Al día siguiente, Annika se levantó muy temprano. Quería lavarse la cabeza y deseaba estar tranquila en el cuarto de baño. Para ello era necesario entrar antes de que se despertaran los demás. Entró sin hacer ruido en el cuarto de baño y abrió los grifos con el mayor cuidado que pudo.
No obstante, Jonás oyó que alguien se movía en la casa y le levantó. De ordinario se tiraba mucho tiempo en la cama desperezándose, pero aquel día estaba inquieto. Saltó de la cama y fue directamente al cuarto de baño. ¡Cerrado!
—¡Espera! ¡Termino enseguida! —gritó Annika desde dentro. Ya estaba liada con su pelo.
—¡Eres tonta! ¿Crees que te va a ver alguien del Museo Británico? —respondió su hermano.
—¡Qué bobo eres, Jonás! Quería lavarme la cabeza. ¿Qué tiene eso de malo?
—¡Tonterías! ¡Siempre que hay prisa tienes que lavarte la cabeza!
—¡Qué te calles!
Eran poco más de las seis. Por tanto, aún faltaban varias horas hasta el momento de ir a casa de Lindroth. Jonás hizo una excursión por la cocina y examinó la nevera. Pero no encontró nada especialmente apetitoso.
Cogió el periódico y comprobó que Hjärpe había puesto un suelto donde se afirmaba que en el asunto de las estatuas no se había dicho aún la última palabra. «Prosiguen las investigaciones», decía. El humor de Jonás mejoró inmediatamente. Como es obvio, el suelto hablaba de Jonás. El artículo se le había ocurrido a Hjärpe cuando Jonás lo llamó para pedirle las fotografías. Hjärpe era inteligente: sabía mantener el interés de los lectores con notas breves de cuando en cuando, como si surgiera algo nuevo. ¿Debía comunicar a Hjärpe la última noticia? No; era mejor esperar hasta que se aclarara todo. Al menos hasta que constara con certeza que la estatua que se conservaba en el Museo Británico era realmente la de Ringaryd. Si aquélla tenía engarzado el escarabajo sagrado, tal hipótesis sería insostenible. En ese caso habría que emprender nuevas investigaciones.
De cualquier forma, habría que averiguar dónde se encontraba la segunda estatua; si era la de Andreas la que se exponía en el Museo Británico, entonces habría que centrar la atención en la de Patrick Ramsfield. ¡Porque los gemelos tenían que volver a estar juntos! Jonás esperaba que en esto estuvieran todos de acuerdo.
Por fin Annika terminó de lavarse la cabeza. Entró en la cocina y puso agua para el té.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás de repente tan radiante? —preguntó a Jonás.
—Nada —decidió no comentar con los otros la noticia del periódico. David y Annika entendían poco de periodismo.
La mañana transcurrió con paz y tranquilidad. Mamá y papá subieron, y los cuatro desayunaron juntos en la cocina. Hacia las ocho menos veinte sonó el teléfono. Era Lindroth y quería hablar con Jonás o Annika.
Jonás dio un salto y cogió el auricular.
—¡Buenos días!
—¿No venís? —preguntó Lindroth, nervioso.
—Vamos enseguida —contestó Jonás—. Pero todavía no son las ocho, y el Museo Británico no se abrirá hasta las nueve.
—Naturalmente, pero es que hay una diferencia horaria entre Ringaryd e Inglaterra. Cuando son las ocho en Suecia allí son ya las nueve.
—¡Qué maravilla! Vamos enseguida. ¿Se lo digo a David?
—No, ya me encargo yo. Hasta luego, Jonás.
Jonás colgó y gritó:
—¡Tenemos que irnos ahora mismo, Annika! ¡Lindroth nos está esperando!
—¿Y mi pelo? —Annika se palpo los cabellos—. ¡Todavía no está seco!
—¡Ya se secará por el camino! —respondió Jonás—. ¡Deprisa! ¡Vámonos!
A Annika no le agradaba eso de salir con la cabeza a medio secar, pero no había más remedio. Jonás le dijo que eso le pasaba por meter la cabezota en el lavabo en una mañana tan importante como aquélla.
Discutieron acaloradamente durante todo el camino. Aún no se habían apaciguado los ánimos cuando llegaron. El mismo Lindroth les abrió la puerta.
Jonás iba a decir algo mordaz sobre el lavado de cabeza, cuando Lindroth se adelantó.
—Todavía no tengo seca la cabeza, me he lavado el pelo mientras os esperaba.
Annika lanzó a Jonás una mirada de triunfo.
—Lo mismo me ha pasado a mí —dijo—. Por eso no estoy aún totalmente seca.
David llegó enseguida con la bicicleta. Se había retrasado un poco porque, cuando sonó la llamada de Lindroth, se estaba lavando la cabeza. Annika miró otra vez a Jonás. Parecía derrotado y, durante mucho rato, apenas abrió la boca.
Se sentaron en el despacho del pastor. Allí se sentían como en su casa, y cada uno tenía su sitio.
—Esta noche he estado tan nervioso que no he podido dormir —dijo Lindroth—. Vamos a ver, son las ocho y unos minutos. Podemos probar a ver…
—A mí me parece —objetó David— que les llevamos nosotros una hora de adelanto. Ahora en Inglaterra son las siete.
Lindroth lo miró asustado y sacó su agenda.
—No pude ser. No he podido equivocarme. Me fijé bien. Aquí, mira, aquí pone…, ¡claro!, nosotros tenemos una hora más. Y ellos una hora menos… ¡Yo no entiendo esto!
Irritado, Lindroth arrojó el calendario sobre el escritorio. ¿Por qué harían tan complicadas estas tablas? ¡Ninguna persona corriente era capaz de entenderlas! Mejor no hacer caso, y llamar ahora mismo.
—Si, hagamos eso —asintió Jonás.
David parecía disgustado.
—¿Y tenemos que esperar dos horas todavía? —preguntó decepcionado.
—Pues sí, realmente tenemos que…
—¿Y qué hacemos mientras tanto? —Lindroth dirigió la mirada en el suelo con semblante preocupado; pero empezaron a brillarle de nuevo los ojillos—. Las fresas están maduras, rojas, gordas, riquísimas. Podemos hartarnos mientras esperamos.
—¡Buena idea! —asintió Jonás.
Salieron al jardín. Realmente estaban deliciosas. El tiempo transcurrió rápidamente. Tenían mucho que hablar. Lo bueno de Lindroth era que sabía hablar y escuchar. Pronto llegó la hora de entrar y prepararse para la importante conversación.
Entraron en la casa. Lindroth se sentó en el escritorio y empezó a revolver en sus cajones.
—Les informaremos de cómo están las cosas. Será para ellos una información excelente, que jamás hubieran imaginado… Vamos a ver… ¿Dónde estará? —abrió varios cajones y buscó dentro—. Mi mujer y yo estuvimos en Inglaterra el año pasado y usamos una magnífica Guía que trae todo. ¿Dónde la habré metido? Seguro que ahí encontramos el teléfono del Museo Británico… Así no necesitamos llamar a información y perder tiempo… ¡Aquí la tengo!
—¿Puedo ayudarle?
—Gracias, Annika, pero ya lo tengo… Efectivamente…, si, aquí lo pone: British Museum, Great Russel Street… ¿Llamamos ya?
Los tres asintieron con un movimiento de cabeza.
Lindroth descolgó el teléfono, pero lo colgó de nuevo.
—Lo siento, Jonás, pero nunca me acuerdo de comprar una caja. ¿No tendrás una pastilla de ésas?
Jonás sacó una caja de regaliz.
—¡Muchas gracias! Entonces… ya sólo nos falta llamar… Marco primero cero cero nueve cuatro… —Se equivocó y tuvo que empezar de nuevo—. Cero… cero… nueve… cuatro. Después…
Se detuvo y miró a David.
—¿No hablas inglés un poco mejor que yo? —le preguntó.
—No creo —contestó David inseguro.
—Entonces lo intentaré yo.
Lindroth reunió todo su valor y consiguió marcar bien. Oyeron cómo se establecía la conexión con el otro lado, cómo sonaba la señal y alguien cogía la llamada.
Lindroth se inclinó sobre el escritorio. Se apretó el auricular contra la oreja y gritó en inglés.
—Llamo desde Suecia. ¿Me oyen? Habla Lindroth, el vicario de Ringaryd. Lindroth, sí, sí… No, eso no… ¡Qué soy yo…! ¡Espere un momento!
Lindroth dejó de gritar y miró a David en busca de ayuda.
—¿Quieres intentarlo tú, David? ¡No entienden lo que les digo!
David cogió el auricular. Ahora ya no se sentía inseguro. Cualquier cosa tenía que sonar mejor que el inglés de Lindroth.
—Por favor, ¿puedo hablar con alguien del departamento egipcio del Museo? Sí, por favor. Muchas gracias —dijo en un inglés fluido.
Luego, tuvo que esperar.
Lindroth lo miró con curiosidad.
—¿Te han entendido? —preguntó.
—Sí, claro. Pero ¿qué debo decir ahora? Me van a poner directamente con la sección de Egipto.
—¡Di lo que sabemos! Que hemos descubierto que la estatua por la que habían preguntado ellos es la que tienen allí, pero que nosotros hemos encontrado el escarabajo de oro y lo tenemos aquí, en la parroquia, en Ringaryd… Después les dices que queremos saber exactamente cómo llegó allí la estatua, y les preguntas los datos que tienen sobre ese punto.
Lindroth respiró, y entonces intervino Jonás:
—Diles también que no podemos darles el escarabajo así por las buenas…, es casi lo más valioso…, que sería mucho mejor que ellos nos entregaran la estatua. Pregúntales dónde se encuentra la estatua, la de Patrick Ramsfield. ¡Es lo más importante para nosotros! Di que las estatuas tienen que estar juntas, diles que…, quiero decir que nosotros tenemos…
Hablaba con tanto calor que perdió el hilo. Lindroth volvió a tomar la palabra.
—Aunque quizá sería mejor plantear este problema más tarde, no dejes de decirles que nos gustaría tener aquí, en Ringaryd, todo el material que puedan reunir sobre la estatua.
Mientras Lindroth y Jonás explicaban alternativamente a David lo que debía decir, David concluyó la conversación y colgó el teléfono.
—¿Está ya aclarado todo? —preguntó Lindroth sorprendido.
—¿Qué han dicho? —quiso saber Jonás—. ¿Quién se quedará con la estatua? ¿Dónde está la otra? ¡No les habrás prometido el escarabajo!
David los miró sonriente. Volvió a su sitio y se sentó.
—¿Te ha resultado muy difícil? —preguntó Annika.
—No mucho —contestó David.
—¿Qué han dicho?
Bueno, David había preguntado si la estatua conservaba el escarabajo en el collar. Creían que faltaba, pero lo comprobarían.
—Entonces, ¿no has podido averiguar nada?
—No. Han dicho que echarán una mirada y llamarán más tarde.
—¿Aquí? ¿A la parroquia?
Las preguntas llovían sobre David desde todas partes. Al muchacho le resultaba muy difícil responder a todos a la vez. Sí, llamarían al despacho parroquial.
—¿Les has dado el número?
—Sí.
—Entonces pueden llamar. ¿No es así?
—¡Pues claro!
—¿Cuándo?
—En cuanto sepan algo.
—No les llevará mucho tiempo comprobar si el escarabajo está o no.
—No, pero también quieren averiguar otra cosa.
—¿Qué cosa?
—¿Les has preguntado por la estatua? ¿Dónde la guardan?
—Sí, claro.
—¿Qué han contestado?
—Querían comprobar todo. Llamarán de nuevo.
David contestaba lo mejor que podía: «sí, claro, ¡no!, claro que sí, claro que no…».
—Tendremos que esperar —afirmó Lindroth cuando ya no se les ocurrieron más preguntas.
—Sí, pero llamarán enseguida —dijo David. Parecía cansado.
De repente, Lindroth tuvo una inspiración: quizá fuese mejor que David estuviera solo cuando llamaran. Necesitaba tranquilidad para pensar y para hablar con sosiego.
Sí, David asintió. Lindroth volvió a salir al jardín con Jonás y Annika. También había peras y empezaban a madurar…
David se quedó solo. La llamada tardó menos de una hora. Cuando finalizó, salió al jardín en busca de los otros. Los tres le dirigieron una mirada cargada de expectación. Esta vez ninguno dijo nada, nadie abrió la boca.
—Sí —dijo David satisfecho—. Es lo que pensábamos. La estatua del Museo Británico es la de Andreas Wiik. El escarabajo formaba parte de ella.
Annika lanzó un grito de triunfo y abrazó a Lindroth.
Cuando se tranquilizaron, David informó que el Museo había iniciado inmediatamente las averiguaciones. La estatua había sido donada al Museo, el año 1823, por el muy honorable Sir Lesley Ramsfield, nieto del compañero de viaje de Andreas.
El Museo se había puesto en contacto con los descendientes de Patrick y Lesley Ramsfield. Estos poseían en su archivo familiar ciertas notas de las que se deducía que la estatua llegó a Inglaterra, a la casa de los Ramsfield, en Cornwall, el año 1807. La había llevado un hijo de Andreas Wiik, llamado Carl Andreas Ullstadius.
Todo había ocurrido como habían supuesto David y Lindroth. Carl Andreas no vivió en paz mientras las dos estatuas estuvieron separadas: gemini geminos quaerunt…
Había sacado, de nuevo, la estatua. Sin duda, la segunda vez le resultaría mucho más difícil, pues ya había concluido la restauración de la iglesia. Lo haría con el mayor secreto. Probablemente, de noche. Con las prisas, no advirtió que el escarabajo se había desprendido. Debió contrariarle el descubrirlo, pero ¿qué podía hacer? Quizá, ni siquiera se dio cuenta de que el escarabajo se había quedado en el ataúd.
Empaquetó la estatua y viajó con ella a Inglaterra para unirla de nuevo con la de Ramsfield y tranquilizar su conciencia. Éste era su deseo, pero las estatuas gemelas jamás se reunieron, no estuvieron juntas.
—¿Por qué? —Jonás acosaba a David—. ¿Has averiguado qué han hecho con ella?
Sí, David lo había averiguado. Y era algo muy extraño.
La familia Ramsfield de Londres informó al Museo Británico que la estatua de Patrick, la de Cornwall, había tenido un destino muy parecido a la de Andreas, en Suecia. Había dejado a su alrededor una estela de muerte y desgracia. Patrick Ramsfield se había visto obligado a trasladarse de un lugar a otro. En todas partes ocurría lo mismo. Todos lo detestaban y rechazaban.
Cuando Carl Andreas Ullstadius llegó a casa de los Ramsfield, la estatua inglesa había desaparecido hacia tiempo. Se habían deshecho de ella, pero nadie supo, o no quiso, decir cómo, Patrick Ramsfield y su hijo habían muerto; sólo vivía un nieto, el joven Lesley Ramsfield. Éste recibió a Carl Andreas y se hizo cargo de la estatua. Más tarde, en el año 1823, la donó al Museo Británico, donde ahora se encuentra. La donación coincidió con el comienzo de las obras del actual museo. Nadie sabía si la estatua sueca había llevado la desgracia a la familia Ramsfield durante los dieciséis años que estuvo en poder de Lesley. Eso no lo había averiguado David. En todo caso, habían vuelto a encontrar la estatua.
—Pero ¿quién se va a quedar con ella? ¿No han dicho nada sobre esto? —preguntó Jonás.
No. De ese problema no se había tratado. Aunque, en opinión de David, la estatua era de los ingleses.
—¡Tenemos que recuperarla! ¡Es sueca!
—¡No, señor, es egipcia! —dijo David sonriendo—. Y no creo que nos la devuelvan.
—¿Y la estatua de Patrick?
—Ha desaparecido —comentó David.
Jonás no se lo creía; tenía que estar escondida en alguna parte, como había estado antes la sueca. No podían darse por vencidos.
—¿Y el escarabajo? ¿Qué pasa con él?
—Volverán a hablar del tema —respondió David—. Telefonearán otra vez.
Lindroth estuvo un rato callado. Era una historia interesante, fantástica. Comprendía a Jonás. También él se sentía decepcionado. Como si la fiesta hubiera acabado. Le habría gustado que continuara…
Annika mencionó entonces la colección de cartas, los grandes pensamientos de Andreas, que Emilie había confiado a la posteridad, a quienes encontraran las cartas…
¿Qué debían hacer con ellas?
Lindroth volvió a animarse.
—Es verdad, hay que pensar en ello —contestó—. Tenemos que hacer, organizar algo…
—Pero ¿estarán ya los tiempos maduros para asimilar los pensamientos de Andreas? —quiso saber David—. ¿Qué opina usted?
—En realidad, no lo sé —Lindroth se frotó las cejas—. No puedo responder.
—En todo caso —intervino Jonás sacudiendo con fuerza la cabeza—, personalmente, yo no me considero aún maduro para ello. Yo no soy tan profundo como estos dos —y señaló a David y Annika—. ¿Y usted? ¿Es usted muy profundo? —preguntó luego, riéndose, al señor Lindroth.
Lindroth sonrió. Luego, se quedó un poco desconcertado, casi avergonzado. Tenía la sensación de que no siempre estaba a la altura de las circunstancias.
—Tengo un carácter algo infantil, debo admitirlo.
—Yo también —dijo Jonás—. Por eso, ahora voy a telefonear a Hjärpe.
—¡No, Jonás! —replicó Annika—. ¡De esto no va a saber nada!
Pero Lindroth la miró sin comprender.
—¿Por qué no, Annika?
Annika estaba fuera de sí. ¿Otra vez iba a caer sobre ellos un chaparrón de noticias sensacionalistas? ¡Ni hablar! ¡Ella, desde luego, se oponía!
—Yo creo que eso no es tan grave —contestó Lindroth sin inmutarse—. Hjärpe trata de conseguir noticias emocionantes, poco corrientes. Quiere suscitar el interés de la gente, y creo que hace un buen trabajo. No ha venido mal un poco de sensacionalismo en la época muerta del verano. Y debo deciros que prefiero que la gente se interese por una vieja estatua, que no que comente un asesinato o las atrocidades que narra a diario la prensa sensacionalista.
Jonás escuchó con atención las palabras de Lindroth.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo—. Llamaré a Hjärpe.