Aquella tarde, Lindroth los acompañó a la quinta de los Selander. No había estado nunca allí, y pensaba que sería interesante recorrerla y contemplar todo: la columna de la escalera que había sido la que había dado la primera pista. Quería también familiarizarse con la atmósfera que había rodeado a Emilie, y en la que David, Jonás y Annika habían pasado el verano y compartido tantas emociones.
Sí, quería conocer el entorno de la colección de cartas. Sabía que nunca comprenderían del todo a Andreas, Emilie y Magdalena, pero quería acercarse a ellos todo los posible, antes de tomar una decisión sobre las cartas.
—¡Qué emoción! —exclamó cuando se halló frente a la selandria y aspiró el aroma de sus numerosísimas flores azules—. ¡La selandria egyptica! La planta azul de la canción que estamos ensayando en la iglesia. David… ¿Recuerdas como nos vinieron a los labios las palabras: «Escucha, escucha flor azul…»?
Lindroth quería verlo y vivirlo todo. Se detuvo y escuchó el viejo reloj de pie. Oyó su tictac y observó que funcionaba rítmicamente.
Subió al cuarto de Emilie y contempló el banco en que había estado la estatua. Jonás levantó la tabla del suelo y le mostró el escondrijo donde habían descubierto las cartas.
—Lo relativo a las cartas constituye para nosotros una responsabilidad enorme —dijo Annika muy seria—. Me sé de memoria lo que dice Emilie en su última carta: «En el caso de que las cartas sean descubiertas en un tiempo tan irreflexivo y despreocupado con respecto a la vida como el mío, ruego a quien encuentre el estuche que deje las cartas y las esconda otra vez».
Fuera, anochecía. A través de la ventana de Emilie se veía un cielo brillante con un azul diáfano. La luna estaba en cuarto creciente. Lindroth se acercó a la ventana y miró fuera.
—… Un tiempo irreflexivo y despreocupado como el mío —repitió, y suspiró—. Esas palabras se podrían haber escrito hoy, Annika.
—Eso mismo pienso yo —contestó Annika.
—Yo también, por desgracia —añadió David.
Lindroth se frotó las cejas.
—Entonces, quizá deberíamos dejar las cartas donde estaban —dijo sin inmutarse.
Se quedaron callados un rato. Luego, Annika dijo entre dientes:
—Es posible que nunca estén los tiempos maduros para los pensamientos de Andreas… Quizá no se acomoden a ninguna época…
Lindroth la miró.
—Claro que sí, Annika —exclamó—. Contiene algunas ideas válidas para cualquier época. Por lo demás, nadie debe atreverse a condenar a su tiempo. Creo que eso sería arrogancia. Andreas debió confiar sus pensamientos a sus contemporáneos. Todos tenemos que confiar en nuestro propio tiempo, aunque a veces resulte difícil. De lo contrario, traicionamos…
Jonás miró desconcertado a Lindroth.
—Ésos son pensamientos demasiado profundos —le dijo.
Lindroth se rió.
—¿Tú crees?
—Sí, pero no importa, son bonitos.
Annika, de pie, se miraba en el pequeño espejo que estaba colgado junto al texto enmarcado.
Lindroth se acercó y leyó el texto.
—¿Lo escribió Emilie? —preguntó.
—Sí; son palabras de Linneo. Sin duda creyó que eran adecuadas para el espejo.
—«¿Qué tiene de extraño que yo no vea a Dios, si no puedo ver siquiera al Yo que vive en mí mismo?» —leyó Lindroth, y sonrió. Le pareció divertido que tales frases estuvieran colocadas junto al espejo—. Eso revelaba un cierto sentido del humor. Emilie debió de ser una muchacha alegre —dijo—. Es una pena que su vida fuera tan breve y estuviera tan llena de sufrimientos.
Annika asintió con semblante serio.
—Este cuarto es pequeño y solitario. Ya lo dije la primera vez que entré en él: una habitación para solitarios.
—¡Qué poco sabemos de la soledad de otros! —suspiró Lindroth.
—¿Se siente usted solo? —preguntó Jonás.
—No, yo no —contestó Lindroth sonriente—. He tenido mucho suerte. Yo nunca vivo en soledad… Cuando no hay nadie a mi lado, me tengo a mí, para conversar conmigo mismo.
—Sí, y a mí —dijo Jonás—. Si alguna vez se encuentra solo, llámame. Acudiré inmediatamente.
Jonás y Lindroth se cruzaron una mirada de simpatía.
—Gracias, Jonás. Lo tendré presente. A propósito, ¿quieres una pastilla? —Lindroth sacó del bolsillo una caja de regaliz y se la pasó orgulloso a Jonás.
—Es una suerte, pues yo he olvidado la mía —dijo Jonás—. Venga, vamos ahora a la cocina. Tengo que enseñarte dónde encontré la basura; es decir, la bolsa de la basura con las pruebas.
Al cruzar el desván, Jonás habló del sospechoso que había entrado sigilosamente y se había visto sorprendido por ellos en la puerta. ¿Qué buscaba allí?
—Sin duda, debió de oír ruidos mientras estaba abajo, revolviendo en las estanterías. Como había pensado que estaba solo en la casa, quiso averiguar quiénes erais y qué os proponíais. Quiso asustaros, y fue él quien se asustó —comentó Lindroth.
Jonás sonrió satisfecho. Había partido de él la iniciativa de lanzarse los tres contra la puerta.
—Fue una idea inteligente —reconoció Lindroth.
Contempló el lugar en que había estado la bolsa de la basura. También vio los otros objetos de la cocina que Jonás había inspeccionado, pero que no tenían relación ninguna con la historia.
Después fueron a la habitación donde estaba el teléfono y examinaron el ajedrez. Las figuras estaban igual que cuando se interrumpió la partida. Jonás señaló el alfil. Lindroth lo cogió y lo observó detenidamente.
—Debe seguir en el lugar de la reina —dijo David—. Tengo intención de no dejar la partida; espero que vuelva a llamar Julia.
—¿Crees que llamará? —preguntó Annika.
Lindroth la miró pensativo.
—¿Por qué no llamáis vosotros? Ella ha mostrado mucho interés por saber cómo iban las cosas por acá, y os ha ayudado a su manera con la partida de ajedrez. Creo que ahora deberíais llamarla vosotros.
Jonás abrió una vieja guía telefónica de Estocolmo. Annika buscó juntamente con él.
—Aquí, aquí está: Andelius, Julia Jasón…
Lindroth reflexionó un momento.
—¿Andelius? —preguntó. Ese apellido me suena de algo…
—Es la propietaria de la quinta Selanderschen. ¿No lo sabía?
Lindroth lo sabía. Pero lo había olvidado, pues la señora Göransson llevaba muchos años viviendo allí, de alquilada. El apellido le sonaba de otra cosa. Se frotó las cejas y reflexionó. ¿De qué le sonaba…? No lograba recordarlo.
—Cuando me pasa una cosa así, me pongo nervioso —dijo—. Lo tengo aquí, en la cabeza, pero soy incapaz de dar con ello.
Buscó en los bolsillos; quería otra pastilla de regaliz. ¿Dónde diablos las tenía? ¡Ah!, aquí estaba la cajita.
—¿Quieres una, Jonás?
—Sí, gracias.
—Voy a llamarla —dijo David, y marcó el número. Correspondía a una dirección de la calle de las Sibilas.
David esperó. A la tercera llamada respondió una voz de hombre.
—Aquí… —y la voz dijo el número.
—Desearía hablar con Julia Andelius —dijo David.
Al toro lado de la línea hubo un momento de silencio extraño.
—¿Oiga? ¿Me oye? —preguntó David.
—Sí —dijo el hombre—. Pero… No puede ser.
—¿Por qué?
—¿Con quién hablo?
—Con David.
—¿David Stenfäldt?
—Sí, soy yo.
De nuevo se produjo un silencio.
—Es curioso —dijo luego la voz de hombre.
—¿Curioso? —preguntó David—. ¿Por qué?
—Hemos encontrado entre los papeles de Julia una nota que habla de usted.
—Pero ¿no podría hablar personalmente con Julia Andelius? ¿Cuándo se la puede llamar?
Un nuevo silencio.
—¿Qué hora sería mejor llamarla?
—Es que… no, en realidad, ya no está aquí.
—¿Dónde, entonces?
—¿No sabe usted…?
—No. ¿Cómo voy a saber dónde está?
—Bueno, mire: la nota de Julia habla de un escarabajo de oro que se encuentra en el ataúd situado bajo la lápida del obispo Matías, en la iglesia de Ringaryd. Julia quiere que David Stenfäldt se ocupe de arreglar todo. Y dice que regala a David Stenfäldt un tablero de ajedrez, con figuras talladas a mano, que se encuentra en la quinta de Selanderschen, de Ringaryd. Allí debe de haber también una colección de cartas; según la nota, están arriba, en una habitación del desván, en el «cuarto de verano». Ella quiere que las guarde usted y cuide de que no caigan en malas manos. La nota dice textualmente: «David Stenfäldt sabe de qué cartas se trata». ¿Es así?
—Sí, así es, pero no entiendo… ¿Qué nota…?
—Es un apéndice a su testamento; acabamos de abrirlo.
—¿Testamento?
—Si, Julia ha muerto. ¿No lo sabía usted?
—No…, yo… Habrá sido de repente, ¿no? Yo hablé con ella el viernes, creo. Hace un par de días.
—Imposible, Julia murió el 27 de junio.
David se quedó pálido como un cadáver. Sus fuerzas lo abandonaron por completo. Apenas podía sostener el teléfono. Todo se tambaleaba ante él.
—¿Tiene la bondad de darme su dirección, para que podamos enviarle copia de esta nota y disponer de todo para que reciba usted el ajedrez? —preguntó el hombre al otro lado de la línea. David le dio sus señas y colgó el teléfono despacio.
—Julia ha muerto —musitó con voz casi imperceptible—. Murió el 27 de junio… —al decirlo, sintió una emoción tan fuerte que no puedo seguir hablando.
Tampoco era necesario. Los otros recordaron enseguida que ése era el día en que fueron por primera vez a la quinta Selanderschen. La noche anterior, David había soñado con la selandria. Se miraron unos a otros, los ojos muy abiertos, pálidas las caras.
Pero Lindroth, que había estado sumido en sus pensamientos, recordó de repente lo que en vano había antes pretendido averiguar.
—¡Ya lo tengo! —dijo—. Hace unos días llegó a la parroquia una urna con cenizas. Debía ser enterrada en el cementerio de Ringaryd. Era la urna de Julia Andelius. ¡Ahora lo recuerdo!
David se acercó a la selandria. La planta irradiaba aroma y estaba en flor. Así olería y florecería cada verano, quizá durante cien años más. ¿Había conocido bien a Julia? ¿Sabía que Julia había muerto?
La selandria pareció ignorar las preguntas de David.
El reloj de pie hacía tictac. Todo respiraba paz y tranquilidad.
De pronto empezaron a temblar los cristales de la ventana. La araña tintineó. Las puertas de la estufa de cerámica tabletearon. Un extraño movimiento recorrió toda la habitación; los cristalitos de la lámpara sonaron como campanillas, el movimiento se propagó de un objeto a otro. Y, al final, era como si todo estuviera animado por el aleteo de la vida.
Era el exprés de la noche, que se dirigía de Malmoe hacia el Norte.
A las veintiuna treinta y seis, exactamente.