3. LAS PLANTAS

—Ha sido una buena cliente. ¡Es una pena que cierre! —dijo mamá, mirando a los demás pensativamente.

—¿A quién te refieres?

—A la señora Göransson, que cierra su pensión.

—Ah, ya, te refieres a esa señora. Es muy rara —dijo Jonás.

Estaban desayunando junto mamá, papá, Jonás y Annika. La tienda de sus padres, «El bazar de los Berglund», iba a abrir enseguida. Por eso tenían algo de prisa.

La señora Göransson había telefoneado a mamá por la mañana temprano, y le había preguntado si conocía a alguien que pudiera regarle las plantas de la quinta Selanderschen durante el verano. Estaba obligada a cerrar por un tiempo la pensión, pues se sentía mal y tenía que ir a una clínica para alérgicos.

—Deseo que se cure pronto —comentó mamá.

—Sí, sería una pérdida para nuestro negocio que la pensión cerrase para siempre —añadió papá—. Pero si sólo quiere descansar, entonces, está claro que tenemos que ayudarla de algún modo en lo de cuidar las flores.

—Me ha preguntado si puedo recomendarle alguna persona de confianza. ¿Sabes de alguien? —dijo mamá—. A lo mejor pensaba que yo…, pero… imposible, yo tengo bastante quehacer con la tienda.

—A lo mejor podríamos encargarnos nosotros, Jonás y yo —propuso Annika.

—¡Ni hablar! —protestó Jonás furioso—. ¡No pienso regar sus viejos tiestos!

—Entonces lo haré yo sola —y Annika le clavó una mirada…

Mamá encontró buena la propuesta. Fue inmediatamente al teléfono y llamó a la señora Göransson. Ésta accedió gustosa a que Jonás y Annika fuesen aquel mismo día a su casa, alrededor de las once. Papá y mamá tenían que bajar a la tienda. Jonás y Annika se quedaron solos.

—¿Cómo quieres comprometerte a eso? —le preguntó Jonás.

—Bueno, me acordé del extraño sueño de David. A lo mejor es divertido entrar en la casa y comprobar si coincide todo lo demás. Seguro que a David le encantará la idea.

—¡Sólo piensas en David!

—No, qué va, no es eso. Sólo que ¿no te gustaría a ti echarle una mirada a la vivienda por dentro?

Bueno…, eso sí… Si ello no le supusiera demasiado trabajo… entonces Jonás no tendría nada en contra…

Así fue cómo David, Jonás y Annika emprendieron por segunda vez en menos de veinticuatro horas el camino hacia la quinta Selanderschen.

—¿No es curioso —decía David— que todos estos años hemos andado por aquí y nunca hemos pensado ni una sola vez en la quinta Selanderschen, y ahora estamos como obsesionados con la dichosa quinta? Primero, soñé con ella. Después, ayer, fuimos a parar allí por casualidad. Más tarde me tropecé con Natte, que enseguida sacó el tema de la quinta Selanderschen. ¡Y hoy decidimos encargarnos de cuidar las plantas de la finca!

—Ocurre a menudo que, de pronto, se amontonan por pura casualidad las cosas —le comentó Annika. No quería aceptar que hubiera algo fuera de lo normal en aquel asunto. En cambio, David lo daba por cierto, Annika se resistía ante lo inexplicable, quería encontrar una explicación natural.

—Ha sido una pura casualidad —dijo.

—Casualidad…, casualidad, ¿qué es eso de casualidad? —preguntó David.

Annika no lo sabía con exactitud. Una casualidad era…, pues eso…, una casualidad. En cuanto a Natte, borracho como estaba, no era nada raro que desbarrara un montón de disparates.

—¿Y el sueño? —preguntó David—. ¿Qué dices a eso?

—Si, eso sí que es más raro, sin duda… No lo pudo negar… Debes de tener un sexto sentido —dijo ella.

—¿Un sexto sentido? ¿Y qué es eso? —insistió David; pero Annika ya no supo qué contestarle.

La quinta Selanderschen se hallaba en las afueras del pueblo. Era un enorme edifico blanco con una parque frondosísimo. Estaba situada cerca del río, rodeada por un bosque y por praderas. Alrededor de la casa había bonitos senderos para pasear, y por ello había sido acondicionada para pensión. Pero la quinta estaba algo ruinosa. Nunca había tenido muchos huéspedes. La mayoría de ellos eran conocidos de la señora Göransson, personas jubiladas que necesitaban respirar de vez en cuando el aire del campo. La señora Göransson había alquilado la quinta para su negocio; no era propiedad suya.

El alto portón de hierro estaba entreabierto. Recorrieron todo el paseo hasta la casa. Jonás iba delante con el magnetofón encendido:

—¡Atención, atención! ¡Aquí, Jonás Berglund! Son casi las once de la mañana. Mis colaboradores y yo vamos hacia la quinta Selanderschen. Queremos hacer una visita a la señora Göransson, la misteriosa anciana que ayer observamos…

—¡Cállate de una vez, Jonás; se simpático y deja de decir tonterías en el magnetofón! No hemos venido aquí para jugar a detectives —dijo Annika.

Una ventana se abrió en el piso alto de la casa y la señora Göransson sacó la cabeza.

—¡Hola, niños! ¿Queréis entrar por la puerta de la cocina? Acabo de limpiar la escalera principal de la casa.

—¡Vaya recibimiento! —susurró Jonás—. ¿Qué os había dicho?

Rodearon la casa. Aunque Jonás y Annika se habían encontrado muchas veces con la señora Göransson en la tienda, les parecían como si fuera la primera vez que la veían. Hasta ahora la habían tenido por una anciana de lo más normal, sin nada extraordinario, que siempre encargaba un montón de cosas y que siempre tenía prisas.

Pero no era tan despistada como ellos la habían creído. Parecía estar siempre vigilante. Sus ojos marrones, como los de las ardillas, lo veían todo. Tenía un cuerpo ancho y muy fuerte; no gordo, pero fuerte. Sus piernas eran más delgadas de lo normal, los pies pequeños, y tenía unas manos diminutas con unos dedos como bobinas de hilo.

—Venían tres por lo que veo —fue lo primero que dijo.

—Si, éste es David Stenfäldt, un amigo nuestro. Entiende mucho de plantas —dijo Annika.

—¡Ah, ya! ¿De veras…?

Parecía como si la señora Göransson dudase de ello. Sin embargo, les dejó entrar.

—Muy amable por vuestra parte —dijo mirando a cada uno de ellos—. ¡Pero entrad, para que os pueda enseñar todo!

Pasó ella delante de los chicos, por el vestíbulo, hacia la cocina.

—No le ha gustado que haya venido yo con vosotros —susurró David.

—No tenemos que decidirnos ahora mismo por el trabajo —cuchicheó Annika—. No prometeremos nada, sólo oiremos lo que nos ofrece.

—He puesto los tiestos aquí en la cocina, por lo menos los que cabían. Así no necesitaréis ir tanto de un lado para otro —les dijo la señora Göransson—. Pero será mejor que empecemos por la sala de estar.

Pasaron por el office. Ella iba delante.

—Está nerviosa —siseó Jonás, y tocó suavemente con los dedos el magnetofón.

—Deja eso quieto, ¿me oyes? —le dijo Annika.

—¡Hay tal cantidad de plantas! —comentó la señora Göransson.

—¿Recuerdas esto en el sueño? —susurró Annika a David. David asintió.

—Si, las plantas son realmente el gran problema de esta casa —prosiguió la señora Göransson.

—Es una casa antigua, ¿no? —preguntó Jonás.

—Pues sí, desde luego, no es lo que se dice una casa moderna. Es del siglo diecisiete o dieciocho. ¡Y las plantas deben de ser igual de antiguas! ¡Seguro que llevan generaciones en la familia! Una de ellas es especialmente antigua; aunque no sé cuál es. Pero bueno, las flores no me pertenecen, pertenecen a la casa y no pueden ser sacadas de aquí.

Y dejó escapar una risa seca y algo burlona. Se notaba que no le gustaban las plantas.

También había bajado los tiestos del piso superior, y los había puesto en la cocina y en el cuarto de estar.

—Para que no tengáis que ocuparos de nada allá arriba.

Se notaba perfectamente que no quería que anduviesen por la casa.

De pronto, una puerta o una ventana dio un portazo en el piso superior. En algún sitio había una corriente de aire, y la señora Göransson subió a ver. Mientras, los chicos se quedaron solos.

—¿Coincide con tu sueño, David? —preguntó Annika en voz baja.

David no le contestó enseguida. Estaba de pie y miraba fijamente una planta solitaria que había sobre el poyete de la ventana. En la esquina, junto a ella, se encontraba un viejo reloj de pie. Annika y Jonás siguieron su mirada. ¡Lo comprendieron! ¡La planta! ¡El reloj! David no necesitaba explicarlo…

Annika fue hacia la planta.

—Parece algo marchita. Las hojas cuelgan lacias…

—¡Déjala en paz! ¡No la toques! —murmuró David.

La señora Göransson volvía ya, se oían sus pasos.

—¿Qué hacemos? —susurró Annika deprisa—. ¿Aceptamos el trabajo o…?

Jonás se aproximó y les ofreció regaliz.

—En primer lugar, tenemos que pensarlo bien —les dijo—. Tomad; el regaliz agudiza el pensamiento.

—¡Si, si! Debemos aceptar el trabajo —dijo David impacientemente. Cuando la señora Göransson entró en la habitación, Jonás estaba de pie junto al reloj, examinándolo.

—¿Qué haces ahí? —preguntó inmediatamente.

—¡Vaya un reloj antiguo tan curioso! ¿Funciona?

—No, no funciona. ¡Lo mejor es dejarlo en paz! —la voz de la señora Göransson se hizo más dura—: ¡Es inútil, no anda! Desde que alquilé la casa está sin funcionar.

Jonás se apartó del reloj y la señora Göransson siguió hablando sobre las plantas:

—Bueno, esto es todo lo que hay sobre las plantas —dijo con ironía—. No ha sido idea mía, a mí me importan un pito lo que les pase. Pero soy la responsable ante el dueño.

—¿Por qué, entonces, no se las llevó él consigo, si las quiere tanto? —preguntó Annika.

—¡Oh, no! ¡No deben sacarse de aquí bajo ningún pretexto! Está escrito así en un viejo testamento o algo parecido…

La señora Göransson se empezó a reír y dijo que las plantas eran realmente los inquilinos de la casa, cosa que no costaba demasiado creer.

—Hay, incluso, gente que asegura que las plantas se vengan si se les hace algo. Por eso, lo mejor es, si se ocupa uno de ellas, hacerlo con esmero —les aconsejó. Y se reía sin parar. No obstante, la expresión de su cara era severa.

—¿Y esas conchas? —preguntó Jonás—. ¿Se oye dentro el ruido del mar?

—¡No lo sé! ¡Y déjalas donde estaban! —dijo con voz enfadada; pero Jonás no se inmutó.

—¡Si, es verdad, se oye el mar! —exclamó con las conchas en los oídos.

—¡Estas conchas no se tocan! ¡Déjalas! —dijo la señora Göransson yendo hacia él y quitándoselas. Luego, se volvió hacia Annika—: No sé si hago bien en confiaros este trabajo. Tal vez sería mejor buscar alguna persona mayor.

—¡No, señora Göransson, claro que podemos hacerlo nosotros! —la interrumpió Annika.

—Naturalmente, ¡si es muy fácil! —añadió David con entusiasmo—. Nos gustan mucho las plantas. No tiene usted por qué preocuparse.

Se adelantó y sonrió, intentando despertar confianza y procurando que la señora Göransson apartara su atención de Jonás, que no podía dejar en paz las conchas e intentaba grabar en la cinta el ruido del mar.

Annika le lanzaba disimuladamente miradas asesinas, pero él no se daba cuenta de nada. Así que Annika acabó yendo hasta él:

—¿Quieres fastidiarlo todo? ¡No tienes remedio!

—Entonces vamos a ponernos de acuerdo —dijo la señora Göransson por fin.

No parecía demasiado convencida, se la veía un poco indecisa cuando trajo la llave de la puerta trasera de la quinta Selanderschen. Miró alternativamente a David y Annika antes de decidirse a entregarles la llave.

—Hay otra cosa —les dijo—. No os preocupéis si suena el teléfono. Son antiguos huéspedes, que creen que la pensión está abierta durante todo el verano; así que no cojáis el teléfono. No contestéis ninguna llamada, dejadlo que suene.

Bien, de acuerdo, lo dejarían sonar. Tampoco tenían que abrir la puerta en caso de que alguien viniera y llamara. También esto tuvieron que prometerlo.

La Señora Göransson parecía algo más tranquila.

—Bueno, entonces —les dijo riendo—, entonces ya sólo me queda desearos más suerte con las plantas de la que he tenido yo.

—Lo haremos lo mejor que podamos —contestó David.

—Si, por supuesto —añadió Jonás, con cara de inocencia—. Lo haremos con mucho esmero. Lo prometemos.

Esta promesa, con todo, no contribuyó a tranquilizar a la señora Göransson; se notaba. No se la veía muy contenta cuando miró a Jonás.

—No es necesario que vengáis aquí los tres, ¿no es cierto? —les dijo, y miró a Annika.

—No, por supuesto que no —contestó Annika—. Normalmente vendré yo… y David, que quiere mucho a las plantas.

Jonás hizo como si quisiera protestar, pero Annika le lanzó una mirada… La señora Göransson pareció más satisfecha. Los acompañó hasta el vestíbulo. Ahora parecía tener prisa. Quería deshacerse de ellos, pues casi los empujó hasta afuera.

—Quiero irme en el próximo tren —dijo—, y los trenes no esperan. —Pero justo cuando iba a cerrar la puerta, se le ocurrió aún otra cosa—: ¿Alguno de vosotros ha estado ya alguna vez aquí? ¿Es la primera vez que habéis estado en esta casa? —repitió.

—Si, es la primera vez.

Ella se despidió con un «hasta pronto» y pareció quedarse tranquila.

—Bueno, adiós, hasta la vista —repitió, y cerró la puerta.

Jonás se llevó el micrófono a la boca:

—Amigos oyentes, con esta rápida despedida de la señora Göransson cierro por hoy mi reportaje en la quinta Selanderschen.

Annika lo miró furiosa.

—¡Espero que no habrás estado grabando todo el tiempo!

—¡Claro que lo he hecho! —le contestó Jonás, sacando la cinta—. Y he hecho muy bien; la señora Göransson ha quedado al descubierto en algunos momentos. ¡Es una persona sospechosa!

David caminaba callado junto a ellos, pensando en la planta, en su sueño. En realidad no estaba sorprendido. Lo había estado esperando. Sabía de antemano que se la iba a encontrar.