Ahora, Jonás sabía cómo había que colocar las piezas del rompecabezas. Era increíble: había descubierto una fotografía, le habían echado una mirada y la habían perdido. Jonás ni siquiera la había visto; pero podía imaginársela. ¡Sabía atar cabos! Se encontraban en el punto crítico. Él lo presentía. Pronto llegaría el momento de ponerse en contacto con Hjärpe.
—¿Qué haces, Jonás? ¿Qué buscas?
Era Annika. Cuando David y ella entraron en la habitación de Jonás, no vieron más que las suelas de sus zapatos. Estaba tumbado sobre el vientre y se arrastraba por debajo de su cama. Por fin apareció, empolvado y despeinado. Sostenía en la mano una bolsa de plástico llena de desperdicios y exclamó con gesto triunfal:
—¡Aquí tenemos la prueba!
—¿La prueba? —lo miraron sin comprender—. ¿En esa bolsa vieja y sucia?
—¿No la reconocéis? Es la bolsa de la basura.
¿La bolsa de la basura? Ah, sí, claro, la misma que él había encontrado en la cocina, cuando registró la casa, la primera vez que estuvieron en la quinta Selanderschen.
—¡No digas! ¿La tenías guardada?
—¡Claro!
Jonás volcó la bolsa, y su contenido se desparramó por el suelo de la habitación. ¡Esta vez sabía lo que buscaba! Hizo un pequeño montón con papel de lija, astillas de madera, aserrín, un bote de pintura verde, una botella de licor con visibles huellas dactilares, un tiesto roto con una planta mal puesta. Luego, colocó aparte un escarabajo muerto.
Para mayor seguridad, examinó otra vez los desperdicios y los fue clasificando. ¡Valía la pena! Descubrió algo importante. Un recibo doblado de su propia tienda, del bazar de los Berglund, fechado el 27 de junio, es decir, el mismo día en que él había recibido su magnetofón y hecho su primera grabación en el jardín de la casa Selanderschen.
El recibo estaba escrito a mano, era la letra de mamá. Normalmente, en la tienda no daban facturas detalladas, él lo sabía. Por tanto, tenía que haberla pedido alguien. Jonás leyó en voz alta las partidas registradas:
—Pintura, veinticuatro con treinta; diez pliegos de papel de lija, tres con noventa y dos; rapé dos con treinta y cinco. Total treinta con cincuenta y siete.
Miró a los otros.
—¿Qué sacáis de aquí? ¿Qué dices tú, David?
David revolvió los desperdicios pensativo. Olió las astillas de madera.
—Si, todo esto es muy significativo, Jonás —dijo lentamente.
Jonás asintió entusiasmado. Quería exponer su teoría:
—Vi cómo la señora Göransson cogía un paquete alargado, envuelto en papel de periódico. Tendría, aproximadamente, metro y medio de largo. Así lo grabé en la cinta. ¿Y sabéis qué pienso?
Jonás hizo una pausa y los miró. Nadie dijo nada. Luego, prosiguió:
—Creo que en aquel paquete se encontraba la estatua. Y allí había alguien que debía recogerla. La ventana estaba abierta, y oímos toses dentro. Y yo vi cómo se movía por la pared una sombra. Ya habíamos oído antes la misma tos, la del tipo del bote de remos. La vais a oír de nuevo enseguida. Era él quien debía recoger la estatua con el mayor sigilo. Por eso llegó por el río, no por la carretera. No quería ser visto. Pero lo hemos descubierto. Le delató la tos. Y ahora, escuchad esto.
Jonás puso de nuevo la cinta del jardín. La habían oído innumerables veces, pero nunca lo hicieron con tanta atención como ahora.
Todo lo que se oía adquiría de repente un significado distinto: las toses que llegaban de cuando en cuando desde la habitación, la respuesta de la señora Göransson cuando fue a telefonear. «Por lo que pueda ocurrir, voy a comprobar si todo está en orden». Y luego, la conversación telefónica: «Está claro que no corro semejante riesgo… No, no se ve; nadie pensará en eso… Fue un viejo de aquí. Como es natural, no cogí a uno cualquiera. En caso de que el tipo se fuera de la lengua, nadie creería lo que dijera. ¡Nadie le toma en serio…! Sí, gracias, ya he recibido la mitad del dinero».
Jonás desconectó el magnetofón:
—Bien, ¿qué opináis?
Le brillaban los ojos. Casi no podía callar, pero se contuvo. Quería observar las reacciones de los otros dos.
—Para mí está totalmente claro —dijo David—. ¿Qué va a ser eso que no se ve y en lo que nadie pensará? Sólo puede tratarse de la columna de la escalera.
—¡Claro! —asintió Jonás—. Recordáis que la pintura no estaba seca cuando entramos aquel día. Quien compró las cosas anotadas en el recibo, entre otras la pintura y el papel de lija, desmontó la estatua de la columna. Estoy seguro.
—¿Crees que fue el mismo tipo que la recogió por la noche? —preguntó Annika.
David y Jonás opinaban que no. Sin duda, había sido otro. Annika parecía pensativa.
—Un viejo de aquí, un hombre al que nadie toma en serio —repitió en voz baja—. Al que nadie creería lo que dijera…
—¡Un hombre que bebe licor y toma rapé! —añadió Jonás.
—¡Humm…! —murmuró David.
Jonás lo miró impaciente.
—¡Deja de pensar y di algo! ¿Quién crees que es? ¿O es que no tienes ni idea?
—Si, creo que los tres estamos pensando en la misma persona —le respondió muy serio David—. ¿No recordáis que la selandria sólo se inquietó ante un hombre? ¡Ante la persona que, probablemente, rompió el tiesto que hay en la bolsa de basura! ¡Por eso reaccionó así! Voy a hablar con ese hombre.
—Y yo voy a comprobar el recibo con mamá —dijo Annika.
Jonás no dijo qué se proponía hacer, pero nadie creyó que fuese a quedarse sin hacer nada. Tomó una pastilla de regaliz y meditó un rato sobre el asunto. Luego, llamó a Harold Hjärpe, al periódico de Smaland.
No había mencionado a Hjärpe delante de los otros, pero había prometido llamarle si surgía algo nuevo. ¡Y vaya si tenía novedades! ¡Y lo que se promete se cumple! Pero no debía despertar demasiadas esperanzas. La conversación con Hjärpe tenía que limitarse a comunicarle que estaban ocurriendo cosas… y que era preciso esperar y estar atentos. Esperar a ver en qué quedaba todo.
¡Pero Hjärpe era incapaz de esperar! Jonás tendría que haberlo supuesto. Intentó exponerle por encima la situación, subrayando las dificultades que existían. Pero Hjärpe no sabía esperar.
—¡Muy bien, Jonás! ¡La vieja estatua reaparece y vuelve a ser noticia! ¡Magnífico! Voy a poner otra vez el asunto en marcha.
—Sí, pero… —intentó frenarlo Jonás—. Se trataba sólo de la mitad de la estatua.
Hjärpe soltó una carcajada.
—Sabes perfectamente que la mitad nos sirve lo mismo que la estatua entera.
—Además, es sólo una sospecha… De verdad, de verdad, yo no estoy totalmente seguro de que exista —explicó Jonás un poco afligido.
Pero Hjärpe no se dejó impresionar.
—¿No dices que hace tres semanas estaba todavía allí? ¡Tú mismo la viste envuelta en papeles de periódico! ¿No?
—Si, pero…
—Eso es suficiente, Jonás, más que suficiente…
—Pero recuerde usted que…, quiero decir que no estoy totalmente… —Jonás lo intentó de nuevo, pero Hjärpe lo interrumpió:
—Déjalo, muchacho, déjalo. ¿Quién, demonios, está seguro en esta profesión? ¡Buscamos novedades, no verdades eternas! ¡Jonás, eres fabuloso! ¡Tenemos lo mejor del mundo para una edición especial! ¿Dónde puedo encontrar la estatua o, mejor, como puedo dar con ese tipo siniestro? ¿Cómo lo localizo?
Al terminar la conversación, Jonás se quedó sentado con el auricular en la mano. Parecía hipnotizado. Había prometido a Hjärpe que antes de una hora volvería a llamar y le daría un número de teléfono, que él debía localizar entretanto… Jonás tenía una cierta idea y quería comprobarla antes, en secreto; pero Hjärpe había conseguido que la soltara. Jonás había hablado demasiado, no sabía con qué iba a salir ahora Hjärpe.
Pero Hjärpe no haría nada antes de que él supiera dónde se encontraba, o dónde podía encontrarse, la estatua. Lo primero que había que hacer, por tanto, era parar un poco al periodista y ganar algo de tiempo. Eso pensaba Jonás…
Pero se equivocaba. Hjärpe no se quedó parado en espera del número de teléfono. Al contrario. Creyó que tenía que tener todo preparado para cuando le llegara el número de teléfono. En cuanto dejó de hablar con Jonás, telefoneó a Emilsson, comisario de la policía de Eksjö, y excelente como contacto.
Le pidió que estuviera preparado. En el plazo de una hora le iba a comunicar dónde podría encontrar la vieja estatua funeraria de Egipto. Aquella estatua de 3000 años de antigüedad que había sido robada. Muchos creían que la estatua era una invención, Pero Hjärpe sabía que existía. Estaba esperando un número de teléfono que le iba a dar un chaval. Y le daba esa pista a Emilsson, como amigo suyo que era, para que tuviera la oportunidad de un buen trabajo.
Pero debía saber una cosa: si no le garantizaba al periódico de Smaland los derechos exclusivos del caso, no habría número de teléfono ni volverían a darle más pistas en el futuro.
Eso era lógico. Emilsson lo comprendió y se lo prometió. Hjärpe comentó sonriente que, cuando la policía y la prensa se ponen a colaborar, todo va bien.
—De acuerdo. El periódico entrará en máquinas a las diez de la noche. Dejaré media página libre y te llamaré en cuanto reciba el número de teléfono. ¡Estate preparado! En ese momento intervendrás tú y te ocuparás del resto. Luego, echarán a andar las rotativas.
Estaban de acuerdo y Hjärpe colgó el auricular.
Entretanto, Jonás había hecho algunas averiguaciones. Ya sabía a quien pertenecía el Peugeot azul CSL-329. Resultó fácil. Pertenecía a un antiguo vecino de Tranas que ahora no tenía domicilio fijo. Tras fracasar en varios negocios, ahora se dedicaba a viajar de un lado para otro vendiendo antigüedades.
Jonás consiguió esa información a través de su padre. Como hombre de negocios resolvió el problema sin dificultades. Además, tenía habilidad para esas cosas.
El paso siguiente fue el número de teléfono. Para conseguirlo, Jonás no necesitó ayuda de nadie. Tenía en la cinta dos grabaciones de alguien marcando números. La primera era durante la conversación de la señora Göransson. La segunda, el fallido intento de telefonear por parte del sospechoso. En la cinta se oía con claridad como marcaba. La primera grabación tenía peor calidad: el ruido del tren al pasar impedía oír bien las tres últimas cifras.
Jonás puso la cinta en el magnetofón. Primero con gran rapidez, después, muy despacio. Escuchó… Parecía que…
¿Podría tratarse, las dos veces, del mismo número? Sí, ¿por qué no? Si se referían al mismo asunto, era muy probable.
Pero no debía hacerse ilusiones. Primero había que averiguar el número. Luego, a quién pertenecía.
Jonás se sentó de nuevo ante el magnetofón y grabó mientras marcaba todos los números desde el cero hasta nueve. Tenía que calcular cuanto tiempo tardaba el disco en volver a cero, después de marcar cada número. No fue difícil.
Al cabo de un rato había averiguado el número del teléfono: era el prefijo 031; por tanto, Goteborg. El prefijo y las demás cifras del número coincidían. Así pues, los dos habían marcado el mismo número. Era un punto de partida seguro.
¡La cosa estaba clara! Jonás llamó a información. El número pertenecía a un anticuario de Goteborg. ¡Eso aclaraba todo! No necesitaba saber más. No dudó ni un segundo. La rapidez era esencial.
Jonás telefoneó a Hjärpe.
Hjärpe telefoneó a Emilsson.
Emilsson conocía a aquellos dos tipos: al anticuario y al hombre de Tranas sin domicilio fijo. Ninguno de los dos tenía buena reputación.
A los pocos minutos, Emilsson viajaba en coche con dos hombres por la carretera de Goteborg.