David no tenía prisa por volver a casa. Quería estar solo. Cuando se separó de Jonás y Annika, se fue en dirección opuesta, a través del bosque.
Todo le iba mal cuando no se paraba a pensar de vez en cuando. No sobre algo concreto, sino para poner un poco de orden en su cabeza. No podía entender como había personas que se arreglaran de otra manera.
David se reía para sí. ¡Jonás era un tipo curioso! Podía hacer de un mosquito un elefante. ¡Qué historias inventaba! Sin ir más lejos, transformaba al pobre hombre del bote en el hombre más sospechoso del mundo, en el misterioso hombre de la sombra y la tos.
¡Qué noche más maravillosa! Templada, silenciosa y llena de luz de luna. David empezó a pensar de nuevo en su sueño. Lo había olvidado completamente. Ni por la mañana, cuando se despertó, había pensado en él. Lo recordó al llegar allá abajo, junto al río. Nunca había vivido algo parecido. Era, en realidad, una especie de sueño real. ¿Podría tener algún significado?
Le parecía como si fuese cómplice de algo prohibido. Como si hubiera estado, en sueños, en algún sitio donde no debería haber estado. Le parecía estar merodeando por un terreno donde uno sabe que hay un cartel que dice: «¡Prohibida la entrada a toda persona ajena!».
David paseó al azar por el bosque. Papá estaría todavía en la iglesia. Siempre se le hacía tarde cuando hablaba con Prosbst Lindroth. Estarían hablando de la canción que papá estaba componiendo para el coro parroquial.
Rara vez había alguien en casa cuando David regresaba. La mayor parte de las veces estaba silenciosa. Nadie le esperaba. Cuando aún era pequeño, encontraba eso un poco triste; sin embargo, ahora le gustaba. Se había acostumbrado a ello. Había pasado ya tanto tiempo desde que se fue mamá… Ya no preguntaba por ella, y papá no la mencionaba nunca. No quería estar triste… Poco a poco creció en él el sentimiento de que ella nunca había existido.
¡Qué silencio había en el bosque! Andaba con cuidado para no asustar a ningún animal. De pronto crujieron unas ramas delante de él. Se quedó parado, asustado. ¿Habría despertado a un alce? Pero no…: lo que venía hacia él, por el bosque, en medio de la oscuridad era un hombre. No pudo evitar que su corazón diera un salto.
Al principio no reconoció al que venía, pero luego vio que era el viejo Natte, borracho como de costumbre. Así que no tenía nada que temer; aun así, intentó esquivarlo. Cuando estaba bebido, ¡se volvía tan agresivo…!
Pero, al final, no pudo esquivarlo. Fue descubierto. Natte vino tambaleándose hacia él y gritó furioso:
—¿Quién anda ahí fisgando por el bosque? ¡Sal, que te pueda ver!
—¡Buenas! Soy yo, David.
Natte se quedó parado. Agitaba la botella que llevaba, escuchando atentamente si tenía todavía algo dentro.
—Soy David, ya me conoces —dijo, y se adelantó.
—¡No, no te conozco!
—David Stenfäldt, del pueblo…
—¡Cierra la boca! —lo interrumpió Natte—. No puedo oír si hay alguien más por ahí.
David no tenía ganas de continuar y dio un paso adelante.
—Bueno, entonces adiós, Natte. Me voy a casa, que ya es hora de que me meta a la cama.
—¡Al demonio con la cama! ¡Quiero hablar contigo! ¡Quiero saber que estás haciendo aquí!
—Sencillamente, estoy dando una vuelta por el bosque.
Estaban de pie, uno frente al otro. Natte quitó el tapón de la botella y se la metió en la boca. Receloso, miraba fijamente a David, mientras tragaba. Le temblaban peligrosamente las piernas, y tuvo que sentarse sobre el tocón de un árbol.
—¡Ni en el «Monte de la Horca» puede uno tener tranquilidad! —dijo.
—Yo no quiero molestar…
—¡Ya has molestado! ¡Y ahora quiero hablar contigo!
David miró a su alrededor. ¿Por qué estaría Natte tan fuera de sí?
—¿De verdad era éste, hace tiempo, el lugar donde ahorcaba a los condenados? —preguntó por decir algo.
Natte lo miró con la boca abierta.
—¿Nos conocemos? —preguntó desconfiado—. ¿Has dicho que nos conocemos?
—Si, nos vemos de vez en cuando allá abajo, en el pueblo.
—¡No puedo acordarme!
David sentía como Natte se iba poniendo por momentos más furioso. Por supuesto, Natte era digno de lástima; pero ¿acaso tenía él la culpa?
—¡Al infierno contigo! —gritó el borracho—. ¡Ahora escúchame, pues quiero hablar contigo!
—¿Es algo importante?
—¿Ahora también te vuelves impertinente? ¡Cuando yo digo que quiero hablar, es que es algo importante! ¿Entendido?
—Por supuesto, está claro.
—¿Por dónde has estado andando esta noche?
—Hemos estado dando una vuelta por el pueblo.
—¿Qué significa «hemos»?
Aquello resultaba ya un interrogatorio. David no sabía cómo ponerle fin. No tenía nada que pudiera interesarle a Natte. Sin embargo, lo mejor sería contestarle.
—Jonás, Annika y yo. ¿Por qué Natte?
—¡No deberías ir por ahí de noche!
—Pero ¿por qué, Natte? Sólo hemos estado paseando, viendo cosas.
—¡Viendo cosas! ¡Exactamente eso! Pero ¿dónde?
—Por ejemplo, estuvimos allá abajo, en el río, y llegamos hasta la quinta Selanderschen.
Natte se levantó del tocón del árbol. Temblaba violentamente. Tiró contra una piedra la botella, que se rompió en mil pedazos.
Después se dominó y atravesó a David con la mirada.
—¿He entendido bien? ¿La quinta Selanderschen? ¿Qué demonios se os ha perdido allí?
—Nada. Llegamos casualmente.
—¡Ah, sí, casualmente! ¿Y piensas que me lo voy a creer?
—¡Pues claro que fue casualmente!
Natte se quedó callado por un momento. David retrocedió con cuidado un paso. Tal vez fuera el momento oportuno para… Natte lo miró otra vez con atención. La expresión de su rostro había cambiado. Miraba a David con ojos llorosos y empezó a sollozar.
—No, no…, no vuelvo a ir allí otra vez. ¡Lo juro, no vuelvo a poner los pies en esa casa! Nadie me llevará más allí. ¡Nunca jamás!
—Claro que no —David creyó que lo mejor sería seguirle la corriente.
—¡Esa maldita quinta Selanderschen! —Natte miraba fijamente hacia adelante, sollozaba y gemía, mientras rebuscaba en sus bolsillos, hasta que finalmente encontró la colilla de un puro, que encendió con la ayuda de David. El tono de su voz había cambiado completamente, y de repente rebosaba afecto.
—¡Prométeme que te mantendrás alejado de la quinta Selanderschen!
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué? ¿Por qué? —Natte fumaba a grandes bocanadas y suspiraba—. No puedo recordar por qué…, ¡pero prométemelo!
David calló. Natte echaba humo e inclinaba la cabeza observándolo. Dio un paso tambaleante y se agarró a David. Empezó otra vez a gemir:
—Cuando, hace ya mucho tiempo, yo era pequeño… Tan pequeño era yo entonces, que jugaba en la quinta Selanderschen, pues mi padre tenía que hacer allí. Era ebanista, y yo tenía que ir con él… Y esto, te lo digo a ti, lo he lamentado toda mi vida…
—Comprendo…
—Comprendo… Comprendo… ¡Ahora dices eso, pero no lo hubieras dicho si hubieras estado entonces allí! Aquel hombre del demonio exigió a mi padre que serrara una muñeca…, una preciosa muñeca grande y delicada…, así, ¿sabes?, por la mitad.
—¿Por qué lo hizo?
—Fue algo horrible, una atrocidad que me afectó muchísimo. ¡Fue un asesinato!
—¿Era tu muñeca, Natte?
—¿Qué es lo que dices? ¡Yo no he jugado nunca con muñecas! ¿Crees que mi padre tenía dinero para comprármelas? Pero mi madre era muy lista, ella lo sabía, y siempre decía que sobre aquella casa pesaba una maldición. Eso es lo que decía mi madre. Por eso sé yo todo lo que sé, y lo que sé… lo sé —dijo solemnemente.
—Entiendo —le dijo David.
Entonces Natte lo miró atentamente, con desconfianza.
—¿Lo entiendes? —preguntó—. ¡No! ¡Eso no lo entiende nadie! ¡Vete ya!
Hizo un movimiento como si quisiera alejar a David. Parecía encolerizarse de nuevo.
—Bueno, entonces, adiós, Natte.
David lo dejó allí, de pie. Luego dio un par de pasos, pero Natte le gritó otra vez, amenazadoramente:
—¡Mantente lejos de la quinta Selanderschen, todo lo lejos que puedas! ¿Me oyes?
—¡Si, te oigo! —le respondió David dando un grito. Y se alejó apresuradamente.