David paseaba inquieto por su habitación, con un libro abierto entre las manos. Leía: «Algunos dicen que han encontrado pruebas que apoyen la opinión, poética y filosófica, de que las plantas, como seres vivos que son, están dotados no sólo de conocimientos y espíritu sino también de la capacidad de comunicarse con otros seres vivos».
El libros se llamaba La vida secreta de las plantas y lo había cogido de la biblioteca. La planta de la quinta Selanderschen, con la que había soñado antes de verla, no lo dejaba tranquilo.
«Esta planta sólo tiene amistad con una única persona», le había dicho la señora del teléfono, la dueña de la casa, Julia Jasón Andelius.
¿Por qué, precisamente, con él?
Otro hecho que le preocupaba era la llave que habían encontrado en el recipiente de cobre, la llave del cuarto de verano.
Sentía no haber podido convencer a Annika para que investigaran a dónde los llevaba la llave. Jonás se hubiera apuntado sin dudarlo, pero Annika no cedió. Y quizás tuvo razón, porque no sabían dónde iban a meterse…
Sin embargo, había una cosa clara: él ya no creía que las voces del magnetofón de Jonás fueran unas palabras huecas, carentes de sentido. Aunque la voz de la cinta no existiera, no podía ser casualidad que David hubiera entendido precisamente «cuarto de verano». La llave lo confirmaba. Y ahora sabía dónde se encontraba la llave.
¿Cómo pudo prometer a Annika que no iría…?
Arriba, en su cuarto, Jonás iba impaciente de un lado para otro, masticando regaliz. De vez en cuando conectaba el magnetofón y escuchaba atentamente la voz. No había duda. David tenía razón: «En el cuarto de verano», era lo que la voz decía.
¡Y, para colmo, había tenido la llave del cuarto en su mano! Por supuesto que no había sido una simple casualidad el que tropezara con el recipiente de cobre. ¡No había ninguna duda de que la llave tenía que aparecer!
¿Cómo puedo ser tan tonto como para prometer a Annika que no haría por encontrar aquel cuarto? Era imperdonable. Aunque, bien mirado…, ¿hay que cumplir siempre lo que se promete? ¿Aunque se haya prometido algo absurdo? ¿Debería intentar convencer a Annika?
No, eso no tenía ningún sentido. Ella se había llevado un susto espantoso con lo que había pasado, y no quería saber más del asunto. Inútil hablar con ella. Hasta se negaba a admitir que existía la voz.
Entonces, ¿por qué tenía miedo del cuarto de verano? Verdaderamente, su actitud no era lógica.
Y allá, dentro del recipiente de cobre, estaba la llave. Le esperaba… Seguir pensando en ello se hacía insoportable.
Abajo, en el almacén, detrás de la tienda, Annika estaba sentada, colocando los precios en los tarros de conservas que habían llegado aquel mismo día. Estaba acostumbrada a ese trabajo, y normalmente no le suponía ningún problema. Pero hoy estaba distraída y cometía errores continuamente. No cogía el ritmo del trabajo. Estaba marcando por segunda vez un montón de latas.
¿Por qué habría prometido ayudar durante las vacaciones en la tienda? ¿Por qué había prometido regar las plantas de la quinta Selanderschen? ¡Esto último era aún más estúpido! Lo había hecho por David, como siempre. Para que él pudiera entrar en la quinta Selanderschen; por ser un poco complaciente.
Siempre obraba así. Con casi todos. Pero, en realidad, ¿quién sacaba provecho? David no pensaba en absoluto que gracias a ella podía ver la cerca la planta con que había soñado. ¡Pero ya estaba bien! ¡No pensaba ceder en lo referente a la llave!
Pero, por otra parte, ¿tenía ella derecho a obligar a los otros a prometer nada? ¿Era justo frenar el entusiasmo de Jonás? ¿No sería ella una aguafiestas? ¿Era razonable impedir que David prosiguiera la búsqueda del cuarto de verano? Al fin y al cabo, él fue el primero en oír la voz en la cinta y el que descifró el susurro. ¿Y si fuera algo importante? ¿Y si, de hecho, estuviera pasando algo en la quinta Selanderschen?
De nuevo comprobó que estaba marcando los precios por segunda vez. ¡Eso ya era demasiado! Furiosa, dio un empujón a unas latas, que rodaron por la mesa.
Se marchó y telefoneó a David.
Lo primero que les llamó la atención cuando llegaron a la quinta Selanderschen, fue la planta. Aquel día tenía buen aspecto. Sin embargo, a pesar de que era mediodía y lucía el sol a través de la ventana, y aunque, normalmente, todas las plantas dirigen sus hojas hacia la luz, aquélla dirigía sus hojas persistentemente hacia el interior de la habitación, hacia la escalera.
—Esto es muy extraño —dijo David—. Tanto más cuanto que lo último que hice ayer, antes de salir, fue girar la maceta y orientar las hojas hacia la ventana.
—Puede haber estado alguien aquí y… —Annika se calló. Lo que iba a decir era totalmente absurdo.
Pero Jonás ya había pensado en esa posibilidad. Para él, la idea de que alguien pudiese introducirse en la casa no era descabellada. En previsión, y para poder comprobar, había colocado en todos los picaportes de la casa unas hojas de pino, con lo que era sencillísimo comprobar si alguien había abierto alguna puerta durante su ausencia. Si seguían todavía en los picaportes, sería prueba de que nadie había estado la casa. Pero si no estaban, sería evidente que alguien había entrado.
—¡Qué ingenioso! —dijo David, admirado.
—¿Y has comprobado ya los picaportes? —le preguntó Annika sonriendo.
—Si, y las agujas de pino siguen en su sito. Así que nadie ha podido mover la maceta. La planta ha girado ella sola sus hojas. ¡Nos está diciendo que subamos la escalera!
—Así parece —exclamó Annika algo asustada.
—Si, cojamos de una vez la llave y busquemos el cuarto de verano —propuso David.
—Será lo mejor —admitió Annika.
Subieron las escaleras y David sacó la llave del recipiente de cobre. Desde el último escalón miró a su alrededor. ¿Adónde los llevaría aquella llave? Había varias puertas, pero solamente una estaba cerrada con llave: la que conducía arriba, al desván. En un gancho, junto a la puerta, colgaba la llave del desván.
Una habitación que sólo se utilizaba en verano podía muy bien estar en el desván. Abrieron la puerta del desván y, frente a ellos, vieron una empinada escalera de madera, que subía.
Jonás conectó el magnetofón.
—¡Qué desván más viejo y feo! —dijo Annika.
—Es poco acogedor —admitió David, que llevaba una linterna.
Jonás empezó a grabar:
—Si, amigos oyentes, me encuentro en el desván de la quinta Selanderschen. Es, como acaba de decir uno de mis colegas, un lugar poco acogedor. La luz del día penetra escasamente por un par de tragaluces, cubiertos de telarañas. Entre el polvo y la oscuridad que me rodea, distingo un montón de trastos. Un olor enrarecido me llega de frente. Apenas puedo moverme sin tropezar con las telarañas que cuelgan de las vigas del techo y se me pegan por la cara. Millones de murciélagos revolotean por todas partes y…
—¡Jonás, no exageres de esa manera! ¿No crees que ya es bastante desagradable la realidad?
Jonás, furioso, apagó el magnetofón.
—¿Quieres estropearme el reportaje, o qué? ¡Justo cuando me había venido la inspiración…!
—Perdóname, no era mi intención… —Annika pareció lamentarlo.
David se había adelantado con la linterna. Lo vieron parado delante de una puerta pintada de azul. Metió la llave en la cerradura y la giró. La cerradura rechinó. Jonás, conectando su magnetofón, continuó:
—Estamos ante una puerta azul, que no sabemos a dónde conduce. La puerta tiene huellas de manos humanas. La cerradura funciona mal. La oímos chirriar. No quiere ceder, es vieja, está oxidada. No cede. Y ante esta puerta azul cerrada, nos asaltan inevitablemente estas preguntas: ¿Quién fue el último que la cruzó? ¿Quién el último que la cerró? ¿Qué se oculta detrás de ella? Esta última pregunta será la única que obtendrá una respuesta. ¡Ya cede la cerradura! ¡Por fin hemos encontrado el cuarto de verano!
Jonás había hablado en voz baja y en tono misterioso. Desconectó el magnetofón. Estaba en la puerta de la habitación. Dentro se oía un fuerte zumbido.
—¡Qué enorme cantidad de moscas! —dijo Annika, y atravesó el cuarto directamente hacia la ventana, con la intención de abrirla para que se fueran. Pero la ventana estaba encajada. David la tuvo que ayudar, hasta que lograron abrirla.
—¡Qué bonito paisaje! ¡Se puede ver hasta la iglesia!
Echaron las moscas fuera de la habitación y miraron a su alrededor. La habitación estaba inundada por la bella luz del sol, que entraba atravesando las verdes copas de los altos y viejos tilos.
El cuarto era frío y tenía un aire muy severo. Junto a una pared había un viejo banco. Enfrente, junto a la ventana, una vieja cama, una mesita y una silla.
—Me gustaría saber quién se sentó aquí el último y miró por la ventana —dijo David sentándose en la silla. Annika había descubierto un pequeño espejo en la pared. Su cristal, empañado, tenía un tono verdoso.
—A mí me gustaría saber quién se miró por última vez en este espejo.
—Y quién fue el último que leyó este extraño texto.
Jonás estaba al lado de Annika. Junto al espejo colgaba un texto enmarcado. En un papel amarillento estaba delicadamente escrito:
¿Qué tiene de extraño
que yo no vea a Dios,
si no puedo ver siquiera
al Yo que vive en mí mismo?
CARLOS LINNEO
Jonás se disponía a grabar el texto, cuando Annika empezó, de repente a dar manotazos en el aire.
—¿Qué te pasa? —le preguntó David.
—Que ha entrado un insecto enorme por la ventana y me ha dado un golpe en la frente. ¡Me ha hecho daño!
Vieron como el insecto iba inseguro de una pared a otra. Voló entonces hacia David, chocó también contra su frente y cayó al suelo. Allí quedó agitándose patas arriba. David se inclinó y lo levantó.
—¡No lo toques! —le gritó Annika.
—¡Si es un escarabajo pelotero! Hay que ayudar siempre a estos animales cuando se quedan así, pues ellos solos no pueden darse la vuelta.
David enseñó a Annika el escarabajo, que correteaba con la palma de su mano, y luego quiso echarlo por la ventana. Jonás llegó con un trozo de madera, para que el escarabajo correteara sobre ella. Pero fue tan torpe, que el escarabajo cayó de nuevo al suelo y desapareció por una grieta que había entre las tablas del suelo.
—¿Cómo vamos a sacarlo? Ten mucho cuidado —aconsejó David. Porque una vieja superstición decía que traía mala suerte hacerle daño a un escarabajo pelotero.
Hurgaron por la grieta, pero el insecto seguía sin aparecer. Entonces Jonás descubrió que la tabla bajo la cual había desaparecido el escarabajo se podía mover. Estaba suelta. Agarraron por ambos extremos, pues la tabla era larga. También era pesada, pero no fue difícil levantarla.
En aquel momento sonó el teléfono abajo. Ahora no tenía tiempo para atender la llamada. David.
Mientras, seguía sonando el teléfono.
Jonás se tumbó en el suelo y miró debajo de las tablas. Había mucho polvo y porquería, pero el hueco estaba vacío. Lo alumbró, lo tanteó con la mano.
Abajo, el teléfono seguía sonando.
—¡Me va a volver loca ese ruido! —dijo Annika.
Jonás seguía mirando. David estaba tumbado junto a él, observando la maniobra.
—¿No lo ves? —David estaba muy nervioso. ¡El escarabajo pelotero tenía que aparecer!
—Ya aparecerá.
Jonás movía la linterna de un lado a otro. ¿No había algo allá al fondo, en el polvo? Alargó el brazo todo lo que podía, pero no notó nada. Escuchó atentamente y miró hacia el fondo. Si, allí se movía algo, pero fuera de su alcance.
—David, tú que tienes los brazos más largos que yo, busca; yo te alumbro.
David metió el brazo y tanteó. Una expresión de asombro apareció en su cara.
—¿Qué pasa? —preguntó Jonás.
David retiró rápidamente la mano. No había encontrado el escarabajo, pero su mano había chocado con algo.
—¡Alumbra, Jonás! ¡Más lejos! ¡Hacia la derecha!
Jonás alumbró, y por fin ambos la vieron. Allá al fondo brillaba algo. Parecía una caja.
—¿La alcanzas?
Si, claro. David llegaba. Estiró el brazo lo más que pudo y consiguió agarrar la caja y sacarla. Jonás cogió su pañuelo y sacudió el polvo de la tapa. Era un viejo estuche de madera, con un cierre de latón que brillaba cuando le daba la luz. Lo dejó en el suelo.
—Mira, ¡el escarabajo pelotero! —susurró Annika señalando la llave que había en la cerradura.
El escarabajo estaba tranquilamente posado en ella, y no intentó huir cuando David lo cogió para soltarlo por la ventana.
—¿Qué habrá en el estuche? Podemos mirar —propuso Jonás con entusiasmo.
—No es nuestro —advirtió Annika.
No les pertenecía, era verdad; pero si no lo hubiesen descubierto ellos, quizá nadie lo habría hecho, opinaba Jonás. David no decía nada.
—¿Será, acaso, de Julia? —se preguntó Annika—. No creo; en ese caso no estaría aquí el estuche. No, Julia no sabrá nada de esto. Pero la casa le pertenece.
—¡No se puede poseer lo que no se conoce! —argumentaba Jonás.
—Podemos abrirlo. ¿Verdad, David?
David abandonó sus pensamientos. Se veía que era un estuche muy antiguo. Seguro que llevaba allí muchísimo tiempo.
—Difícilmente podrá pertenecer a alguien que viva actualmente —dijo.
—¿Lo ves? Lo que yo decía —exclamó Jonás, victorioso. Tenía a David de su parte—. ¿A qué estamos esperando entonces?
En ese momento, el teléfono empezó a sonar de nuevo.
—Espera, Jonás —le dijo David—. ¡Déjame pensar un momento!
—¡Si no hay nada que pensar!
—¡Ya lo creo que sí!
—¿No va nadie a coger el teléfono? —preguntó Annika. Aquel ruido la ponía nerviosa.
—¡Ve tú misma! —bufó Jonás—. ¡Nosotros tenemos cosas más importantes que hacer!
David miraba fijamente el estuche. Sin prestar atención al teléfono, se frotó la barbilla ensimismado.
—Si el escarabajo pelotero no hubiera entrado por la rendija, no habríamos descubierto el estuche —exclamó—. Nos ha indicado el lugar debajo del suelo. ¡Qué extraño!
—Lo mismo pienso yo —Jonás pateaba de impaciencia—. ¡Tenía que suceder así! ¡Teníamos que encontrarlo! ¡No comprendo a qué estamos esperando!
—Si, todo esto tiene, seguramente, un significado —afirmó David—. Por eso no debemos precipitarnos. Tenemos que pensar lo que hay que hacer, y no cometer ningún error. Como tenemos que volver a la tarde para regar las plantas, podemos esperar hasta entonces.
Jonás saltaba de impaciencia, pero Annika coincidía con David. Colocaron el estuche otra vez bajo el hueco y pusieron la tabla en su lugar.
El teléfono sonaba aún insistentemente. David bajó corriendo para atender la llamada. Pero llegó demasiado tarde. Ya habían colgado.
Daban las doce del mediodía cuando abandonaron la quinta Selanderschen.
Jonás estaba profundamente decepcionado de los otros dos. Había tenido que ceder ante la «prepotencia», como él decía.