En Ringaryd reinaba cierto malestar. Había habido una fiesta y todos se habían divertido, pero las cosas no habían seguido el curso esperado. ¡No era agradable para el pueblo salir de esa forma en los periódicos…!
Estaba claro que los muchachos habían actuado de buena fe. Había que perdonarles. No obstante, muchos comentaban que los jóvenes de hoy día tenían demasiado afán de aventuras, y que era absurdo que todo el pueblo se viera en ridículo a causa de ellos.
Pero la peor parte le tocó al pastor Lindroth. ¿Cómo había podido dejarse engañar así? Nadie hubiera creído que tuviese tan poco juicio. Todos le apreciaban mucho. Ayudaba a cuantos le confiaban sus preocupaciones y atendía a las peticiones de todos.
Por eso era una pena que le hubiera pasado semejante cosa. Era mejor no hablar más de ello. Los habitantes de Ringaryd se miraban unos a otros y movían la cabeza. Preferían no decir nada de él, pues le tenían mucho cariño. Cada cual se reservaba sus pensamientos y guardaba silencio. Todos se limitaban a mover la cabeza con ademán compasivo.
Lindroth encajó todo con serenidad.
—Creo —le dijo a Jonás— que hemos actuado lo mejor que hemos podido. La estatua podía haber estado en el ataúd. Es una pena que no fuera así, pero ya no podemos remediarlo. Nos hemos equivocado y eso le puede pasar a cualquiera. Por otra parte, no debemos olvidar que jamás habría hallado la tumba de Andreas Wiik si no hubiéramos montado todo este tinglado de la estatua. No me importa que la gente se sonría cuando me ve por la calle. Hay cosas más importantes.
Efectivamente, había cosas más importantes…
Pero era difícil olvidar aquello. Jonás ya ni quería oír hablar de la estatua. Se sentía chasqueado. Tal vez, Petrus Wiik había querido decir otra cosa al escribir en su confesión: «Con la figura procedí de otra forma». Probablemente la llevó a su casa y la escondió allí en algún trastero, donde quedó olvidada y, finalmente, ardió con el viejo patio durante el gran incendio del bosque, a mediados del siglo pasado.
A Jonás sólo le interesaba ahora una cosa: ¿por qué estuvo el Peugeot azul, matrícula CSL-329, estacionado delante de la quinta Selanderschen? ¿Por qué aparcó el mismo Peugeot en la explanada de la iglesia durante la apertura de la tumba? ¿Quién era el propietario del coche? ¿Por qué apareció aquel hombre en el desván de la quinta Selanderschen? ¿Qué quería? ¿Qué buscaba? ¿Aparecería otra vez?
Jonás estaba convencido de que aquel hombre tenía algo que ver en el asunto. Incluso, llegó a pensar que el hombre del Peugeot azul había robado la estatua del ataúd y había metido en su lugar la piedra, antes de la apertura de la tumba. Pero pronto comprendió que la teoría era insostenible: los periódicos decían que el ataúd no había sido abierto desde el siglo XVII.
No; había sido Petrus Wiik quien había metido la piedra. No había ninguna duda. Pero ¿por qué no lo dijo en vez de hablar de «un objeto pesado» e infundir sospechas a la gente? ¡Si hubiera sido sincero en su confesión no habría ocurrido lo que ocurrió!
Y si hubiera sido un poco listo, opinaba Jonás, Petrus Wiik habría colocado la estatua en el ataúd, dado que tenía que meter algo. Habría sido una ocasión única para resolver el problema. ¡Y en vez de eso, colocó una piedra! ¡Inconcebible! Realmente, en aquellos tiempos la gente no era muy ingeniosa.
Hjärpe, en cambio, lo era en extremo. Jonás no se había atrevido a contárselo a nadie, pero Hjärpe y él iban a seguir en contacto. La idea partió de Hjärpe. Un día telefoneó a Jonás, poco después de la apertura de la tumba. Casualmente fue Jonás quien cogió el teléfono. David y Annika estaban en el cuarto de al lado, esperando a Lindroth.
—Buenos días, Jonás; soy Hjärpe —oyó, y casi se desmayó. En realidad debería haber estado enfadado con él, después de lo que había dicho en su periódico. Pero Jonás se quedó tan desconcertado como si le hubieran dado un golpe en la cabeza.
—Bueno, Jonás, esto ha ido muy bien —le dijo.
—¿Qué? —preguntó Jonás asombrado. No entendía ¿Qué es lo que había ido muy bien?
—Hemos vendido más números extraordinarios que nunca, chico. Ahora hay que aprovechar la ocasión y seguir vendiendo como locos otro par de días más, si el tema da de sí.
Jonás no tenía dificultad para entender cualquier cosa con rapidez, pero ahora no comprendía nada.
—Por favor, ¿qué dice? —le preguntó—. ¿No ha sido un fracaso lo de la estatua?
Hjärpe se rió. Fue una carcajada franca y sonora.
—¿Fracaso? —vociferó—. ¡Por todos los diablos! Fue mucho más interesante que descubrir una vieja estatua. ¡Con todo Estocolmo movilizado! ¡Con expertos venidos de todas partes! ¡Y, como colofón, el ataúd vacío! ¡Para morirse! ¡Qué fotos! ¡Profesores, clérigos y curiosos contemplando boquiabiertos una piedra! ¿No lo comprendes? ¿Estás tonto, muchacho?
Hjärpe lanzó una carcajada jadeante, a la que Jonás correspondió lo mejor que pudo.
—Oye, muchacho, tienes que aprender que en esta profesión interesa cualquier novedad. Nos encanta encontrar cualquier cosa que se pueda vender. ¿Y qué mejor que esto podríamos haber deseado?
—Nada, lo comprendo —contestó Jonás. Pero se dio cuenta de que hablaba sin convicción. Poco a poco se estaba poniendo nervioso. Annika abrió de golpe la puerta y dijo que Lindroth había llegado y los esperaba en el coche.
Hjärpe continuó:
—Escúchame, Jonás… Esa maldición que asusta todavía a la gente, ¿de qué se trata? ¿Lo sabes?
—¿Se refiere usted a la estatua? —preguntó Jonás.
—Sí. Sabes que la gente cree en esas cosas. ¡Son tan supersticiosos! El teléfono de la redacción no deja de recibir llamadas de gente que teme que Tutankamón ande por Ringaryd dando vueltas como un fantasma… ¿Qué te parece?
Otra carcajada jadeante. Y un tortazo de Annika. Jonás, impaciente, le indicó con la mano que se marchara. Su hermana estaba en la puerta y miraban sin comprender; llevaba un pequeño ramo de flores.
—¡La gente sigue creyendo en fantasmas! —gritó Hjärpe.
—Si, es una necedad, pero es así —respondió Jonás.
—Bueno, dejemos las bromas. Creo que hay algo de una maldición contra una casa o una familia de Ringaryd. ¿Sabes de qué se trata? Podríamos publicar algo sobre ello, ahora que la gente está todavía impresionada. ¿Qué te parece?
—Sí, efectivamente… —Jonás volvió a indicar a Annika que se retirara.
Pero esta vez ella no cedió.
—¡Jonás! ¡Lindroth está esperando! ¡Corta ya!
—¿Hay alguna otra cosa aprovechable? —bramó Hjärpe.
Jonás temía que Annika le oyera. Tenía que acabar.
—Perdone, no tengo tiempo —dijo—. He de ir a un entierro, es decir…
—¡Ah! Entonces no quiero molestarte. Espero no…
—¡Oh, no! —le interrumpió Jonás—. No es nada triste. Pero tengo que irme ahora.
—De acuerdo, Jonás. Muchas gracias otra vez. Creo que te va esta profesión.
—¿De verdad? —preguntó Jonás entusiasmado.
—Sí, creo que sí. Oye, si surge algo interesante, ponte inmediatamente en contacto conmigo. ¿De acuerdo? Bien, márchate ya. Saluda de mi parte al muerto… ¡Oh!, perdón quiero decir… Bueno, seguiremos en contacto.
—Hasta pronto.
—Adiós.
Jonás colgó el teléfono. Esta desconcertado y no precisamente satisfecho. No obstante, decidió dejar como estaban sus relaciones con Hjärpe y no decir nada a nadie. Ahora tenía que darse prisa. David y Annika habían salido ya. Cuando llegó, todos estaban sentados en el coche y le esperaban. Annika le dirigió una mirada cargada de reproches, pero Lindroth dijo que no tenía ninguna prisa.
Jonás se sentó junto a Lindroth.
—¿Has traído tu libro de canto, Jonás? —preguntó Annika.
¡Ay! ¡Lo había olvidado! ¿Debía ir a buscarlo? Lindroth no lo creyó necesario. Si fuera preciso, Jonás podría echar una mirada al libro de cualquier otro.
—¡Claro que será preciso! —comentó Annika mordaz. Estaba sentada y tenía en las manos su libro de canto y un ramo de margaritas.
Jonás se volvió y le hizo una mueca.
David llevaba una tabla con una inscripción. En el suelo del coche había una barra de hierro y un hacha.
Lindroth conducía un viejo coche, de motor de dos tiempos, que producía un ruido horrible. Le gustaba conducir. En el pueblo se decía que no lo hacía bien. No le gustaban las autopistas y evitaba las carreteras anchas. De ordinario iba por carreteras estrechas.
Era divertido viajar con él. Jonás tuvo que salir y abrir un portón. Lindroth torció por un camino de tierra. El coche traqueteaba tanto, que todos saltaban en los asientos y gritaban de risa.
—¡Cuidado! ¡Mis flores! —exclamó Annika riéndose—. ¡Se están quedando sin pétalos!
El camino descendía y luego ascendía muy pendiente.
—¿Conseguiremos subir? —preguntó David, con una sombra de duda.
—¡Claro que sí! Primero descenderemos despacio, y luego pisaré el acelerador a fondo —explicó Lindroth.
El coche se balanceaba. Con fuertes crujidos, Lindroth logró meter la primera y pisó con entusiasmo el acelerador. El coche dio un salto hacia adelante.
—En las cuestas soy fenomenal —se vanaglorió, satisfecho de su proeza.
Ramas grandes y pequeñas pasaban disparadas chocando contra las ventanillas y el techo del coche. Unas vacas los miraban con ojos inexpresivos. Lindroth paró el coche, bajó la ventanilla y les acarició los morros. Las vacas mugieron y siguieron al coche.
—¿Quiere usted llevar las vacas a nuestra reunión? —preguntó David con una sonrisa.
Lindroth subió de nuevo el cristal e hizo a las vacas un gesto de despedida. No, tal vez no sería oportuno tenerlas cerca cuando llegara el momento.
De repente, Lindroth tuvo que girar y terminó contra una mata de escaramujo. Entre las hierbas de la orilla del sendero había alguien escondido.
Era Natte. No parecía estar muy sobrio.
El coche quedó al ralentí. Lindroth se bajó y fue hacia Natte.
—¡Ay, Natte! ¡Esto podría haber terminado mal! —le dijo amistosamente.
Pero Natte estaba enfadado. Le dirigió una torva mirada y no contestó, ni siquiera saludó.
Lindroth, un poco confuso, tosió ligeramente.
—¿No sería mejor que se cambiase de sitio, Natte? Lo digo por si pasa otro —dijo con cierta cautela.
—¿Qué? —preguntó Natte mirándole fijamente.
—Bueno, lo digo porque…
—Ya le he oído, pero no tengo ganas de contestar —bufó—. ¡Me parece estúpido! ¡Sólo un loco como usted se atrevería a pasar con el coche por un camino como éste!
Lindroth miró a su alrededor. Estaba claro que aquél era un camino de animales.
—De todos modos, nunca se sabe, Natte —contestó.
Natte escupió lejos y con fuerza.
—¿No es verdad lo que he dicho?
—Puede venir una moto, una bicicleta… y ocurrirle una desgracia —intentó aclarar Lindroth.
Natte no contestó ni hizo ademán de levantarse.
—Es preciso tener los ojos abiertos y ser prudente —dijo Lindroth en tono de advertencia.
Natte le lanzó una mirada penetrante.
—No está bien meter las narices donde no le llaman a uno —dijo.
—¿Meter las narices? Aquí nadie mete las narices en nada.
—¿Y qué hizo usted en la cripta de la iglesia?
Lindroth se rascó la cabeza. ¿También a Natte tenía que darle explicaciones?
—¡Basta ya de tonterías! —gritó Natte con vez imperiosa, al tiempo que se levantaba—. ¡Llevar a todo el pueblo al ridículo! ¡Puede que algún día se arrepienta!
Estuvo un rato en pie y mirando fijamente a Lindroth por debajo de sus mechones de pelo. Luego, echó a andar con paso vacilante y se internó en el bosque saltando una zanja.
—Adiós, Natte —dijo Lindroth casi desconcertado.
—Tome una pastilla de regaliz. Coja dos —le ofreció Jonás.
—Si, son muy refrescantes. Gracias.
Lindroth se sentó al volante y arrancó. Tuvo que apretar con fuerza el acelerador para conseguir que el coche subiera la pendiente.
—Pobre Natte, parece que algo le atormente —comentó David.
De nuevo estaban en marcha. Cuando se tranquilizó un poco, Lindroth continuó conduciendo con tanta intrepidez como antes y recobró su buen humor.
Por fin llegaron al Monte de la Horca. Se apearon los cuatro. Lindroth abrió el maletero y examinó como había llegado la cesta de la merienda.
—Cuando se viaja en coche se producen muchas sacudidas; por eso hay que tener un poco de cuidado —comentó con evidente falta de lógica. Luego, advirtió lo que había dicho y se rió divertido—. Quiero decir que siempre tiene uno miedo de que pueda pasar algo —añadió.
Pero no había sucedido nada. Todo estaba en orden. Abrió la cesta, levantó la servilleta colocada sobre la merienda y husmeó impaciente.
—No. Primero celebraremos la ceremonia religiosa —dijo, y colocó de nuevo la servilleta.
El Monte de la Horca era un sito precioso, con una vista magnífica.
—Así son todos los antiguos sitos de ejecución —explicó Lindroth—. A menudo tienen una vista espléndida; tal vez para que los ahorcados pudieran ser vistos desde los caminos transitados por los hombres, o para que los condenados a muerte pudieran contemplar algo agradable antes de morir.
Annika se estremeció.
—Es horrible imaginar —continuó Lindroth— que hay personas que se creen con derecho a decidir sobre la vida de los otros —hizo una pausa—. Pero hay que reconocer que el lugar es bello.
La pendiente estaba cubierta de hierba verde. En la cima crecían robles añosos. El viento susurraba entre la hierba y en las copas de los árboles. En la lejanía sonaba un cencerro. Los pájaros cantaban en el follaje.
—A pesar de todo, no es mal sitio para descansar —comentó David. Sacaron las cosas del coche y se dirigieron a la cima de la colina. Decidieron empezar con un canto.
—Himno quinientos setenta y nueve, verso primero —dijo Lindroth, y entonó. Los otros lo siguieron.
Soy peregrino en la tierra,
soy un pobre extranjero.
Aquí no hay hogar para mí,
mi morada está en el cielo.
Luego llegó el momento de colocar la inscripción conmemorativa. Lindroth clavó el poste; David y Jonás lo sujetaban. Lo golpeó con el hacha hasta fijarlo bien en el suelo. Después clavaron en él la tabla con la inscripción.
Lindroth leyó el texto escrito en ella:
EN MEMORIA DEL DISCÍPULO DE LINNEO
ANDREAS WIIK
NACIDO EN RINGARYD EL 23 DE MAYO DE 1738,
MUERTO EN RINGARYD EL 9 DE SEPTIEMBRE DE 178.
EL MISMO ELIGIÓ ESTE LUGAR
PARA SU ÚLTIMO DESCANSO.
—Si —prosiguió Lindroth tras un minuto de silencio—. «Todo lo viviente está unido entre sí». Estas palabras son tuyas, Andreas Wiik. Ésa fue la idea que inspiró tu vida y todos tus actos. La muerte no fue para ti el fin, sino la continuación de la vida. Los muertos viven. Así pensabas tú.
Lindroth enmudeció. En la lejanía sonaba un cencerro. El viento susurraba entre la hierba y en las copas de los árboles. Los pájaros trinaban, las hojas de los libros de canto parecían aletear mientras Lindroth y los tres muchachos cantaban:
El tiempo corre como un vendaval,
y con él se van nuestras vidas.
Pero, tras la incertidumbre,
llega la inmortalidad del alma.
—Bien, ya hemos cantado los himnos —añadió Lindroth en voz baja—. Coloca las flores, Annika.
Annika arregló un poco el ramo que tenía en las manos, se acercó y lo colocó junto a la inscripción. Luego, hizo una pequeña inclinación.
—¿Cree usted que los muertos viven? —preguntó Jonás.
Lindroth no contestó inmediatamente; se pasó la mano por las espesas cejas, como solía hacer buscando respuesta a determinadas preguntas.
—Naturalmente —dijo al cabo de un rato—. Creo que existe una vida eterna, como se afirma en la Biblia. No puedo imaginar que todo se acabe en la tierra, con el cuerpo y la muerte.
—Pero ¿qué pasa con los muertos? —preguntó Annika—. ¿Cree que pueden comunicarse con los vivos?
—¿A qué te refieres, Annika?
—Bueno, me pregunto si pueden ponerse de algún modo en contacto con nosotros.
—No sé… ¿Por qué iban a hacerlo? —Lindroth se frotó otra vez las cejas.
—Sólo era una pregunta —dijo Annika.
Lindroth respiró profundamente y contempló el cielo. Luego miró de nuevo a Annika y observó sus ojos.
—Si, Annika, yo también me lo pregunto. Si nos atenemos a lo que dicen Las Escrituras, no hay ninguna prueba directa. Pero cuando uno ha estado sentado, como yo, junto a tantos lechos de moribundos, ha visto y escuchado cosas muy extrañas; y eso da que pensar. Es todo lo que te puedo decir.
—¿Cuándo comemos?
Era Jonás. Estaba en pie y contemplaba la cesta de la merienda.
—Ahora mismo.
Lindroth se acercó a la cesta y quitó la servilleta.
—¡Qué comida!
—¡Qué excursión!
—¡Qué día tan maravilloso!
—¿Qué importa ahora que una determinada estatua no estuviera en un determinado ataúd? —suspiró Lindroth satisfecho.
—¡Nada en absoluto! —asintió Jonás. Miró hacia el horizonte con ojos soñadores—. Tal vez deberíamos haber traído a Hjärpe —dijo, pensando en voz alta algo que no iba dirigido a los demás. Se mordió la lengua.
David y Annika lo miraron sin comprender.
—Ha sido sólo una idea… Creo que no se entierra todos los días a un alumno de Linneo descubierto por nosotros.