29. LOS GEMELOS SE BUSCAN MUTUAMENTE

Al entrar en la iglesia, oyeron suave la música del órgano. El padre de David estaba tocando. También Lindroth se encontraba en el coro. Habían tenido un ensayo con toda la escolanía y la única que quedaba era la niña que debía cantar el solo. El padre de David estaba tocando el «largo».

David, Jonás y Annika penetraron sigilosamente en la iglesia. Querían pasar inadvertidos para no tener que explicar qué hacían allí.

—¿Recuerdas dónde estábamos aquel día, Jonás? —susurró David—. Me refiero al día en que se gravó la voz de la cinta.

—No, exactamente no…, pero fue en alguna parte del coro.

—¿Tú crees? —preguntó Annika con gesto de duda—. No tengo ni idea. Recuerdo que iba detrás de vosotros dos y me encontraba…

—¡Silencio! —siseó David. Se detuvo y se quedó parado.

Los otros se detuvieron también y guardaron silencio. Había comenzado a cantar la niña que se encontraba en el coro. Los tres escucharon atentamente. Era la canción de Emilie. La niña cantaba con ternura y verdadero sentimiento.

—Es como si Emilie le hubiese prestado su voz —susurró David muy impresionado. Creía reconocer de nuevo la voz que oía en sueños.

—¿Quién es? ¿La conoces? —preguntó Annika.

—Se llama Ann Britt Gustavsson. Normalmente no canta así.

—¿No?

—No; papá estaba un poco preocupado. Dudaba si encomendarle a ella el solo, o no. Pero lo está haciendo maravillosamente.

Terminó la canción y el órgano siguió sonando.

—¡No tenemos tiempo para entretenernos ni para emocionarnos con la música! —exclamó Annika, y se puso en movimiento.

Pero David no se movió. Estaba en pie y tenía los ojos clavados en el suelo.

—¡Mirad dónde estoy! ¡Observad lo que hay a mis pies!

Se inclinó. Estaba sobre una vieja lápida funeraria.

Jonás se agachó casi hasta el suelo.

—¡Una mitra! —estaba tan emocionado que casi se le quebró la voz—. ¡David, estás encima de un obispo!

—¡Encima del obispo, querrás decir! —contestó muy serio—. Ha sido Emilie la que me ha detenido aquí cuando ha empezado a cantar.

La lápida del obispo estaba desgastada por las pisadas a lo largo de los siglos. Pero todavía se podía reconocer el perfil de un hombre, cincelado en piedra muchos años antes.

Era un obispo, como se deducía de la borrosa mitra.

—La última pieza del rompecabezas —susurró David—. Ahora entiendo…

Los otros le dirigieron una mirada cargada de interrogantes. Si, por fin comprendía por qué había terminado la partida de ajedrez con Julia. ¡El obispo en el lugar de la reina! Cuando David hizo esta jugada, ella abandonó. Ahora estaba donde ella quería. ¡La escultura egipcia era un retrato femenino, una reina!

—¿Lo entendéis? —preguntó.

—¿Quieres decir…? —respondieron Annika y Jonás casi simultáneamente.

—¡Si, abajo, en la cripta, debajo del obispo, está la antigua estatua egipcia de hace tres mil años! ¡Eso es lo que quiero decir! —respondió solemnemente David.

En la iglesia reinaba ahora el más completo silencio. El órgano había enmudecido. Los tres estaban en pie y contemplaban la lápida en el suelo. Se hallaba tan desgastada que, si David no se hubiera detenido sobre ella, difícilmente la habrían descubierto.

Lindroth y el padre de David discutían algo con la niña. Hablaban bajo y sólo se oía un murmullo.

—Tenemos que hacer algo —susurró Jonás. Caminó entre las columnas, tomando medidas y contando los pasos.

¿Qué se proponía? Los otros dos se miraron perplejos.

—Sé dónde se encuentran las llaves de la cripta. Están colgadas en la sacristía —susurró—. ¿Por qué no bajamos ahora mismo y echamos una mirada?

—Tendríamos que pedirle permiso a Lindroth —afirmó Annika.

—Si, le gustará estar presente —opinó David—. Tenemos que esperar hasta que se vayan mi padre y la niña.

—¡Pueden tardar mucho tiempo! —Jonás estaba de mal humor. Y tenía razón. Conociendo a Lindroth, había que hacerse a la idea de que aquello iría para rato. Y en cuanto al padre de David, era un perfeccionista en lo concerniente a su trabajo. David lo sabía de sobra. Podía seguir trabajando toda la noche. Tal vez sería mejor comenzar sin esperar a Lindroth.

—De acuerdo. ¿Cómo vamos a actuar? —preguntó David a Jonás.

La cara de éste resplandeció. Estaba claro que David le estaba pidiendo que tomara la iniciativa. Y Jonás lo hizo con gusto.

—Tengo que procurarme una linterna, una palanca, unas tenazas y algunas otras cosas —les dijo—. Mientras tanto, quedaos aquí y vigilad atentamente. Vuelvo enseguida.

Rápidamente, desapareció de la iglesia. David y Annika se sentaron en un rincón, detrás de una columna. En el coro se reanudaron los ensayos, como habían previsto.

David y Annika se sentaron en silencio y escucharon atentamente.

—Ahora ya no canta tan bien —susurró Annika.

—No, ahora está cantando como siempre —confirmó David.

¡Qué extraño! La voz ya no tenía ningún parecido con la voz de Emilie.

—Fue la voz de Emilie lo que me hizo detenerme —dijo David—. Empezó a cantar en el momento en que puse el pie sobre la lápida. Me imagino las dificultades que papá tendrá ahora con ella. Jonás tiene razón, esto puede durar mucho.

En cambio, Jonás tardó poco en conseguir lo que necesitaba. Volvió a los diez minutos y comprobó satisfecho que el ensayo continuaba. Había cogido también la llave de la sacristía. En cambio, no se había atrevido a coger el farol que tenía Lindroth para los días de tormenta. Tenían que contentarse con unas linternas pequeñas. Había conseguido una para cada uno.

—Ahora sólo nos queda abrir la puerta y bajar al mundo subterráneo —comentó.

La pesada puerta de hierro chirrió al abrirse, pero no tan fuerte como para que pudieran oírla en el coro. La entornaron para no ser descubiertos.

—No dejes que se cierre de golpe —advirtió Annika asustada.

Pero Jonás aseguró que no había ningún peligro. Él iba en cabeza; los otros dos tanteaban detrás de él, escaleras abajo, en dirección a los ataúdes.

Jonás había olvidado el magnetofón, pero no pudo resistir la tentación de informar:

—Acabamos de superar el último obstáculo y nos dirigimos hacia el reino de los muertos. El aire es sofocante, las paredes rezumaban humedad. ¡Por fin estamos cerca de la meta! La vieja estatua de tres mil años aguarda su resurrección.

—¡Deja de hacer el tonto, Jonás! —susurró Annika—. ¡Ya lo has hecho bastante!

Jonás la alumbró con la linterna y abandonó su papel de reportero.

—Si, mamaíta… Y prepárate, ahora vas a ver algo que vale la pena —comentó.

—Eso espero —respondió Annika.

David se detuvo y alumbró a su alrededor.

—Ahora hay que situar el lugar exacto.

Pero como Jonás había medido en la iglesia la distancia entre la lápida del obispo y las paredes, empezó a orientarse y a medir en pasos.

A su alrededor se oían ligeros crujidos. Annika creyó oír pisadas y vio brillar unos ojos entre los arcos de una tumba.

—Son ratas —dijo Jonás—. ¡Toma regaliz!

Pero eso no mejoró las cosas. Annika estuvo a punto de dar macha atrás.

David la cogió de la mano.

—Estoy aquí —la tranquilizó.

—¿Eres tú? ¿Eres tú quien me coge la mano?

—Eso parece —dijo David, y la apretó con más fuerza.

Annika notó cómo desaparecía el miedo.

—¡Cuántos ataúdes! —exclamó, y pensó que tal vez debía apretar un poco la mano de David.

—Ahora sólo tenemos que averiguar cuál es el que nos interesa —explicó David. Notó la presión de la mano de Annika y le correspondió al instante.

—Tiene que ser debajo de esta bóveda —opinó Jonás—. Doce pasos desde la escalera… Uno, dos, tres… —y contó los pasos mientras los otros esperaban cogidos de la mano. Annika parecía feliz, pensaba que nada en el mundo podría darle miedo.

—Tiene que ser uno de éstos —determinó Jonás señalando hacia delante—. Encima de éste está, allá arriba, la lápida del obispo. ¡Creo que es éste!

Se acercó a un ataúd.

—¡No, espera un momento, no pruebes! —le advirtió David.

—¡Imagínate que abrimos un ataúd falso! —Annika se estremeció.

David le apretó la mano y después la soltó.

—Tenemos que proceder metódicamente —dijo pensativo.

Debajo de aquella bóveda había tres ataúdes. David se acercó y los examinó detenidamente. Estaba en pie y tenía un semblante extraño. De pronto apuntó hacia el ataúd que estaba junto a él.

—Éste es —dijo con voz resulta.

Se inclinó y cogió algo de encima de la tapa. Sin decir palabra, les mostró lo que tenía en la mano.

—¡Un escarabajo pelotero! —exclamó Jonás.

—¡Otra vez el escarabajo! —susurró Annika.

Estaba boca arriba. David le quitó el polvo que lo cubría.

—Ha sido una suerte para él que hayamos venido. Solo, no habría conseguido darse la vuelta. Hubiese muerto.

Lo dejó salir por el respiradero del sótano, y el escarabajo escapó con un zumbido.

David se volvió hacia los otros y dirigió hacia el ataúd la luz de su linterna.

—Ha sido una señal clara —dijo—. El escarabajo nos ha indicado el camino. Tiene que ser este ataúd.

—¡Traed la palanca! —Jonás no podía dominarse. Estaba a punto de reventar de emoción—. No será difícil abrirlo.

David se aprestó a ayudarle, mientras Annika sostenía las tres linternas.

En ese momento oyeron chirriar la puerta de hierro.

—¡Viene alguien! —se sobresaltó Annika.

—¡Apaga la luz! —siseó Jonás.

Annika intentó apagar las tres linternas que tenían en las manos, pero se le cayó una al suelo con gran estrépito. Luego siguió un silencio profundo.

Se oyeron pasos en la escalera. A su alrededor la oscuridad era total.

Ninguno se atrevía a respirar. Annika buscó con su mano la de David, quien, sin duda, buscaba también la de ella, pues se encontraron las dos.

Los pasos se acercaban. Eran pasos enérgicos, pasos que sabían a dónde se dirigían. Se oían claramente.

—¿Hay alguien aquí?

La voz que resonó bajo las bóvedas era la de Lindroth.

—¡Si! —gritaron los tres, aliviados—. ¡Es una suerte que haya venido!

Encendieron de nuevo las linternas.

—He notado que la puerta de arriba no estaba bien cerrada —dijo Lindroth, y miró a su alrededor con ojos brillantes. Había traído la linterna de las tormentas—. ¿Qué sucede?

—Discúlpenos, tendríamos que habérselo dicho —explicó Annika.

—Queríamos darle una sorpresa —añadió Jonás, todavía con la palanca en la mano. Señaló el ataúd. Parecía pensativo.

—Esta vez estoy totalmente seguro de que hemos encontrado la verdadera —dijo David. Lindroth estaba perplejo. No es que dudara de lo que ellos decían, pero…

—Por favor, tome una pastilla de regaliz —dijo Jonás, y le ofreció una. Lindroth la cogió distraído y se la metió a la boca.

—Es una auténtica sorpresa —dijo—. Tengo que reconocerlo.

—Todas las señales apuntan de repente hacia aquí, ¿entiende? Súbitamente, han encajado todas las piezas del rompecabezas.

—Así es —asintió Jonás—. Y será fácil abrirla. Basta levantar la tapa.

Lindroth luchaba consigo mismo. Su conciencia le preguntaba: «¿Está bien lo que vas a hacer? ¿Es lícito?». En busca de una respuesta a sus dudas, miró a Jonás y le preguntó:

—¿Te parece que esta vez no hay dudas? ¿Está todo claro?

—¡Seguro! —asintió Jonás—. Ahora sólo falta levantar la tapa y constatar los hechos.

—Si… —los ojos de Lindroth empezaron a brillar. Se inclinó hacia adelante y golpeó cuidadosamente la tapa con la mano. ¡Se movía!—. En estos viejos ataúdes no puede haber más que… quiero decir que no puedo imaginarme otra cosa…

Dejó la linterna y golpeó otra vez, pero ahora con las dos manos. Notó que la tapa estaba suelta.

—¡Es emocionante! —admitió—. ¡Realmente emocionante! Si yo la levanto por aquí, vosotros podéis hacerlo por el otro lado.

Lindroth tiró con fuerza de una extremo. David y Jonás asieron el otro. La tapa no era muy pesada. Tiraron con más fuerza de la necesaria y se encontraron de pronto con la tapa en las manos. ¡El ataúd estaba abierto!

—¡Alumbra, Annika, alumbra! —gritó David.

Annika alumbró. Levantó en alto la linterna de Lindroth e iluminó el interior.

¡El ataúd estaba vacío!

Bajo las bóvedas se hizo un silencio mortal. Luego resonó un sollozo y Lindroth dijo en tono de consolación:

—Está bien, Annika, está bien…

—Tal vez sea otro ataúd —sugirió Jonás. Pero David negó moviendo con fuerza la cabeza. No era posible ¡O aquél o ninguno!

—Me siento ridícula —sollozó Annika.

—No te lo tomes trágicamente —la tranquilizó Lindroth—. Tiene que haber algún error. Ya lo encontraremos. Ten paciencia.

David cogió la linterna e iluminó el ataúd.

—¡No, no! —gritó—: ¡Esperad! ¡Esperad un momento!

Se inclinó precipitadamente y sacó algo del ataúd. Brilló un objeto en su mano y mostró a los otros la palma.

—¡Mirad! ¡Un escarabajo de oro! —susurró Jonás.

—¡El escarabajo sagrado! —dijo David solemnemente—. Esto prueba que la estatua ha estado aquí.

Lindroth observó el escarabajo con curiosidad. Lo cogió cuidadosamente y lo examinó a la luz de la linterna.

—Sí, ahora podemos estar totalmente seguros —dijo—. Y este pequeño escarabajo se desprendió de la estatua cuando la sacaron y se la llevaron. Es una suerte haberlo encontrado. Ya ves, Annika, no andábamos descaminados.

—Sí… —contestó Annika un poco avergonzada—. No sé qué me ha pasado.

—Pero ¿qué ha sido de la estatua? ¿Dónde la habrán llevado? —preguntó Jonás.

—Lo averiguaremos poco a poco —respondió Lindroth convencido. Se inclinó y observó el interior del ataúd como si esperara descubrir más escarabajos.

—¡Mirad! —dijo de repente—. ¡Es fantástico!

—¿Qué ha descubierto?

Lo rodearon. Levantaron las linternas para alumbrar y examinaron el fondo del ataúd.

—Mirad vosotros mismos. Ahí pone algo.

Lindroth se puso las gafas. Efectivamente allí había algo escrito. El texto era difícil de ver, pero plenamente legible.

—¿Puedes leer algo, David?

—Parece que es latín —respondió el muchacho—. ¡Pero el latín no es, precisamente, mi fuerte!

—Quizá pueda leerlo yo —dijo Annika. Se inclinó hacia adelante y leyó con voz insegura:

—Gemini geminos quaerunt… ¿Qué significa eso?

Lindroth estaba callado, con las gafas en una mano y el escarabajo sagrado en la otra.

—Es latín, efectivamente, y significa: «dos gemelos se buscan mutuamente».

—¡Qué extraño! —dijo David.

—Si, es un mensaje extraño, sobre el que será preciso reflexionar —afirmó Lindroth.