23. LA FOTOGRAFÍA

Jonás daba vueltas pensativo. Tenía que encontrar algo interesante para Hjärpe. Los dos querían mantenerse en contacto. Hjärpe había dicho que a Jonás le iba la profesión de periodista, y el muchacho no podía defraudar a Hjärpe.

¿Podrían servirle las voces de las cintas?

Tal vez no. Era difícil oírlas. Se necesitaba tiempo para llegar a entenderlas, y Hjärpe parecía siempre muy agitado y con prisas, nunca tenía tiempo para nada.

Jonás había perdido la esperanza de encontrar la vieja estatua. Ahora iba siempre de mala gana a la quinta Selanderschen, donde tantas expectativas habían quedado enterradas. En cuanto allí llegaba, se sentía deprimido.

Pero ahora florecía la selandria y, naturalmente, deseaba observarla. ¿Podría interesarle a Hjärpe? En todo caso, provenía de un discípulo de Linneo y tenía su historia. Pero ¿a Hjärpe con una planta? No. Un tema así era demasiado vulgar, poco llamativo. Sin duda, iría a parar a la papelera. ¡Tenía que encontrar algo más emocionante!

De todas formas, fue con los otros a la quinta Selanderschen y contempló la planta. Era fantástica y no tenía ningún parecido con otras plantas que él había visto.

Los tres pasaron un largo rato junto a ella. Hablaron de Emilie y de que ella había estado muchas veces allí y le había pedido una señal. David silbó la melodía y recitó el texto. ¡Aquélla tenía que ser la canción de Emilie!

Annika olió la planta. Exhalaba un suave olor balsámico.

—De noche emite un aroma más fuerte todavía —explicó David.

Annika había llevado consigo zumos y bocadillos. Decidieron tomarlos en el cuarto de verano. Cuando iban a subir, sonó el timbre de la puerta.

—Es mamá —dijo Annika—. La señora Göransson le ha dado permiso para coger rosas del jardín. Subid vosotros, yo voy a abrir la puerta.

Volvió a sonar el timbre y Annika bajó corriendo. Cuando llegó a la puerta, oyó que alguien tosía fuera. Se quedó petrificada. ¡No era mamá! Dio un paso atrás. Luego oyó como metían una llave en la cerradura. ¡Mamá no tenía llave!

Annika dio medio vuelta y corrió escaleras arriba, presa del pánico. Los otros dos estaban delante de la puerta del desván. No habían entrado todavía.

—¡No es mamá! —susurró ella—. ¡Es alguien que tiene llave!

Jonás se acercó sigilosamente a la ventana. ¡Exacto! Allí estaba el Peugeot azul, delante del portón del jardín. Y alguien esperaba sentado en el coche.

Abajo se oían pasos. Había entrado alguien, alguien que creía encontrarse solo.

¿Qué debían hacer? David y Annika se miraron fijamente, parecían sobresaltados. Jonás pensó que había llegado su gran ocasión. Susurró a los otros que no hicieran nada. Luego, conectó el magnetofón. Aquello había que grabarlo con todo detalle. Sería interesantísimo llevar esto a Hjärpe.

—Aquí, Jonás Berglund desde la quinta Selanderschen. Estoy en el piso superior y voy a intentar ver, a través de la barandilla de la escalera, lo que sucede abajo. Las condiciones para grabar son difíciles, pero intentaré hacerlo lo mejor posible —dijo lo más bajo que pudo y pegando la boca al micrófono—. Ha penetrado en la casa un extraño. Ha utilizado una llave, probablemente robada. Ahora está en el piso inferior; parece inseguro, indeciso. Quizá porque todavía dude de si se encuentra solo. Mis colaboradores y yo queremos hacerle creer que está solo. Así podremos averiguar qué pretende… Es preciso esperar hasta que se sienta seguro. Entonces lo sorprenderemos y desenmascararemos. Ahora veo cómo se mueven sus pantalones de color canela. Las toses que se oyen de vez en cuando son las de una persona que fuma. Se dirige hacia la librería y empieza a revolver entre los libros. Registra por todas partes, sus movimientos son nerviosos, tiene prisa. Es claro que busca algo. Tiene que ser algo determinado. Saca filas enteras de libros, busca detrás del estante, deja caer los libros, maldice, los levanta de nuevo y sigue buscando. ¿Qué espera encontrar en la estantería? ¡Es un misterio!

David y Annika se habían colocado detrás de una cortina.

—¿Qué está haciendo? —siseó Annika, y sacó la cabeza.

Jonás le ordenó con un gesto que se ocultara. ¡Qué imprudencia! Ya escucharía más tarde Annika el reportaje. Ahora no podía andar curioseando sin más, y exponerse a ser descubierta.

En ese momento, un claxon dio cuatro señales cortas. Jonás informó:

—Estas señales proceden del Peugeot azul aparcado fuera. El hombre que está en el piso bajo ha reaccionado inmediatamente; se mueve deprisa de un lado a otro; seguramente está nervioso. La señal tiene que significar algo. Quizá una advertencia. Ahora se dirige hacia una ventana. La abre y salta al jardín. Oigo sus pasos, que desaparecen corriendo. Voy a intentar vigilarlo. Un momento…

Jonás desconectó el magnetofón. David y Annika miraron hacia fuera.

En aquel momento oyeron a mamá llamar desde el jardín:

—¡Jonás! ¡Annika! ¿Estáis ahí?

¡Era mamá! ¡Se le había ocurrido llegar precisamente en aquel momento! ¡Por eso había tocado el claxon aquel tipo! Era la señal de alarma.

Mamá llamó de nuevo:

—¡Jonás! ¡Annika!

Entonces, intervino Annika:

—¡No debemos contestar! —dijo en voz baja—. Si lo hacemos, él notará que ha sido descubierto. Hemos de procurar que regrese otra vez. Tenemos que averiguar qué se propone.

Jonás le dirigió una mirada de aprobación. Annika tenía toda la razón. No debían desaprovechar aquella oportunidad. El Peugeot azul seguí allí, sólo se había movido unos metros para ocultarse tras un arbusto. Espera. Por tanto, el hombre pensaba volver.

Las mejillas de Annika estaban muy rojas de entusiasmo. Sintonizaba plenamente con Jonás. ¡Ahora había que actuar! ¡Actuar deprisa!

Examinó la situación desde la ventana y comunicó:

—Mamá ha empezado a cortar rosas. Cree que no estamos aquí. El sospechoso se ha escondido, sin duda, en alguna parte y espera a que se vaya.

—Exacto. Cuando se vaya mamá podremos sorprenderlo. Ésta es la ocasión, hay que aprovecharla.

Annika tomó el mando del grupo. Ni ella misma supo qué la impulsó a hacerlo; pero, de repente, se sintió llena de energía.

—Tenemos que averiguar qué busca, antes de que regrese —explicó—. ¡Vamos a la estantería!

Jonás quiso bajar inmediatamente, pero Annika dijo que uno debía quedarse vigilando. Jonás era el más indicado para esa tarea. David y ella podrían mirar la estantería.

—Jonás, tú vigilarás a mamá, al Peugeot azul y al sospechoso. En cuanto se vaya mamá, nos haces una seña. ¿Entendido?

—Entendido. Ojalá coja muchas flores.

Jonás ocupó su puesto en la ventana. Este trabajo era mejor para él. Así podría estar informado todo el tiempo, y reunir un material magnífico para Hjärpe; ¡un auténtico reportaje!

—Vamos, David, tenemos los minutos contados —dijo Annika.

David estaba ya junto a la librería y buscaba.

—Empieza por el otro lado —dijo la muchacha—. Así nos encontraremos en el centro.

Buscaron afanosamente, sin hacer ruido. Procedieron tan metódicamente como cabía. Pero no les resultó fácil, sobre todo porque no sabía qué buscaban: ignoraban si se trataba de un libro o de otra cosa.

Jonás vigilaba desde la ventana. Escondido tras las plantas, tenía una visión perfecta del jardín. Vio como mamá cortaba rosas, como brillaba el Peugeot azul detrás del arbusto. En cambio, no veía al sospechoso; pero sabía que estaba fuera, agazapado en alguna parte, observando a mamá, esperando… Jonás continuó el reportaje:

—… lo cual significa, queridos oyentes, que la señora Berglund, sin sospechar nada, está cortando rosas inocentemente, mientras cuatro ojos se dirigen atentamente hacia ella: por una parte, los míos, la mirada cariñosa de su hijo, que desea tarde mucho tiempo en hacer el ramo; por otra, los ojos maliciosos e impacientes del desconocido, que desea que se vaya de una vez al diablo, para conseguir él su tenebrosa labor en la casa.

Jonás enmudeció. Vio que el ramo de su madre era ya muy grande. El tiempo se acababa.

—¡Daos prisa! —siseó a David y Annika—. ¡Está a punto de terminar!

—No creo que se trate de un libro —opinó David nervioso—. Tiene que ser otra cosa.

Annika empezó a sentir un cosquilleo de nervios en el estómago. Buscaba a toda prisa pero sin resultado. Había muchos libros apilados en el suelo. Y tenían que colocarlos de nuevo en la librería.

—¡Si al menos supiera de qué se trata…!

De repente, la mirada de David tropezó con un sobre marrón que se había deslizado y había quedado sobre unos libros. En su parte superior había una escueta nota a lápiz: «altura: 1,37 metros». Después, un par de cifras, probablemente un número de teléfono.

—¡Annika, ven!

—¿Qué pasa?

Examinaron juntos el sobre.

Contenía algo extraño. Algunos anuncios recortados, sin duda, de varios periódicos. Además, un pliego de papel cuadriculado, sobre el que alguien habría escrito una lista de números de teléfonos. Parte de ellos tenían el prefijo 08, es decir, el de Estocolmo. Los anuncios se referían a anticuarios.

—¿Crees que podría ser esto?

—No lo sé…

David ojeó nervioso los recortes. De repente apareció entre ellos una fotografía:

—¡Mira, Annika!

Era una foto pequeña, pero clara. Mostraba la parte baja de la escalera, vista desde el vestíbulo, y estaba centrada en la columna de la escalera. Pero no era la columna lisa de ahora; al menos no tenía el mismo aspecto. Adosada a la columna había una extraña y estilizada figura de mujer. Aparecía de perfil y miraba fijamente hacia delante. Y llevaba una flor en la mano.

¡Era la estatua egipcia, no había duda!

Pero se les había acabado el tiempo. En ese momento, Jonás silbó. Mamá había terminado de coger su ramo de rosas.

David volvió a meter la foto en el sobre. Tenían que darse prisa y colocar todo de forma que no se notara nada. Había montones de libros en el suelo. Trabajaron febrilmente.

Jonás silbó de nuevo. Mamá se dirigía ya a la puerta del jardín. El sospechoso podía aparecer en cualquier momento. David colocó los últimos libros en la estantería.

—¡La mitad están al revés! ¡Dales la vuelta! —dijo Annika.

—¡No hay tiempo! —David la agarró y tiró de ella.

Por el camino empedrado se oían unos pasos. David y Annika acababan de ocultarse junto a Jonás cuando oyeron cómo se abría la puerta y entraba alguien. Los tres se abrazaron aliviados.

—¡Lo hemos encontrado, Jonás! —susurró Annika.

—Es una foto de la estatua —murmuró David—. ¡Ha estado colocada en la columna de la escalera!

Ahora, abajo se oían pisadas enérgicas. El sospechoso estaba convencido de que se encontraba solo en la casa. Jonás se deslizó con el magnetofón escaleras abajo. El hombre entró en una habitación. Jonás ya estaba por la mitad de las escaleras.

—¡Es un imprudente! —susurró Annika con admiración.

Oyeron cómo el hombre cogía el auricular y marcaba un número. Esperó a que contestaran. El silencio era tan profundo que Jonás pudo oír la señal del otro lado. Estaba preparado para grabar la conversación. Pero nadie contestó. El desconocido colgó el auricular, y Jonás empezó a subir, sin ruido, escaleras arriba.

Annika y David respiraron.

—¡Déjame ver la foto! —susurró Jonás.

—Más tarde —contestó Annika.

Oyeron pasos abajo.

—Enséñasela, Annika —susurró David.

Pero Annika lo miró sin entender. ¡Ella no tenía el sobre!

—Creía que lo tenías tú…

Se miraron horrorizados. Con la prisa, cada uno había creído que el otro había cogido el sobre, y ¡ahora no lo tenía ninguno!

—¿No te lo di a ti? —preguntó David.

—Si, pero yo lo dejé en la cómoda… Tenía que colocar los libros… Yo creí…

—¡Cabezas de chorlito! —bramó Jonás. ¡Aquello era el colmo de la negligencia! Estaba furioso por no haber previsto lo que iba a pasar. Debería haber dejado a uno de los dos vigilando, en vez de quedarse él. Se llevó a la boca una pastilla de regaliz y preguntó, conteniéndose a duras penas:

—¿Dónde está ahora el sobre?

—En la cómoda, junto a la librería —suspiró Annika.

Jonás se adelantó otra vez, arrastrándose, y vio abajo los pantalones del sospechoso. Estaba delante de la librería. La única esperanza era que no viera el sobre. Cada vez que se acercaba a la cómoda, a Jonás casi se le paraba el corazón. Tenía que limitarse a contemplar la escena y no podía hacer nada. ¡Ojalá regresase mamá o cualquier otra persona!

Pero no entraba nadie, todo estaba tranquilo. El Peugeot azul aguardaba; el sospechoso podía buscar con calma.

Ahora estaba parado. ¿Qué hacía? Se encontraba peligrosamente cerca de la cómoda. Llevaba un rato sin moverse. ¿Qué estaría haciendo?

Jonás quiso acercarse más, pero vio cómo el hombre giraba sobre sus talones y salía deprisa. ¿Habría desistido o…?

Jonás se precipitó escaleras abajo, seguido de los otros. ¡El sobre había desaparecido, la cómoda estaba vacía!

David y Annika estaban abrumados. ¡Entre los dos habían ayudado al sospechoso a encontrar la fotografía! Tan disgustado estaba, que, al final, Jonás los compadeció. Sacó su caja de regaliz y les ofreció. Fue la única vez que no la rechazaron con un gesto de agradecimiento; ni siquiera Annika. Tomaron una pastilla. La muchacha, incluso, tomó dos.

Finalmente, Jonás hizo la reflexión de que, a pesar de todo, tenían otra vez en sus manos la situación. Normalmente, hubiese pasado horas enteras deprimido tras lo sucedido, pero esta vez le sirvió de estímulo el mismo fracaso.

—¡Está bien! —exclamó—. ¡Por lo menos ya sabemos que la estatua existe! ¡No se quemó!

—Pero ¿cómo podemos convencer de ello a los demás? —preguntó David—. Hemos perdido la única prueba de su existencia.

Jonás no contestó enseguida. Pero tenía una expresión ladina. No lo dijo, pero pensó que, en realidad, no era un contratiempo el hecho de no poseer la fotografía. Su posesión podría haber sido perjudicial para ellos: Jonás se conocía lo bastante como para saber que no habría podido evitar ir corriendo en busca de Hjärpe para mostrarle el hallazgo. Y entonces, ¡todos los suecos se habrían puesto a buscar la estatua egipcia! Ahora, en cambio, sólo ellos conocían el secreto. El sospechoso no lo revelaría. Por eso dijo Jonás, pensativo:

—Tal vez sea mejor así. Si jugamos bien nuestras cartas, podemos ganar la partida.

—¿Ganar la partida? ¿A qué te refieres?

Bueno, en primer lugar, sabían que existía una fotografía y que era eso lo que alguien había estado buscando en la quinta.

David y Annika consideraban poco probable que alguien corriera tantos riesgos por una pequeña fotografía. Pero Jonás no opinaba lo mismo. Si alguien quería que nadie supiese que en Ringaryd se conservaba una milenaria estatua egipcia, tenía que correr ciertos riesgos, concluyó agudamente. Ahora entendía la situación y se sentía satisfecho. David y Annika eran, sin duda, inteligentes a su modo, pero no sabían qué hacer en situaciones como ésta.

Jonás se acercó a la columna de la escalera.

—¡Así que ha estado aquí la estatua funeraria egipcia de hace tres mil años! ¡Exactamente aquí!

—Pero… —dijo David, asediado de repente por un pensamiento—. Sólo ha podido estar la mitad de la estatua. No sobresalía y parecía un relieve.

—Es verdad, tienes razón —reconocía Annika—. No ha podido estar la estatua entera. No habría cabido.

—Pero si sólo ha estado aquí la mitad…, ¿dónde se encuentra el resto?

Jonás paseaba su mirada de uno a otro. Pensaba en lo que habían dicho David y Annika. No le resultaba fácil porque él no había visto la fotografía. David y Annika no cesaban de intercambiar palabras como: «la verdad», «el resto». ¡Santo cielo! Pero ¿de qué hablaban? ¡No tenían ninguna de las dos partes! ¡Ni siquiera la fotografía!

—¡Escuchad —exclamó—, ahora es cuando tenemos que apresurarnos!

Los dos parecían la encarnación de una pregunta:

—¿Por qué… «apresurarnos»?

—¿No lo entendéis? El sospechoso se siente seguro. ¡Ha eliminado todas las pruebas, ya que tiene la fotografía! Ahora piensa que tiene las manos libres.

—¿Crees que él tiene la estatua?

Jonás se encogió de hombros.

—Él u otro cualquiera, ¿qué sé yo? —hizo una pausa y los miró decidido—. ¡Pero lo averiguaré!