22. «ESCUCHA, ESCUCHA, FLOR AZUL…»

Annika nunca se había interesado especialmente por la estatua egipcia. David, tampoco. Sólo Jonás.

Y ahora, cuando ya Jonás había dejado de pensar en la estatua, ahora era cuando Annika empezaba a pensar en ella. No porque se tratara de un tesoro perdido, de una pieza de museo, sino por lo mucho que había significado para Emilie Selander; tanto, que incluso en sus últimas horas se había ocupado de ella.

¡Qué destino! Emilie había tenido razón cuando pensaba que Andreas no había muerto sino que vivía todavía. Se acercaba con frecuencia a «su» planta, palpaba la presencia de Andreas, sentía sus pensamientos llenos de vida. Pidió a la planta que, si Andreas había muerto, le diera una señal. Dejando que se marchitara una determinada hoja. Y, en vez de eso, habían salido nuevos brotes junto a aquella hoja. Emilie creía descubrir constantemente signos de que él seguía vivo.

Pero estaba rodeada de personas que creían que había perdido el juicio. Se compadecían de ella y terminaron por convencerla de que se casara con otro. Por supuesto, lo hicieron de buena fe, pues Andreas no daba señales de vida. ¿Por qué obró así él? ¿Sabía el daño que ocasionaba? Las cartas revelaban que estaba muy pagado de sí mismo. ¿Nunca había pensado Emilie en eso?

Probablemente no. Vivía sólo para Andreas. Estuvo siempre consagrada a él, del mismo modo que luego se consagró a su padre mientras vivió.

¡Pobre Emilie…, nunca vivió su propia vida! Cuando su padre confesó que había matado a Andreas, ella llegó a creer que Andreas estaba muerto. Entonces se apagó su esperanza y desapareció su alegría de vivir.

En aquel momento, sus pensamientos empezaron a girar en torno a la estatua. Comenzó a creer que pesaba sobre ella una maldición y que era la estatua la causa de la desgracia. Ésa era la única posibilidad de explicar por qué su padre había matado a Andreas; no pudo evitarlo, fue víctima de la maldición. La estatua fue el chivo expiatorio, y Emilie no pudo culpar a su padre.

Evidentemente, la estatua egipcia tenía más importancia de lo que Annika había creído al principio. De repente, tuvo la sensación de que la estatua se encontraba aún en algún sitio. Había ocupado los pensamientos de tanta gente, había influido tanto tiempo en tantas vidas humanas, que no podía haber terminado miserablemente, ardiendo en el patio del campanero, como creían todos.

Aunque no se lo dijo a nadie, Annika cambió de opinión. David seguía pensando como siempre, ella lo sabía.

«Al hombre —decía David— se le había otorgado la fantasía y los sentimientos para poder ponerse en el lugar de los otros seres vivos, y compartir sus pensamientos y sentimientos; tal vez, incluso, más allá del tiempo en que vive».

Como Andreas Wiik, David opinaba que la capacidad de comprensión era común a todos los seres vivos, cualquiera que fuese su forma de existencia. El hombre no era la única criatura que poseía inteligencia y sentimientos. Todos los seres vivos estaban dotados de disposiciones parecidas. Por eso tenía que ser posible comunicarse con animales, pájaros y plantas.

«Si —pensaba David—, tenemos algo importante en común con todo lo que vive, e incluso algo importante con todo lo que ha vivido antes. La muerte no es el fin de la vida, sino la entrada a una nueva forma de existencia».

Annika no quería llegar tan lejos. Opinaba que el hombre era el único ser dotado de fantasía y sentimientos, y que por eso mismo tenía una grave responsabilidad sobre la naturaleza y sobre todo lo que vivía.

No era difícil ponerse en lugar de Emilie y compartir su vida. Doscientos años no significan nada. Las cartas de Magdalena, sobre todo, permitían reconstruir la imagen de Emilie. A través de ellas se podía conocer mejor a Emilie que a la propia Magdalena. Si Emilie vivió la vida de Andreas, Magdalena vivió la vida de Emilie.

¿Vivían los hombres, en aquella época, la vida de otros en vez de la suya propia? ¿Qué pasaba ahora?

Absorbida por estos pensamientos, Annika cogió en secreto el magnetofón de Jonás y escuchó de nuevo todas las cartas. También la primera cinta, aquella que Jonás grabó el día de su cumpleaños, cuando estuvieron a oscuras delante de la quinta Selanderschen. La cinta en que David y Jonás creyeron oír que una voz susurraba: «en el cuarto de verano… yo… Emilie».

En aquella ocasión, Annika no pudo oír la voz. Ni siquiera tomó en serio lo que le dijeron los otros dos. Ahora, en cambio, la oía claramente.

Pero hubo algo más; descubrió en otra cinta algo que se les había pasado a los otros dos. Esta última cinta había sido grabada en la iglesia el día anterior a la apertura de la tumba. En aquel momento, los muchachos estaban esperando a Lindroth. El padre de David, sentado en el coro, tocaba el órgano. Jonás había estado ensayando su voz para el reportaje de apertura. Se esforzaba por conseguir un tono discreto, serio, adecuado para un entierro real, y la atmósfera le pareció sugerente. Describió el púlpito, el altar y cosas por el estilo. David iba junto a él. Annika, un poco detrás.

De repente, David había dicho que hacía frío en la iglesia y que quería salir.

También Annika había notado algo así como un soplo frío. «Salgamos a la calle», había propuesto.

En aquel instante se había parado el órgano, ¡y una voz había quedado grabada en la cinta! ¡La misma voz que entonces! Annika lo notó inmediatamente. Retrocedió la cinta y volvió a escucharlo muchas veces más. La voz resultaba cada vez más clara.

¿La voz de Emilie…?

Como la primera vez, al principio resultó difícil entender qué decía. El mensaje era breve. Se componía de un par de palabras entrecortadas, lo mismo que la vez anterior.

Finalmente, Annika creyó escuchar la palabra «avispa».

Cuando la voz dijo: «en el cuarto de verano», ellos descubrieron el cuarto de verano. Pero ¿qué podría significar la palabra «avispa»?

¡En todo caso era un descubrimiento que abría la esperanza! Annika telefoneó a David y le pidió que fuera a verla.

David oyó enseguida la voz, pero interpretó el mensaje de otra manera. Le pareció que decía «obispo». Eso era aún menos comprensible. ¿Qué obispo? ¿Uno que viviese ahora o uno de la época de Emilie? ¡Debía haber dado su nombre!

Cuando volvían de la excursión con Lindroth al Monte de la Horca, el pastor había hablado del texto para la música que el padre de David había compuesto. Es decir, para la melodía que David había escuchado en sueños. Lindroth les contó que había tenido una inspiración mientras estaban junto al epitafio de Andreas. Estando allí de pie, le vino de repente el texto. Lo escuchó, lo vio. O, al menos, él había tenido esa impresión. Pero luego, se le habían esfumado las palabras…

Insistió en que eran las palabras adecuadas. Había tenido una sensación extraña: que sólo podía haber un texto para aquella melodía. Era preciso encontrar ese texto, las palabras, el contenido. Esas palabras habían surgido en su interior en el Monte de la Horca; después habían desaparecido, esfumadas como en un sueño.

Sin duda ocurría algo raro, pues también David pensaba que ya existía un texto para aquella melodía. Lo había oído cantar en sueños, palabra por palabra, pero lo había olvidado al despertarse.

Su padre, Svante, estaba convencido de ser el autor de la melodía. Cuando David le había dicho que creía conocer la melodía, él le había respondido que eso era imposible, a no ser que todas las melodías existieran y estuvieran almacenadas en algún sito y el arte de componer consistiera en redescubrirlas y sacarlas del olvido.

Al anochecer, David fue a la quinta Selanderschen; quería echar una mirada a la selandria. La planta había echado capullos y él deseaba ver cuánto habían crecido. Eran grandes y pronto se abrirían. Sólo estuvo allí un momento.

Al volver a casa, pasó junto a la iglesia. Sabía que su padre estaba allí, trabajando como de costumbre.

Al entrar, además del sonido del órgano, oyó el tecleo de una máquina de escribir. Sentado en un banco del centro de la iglesia. Lindroth escribía. Era evidente que estaba inspirado. Golpeaba las teclas con fuerza y no advirtió la presencia de David.

David se colocó sigilosamente detrás de él y miró por encima de su hombro.

Lindroth levantó la mirada y lo vio.

—¿Llevas pastilla de ésas? —preguntó con cautela.

—¿Se refiere a las de regaliz? Lo siento, pero no.

—No importa. Creí que… Son tan estimulantes esas pildoritas… —Lindroth fijó de nuevo los ojos en el papel, en lo que acababa de escribir—. Sí, David, estoy trabajando en el texto para la melodía que está tocando tu padre. Me vienen las palabras mientras la escucho.

—Entonces, no quiero molestarle —dijo David.

—No molestas. Ya he encontrado el texto —Lindroth hablaba con seguridad y parecía feliz.

—¿Puedo leerlo?

Lindroth asintió con la cabeza, y David leyó:

Escucha, escucha, flor azul,

tienes que hablar y darme una respuesta,

el cielo y la tierra están en silencio.

Hay silencio en el mundo entero…

David se sentó lentamente en el banco junto a Lindroth. Las palabras le eran conocidas. Las reconocía de nuevo. De repente advirtió que conocía todo el texto, incluso la parte de Lindroth no había escrito todavía.

Y empezó a recitar los restantes versos. Lindroth le echó una mirada…, pero no pareció sorprendido. Comenzó a escribir mientras David hablaba.

Flor azul, tú debes saberlo,

tú lo sabes, y te acuerdas.

Háblame, susurra, respira,

dame tan sólo una señal…

David enmudeció y Lindroth dejó de teclear. Sonrió satisfecho y leyó lo que había escrito.

—Si, así está bien —dijo—. ¡Somos geniales, David!

David le devolvió la sonrisa. También él se sintió de repente tan extrañamente alegre, tranquilo y satisfecho como Lindroth.

Éste miró de nuevo el texto y se enfrascó en él. Se frotó las cejas y comentó:

—Me gustaría saber si hemos captado todo. ¿Lo repaso otra vez? ¿Qué opinas, David?

Pero no recibió ninguna respuesta. Se volvió y buscó a David con la mirada. Lo llamó…

David había desaparecido.

¿Dónde podría estar el chico? ¿Por qué tenía tanta prisa? Lindroth siguió sentado y trabajó durante un rato en su obra. Se le había dado muy bien, y era emocionante esperar a ver si se le ocurría algo más.

David cogió la bicicleta y se sumergió en la noche. Siguiendo una vieja costumbre, pedaleó hacia la quinta Selanderschen. Se apeó y dio una vuelta. Los rosales florecían por todas partes; rosas amarillas y blancas perfumaban la noche.

Un sapo salió de su agujero. Los sapos tienen los ojos muy bonitos… David se inclinó, el sapo se detuvo, y los dos se miraron largo tiempo a los ojos. ¡A David le hubiera gustado compartir los pensamientos del sapo! Y se preguntó sonriendo si el sapo tendría el mismo interés en conocer los suyos.

Entonces oyó el teléfono de la casa. Dejó el sapo, abrió la puerta de la cocina y entró deprisa. Todavía seguía sonando. Fue hacia el aparato y cogió el auricular.

Era Julia:

—Buenas noche, David.

—Buenas noches.

—Parece que te falta la respiración.

—Estaba en el jardín y he oído el teléfono ¿Qué hora es? ¿No es ya muy tarde?

—¿Si? No me he dado cuenta. Yo no me guío mucho por el tiempo… —Julia sonrió quedamente.

—No importa —dijo David.

—¿Cómo van las cosas, David? ¿Ha florecido ya la selandria?

—No. Tiene capullos grandes, pero creo que no ha florecido ninguno todavía; al menos hace un par de horas no había ninguna flor.

—¡Ah ya! Pero, cuando empiezan a salir, se desarrollan deprisa; los capullos de la selandria se abren siempre por la noche.

—Entonces miraré otra vez antes de irme.

—Hazlo, David. ¡Y cuídala bien!

—Se lo prometo.

—Bien, David. Otra cosa: el movimiento del caballo que hiciste la última vez…

—¿El que me sugirió el escarabajo?

—Sí. Le ha dado la vuelta a la partida.

—¿De verdad? ¿Cómo ha sido?

—Ahora estoy obligada a cambiar tu dama por la mía y darte otra vez jaque. ¿Estás en peligro?

—No, en realidad no; pero…, ¿no es una jugada extraña?

—Depende de lo que uno se proponga con ella. La jugada siguiente sí que va a ser muy importante. De ella puede depender toda la partida.

—¿Sí?

—Sí. Piénsala bien. Buenas noches, David.

—Buenas noches.

David colgó el auricular y movió la cabeza. Julia era un caso curioso. De pronto, el muchacho cayó en la cuenta de que nunca habían convenido la hora en que ella iba a llamar, para que él estuviera allí. No obstante, Julia llamaba siempre casi en el momento mismo en que él entraba por la puerta. O estaba colgada continuamente al teléfono, o tenía un sexto sentido. Jamás parecía sorprendida cuando él lo cogía. A David tampoco le causaba sorpresa que fuera ella. Su partida de ajedrez se había convertido en la cosa más natural. Aquella sensación resultaba agradable.

Julia había dicho que la jugada siguiente iba a ser muy importante. Tendría que esforzarse. No quería que lo tuviera por un mal jugador. Julia había conseguido dos veces darle jaque. Sí, David tendría que esforzarse.

Fue hacia la puerta; y entonces recordó lo que había dicho a Julia sobre la selandria. Tenía que comprobar otra vez el estado de los capullos.

En cuanto abrió la puerta, vio que la selandria había florecido. Tenía flores azules, grandes flores azules. Temblaban y se balanceaban delicadamente en sus tallos, mientras él cruzaba el cuarto. Cuando se paró delante de ella, las flores se quedaron quietas, dejaron de moverse. Parecían escuchar atentamente y sin respirar cuando David se inclinó sobre ellas y tarareó la melodía que había escuchado en sueños.