Ringaryd estuvo toda la tarde azotada por una tormenta. Los aguaceros llegaban uno tras otro, con breves intervalos en que lucía el sol.
Por fin llegó la noche. El temporal se había desplazado hacia las montañas y había comenzado a soplar el viento.
Aquella noche, Jonás estaba solo en la quinta Selanderschen. David y Annika habían ido juntos a una fiesta a la que no iban chicos ni chicas de la edad de Jonás. Pero a Jonás no le importó, tenía preocupaciones más importantes que una fiesta. Estaba sentado junto a las plantas, en el cuarto donde el viejo reloj seguía golpeando los oídos con su tictac, y marcando las horas con sus asmáticas campanadas. Estaba al lado de una vela casi consumida y tenía en la mano la fotocopia de la confesión de Petrus Wiik. La leía una y otra vez. Casi se la sabía de memoria. ¿No se ocultaba algo tras ella?
Jonás respiró profundamente y se concentró ¡Estaba a punto de descubrir algo! ¿No era una pista misteriosa lo que acababa de entrever?
¡Claro que lo era! ¡Ahora lo sabía con seguridad! ¡Petrus Wiik se había delatado en un punto!
Jonás no pudo seguir sentado. Se levantó y paseó nervioso por el cuarto. Masticaba regaliz mientras pensaba.
¿Cómo podía asegurarse? ¿Cómo debía actuar? En aquel momento empezaron a temblar los cristales de las ventanas. Pasó el tren de la noche, y todos los objetos del cuarto empezaron a tintinear, a temblar y balancearse, como siempre. La llama de la vela osciló.
Cuando el tren pasó, Jonás sabía ya lo que tenía que hacer. Se dirigió al teléfono y llamó al pastor Lindroth.
—Aquí, Jonás Berglund —dijo—. ¿Puedo hablar un momento con usted?
Lindroth no puso inconvenientes. Si quería, podía ir enseguida.
En el mismo instante en que Jonás colgaba el auricular, la llama osciló de nuevo y se apagó. Se había consumido, y el muchacho tuvo que ir a tientas hasta la puerta.
Al salir, notó que el viento soplaba con más fuerza que antes. Las nubes volaban por el cielo. Las copas de los árboles se balanceaban, y alargaban sus sombras, que parecían arrastrarse por el suelo. En la naturaleza latían una fuerza y una tensión que coincidían perfectamente con el ánimo de Jonás.
Por fin llegó a la casa parroquial. En el momento en que se bajaba de la bicicleta, Lindroth abrió la puerta.
—¡Date prisa! Si no, te llevará el viento —le gritó Lindroth.
Jonás entró rápidamente.
—¿Podemos hablar aquí sin que nadie nos moleste? —preguntó el chico mirando detenidamente a su alrededor.
En el piso superior se oían pasos.
—Para mayor seguridad, iremos a mi despacho —contestó Lindroth.
Era un cuarto grande, con las paredes cubiertas de estanterías. Había una chimenea en la que chisporroteaban un par de troncos. Lindroth se acercó a ella y atizó el fuego.
—¿Quieres beber algo, Jonás? —preguntó.
—No, gracias —contestó—. Acabo de leer la confesión de Petrus. Annika me ha dejado la copia que le dio usted.
Lindroth se volvió hacia él. Parecía muy interesado. Los dos estaban de pie, uno frente a otro, y se miraban a los ojos tratando de adivinar lo que pensaba el otro. Lindroth asintió con entusiasmo.
—Bueno, tú dirás.
—¡Creo que he descubierto algo! —Jonás notó que la emoción le secaba la garganta, y tuvo que tragar saliva.
—¿No quieres beber algo? —le preguntó otra vez el pastor. Jonás volvió a negar con la cabeza. ¡Ahora no tenía tiempo!
—Se trata de la estatua —le explicó Jonás en voz baja—. Ahí pone que sustituyó el cadáver…
—¡Por un objeto pesado, claro! —Lindroth cayó en la cuenta, y sus ojos se agrandaron.
—¡Exacto! —confirmó Jonás—. Un objeto pesado…
Notó que, de la emoción, no le salían las palabras de la garganta. Sacó su caja de regaliz. Tomó una pastilla; luego, se dio cuenta y ofreció también a Lindroth.
—¿Le apetece una pastilla de regaliz?
Lindroth miró la caja con curiosidad.
—¿Qué es eso? ¿Algo dulce?
—No, es más amargo. Agudiza la capacidad de pensar.
—¿Ah sí? Entonces, te lo agradezco, Jonás. Cogeré una.
Lindroth se metió una pastilla en la boca y probó su sabor.
—Muy buena —exclamó—. Yo la encuentro muy sabrosa.
—Yo también —asintió Jonás—. Pero el regaliz no gusta a todos; tiene un sabor especial…
—Exacto, pero yo creo que ahí está su gracia —respondió Lindroth.
—Claro, pero esto no lo entiende la gente —añadió Jonás—. ¿Dónde habíamos quedado?
—Si, en un… objeto pesado —Lindroth arrastró las palabras con cierta solemnidad.
Jonás lo miró con ojos expectantes.
—¿Le dice algo eso? —preguntó.
Lindroth no contesto. Desvió la mirada hacia el fuego.
—¿Te dice algo a ti, Jonás? —preguntó, a su vez, en voz baja.
—Creo que sí. Y es una pena que no estuviera con ustedes cuando bajaron a la cripta.
Lindroth le lanzó una mirada iluminada.
—¿Qué quieres decir?
Se miraron mutuamente. Lindroth parecía de buen humor.
—Bueno, yo hubiera levantado un poco la tapa del ataúd —dijo Jonás con precaución.
—¿Quieres decir…? ¿Sabes?, puedes creerme, estuve a punto de hacerlo —le contestó Lindroth.
—¿Sería demasiado tarde… ahora? —preguntó Jonás con toda intención.
Lindroth miró al reloj, pero no dijo nada.
—¿No podríamos ahora…? —preguntó vacilante Jonás.
—¿A estas horas? —Lindroth seguía mirando fijamente el reloj—. Son casi las diez…
Pero acabó cogiendo la llave de la iglesia.
Apenas los separaban de la iglesia unos minutos. El camino estaba oscuro y hacía viento. Pero Lindroth había cogido el farol.
—Puedo llevarlo yo —se ofreció Jonás.
—Cuando bajemos a la cripta podrás usarlo. Allí no hay luz eléctrica.
—¡Mire, hay luz en la iglesia! —exclamó Jonás.
—Si, es Svante Stenfäldt, está trabajando. Se queda hasta muy tarde preparando la melodía para el coro.
—¿Y si nos ve? —Jonás puso cara de preocupado.
—¡Oh, no! ¡No ve ni oye nada! —le aseguró Lindroth, y abrió la puerta de la sacristía.
La música los envolvió en sus ondas. Lindroth se detuvo y escuchó.
—Éste es el largo —le explicó—. También ha compuesto otra pequeña melodía. Es extraordinaria. Yo tengo que escribir la letra, pero no me sale.
—¡Ya le saldrá! —lo animó Jonás. Lindroth suspiró. Movió la cabeza preocupado. Abrió el armario de la sacristía, cogió otro farol y lo encendió.
—Ahora, cada uno tiene el suyo. Puede ser necesario, pues abajo es noche oscura. ¡Estos señores de la parroquia son tan tacaños que no nos dejan poner la luz! —le pasó uno de los faroles.
—¿Preparado, Jonás? ¿Bajamos?
Jonás asintió con un movimiento de cabeza.
Lindroth abrió la puerta de hierro.
—Ten cuidado. De lo contrario, rodarás por las escaleras.
—No se preocupe —exclamó Jonás.
Lindroth iba delante; pero, a mitad de la escalera, dio media vuelta.
—¿Tienes más de esas pastillas amargas? La otra me ha refrescado mucho.
Jonás sacó la caja de regaliz.
—Puede coger dos.
—Gracias. Muchas gracias.
Penetraron en la oscuridad. Jonás mantenía su farol en alto y alumbraba a su alrededor.
—¡Cuantos ataúdes! —exclamó.
—Claro, es una iglesia muy vieja —dijo Lindroth—. Ahora tienes que agacharte un poco. El techo no es muy alto. Jonás por fin vamos a comprobar nuestra teoría.
Jonás vio cómo pasaba entre sus pies una rata. No se asustó pero experimentó una sensación desagradable. Además, aquí y allá se oían tímidos y apagados arañazos. Era una pena no tener el magnetofón. ¡Qué reportaje se podía haber hecho!
—Aquí lo tenemos —sonó la voz de Lindroth—. Éste es el ataúd de Emilie.
—Al parecer, está muy bien conservado —opinó Jonás en tono profesional. Se acercó y puso la mano sobre él.
—¡Excelente madera, mira! —Lindroth dio unos golpecitos sobre ella—. ¿Lo intentamos?
Jonás asintió con la cabeza. Dejaron las linternas.
Lindroth se frotó las manos.
—Tendremos que agarrarlo con fuerza. Suelen pesar mucho. Pero podemos probar.
Lindroth agarró el ataúd por la cabecera, al tiempo que Jonás lo cogía por los pies, Pero fue imposible. No pudieron moverlo. Pesaba como el plomo.
Lindroth se rascó la cabeza y contempló el ataúd.
—Es muy pesado.
—Intentémoslo de nuevo —respondió Jonás.
—¿Y si agarramos los dos por el mismo sitio e intentamos moverlo? —propuso Lindroth—. Así uniremos mejor nuestras fuerzas, digo yo.
Ambos agarraron la cabecera y resultó más fácil.
—Ahora vamos a agitarlo un poco —dijo Lindroth—. ¡Una, dos y… tres!
Volvieron a empujar con fuerza, jadeando.
De pronto se oyó un ruido seco. Se miraron fascinados. Los ojos de Lindroth brillaban como estrellas.
—¿Lo ves, Jonás? ¡Teníamos razón! Ese ruido no puede ser de…, ¿cómo decirlo…?, de restos humanos: después de tanto tiempo, los restos de Emilie sonarían de forma muy distinta. Por eso podemos concluir que…
Tartamudeaba de emoción, y Jonás prosiguió:
—¡… que la estatua está en este ataúd! Eso es lo que pensaba yo.
—Si, no entiendo que pueda ser otra cosa. ¡Es para volverse loco, Jonás!
—¿Cómo podemos abrirlo? —preguntó Jonás. Estaba dispuesto a comenzar inmediatamente.
Pero Lindroth opinó que era preciso esperar. Parecía preocupado.
—Si, realmente es una pena —dijo—. Pero, antes de actuar, tenemos que decidir cómo vamos a encauzar el asunto. Lo antes posible. No debemos esperar demasiado… ni meternos en trámites burocráticos. ¡De ninguna manera!
—¿Cómo sospechaste que estaba aquí, Jonás? —preguntó Lindroth—. Me gustaría saberlo.
—Bueno, fue una intuición —empezó Jonás—. Pensé que Petrus Wiik se delataba cuando hablaba de un «objeto pesado». Si se hubiera tratado de una piedra, por ejemplo, lo habría dicho. Pero disimula. Primero afirma que con la estatua había procedido «de otra manera», pero no dice cómo. Petrus Wiik actuó misteriosamente, y eso es lo que me hizo sospechar.
—¡Has sido muy listo! —le elogió Lindroth.
—¿Y cómo lo ha deducido usted?
Lindroth se había puesto en el lugar de Petrus Wiik y había intentado rastrear sus pensamientos y sentimientos. «No se puede violar impunemente algo que ha estado consagrado al reposo eterno de la tumba», había escrito Petrus. La estatua había estado consagrada a ese descanso, luego ¿qué era lo más lógico, entonces?
—Lo que ha salido de la tumba debe volver a ella. Así razoné yo —dijo Lindroth—. Y así debió de pensar también Petrus Wiik, aquel hombre tan duramente probado; por eso colocó la vieja y funesta estatua en el sarcófago de Emilie, para que descansara de nuevo en paz. Ése fue mi razonamiento.
—Genial —alabó Jonás.
Se dirigieron el uno al otro una mirada de alegría y admiración. Jonás volvió a mirar de reojo la caja.
—¿La movemos otra vez? —dijo. Y movieron de nuevo el ataúd.
No había ninguna duda: un objeto pesado se movía dentro.
—¡Si, señor! Y ahora, lo que hay que hacer en Ringaryd son los preparativos para abrir la tumba —exclamó Lindroth entusiasmado—. Jonás, ¿te queda alguna pastilla de regaliz? Son muy estimulantes.