25. LA MUÑECA DE MADERA

Siempre es difícil conversar con un hombre asustado. Sobre todo cuando no sabe de qué tiene miedo. Niega todo porque teme que cualquier cosa pueda representar un peligro para él.

David encontró a Natte junto al río. Caminaba sin rumbo dijo y removía las piedras; probablemente estaba buscando cangrejos.

En cualquier caso, no le agradó que llegara David y empezara a hablar con él. Quería que lo dejaran en paz, como dijo.

David pensó que sería mejor ir directamente al grano:

—Natte —comenzó—, hace como un mes nos encontramos una tarde en el Monte de la Horca. ¿Te acuerdas?

Natte le volvió la espalda. No se acordaba, no quería hablar.

—Natte, ¿puedes escucharme un momento, en vez de limitarte a decir «no»? Necesito que me ayudes a resolver un problema. Ten la bondad de escucharme.

Natte no contestó. Parecía receloso.

David continuó:

—Tú me has contado que, siendo niño, estuviste una vez con tu padre en la quinta Selanderschen…

—¡No! ¡No es verdad! ¡Nunca he estado allí! —Natte lo negó categóricamente.

David no le hizo caso.

—Y me has dicho que tu padre serró en dos una muñeca grande de madera. Tú estabas allí y viste como lo hacía.

—¡No! ¡Eso es mentira! ¡Yo jamás he presenciado eso!

—Al menos, eso es lo que me contaste —afirmó David sin inmutarse—. Bien, la muñeca de madera era en realidad una estatua. Y no fue serrada por medio, como yo lo había imaginado, sino a lo largo, es decir, de arriba a abajo, de suerte que quedó dividida en dos partes iguales.

¡Tonterías! No, Natte no quería oír más.

Se puso en marcha, pero David lo siguió y continuó:

—¡Claro que fue así, Natte! Y una parte de la estatua estuvo más tarde metida en una columna de la escalera de la casa Selanderschen. Pero hace cosa de un mes estuviste tú allí, y te la llevaste por encargo de la señora Göransson. Luego, tuviste que reparar la columna y pintarla de verde.

—¡Eres tonto! —gritó Natte—. Mientes tanto que tú mismo te lo crees. ¡Yo no hablo con gente como tú!

—Y cuando estuviste allí —prosiguió David sin desanimarse—, rompiste por descuido un tiesto. Y como sabes la importancia que tiene las plantas en esa casa, te entró miedo, fuiste a la cocina y escondiste el tiesto roto en el fondo de la bolsa de la basura.

—¿Cómo te has enterado de eso?

Natte parecía muy asustado, y se asustó más cuando advirtió que se había ido de la lengua.

—Sí, lo sé —contestó David tranquilo—. Lo sé todo.

—Prometí no decir nada. Pero sabía que alguien trataría de sonsacarme. Lo he sabido siempre.

Natte estaba fuera de sí, pero David intentó tranquilizarlo.

Aunque nadie los oía, Natte seguía mirando con recelo. De nada sirvió que David procurara calmarlo. Se notaba que no sabía qué pensar.

—¡Es un ídolo maligno! —exclamó—. Jamás debí tocarlo. Sólo trae miserias y desgracias… ¡No se puede confiar en ningún hombre!

Natte no se tranquilizaba. Aun sintiéndolo, David no podía seguir más con él. Le repitió que no se preocupase, que él no tenía nada que temer. Pensó que sería mejor dejarlo en paz: ya había averiguado lo que quería saber.

Annika también.

Al principio, su madre no podía recordar quién había estado en la tienda comprando pintura verde, papel de lija y rapé. ¡Había pasado tanto tiempo! En el pueblo había muchos que usaban rapé; por tanto, ese dato no servía de nada. Pero Annika nombró a Natte, y su madre se acordó enseguida. ¡Si, claro! Natte había estado en la tienda unas semanas antes. Le pidió una factura después de comprar aquellas cosas. La madre de Annika lo recordaba porque le había llamado la atención la forma en que temblaba Natte al pedir la pintura.

—¡Como si fuera una deshonra comprar una lata de pintura! —explicó.

David asintió con un gesto al escuchar el relato de Annika.

Atardecía. Dieron un pequeño paseo. David tenía que volver pronto a casa. Aquella noche estaba su padre en casa, y querían cenar juntos. La melodía para el coro estaba casi concluida y sonaba bien. Por eso, pensaban celebrarlo los dos juntos. Solían hacerlo siempre que al padre le salían bien las cosas.

David sacó del bolsillo una astilla de madera. La olió y se la pasó a Annika. Ella la olió también.

—¿Te imaginas que este trocito de madera puede tener tres mil años de antigüedad? —dijo Annika con aire soñador.

—Me pregunto qué madera puede ser —pensó David en voz alta—. Probablemente de higuera, acacia o cedro, como dijo el conservador.

—Me gustaría que fuera acacia, suena mejor. ¿Qué opinas tú?

—No lo sé. Lo veré esta noche con papá. Es un experto en maderas.

Un par de horas más tarde, cuando David y su padre tomaban café después de cenar, David sacó la astilla de madera y se la mostró. No le dijo de dónde procedía ni que era una astilla de una estatua de hacía 3000 años. Sólo le preguntó por la clase de la madera.

A papá le bastó echar una mirada:

—Es roble —señaló.

—¡No, no puede ser! —exclamó David—. ¡No es posible!

—Déjame ver —su padre examinó más de cerca la astilla—. ¡Claro que es roble! —dijo—. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras tan extrañado?

—¿Estás seguro?

—¡Naturalmente! ¿Crees que no distingo el roble?

David saltó de la silla. Si la estatua era de roble, eso significaba que… Si, no podía ser otra cosa…

¡Tenía que telefonear inmediatamente a Annika!

Annika estaba en el baño, por eso tuvo que contentarse con Jonás. Le habló de la astilla y le dijo que el tipo de madera no coincidía con lo que Olsson había dicho. No era higuera, ni acacia, ni cedro. ¡Era roble!

Esta vez, Jonás se quedó literalmente mudo al otro lado del teléfono.

—¿Oye? ¿Adónde has ido? —le gritó David.

Jonás seguía al teléfono, pero su voz era débil. Aquello era horrible. Ahora que él… ¿Qué debía hacer?

—Así es —prosiguió David—. Y esto significa que…

—¿Qué? —susurró Jonás.

—Pues que, probablemente, la estatua no es auténtica —contestó David.

No había más que hablar del asunto. Colgaron los auriculares.

Jonás se quedó sentado… Comprendió que sólo podía hacer una cosa. Era cuestión de honor, pero no resultaba fácil. Necesitaba valor. ¿No habría realmente ninguna otra solución?

Tomó una pastilla de regaliz y examinó otra vez la situación. No, no había otra elección. Tenía que telefonear inmediatamente a Hjärpe. Eran casi las diez. Estaba a punto de imprimirse el periódico. Emilsson había trabajado perfectamente. Durante toda la tarde, a intervalos regulares, había estado informando a Hjärpe.

Hjärpe había podido seguir los sucesos paso a paso. Así había logrado un material excelente y ya tenía el artículo terminado.

Emilsson había seguido la pista del anticuario de Goteborg y lo había sorprendido in fraganti. Por increíble que parezca, había localizado las dos partes de la estatua. El anticuario las tenía allí. Una de ellas había sido comprada aquel año por una pequeña cantidad de dinero. Procedía de la herencia de un viejo oficial de Goteborg.

El anticuario comprendió enseguida que se trataba de una pieza única, y empezó inmediatamente a buscar la pista de la otra mitad. No cejó en su empeño y, al fin, la encontró. Su hombre de confianza, el antiguo vecino de Tranas que conocía a la señora Göransson, le habló de la extraña columna de la escalera de la quinta Selanderschen, en Ringaryd. El anticuario vio una fotografía y pudo comprobar que era lo que él buscaba. No resultó difícil convencer a la señora Göransson de que la vendiera. Necesitaba dinero, la pensión estaba apunto de quebrar, y ella había empezado ya a vender algunos enseres de la quinta. Había muchos objetos interesantes para un anticuario, pero tenía que ser algo que pasara inadvertido. A la señora Göransson le pareció una excelente idea sacar de la columna el viejo relieve.

Excepto Natte, ninguno de los implicados en el asunto pensó nunca que pudieran descubrirlos.

Bien se le notó al anticuario de Goteborg. Se quedó estupefacto cuando llegó Emilsson. La estatua estaba en la trastienda, en un pequeño local donde restauraba muebles viejos. Ya había unido las dos mitades. Emilsson fue directamente al grano y el anticuario no tuvo ninguna escapatoria.

Todo marchó sobre ruedas. Emilsson llevó la estatua al Museo de Arte de Goteborg, para que la examinaran los expertos.

Si, todo había salido mejor de lo que se esperaba. Emilsson estaba satisfecho; aquél era un gran éxito para la policía de Eksjö.

Hjärpe estaba radiante: era un material excelente para su periódico.

Hjärpe acababa de entregar todo la información, y las rotativas del periódico estaban en marcha. En la sala de redacción había un silencio impresionante. Sentado perezosamente. Hjärpe fumaba una pipa y escuchaba complacido el ruido de las máquinas. De pronto se oyó el teléfono. Era Jonás.

—Perdone que le llame tan tarde. Soy Jonás —Hjärpe se recostó en su silla.

—Hola, Jonás, llamas en el momento oportuno. ¡Las rotativas acaban de ponerse en movimiento!

—¿Sí?

—¡Claro! ¡Y mañana seréis héroes otra vez! ¡Titulares a toda página! ¡Venta sensacional!

Hjärpe se rió satisfecho. Jonás escuchaba afligido. Tenía una tarea poco grata. Y los informes de Hjärpe sobre el fantástico hallazgo, sobre la captura de Göterborg, no contribuyeron precisamente a facilitársela.

—Bien, Jonás ¿Qué dices ahora? ¿Cómo te sientes?

Jonás tragó saliva.

—Bueno, el padre de David acaba de analizar una astilla… Es un especialista…

—Sí, sí, entiendo.

Hjärpe no daba la sensación de entender y tampoco parecía muy interesado.

Jonás empezó a tartamudear.

—Bueno…, lo peor es que… que, de hecho, parece que, que… se trata de roble sueco.

—¿Sí?

—Sí… y ahora estamos… preocupados porque…

—¿Por qué?

—Bueno, porque la… la estatua encontrada por Emilsson puede ser falsa…, es decir, una co… copia —tartamudeó Jonás.

Desde el otro lado de la línea llegaron unas fuertes carcajadas.

—¡Eres genial, Jonás! ¡Eres un tío grande!

—Bueno, desgraciadamente…

—¡Imagínate! ¡Eso sería una maravilla! Así podríamos seguir vendiendo números extra toda la semana. ¡Muchas gracias por la noticia, Jonás!