27. UNA NUEVA PISTA

Lindroth salió a su encuentro con dos setas enormes. David lo seguía con un cesto lleno de níscalos. Habían llegado muy pronto; por eso habían tenido tiempo de coger setas, mientras esperaban a Jonás y Annika.

Fueron al despacho del párroco. Lindroth dejó con cuidado las setas y acercó las sillas.

—Siéntate, Annika. Y tú también, Jonás. Vamos a ver… Ya veo que David ha encontrado una silla.

Él se sentó en el escritorio. Hubo un silencio. Sentado en su mesa, el pastor sonreía satisfecho. Estaba tan radiante como Papá Noel la víspera de Navidad. David tenía la misma expresión que si acabara de recibir un regalo y estuviera esperando más.

—Eh, David, ¿qué te parece?, ¿les contamos todo ahora o esperamos un poco?

Lindroth dirigió a David una mirada alegre y misteriosa.

—No sé —dijo David.

—¿Qué? —Jonás parecía desconectado—. ¿Ya le ha contado todo a David?

—No, todo no —dijo Lindroth misteriosamente—. Hay muchas cosas más…

Cogió una fuente de ciruelas y les ofreció. Eran unas suculentas ciruelas amarillas. Estaba claro que actuaba deliberadamente con tanta calma para aumentar la tensión. Sonreía disimuladamente y hablaba mientras miraba con cariño a Jonás y Annika, que estaban sentados en actitud expectante y todavía no sabían nada.

—¿Te quedan pastillas, Jonás? —preguntó—. Me gustaría tomar una antes de empezar.

Naturalmente, Jonás llevaba pastillas y ofreció a todo la concurrencia; pero sólo Lindroth cogió.

—¡Coja dos!

—Muchas gracias, Jonás. Son tan estimulantes…

Lindroth se sentó. Jonás y Annika respiraron hondamente por la emoción. Comprendían que Lindroth les iba a decir algo muy importante. Pero éste se levantó otra vez. En la ventana zumbaban unas avispas, y quiso echarlas antes de empezar.

—¡Fuera de aquí! —dijo a los insectos—. ¡Cuántas avispas hay este verano!

Luego se sentó tranquilamente en el escritorio y paseó de uno a otro sus grandes y brillantes ojos.

—¡Eso es! Y ahora, escuchad atentamente. Os vais a enterar de algo importante. Es sorprendente la forma en que, en esta vida, unas cosas se derivan de otras.

Jonás intentó espolearlo con exclamaciones entusiastas, pero no tuvo éxito. Lindroth estaba en su elemento.

—Sí, era de esperar que la apertura de la tumba, transmitida por televisión, excitara un poco la imaginación de la gente. Muchas personas han hecho averiguaciones y han ofrecido pistas. Y han aparecido estatuas por aquí y por allá, en los sitios más diversos. Pero todo eso no ha servido de mucho hasta ahora.

Lindroth hizo una pausa. Miró a los otros y repitió el «hasta ahora» con un gesto muy expresivo. Luego, prosiguió y contó que aquella misma mañana le había telefoneado alguien: un viejo profesor suyo, antiguo pastor de Mariefred. Le había contado que, al ver en la tele el reportaje, se había acordado de algo: siendo niño había leído un diario que se conservaba en su familia. En él se narraba una historia sumamente extraña, de la que el autor del diario afirmaba haber sido testigo. El autor era un viejo pariente del pastor de Mariefred.

—Y ahora viene lo bueno: en su diario cuenta que él presenció el entierro clandestino de una estatua, efectuando en plena noche, en algún lugar de Smaland. Eso debió de ocurrir a comienzos del siglo diecinueve.

—¡No! —gritó Jonás.

—¡Sí! —afirmó Lindroth.

—¡Eso no puede ser verdad! Si fue a comienzos del siglo diecinueve, Petrus Wiik había muerto hacía ya tiempo.

—Eso sólo significa que fue otro el que enterró la estatua —sugirió Annika.

Jonás la miro impaciente.

—Seguro que se ha confundido de siglo —conjeturó.

Pero Lindroth se había informado bien. El diario empezaba exactamente en el año 1800; sin duda, su autor lo había iniciado porque comenzaba un nuevo siglo. El episodio de la estatua ocurrió un par de años más tarde. El viejo pastor situaba el acontecimiento hacía el año 1804.

—Pero esperad, todavía no he terminado —dijo Lindroth. Cogió una ciruela y la mordió con agrado. Después continuó—: El autor del diario era un hombre culto. Tenía relaciones con poetas y artistas, y llegó a escribir algunos versos. Parece que era amigo del desdichado artista dueño de la estatua. Describe a su amigo como un joven alegre y juerguista que, al paso de los años, fue sucumbiendo a las preocupaciones y la melancolía. El autor del diario repite sobre todo la palabra «melancolía».

—¿Era una estatua egipcia? —le preguntó Jonás, excitado.

—No me lo dijo, y se me olvidó preguntárselo. ¡Es una pena! ¡Debí pensar en ello!

En todo caso, al antiguo pastor de Mariedred le había dicho que en el diario se hablaba de una maldición que pesaba sobre la estatua y que perseguía a su propietario causándole desgracias. El pobre artista no pudo conservarla, aunque la apreciaba mucho. Le ocurrieron una serie de desgracias. Finalmente se le murieron en poco tiempo dos hijos, dos gemelos. Entonces decidió dejar de nuevo la estatua donde él la había cogido. No quería hacerlo solo.

—¡Donde él la había cogido! —repitió Lindroth, acentuando bien las palabras—. Esto me parece muy interesante, pues significa que la persona que le devolvió la estatua a su sitio fue la misma que la había cogido de allí. Le he preguntado al profesor si estaba seguro de que ponía exactamente eso, y me ha contestado que sí, y que lo recordaba porque le había llamado la atención eso de una estatua enterrada, desenterrada y vuelta a enterrar.

—¿Desenterrada y vuelta a enterrar? ¿Ha dicho enterrada? ¿Se ha expresado así? —esta vez era David quien quería informarse.

Lindroth se frotó las cejas y lo miró pensativo. No, no estaba totalmente seguro. A lo mejor dijo «sacada»… No, Lindroth no lo recordaba. Aunque, a fin de cuentas, se trataba de un enterramiento.

—¿Y dónde fue enterrada? —preguntó David—. ¿No lo ha dicho?

—No, no lo ha dicho. Se lo he preguntado, pero el viejo pastor tiene mala memoria para los nombres. Además leyó el diario hace mucho tiempo.

—¿Por qué no lo averigua? Para nosotros es muy importante saberlo —replicó Jonás.

Pero el diario se había perdido. Había desaparecido hacia muchos años.

—Por eso tenemos que contentarnos con lo que pueda recordar, y estarle agradecidos —contestó Lindroth.

—Desde luego que sí —aprobó Annika—. En todo caso, yo creo que sólo puede tratarse de la verdadera estatua egipcia. Pero ¿a qué viene la copia, es decir, la estatua falsa…? ¿Qué puede significar…?

—He pensado mucho sobre ello, Annika —respondió Lindroth, y cogió la pastilla de regaliz que Jonás le ofrecía—. A mi juicio, sólo hay una explicación razonable. Los del Museo de Goteborg han dicho que la copia procede de principios del siglo diecinueve, y es obra de un artista desconocido… ¿No cabe que el desconocido sea, precisamente, aquel pobre artista que tanto cariño tenía a su estatua y tanto sentía separase de ella? Por eso decidió hacer una copia, una copia inofensiva, antes de enterrar de nuevo el original.

—Sí, eso parece verosímil —opinó David pensativo—. Pero…

Lindroth suspiró.

—Estoy de acuerdo contigo, David, aquí hay muchos «peros»…

—¡Vaya que sí! —exclamó David—. En primer lugar, ¿dónde estaba la estatua cuando él la cogió? ¿Cómo lo averiguó? ¿Por qué la sacó de allí? Y finalmente, ¿quién era él?

Lindroth movió la cabeza: ¡muchas preguntas juntas!

—Mira, David, no sé nada de eso. Lo único que puedo decir es que el viejo pastor de Mariefred posee un cuadro antiguo que, al parecer, es obra de aquel desdichado artista. Lo recibió en herencia. Es un paisaje de Smaland y lleva como firma unas siglas: C-A.N. o G-A.N. No es fácil precisarlo.

—Así pues, el apellido empieza con N —intervino Annika—. Tenemos que buscar una paisajista de Smaland cuyo apellido empiece por N.

—Si, quizá deberíamos hacerlo —admitió Lindroth, y se levantó. Fue hacia la ventana—. ¡Cuántas avispas hay este verano! ¡He echado fuera centenares de ellas! ¡Uff! ¡Fuera! ¡Fuera!

—Este verano también hay muchos escarabajos —añadió David.

—¿Tú crees? No lo había advertido.

—Yo sí. Los encuentro en todas partes, la mayoría de las veces en los sitos más inesperados…