28. EL OBISPO

El exprés nocturno acababa de pasar hacia el norte. Los cristales de las ventanas y los primas de la araña cesaron de tintinear. Volvió la tranquilidad a la habitación de la quinta Selanderschen en que estaban las plantas. Se hizo el silencio…

—El cielo y la tierra estaban en silencio. Hay silencio en el mundo entero —susurró David. Estaba pensando en la canción de Emilie.

La selandria continuaba floreciendo, abría un capullo tras otro y expandía su belleza y su agradable aroma por el cuarto.

El viejo reloj seguía con su lento tictac.

—¿Un paisajista de Smaland cuyo apellido empiece con N? —preguntó Jonás—. Me gustaría saber si Hjärpe…

—¡No! ¡No intentes llamar a Hjärpe! —lo interrumpió Annika con una mirada amenazadora.

Jonás no pensaba llamarlo. Simplemente, reflexionaba en voz alta. Aunque, la verdad, a Hjärpe se le ocurrían siempre muchas ideas.

—¡Demasiadas! —dijo Annika mordazmente—. No lo llames, ¿eh? En eso no hay que ceder.

—De acuerdo, no lo llamaré… Pero tenemos que hacer algo —suspiró Jonás—. ¡No podemos continuar así!

—Yo creo que no debemos precipitarnos —dijo David—. Me parece que nos estamos acercando a la verdad, despacio, pero seguros. Creo que todo se aclarará por sí mismo.

—¿Tú crees? —Annika parecía dudar—. No comparto tu opinión. Ese artista que ha aparecido ahora me parece que nos complica más las cosas.

—Esta mañana interpretó mi parte de la canción de Emilie —dijo David—. Y yo he tenido la sensación de que oía la voz de niña en mi sueño… «Flor azul, tú debes saberlo… ¡Dame tan sólo una señal…!».

—¿Cantó ella eso?

—Si, lo cantó.

—Pobre Emilie… —dijo Annika—. Quería comunicarse con Andreas. Quería que él le diera a través de la planta una señal de que vivía. Pero Andreas no lo hizo.

—¡Tú que sabes! —respondió David.

—Debería haberle escrito —le contestó Annika—. Debería haberle enviado una carta tras otra. Debería haber escrito a todos sus amigos y haberles pedido que dijeran a Emilie que él vivía y la quería. Era lo menos que podía hacer después de cometer la estupidez de emprender precipitadamente el viaje. Andreas vio, sin duda, que Emilie lloraba. ¿Cómo pudo dejarla sin averiguar la causa de sus lágrimas?

A David no le parecía lógico el razonamiento de Annika. Atacaba directamente a Andreas. No era imparcial. Debía tener presente cómo funcionaba el correo en aquellos tiempos. En el siglo XVIII, esperar carta de América era algo así como esperar hoy carta de un astronauta en la Luna. Era posible que Andreas hubiese escrito miles de cartas y que no hubiera llegado ninguna. Era lo mismo que enviar una carta en una botella: cuestión de suerte. Si uno no vivía en la costa, y encontraba un barco que saliera para Suecia, al que poder confiar una carta, apenas había esperanzas. Además, mucho barcos se hundían. No, Annika era injusta con Andreas, pensó David.

—Si era tan difícil mantener correspondencia, creo que no debería haberse marchado —replicó Annika.

—No debes olvidar —le dijo David— que también Emilie se comportó de forma anormal. Estaba embarazada de Andreas y no quiso decírselo. Andreas pudo notar que ella le ocultaba algo, que no era sincera. Sabía que estaba muy apegada a su padre. Pudo creer que, a pesar de todo, ella quería casarse con Malkolm Braxe, por complacer a su padre.

Annika replicó que Andreas debería conocer mejor a Emilie. ¡Después de tantos años! ¡Bastaba recordar la fidelidad que siempre le había mostrado! Y si notó que ella le ocultaba algo, fue aún más irresponsable al marcharse sin preocuparse de lo que le ocurría.

Annika estaba convencida de que, para Andreas, el viaje había sido más importante que la misma Emilie.

—¿Por qué idealizar a Andreas? —preguntó.

—Quien cree en algo que considera importante, muy importante, puede estar dispuesto a sacrificar por ello su propia felicidad. No sé… —dijo David tranquilamente.

—¿Qué no lo sabes? —preguntó Annika observándolo muy seria—. ¿Estás seguro de que no lo sabes?

—Tengo la sensación de que, aunque lo entiendo, no puedo hacer mío este problema —respondió David—. Por eso digo que no sé…

Annika asintió con la cabeza y reflexionó al cabo de un rato.

—Tienes razón. Yo tampoco lo sé.

—Quizá tampoco Emilie pudo —sugirió David.

—¡O tal vez si! —replicó Annika—. Pero estaba tan acostumbrada a plegarse a todas las ideas y a todas las personas que era una víctima sumisa para cualquiera.

—¿Por qué idealizar a Emilie? —preguntó David sonriendo.

—¿Te parece que esto es idealizarla? Yo no lo creo así. Pienso que fue una gran equivocación suya. Pero la pobre no puedo hacer nada. Así eran los tiempos entonces.

—También para Andreas eran así los tiempos. Su vida tampoco fue muy feliz.

Era verdad, y Annika lo reconoció. No obstante, Andreas fue un poco culpable. Estaba demasiado preocupado de sí mismo y de sus problemas. Por eso, en cierto sentido traicionó a Emilie. Pero ella no lo advirtió. Confiaba plenamente en Andreas.

—Siempre ocurre así —prosiguió Annika—. Es muy raro que uno dude de una persona en la que ha puesto toda su confianza. En esta situación se encuentra uno del todo indefenso.

—¿Sí? —preguntó David en voz baja.

—¿No te parece así?

Permaneció un rato callado. En el silencio sonó de pronto la voz de Jonás. Se estremecieron, como si hubieran olvidado por completo que Jonás seguía allí.

—Toda esta discusión es superflua, no tiene ningún interés —dijo en tono de reproche—. Primero, os irrita que yo nombre a Hjärpe. Y después os estáis ahí sentados, diciendo bobadas…

David y Annika se miraron perplejos.

Sonó el teléfono.

—Será Julia —dijo Annika.

—Escucha, escucha, flor… Tienes que hablar y dar la respuesta… —recitó David mientras se dirigía hacia el teléfono.

Pero no era Julia, sino Lindroth.

—Estaba seguro de que habías ido ahí —dijo satisfecho. Parecía excitado. ¡Había descubierto algo!—. ¿Te acuerdas de los gemelos, de los dos hijos que se le murieron al pobre artista…? De repente me he acordado de que aquí, en nuestro cementerio, hay una tumba de gemelos.

—¿Qué está diciendo?

—Lo que oyes. Mira, muchas veces me he parado a observar la lápida, pues tiene esta curiosa inscripción «Se buscaban el uno al otro, buscaban la luz ¡Dios bendiga al que separe a los gemelos!». ¿No es un epitafio extraño?

—Sí…, pero ¿adónde quiere ir a parar?

—Quiero ir a…, escúchame, ¡no me explico cómo no he caído antes! Los gemelos se llamaban Jacob-Andreas Ullstadius y Emilie-Magdalena Ullstadius, ¿entiendes ahora?

—¿Ullstadius? Entonces es…

—¡Pues claro que si! Ahora sabemos quienes son.

Son nietos de Emilie; es decir, son los hijos de su hijo Carl Andreas, el que fue criado por Magdalena, la hermana de Andreas, casada con el pastor Jesper Ullstadius. Carl Andreas llevó el apellido de los que lo recogieron y lo criaron. Muy interesante, ¿no?

—¡Sí, fantástico!

—Como podrás imaginar, he consultado los libros parroquiales. ¿Y qué crees que he encontrado?

Lindroth hizo una pausa y tomó aliento.

—Pues que Carl Andreas Ullstadius fue artista de profesión. Pintaba, esculpía, grababa en cobre y decoraba interiores. Fue conocido por sus paisajes de atardeceres de Smaland, en los que destacaban sus cielos claros. Por eso pienso que ya sabemos ante quién nos encontramos.

—Así que usted opina… Pero eso no concuerda con la firma de los cuadros. ¡El apellido empieza por N!

Lindroth sonrió orgulloso al otro lado de la línea.

—Ahí está exactamente el meollo de la cuestión. El pastor de Mariefred se confundió al leer la rima del cuadro. Su N es una U. Es fácil confundirse, sobre todo con la escritura de aquella época.

—¡Eso es fantástico, maravilloso!

—Sí, y otra vez tenemos algo sobre lo que reflexionar, ¿no?

—¡Ya lo creo!

Jonás y Annika siguieron toda la conversación, pues estaban detrás de David y escuchaban atentamente.

—Así pues, Carl Andreas fue el desdichado artista que enterró la estatua —dijo Annika, cuando David colgó.

—Y la sacó de nuevo —completó David—. ¿Dónde pudo estar tanto tiempo? Pero esto explica…

Volvió a sonar el teléfono. Probablemente era Lindroth que había olvidado algo, pensó David, y descolgó sonriente el auricular.

Pero no era Lindroth, sino Julia.

—Buenas tardes, David.

—Buenas tardes.

—¿Tiene muchas flores la selandria?

—Si, está cuajada de flores.

—Cuídala bien, David. Bueno, qué, ¿te has decidido? ¿Qué jugada haces hoy?

—Por lo que veo, sólo tengo una posibilidad.

—Entonces, adelante, David.

—Tengo que comerme su reina con mi alfil.

El auricular estuvo un rato en silencio, David cogió el alfil del tablero y lo dejó junto al teléfono. Después lo colocó en el lugar de la reina.

—Si… Es decir, que… el alfil está ahora en el lugar de la reina —dijo Julia despacio, acentuando cada palabra.

—¡Exacto!

—El alfil en el lugar de la reina —repitió Julia con una voz que de repente parecía llegar de la lejanía—. En ese caso, muchas gracias, David. Ha sido una partida muy interesante.

—¡Pero si todavía no está terminada!

—Ya está acabada, David, ya está acabada.

—No entiendo… ¿Quiere decir que interrumpimos el juego?

—No es eso… Es que continuar sólo serviría para crear confusión. Gracias, David, la partida ha valido la pena.

David oyó cómo colgaban el teléfono en el otro extremo. Se apoderó de él un extraño sentimiento… Una mezcla de compasión y desconcierto. «¡Oiga! ¡Oiga!», gritó en el auricular. Intentó restablecer contacto, pero no recibió respuesta. Y colgó.

Los otros dos lo contemplaban asombrados.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué pasa?

—¡Ha abandonado en mitad de la partida! Mirad cómo va el juego —señaló el tablero de ajedrez y explicó la situación—. ¿Es realmente tan inteligente como para poder decir ya que la partida está perdida?

—Volverá a llamar —intentó tranquilizarlo Annika.

—No, no me ha dado esa impresión. La última vez, ella me comió mi reina y me dio jaque. Hoy le he comido la suya. ¡Lo he hecho con el alfil!

Un poco desconcertado, David les mostró cómo se había desarrollado la jugada, moviendo sucesivamente las figuras. Jonás miró interesado. No entendía nada de ajedrez.

—¿Este obispo es un alfil? —preguntó.

—Bueno, me refería a ese alfil… ¿Por qué lo llamas «obispo»?

Annika cogió la figura y la observó.

—¡Si, mirad! Es un pequeño obispo —confirmó—. Se ve por el sombrero. Es una mitra.

David la contempló con una expresión extraña.

—Es verdad —dijo él—. Es verdad… Nunca había reparado en eso. Pero tiene que ser así…

Los miraba fijamente sin verlos y hablaba más consigo mismo que con los otros. ¡Si, por supuesto! Los ingleses llaman «obispo» al alfil. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡Pero mejor tarde que nunca!, pensó, y de repente comprendió todo. Entusiasmado gritó:

—¿Recordáis la voz de la cinta? ¿En la iglesia? ¡Cuando estuvimos allí el día de la apertura de la tumba! ¡La voz de Emilie!

—¡Si, es verdad! Yo pensé que decía «avispa», pero tú opinabas que decía «obispo» —respondió Annika totalmente pálida.

Jonás miró a los dos con los ojos muy abiertos.

—¡Entonces es correcto lo que escucho David! —afirmó.

—El obispo en el lugar de la reina —repitió Annika—. El obispo…

David asintió con la cabeza. Estaba claro. Lo mejor sería ir enseguida a la iglesia y examinar si había algo que tuviera relación con este suceso. Comprobar si era una casualidad o una señal.

Apagaron la luz y abandonaron la quinta Selanderschen.

Fuera estaba oscuro, no había estrellas en el cielo. Pero no hacía frío, los grillos cantaban en el camino y por todas partes brillaban las luciérnagas.