¡Necesito un perro provisional
para un trabajo provisional
en un sitio provisional
como la Tierra!
Canción de El mercader de la amenaza
Había los planetas Douglas-Ouyang, que giraban juntos alrededor de su sol, dando vueltas y más vueltas en la misma órbita como ningún otro planeta conocido. Había los caballeros suicidas de la Tierra, que se jugaban la vida —peor aún, a veces jugaban por cosas más importantes que la vida— contra diferentes clases de geofísica jamás experimentadas por los hombres verdaderos. Había muchachas que se enamoraban de esos hombres, por brutales y horribles que fueran sus destinos personales. Había la Instrumentalidad, con su incesante esfuerzo para que los hombres continuaran siendo hombres. Y había los ciudadanos que caminaban por los bulevares antes del Redescubrimiento del Hombre. Los ciudadanos eran felices. Tenían que serlo. Si se descubría que eran desgraciados, se los calmaba, drogaba y cambiaba hasta devolverles la felicidad.
Esta historia habla de tres de ellos: el jugador que tomó el nombre de Joven-sol, que osó bajar al Gebiet, que se enfrentó consigo mismo antes de morir; la muchacha Santuna, que alcanzó la plenitud de mil maneras antes de morir; y el Señor Sto Odin, venerabilísimo por su edad, que lo sabía todo y jamás soñó con impedir nada de ello.
Hay música en esta historia. La música suave y dulce del Gobierno de la Tierra y de la Instrumentalidad, meliflua como la miel y al fin empalagosa. Las pulsaciones desbocadas e ilegales del Gebiet, donde la mayoría de los hombres tenía prohibida la entrada. Lo peor de todo, las alocadas fugas y las obscenas melodías del Bezirk, cerrado a los hombres durante cincuenta y siete siglos: ¡abierto por accidente, encontrado, hollado! Y con él empieza nuestra historia.
La Dama Ru había dicho, siglos antes:
—Se han hallado retazos de conocimiento. En el último comienzo del hombre, aun antes de que hubiera naves aéreas, el sabio Laodz declaró: «El agua no hace nada, mas lo penetra todo. La inacción encuentra el camino». Más tarde, un viejo Señor dijo esto: «Hay una música que subyace a todas las cosas. Bailamos toda la vida al son de su tonada, aunque nuestros propios oídos jamás captan la música que nos guía y nos impulsa. La felicidad puede matar a las personas tan suavemente como las sombras que se ven en los sueños». Tenemos que ser personas primero y felices después, para no vivir ni morir en vano.
El Señor Sto Odin fue más directo. Declaró la verdad a un grupo de amigos íntimos:
—Nuestra población está disminuyendo en la mayoría de los mundos, incluida la Tierra. Las personas tienen hijos, pero no los quieren demasiado. Personalmente, he sido padre-tres de doce hijos, padre-dos de cuatro y padre-uno supongo de muchos otros. He sentido deseos de trabajar y lo he confundido con la voluntad de vivir. No es la misma cosa.
»La mayoría de las personas quiere felicidad. Bien: le hemos dado felicidad.
»Sórdidos e inútiles siglos de felicidad en que todos los infelices han sido corregidos, adaptados o eliminados. Una felicidad insoportable y angustiosa sin el aguijón del dolor, el vino de la furia, la humareda caliente del miedo. ¿Cuántos de nosotros hemos saboreado el gusto ácido y helado del viejo rencor? Por eso vivían, en realidad, las personas de los Días Antiguos, cuando fingían ser felices y en verdad ardían de dolor, furor, cólera, odio, rencor y esperanza. Esas personas se reproducían con frenesí. Poblaron las estrellas mientras secreta o abiertamente soñaban con matarse entre ellos. Sus dramas versaban sobre el homicidio, la traición o el amor ilícito. Ahora no tenemos homicidio. No podemos concebir ninguna clase de amor ilícito. ¿Recordáis a los murkins con su red de carreteras? ¿Quién puede volar hoy a cualquier parte sin ver esa red de enormes carreteras? Esos caminos están arruinados, pero existen. Esas abominaciones se distinguen con toda claridad desde la Luna. No penséis en las carreteras. Pensad en los millones de vehículos que las recorrían, en personas rebosantes de codicia, furia y odio, rivalizando entre sí con sus máquinas llameantes. Cuentan que sólo en las carreteras morían cincuenta mil cada año. Nosotros llamaríamos guerra a semejante cosa. ¡Qué pueblo habrán formado trajinando día y noche para construir cosas que servirían para que otros trajinaran aún más! No eran como nosotros. Deben de haber sido salvajes, sucios, libres. Ávidos de vida, quizá de un modo que nosotros ignoramos. Sin duda podemos viajar mil veces más deprisa que ellos, pero ¿quién se molesta en hacerlo hoy día? ¿Para que? Todos los lugares son iguales, excepto algunos diferenciados por unos pocos guerreros o técnicos. —Sonrió a sus amigos y añadió—: Y Señores de la Instrumentalidad, como nosotros. Nosotros, no viajamos por las razones de la Instrumentalidad, no por las razones de las personas comunes. La gente normal ya no tiene muchas razones para nada. Todos cumplen con las tareas que concebimos para mantenerlos felices mientras los robots y las subpersonas llevan a cabo el trabajo verdadero. Pasean. Hacen el amor. Pero nunca son desgraciados.
»¡No pueden serlo!
La Dama Mmona no estaba de acuerdo.
—La vida no puede ser tan mala como tú dices. No sólo creemos que son felices, lo sabemos. Les exploramos el cerebro con telepatía. Controlamos sus patrones emocionales con robots y escáneres. No nos faltan muestras. Las personas siempre tienden a la infelicidad. Las corregimos constantemente. Y a veces se producen accidentes serios, que ni siquiera nosotros podemos corregir. Cuando las personas son muy desgraciadas, chillan y lloriquean. A veces hasta dejan de hablar y mueren, pese a todo lo que hacemos por ellas. ¡Tienes que admitir que tengo razón!
—Pues no lo admito —replicó el Señor Sto Odin.
—¿Qué? —exclamó Mmona.
—Te digo que esa felicidad no es real —insistió él.
—¿Cómo puedes decirlo sin negar las pruebas? —gritó Mmona—. Nuestras pruebas, establecidas desde hace mucho tiempo por la Instrumentalidad. Nosotros mismos las hemos reunido. ¿Acaso podemos nosotros, la Instrumentalidad, equivocarnos?
—Sí —declaró el Señor Sto Odin.
Esta vez todos los presentes callaron.
Sto Odin insistió en sus argumentos:
—Mirad mis pruebas. A las personas les da lo mismo ser padre-uno o no serlo. De todos modos, no saben qué hijos son los suyos. Nadie se atreve a suicidarse. Les damos demasiada felicidad. Pero ¿dedicamos algún tiempo a dar a los animales parlantes, a la subgente, tanta felicidad como a los hombres? ¿Y se suicidan por ello las subpersonas?
—Claro que sí —dijo Mmona—. Están precondicionadas para suicidarse si sufren lesiones demasiado graves como para repararlas fácilmente o si se equivocan en las tareas asignadas.
—No me refiero a eso. ¿Alguna vez se suicidan por razones propias y no por las nuestras?
—No —respondió Nuru-or, un joven Señor de la Instrumentalidad—. Están demasiado ocupadas cumpliendo con sus tareas y conservando la vida.
—¿Cuánto tiempo vive una subpersona? —dijo Sto Odin, con engañosa displicencia.
—Quién sabe —respondió Nuru-or—. Medio año, cien años, quizá cientos de años.
—¿Qué le ocurre si no trabaja? —continuó Sto Odin con una sonrisa ambigua.
—La matamos —dijo Mmona—, o la mata nuestra policía robot.
—¿Y el animal lo sabe?
—¿Que lo matarán si no trabaja? —se extrañó—. Claro que sí. A todos les decimos lo mismo. Trabajad o morid. ¿Qué tiene eso que ver con las personas?
El Señor Nuru-or había callado y una sonrisa sabia y triste se le insinuaba en el rostro. Había intuido la sagaz y dolorosa conclusión a que apuntaba el Señor Sto Odin.
Pero Mmona no la captaba e insistió.
—Mi Señor, repites que las personas son felices. Admites que no les agrada ser infelices. Te obstinas en exponer un problema insoluble. ¿Por qué quejarse de la felicidad? ¿No es lo mejor que la Instrumentalidad puede brindar a los humanos? Es nuestra misión. ¿Estás diciendo que nos equivocamos?
—Sí. Nos equivocamos. —El Señor Sto Odin miró el cuarto sin ver, como si estuviera solo.
Era el más viejo y el más sabio, así que aguardaron sus palabras. Él inspiró ligeramente y sonrió de nuevo.
—¿Sabéis cuándo moriré?
—Desde luego —respondió Mmona, tras pensar medio segundo—. Dentro de setenta y siete días. Pero tú mismo determinaste el momento. Y como bien sabes, mi Señor, no tenemos por costumbre comentar intimidades en las reuniones de la Instrumentalidad.
—Lo lamento —dijo Sto Odin—, pero no estoy infringiendo una ley. Estoy resaltando un hecho. Hemos jurado defender la Humanidad del hombre. Pero estamos matando a la humanidad con una felicidad desesperanzada y meliflua que ha prohibido la información, suprimido la religión, convertido toda la historia en un secreto oficial. Afirmo que las pruebas indican que estamos fallando y que la humanidad a la que hemos jurado servir también está fallando. Fallando en vitalidad, vigor, número, energía. Aún me queda un tiempo de vida. Trataré de investigar.
—¿Y adónde irás a investigar? —preguntó el Señor Nuru-or con apesadumbrada sabiduría, como si ya supiera la respuesta.
—Iré al Gebiet —declaró Sto Odin.
—¡El Gebiet…! ¡Oh no! —exclamaron varios. Y una voz añadió—: Eres inmune.
—Renunciaré a la inmunidad e iré —dijo el Señor Sto Odin—. ¿Quién puede hacerle daño a un hombre que tiene casi mil años y ha resuelto vivir sólo setenta y siete días más?
—¡Pero no puedes! —insistió Mmona—. Un criminal podría capturarte y duplicarte, y entonces todos nosotros estaríamos en peligro.
—¿Cuándo has oído hablar por última vez de un criminal entre los hombres? —alegó Sto Odin.
—Hay muchos, aquí y en los mundos exteriores.
—¿Pero en la Vieja Tierra? —preguntó Sto Odin.
Mmona titubeó.
—Lo ignoro. Alguna vez habrá habido un criminal. —Miró alrededor—. ¿Ninguno de vosotros lo sabe?
Hubo silencio.
El Señor Sto Odin los escrutó a todos. En sus ojos brillaba la fiereza que había incitado a generaciones enteras de Señores a suplicarle que viviera al menos unos años más para que los ayudara en su misión. Él había accedido, pero en el último trimestre los había ignorado a todos y había escogido el día de su muerte. Pero no había perdido un ápice de su poder. Su mirada los intimidaba mientras aguardaban respetuosamente su decisión.
El Señor Sto Odin se volvió hacia el Señor Nuru-or y dijo:
—Creo que tú has adivinado qué haré en el Gebiet y por qué debo ir allí.
—El Gebiet es un recinto donde no rige ninguna ley y donde no se aplican castigos. Allí la gente normal puede hacer lo que quiere, no lo que nosotros pensamos que debería querer. Por lo que sé, se encuentran allí cosas desagradables e insensatas. Pero quizá tú puedas descubrir el sentido íntimo de esas cosas. Tal vez encuentres una solución para la fatigosa felicidad de los hombres.
—Así es —determinó Sto Odin—. Y por esa razón iré, cuando haya concluido con los pertinentes preparativos oficiales.
Y fue, tal como había dicho. Usó uno de los vehículos más peculiares jamás vistos en la Tierra, pues sus piernas estaban demasiado débiles para llevarlo lejos. Con sólo dos novenos de año de vida, no podía perder tiempo haciéndose remodelar las piernas.
Viajó en una litera abierta transportada por dos legionarios romanos.
Los legionarios eran en realidad robots sin un vestigio de sangre ni tejido orgánico en el cuerpo. Eran la especie más compacta y difícil de crear, pues les habían colocado el cerebro en el pecho, varios millones de capas laminadas increíblemente finas donde estaba impresa toda la experiencia vital de una persona importante, útil y muerta hacía tiempo. Vestían como legionarios, con corazas, espadas, faldas, grebas, sandalias y escudos, simplemente porque era un capricho del Señor Sto Odin trasponer el límite de la historia en busca de compañía, Sus cuerpos de metal eran muy fuertes. Podían derribar paredes, franquear abismos, triturar a cualquier hombre o subpersona con los dedos, o lanzar las espadas con la precisión de proyectiles teledirigidos.
El primer legionario, Flavio, había sido jefe de la Catorceava, una división de espionaje de la Instrumentalidad, tan secreta que incluso entre los Señores había pocos que conocieran exactamente su ubicación o función. Era (o había sido, hasta que fue impreso en una mente robot cuando agonizaba) el Director de investigación histórica de toda la raza humana, ahora era una máquina tediosa y complaciente que empuñaría dos varas hasta que su amo decidiera alertar los vividos poderes de su mente pronunciando una simple frase latina que ninguna otra persona viva comprendía: Summa nulla est.
El legionario de atrás, Livio, había sido un psiquiatra que se convirtió en general. Había ganado muchas batallas hasta que decidió morir, un poco prematuramente, cuando descubrió que cada batalla era una lucha para derrotarse a sí mismo.
Juntos, y sumados al inmenso poder cerebral del Señor Sto Odin, formaban un equipo formidable.
—El Gebiet —ordenó el Señor Sto Odin.
—El Gebiet —dijeron ambos pesadamente, asiendo las varas para alzar la litera.
—Y luego el Bezirk —añadió Sto Odin.
—El Bezirk —respondieron con voz inexpresiva.
Sto Odin sintió que la litera se inclinaba hacia atrás. Cuando Livio apoyó cuidadosamente en el suelo los dos extremos de las varas, se acercó a Sto Odin y saludó con la palma abierta.
—¿Puedo despertar? —solicitó Livio, con voz uniforme y mecánica.
—Summa nulla est —dijo el Señor Sto Odin.
El rostro de Livio se animó de repente.
—¡No debes ir allí, mi Señor! Tendrías que renunciar a la inmunidad y afrontar todos los peligros. Todavía no hay nada allí. Todavía no. Algún día saldrán en tropel de ese Hades subterráneo y lucharán sin cuartel contra los hombres. Ahora no. Son sólo criaturas desvalidas que se consumen en su extraña desdicha, haciendo el amor de modos que nunca has pensado…
—Olvida lo que supones que he pensado. ¿Cuál es tu objeción en términos reales?
—¡Es inútil, mi Señor! Te queda menos de un año de vida. Haz algo noble y grande por la humanidad antes de morir. Ellos podrían desconectarnos. Nos gustaría compartir tu trabajo antes de tu partida.
—¿Eso es todo? —dijo Sto Odin.
—Señor —dijo Flavio—, también me has despertado a mí. Opino que debes seguir adelante. Allá abajo la historia se está hilando de nuevo. Se están gestando cosas que la Instrumentalidad ni siquiera ha sospechado. Ahora ve y mira, antes de morir. Quizá no puedas hacer nada, pero no estoy de acuerdo con mi compañero. Resulta tan peligroso como podría serlo el espacio tres, si alguna vez lo halláramos, pero también es interesante. Y en este mundo donde todas las cosas se han hecho ya, donde todas las ideas se han pensado, cuesta encontrar algo que aún estimule la mente humana con pura curiosidad. Yo estoy muerto, como bien sabes, pero incluso yo, dentro de este cerebro mecánico, siento la atracción de la aventura, la llamada del peligro, el magnetismo de lo desconocido. Por lo pronto, allá abajo se están cometiendo crímenes. Y los Señores los pasáis por alto.
—Preferimos hacerlo así. No somos tontos. Queríamos ver qué sucedería —dijo el Señor Sto Odin—, y tenemos que dar tiempo a esas gentes para averiguar a qué extremos pueden llegar libres de nuestro control.
—¡Están teniendo hijos! —exclamó Flavio.
—Lo sé.
—Han robado dos máquinas ilegales de transmisión instantánea —gritó Flavio.
—De manera que éste es el motivo de las irregularidades en la balanza comercial de la estructura crediticia terráquea —reflexionó Sto Odin con calma.
—¡Tienen un fragmento del congohelio! —exclamó Flavio.
—¡El congohelio! —exclamó el Señor Sto Odin—. ¡Imposible! ¡Es inestable! Podrían matarse. ¡Podrían perjudicar a la Tierra! ¿Qué hacen con él?
—Componen música —respondió Flavio, más sereno.
—¿Qué componen?
—Música. Canciones. Sonidos agradables para bailar.
—Llevadme allí ahora mismo —masculló el Señor Sto Odin—. Esto es ridículo. Tener allí abajo un fragmento del congohelio es tan descabellado como eliminar planetas deshabitados para jugar a las damas.
—Señor —intervino Livio.
—¿Sí?
—Retiro mis objeciones —dijo Livio.
—Gracias —dijo secamente Sto Odin.
—Tienen algo más allí abajo. Como no quería que fueras, no lo he mencionado antes. Podría haber despertado tu curiosidad. Tienen un dios.
—Si quieres darme una clase de historia —bufó el Señor Sto Odin—, postérgala para otra ocasión. Dormíos de nuevo y llevadme abajo.
Livio no se movió.
—Lo digo en serio.
—¿Un dios? ¿A qué llamas un dios?
—Una persona o idea capaz de suscitar patrones culturales enteramente nuevos.
El Señor Sto Odin se inclinó hacia delante.
—¿Ah es eso?
—Ambos lo sabemos —dijo Flavio.
—Lo vimos —explicó Livio—. Hace un décimo de año nos dijiste que camináramos libremente durante treinta horas, así que nos pusimos cuerpos de robot comunes y llegamos al Gebiet. Cuando sentimos funcionar el congohelio, tuvimos que bajar para averiguar qué hacía. Por lo general se utiliza para mantener las estrellas en su sitio…
—No me lo expliques, lo sé. ¿Era un hombre?
—Un hombre que está recreando la vida de Akhenatón —respondió Flavio.
—¿Quién es ése? —preguntó el Señor Sto Odin, que sabía historia pero quería ver hasta dónde llegaban los conocimientos de sus robots.
—Un rey alto, de rostro enjuto y labios gruesos, que gobernó el mundo humano de Egipto mucho antes de la energía atómica. Akhenatón inventó al mejor de los dioses primitivos. Este hombre está recreando paso a paso la vida de Akhenatón. Ya ha hecho del Sol una religión. Se burla de la felicidad. Las personas lo escuchan. Se mofan de la Instrumentalidad.
—Vimos a la muchacha que lo ama —añadió Livio—. Ella también era joven, pero bella. Y creo que tiene poderes que obligarán a la Instrumentalidad a ascenderla o destruirla algún día en el futuro.
—Ambos componían música —dijo Flavio— con el fragmento de congohelio. Y este hombre o dios (este nuevo Akhenatón o como quieras llamarlo, Señor) ejecutaba una danza extraña, parecía un cadáver sujeto con cordeles bailando como una marioneta. El efecto que provocaba en quienes lo rodeaban era tan devastador como el mejor hipnotismo que hayas visto. Yo soy un robot, pero incluso a mí me perturbó.
—¿La danza tenía nombre? —preguntó Sto Odin.
—No sé el nombre —contestó Flavio—, pero recuerdo la canción, pues poseo memoria absoluta. ¿Quieres oírla?
—Claro —dijo el Señor Sto Odin.
Flavio se apoyó en una sola pierna, formando ángulos exóticos, y se puso a cantar con una estridente y ofensiva voz de tenor que era seductora y repulsiva a la vez:
Salta, amado pueblo, y Aullaré por ti.
Salta y aúlla y lloraré por ti.
Lloro porque soy llorón.
Soy llorón porque lloro.
Lloro porque cayó la noche,
se fue el sol
se perdió el hogar,
el tiempo mató a papá.
Yo maté al tiempo.
Redondo es el mundo.
Corre el día,
las nubes vuelan,
los astros mueren,
el monte es fuego,
la lluvia es llama,
una flama azul.
Muerto estoy.
Y también tú.
Salta, amado pueblo, por el hombre aullante.
Brinca, amado pueblo, por el llorón.
¡Soy llorón porque lloro por ti!
—Ya basta —dijo el Señor Sto Odin.
Flavio saludó. Su rostro recobró su amable estolidez. Antes de empuñar los mangos delanteros de las varas se volvió para hacer un último comentario.
—Son versos cortos e irregulares con…
—No necesito tus lecciones. Llévame allí.
Los robots obedecieron. Pronto la litera se zarandeaba confortablemente bajando por las rampas de la antigua ciudad abandonada que se extendía bajo Terrapuerto, la torre milagrosa que parecía tocar los estratocúmulos en el vacío claro y azul. Sto Odin se adormiló en su extraño vehículo y no advirtió que los transeúntes humanos lo miraban a menudo.
El Señor Sto Odin despertó convulsivamente en lugares extraños mientras los legionarios se internaban cada vez más en las honduras, debajo de la ciudad, donde presiones dulces olores tibios y rancios ensuciaban el aire.
—¡Alto! —susurró el Señor Sto Odin, y los robots se detuvieron—. ¿Quién soy? —preguntó.
—Has anunciado tu deseo de morir, Señor —explicó Flavio—, dentro de setenta y siete días, pero tu nombre aún es Sto Odin.
—¿Estoy vivo? —preguntó Sto Odin.
—Sí —contestaron ambos robots.
—¿Estáis muertos?
—No estamos muertos. Somos máquinas en las cuales han impreso las mentes de hombres que vivieron en el pasado. ¿Deseas regresar, Señor?
—No, no. Ahora recuerdo. Sois los robots. Livio, el psiquiatra y el general. Flavio, el historiador secreto. ¿Tenéis mentes de hombres y no sois hombres?
—Así es, Señor —respondió Flavio.
—Entonces, ¿cómo puedo yo estar vivo… yo, Sto Odin?
—Tú mismo deberías sentirlo, Señor —dijo Livio—, aunque la mente de los ancianos es muy rara a veces.
—¿Cómo puedo estar vivo? —preguntó Sto Odin, echando una ojeada a la ciudad—. ¿Cómo puedo estar vivo cuando las gentes que conocí están muertas? Se han esfumado en los pasillos como guirnaldas de humo, como jirones de nube; estaban aquí y me amaban, y me conocían, y ahora están muertas. Mi esposa Eileen, por ejemplo. Era bonita, una niña de ojos castaños que salió perfecta y joven de su cámara de aprendizaje. El tiempo la tocó y ella bailó con la cadencia del tiempo. Su cuerpo maduró, envejeció. Lo reparamos. Pero al final se consumió en la muerte, y fue a ese lugar adonde me dirijo ahora. Si estáis muertos, contadme cómo es la muerte, donde los cuerpos y mentes y voces y música de hombres y mujeres se escurren por estos vastos pasillos, estas duras veredas, y desaparecen de pronto. ¿Cómo pueden los fantasmas fugaces como yo y los de mi especie, cada cual con unas pocas decenas o pocos cientos de años por delante antes de ser arrastrados por los grandiosos y ciegos vientos del tiempo, cómo pueden espectros como yo haber construido esta sólida ciudad, estas maravillosas máquinas, estas brillantes luces que jamás se apagan? ¿Cómo lo conseguimos, si todos nosotros somos seres fugaces? ¿Lo sabéis?
Los robots no respondieron. La piedad no estaba programada en sus sistemas. Sin embargo, el Señor Sto Odin los arengó:
—Me estáis llevando a un lugar salvaje, un lugar libre, tal vez un lugar maligno. Allí también mueren todos los hombres, como moriré yo, tan espléndida y sencillamente. Debería haber muerto hace mucho tiempo. Yo era la gente que me conoció, yo era los hermanos y compañeros que confiaban en mí, yo era las mujeres que me confortaron, yo era los niños que amé tan amarga y dulcemente hace muchos siglos. Ahora se han ido. El tiempo los tocó, y se fueron de golpe. Puedo ver a todos los que conocí merodeando por esos pasillos, los veo esbeltos como pinos, los veo orgullosos y sabios y henchidos de trabajo y madurez, los veo viejos y convulsos cuando el tiempo alargó la zarpa y ellos se fueron de pronto. ¿Por qué lo hicieron? ¿Cómo puedo seguir viviendo? Cuando esté muerto, ¿sabré que una vez viví? Sé que algunos de mis amigos han hecho trampa y duermen el sueño helado, depositando esperanzas en un futuro que desconocen. Yo he tenido vida, y la conozco.
¿Qué es la vida? Un poco de juego, un poco de sabiduría, unas palabras bien escogidas, un poco de amor, una pizca de dolor, además del trabajo y los recuerdos, y luego el polvo que asciende al encuentro del sol. ¡En eso la hemos transformado, nosotros que en el pasado conquistamos las estrellas! ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde está el yo de quien estaba tan seguro, cuando la gente que me conoció fue arrastrada por el tiempo como un trapo barrido por la tormenta hacia la oscuridad y el olvido? Decidme. ¡Deberíais saberlo! Sois máquinas y recibisteis mentes humanas. Deberíais saber qué somos a fin de cuentas, de fuera hacia dentro.
—Nos construyeron los hombres —respondió Livio— y tenemos lo que los hombres nos grabaron, nada más. ¿Cómo podemos responder a tus preguntas? Nuestras mentes, con toda su eficacia, las rechazan. No sentimos dolor, temor ni furia. Conocemos los nombres de estos sentimientos, pero no los experimentamos. Oímos tus palabras, pero no sabemos de qué hablas. ¿Tratas de contarnos qué se siente al vivir? En tal caso, ya lo sabemos. No mucho. Nada especial. También los pájaros y los peces tienen vida. Sois vosotros, los hombres, quienes podéis hablar y enredar la vida en espasmos y enigmas. Embrolláis las cosas. Los gritos nunca hicieron que la verdad fuera verdadera, al menos no para nosotros.
—Llevadme abajo —pidió Sto Odin—. Llevadme al Gebiet, donde ningún hombre decente ha entrado en muchos años. Juzgaré ese lugar antes de morir.
Alzaron la litera y reanudaron él suave trote canino por las inmensas rampas que descendían hacia los tibios y humeantes secretos de la Tierra. Los transeúntes humanos empezaron a escasear, pero pasaban subhombres —la mayoría gorilas o simios en su origen—, trajinando cuesta arriba mientras arrastraban tesoros amortajados que habían hurtado de los depósitos no catalogados del más antiguo pasado del hombre. En otras ocasiones ruedas metálicas rechinaban violentamente sobre el camino de piedra; los subhombres, tras haber descargado los tesoros en algún punto intermedio en lo alto, se sentaban en las vagonetas y echaban a rodar cuesta abajo, como ampliaciones grotescas de los antiguos niños humanos que, según se decía, en el pasado jugaban así con vagonetas.
Una orden, apenas un susurro, detuvo de nuevo a los legionarios. Flavio se volvió, pero Sto Odin los llamaba a ambos. Soltaron las varas y se le acercaron, uno por cada lado.
—Puedo estar muriendo en este mismo instante —susurró—, y eso representaría un gran inconveniente en estas circunstancias. ¡Sacad mi maniquí meee!
—Señor —objetó Flavio—, los robots tenemos estrictamente prohibido tocar un maniquí humano, y si lo hacemos nos han dado órdenes de autodestruirnos inmediatamente después. ¿Quieres que lo intentemos de todos modos? En tal caso, ¿cuál de nosotros? Esperamos tus órdenes, Señor.
Dejó pasar tanto tiempo que los robots se preguntaron si no estaría agonizando en el aire denso y húmedo, en el hedor de vapor y aceite.
El Señor Sto Odin se incorporó y dijo:
—No necesito ayuda. Ponedme en el regazo la caja con mi maniquí meee.
—¿Ésta? —preguntó Flavio, levantando una caja marrón y manipulándola con tímida delicadeza.
El Señor Sto Odin asintió casi imperceptiblemente y susurró:
—Abridla con cuidado. Pero no toquéis el maniquí, si éstas son vuestras órdenes.
Flavio tanteó la cerradura de la caja. Era difícil de manipular. Los robots no sentían miedo, pero estaban intelectualmente programados para eludir el peligro; Flavio notó que su mente era un hervidero de opciones decisivas mientras intentaba abrir la caja. Sto Odin trató de ayudarlo, pero su vieja mano, torpe y débil, ni siquiera llegaba a la parte superior de la caja. Flavio siguió forcejeando, pensando que el Gebiet y el Bezirk ocultaban sus peligros, pero que manipular maniquíes era el mayor riesgo que había afrontado desde que era robot, aunque en su vida humana había manipulado muchos, incluido el suyo propio. Era un maniquí electro-encefalográfico-endocrino fabricado a escala, y mostraba en una réplica miniaturizada todo el diagnóstico del paciente para quien estaba modelado.
—Es inútil. Elevad mi energía —susurró Sto Odin—. Si muero, llevad mi cuerpo de vuelta y decid a la gente que calculé mal mi tiempo.
Mientras él hablaba, la caja se abrió. En el interior había un hombrecillo desnudo, una copia perfecta de Sto Odin.
—Lo tenemos, Señor —exclamó Livio desde el otro lado—. Deja que guíe tu mano, para que lo toques y decidas qué hacer.
Aunque los robots tenían prohibido tocar maniquíes meee, era legal que tocaran a una persona con el consentimiento de ella. Los fuertes dedos cuproplásticos de Livio, que tenían una reserva de muchas toneladas de fuerza trituradora en su diseño humanoide, guiaron las manos del Señor Sto Odin hasta posarlas sobre el maniquí meee. Flavio, rápido, cauto, ágil, sostuvo la cabeza del Señor erguida sobre el viejo y fláccido cuello, para que el anciano pudiera controlar visualmente el movimiento de sus manos.
—¿Hay alguna parte muerta? —preguntó el anciano Señor al maniquí, con la voz momentáneamente más clara.
El maniquí titiló, y aparecieron dos negras y sólidas manchas en la parte superior del muslo derecho y la nalga derecha.
—¿Reserva orgánica? —inquirió el Señor al maniquí meee, y de nuevo la máquina respondió a su orden. Todo el cuerpo en miniatura se tino de un púrpura violento y luego se opacó en un rosa plácido.
—Aún me quedan fuerzas en el cuerpo, incluso en las prótesis —dijo Sto Odin a los dos robots—. ¡Elevad mi energía, os digo! Elevadla.
—¿Estás seguro, Señor —dudó Livio—, de que debemos hacer algo así mientras estamos los tres solos en un túnel profundo? En menos de media hora podríamos llevarte a un auténtico hospital, donde médicos genuinos podrían examinarte.
—He dicho que la elevéis —repitió el Señor Sto Odin—. Observaré el maniquí mientras lo hacéis.
—¿Tu control está en el sitio de costumbre, Señor? —preguntó Livio.
—¿Cuánto hay que hacerlo girar? —intervino Flavio.
—En la nuca, desde luego. La epidermis es artificial y cicatriza sola. Un doceavo de vuelta será suficiente. ¿Tenéis un cuchillo?
Flavio asintió. Del cinturón extrajo un cuchillo pequeño y afilado, sondeó suavemente el cuello del viejo Señor y luego lo bajó haciéndolo girar con rapidez y firmeza.
—¡Eso es! —exclamó Sto Odin, con voz tan estentórea que ambos robots retrocedieron un paso. Flavio se guardó el cuchillo en el cinturón. Sto Odin, que un instante antes estaba casi en coma, ahora podía sostener el maniquí sin ayuda—. ¡Mirad, caballeros! —exclamó—. Sois robots, pero aun así podéis conocer la verdad y comunicarla.
Ambos miraron al maniquí meee que Sto Odin levantaba frente a sí, el pulgar y el índice en las axilas del homúnculo médico.
—Observad las lecturas —les dijo con voz clara y vibrante. Y gritó al maniquí—: ¡Prótesis!
El diminuto cuerpo pasó del rosa a una mezcla de colores. Ambas piernas se tiñeron de un azul profundo y cárdeno. Las piernas, el brazo izquierdo, un ojo, una oreja y la coronilla permanecieron azules, mostrando las prótesis en su sitio.
—¡Dolor real! —ordenó Sto Odin al maniquí.
El homúnculo recobró su color rosado. Todos los detalles estaban allí, incluidos los genitales, las uñas de los pies y las pestañas. No había rastros del negro color del dolor en ninguna parte del diminuto cuerpo.
—¡Dolor potencial! —continuó Sto Odin.
El muñeco titiló. Casi todo adquirió un color madera, castaño oscuro, con algunas zonas intensamente pardas que destacaban más que las demás.
—¡Colapso potencial… un día! —gritó Sto Odin. El cuerpecito adquirió el color rosa normal. Pequeños relámpagos centellearon en la base del cráneo, pero en ninguna otra parte—. Estoy bien —concluyó Sto Odin—. Puedo seguir tal como en los últimos cien años. Dejadme aprovechar esta elevada descarga vital. Podré aguantar unas horas, y si me ocurre algo no se perderá demasiado. —Guardó el maniquí en la caja, colgó la caja del picaporte de la litera y ordenó a los legionarios—: ¡Adelante!
Los legionarios lo miraron como si no pudieran verlo. Él siguió las miradas y vio que observaban atentamente el maniquí meee. Se había puesto negro.
—¿Estás muerto? —preguntó Livio, hablando con voz tan ronca como podía tener un robot.
—¡De ninguna manera! —exclamó Sto Odin—. He sido la muerte por fracciones de segundo, pero por el momento aún soy la vida. Lo que mostraba el maniquí meee era sólo la suma de dolor de mi cuerpo vivo. El fuego de la vida aún arde en mi interior. Observad mientras guardo el maniquí…
El muñeco emitió un remolino color naranja opaco mientras el Señor Sto Odin cerraba la tapa. Los legionarios desviaron la mirada como si hubieran presenciado una calamidad o una explosión.
—Abajo, hombres, abajo —exclamó Sto Odin, concediéndoles títulos erróneos mientras ellos empuñaban de nuevo las varas para internarse aún más en las entrañas de la Tierra.
Soñó sueños pardos mientras descendían por rampas sin fin. Despertó un instante y vio deslizarse las amarillas paredes. Se miró la mano vieja y reseca y pensó que en esa atmósfera él mismo se había vuelto más reptil que humano.
—Soy víctima de la sequedad y opacidad de tortuga propias de la extrema vejez —murmuró, pero la voz sonó débil y los robots no le oyeron.
Bajaban por una larga y monótona rampa de cemento humedecido por una filtración de aceite antiguo, y avanzaban con cuidado para no resbalar y echar por el suelo a su caro amo.
En un lugar profundo y oculto, el camino se dividía: a la izquierda, un ancho anfiteatro con graderías que podían haber albergado a miles de espectadores para un espectáculo que jamás se representaría; a la derecha, una angosta rampa que subía y luego viraba, alumbrada por lámparas amarillas.
—¡Alto! —ordenó Sto Odin—. ¿Lo veis? ¿Lo oís?
—¿Oír qué? —preguntó Flavio.
—El ritmo y la cadencia del congohelio subiendo desde el Gebiet. El hervor y fragor de una música imposible que llega hasta nosotros a través de kilómetros de roca maciza. Esa muchacha a quien ahora ya puedo distinguir, esperando ante una puerta que jamás se debió abrir. El sonido de una música impulsada por las estrellas, en realidad no compuesta para el oído humano. ¿La oís? —gritó—. Esa cadencia. ¡El ilícito metal de congohelio, tan terrible, allá abajo! Da-a. Da-a. Da-a. Da-a. ¡Una música que nadie ha logrado comprender!
—No oigo nada —dijo Flavio—, salvo la pulsación del aire en este pasillo, y las palpitaciones de tu propio corazón, Señor. Y algo más, un ruido mecánico, muy lejos.
—¡Eso! —exclamó Sto Odin—. Lo que llamas «un ruido mecánico» ¿no tiene un ritmo de cinco grupos sónicos aislados y distintos?
—No. No, Señor. No cinco.
—Y tú, Livio, cuando eras hombre, ¿eras muy buen telépata? ¿Ha quedado alguna parte de aquella facultad en el robot que eres?
—No, Señor, nada. Poseo buenos sentidos, y también sintonizo la radio de subsuperficie de la Instrumentalidad. Nada fuera de lo común.
—¿No oyes un ritmo de cinco tiempos? ¿Cada nota separada, prolongada apenas, recibiendo sentido y forma a partir de la terrible música del congohelio, apresada con nosotros dentro de esta solidísima roca? ¿No oyes nada?
Los dos robots con forma de legionarios romanos negaron con un gesto.
—Pero yo la veo a ella, a través de esta piedra. Tiene los pechos como peras maduras y ojos castaños y oscuros como huesos de melocotones recién cortados. Y oigo lo que cantan, las palabras estúpidas y extrañas de un pentapablo, transformadas en algo majestuoso por la música imponente del congohelio. Escuchad las palabras. Cuando las repito parecen tontas, porque la abrumadora música no las acompaña. La muchacha se llama Santuna, y está mirándole. No me sorprende que lo mire. Él es mucho más alto que la mayoría de los hombres, pero transforma ese sonsonete en una melodía horrenda y extraña. Y se llama Yabayee, aunque ahora es el Joven-sol. Tiene la cara afilada y los labios gruesos de Akhenatón, el primer hombre que habló de un solo y único dios.
—Akhenatón, el faraón —dijo Flavio—. Ese nombre a veces se pronunciaba en mi oficina cuando yo era hombre. Era un secreto. Uno de los primeros y más grandiosos de los reyes más-que-antiguos. ¿Lo ves, Señor?
—Lo veo a través de esta roca. A través de esta roca oigo el delirio generado por el congohelio. Voy a él.
El Señor Sto Odin bajó de la litera y golpeó suave y débilmente la sólida pared de piedra del pasillo. Las lámparas amarillas brillaban. Los legionarios no podían hacer nada. Había allí algo que sus afiladas espadas no podían penetrar. Sus personalidades exhumanas, impresas en cerebros micro-miniaturizados, no podían captar la demasiado humana situación de una persona muy anciana que soñaba sueños salvajes en un túnel remoto.
Sto Odin se apoyó en la pared, respirando entrecortadamente, y dijo con un jadeo sibilante:
—Estos susurros no se pueden dejar de percibir. ¿No oís el ritmo quíntuple del congohelio, que produce de nuevo su feroz música? Escuchad las palabras de éste. Es otro pentapablo. Palabras tontas y esqueléticas que reciben carne, sangre y vísceras de la música que las lleva. Ahora, escuchad:
Leed. Ved.
Creed. Sed.
Red.
—¿Tampoco habéis oído ése?
—¿Puedo usar la radio para pedir consejo a la superficie de la Tierra? —preguntó uno de los robots.
—¡Consejo! ¡Consejo! ¿Qué consejo necesitamos? Éste es el Gebiet, y dentro de una hora de marcha llegaréis al corazón del Bezirk. —Trepó a la litera y ordenó—: ¡Corred, hombres, corred! No puede estar a más de tres o cuatro kilómetros en esta madriguera de piedra. Yo os guiaré, Si dejo de guiaros, podéis llevar mi cuerpo de vuelta a la superficie, para que reciba un espléndido funeral y sea lanzado al espacio en un ataúd-cohete, hacia una órbita sin retorno. No tenéis de que preocuparos. Sois nada más que máquinas, ¿verdad? —preguntó con voz estridente.
—Nada más —reconoció Flavio.
—Nada más —repitió Livio—. No obstante…
—No obstante, ¿qué? —preguntó el Señor Sto Odin.
—No obstante —continuó Livio—, sé que soy una máquina, y sé que conocí los sentimientos cuando era un hombre vivo. A veces me pregunto si las personas no llegarán demasiado lejos. Demasiado lejos con los robots. Quizá también demasiado lejos con la subgente. Todo era muy simple en otros tiempos, cuando todo lo que hablaba era humano y todo lo que no hablaba no lo era. Tal vez estéis llegando al final del camino.
—Si hubieras dicho eso en la superficie —rezongó el Señor Sto Odin—, tu llama de magnesio automática te habría volado la cabeza. Sabes que allá te controlan para que no albergues pensamientos ilegales.
—Claro que lo sé —dijo Livio—, y también sé que alguna vez debí de morir como hombre, ya que existo con forma de robot. La muerte no me pareció dolorosa entonces y quizá no lo sea tampoco la próxima vez. Pero la verdad es que nada tiene mucha importancia cuando estamos a tal profundidad bajo la superficie. Cuando se llega tan lejos, todo cambia. En realidad nunca comprendí por qué el interior de la Tierra era tan vasto y nauseabundo.
—No importa lo lejos que estemos —replicó el Señor Sto Odin en tono huraño—, sino dónde estamos. Éste es el Gebiet, donde todas las leyes pierden vigencia, y allá abajo, más adelante, está el Bezirk, donde nunca ha habido leyes. Llevadme deprisa. Quiero mirar al extraño músico con rostro de Akhenatón y quiero hablar con la muchacha que lo adora, Santuna. Corred con cuidado. Un poco hacia arriba, un poco a la izquierda. No os preocupéis si me duermo. Seguid andando. Despertaré cuando nos acerquemos a la música del congohelio. ¡Si la oigo ahora, a tal distancia, pensad cómo será cuando nos acerquemos!
Se tendió en el asiento. Los robots alzaron las varas de la litera y corrieron hacia donde les habían indicado.
Habían corrido más de una hora, con demoras ocasionales cuando les costaba desplazarse con firmeza en cañerías goteantes o pasajes derruidos, cuando la luz se volvió tan brillante que tuvieron que hurgar en los talegos y ponerse gafas de sol, las cuales tenían una apariencia muy extraña bajo los yelmos romanos de dos legionarios con armadura completa. (Más raro aún, por cierto, era que los ojos no fueran ojos; los ojos de los robots eran como canicas blancas nadando en peceras de tinta reluciente, y la mirada era opaca y lechosa). Miraron a su amo y vieron que aún no había despertado, así que asieron un extremo de la túnica del anciano y lo torcieron hasta formar una venda para protegerle los ojos de la resplandeciente luz.
La nueva luz hizo que las lámparas amarillas del pasillo parecieran opacas. La luz era como una aurora boreal comprimida y proyectada por el corredor del sótano de un hotel abandonado. Ninguno de los dos robots conocía la naturaleza de la luz, pero palpitaba en ritmos de cinco tiempos.
La música y las luces entorpecían a los robots mientras caminaban o trotaban rumbo al centro del mundo. El sistema de ventilación debía de ser muy potente, pues el calor interior de la Tierra todavía no les afectaba, a pesar de la gran profundidad.
Flavio ignoraba cuántos kilómetros habían recorrido bajo la superficie. Sabía que no era mucho en distancia planetaria, pero que sin duda era mucho para un paseo común.
El Señor Sto Odin se incorporó de pronto en la litera. Cuando los dos robots redujeron la marcha, rezongó.
—Adelante, adelante. Elevaré mi energía vital. Tengo suficientes fuerzas para resistirlo.
Extrajo el maniquí meee y lo estudió a la luz de la pequeña aurora boreal que palpitaba en el pasillo. El maniquí sufrió los cambios de diagnóstico y de colores. El Señor Sto Odin quedó satisfecho. Con dedos expertos y firmes se llevó el cuchillo a la nuca y subió el flujo de energía vitales a un nivel todavía más alto.
Los robots obedecieron las órdenes.
Las luces habían sido deslumbrantes. A veces dificultaban la marcha. Costaba creer que docenas, quizá cientos o miles de seres humanos hubieran podido orientarse en esos pasillos desconocidos para descubrir las entrañas del Bezirk, donde todo estaba permitido. Pero los robots tenían que creerlo. Ellos mismos habían estado antes allí y apenas recordaban cómo se habían orientado la anterior ocasión.
¡Y la música! Vibraba con más fuerza que antes. Les llegaba en pulsaciones de cinco notas, desgranando las tonalidades del pentapablo, el verso de cinco palabras que el gato-trovador G’pablo había elaborado siglos antes mientras tañía su g’laúd. La forma misma confirmaba y reforzaba la agudeza de los gatos combinada con la conmovedora inteligencia del ser humano. No resultaba extraño que la gente hubiera podido encontrar el camino.
En toda la historia del hombre, no había acto que no pudiera cometerse mediante una de las tres fuerzas más enconadas del espíritu humano: la fe religiosa, la vanagloria vengativa o la pura perversidad. Aquí, por amor a la perversidad, los hombres habían hallado el abismo ignoto y lo habían sometido a usos salvajes y obscenos. La música los llamaba.
Ésta era una música muy especial. Ahora llegaba hasta Sto Odin y sus legionarios de dos modos muy distintos, golpeándolos a través de la roca sólida y a través del laberinto de pasillos, transmitida por el aire denso y oscuro. Las luces del pasillo aún eran amarillas, pero los destellos electromagnéticos que seguían el ritmo de la música parecían anular la luz corriente. La música controlaba todas las cosas, determinaba el tiempo, llamaba a todos los seres vivos. Era una canción de un tipo que los dos robots no habían captado con tanta intensidad en su anterior visita.
Ni siquiera el Señor Sto Odin, pese a todos sus viajes y experiencias, la había oído antes.
Era todo esto:
El fragor, el calor y el sopor de las notas que brotaban del congohelio, un metal jamás fabricado para la música, materia y antimateria encerrados en una delicada malla magnética para ahuyentar los peligros más remotos del espacio. Ahora un fragmento sonaba en las honduras del cuerpo de la Vieja Tierra, emitiendo cadencias extrañas. El meneo, pataleo y ardiente contoneo de la música cabalgando en la roca viva, acompañándose a sí misma con ecos que se transmitían por el aire. La flecha deshecha de una erótica endecha gimiendo y gruñendo contra la piedra maciza.
Sto Odin despertó y dirigió una fiera mirada hacia delante, sin ver nada pero experimentándolo todo.
—Pronto aparecerán la puerta y la muchacha —anunció.
—¿Conoces esto, hombre? ¿Tú, que nunca has estado aquí? —se extrañó Livio.
—Lo conozco —afirmó el Señor Sto Odin—, porque lo conozco.
—Llevas las plumas de la inmunidad.
—Llevo las plumas de la inmunidad.
—¿Eso significa que nosotros, tus robots, también somos libres en el Bezirk?
—Tan libres como queráis —dijo el Señor Sto Odin—, siempre que cumpláis con mis deseos. De lo contrario, os mataré.
—Si seguimos andando —preguntó Flavio—, ¿podemos cantar la canción del subpueblo? Quizás haga que nos olvidemos de esta música terrible. La música tiene todos los sentimientos y nosotros no tenemos ninguno. Aun así nos perturba. No sé por qué.
—Mi contacto por radío con la superficie se ha interrumpido —señaló Livio—. Yo también necesito cantar.
—Adelante, cantad —admitió el Señor Sto Odin—. Pero seguid andando o moriréis.
Los robots cantaron al unísono:
Como mi furor.
Trago mi dolor.
No tienen alivio
la edad ni el martirio.
Llega nuestra hora.
Trabajo y no siento,
respiro mi aliento.
La muerte he de ver
sin una mujer.
Llega nuestra hora.
Los subhombres sudamos,
molemos, paleamos.
Pronto habrá clamores,
truenos y fragores.
Llega nuestra hora.
Aunque la canción tenía el bárbaro y antiguo ronquido de las gaitas, la melodía no podía conjurar ni anular el ritmo salvaje y coherente del congohelio, que ahora los asediaba desde todas partes.
—Bonito ejemplo de subversión, esta pieza —comentó con sequedad el Señor Sto Odin—, pero prefiero vuestra música al ruido que avanza a zarpazos por las honduras del mundo. Adelante, adelante. Debo conocer este misterio antes de morir.
—Nos resulta difícil soportar la música que nos llega a través de la roca —dijo Livio.
—Parece mucho más intensa que cuando vinimos aquí hace ya unos meses. ¿Es posible que haya cambiado? —preguntó Flavio.
—Éste es precisamente el misterio. Les dejamos tener el Gebiet, más allá de nuestra jurisdicción. Les dimos el Bezirk, para que actuaran a su antojo. Pero esta gente ordinaria ha creado o descubierto un poder extraordinario. Ha traído cosas nuevas a la Tierra. Quizá sea preciso que muramos los tres para resolver este problema.
—Nosotros no podemos morir como tú —objetó Livio—. Somos robots, y las personas cuya personalidad llevamos ya han muerto hace tiempo. ¿Quieres decir que nos apagarías?
—Quizá yo, o alguna otra fuerza. ¿Os importaría?
—¿Importarnos? ¿Quieres decir si nos afectaría emocionalmente? No lo sé —dudó Flavio—. Creía tener una experiencia real y plena cuando pronunciaste la frase summa nulla est y nos diste nuestra plena capacidad, pero esa música que oímos surte el efecto de mil consignas pronunciadas al mismo tiempo. Empiezo a preocuparme por mi vida, y creo estar experimentando lo que tu referencia explicaba con la palabra «miedo».
—Yo también lo siento —intervino Livio—. Antes no sabíamos que este poder existía en la Tierra. Cuando yo era estratega, alguien me habló de los indescriptibles peligros relacionados con los planetas Douglas-Ouyang, y ahora me parece que un peligro de esta especie se cierne sobre nosotros en este túnel. Algo que la Tierra jamás engendró. Algo que el hombre jamás creó. Algo que ningún robot podría dominar con sus cálculos. Algo salvaje y muy fuerte que surgió del uso del congohelio. Mira.
No era preciso que lo dijera. El pasillo mismo se había convertido en un arco iris viviente y pulsátil.
Doblaron en un recodo del corredor y llegaron…
A la última frontera del reino de la desolación.
A la fuente de la música diabólica.
Al límite del Bezirk.
Lo supieron porque la música los cegó, la luz los ensordeció, sus sentidos tropezaron y se aturdieron. Estaban en presencia del congohelio.
Había una puerta inmensa, tallada con intrincados ornamentos góticos. Una puerta demasiado grande para la necesidad de cualquier ser humano. En la puerta se dibujaba una silueta solitaria, los senos transfigurados en resplandores y oscuridades vividas por la brillante luz que manaba de un solo lado de la puerta, el derecho.
A través de la puerta se veía un salón inmenso cuyo suelo estaba cubierto por cientos de guiñapos andrajosos. Eran las personas, inconscientes. Entre ellas bailaba la alta figura de un hombre que blandía un objeto centelleante. El hombre se arqueaba, brincaba, ondulaba y giraba al son vibrátil de la música que él mismo producía.
—Summa nulla est —dijo el Señor Sto Odin—. Quiero que los dos os sintonicéis al máximo. ¿Estáis, pues, absolutamente alerta?
—Lo estamos, Señor —corearon Livio y Flavio.
—¿Tenéis vuestras armas?
—Nosotros no podemos usarlas —objetó Livio—, pues va contra nuestra programación, pero tú sí puedes, Señor.
—No estoy seguro —murmuró Flavio—. No estoy nada seguro. Estamos equipados con armas de superficie. Esta música, este hipnotismo, estas luces… quién sabe cómo nos han afectado a nosotros y nuestras armas, que no están diseñadas para funcionar a tanta profundidad.
—No temáis —dijo Sto Odin—. Yo me encargaré de todo.
Desenfundó un pequeño cuchillo.
Cuando el cuchillo relampagueó bajo las luces oscilantes, la muchacha del pórtico reparó al fin en el Señor Sto Odin y sus extraños compañeros.
La muchacha habló, y su voz hendió el aire denso con el acento de la claridad y la muerte.
—¿Quién eres —dijo—, que te atreves a traer armas a los últimos confines del Bezirk?
—Esto es sólo un pequeño cuchillo, señora —dijo el Señor Sto Odin—, y con él no puedo herir a nadie. Soy un viejo y estoy regulando mi botón de vitalidad para obtener más energía.
La muchacha lo observó sin curiosidad mientras Sto Odin se llevaba la punta del cuchillo a la nuca y lo hacía girar tres veces, resueltamente.
—Eres extraño, Señor —le dijo luego, escrutándolo—. Quizá resultes peligroso para mis amigos y para mí.
—No soy peligroso para nadie.
Los robots lo miraron, sorprendidos ante la riqueza y la plenitud de la voz. Había elevado su vitalidad en exceso, dándose con ese ritmo no más de un par de horas de vida, pero había recobrado la fuerza física y el vigor emocional de sus mejores años. Contemplaron a la muchacha. Había aceptado literalmente la afirmación de Sto Odin, casi como una verdad canónica e incontrovertible.
—Llevo estas plumas —continuó Sto Odin—. ¿Sabes qué significan?
—Veo que eres un Señor de la Instrumentalidad —respondió la muchacha—, pero no sé qué significan las plumas.
—Mi renuncia a la inmunidad. Quien sea capaz de hacerlo, tiene permiso para matarme o herirme sin peligro de castigo. —Sonrió con amargura—. Desde luego, tengo derecho a defenderme, y sé pelear, no lo dudes. Mi nombre es Sto Odin. ¿Por qué estás aquí, muchacha?
—Amo al hombre que está ahí dentro… si todavía es un hombre.
La muchacha calló y frunció los labios desconcertada. Resultaba extraño ver esos labios de niña apretados en un momentáneo tartamudeo del alma. Estaba allí, más desnuda que un recién nacido, el rostro embadurnado de cosméticos provocativos y excéntricos. Vivía para una misión de amor en las honduras de la nada y de ninguna parte, pero seguía siendo una muchacha, una persona, un ser humano capaz, como ahora mismo, de mantener una relación inmediata con otro ser humano.
—Él era un hombre, mi Señor, aun cuando volvió de la superficie con ese fragmento de congohelio. Hace sólo unas semanas, esas personas también bailaban. Ahora sólo yacen en el suelo. Ni siquiera mueren. Yo misma sostuve también el congohelio, y compuse música con el metal. Ahora el poder de la música está devorando a ese hombre, que baila sin cesar. Él no quiere venir a mí y yo no me atrevo a entrar donde está él. Temo terminar como otro guiñapo en el suelo.
Un crescendo de la intolerable música le hizo intolerable el lenguaje. Esperó a que pasara mientras el salón escupía una vibración violeta.
Cuando la música del congohelio se atenuó un poco, Sto Odin habló:
—¿Cuánto hace que él baila solo con ese extraño poder que lo posee?
—Un año. Dos años. Quién sabe. Yo bajé aquí y perdí la noción del tiempo cuando llegué. Los Señores no nos permiten tener siquiera relojes y calendarios en la superficie.
—Nosotros te vimos bailar hace sólo un décimo de año —interrumpió Livio.
La muchacha lo miró fugazmente, sin curiosidad.
—¿Sois los mismos robots que vinieron aquí hace un tiempo? Ahora tenéis otro aspecto. Parecéis soldados antiguos. No entiendo por qué… De acuerdo, puede haber sido una semana, o tal vez un año.
—¿Y qué hacías aquí abajo? —preguntó afablemente Sto Odin.
—¿Qué crees? —dijo ella—. ¿Por qué bajan aquí todos los demás? Huía del tiempo sin tiempo, de la vida sin vida, de la esperanza sin esperanzas que los Señores infligen a toda la humanidad en la superficie. Dejáis que los robots y las subpersonas trabajen, pero encarceláis a las personas verdaderas en una felicidad sin esperanzas ni escapatoria.
—Tengo razón —exclamó Sto Odin—. ¡Tengo razón, aunque me cueste la vida!
—No te comprendo —musitó la muchacha—. ¿Quieres decir que también tú, un Señor, has bajado aquí para escapar de la vana esperanza que nos ahoga a todos nosotros?
—No, no, no —replicó Sto Odin, mientras las cambiantes luces de la música del congohelio le dibujaban figuras exóticas en las facciones—. Sólo he querido decir que comenté a los demás Señores que algo como esto sucedía a las personas comunes en la superficie. Ahora repites exactamente lo que yo suponía. De todos modos, ¿quién eres tú?
La muchacha se miró el cuerpo sin vestimentas como si por primera vez reparara en su desnudez. Sto Odin vio el rubor que se le derramaba en el cuello y el pecho desde la cara.
—¿No lo sabías? —dijo ella en voz muy baja—. Aquí abajo nunca respondemos a esa pregunta.
—¿Tenéis reglas? —preguntó él—. ¿Tenéis reglas, incluso aquí, en el Bezirk?
La muchacha se animó al comprender que Sto Odin no había formulado aquella pregunta indecente con una intención sucia.
—No hay reglas —explicó con fervor—. Sólo hay acuerdos tácitos. Alguien me lo contó cuando abandoné el mundo normal y crucé la frontera del Gebiet. Supongo que a ti no te lo contaron porque eras un Señor, o porque se ocultaron de tus extraños robots guerreros.
—No encontré a nadie al bajar.
—Entonces se ocultaban de ti, mi Señor.
Sto Odin miró a sus legionarios para ver si confirmaban esa declaración, pero Flavio y Livio guardaron silencio. Se volvió hacia la muchacha.
—No me proponía espiar. ¿Puedes decirme qué clase de persona eres? No necesito señas personales.
—Cuando estaba viva, era una nacida-una-vez —contestó ella—. No viví el tiempo suficiente para ser renovada. Los robots y un subcomisionado de la Instrumentalidad me examinaron para ver si podían entrenarme para la Instrumentalidad. Inteligencia de sobra, dijeron, pero ningún carácter. Pensé mucho tiempo en ello. «Ningún carácter». Sabía que no podían matarme, y no quería vivir, así que puse cara de felicidad cada vez que pensaba que un monitor me vigilaba y me las ingenié para llegar al Gebiet. No era muerte ni era vida, pero significaba una escapatoria de esa diversión sin fin. Hacía poco que estaba aquí —señaló el Gebiet, por encima de ellos— cuando lo conocí a él. Nos enamoramos enseguida y él dijo que el Gebiet no implicaba una gran mejora respecto de la superficie. Dijo que él ya había estado aquí, en el Bezirk, buscando una muerte-fiesta.
—¿Una qué? —preguntó Sto Odin, como si no pudiera creer lo que oía.
—Una muerte-fiesta. Las palabras son suyas, también la idea. Lo seguí a todas partes y nos amamos. Lo esperé cuando él fue a la superficie a conseguir el congohelio. Pensé que su amor por mí alejaría de su mente la muerte-fiesta.
—¿Me estás contando toda la verdad? —preguntó Sto Odin—. ¿O es solo tu versión de la historia?
La muchacha tartamudeó una protesta, y él no volvió a preguntar. El Señor Sto Odin callaba, pero la escrutaba con atención.
La joven hizo una mueca, se mordió el labio, y al fin dijo claramente, a través de la música y las luces:
—Basta. Me estás haciendo daño.
El Señor Sto Odin la miró fijamente.
—No hago nada —objetó con inocencia, y siguió observándola. Había mucho que observar. Era una muchacha color miel. Aun a través de las luces y sombras, Sto Odin veía que la joven no llevaba ropa. Tampoco tenía un solo pelo en el cuerpo: ni cabello en la cabeza, ni cejas, quizá tampoco pestañas, aunque a esa distancia no podía asegurarlo. Ella se había dibujado unas cejas doradas en lo alto de la frente, dándose una continua expresión de interrogación burlona. También se había pintado la boca de oro, de modo que cuando hablaba sus palabras brotaban de una fuente áurea. También se había pintado los párpados superiores de color dorado, pero los inferiores eran negros como el carbón. El efecto total era ajeno a todas las experiencias previas de la humanidad: era dolor lascivo elevado a la milésima potencia, lujuria seca y perpetuamente insatisfecha, femineidad al servicio de propósitos remotos, humanidad cautivada por planetas extraños.
Sto Odin siguió escrutándola. Si la muchacha aún era humana, tarde o temprano esta actitud la obligaría a tomar la iniciativa. La estrategia dio resultado.
—¿Quién eres? —preguntó la muchacha—. Vives demasiado aprisa, con demasiada avidez. ¿Por qué no entras a bailar como los demás? —Señaló la puerta, el salón donde las siluetas harapientas e inconscientes yacían desparramadas en el suelo.
—¿A eso llamas bailar? —preguntó el Señor Sto Odin—. Yo no. Hay un hombre que baila. Los demás yacen en el suelo. Permíteme hacer la misma pregunta. ¿Por qué no bailas?
—Lo quiero a él, no a la danza. Soy Santuna y una vez él me cautivó con su amor humano, mortal, común. Pero se convierte en Joven-sol, cada día más, y baila con esas personas que yacen en el suelo.
—¿A eso le llamas bailar? —barbotó el Señor Sto Odin. Sacudió la cabeza y añadió con amargura—: No veo ninguna danza.
—¿No la ves? ¿De veras no la ves? —exclamó ella.
Sto Odin meneó la cabeza con un gesto terco y amargo.
La muchacha se volvió hacia el salón y soltó un gemido alto, claro y penetrante que incluso llegó a traspasar la pulsación quíntuple del congohelio.
—Joven-sol, Joven-sol, ¡óyeme! —gritó.
No hubo interrupción en el veloz trepidar de los pies, que trazaban ochos, ni en el movimiento de los dedos, que tamborileaban sobre el titilante borrón de metal que el bailarín acunaba en los brazos.
—¡Mi amante, mi amado, mi hombre! —gritó ella, con voz aún más estridente y perentoria que antes.
Hubo una ruptura en la cadencia de la música y la danza. El bailarín viró hacia ellos, reduciendo perceptiblemente el ritmo. Las luces del salón, la gran puerta y el pasillo se estabilizaron un poco. Sto Odin vio a la muchacha con mayor nitidez; realmente no tenía un solo pelo en el cuerpo. También vio al bailarín; el joven era alto, más flaco de lo que el sufrimiento vulgar permite a un hombre, y el metal que llevaba chispeaba como agua reflejando mil luces. El bailarín habló deprisa y con furia:
—Me llamas. Me has llamado mil veces. Entra, si quieres. Pero no me llames.
Mientras hablaba, la música se esfumó, los guiñapos del suelo empezaron a moverse, a gruñir, a despertar.
—Esta vez no era yo —tartamudeó precipitadamente Santuna—. Era esta gente. Uno de ellos es muy fuerte. No puede ver a los bailarines.
Joven-sol se volvió hacia el Señor Sto Odin.
—Pues entra y baila, si lo deseas. Ya estás aquí. No te cuesta nada. Estas máquinas que traes —señaló a los legionarios-robot— no podrán bailar. Apágalas.
El bailarín empezó a alejarse.
—No bailaré, pero me gustaría ver la danza —dijo Sto Odin con forzada afabilidad. No le gustaba aquel joven, la fosforescencia de su piel, el peligroso metal que acunaba en el brazo, el impulso suicida de su contoneo. De todos modos, en las profundidades sobraba luz y escaseaban explicaciones sobre lo que ocurría.
—Hombre, eres un fisgón. Resulta muy desagradable en un viejo como tú. ¿O sólo quieres ser hombre? —dijo el Joven-sol.
El Señor Sto Odin empezó a perder la paciencia.
—¿Quién eres tú, hombre, para llamar hombre al hombre de esta manera? ¿Acaso sigues siendo humano?
—Quién sabe. ¿A quién le importa? He desatado la música del universo. He anegado esta cámara con toda la felicidad imaginable. Soy generoso. La comparto con estos amigos míos. —Joven-sol señaló los guiñapos andrajosos del suelo, que habían empezado a contorsionarse desdichadamente sin la música. Al distinguir más claramente el salón, Sto Odin advirtió que los guiñapos eran gente joven, casi todos hombres, aunque descubrió algunas muchachas. Todos parecían enfermos, débiles y pálidos.
—No me gusta lo que veo ahí —replicó—. Casi siento la tentación de atraparte y quitarte ese metal.
El bailarín giró sobre el talón del pie derecho, como para alejarse de un brinco en una cabriola audaz.
El Señor Sto Odin entró en el salón, siguiendo a Joven-sol.
Joven-sol giró sobre sí mismo y se puso de nuevo frente a Sto Odin expulsándolo a empellones y obligándolo firme e irresistiblemente a retroceder tres pasos.
—Flavio, quítale el metal. Livio, captura al hombre —escupió Sto Odin.
Los robots no se movieron.
Sto Odin, la sensibilidad y la fuerza exaltadas por el giro brutal que había dado a su botón de vitalidad, saltó hacia delante para apropiarse del congohelio sin ayuda. Pero dio un solo paso: quedó inmovilizado en el pórtico.
No se sentía así desde la última vez que los médicos lo habían puesto en una máquina quirúrgica, cuando descubrieron que parte del cráneo sufría un cáncer óseo a causa de viejas radiaciones del espacio y los subsiguientes efectos de la edad. Le habían implantado un semicráneo protésico y durante la operación lo habían inmovilizado con correas y drogas. Esta vez no había correas ni drogas, pero las fuerzas que había invocado Joven-sol eran igualmente fuertes.
El bailarín danzaba trazando un enorme ocho entre los cuerpos vestidos que yacían en el suelo. Cantaba la canción que Flavio había repetido mucho más arriba, en la superficie de la Tierra, la canción del llorón.
Pero Joven-sol no lloraba.
Tenía el ascético y descarnado rostro contraído en una ancha mueca burlona. Cuando cantaba sobre la pena, no expresaba la pena, sino burlas y risas, desprecio por la vulgar pena humana. El congohelio palpitaba y la aurora boreal casi encegueció a Sto Odin. Había otros dos tambores en medio del salón, uno producía notas agudas y el otro notas aún más agudas.
El congohelio resonó: color-color-dolor-dolor-sopor.
El tambor grande barbotó, cuando Joven-sol pasó por el lado y lo rozó con los dedos: ¡ritiplín, ritiplín, rataplán, ritiplín!
El tambor extraño y pequeño sólo emitió dos notas, y casi las graznó: ¡kid-nork, kid-nork, kid-nork!
Cuando Joven-sol regresó bailando, al Señor Sto Odin le pareció oír la voz de la muchacha Santuna llamando a Joven-sol, pero no pudo volver la cabeza para comprobarlo.
Joven-sol se detuvo frente a Sto Odin, los pies aún entregados a la danza mientras los pulgares y las palmas arrancaban torturantes e hipnóticas disonancias al brillante congohelio.
—Viejo, has tratado de engañarme. Has fallado.
El Señor Sto Odin intentó hablar, pero los músculos de la boca y la garganta no le respondieron. Se preguntó qué fuerza era ésa, capaz de sofocar todo esfuerzo voluntario pero sin impedir que el corazón palpitara libremente, los pulmones respiraran, el cerebro (el natural y el artificial) pensara.
El joven siguió bailando. Se alejó unos pasos danzando, se volvió y regresó bailando hasta Sto Odin.
—Llevas las plumas de la inmunidad. Tengo permiso para matarte. Si lo hiciera, la Dama Mmona, el Señor Nuru-or y el resto de tus amigos no se enterarían de lo ocurrido.
Si Sto Odin hubiera podido mover los párpados, había abierto los ojos de asombro al enterarse de que un bailarín supersticioso, en las honduras de la Tierra, conocía los secretos de la Instrumentalidad.
—No puedes creer en lo que ves, aunque se te presenta sin dificultad —dijo Joven-sol más seriamente—. Crees que un loco ha descubierto un modo de obrar milagros con un fragmento del congohelio traído a estas profundidades. ¡Viejo imbécil! Un loco cualquiera no habría traído este metal hasta aquí sin destruir el fragmento o volarse a sí mismo. Ningún hombre podía hacer lo que yo hice. Estás pensando: si el tahúr que tomó el nombre de Joven-sol no es un hombre, ¿entonces qué es? ¿Qué trae el poder y la música del Sol a tanta profundidad? ¿Quién hace soñar a los desdichados del mundo un sueño demencial y feliz mientras sus vidas se derraman y vierten en mil clases de tiempos, mil clases de mundos? No tienes que preguntarlo. Sé muy bien lo que estás pensando. Lo bailaré para ti. Soy un hombre muy amable, aunque no te agrade mi persona.
Los pies del bailarín no habían cesado de moverse en el mismo sitio mientras hablaba.
De pronto se alejó en un torbellino, brincando y saltando sobre los desdichados humanos tendidos en el suelo.
Pasó junto al tambor grande y lo tocó: ¡ritiplín, rataplán!
Rozó el tambor pequeño con la mano izquierda: ¡kid-nork, kid-nork!
Cogió con ambas manos el congohelio, como para despedazarlo entre los fuertes dedos.
El salón entero ardía de música, relucía de truenos mientras los sentidos humanos se interpenetraban. El Señor Sto Odin sintió que el aire le azotaba la piel como aceite frío. Joven-sol, el bailarín, se volvió transparente y a través de él el Señor Sto Odin vislumbró un paisaje que no era de la Tierra ni lo sería jamás.
—Fluminiscentes, luminiscentes, incandescentes, fluorescentes —cantó el bailarín—. Así son los mundos de los planetas Douglas-Ouyang, siete planetas en un grupo cerrado, todos viajando juntos alrededor de un único sol. ¡Mundos de magnetismo salvaje y polvareda perpetua, donde las superficies de los planetas cambian con el antojadizo magnetismo de sus erráticas órbitas! Mundos extraños, donde las estrellas bailan danzas más salvajes que ninguna danza jamás concebida por el hombre. Planetas que tienen una conciencia común, aunque quizá no inteligencia; planetas que llamaron a través del espacio y del tiempo buscando compañía hasta que yo, el tahúr, bajé a esta caverna y los encontré. Allí donde tú los habías dejado, Señor Sto Odin, cuando dijiste a un robot: «No me gusta el aspecto de esos planetas». Eso dijiste, Sto Odin, dirigiéndote a un robot, hace mucho tiempo. «La gente podría caer enferma o perder el juicio sólo con mirarlos», dijiste, Sto Odin, hace mucho, mucho tiempo. «Almacena el conocimiento en un ordenador oculto», ordenaste, Sto Odin, antes de que yo naciera. Pero el ordenador era el que está en el rincón, a tus espaldas, aunque no puedes volverte para verlo. Vine a este recinto en busca de este suicidio-fiesta, algo realmente insólito que escandalizaría a los idiotas cuando descubrieran que había escapado. Bailé aquí en la oscuridad, casi como bailo ahora, y había tomado más de diez clases de drogas, de modo que estaba desenfrenado, libre y muy receptivo. El ordenador me habló, Sto Odin. Tu ordenador, no el mío. Me habló a mí, ¿y sabes qué dijo?
»Nada pierdes con saberlo, Sto Odin, porque estás muriendo. Elevaste tu vitalidad para luchar conmigo. Te he paralizado. ¿Podría hacerlo si fuera un hombre común? Mira. Me materializaré de nuevo.
Con un irisado trompetazo de acordes y sonidos, Joven-sol torció otra vez el congohelio hasta que la cámara interior y el pasillo estallaron en luces de mil colores y el aire de las profundidades se inundó de una música que parecía psicótica, porque ninguna mente humana la había inventado. El Señor Sto Odin, aprisionado en su propio cuerpo, con los dos legionarios-robot petrificados tras él, temió morir en vano, y se preguntó si antes de la muerte ese bailarín lo dejaría ciego y sordo. El congohelio palpitaba y brillaba.
Joven-sol retrocedió bailando sobre los cuerpos, retrocedió bailando con pasos de extraña cadencia, como si se lanzara a una carrera salvaje y competitiva cuando la música y sus propios pasos lo llevaban hacia atrás, hacia el centro del recinto. La figura saltó a una extraña posición, el rostro vuelto hacia abajo, como si Joven-sol estuviera estudiando sus propios pasos en el suelo, con el congohelio en lo alto y detrás de la nuca, las piernas alzadas en una postura cruel, las rodillas erguidas.
De nuevo el Señor Sto Odin creyó oír la llamada de la muchacha, pero no logró distinguir las palabras.
Los tambores sonaron de nuevo: ¡ritiplín, ritiplín, rataplán!, y luego: ¡kid-nork, kid-nork, kid-nork!
El bailarín habló cuando se apaciguó aquel pandemonio. Habló, y la voz era aguda, extraña, como una mala grabación reproducida en una máquina inadecuada.
—El algo te está hablando. Puedes decir lo que quieras.
El Señor Sto Odin descubrió que podía mover la garganta y los labios. Despacio, con cautela, como un viejo soldado, probó suerte con los pies y los dedos, pero no se movían. Sólo podía usar la voz. Habló y dijo lo obvio:
—¿Quién eres, algo?
Joven-sol miró a Sto Odin. Estaba erguido y sereno. Sólo movía los pies, que trazaban una figura ágil y salvaje que no afectaba al resto del cuerpo. Al parecer, tenía que seguir bailando para mantener el contacto entre la misteriosa presencia de los planetas Douglas-Ouyang, el fragmento del congohelio, el bailarín más que humano y las figuras atormentadas y jubilosas tendidas en el suelo. El rostro en sí revelaba compostura, casi tristeza.
—Me han pedido —le contestó Joven-sol— que te muestre quién soy.
Bailó alrededor de los tambores. ¡Rataplán, rataplán! ¡Kid-nork, kid-nork, kid-nork-nork!
Levantó el congohelio y lo torció arrancándole un gran gemido. Sto Odin tuvo la certeza de que un sonido tan salvaje y desolado atravesaría muchos kilómetros, hasta llegar a la superficie de la Tierra, pero su juicio prudente le aseguró que aquello era una fantasía engendrada por su situación personal, y que cualquier sonido lo bastante intenso como para llegar a la superficie también haría desmoronar sobre sus cabezas la mellada y resquebrajada roca del techo.
El congohelio agotó los colores del espectro antes de detenerse en un rojo hígado, húmedo y oscuro, muy cercano al negro.
El Señor Sto Odin, en ese momentáneo cuasisilencio, descubrió que le habían volcado toda la historia en la mente sin modularla ni articularla en palabras. La verdadera historia del recinto había irrumpido indirectamente en su memoria, por así decirlo. Hacía un momento no sabía nada de ella; un instante después fue como si le hubiera recordado la mayor parte de su vida.
También se sintió liberado.
Se tambaleó, retrocediendo un par de pasos.
Para su inmenso alivio, los robots se volvieron, también libres, y lo acompañaron. Y dejó que lo sostuvieran por las axilas.
De pronto alguien le cubrió la cara de besos.
Su mejilla plástica sintió, lejana y vagamente, la impronta viva y real de unos labios de mujer humana. Era aquella extraña muchacha —bella, calva, desnuda y de labios áureos— que había esperado y gritado desde el umbral.
A pesar de la fatiga física y la repentina conmoción del conocimiento súbito, el Señor Sto Odin supo lo que debía decir:
—Muchacha, has gritado por mí.
—Sí, mi Señor.
—¿Has tenido la fuerza de mirar el congohelio y no sucumbir a él?
La muchacha asintió en silencio.
—¿Has tenido la fuerza de voluntad para no entrar en ese cuarto?
—No es fuerza de voluntad, mi Señor. Simplemente, amo a ese hombre.
—¿Has esperado, muchacha, muchos meses?
—No de forma constante. Subo por el pasillo cuando necesito comer, beber, dormir o hacer mis necesidades. Incluso tengo espejos, peines, pinzas y maquillaje allí, para ponerme hermosa como me querría Joven-sol.
El Señor Sto Odin miró por encima del hombro. La música sonaba débil y trasuntaba otras emociones además del pesar. El bailarín ejecutaba una danza larga y lenta, arrastrándose y estirándose, mientras se pasaba el congohelio de una mano a la otra.
—¿Me oyes, bailarín? —exclamó el Señor Sto Odin, pues la Instrumentalidad ya le corría de nuevo por las venas.
El bailarín no habló ni cambió de actitud. Pero imprevistamente el tambor pequeño sonó: kid-nork, kid-nork.
—Él, y el rostro que está detrás de él, dejarán que esta muchacha se marche si al partir ella se olvida de él y de este lugar. ¿Lo harás? —invocó Sto Odin al bailarín.
Ritiplín, rataplán, retumbó el tambor grande, que no había sonado desde que Sto Odin había quedado en libertad.
—Pero yo no quiero irme —murmuró la muchacha.
—Sé que no quieres irte. Te irás para complacerme. Podrás volver en cuanto yo haya terminado con mi trabajo. —La muchacha no añadió ninguna objeción, y Sto Odin continuó—: Uno de mis robots, Livio, el que lleva la impronta de un psiquiatra, correrá contigo, pero le ordeno que olvide este lugar y cuanto está asociado con él. Summa nulla est. ¿Me has oído, Livio? Correrás con esta muchacha y olvidarás. Correrás y olvidarás. Tú también correrás y olvidarás, mi querida Santuna, pero dentro de dos terranictémeros recordarás apenas lo suficiente para regresar aquí si lo deseas, si lo necesitas. De lo contrario te presentarás ante la Dama Mmona y aprenderás de ella lo necesario para el resto de tu vida.
—¿Estás prometiendo, Señor, que dentro de dos días y dos noches podré volver si lo deseo?
—Ahora corre, muchacha, corre. Corre a la superficie. Livio, cógela en brazos si es preciso. ¡Pero corre, corre, corre! No sólo Santuna depende de ello.
Santuna lo miró intensamente. Su desnudez era inocencia. Los párpados dorados se unieron a los párpados negros cuando ella pestañeó y se enjugó un par de lágrimas.
—Bésame y correré.
Sto Odin se inclinó y la besó.
La muchacha se volvió, miró por última vez a su amado bailarín y se internó deprisa en el pasillo. Livio corrió grácil e infatigablemente tras ella. Al cabo de veinte minutos llegarían a los límites superiores del Gebiet.
—¿Sabes qué estoy haciendo? —le dijo Sto Odin al bailarín.
Esta vez el bailarín y la fuerza que lo apoyaba no se dignaron responder.
—Agua —pidió Sto Odin—. Hay una jarra de agua en mi litera. Llévame allí, Flavio.
El legionario robot subió al viejo y trémulo Sto Odin a la litera.
Luego el Señor Sto Odin puso en práctica la artimaña que cambió la historia humana durante muchos siglos, y que hizo saltar una enorme caverna en las entrañas de la Tierra.
Se valió de uno de los trucos más secretos de la Instrumentalidad.
Tri-pensó.
Sólo unos pocos expertos podían tri-pensar, cuando se les daba todo el entrenamiento posible. Por suerte para la humanidad, el Señor Sto Odin era uno de ellos.
Puso en acción tres niveles de pensamiento. En el nivel superior tuvo un comportamiento racional mientras exploraba el viejo recinto; en un nivel inferior de su mente planeó una sorpresa desconcertante para el bailarín del congohelio. Pero en el tercer nivel, el más bajo, resolvió lo que debía hacer en un santiamén y encomendó el resto a su sistema nervioso autónomo.
He aquí las órdenes que dio:
Flavio debía sintonizarse en alerta extrema y prepararse para atacar.
Habría que llegar al ordenador y decirle que grabara todo el episodio, todo lo que Sto Odin había aprendido, e indicarle cómo tomar medidas de precaución mientras Sto Odin no dedicaba al asunto más pensamientos conscientes. La Gestalt de acción —la estructura general de represalia— estuvo clara durante unas milésimas de segundo en la mente de Sto Odin y luego se esfumó.
La música se elevó en un rugido.
Una luz blanca envolvió a Sto Odin.
—¡Has querido hacerme daño! —exclamó Joven-sol desde detrás de la puerta gótica.
—Quería hacerte daño —concedió Sto Odin—, pero ha sido un pensamiento pasajero. No he hecho nada. Tú me controlas.
—Yo te controlo —masculló el bailarín. Kid-nork, kid-nork, repicó el tambor pequeño—. No te pierdas de vista. Cuando estés preparado para entrar, llámame, o simplemente piénsalo. Te recibiré y te acompañaré.
—De acuerdo.
Flavio aún lo sostenía. Sto Odin se concentró en la melodía que Joven-sol estaba creando, una canción salvaje y nueva jamás sospechada en la historia del mundo. Se preguntó si podría sorprender al bailarín replicándole con su propia canción. En ese mismo instante, sus dedos realizaban un tercer conjunto de acciones que la mente de Sto Odin ya no tenía que controlar. La mano de Sto Odin abrió una tapa en el pecho del robot y le palpó los controles laminados del cerebro. La misma mano alteró ciertas conexiones, ordenando que el robot, al cabo de un cuarto de hora, matara a todas las formas de vida a su alcance excepto al que impartía las órdenes. Flavio no supo lo que le habían hecho. Sto Odin ni siquiera advirtió lo que había hecho su mano.
—Llévame hasta el viejo ordenador —ordenó Sto Odin al robot Flavio—. Quiero descubrir cómo es posible que la extraña historia que acabo de saber sea cierta. —Sto Odin seguía pensando en una música capaz de sobresaltar incluso al bailarín que empuñaba el congohelio.
Se detuvo frente al ordenador.
Su mano, respondiendo a la orden de tri-pensamiento que había recibido, conectó el ordenador y pulsó el botón Grabar esta escena. Los viejos relés del ordenador casi rezongaron cuando se pusieron en marcha y obedecieron.
—Déjame ver el mapa —pidió Sto Odin al ordenador.
Lejos, a sus espaldas, el bailarín había acelerado el ritmo en un rápido bailoteo de ardiente suspicacia.
El mapa apareció en el ordenador.
—Hermoso —murmuró Sto Odin.
Todo el laberinto se había vuelto comprensible. Exactamente por encima de ellos transcurría uno de esos antiguos y herméticos pasajes antisísmicos, un conducto hueco, recto y tubular de doscientos metros de anchura y varios kilómetros de altura. En la parte superior tenía una tapa que impedía la entrada del cieno y el agua del lecho oceánico. En la parte inferior, como no había que tener en cuenta más presión que la del aire, lo habían cerrado con un plástico que parecía roca, para que ni las personas ni los robots que pasaran junto a la abertura intentaran entrar en el pasaje.
—¡Mira lo que hago! —gritó el Señor Sto Odin en dirección al bailarín.
—Estoy mirando —dijo Joven-sol, y hubo casi un gruñido de perplejidad en su canturreada respuesta.
Sto Odin sacudió el ordenador, lo acarició con los dedos de la mano derecha y tecleó una orden muy específica. La mano izquierda —precondicionada por el tri-pensamiento— codificó en el panel de emergencia del costado del ordenador dos instrucciones técnicas simples y claras.
La risa de Joven-sol vibró a espaldas de Sto Odin.
—Estás pidiendo que te envíen un fragmento de congohelio. ¡Detente! Detente, antes que lo firmes con tu nombre y con tu autoridad de Señor de la Instrumentalidad. Sin la firma tu mensaje es inofensivo. El ordenador central de superficie pensará que es un chiflado del Bezirk que pide cosas descabelladas. —La voz se intensificó de golpe—. ¿Por qué la máquina sólo ha emitido la señal «recibido y ejecutado»?
—No lo sé —mintió afablemente el Señor Sto Odin—. Quizá me envíen un fragmento de congohelio comparable al tuyo.
—¡Mientes! —exclamó el bailarín—. Acércate a la puerta.
Flavio condujo al Señor Sto Odin hasta la bella y ridícula arcada gótica.
El bailarín brincaba ya sobre un pie, ya sobre el otro. El congohelio emitía un rojo opaco de alerta. La música lloraba como si todo el furor y el recelo de la humanidad se hubieran incorporado a una nueva e inolvidable fuga, como un delirante contrapunto atonal del Tercer Concierto de Branderburgo de Johann Sebastian Bach.
—Estoy aquí —anunció el Señor Sto Odin con severidad.
—¡Estás muriendo! —exclamó el bailarín.
—Ya estaba muriendo antes de que me vieras por primera vez. Coloqué mi control de vitalidad al máximo después de entrar en el Bezirk.
—Entra, pues —le invitó Joven-sol—, y no morirás nunca.
Sto Odin aferró el borde de la puerta y se dejó caer en el suelo de piedra. Sólo habló cuando estuvo cómodamente sentado.
—Estoy agonizando, es verdad. Pero preferiría no entrar. Simplemente miraré tu danza mientras muero.
—¿Qué haces? ¿Qué has hecho? —exclamó Joven-sol. Dejó de bailar y se acercó a la puerta.
—Léeme si quieres.
—Te estoy leyendo, pero sólo veo tu deseo de conseguir un fragmento del congohelio para ti y de superarme con ventaja en la danza.
En ese instante Flavio entró en acción. Retrocedió hacia la litera, se inclinó y regresó a la puerta. En cada mano empuñaba una enorme esfera de acero sólido.
—¿Qué hace el robot? —gritó el bailarín—. ¡Estoy examinando tu mente, pero no le dices nada! Él emplea esas bolas de acero para allanar obstáculos…
Jadeó cuando se inició el ataque.
Con movimientos más veloces que el ojo humano, el brazo del robot Flavio, capaz de alzar sesenta toneladas, silbó en el aire mientras arrojaba el primer proyectil de acero directamente hacia Joven-sol. El bailarín, o el poder que tenía dentro, brincó a un lado con celeridad de insecto. La bola atravesó dos de los harapientos cuerpos humanos tendidos en el suelo. Un cuerpo soltó un bufido al morir, pero el otro no emitió ningún sonido; el impacto le había arrancado la cabeza.
Antes de que el bailarín pudiera hablar, Flavio arrojó la segunda bola.
Esta vez dio en la puerta. Los poderes que habían inmovilizado a Sto Odin y sus robots se activaron otra vez. La bola cantó mientras atravesaba el pórtico y frenaba en medio del aire, cantó de nuevo cuando el pórtico se la arrojó de vuelta a Flavio.
Al volver, la bola no tocó la cabeza de Flavio, pero le aplastó el pecho. Allí estaba su cerebro verdadero. Se produjo un chisporroteo de luz cuando el robot se extinguió pero, en su agonía, Flavio cogió la bola por última vez y se la arrojó a Joven-sol. El robot quedó definitivamente desactivado y la pesada bola, lanzada un poco al azar, hirió al Señor Sto Odin en el hombro derecho. El señor Sto Odin experimentó dolor hasta que se arrastró hasta el maniquí meee y anuló todos los dolores. Luego se examinó el hombro. Estaba casi deshecho. La sangre del cuerpo orgánico y el fluido hidráulico de las prótesis se unieron en un lento y gorgoteante torrente mientras los líquidos se unían y fundían y le corrían por el costado.
El bailarín casi olvidó la danza.
Sto Odin se preguntó hasta dónde habría llegado la muchacha.
La presión del aire cambió.
—¿Qué le pasa al aire? ¿Por qué pensaste en la muchacha? ¿Qué sucede?
—Lee mis pensamientos —sugirió el Señor Sto Odin.
—Primero bailaré y recobraré mis poderes.
Por unos minutos pareció que el bailarín que empuñaba el congohelio causaría un alud.
El Señor Sto Odin, agonizante, cerró los ojos y descubrió que la muerte era apacible. El fulgor y el ruido del mundo circundante seguían siendo interesantes, pero habían perdido toda su importancia.
El congohelio con mil luces irisadas y cambiantes y el bailarín se habían vuelto casi transparentes cuando Joven-sol se volvió para leer la mente de Sto Odin.
—No veo nada —comentó Joven-sol, preocupado—. Tu control de vitalidad está demasiado alto y pronto morirás. ¿De dónde viene todo este aire? Me parece oír un fragor lejano. Pero no lo provocas tú. Tu robot enloqueció. Todo lo que haces es contemplarme con satisfacción y morir. Es muy raro. ¡Quieres morir a tu manera cuando podrías vivir vidas inimaginables con nosotros!
—Así es —respondió el Señor Sto Odin—. Muero a mi manera. Pero baila para mí, baila para mí con el congohelio, mientras te cuento tu propia historia tal como tú me la has transmitido. Será un verdadero placer aclarar esa historia antes de morir.
El bailarín titubeó, empezó a bailar y se volvió de nuevo hacia el Señor Sto Odin.
—¿Estás seguro de que quieres morir? Con el poder de lo que tú llamas los planetas Douglas-Ouyang, que recibo aquí con la ayuda del congohelio, podrías estar cómodo mientras yo bailo, e incluso podrías morir cuando quisieras. Los botones de vitalidad son mucho más débiles que los poderes que domino. Incluso podría ayudarte a cruzar el umbral de mi puerta…
—No. Sólo baila para mí mientras muero. A mi manera.
Así cambió el mundo. Millones de toneladas de agua se precipitaban sobre ellos.
Al cabo de pocos minutos el Gebiet y el Bezirk quedarían inundados mientras el aire subía silbando. Sto Odin advirtió satisfecho que había un conducto de aire en la parte superior de la cámara del bailarín. No se permitió tri-pensar lo que sucedería cuando la materia y la antimateria del congohelio quedaran sumergidas en torrentes de agua salada. Algo así como una explosión de cuarenta megatones, supuso, con la fatiga de un hombre que ha meditado un problema en el pasado y lo recuerda fugazmente mucho después.
Joven-sol estaba recreando la religión anterior a la era del espacio. Entonaba himnos, alzaba los ojos y las manos y el fragmento de congohelio al Sol; tocaba el son de los derviches giratorios, las campanas del templo del Hombre de los Dos Maderos y las otras campanas, las del santo que había escapado del tiempo simplemente viéndolo y saliendo de él. ¿Se llamaba Buda? Y pasó luego a las graves blasfemias que afligieron a la humanidad después de la caída del Mundo Antiguo.
La música lo acompañaba.
La luz también.
Procesiones de sombras espectrales siguieron a Joven-sol mientras mostraba cómo la humanidad antigua había encontrado los dioses, y el Sol, y luego otros dioses. Concedió a la danza el misterio más antiguo del hombre: que el hombre fingiera temer a la muerte cuando lo que no comprendía era la vida misma.
Y mientras él bailaba, el Señor Sto Odin le repitió su propia historia:
—Huiste de la superficie, Joven-sol, porque la gente era imbécil y feliz, y aburrida en su lamentable felicidad. Huiste porque no soportabas ser un ave de corral, criada antisépticamente, amparada por un techo y congelada al morir. Te uniste a los demás disconformes, personas brillantes e inquietas que buscaban la libertad en el Gebiet, Conociste sus drogas, licores y tabacos. Disfrutaste de sus mujeres, y sus fiestas, y sus juegos. No bastaba. Te convertiste en un caballero suicida, un héroe que buscaba una muerte-fiesta que te invistiera de individualidad. Bajaste al Bezirk, el lugar más olvidado y aborrecible. No encontraste nada. Sólo máquinas viejas y pasillos desiertos. Aquí y allá unas cuantas momias y huesos. Sólo las luces calladas y el murmullo tenue del aire en los pasillos.
—Ahora oigo agua —comentó el bailarín, sin dejar de bailar—, un torrente de agua. ¿No la oyes, Señor agonizante?
—Si lo oyera, no me importaría. Sigamos con tu historia. Llegaste a esta cámara. Esa puerta estrafalaria la hacía muy adecuada para una muerte-fiesta como la que siempre habíais deseado los renegados, sólo que la muerte no tenía mucho sentido a menos que otros supieran que la habías elegido deliberadamente, y que supieran cómo. De cualquier manera, el camino de regreso hasta el Gebiet, donde estaban tus amigos, era largo, así que dormiste junto a este ordenador.
»Durante la noche, mientras dormías, mientras soñabas, el ordenador te cantó:
¡Necesito un perro provisional
para un trabajo provisional
en un sitio provisional
como la Tierra!
»Al despertar descubriste con asombro que habías soñado una música totalmente nueva. Una música realmente salvaje que estremecía a las personas con su exquisita depravación. Y con la música, tenías una misión. Robar un fragmento del congohelio.
»Eras un hombre inteligente, Joven-sol, antes de tu descenso hasta aquí. Los planetas Douglas-Ouyang te dominaron y te hicieron mil veces más inteligente. Tú y tus amigos, según me has contado tú hace apenas media hora (o me ha contado la presencia que se esconde en ti), tú y tus amigos robasteis una consola de comunicación subespacial, establecisteis contacto con los planetas Douglas-Ouyang, y el espectáculo os embriagó. Iridiscente, luminiscente. Cataratas cuesta arriba. Ese tipo de cosas.
»Y conseguiste el congohelio. El congohelio está hecho de materia y antimateria separadas por una lámina magnética dual. Así, la presencia de los planetas Douglas-Ouyang te independizó de tus procesos orgánicos. Ya no necesitabas alimento ni descanso, ni siquiera aire ni bebida. Los planetas Douglas-Ouyang son muy viejos. Te mantenían como enlace. Ignoro qué se proponían hacer con la Tierra y la humanidad. Si esta historia se difunde, las generaciones futuras te llamarán el mercader de la amenaza, pues te serviste de la normal atracción humana hacia el peligro para atrapar a otros con hipnotismo y con música.
—Oigo agua —interrumpió Joven-sol—. ¡Oigo agua!
—Olvídalo —dijo el Señor Sto Odin—, tu historia es más importante. De todos modos, ¿qué podríamos hacer tú o yo? Yo estoy agonizando en un charco de sangre y fluidos. Tú no puedes irte de aquí con el congohelio. Déjame continuar. O quizá la entidad de Douglas-Ouyang, fuera lo que fuese…
—Es —replicó Joven-sol.
—… sea lo que fuere, entonces, ansiaba tan sólo una compañía sensual. Sigue bailando, hombre, sigue bailando.
Joven-sol bailó y los tambores lo acompañaron, ¡rataplán, rataplán!, ¡kid-nork, nork!, mientras el congohelio hacía vibrar la música a través de la roca sólida.
El otro rumor persistía.
Joven-sol se interrumpió y miró.
—Es agua. Es agua.
—Quién sabe —dijo el Señor Sto Odin.
—Mira —chilló Joven-sol, alzando el congohelio—. ¡Mira!
El Señor Sto Odin no necesitaba mirar. Sabía de sobra que las primeras toneladas de agua, turbias y agitadas, habían irrumpido rugiendo en el pasillo y las cámaras.
—¿Qué haré? —chilló la voz de Joven-sol. Sto Odin pensó que no hablaba el bailarín, sino un mecanismo que utilizaba la energía de los planetas Douglas-Ouyang. Un poder que había intentado entablar amistad con el hombre, pero había encontrado al individuo equivocado y la amistad equivocada.
Joven-sol recuperó la compostura. Sus pies chapotearon en el agua mientras bailaba. Los colores se reflejaron en el agua que entraba. ¡Ritiplín, ritiplín!, sonó el tambor grande. Kid-nork, kid-nork replicó el tambor pequeño. Color, color, dolor, dolor, sopor, produjo el congohelio.
El Señor Sto Odin sintió que los viejos ojos se le nublaban pero aún podía ver la imagen flamígera del frenético bailarín.
«Es un buen modo de morir», pensó mientras moría.
Muy arriba, en la superficie del planeta, Santuna sintió que el continente jadeaba bajo sus pies y vio cómo se oscurecía el horizonte hacia el este cuando un volcán de vapor lodoso estalló en el mar tranquilo, azul y soleado.
—¡Esto no se debe repetir, jamás! —dijo, pensando en Joven-sol, el congohelio y la muerte del Señor Sto Odin—. Hay que hacer algo —añadió para sí misma.
Y lo hizo.
En siglos posteriores reintrodujo la enfermedad, el peligro y el desamparo, para aumentar la felicidad del hombre. Fue una de las principales artífices del Redescubrimiento del Hombre, y en el momento cumbre de su carrera se le conocía como la Dama Alice More.