Existía en Ringaryd, desde siempre, un local para celebrar las fiestas. Estaba junto al campo de tiro, y lo utilizaban para sus actos la Asociación de Cazadores de Ringaryd, el Club Deportivo y la Unión de Apuestas. Pero, a finales de los años sesenta, comenzaron a actuar allí cantantes de música moderna y se produjeron algunos desórdenes. A partir de entonces, nadie se atrevió a organizar fiestas allí, y el local se cerró.
Muchos echaban de menos las fiestas de Ringaryd. Por eso no era extraño que ahora quisieran comportarse correctamente. Naturalmente, esta vez no se trataba de una fiesta ordinaria. Se trataba de algo solemne. Los asistentes iban a presenciar un acontecimiento histórico. Tras la alegría y el regocijo existía un objetivo más serio. Pero eso no significaba que hubiera que tomarlo todo con una seriedad «sepulcral», como Harold Hjärpe decía, con cierto humor, en el diario de Smaland.
Naturalmente, no cabía pensar en un baile. No convenía armar demasiado alboroto. Por otra parte, la pista de baile había desaparecido, y era preciso reunirse alrededor de la iglesia, que constituía el centro de los sucesos, pues había que rodear al acontecimiento de una cierta dignidad. No obstante, había puestos de café en la explanada de la iglesia y en otros sitios, así como de perritos calientes, helados, pasteles de nata y de mermelada de fresa, etc.
Los niños podían comprar globos. En el último momento se había instalado un gigantesco puesto de globos coronado por una esfinge egipcia y con una pirámide como fondo.
Algún avispado negociante había impreso la imagen de Nefertiti en unas camisetas que podían adquirirse en la tienda de los Berglund. Jonás llevaba puesta una para celebrar el día.
Toda la comarca había tomado parte en los preparativos. Se ofrecían las más increíbles sorpresas, aunque todo se había organizado con gran celeridad. Lo único que preocupaba era el tiempo. Muchas fiestas en Ringaryd se solían estropear por la lluvia. Pero esta vez fueron propicias las fuerzas del cielo. El día de la apertura de la tumba brilló el sol sobre Ringaryd.
Llegaban autobuses repletos. Los coches formaban largas caravanas. La gente reía, y se saludaban unos a otros. Los globos ascendían y explotaban. Los niños gritaban. Los perros ladraban. Todo era vida y movimiento. Los globos y las camisetas se agotaron rápidamente.
También había música y canciones. De cuando en cuando, el altavoz daba algunas instrucciones que era preciso repetir a gritos para que se oyeran en todas partes.
Jonás Berglund se deslizó por entre el gentío con el magnetofón. Trató de pasar inadvertido. Había ensayado la voz para que sonara como las que comentaban los entierros reales. Era una voz que siempre había admirado y ahora dominaba.
—Aquí, Jonás Berglund. Me encuentro con mi equipo delante de la iglesia. Me rodean representantes de la prensa, casi se puede decir que de la prensa mundial, que han acudido para informar sobre el acontecimiento del día. Hay gente de la radio y la televisión suecas, y también funcionarios de Patrimonio Nacional y del Museo Nacional de Historia. Aquí veo al profesor César Hald conversando con Harold Hjärpe, el principal reportero del diario de Smaland. Este zumbido que se oye procede de un equipo de aire. Es una especia de compresor, prestado por el Museo Vasa, de Estocolmo, para acondicionar inmediatamente el hallazgo. Ahora viene… ¡Un momento, por favor!
Una nube de fotógrafos había rodeado a Jonás. Por todas partes le disparaban flashes y le formulaban preguntas a gritos.
—Por favor, una foto para el Dagens Nyheter.
—¡Somos del Diario de la Noche! ¿Puedes atendernos un momento?
—Si, creo que será posible —Jonás se aprestó a colaborar. Era un terreno en el que se movía bien. Sabía de qué se trataba.
—Cuéntanos en pocas palabras como sucedieron las cosas.
—Si, ¿cómo lo descubriste?
—Dime, ¿eres un aficionado a la egiptología?
Las preguntas caían como un granizo. Jonás miró a su alrededor. Todos preguntaban lo mismo, y él siempre daba más o menos las mismas respuestas.
No estaba bien repetir constantemente las mismas cosas. Sintió la necesidad de decir algo nuevo. Quiso adornar un poco la tarta. Tenía que poner una nota de color.
—Ahí está el pastor Lindroth —se le ocurrió—. En realidad, resolvimos el enigma entre los dos.
Un par de fotógrafos se acercaron al pastor y comenzaron a asediarlo.
—¿Qué significa esto? —preguntó Lindroth, observándolos desconcertado.
—Es para el Dagens Nyheter. Quisiéramos hacerle una fotografía.
Lindroth opinó que era la estatua lo que debían fotografiar. Pero las cámaras estaban preparadas y dispararon. Los periodistas iban de un lado a otro; se dirigían alternativamente a Lindroth y a Jonás, y les hacían posar aquí y allá.
—Por favor, señor, tenga la amabilidad de acercarse un poco; así saldrá la iglesia como fondo.
Lindroth intentaba colaborar, pero no se encontraba a gusto.
—¿Te queda alguna pastilla de esas amargas, Jonás? —susurró.
Jonás sacó la caja de regaliz y se la pasó a Lindroth.
—Puede guardársela. Me queda otra —le contestó mientras las cámaras se movían por todas partes. Era una especie de bautismo de fuego, y Jonás se encontraba en su elemento. De pronto vio venir a Hjärpe en compañía de Antón Laub, que no paraba de hablar.
Al verlos llegar, Lindroth dijo que tenía prisa y se marchó de allí.
Hjärpe se abrió paso entre la gente y se detuvo ante Jonás.
—Jonás Berglund, si no me equivoco —comenzó.
Jonás asintió con la cabeza.
—Bien, quiero hacerte un par de preguntas. ¿Cuándo descubriste la estatua egipcia que vamos a ver enseguida, Jonás?
Jonás estaba emocionado. ¡El hombre que tenía delante no era un cualquiera, era Harold Hjärpe!
—Es una buena pregunta —respondió—. Uno tiene un presentimiento durante algún tiempo, y de repente algo hace «clic» en la cabeza…, ¿no?
—¡Interesante! ¡Entiendo! —dijo Hjärpe—. Y ¿cuándo te hizo «clic»?
Jonás se lo iba a explicar, cuando el altavoz retumbó para dar una comunicación importante. Era la voz de un hombre que hablaba alto y despacio; mientras siguiera aquella voz era imposible seguir la conversación.
—Podemos por fin comunicarles que hemos establecido línea directa con la cripta de la iglesia. Así podremos seguir desde aquí lo que suceda. Rogamos al señor Lindroth, baje a la cripta. Está a punto de comenzar la ceremonia de apertura de la tumba. Y…, para que los profanos en la materia podamos seguir la marcha de los acontecimientos, el conservador del Museo Provincial de Jönköping, Herbert Olsson, nos asesorará con sus conocimientos profesionales. Él se encuentra en la cripta, junto al sarcófago, para informarnos de lo que allí suceda. Y ahora, ya es sólo cuestión de tiempo; únicamente faltan unos minutos para que comience. ¡Atención! ¿Está listo, señor Olsson? ¿Ha llegado ya el señor Lindroth?
Se oyó un fuerte pitido en los altavoces. Después sonó una voz desde la cripta:
—El pastor Lindroth llega en este preciso momento. Estamos preparados. ¿Se me oye ahí arriba? —era Herbert Olsson.
—Sí, sí, empiecen cuando quieran. El sonido llega muy bien.
En la explanada de la iglesia todos contenían la respiración. Esperaban intrigados.
—¡Un momento, por favor! ¡Esperad todavía un momento los de abajo!
El hombre del altavoz comunicó que tenía que dar dos avisos al público y pidió que esperaran un poco los que iban a abrir el sarcófago. En primer lugar, se trataba de los servicios. Había advertido que, al parecer, nadie sabía dónde se hallaban, y algunos habían «contaminado» ya un poco en entorno en diferentes lugares. El altavoz precisaba a donde debían dirigirse.
Lugo, hubo otro comunicado, que hizo que Jonás agudizase el oído:
—Se ruega al propietario del Peugeot azul, un caravan con matrícula CSL-trescientos veintinueve, aparcado detrás de la iglesia, que haga el favor de retirarlo pues bloquea la subida hacia la iglesia. Detrás de la Capilla de Pentecostés hay todavía sitio libre para aparcar.
El comunicado puso nervioso a Jonás, pero entonces no tenía tiempo para ocuparse del asunto: Hjärpe seguía junto a él, en espera de una ocasión para terminar la entrevista. Pero el altavoz no cesaba de gritar. Además, la apertura de la tumba exigía la máxima atención. No, por el momento no era posible.
Jonás recordó la matrícula del coche. La otra vez se la había dictado a David y Annika, pero ellos se habían descuidado y no la habían anotado. Pero era el mismo número; César, Singri, Luis, 329. Estaba seguro. Pertenecía al coche que tenía la mala costumbre de aparecer siempre que andaba por medio la estatua egipcia. Jonás repitió en voz alta la matrícula para grabarla en el magnetofón. Luego, advirtió que Hjärpe lo observaba con ojos vigilantes.
—¿Pasa algo? —preguntó.
—Nunca se sabe —contestó Jonás, evasivo—. Tengo la costumbre de grabar todo para recordarlo.
—Yo también —comentó Hjärpe—. Bueno, ¿seguimos nuestra conversación?
No fue posible. El altavoz chirrió de nuevo con fuerza, y Herbert Olsson tomó la palabra. Jonás encendió el magnetofón. Había comenzado la apertura de la tumba y Herbert Olsson daba la bienvenida a todos.
—En un día como éste, constituye una gran alegría ser director de un museo —dijo—. Es una fecha memorable para cuantos nos dedicamos a los museos, y nos alegra muy especialmente el gran interés que mostráis por la historia todos vosotros, los que estáis fuera, sentados al sol y esperando ansiosamente. Si, los antiguos tesoros artísticos del pueblo egipcio siguen interesando a los hombres de hoy. Lo que esperamos descubrir es una estatua de madera. Puede estar hecho de tres tipos de madera: madera importado de cedro, de acacia o de higuera. Eso es algo que habrá que comprobar.
»La estatua procede del período de Amarna, de la dieciocho dinastía, es decir, del tiempo del faraón Eknatón. Dicho faraón es muy conocido, sobre todo por su matrimonio con la bella Nefertiti, de la que, seguramente, habréis visto alguna imagen. Además, al llegar aquí, he observado que algunos lleváis camisetas con retratos suyos.
»Creo que hemos llegado al momento cumbre. El personal del Museo Nacional de Historia y la Fundación Vasa han tomado pruebas del sarcófago en que se halla la estatua. El sarcófago es de madera de roble y habrá conservado en buen estado la valiosa estatua. Al menos, así lo esperamos. Por otra parte, los cimientos de la iglesia descansan sobre una capa de arena, por lo que la humedad no puede haber dañado a la estatua, como se temía. La cripta está relativamente seca…
»La cripta guarda numerosos ataúdes de los siglos diecisiete, dieciocho y diecinueve.
»¡Pero ha llegado el gran momento, señora y señores! Veo cómo transportan cuidadosamente el preciado ataúd a un espacio libre, situado bajo la bóveda central ¡Sólo faltan unos minutos! ¡Pronto abrirán el ataúd y contemplaremos la bella estatua, una de las obras maestras de la antigüedad, tal vez con los rasgos de la bella Nefertiti!
»El profesor de historia antigua, el señor César Hald, se ha puesto una bata verde, hecha expresamente para casos como éste, y trata de levantar la tapa del viejo ataúd. Sé que al profesor Hald le satisface muchísimo asistir a este acto y descubrir un tesoro artístico tan valioso como éste. Y todos compartimos sus sentimientos. Un acontecimiento de esta naturaleza no se produce todos los días. Ahora veo a mi lado al pastor de la comunidad de Ringaryd, quien tomó la iniciativa de abrir la tumba. Vamos a ver si puedo intercambiar con él algunas palabras… Un momento…
»No…, no hay tiempo. Los acontecimientos se precipitan. Tengo que buscar un rincón desde donde pueda ver algo. No es fácil, todos se apretujan hacia delante… Ahora están sacando los últimos clavos de la tapa del ataúd. ¡La tensión es inmensa! Del calor, mejor no hablar. Me gustaría poder transmitiros el ambiente y la expectación que hay aquí. ¡Puedo imaginarme lo que experimentaron quienes asistieron a la apertura de la tumba de Tutankamón! ¡Sólo faltan segundos para que se levante la tapa! Voy a intentar acercarme un poquito más para ver mejor. Desde aquí no veo bien.
»¡Ahora! Uno de los hombres de la televisión pide al profesor Hald que le permita colocarse junto al ataúd cuando levanten la tapa, para que los telespectadores puedan presenciar este momento.
»Y ahora…, sí…, ahora veo cómo el profesor Hald y un ayudante suyo se inclinan, cogen la tapa del ataúd y la levantan con cuidado, con mucho cuidado. Tengo que acercarme más… Perdone, ¿puedo pasar? No puedo ver bien. Ahora observo un gran desconcierto y una extraña agitación a mi alrededor… ¡No entiendo nada! Desgraciadamente no puedo ver todavía la estatua… Me la tapa una muralla de espaldas… Entre los que hay delante de mí se halla el señor Lindroth. Se mete en la boca algo que parece una pequeña pastilla negra… ¡Señores, el momento es realmente emocionante! Pero no entiendo… ¡No, no es posible…! Ahora veo algo…, algo… ¡Si, ahora veo…!
Herbert Olsson dejó de hablar. Se oyó un murmullo. Después empezaron a zumbar los altavoces. Por fin se cortó el contacto con la cripta. ¡Qué mala suerte! En la explanada de la iglesia nadie sabía qué era lo que Olsson había visto y considerado imposible. Todos estaban desconcertados y nerviosos. Al cabo de un rato volvieron a sonar los altavoces. Era la misma voz lenta que había hablado al principio. El locutor pedía a todos que se tranquilizaran. Dijo que se había cortado la comunicación y que algo pasaba en la cripta; él no sabía qué era, pero creía que no había motivos para preocuparse. Añadió que esas cosas pasaban a veces que volvería a informar en cuanto supieran algo. Entre tanto, puso un disco con una canción que se solía cantar antes, en las fiestas de Ringaryd: ¿Qué será, será…?
Jonás Berglund desconectó el magnetofón. ¡Qué desorden! ¿Qué habría sucedido? Estaba nerviosísimo. ¡Allí se encontraban presentes la radio y la televisión! ¿Cómo podía ocurrir una cosa semejante? ¡Un corte de línea en el momento psicológico más importante! ¡Cuándo la tensión había llegado al máximo! ¡Qué descuido más imperdonable!
Buscó con la mirada a Hjärpe, que hasta entonces había estado junto a él. Se encontraban a mitad de la entrevista cuando había comenzado el alboroto…
¡Pero Hjärpe había desaparecido!
Fotógrafos y periodistas corrían de un lado para otro como gallinas alborotadas. ¡Qué lástima! A Jonás le hubiese encantado intercambiar algunas palabras con Hjärpe. Pero, como queda dicho, el gran Hjärpe había desaparecido.