14. HUÉSPEDES NO INVITADOS

—¡Silencio, viene alguien! ¿No oís?

Otra vez fue Annika la que llamó la atención. Por tercera vez oía ruidos extraños. Y ahora también los percibieron los otros dos. Oyeron cómo se abría silenciosamente la puerta de abajo, la que conducía al desván, y cómo se deslizaban escaleras arriba, unos pasos lentos. Annika sintió escalofríos y miró aterrada a los otros.

David apagó la vela. Hasta Jonás parecía excitado. ¿Por qué no habría funcionado el disparador? Cogió de la caja un par de pastillas de regaliz y se las metió a la boca.

—¿Qué hacemos? —susurró Annika.

David se encogió de hombros.

—Si, ¿qué podemos hacer? ¿Abrir la puerta y saludar?

—¡No hagas chistes!

Oían las pisadas sobre el suelo. Cada vez se escuchaban más cerca. Estaban seguros de que se dirigían a la puerta, y ellos no podían cerrarla porque la llave estaba en la cerradura, por fuera.

Jonás tuvo una idea genial: debían ponerse los tres detrás de la puerta. En el momento en que se abriera, se lanzarían contra el intruso con todas sus fuerzas. Los tres juntos. Eso era lo mejor que podían hacer, lo único.

David y Annika estaban tan desconcertados, que no podían pensar. Ninguno de los dos era capaz de afrontar situaciones como aquélla. Dejaron que decidiera Jonás e hicieron lo que él había dicho. Se colocaron detrás de la puerta en actitud de alerta.

Siguió un silencio horrible. Fuera, alguien escuchaba sin moverse. Ellos no movían ningún miembro, apenas respiraban. Oyeron una tos apagada. Se hizo de nuevo el silencio. Luego, vieron cómo el picaporte se movía lentamente…, se prepararon. Alguien bajó el picaporte… y la puerta giró.

Y los tres se lanzaron al instante con toda su fuerza.

El hombre perdió el equilibrio y cayó hacia atrás; se levantó con toda rapidez y salió disparado hacia la escalera.

Jonás corrió tras él.

—¡No lo sigas, Jonás! ¡Jonás!

David y Annika salieron corriendo del desván, pero Jonás no tenía intención de quedarse parado. Había iniciado la persecución. Ellos lo siguieron, pero sin prisa. ¿Qué podían hacer?

En ese momento se oyó un fuerte estallido en el jardín, y corrieron hacia afuera.

Allí estaba Jonás. Parecía estar avergonzado y sentirse culpable. No dijo nada, pero había cometido un montón de errores. Para empezar, se había dejado abierto el portón del jardín. Ése había sido su primer fallo. Pero había otro, igual de grave: todo el jardín estaba alambrado, excepto la entrada de la cocina. ¡Se le había olvidado! Y, finalmente, cuando salió de la casa corriendo, tropezó con uno de sus propios alambres. Por eso se había producido el estallido.

¡Al menos había podido ver fugazmente al Peugeot azul!

¿Cómo había podido ser tan descuidado con los alambres? Jonás se recriminaba a sí mismo. A los otros les dijo que sólo había sido una falta de acoplamiento, pero la verdad era que se le había olvidado proteger la entrada de la cocina. Allí no había ninguna protección, y el hombre había podido entrar y salir sin ninguna dificultad. Pero había algo peor: quizá no era aquélla la primera vez. Jonás había dejado de colocar las agujas de pino sobre los picaportes y, desde entonces, ya no había sido posible controlas las entradas. ¡Había cometido una insensatez! Pero reparó enseguida el daño, de tal modo que ya no podría repetirse.

Al día siguiente se oyó otra detonación.

Fue al atardecer. Aún había luz fuera. Estaban tranquilos en la casa regando las plantas. David se ocupada de la selandria. De repente se oyó la detonación. Fue como un trueno. Luego, se escucharon maldiciones y quejidos.

David y Annika se miraron asustados. Jonás salió de un salto y gritó a los otros dos que lo siguieran ¡Esta vez no podían escapárseles el tipo aquél!

Antes de salir, David echó una mirada al aparato medidor de la selandria. La aguja se movía. La planta estaba inquieta. ¿Reaccionaba a las detonaciones?

—¡Quédate vigilando la selandria! —gritó a Annika, y salió corriendo.

Jonás venía hacia él. Parecía indeciso. Se oían quejidos, pero no había visto a nadie. David los oyó también.

—¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡han disparado contra mí! —resonó una voz entre los matorrales que había a sus espaldas.

—¡Es Natte! —exclamó David.

Buscaron entre los arbustos y allí estaba sentado Natte, mirándolos asustado. Aterrorizado por la detonación, había salido corriendo y se había escondido en el arbusto más cercano. Les clavó sus ojos azul pálido y les dijo en tono acusador:

—¡Han disparado contra mí!

David se acercó y le ayudó a levantarse. Intentaron explicarle que nadie había disparado. Eran sólo unos petardos que Jonás había colocado para divertirse. David indicó a Jonás con un gesto que sólo decía aquello para tranquilizar a Natte. No obstante, a Jonás le pareció que se pasaba de la raya. Daba la impresión de que todo era un simple juego, cuando en realidad se trataba de un ingenioso e insólito sistema de seguridad; ¿quién sabe si…? Podía estar actuando por allí una banda internacional de ladrones, una de esas que se dedican a robar antigüedades. No, a Jonás no le gustó la forma en que David se había expresado.

Annika apareció en las escaleras que daban a la puerta de servicio.

—Entra y siéntate un momento, Natte —dijo en voz alta.

Pero Natte parecía recelar.

—No, tengo que volver a casa.

—Sólo un momento —dijo David.

—¿En casa de los Selander? ¡No, gracias! —respondió Natte.

David se decidió a coger el toro por los cuernos. Dijo sinceramente que ya lo había visto otras veces en el jardín y que había observado cómo examinaba el interior de la casa por la ventana de la cocina. ¿Por qué no podía entrar, entonces? Era evidente que quería saber algo y sentía curiosidad. ¿De qué se trataba?

—¡No, no! —insistió Natte. Dijo que no sentía ninguna curiosidad, y que sólo quería saber que se traían entre manos David y los otros dos.

—Entonces, es que quieres saber algo —dijo riéndose David.

Annika le echó una mirada de reproche: así no conseguirían hacerle hablar. ¡Qué falta de psicología!

—Ah, bueno, simplemente estamos encargados de regar las plantas —dijo ella tranquilamente.

—¿Las plantas…? —Natte parecía dudar—. ¿Necesitan realmente tanta agua?

—Ya lo creo, en verano necesitan muchísima agua —explicó Annika y le dirigió una mirada misteriosa. Ella misma estaba sorprendida de la gran cantidad de agua que absorbían las plantas.

Natte estaba de pie y se balanceaba sobre sus rodillas. Aunque no había bebido, le temblaban ligeramente las piernas.

—¿Te has hecho daño, Natte? —le preguntó David.

—¡Si, me han disparado! —le dijo en tono de acusación.

—Entonces entra y siéntate, al menos un momento —le propuso de nuevo Annika.

Ella fue hacia la casa, y Natte la siguió gruñendo entre dientes:

—¿Qué pinto yo ahí dentro…? —dijo, y miró a su alrededor con ojos recelosos.

Annika señaló con la mano al jardín y dijo riéndose:

—Estarás mejor dentro; afuera hay que tener cuidado con los petardos.

Natte se detuvo; parecía inseguro.

Entonces intervino Jonás inesperadamente:

—¿Quieres una pastilla de regaliz? —le preguntó acercándole la caja.

—Gracias…, gracias… —Natte rebuscó en la caja con sus grandes dedos. Cogió una pastilla. Pero la escupió enseguida.

—¿También queréis envenenarme? ¡Puaff, que cosa más asquerosa! —dijo, volviendo a escupir con un gesto de asco.

Entraron en la cocina. Natte seguía haciendo muecas.

David le señaló una silla:

—Siéntate.

Natte miró a su alrededor y se sentó con cuidado. Parecía como si esperara en cualquier momento un nuevo atentado.

Annika fue al fregadero y llenó un vaso de agua.

—Bueno, Natte, por fin están en la quinta Selanderschen. ¿Cómo te sientes? —le preguntó David.

Natte no contestó. David prosiguió:

—¿Cuándo estuviste por última vez aquí? Quiero decir, dentro de la casa.

Natte le lanzó una mirada nada amistosa, sino hostil e insegura.

—Hace mucho. ¿Por qué lo preguntas?

—Bah, pensaba que…

Natte se levantó decidido.

—No puedo estar más tiempo aquí. Adiós, me voy ahora mismo.

—¿Qué hago con el agua, Natte? —Jonás le ofreció el vaso.

—¡Podéis guardárosla y regar con ellas las plantas, ya que necesitan tanta agua! —respondió, mirando de reojo a Annika—. ¡Adiós!

Salió. Jonás le acompañó. Era mejor guiarlo por el jardín para que no pisara más disparadores. Caminaban en silencio; pero cruzada ya la puerta del jardín, Natte, cuando estaba ya en la carretera, se volvió y le dijo a Jonás:

—Di a los otros que no he vuelto a estar en esta casa desde que tenía tres años, y ahora tengo más de setenta. Cuéntales eso. Así no tendrán que seguir cavilando.

Cuando Jonás regresó, David y Annika estaban con la selandria. La aguja del medidor había estado saltando como una loca mientras Natte estuvo allí. David lo comprobó cuando entró, y la controló. Annika había notado que la planta había empezado a reaccionar ya cuando el hombre estaba aún en el jardín. Por eso le había pedido que entrara. No había duda, la selandria había reaccionado violentamente antes la presencia de Natte. Ahora estaba otra vez tranquila.

—¿Estáis seguros de que no ha sido la detonación? —preguntó Jonás.

No, no lo creían. Sin embargo, para mayor seguridad, salió al jardín y provocó una detonación impresionante. David observó la aguja. No se movió. Así pues, era algo relacionado con Natte lo que intranquilizaba a la selandria. Pero ¿qué?