Jonás apenas había dormido en toda la noche. Tenía los ojos enrojecidos y parecía sentirse culpable de algo. Estaba deprimido.
Annika se inclinó sobre él.
—¿Puedes explicármelo, Jonás? ¿Cómo ha podido filtrarse esto? —le dirigió una mirada severa y agitó el periódico de Smaland.
Jonás levantó lentamente la cabeza de la almohada y palpó con la mano por la mesilla.
—¿Te apetece una pastilla de regaliz? —le preguntó. Pero Annika no estaba para pastillas.
Tampoco él pudo tomar ninguna. ¡Vaya un despertar! ¿Qué se podía esperar de un día como aquél? Ni siquiera se atrevió a imaginárselo.
Echó una mirada temerosa al periódico. Debajo de los negros titulares pudo reconocer borrosamente una estúpida foto suya enmarcada por las fotografías de dos estatuas: la del Museo Británico y la que ahora estaba examinando los expertos del Museo de Goteborg. Aún no se había emitido ningún dictamen, pero el informe podía llegar en cualquier momento: ¿falsa o auténtica?
Jonás suspiró. Para Hjärpe podía ser magnífico que se demostrara la falsedad de la estatua, pero él deseaba ardientemente que fuera auténtica. Desde el punto de vista puramente periodístico no era muy profesional pensar así, y eso le producía inquietud; pero no podía remediarlo.
¡Hjärpe si que tenía talento para su profesión! Él podía permitirse el lujo de ver las cosas en su conjunto. Pero Ringaryd era un pueblo pequeño, y sería triste que sus habitantes sufrieran una nueva decepción. ¡La segunda en pocos días!
El pueblo había leído el diario de la mañana, y el ambiente estaba cargado de expectación. La gente se había levantado pronto. El día era soleado, los jardines estaban cuajados de rosas, en el césped relucía espesa la hierba. Aquí y allá había hombres alegres que discutían las novedades.
Ringaryd era de nuevo el centro de la atención. El pueblo estaba lleno de coches. Al leer las noticias sobre aquellos famosos muchachos que habían dado la pista a la policía, muchos turistas que se encontraban en las cercanías habían decidido hacer una excursión al pueblo.
En el comercio de los Berglund reinaba una actividad intensa. Todos los turistas querían llevarse algo de la famosa tienda. Las postales se estaban acabando. La vista aérea de Ringaryd con la quinta Selanderschen fue la primera en agotarse. Sólo quedaban postales con el cuartelillo de bomberos, e incluso éstas se terminaron. Papá y mamá apenas daban abasto.
Le gente sacaba sus cámaras y todos querían fotografiar a los jóvenes; sobre todo a Jonás. Pero éste no se había levantado aún. Era explicable, después de todo lo que había hecho. En cambio, podían fotografiar a los padres. El teléfono sonaba ininterrumpidamente. Llamaban los periódicos, la radio y la televisión. Jonás había dicho que no estaba para nadie; Annika, igual. Su madre tenía que disimular y decir que no estaban en casa.
Poco a poco empezó a cansarse. ¡No podía más con las piernas! Naturalmente, le alegraba que el negocio fuese tan bien, pero resultaba muy fatigoso. Y no podía contar con la ayuda de Annika. Cuando más la necesitaba, desapareció de la tienda y se escondió. Jonás seguía en la cama con gesto huraño, mientras sus padres no paraban de trabajar. Mamá suspiraba. Empezaba a enfurecerse. ¡Le dolían tanto los pies…!
No podía soportarlo más. Tenía que acabar con aquella situación. Sus hijos se habían hecho famosos, pero no querían dejarse ver. ¡Pero todo tenía un límite! En un día como aquél, Annika tenía que ayudar. Y Jonás debía ocuparse de los turistas, que, al fin y al cabo, acudían por él.
Decidida, subió escaleras arriba. Pero se detuvo a mitad de camino. En el piso de arriba estaba puesta la radio. En aquel momento se emitían las noticias y hablaban de sus hijos. La madre escuchó: «Indican los expertos que la estatua ahora descubierta es una copia esculpida por un artista desconocido. Es decir, una falsificación realizada en roble sueco, probablemente a principios del siglo diecinueve. Representa a una mujer de pie. En algún momento dado fue aserrada en dos partes, que luego fueron unidas para formar una sola figura. De la estatua auténtica no hay ninguna pista. Los técnicos dicen que debe ser considerada como desaparecida hace ya tiempo. La pista de los muchachos de Ringaryd, tan famosos hoy en todo el país, ha resultado…».
¡Mamá no deseaba oír más! Se lanzó escaleras arriba y apagó la radio.
—¡Ya está bien! ¡Esto tiene que terminar de una vez! ¡Papá y yo estamos hartos!
—¿De qué?
—¡Una piedra en vez de la estatua! ¡Una estatua falsa! ¿No es bastante todavía? ¿Creéis que nos resulta agradable a papá y a mi salir diariamente en el periódico?
Miró a los niños, gesticulando excitada con los brazos.
Los niños no sabían que decir. Jonás quiso dirigirse hacia la puerta, pero su madre lo sujetó. Estaba enfadada de verdad.
—No te vayas, ¿me oyes? ¡Me vas a oír de una vez por todas! ¡Y tú también, Annika! ¡Estoy harta de estos chismes!
—Pero, mamá, ¿qué hemos hecho? —preguntó Annika.
Mamá se dejó caer en la cama deshecha de Jonás.
—¡Habéis perdido el tiempo en cosas inútiles! ¡Dejad de buscar esa vieja estatua que, probablemente, nunca existió!
Entretanto, Jonás había conectado secretamente el magnetofón para grabar en la cinta el arrebato de su madre. Pero ella lo descubrió.
—¡Corta eso, Jonás, o te arreglaré las cuentas!
Su voz sonó amenazadora, y Jonás desconectó el aparato; mamá parecía tener ganas de discutir…
—¿No pensabas estudiar matemáticas este verano? ¡Olvida ya esta tontería! ¡Se acabaron vuestras idas y venidas por el pueblo! ¡Tenedlo en cuenta! ¡Esta noche os quedaréis en casa! ¿Entendido?
En ese momento sonó el teléfono. Jonás fue a cogerlo, pero su madre se levantó rápidamente y le quitó el auricular.
—¡Desde ahora decidiré yo cómo deben marchar las cosas en esta casa! —bufó; pero enseguida cambió de voz—. Aquí el establecimiento de los Berglund —dijo en todo profesional.
Al otro lado de la línea estaba Lindroth. La señora Berglund cambió otra vez de voz y adoptó un tono muy efusivo. La conversación fue una comedia. Ninguno de los dos esperaba encontrar al otro en el teléfono. Lindroth quería hablar con Jonás o Annika, y la madre esperaba que fuera alguien al que pudiera chillar, pues sentía necesidad de descargar en alguien toda su agresividad.
—La cosa parece que va bien, señora Berglund, ¿no? —preguntó Lindroth.
—¡Oh, sí, verdaderamente! —contestó la señora, sin saber de que se trataba.
—Sí, por fin comenzamos a ordenar un poco las piezas de la historia —prosiguió Lindroth.
—¡Sí, eso digo yo, por fin! —dijo mamá, tratando de averiguar a qué se referiría Lindroth. ¿No habría oído las noticias?
—Bien, en realidad quería hablar con alguno de los jóvenes, si es que están en casa.
—Sí, claro, los dos están aquí —dijo la señora Berglund. Consiguió hablar con cordialidad, pero no tenía el menor deseo de pasar el aparato a Jonás ni a Annika. Sólo serviría para echar por tierra cuanto ella acababa de decirles. Por eso titubeó un momento.
Pero Lindroth fue muy perspicaz y lo captó inmediatamente. Por eso se limitó a preguntar:
—¿Podría saludarlos de mi parte?
—Por supuesto.
Mamá parecía aliviada. Lindroth le pidió, entonces, que preguntara a Jonás y Annika si podían ir aquella noche a su casa.
—¿Esta noche? —mamá tosió nerviosa; aquello ya no le gustaba.
—Sí. ¿Hay algún inconveniente? Yo estaré ocupado todo el día —dijo Lindroth amistosamente. La madre tuvo que ceder—. Así que esta noche, a las siete y media.
La madre prometió que se lo diría. Lindroth continuó:
—Este verano han aprovechado muy bien el tiempo, se lo puedo asegurar. En cuando a esa copia de la estatua, es muy interesante…
—¿Sí?
—Sí, es una prueba evidente de que en el siglo diecinueve aún se conserva aquí una estatua egipcia.
—¡Ah! ¿Sí?
—¡Claro! Tenía que haber una estatua auténtica, de lo contrario no habría una estatua falsa. ¿No es verdad, señora Berglund?
—¡Pues claro!
Mamá tuvo que toser de nuevo y Lindroth puso fin a la conversación:
—Por favor, dígales que David ya está informado. E indíqueles que estoy madurando algo. Tengo en la mente un plan sensacional que les causará mucha alegría.
Mamá colgó el teléfono y tosió ligeramente. ¡Era terrible la tos que tenía! Jonás y Annika esperaban pacientemente.
—¡Sí! Eran Lindroth, ya lo habéis oído.
Pero no, ellos no habían oído nada. Jonás negaba con la cabeza. Pero su madre no les creía.
—¡No disimules, Jonás! —mamá sonrió un poco—. Era Lindroth; dice que os tiene preparada una sorpresa.
Jonás dio un salto de alegría. Pensó que debía complacer a su madre de alguna manera. La miró con afecto.
—¡Te ayudaré en la tienda! —exclamó.
—¡Yo también! —afirmó Annika.