravesó la pared. Empujando en direcciones opuestas, las manos rasgaron la pared como si fuera papel mojado.
El paciente que habían encontrado sobre la hierba asomó la cabeza.
Miró ciegamente a ambos lados del pasillo: la mirada turbia, la piel irradiando un raro fulgor pardo rojizo a causa de las quemaduras del espacio abierto.
—No —dijo. Sólo esa palabra.
Pero ese «no» se oyó. Aunque el volumen no era alto, retumbó en todo el hospital. El sistema de telecomunicación interna lo repitió. Cada aparato del lugar quedó inactivo. Enfermeras frenéticas y robots, ayudados incluso por los médicos, se apresuraron a conectar de nuevo todas las máquinas: bombas, ventiladores, riñones artificiales, grabadores cerebrales, hasta las simples máquinas de ventilación que mantenían fresco el ambiente.
Una nave aérea se tambaleó en lo alto. Su interruptor protegido por un seguro triple, de golpe estaba en posición de «apagado». Por suerte, el robot piloto la puso en marcha y la nave no se estrelló.
El paciente no parecía advertir que su palabra surtía este efecto.
(Tiempo después el mundo sabría que esto formaba parte del «efecto barco ebrio». El paciente había desarrollado la aptitud de usar su sistema neurofisiológico como control de máquinas).
El robot que actuaba como policía llegó al pasillo. Llevaba guantes de terciopelo, esterilizados y acolchados. Podía levantar con las manos sesenta toneladas. Se acercó al paciente. El robot estaba entrenado para reconocer toda clase de peligros en los humanos delirantes o psicóticos; después declaró que había captado una sensación de «peligro extremo» en todas las bandas. Se proponía asir al paciente con irreversible firmeza y llevarlo de vuelta a la cama, pero ante el peligro que bullía en el aire, el robot optó por no correr riesgos. Su muñeca contenía una pistola hipodérmica que funcionaba con argón comprimido.
Apuntó el brazo hacia el hombre desconocido y desnudo que ocupaba el gran boquete de la pared. El arma de su muñeca siseó y una enorme inyección de condamina, el narcótico más potente del universo conocido, atravesó la piel del cuello de Rambó. El paciente se desplomó.
El robot lo levantó con delicadeza y ternura, lo sacó del boquete, abrió la puerta de un puntapié que rompió la cerradura y colocó al paciente sobre la cama. El robot oyó que venían médicos, así que usó las manazas para devolver la pared de acero a su forma inicial. Robots obreros o subpersonas terminarían la tarea más tarde, pero entre tanto era mejor poner orden en esa parte del edificio.
Llegó el doctor Vomact, seguido de cerca por Grosbeck.
—¿Qué ha ocurrido? —aulló, perdiendo su calma habitual.
El robot señaló la pared abierta.
—Él rompió. Yo reparé —dijo.
Los médicos se volvieron hacia el paciente. Se había bajado de la cama y estaba en el suelo, pero su respiración era ligera y natural.
—¿Qué le has dado? —gritó Vomact al robot.
—Condamina —respondió el robot—, según la norma 47-B. La droga no se debe mencionar fuera del hospital.
—Lo sé —suspiró Vomact con fastidio—. Puedes irte ya. Gracias.
—No es habitual dar las gracias a los robots —comentó el robot—, pero puede usted consignar un encomio en mi expediente si lo desea.
—¡Rayos, lárgate de aquí! —gritó Vomact al solícito robot.
El robot pestañeó.
—No hay rayos, pero tengo la impresión de que se refiere usted a mí. Me marcharé, con su permiso. —Sorteó con rara gracilidad a los dos doctores, palpó distraídamente la cerradura rota, como si deseara repararla, y luego, al ver la mirada fulminante de Vomact, se largó del cuarto.
Un instante después se oyeron unos golpes suaves y sordos. Los dos médicos escucharon un momento, y se resignaron. El robot estaba en el pasillo, alisando suavemente el suelo de acero. Era un robot pulcro, tal vez animado por un cerebro de gallina amplificado, y cuando se ponía pulcro llegaba a ser pesado.
—Dos preguntas, Grosbeck —dijo el Señor y doctor Vomact.
—¡A tu servicio, Señor!
—¿Dónde estaba el paciente cuando empujó la pared hacía el pasillo, y de dónde sacó las fuerzas?
Grosbeck entornó los ojos con asombro.
—Ahora que lo mencionas, no se me ocurre cómo lo consiguió. En realidad no pudo hacerlo. Pero lo hizo. ¿Y la otra pregunta?
—¿Qué opinas de la condamina?
—Peligroso, desde luego, como siempre. Y la adicción puede…
—¿Puede haber adicción sin actividad cortical? —interrumpió Vomact.
—Naturalmente —respondió Grosbeck sin demora—. Adicción de los tejidos.
—Búscala, entonces —dijo Vomact.
Grosbeck se arrodilló junto al paciente y le buscó el extremo de los músculos con las yemas de los dedos. Palpó los nudos de la base del cráneo, las puntas de los hombros, la zona estriada de la espalda.
Finalmente se levantó con expresión asombrada.
—Nunca había examinado un cuerpo humano como éste. No estoy seguro de que aún sea humano.
Vomact no respondió. Los dos médicos se miraron de hito en hito. Grosbeck vaciló ante la serena mirada de su superior.
—Señor y doctor —exclamó al fin—, se me ocurre lo que podríamos hacer.
—¿Y qué es? —murmuró Vomact, sin alentarlo ni disuadirlo.
—Desde luego, no sería la primera vez que se lleva a cabo en un hospital.
—¿Qué? —insistió Vomact, y los ojos (¡esos temidos ojos!) obligaron a Grosbeck a decir lo que prefería no mencionar.
Grosbeck se ruborizó. Se inclinó hacia Vomact como para decirle un secreto, aunque no había nadie cerca. Las palabras cuando atinó a pronunciarlas, tenían la apresurada indecencia de la atrevida propuesta de un amante.
—Mata al paciente, Señor y doctor. Mátalo. Tenemos bastantes grabaciones de él. Podemos tomar un cadáver del sótano y transformarlo en un buen sustituto. Quién sabe qué riesgos correrá la humanidad si permitimos que se recupere.
—Quién sabe —dijo inexpresivamente Vomact—. Pero, ciudadano y doctor, ¿cuál es el duodécimo deber de un médico?
—«No tomar la ley por su mano, reservando la curación para los que curan y dando al Estado o la Instrumentalidad lo que incumbe al Estado o la Instrumentalidad». —Grosbeck suspiró al retractarse de la sugerencia—. Señor y doctor, retiro mis palabras. Yo no hablaba de medicina, sino de gobierno y política.
—¿Y ahora…? —preguntó Vomact.
—Cúralo, o déjalo en paz hasta que sane solo.
—¿Qué harías tú?
—Intentaría curarlo.
—¿Cómo?
—Señor y doctor —exclamó Grosbeck—, ¡no pongas a prueba mis flaquezas en este caso! Sé que simpatizas conmigo porque soy un hombre audaz y confiado. No me pidas que actúe como siempre cuando ni siquiera sabemos de dónde ha venido este cuerpo. Si fuera tan audaz como de costumbre, le aplicaría tifoideo y condamina, y colocaría telépatas en las cercanías. Pero esto es algo nuevo en la historia del hombre. Nosotros somos personas, y tal vez él haya dejado de serlo. Tal vez represente la combinación del hombre con una fuerza nueva. ¿Cómo llegó aquí desde ninguna parte? ¿Cuántos millones de veces lo han ampliado o reducido? No sabemos qué es ni qué le ha sucedido. ¿Cómo podemos tratar a un hombre cuando en ello está involucrado el frío del espacio, el calor de los soles, la gelidez de la distancia? Sabemos qué hacer con la carne, pero esto ya no es carne. ¡Tócalo tú mismo, Señor y doctor! Experimentarás algo que nadie ha percibido jamás.
—Ya lo he tocado —declaró Vomact—. Tienes razón. Probaremos tifoideo y condamina durante medio día. Dentro de doce horas nos veremos aquí. Indicaré a las enfermeras y robots qué hacer en este intervalo.
Ambos se despidieron con la mirada de la figura rojiza tendida en el suelo. Grosbeck contempló el cuerpo con una mezcla de repulsión y temor. Vomact torció apenas el gesto en una sonrisa de piedad.
En la puerta los aguardaba la jefa de enfermeras. Grosbeck se sorprendió ante las órdenes de su superior.
—Enfermera, ¿hay en este hospital una habitación a prueba de armas?
—Sí, Señor —dijo ella—. Allí guardábamos nuestros archivos hasta que telemetreamos todos nuestros registros a la Órbita de Computación. Ahora está sucia y vacía.
—Límpiala. Conecta un tubo de ventilación. ¿Quién es tu protector militar?
—¿Mi qué? —exclamó ella, sorprendida.
—En la Tierra todos tienen protección militar. ¿Dónde están las fuerzas, los soldados, que protegen este hospital?
—¡Señor y doctor! —tartamudeó la enfermera—. ¡Señor y doctor! Soy una mujer vieja y me han permitido trabajar aquí durante trescientos años. Pero nunca se me ocurrió semejante idea. ¿Para qué necesitaría soldados?
—Averigua quiénes son y avísales de que estén alerta. Ellos también son especialistas, aunque practican un arte distinto del nuestro. Que estén alerta. Quizá los necesitemos antes de que termine el día. Invoca la autoridad de mi nombre ante el teniente o el sargento. Aquí tienes la medicación que debes aplicar a este paciente.
Ella abrió unos ojos como platos cuando él siguió hablando, pero era una mujer disciplinada y acató todas y cada una de las órdenes. Los ojos de la enfermera tenían un brillo triste y fatigado al final, pero era una experta y sentía gran respeto por la habilidad y la sabiduría del Señor y doctor Vomact. También experimentaba una cálida y femenina piedad por el rígido joven que nadaba sin cesar sobre el duro suelo, nadaba entre archipiélagos que ningún hombre vivo había soñado jamás.
Aquella noche se produjo una crisis.
El paciente había impreso la huella de las manos en la pared interna de la habitación, pero no había escapado.
Los soldados, excepcionalmente atentos y con armas que relucían en el brillante pasillo del hospital, se aburrían mucho, como se aburren los soldados de servicio cuando todo está en calma.
Llamaron al teniente. La punta de alambre que empuñaba el teniente zumbaba como un insecto peligroso. El Señor y doctor Vomact, que entendía de armamentos más de lo que suponían los soldados, vio que la punta de alambre estaba sintonizada en ALTO, con capacidad para paralizar personas cinco pisos hacia arriba, cinco pisos hacia abajo y un kilómetro a la redonda. No comentó nada. Sólo dio las gracias al teniente y entró en la habitación, seguido de cerca por Grosbeck y Timofeyev.
El paciente también nadaba allí.
Ahora movía ambos brazos, golpeando el suelo con las piernas. Era como si antes hubiera nadado sólo para mantenerse a flote y ahora hubiera descubierto adónde ir, aunque muy despacio. Los movimientos eran concentrados, tensos, rígidos, y tan lentos que apenas parecía moverse. El pijama rasgado yacía junto a él en el suelo.
Vomact miró alrededor, preguntándose qué fuerzas habría usado aquel hombre para imprimir las manos en la pared de acero. Recordó que Grosbeck le había advertido que era preferible la muerte del paciente a someter a toda la humanidad a riesgos nuevos e inauditos, pero aunque compartía el sentimiento no podía aceptar la recomendación.
Casi con fastidio, el gran médico se preguntó adonde pretendía ir ese hombre.
(A Elizabeth, a ella iba, a Elizabeth, que ahora estaba a sólo sesenta metros. Sólo mucho más tarde la gente comprendió lo que se proponía Rambó: cruzar esos sesenta metros para llegar a su Elizabeth, ¡cuando ya había atravesado un sinfín de años-luz para regresar a ella! ¡A su querida, a su amada, que lo necesitaba!).
La condamina no había dejado la típica secuela de profunda lasitud y tez reluciente; tal vez el tifoideo la contrarrestaba con eficacia.
Rambó parecía más vivo que antes.
El nombre había llegado por el sistema regular de mensajes, pero aún no significaba nada para el Señor y doctor Vomact. Pronto significaría algo.
Entretanto los otros dos médicos, instruidos de antemano, se pusieron a trabajar con el equipo instalado por los robots y las enfermeras.
—Creo que está mejor —murmuró Vomact a los demás—. Que todos se dispersen. Probaré con gritos.
Estaban tan atareados que apenas asintieron.
—¿Quién eres? —le vociferó Vomact al paciente—. ¿Qué eres? ¿De dónde vienes?
Los tristes ojos celestes del hombre tendido en el suelo lo miraron de reojo con sorprendente rapidez, pero no hubo otro indicio de inteligencia. Seguía braceando y pataleando contra el tosco suelo de cemento de la habitación. Se había vuelto a arrancar dos de las vendas que le había puesto el personal del hospital.
La rodilla derecha, herida y magullada, dejaba un reguero de sangre de sesenta centímetros —en parte seca, negra y coagulada; en parte fresca, nueva y líquida— en el suelo mientras él se movía.
Vomact se levantó y habló con Grosbeck y Timofeyev.
—Veamos qué ocurre cuando se le aplica dolor.
Los dos retrocedieron sin que él lo pidiera.
Timofeyev hizo una seña a un pequeño robot enfermero, esmaltado de blanco, que estaba en la puerta.
La red de dolor, una frágil jaula de alambres, cayó del cielo raso.
Como médico principal, Vomact tenía la obligación de correr el mayor riesgo. El paciente estaba totalmente envuelto por la red de alambre, pero Vomact se puso a gatas, levantó una esquina de la red con la mano derecha y metió la cabeza dentro, junto a la cabeza del paciente. La túnica del doctor Vomact se arrastró por el cemento limpio, rozando las viejas y negras manchas de sangre que el paciente había dejado durante la noche mientras «nadaba».
Ahora la boca de Vomact estaba a escasos centímetros de la oreja del paciente.
—¡Oh! —exclamó Vomact.
La red zumbó.
El paciente interrumpió su pausado movimiento, arqueó la espalda y fijó la mirada en el médico.
Grosbeck y Timofeyev vieron que el impacto de la máquina de dolor hacía palidecer a Vomact, pero el doctor dominó la voz y preguntó al paciente, con claridad y firmeza:
—¿Quién-eres?
—Elizabeth —respondió el paciente.
La respuesta era absurda, pero el tono sonaba racional.
Vomact sacó la cabeza de debajo de la red.
—¿Quién-eres? —gritó de nuevo al paciente.
El nombre desnudo respondió con toda claridad:
«¡Un parpadeo en mis ojos,
me estoy sintiendo muy flojo!»
Vomact frunció el ceño y murmuró al robot:
—Más dolor. Ponlo al máximo.
El cuerpo se retorció bajo la red, tratando de seguir nadando sobre el cemento. Un grito salvaje y desgarrador salió de debajo de la red. Sonaba como una chillona distorsión del nombre «Elizabeth» llegando desde una distancia infinita.
No tenía sentido.
—Quién-eres —gritó Vomact.
Con imprevista claridad y resonancia, la voz respondió desde el cuerpo que se retorcía bajo la red de dolor:
—Soy el hombre embarcado, el hombre embaucado, el hombre ahogado, el hombre doblado, el hombre tropezado, el hombre inclinado, el hombre deslizado, el hombre lanzado, el hombre cortado, el hombre rasgado, el hombre podado… ¡Ahhh!
Tras el grito calló y siguió nadando en el suelo, pese a la intensa red de dolor que tenía encima.
El doctor levantó una mano. La red de dolor dejó de zumbar y se elevó por el aire.
Vomact tomó el pulso al paciente. Era rápido. Le subió un párpado. Las reacciones eran mucho más normales.
—Atrás —ordenó a sus colegas—. Dolor para ambos —dijo al robot.
La red descendió sobre ambos.
—¿Quién-eres? —grito Vomact al oído del paciente, levantando al hombre del suelo y sin saber si el cuerpo que perforaba paredes de acero no los destrozaría a ambos.
El hombre balbuceó:
—Soy el hombre agrandado, el hombre enviado, el hombre llegado, el hombre esfumado, el hombre orillado, el hombre alardeado, el hombre drogado, el hombre engrosado, el hombre tostado, el hombre asado… ¡No, no, no!
Forcejeó en brazos de Vomact. Grosbeck y Timofeyev iban a rescatar al director cuando el paciente añadió con calma y claridad:
—El procedimiento es correcto, doctor, sea quien sea usted. Más fiebre, por favor. Más dolor, por favor. Denme un poco de droga para combatir el dolor. Usted me está ayudando. Sé que estoy en la Tierra. Elizabeth está cerca. ¡Por amor de Dios, traiga a Elizabeth! Pero no me dé prisa. Necesito muchos días para recuperarme.
La racionalidad era tan sorprendente que Grosbeck, sin esperar instrucciones de Vomact, ordenó que levantaran la red de dolor.
El paciente balbuceó de nuevo.
—Soy el hombre tres, el hombres res, el hombre arnés, el hombre al bies, el hombre tres, el hombre tres…
La voz murió y el paciente se desplomó inconsciente.
Vomact salió de la habitación. No las tenía todas consigo.
Sus dos colegas lo cogieron por los codos. Él sonrió débilmente.
—Ojalá fuera legal… no me vendría mal un poco de condamina. ¡Con razón las redes de dolor despiertan a los pacientes e incluso sacuden a los muertos! Necesito un trago. Mi corazón es viejo.
Grosbeck lo ayudó a sentarse mientras Timofeyev iba por el pasillo en busca de licor medicinal.
—¿Cómo encontraremos a su Elizabeth? —murmuró Vomact—. Debe de haber cuatro millones, Y, además, él es de Tierra Cuatro.
—Señor y doctor, has obrado milagros al ponerte bajo la red —dijo Grosbeck—. Al correr esos riesgos. Al hacerlo hablar. Nunca más veré algo parecido. Haber visto este acontecimiento es suficiente para toda una vida.
—Pero ¿qué hacemos ahora? —preguntó Vomact fatigado, desconcertado.
La pregunta no necesitaba respuesta.
El Señor Crudelta había llegado a la Tierra.
Su piloto hizo aterrizar la nave y se desmayó ante los controles, de puro agotamiento.
De los gatos de escolta que habían viajado junto a la nave espacial en las naves miniaturizadas, tres estaban muertos, uno en estado de coma y el quinto escupía y deliraba.
Cuando las autoridades portuarias quisieron detenerlo para cerciorarse de su autoridad, el Señor Crudelta invocó Emergencia Máxima, tomó el mando de las tropas en nombre de la Instrumentalidad, arrestó a todos los presentes salvo al comandante de las tropas, y le ordenó que lo llevara al hospital. Los ordenadores del puerto le habían revelado que un tal Rambó, sans origine, había aparecido de forma misteriosa en el parque de un hospital.
Frente al hospital, el Señor Crudelta volvió a invocar Emergencia Máxima, tomó el mando de todos los hombres armados, ordenó a un monitor de grabación que registrara sus actos por si luego lo sometían a consejo de guerra, y arrestó a todos los presentes.
El trote de hombres armados hasta los dientes, en formación de combate, sorprendió a Timofeyev cuando volvía con la bebida para Vomact. Los hombres marchaban a paso ligero. Todos llevaban cascos energéticos y hacían zumbar las puntas de alambre.
Las enfermeras se adelantaron para ahuyentar a los intrusos, retrocedieron cuando la mordedura de los rayos paralizantes las rozó con crueldad. Todo el hospital se alborotó.
El Señor Crudelta admitiría luego que había cometido un eran error.
La Guerra de los Dos Minutos estalló de inmediato.
Para comprender cómo sucedió, hay que conocer la estructura de la Instrumentalidad. La Instrumentalidad era una corporación que se perpetuaba a sí misma, con enormes poderes y un riguroso código. Cada Señor era la plenitud de la justicia baja, media y alta. Cada cual podía hacer lo que considerara necesario o apropiado para preservar la Instrumentalidad y la paz entre los mundos. Pero si cometía un error o un delito, todo cambiaba de golpe. Cualquier Señor podía provocar la muerte de otro Señor en una emergencia, pero se condenaba a la muerte y la vergüenza si asumía esta responsabilidad. La única diferencia entre el honor y el repudio consistía en que los Señores que mataban en una emergencia y resultaban haberse equivocado se incluían en una lista muy vergonzosa, mientras que los que mataban por una razón justificada (a la luz de un análisis posterior) pasaban a formar parte de una lista muy honorable, aunque morían igualmente.
Con tres Señores, la situación era distinta. Tres Señores integraban un tribunal de emergencia; si actuaban juntos y de buena fe, e informaban a los ordenadores de la Instrumentalidad, quedaban exentos de castigo, aunque no de culpa, ni aun de degradación a la categoría de ciudadano. Siete Señores, o aun todos los Señores de un planeta determinado en un momento dado, estaban más allá de toda crítica, excepto la de una versión dignificada de sus actos si un análisis posterior demostraba que eran erróneos.
Ésta era la tarea de la Instrumentalidad. La consigna perpetua de la organización era: «Observa, pero no gobiernes; deten la guerra, pero no la libres; protege, pero no controles. ¡Y ante todo, sobrevive!».
El Señor Crudelta se había puesto al mando de las tropas —no sus tropas, sino las tropas ligeras y regulares del gobierno de la Cuna del Hombre— porque temía que la persona a quien él mismo había enviado por el espacio tres provocara el mayor peligro que había corrido la humanidad en toda su historia.
No esperaba que le arrebataran el mando, un poder dominante reforzado por telepatía robótica y por la incomparable red de comunicaciones abiertas y secretas, reforzada por cientos de años de embustes, derrotas, secretos, victorias y la simple experiencia, que la Instrumentalidad había perfeccionado desde que había surgido de las Guerras Antiguas.
¡Dominante, dominado!
Tales eran las disposiciones que la Instrumentalidad ordenaba desde antes de los tiempos documentados. A veces detenía a sus antagonistas con artimañas legales, a veces con la hábil y fatal inserción de armamentos, en general interfiriendo en los controles mecánicos y sociales de otros y haciendo su voluntad, sólo para abandonar los controles tan pronto como los había tomado.
Pero no las tropas que Crudelta había reunido apresuradamente.
La guerra estalló con un cambio de paso.
Dos escuadras entraban en la sección del hospital donde Elizabeth aguardaba los incesantes retornos a los baños de gelatina que le reconstruirían el cuerpo estropeado.
Las escuadras cambiaron el paso.
Los sobrevivientes no pudieron explicar lo sucedido.
Todos admitieron una gran confusión mental… después.
Entonces creyeron haber recibido la clara y lógica orden de dar media vuelta y defender el sector de mujeres mediante un contraataque dirigido hacia su propio batallón principal, situado a retaguardia.
El hospital era un edificio muy sólido. De lo contrario se habría derretido o incendiado.
Los soldados de vanguardia de pronto dieron media vuelta, buscaron refugio y dispararon las puntas de alambre contra los camaradas de retaguardia. Las puntas de alambre estaban sintonizadas para materia orgánica, aunque resultaban bastante inocuas para lo inorgánico. Se alimentaban de la fuente de energía que cada soldado llevaba en la espalda.
Durante los primeros diez segundos de la media vuelta, veintisiete soldados, dos enfermeras, tres pacientes y un ordenanza murieron. Otras ciento nueve personas quedaron heridas en ese primer intercambio de disparos.
El comandante de las tropas nunca había estado en situación de combate, pero tenía un buen entrenamiento. Enseguida desplegó sus reservas alrededor de las salidas del edificio y envió a su escuadrón favorito bajo las órdenes de un tal sargento Lansdale, que le merecía mucha confianza, hacia el sótano, para que pudiera subir desde allí hasta el sector de las mujeres y averiguar quién era el enemigo.
Ignoraba que sus propias tropas de vanguardia habían dado media vuelta para luchar contra sus compañeros.
Luego, en el juicio, declaró que él no había sentido ninguna interferencia insólita con su propia mente. Sólo supo que sus hombres se habían topado con la imprevista resistencia armada de antagonistas —¡identidad desconocida!— con armas similares a las suyas. Como el Señor Crudelta los había traído por si se entablaba combate con antagonistas no identificados, creyó correcto suponer que un Señor de la Instrumentalidad se había enterado de sus movimientos. Ése era el enemigo, sin duda.
En menos de un minuto, ambos bandos quedaron equilibrados. La línea de fuego había penetrado en las fuerzas del comandante. Los hombres de delante, algunos de ellos heridos, simplemente daban media vuelta para defenderse de los que venían detrás. Era como si una línea invisible, que se movía deprisa, hubiera dividido las dos secciones de la fuerza militar.
El humo espeso y negro de los cuerpos en disolución comenzó a obturar los conductos de aire.
Los pacientes gritaban, los médicos maldecían, los robots andaban sin ton ni son y las enfermeras intentaban comunicarse.
La guerra terminó cuando el comandante vio al sargento Lansdale, a quien él mismo había enviado arriba, al mando de un grupo que atacaba desde el sector de las mujeres… ¡contra su propio comandante!
El oficial conservó la cabeza.
Se arrojó al suelo y rodó de lado bajo un chisporroteo invisible mientras los disparos de la punta de alambre de Lansdale mataban todas las bacterias del aire. En el auricular del casco, llevó todos los controles manuales a VOLUMEN MÁXIMO y SUBOFICIALES ÚNICAMENTE y exclamó en un arranque de ingenio:
—¡Buen trabajo, Lansdale!
La voz de Lansdale sonaba débil, como si viniera desde fuera del planeta:
—¡Esta sección es nuestra, Señor!
El comandante de las tropas respondió en voz alta pero serena, sin dar a entender que a su juicio el sargento estaba loco:
—Calma ahora. Conserve esa posición. Voy hacia usted. —Sintonizó el otro canal y ordenó a los hombres que tenía cerca—: Cesen el fuego. Cúbranse y esperen.
Un grito salvaje llegó por los auriculares. Era Lansdale.
—¡Señor, Señor! ¡Estoy luchando contra usted, Señor! Acabo de comprender. Empieza de nuevo. Apártese.
El zumbido y bordoneo de las armas cesó de golpe.
El salvaje tumulto humano del hospital continuó.
Un médico de alto rango, y con las insignias del personal superior, se acercó serenamente al comandante.
—Levántese y llévese a sus tropas, joven amigo. La batalla ha sido un error.
—No estoy bajo sus órdenes —replicó el joven oficial—. Obedezco al Señor Crudelta. Él requisó estas tropas al gobierno de la Cuna del Hombre. ¿Quién es usted?
—Puede cuadrarse, capitán —dijo el doctor—. Soy el coronel general Vomact, de la Reserva Médica Terrestre. Pero será mejor que no espere al Señor Crudelta.
—Pero ¿dónde está él?
—En mi cama —respondió Vomact.
—¿En su cama? —exclamó el joven oficial, totalmente desconcertado.
—En cama. Totalmente anestesiado. Yo lo tranquilicé. Estaba muy exaltado. Evacué a sus hombres. Atenderemos a los heridos en el parque. Podrá ver a los muertos en los refrigeradores del sótano dentro de unos instantes, excepto los que se disolvieron por impactos directos.
—Pero la pelea…
—Un error, joven, o bien…
—O bien, ¿qué? —gritó el joven oficial, aterrado ante la confusión de esta experiencia de combate.
—O bien un arma jamás vista. Sus tropas pelearon entre sí. Alguien interceptó las órdenes.
—Lo noté —repuso el oficial— en cuanto vi que Lansdale me atacaba.
—¿Pero sabe usted qué lo dominó? —preguntó suavemente Vomact, asiendo al oficial por el brazo y llevándolo fuera del hospital. El capitán se dejó guiar sin advertir hacia dónde iba, tan atento estaba a las palabras de Vomact—. Creo que lo sé —continuó el médico—. Los sueños de otro hombre. Sueños que han aprendido a transformarse en electricidad, plástico o piedra, O cualquier otra cosa. Sueños que nos llegan desde el espacio tres.
El joven oficial asintió aturdido. Esto era demasiado.
—¿Espacio tres? —murmuró. Era como enterarse de que los invasores extraterrestres a quienes los hombres habían temido en vano durante catorce mil años lo esperaban en el parque. Hasta ahora el espacio tres había sido un concepto matemático, el ensueño de un novelista, pero no un hecho.
El Señor y doctor Vomact ni siquiera hizo preguntas al joven oficial. Le acarició suavemente la nuca y le inyectó un tranquilizante. Luego lo condujo al parque. El joven capitán se quedó solo, silbando felizmente a las estrellas del cielo. A sus espaldas, los sargentos y cabos apartaban a los supervivientes y hacían atender a los heridos.
La Guerra de los Dos Minutos había terminado.
Rambó había dejado de soñar que su Elizabeth corría peligro. Aun en su sueño profundo y enfermo, había reconocido que el trote en el pasillo era el avance de hombres armados. Su mente había preparado defensas para proteger a Elizabeth. Tomó el mando de las tropas de vanguardia y ordenó detener al cuerpo principal. Los poderes que le había dado el espacio tres le permitieron llevar a cabo la acción, aunque ni siquiera supo que lo hacía.
—¿Cuántos muertos? —preguntó Vomact a Grosbeck y Timofeyev.
—Unos doscientos.
—¿Y cuántos muertos irrecuperables?
—Los que se disolvieron en humo. Doce, quizá catorce. Los demás muertos se pueden reparar, pero la mayoría necesitará nuevos implantes de personalidad.
—¿Sabéis lo que ocurrió? —preguntó Vomact.
—No, Señor y doctor —le respondieron a coro.
—Yo sí. Creo que sí. No, sé que sí. Es la historia más descabellada de la historia del hombre. Nuestro paciente lo hizo… Rambó. Tomó el mando de las tropas y las obligó a luchar entre sí. Ese Señor de la Instrumentalidad que quiso tomar el mando… Crudelta. Hace mucho tiempo que lo conozco. Él está detrás de todo esto. Pensó que las tropas servirían de ayuda, sin advertir que las tropas se lanzarían a un ataque contra sí mismas. Y hay algo más.
—¿Sí? —invitaron al unísono.
—La mujer de Rambó, la que él busca. Tiene que estar aquí.
—¿Por qué? —dijo Timofeyev.
—Porque él está aquí.
—Das por sentado que él ha venido aquí por propia voluntad, Señor y doctor.
Vomact sonrió con la sabia y artera sonrisa de su familia: era casi un emblema de la casa Vomact.
—Doy por sentadas todas las cosas que no puedo demostrar de otro modo.
»Primero, doy por sentado que vino aquí desnudo desde el espacio, impulsado por una fuerza que ni siquiera imaginamos.
»Segundo, doy por sentado que vino precisamente aquí porque quería algo. Una mujer llamada Elizabeth, que seguramente debe de estar aquí. Dentro de un momento haremos un inventario de todas nuestras Elizabeths.
»Tercero, doy por sentado que el Señor Crudelta sabía algo sobre el asunto. Trajo tropas al edificio. Se puso a desvariar en cuanto me vio. Conozco la fatiga histérica tanto como vosotros, hermanos míos, así que le administré condamina para que durmiera toda la noche.
»Cuarto, dejemos a nuestro hombre en paz. Habrá audiencias y juicios de sobra, el Espacio lo sabe, cuando se investiguen estos hechos.
Vomact tenía razón.
Como de costumbre.
Se celebraron juicios, en efecto.
Era una suerte que la Vieja Tierra ya no permitiera los periódicos ni las noticias por televisión. La población se habría horrorizado y rebelado si hubiera descubierto lo ocurrido en el Viejo Hospital Principal, al oeste de Meeya Meefla.
Veintiún días después, Vomact, Timofeyev y Grosbeck comparecieron en el juicio del Señor Crudelta. Un tribunal de siete Señores de la Instrumentalidad estaba allí para conceder a Crudelta una amplia audiencia y, en caso necesario, una muerte instantánea. Los doctores comparecían como médicos de Elizabeth y Rambó y también como testigos del Señor Investigador.
Elizabeth, que acababa de salir de la muerte, era tan bonita como un bebé recién nacido en una exquisita y adulta forma femenina. Rambó no le quitaba los ojos de encima, pero ponía cara de desconcierto cada vez que ella le dirigía una cordial, serena y distante sonrisa. (A Elizabeth le habían dicho que era la novia de Rambó, y estaba dispuesta a creerlo, pero no tenía recuerdos de él ni de nada más excepto de las últimas sesenta horas, cuando le habían reimplantado el lenguaje en la mente; y él, por su parte, aún hablaba con dificultad y sufría espasmos que los médicos no entendían del todo).
El Señor Investigador era un hombre llamado Starmount.
Pidió a los miembros del jurado que se pusieran en pie.
Así lo hicieron.
Starmount se encaró con el Señor Crudelta con gran solemnidad.
—Estás obligado, Señor Crudelta, a hablar con rapidez y claridad ante este tribunal.
—Sí, mi Señor —respondió Crudelta.
—Tenemos poder sumario.
—Tenéis poder sumario. Lo reconozco.
—Dirás la verdad o mentirás.
—Puedes mentir, si así lo deseas, en cuanto a hechos y opiniones, pero de ningún modo mentirás en lo referente a relaciones entre humanos. No obstante, si mientes, pedirás que tu nombre se incluya en la Lista de la Deshonra.
—Comprendo al tribunal y los derechos del tribunal. Mentiré si lo deseo, aunque no considero que sea necesario… —Crudelta dirigió a todos una sonrisa fatigada e inteligente—. Pero no mentiré en cuanto a las relaciones. Si lo hago, exigiré mi deshonra.
—¿Has recibido un buen entrenamiento como Señor de la Instrumentalidad?
—He recibido un buen entrenamiento y quiero bien a la Instrumentalidad. En rigor, yo mismo soy la Instrumentalidad, al igual que tú y los honorables Señores que te acompañan. Sabré comportarme mientras viva esta tarde.
—¿Creéis en él, Señores? —preguntó Starmount.
Los miembros del tribunal asintieron moviendo las cabezas mitradas. Se habían puesto la ropa ceremonial para tal ocasión.
—¿Mantienes relaciones con esa mujer Elizabeth?
Los miembros del jurado contuvieron el aliento al ver que Crudelta palidecía.
—¡Señores! —exclamó Crudelta, y no añadió nada más.
—La costumbre establece —declaró Starmount con firmeza— que respondas enseguida o mueras.
El Señor Crudelta se dominó.
—Estoy respondiendo. Yo no sabía quién era ella, sólo que Rambó la amaba. La envié a la Tierra desde Tierra Cuatro, donde yo estaba entonces. Luego dije a Rambó que la habían asesinado y que se debatía desesperadamente al borde de la muerte, y que sólo necesitaba su ayuda para regresar a los verdes pastos de la vida.
—¿Era verdad? —preguntó Starmount.
—Mi Señor, y mis Señores, era mentira.
—¿Por qué lo dijiste?
—Para enfurecer a Rambó y darle una razón extrema para que quisiera venir a la Tierra con mayor rapidez que ningún hombre en la historia.
—¡A-a-h! ¡A-a-h! —Rambó soltó dos aullidos salvajes, más semejantes al grito de un animal que a un sonido humano.
Vomact miró a su paciente, sintió que él mismo comenzaba a gruñir con una profunda furia interna. Los poderes de Rambó, generados en las honduras del espacio tres, se activaban de nuevo. Vomact hizo una seña. El robot que estaba detrás de Rambó había sido codificado para mantener tranquilo al paciente. Aunque el robot estaba esmaltado, como un blanco y reluciente enfermero de hospital, era un robot policía de alta potencia, que incluía un córtex electrónico basado en el mesencéfalo congelado de un viejo lobo. (El lobo era un animal raro, parecido a un perro). El robot tocó a Rambó, quien se durmió. El doctor Vomact sintió que la furia desaparecía de su mente. Levantó la mano con discreción; el robot captó la señal y dejó de aplicar la radiación narcoléptica.
Rambó durmió con normalidad; Elizabeth miró preocupada al hombre que presuntamente era suyo.
Los Señores apartaron la mirada de Rambó.
—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó glacialmente Starmount.
—Porque quería que viajara por el espacio tres.
—¿Para qué?
—Para demostrar que era posible.
—¿Y afirmas, Señor Crudelta, que este hombre ha viajado por el espacio tres?
—Lo afirmo.
—¿Estás mintiendo?
—Tengo derecho a mentir, pero no deseo hacerlo. En nombre de la Instrumentalidad, declaro que es cierto.
Los miembros del tribunal jadearon. Ahora no había escapatoria. O bien el Señor Crudelta decía la verdad, lo cual significaba que los viejos tiempos llegaban a su fin y se iniciaba una nueva era para todas las clases del género humano, o bien él mentía frente a la más poderosa forma de juramento que ellos conocían.
Aun Starmount cambió de tono. Su tono burlón, chispeante y sagaz cobró un timbre de amabilidad.
—¿Declaras, pues, que este hombre ha regresado desde el exterior de nuestra galaxia protegido sólo por su piel natural? ¿Sin aparatos? ¿Sin energía?
—No he dicho eso —replicó Crudelta—. Otras personas pretenden que yo pronuncié tales palabras. Os digo, mis Señores, que viajé en planoforma doce días y noches terrestres consecutivos. Algunos de vosotros recordaréis dónde queda la estación Caimán Cazador. Bien, tenía un buen capitán de viaje, y él me llevó cuatro saltos más allá de ese lugar, al espacio intergaláctico. Dejé a este hombre allí. Cuando llegué a la Tierra, descubrí que se me había adelantado por doce días. Supuse, pues, que su viaje había sido más o menos instantáneo. Yo regresaba a Caimán Cazador, en unidades de tiempo terrestres, cuando el doctor encontró a este hombre en la hierba, frente al hospital.
Vomact levantó la mano. El Señor Starmount le dio la palabra.
—Mis Señores, nosotros no encontramos a este hombre en la hierba. Los robots lo hallaron, y grabaron lo ocurrido. Pero ni siquiera los robots presenciaron su llegada ni la fotografiaron.
—Sabemos eso —le interrumpió Starmount con enfado—, y nos han informado de que nada llegó a la Tierra por ningún medio durante ese cuarto de hora. Adelante, Señor Crudelta. ¿Qué relación tienes con Rambó?
—Él es mi víctima.
—¡Explícate!
—Lo busqué con los ordenadores. Pregunté a las máquinas dónde podría encontrar a un hombre con una gran dosis de ira, y me informaron que en Tierra Cuatro el nivel de ira era elevado porque ese planeta necesitaba exploradores y aventureros en quienes el furor era una característica decisiva de supervivencia. Cuando llegué a Tierra Cuatro, ordené a las autoridades que averiguaran qué casos límites habían excedido los índices de furia permisible. Me entregaron a cuatro hombres. Uno era demasiado corpulento. Dos eran viejos. Este hombre era el único candidato para mi experimento. Lo escogí a él.
—¿Qué le dijiste?
—¿Qué le dije? Le informé de que su amada estaba muerta o moribunda.
—No, no —se impacientó Starmount—. No en el momento de la crisis. ¿Qué le dijiste para obtener su colaboración?
—Le dije —respondió serenamente el Señor Crudelta— que yo era un Señor de la Instrumentalidad y lo mataría si no obedecía de inmediato.
—¿Bajo qué ley o costumbre actuaste?
—Material reservado —se apresuró a decir el Señor Crudelta—. Aquí hay telépatas que no forman parte de la Instrumentalidad. Suplico un aplazamiento hasta que estemos en un sitio protegido.
Varios miembros del tribunal asintieron y Starmount manifestó su acuerdo. Decidió plantear otras preguntas.
—¿Obligaste a este hombre, pues, a hacer algo que él no deseaba?
—Así es —dijo el Señor Crudelta.
—¿Por qué no fuiste tú mismo, si es tan peligroso?
—Mis honorables Señores, la naturaleza del experimento exigía que el experimentador no se perdiera en el primer intento. Artyr Rambó ha viajado por el espacio tres. Yo lo seguiré en el momento indicado. (Cómo viajó el Señor Crudelta es una historia que se contará en otra ocasión). Si yo hubiera ido y me hubiera perdido, habría sido el fin de los experimentos con el espacio tres. Por lo menos en nuestra época.
—Describe las circunstancias exactas en que viste por última vez a Artyr Rambó antes de que os encontrarais después de la batalla en el Viejo Hospital Principal.
—Lo habíamos puesto en un cohete de diseño muy antiguo. También grabamos inscripciones en el exterior, tal como hacían los antiguos cuando se aventuraban por primera vez en el espacio. ¡Ah, era una bella pieza de ingeniería y arqueología! Copiamos todo de los modelos de hace quince mil años, cuando los paroskii y los murkins competían por llegar al espacio. El cohete era blanco, con un andamiaje rojo y blanco al costado. Llevaba las letras IH, aunque no importaban las palabras. El cohete se fue a ninguna parte, pero el pasajero está aquí. Se elevó en un tallo de fuego. El tallo se convirtió en columna. La rampa de lanzamiento desapareció.
—¿Y cómo era la rampa de lanzamiento? —preguntó Starmount en voz baja.
—Una nave de planoforma modificada. Algunas naves se habían disuelto como una mancha lechosa en el espacio porque se dividieron molécula por molécula. Otras desaparecieron por completo. Los ingenieros consiguieron cambiar esto. Sacamos toda la maquinaria de circunnavegación, supervivencia y comodidad. La rampa de lanzamiento no debía durar más de tres o cuatro segundos. En cambio, incorporamos catorce máquinas de planoforma, todo operando en tándem, para que la nave hiciera lo que hacen otras naves cuando planoforman… (es decir, abandonar una de nuestras dimensiones familiares por una nueva dimensión del espacio de una categoría desconocida), pero que le diera tal fuerza como para salir de lo que denominamos espacio dos y entrar en el espacio tres.
—¿Y qué esperabas del espacio tres?
—Pensaba que era universal e instantáneo, en relación con nuestro universo. Que cualquier objeto equidistaba de todo lo demás. Que Rambó, deseando ver de nuevo a su novia, se desplazaría en una milésima de segundo desde el espacio vacío, más allá de la estación Caimán Cazador, hasta el hospital donde estaba ella.
—¿Y qué te hizo pensar eso, Señor Crudelta?
—Una corazonada, mi Señor, por lo cual tienes derecho a ejecutarme.
Starmount se volvió hacia el tribunal.
—Sospecho, mis Señores, que es más probable que lo condenéis a la larga vida, gran responsabilidad, inmensas recompensas y la fatiga de ser como es, difícil y complejo.
Las mitras asintieron y los miembros del tribunal se pusieron en pie.
—Señor Crudelta, dormirás hasta que el juicio haya concluido.
Un robot lo tocó y lo durmió.
—El siguiente testigo —dijo el Señor Starmount—, dentro de cinco minutos.
Vomact quiso impedir que Rambó testificara. Discutió apasionadamente con el Señor Starmount durante el descanso.
—Los Señores han atacado mi hospital, secuestrado a dos pacientes, y ahora se proponen atormentar a Rambó y Elizabeth. ¿Por qué no los dejáis en paz? Rambó no está en condiciones de dar respuestas coherentes y Elizabeth puede quedar lesionada si lo ve sufrir.
—Tú tienes tus reglas, doctor, y nosotros las nuestras —replicó el Señor Starmount—. Este juicio se registra, centímetro a centímetro y momento a momento. Rambó no sufrirá ningún mal, a menos que descubramos que tiene poderes para destruir un planeta. Si eso es verdad, te pediremos, desde luego, que lo lleves de vuelta al hospital y le des una muerte indolora. Pero no creo que ocurra. Necesitamos su versión para poder juzgar a mi colega Crudelta. ¿Crees que la Instrumentalidad sobreviviría si no tuviera una rigurosa disciplina interna?
Vomact asintió tristemente; regresó junto a Grosbeck y Timofeyev y masculló:
—Rambó deberá comparecer. No podemos hacer nada.
El tribunal se reunió de nuevo. Los miembros se pusieron las mitras judiciales. Las luces de la sala se atenuaron y encendieron la extraña luz azul de la justicia.
El ordenanza robot condujo a Rambó hasta el banquillo.
—Estás obligado —dijo Starmount— a hablar con rapidez y claridad ante este tribunal.
—Tú no eres Elizabeth —señaló Rambó.
—Soy el Señor Starmount —le declaró el Señor Investigador, optando por prescindir de las formalidades—. ¿Me conoces?
—No —respondió Rambó.
—¿Sabes dónde estás?
—La Tierra —dijo Rambó.
—¿Deseas mentir o decir la verdad?
—Una mentira —contestó Rambó— es la única verdad que pueden compartir los hombres, así que mentiré, tal como hacemos siempre.
—¿Puedes relatar tu viaje?
—No.
—¿Por qué no, ciudadano Rambó?
—Las palabras no podrían describirlo.
—¿Recuerdas tu viaje?
—¿Recuerdas tu pulsación de hace dos minutos? —replicó Rambó.
—Esto no es un juego —se impacientó Starmount—. Creemos que estuviste en el espacio tres y deseamos que testifiques sobre el Señor Crudelta.
—¡Oh! —exclamó Rambó—. No me resulta simpático. Nunca me ha gustado.
—¿Intentarás, no obstante, contarnos qué te sucedió?
—¿Debo hacerlo, Elizabeth? —preguntó Rambó a la muchacha, que estaba sentada entre los presentes.
—Sí —respondió ella sin titubear, con una voz nítida que retumbó en la gran sala—. Cuéntaselo, para que podamos reanudar nuestra vida.
—Contaré —declaró Rambó.
—¿Cuándo viste al Señor Crudelta por última vez?
—Cuando me sujetaron y colocaron en el cohete, a cuatro saltos de la estación Caimán Cazador. Él estaba allí. Me dijo adiós con la mano.
—¿Y qué ocurrió después?
—El cohete se elevó, Daba una sensación muy rara, no se parecía a ninguna nave donde yo hubiera estado. Yo pesaba muchas, muchas gravedades.
—¿Y luego?
—Los motores siguieron funcionando. Yo fui lanzado del espacio.
—¿Qué impresión tuviste?
—Dejé atrás las naves en funcionamiento, la ropa y el alimento que va por el espacio. Descendí por ríos inexistentes. Sentí gente alrededor, aunque no podía verla; gente roja que arrojaba flechas a cuerpos vivos.
—¿Dónde estabas? —preguntó un miembro del tribunal.
—En el invierno donde no hay verano. En un vacío comparable con la mente de un niño. En penínsulas que se habían desprendido de tierra firme. Y yo era la nave.
—¿Eras qué? —preguntó el mismo miembro del tribunal.
—El morro del cohete. El cono. El barco. Yo estaba ebrio. Yo estaba ebrio y era el barco ebrio —respondió Rambó.
—¿Y adónde fuiste? —intervino Starmount.
—Adonde faroles locos miraban con ojos idiotas. Adonde las olas se mecían con los muertos de todas las épocas. Adonde las estrellas eran un estanque en el cual nadé. Adonde el azul se convierte en un licor más fuerte que el alcohol, más salvaje que la música, fermentado con los rojos, rojos, rojos del amor. Vi todas las cosas que los hombres creyeron ver, pero yo las veía realmente. Oí el canto de la fosforescencia y mareas que parecían vacas enloquecidas saliendo en estampida del océano, batiendo los arrecifes con los cascos. No me creeréis, pero hallé Floridas más salvajes que ésta,[2] donde las flores tenían tez humana y ojos de grandes gatos.
—¿De qué estás hablando? —preguntó el Señor Starmount.
—De lo que encontré en el espacio tres —replicó Artyr Rambó—. Pueden creerlo o no. Esto es lo que ahora recuerdo, Quizá sea un sueño, pero es todo lo que tengo. Fueron años y años, y fue un parpadeo. Soñé noches verdes. Contemplé lugares donde todo el horizonte se convertía en una catarata. El barco que era yo encontró niños y les mostré El Dorado, donde viven los hombres de oro. Fui un barco donde todas las naves espaciales perdidas yacían en ruinas y quietas. Caballitos de mar irreales corrieron junto a mí. Los meses de verano vinieron a martillear el sol. Pasé frente a archipiélagos de estrellas, donde los cielos delirantes se abrían para los errabundos. Lloré por mí. Sollocé por el hombre. Quise ser el barco ebrio que se hunde. Me hundí. Caí. La hierba me pareció un lago donde un niño triste, a gatas, hacía navegar un barco de juguete frágil como una mariposa en primavera. ¡No puedo olvidar el orgullo de banderas no recordadas, la arrogancia de prisioneros de los que yo sospechaba, los hombres de negocios nadando! Luego yací sobre la hierba.
—Esto puede tener un gran valor científico —dijo el Señor Starmount—, pero carece de peso judicial. ¿Puedes ofrecer algún comentario sobre tu actuación durante la batalla del hospital?
Rambó respondió con rapidez y cordura:
—Lo que hice, no lo hice yo. Lo que hice, no puedo saberlo. Dejadme ir, porque estoy cansado de vosotros y del espacio, grandes hombres y grandes cosas. Dejadme dormir y dejad que me reponga.
Starmount levantó la mano para pedir silencio.
Los miembros del tribunal lo miraron.
Sólo los pocos telépatas presentes supieron lo que había dicho: Sí. Dejad ir al hombre. Dejad ir a la muchacha. Dejad ir a los doctores. Pero luego traed de vuelta al Señor Crudelta. Le esperan muchos problemas, y deseamos complicarlos.
La Instrumentalidad, el Gobierno de la Cuna del Hombre y las autoridades del Viejo Hospital Principal deseaban brindar felicidad a Rambó y Elizabeth.
Cuando Rambó se recuperó, recobró buena parte de sus recuerdos de Tierra Cuatro. Había olvidado todos los detalles del viaje.
Cuando llegó a conocer a Elizabeth, la odió.
Ésta no era su muchacha, la osada y deliciosa Elizabeth de los mercados y los valles, de las colinas nevadas y los largos paseos en bote. Era una persona mansa, dulce, triste y perdidamente enamorada.
Vomact halló un remedio.
Envió a Rambó a la Ciudad del Placer de las Hespérides, donde mujeres atrevidas y parlanchinas lo perseguían porque era rico y famoso.
Al cabo de pocas semanas —muy pocas, en verdad— quiso a su Elizabeth, la muchacha extraña y tímida a quien habían rescatado de entre los muertos mientras él cabalgaba en el espacio con sus frágiles huesos.
—Di la verdad, querida —dijo gravemente una vez—, ¿no fue el Señor Crudelta quien preparó el accidente que te mató?
—Dicen que él no estaba aquí —les respondió Elizabeth—. Dicen que fue un accidente real. No lo sé. No lo sabré nunca.
—Ya no importa —suspiró Rambó—. Crudelta está entre las estrellas, buscando problemas y encontrándolos. Nosotros tenemos nuestra cabaña, y nuestra cascada, y nos tenemos el uno al otro.
—Sí, querido —sonrió ella—. El uno al otro. Y sin Floridas extravagantes.
Él parpadeó ante esta alusión al pasado, pero no dijo nada. Un hombre que atravesó el espacio tres necesita muy poco en la vida, aparte de no volver al espacio tres. A veces soñaba que era de nuevo el cohete, el viejo cohete que partía hacia un viaje imposible.
Que sigan otros, pensaba. ¡Que vayan otros! Yo tengo a Elizabeth y estoy aquí.