18. HACIA EL ORDEN INTERNO Y EXTERNO

Pero yo os digo que de toda palabra ociosa que hablaren los hombres, darán razón en el día del juicio. Porque por tus palabras serás absuelto como justo y por tus palabras serás condenado.

—Mateo, 12:36-37

Reglas de la orientación extensional

Lo mismo que el mecánico lleva consigo unos alicates y un destornillador para un caso de urgencia —y nosotros llevamos en la cabeza la tabla de multiplicar para usarla en cualquier momento—, podemos aprendernos y grabarnos en la memoria las reglas de la orientación extensional. No tienen por qué ser complicadas; basta con unas cuantas fórmulas generales y sencillas. Su objeto principal es evitar que empecemos a dar vueltas a ideas intencionales, que nuestras reacciones sean automáticas, nuestros errores los mismos de siempre y nuestras preguntas incontestables. No nos enseñarán mágicamente las mejores soluciones, pero nos impulsarán a optar por mejores cursos de acción. En consecuencia, las reglas siguientes constituyen un breve resumen de las partes de este libro que directamente se refieren a problemas de valoración. Hay que aprender de memoria estas reglas.

  1. El mapa no es el territorio que representa: las palabras no son los objetos.

    Un mapa no representa todo el territorio: las palabras nunca lo dicen todo.

    Pueden construirse mapas de mapas y mapas de mapas de mapas, y así sucesivamente, hasta el infinito, con relación o sin ella a un territorio. (Capítulos 2 y 10).

  2. Los significados de las palabras no están en ellas, sino en nosotros. (Capítulos 2 y 11.)
  3. Los contextos determinan los significados. (Capítulo 4):

    Me gusta el pescado.

    Fue pescado por la policía.

    Ha pescado una gripe.

    Lo ha pescado una mujer ambiciosa.

  4. Debe distinguirse perfectamente entre “ser” y “estar”, si no quieren cometerse errores de valoración.

    La hierba es verde. (Pero téngase presente que nuestro sentido de la vista es el que da color a las cosas. Capítulos 10 y 11).

    El señor Sánchez es viejo. Lo cual no tiene la misma significación que “el señor Sánchez está viejo”. (No confunda los niveles de abstracción. Capítulos 11 y 12).

    El territorio es cálido.

    La tarde está calurosa.

    Una cosa es lo que es. (Pero téngase presente que todo está en proceso perpetuo de cambio. Capítulos 10, 12, 13 y 17).

  5. No quiera cruzar puentes que todavía no se han construido. No abra el paraguas antes de que llueva. Distinga entre proposiciones directivas e informativas. (Capítulo 7.)
  6. Distinga siempre todos los posibles sentidos de una palabra. Por ejemplo:

    Verdad, en su sentido moral, contrario a mentira; en su sentido lógico, contrario a falsedad; en su sentido ontológico, contrario a irreal; en su sentido dogmático y didáctico de principio o dogma; etc.

    “Vela” puede ser substantivo (con significaciones totalmente distintas), presente de indicativo del verbo velar, compuesto del verbo ver y el pronombre la (el verbo ver en imperativo y en indicativo), etc.

  7. Cuando quiera combatir el fuego con el fuego, recuerde que el departamento de incendios suele utilizar agua. (Capítulo 14.)
  8. La orientación dilemática es la puesta en marcha del aparato, no del volante. (Capítulo 14.)
  9. Cuidado con las definiciones que no son más que palabras sobre palabras. Siempre que pueda, piense con ejemplos mejor que con definiciones. (Capítulo 10.)
  10. Emplee números y fechas, para que no olvide que una palabra jamás tiene exactamente el mismo significado dos veces.

    El hombre1 no es el hombre2 ni el hombre3 ni el hombre4, etc. (En una palabra: deben evitarse las generalizaciones fáciles, que en el libro se han llamado “altos niveles de abstracción”).

He aquí un decálogo de lo más sencillo y genérico de reglas para lograr una orientación extensional en nuestro pensamiento y en nuestro lenguaje. También valdrá para adoptar más de una decisión o curso de acción en la vida práctica.

Síntomas de desorden mental

Si no se observan, consciente o subconscientemente, estos principios de interpretación, se piensa y se reacciona infantil y primitivamente. Hay muchos indicios de reacciones anormales en nosotros mismos. Una de las más corrientes es la ira súbita. Cuando se altera la presión sanguínea, cuando hay discusiones enconadas y en carne viva, cuando terminan en insultos e interjecciones, es que algo no se ha valorado debidamente.

Otro síntoma manifiesto es la preocupación, cuando le damos vueltas y más vueltas a la misma cosa. “La quiero… la quiero… ¡Si pudiese quitarme de la cabeza que no es más que una camarera!” Pero la camarera1 no es la 2 ni la 3. “¡ Qué gobernador más duro nos ha tocado…! ¡No es más que un político!” Pero el político1 no es el 2 ni el 3. En cuanto rompamos estos círculos que aprisionan nuestros pensamientos y nos dejemos de palabras para atender a los hechos, se proyectará una luz nueva sobre nuestros problemas.

Otro síntoma es la susceptibilidad, la sensibilidad excesiva, y por tanto, la vulnerabilidad a los juicios o a las palabras. La persona así se siente insultada y ofendida por la cosa más baladí e inocente. Antiguamente se desenvainaba la espada “por un quítame allá esas pajas”, como diría don Quijote, o se desenfundaba la pistola, o se organizaba un duelo solemne, muchas veces suicida. Se mataba “por un puntillo de honra”, sin más escrúpulo.

También hemos indicado que la tendencia a charlar por los codos, sin ton ni son, no es buen síntoma de sanidad mental. Tampoco debemos “pensar demasiado”. Es un error creer que los creadores se “calientan los cascos” más que los demás. Lo que pasa es que piensan más eficientemente. “Pensar demasiado” o “tener quebraderos de cabeza” significa muchas veces que en el fondo de la mente tenemos una “certeza”, algún dato incontrovertible, o ley inalterable, o principio eterno, que encierra toda la verdad sobre algo. Y, sin embargo, la vida nos está mostrando a cada momento algo que hace cuartearse esas nuestras interiores “certezas incontrovertibles”. Vemos políticos que son honrados, amigos que nos traicionan, sociedades benéficas que a nadie benefician. Pero, antes de apearnos de nuestro principio inconmovible, preferimos dar vueltas y más vueltas en la cabeza a lo que nos entra por los ojos.

Y caemos en la actitud dilemática, tan reprobable, de negar totalmente los hechos o negar totalmente el principio, lo cual se traduce en reacciones infantiles: “No volveré a fiarme de una compañía de seguros… ni de una mujer… ni de un político… ni de un abogado… ¡Todos son unos bribones!”

En cambio, una mente madura sabe que las palabras nunca lo expresan todo, por lo que el sabio prefiere la incertidumbre y la cautela. Por muy bien que conozca la carretera, el motor y todos los detalles de su automóvil, el buen conductor prefiere la cautela, lo cual no quiere decir que se sienta inseguro, porque conduce su vehículo con absoluta serenidad y perfecta confianza en sí mismo. Tampoco se siente inseguro el individuo maduro intelectualmente porque no sepa todo: su seguridad procede de la infinita flexibilidad de su mente, de su orientación “infinilateral”, por decirlo así. Conociendo cómo actúa el lenguaje en nosotros y en los demás, ahorramos tiempo y esfuerzo, porque evitamos dar vueltas en nuestra misma jaula verbal. Con una orientación extensional, nos ajustamos a las incertidumbres inevitables de toda nuestra ciencia y sabiduría. Y escaparemos, por lo menos, a los problemas que nos creamos, ya que no a todos los que nos plantea el mundo.

Los hijos perdidos en busca de padre

Existen también personas infelices porque no lo saben todo y quisieran saberlo. Están en un estado crónico de ansiedad por no conocer todas las soluciones y andan eternamente buscando la única. La única, la que los tranquilice definitivamente. Van de iglesia en iglesia, de partido en partido, de ideología en ideología, de siquiatra en siquiatra o de vidente en vidente, según sea su cultura. Cuando encuentran a uno que “les acierta”, se llenan de alegría y van contándoselo a todos.

Los siquiatras han estudiado el caso de estas personas. El hombre emocionalmente maduro es capaz de resolver todos sus problemas y de comprender que no hay una sola solución para ellos. Pero si no hemos adquirido nuestra independencia interior, si seguimos necesitando el cariño y el cuidado de nuestros padres, cuando ya pasamos la edad para ello, maduramos física, pero no emocionalmente. Seguimos necesitando el símbolo paternal de una autoridad a la que acudir en busca de solución a todos nuestros problemas. Y buscaremos un símbolo parental tras otro, que puede ser un maestro bondadoso, un sacerdote o director espiritual que nos inspire confianza y respeto, un jefe paternal y protector, y hasta un líder político.

Desde nuestro punto de vista de estudiantes del lenguaje humano, los aspectos verbales de esta busca de símbolos paternales merece que nos detengamos un poco. Los que, por el motivo que fuere, no pueden aceptar como símbolo paternal a un sacerdote, a un maestro o a un líder político, acaso lo encuentren en una colección sistemática de palabras; por ejemplo: en una voluminosa y obscura obra filosófica, en una filosofía político-económica o en un sistema ideológico nuevo. Allí, afirman, está la solución de todos los problemas. Esto es indicio de falta de madurez emocional y de candidez en el proceso simbólico, a la que nos hemos referido anteriormente. Sin embargo, se rodean con ello de cierta respetabilidad por el vocabulario impresionantemente complicado y abstruso que sacan a relucir a las primeras de cambio, y sabido es cuánto se respeta en nuestra cultura al que sabe hablar, sobre todo en altos niveles de abstracción. Pero incurren en la candidez, ya indicada, de suponer que un mapa verbal es capaz de consignar todo el territorio de la experiencia.

Pero esto no quiere decir, huelga indicarlo, que sea señal de falta de madurez sentir entusiasmo por algún “gran libro” o por un centenar de ellos. Sin embargo, hay un abismo entre el entusiasmo de la persona madura y de la inmadura. Esta, al encontrarse con un nuevo sistema intelectual o con una filosofía que se ajusta a sus necesidades, tiende a adoptarla sin pero alguno, a repetir a todas horas sus fórmulas verbales y a cerrarse en banda, sin admitir que podría leerse algo más. En cambio, el hombre maduro quiere someter a prueba el libro que tanto le ha entusiasmado. ¿Son estos principios nuevos tan eficientes como parecen? ¿Tienen valor en diferentes culturas o contextos históricos? ¿No necesitarán alguna revisión o retoque? ¿Responderán a los distintos casos y condiciones? Al plantearse estas preguntas confirmará su primera impresión, pero, con su profundo sentido común, comprenderá que hay mucho más que aprender.

De hecho, cuanto mejor y más útil sea una nueva síntesis científica o filosófica, más problemas planteará. Las soluciones que dio Darwin en su Origen de las especies a las arduas cuestiones objeto de su estudio, no agotaron la investigación biológica, sino que estimularon otras en los tiempos modernos. Lo mismo ocurrió con Freud en el campo de la sicologia: abrió áreas totalmente nuevas al estudio[1]. Grandes libros son los que plantean grandes cuestiones nuevas. No están bien leídos cuando imprimen un alto a la investigación.

En otras palabras: cuanto más sabio sea el hombre, lo mismo en ciencia que en religión, política o arte, menos dogmático se irá haciendo. Es indudable que cuanto mejor conozcamos el territorio de la experiencia humana, mejor comprenderemos las limitaciones de los mapas verbales que podemos trazar de ella. En el Capítulo II llamamos a este conocimiento “consciencia abstractiva”. La persona madura utiliza esta consciencia o conciencia aun en el estudio de las filosofías o ideologías que le producen el mayor entusiasmo.

“Conócete a ti mismo”

Hay otro campo en que necesitamos la conciencia abstractiva: en lo que nos decimos de nosotros mismos. Somos mucho más complejos que la vaca Palmira, y cambiamos constantemente mucho más que ella (Capítulo 10). Además, todos nos describimos con determinado lenguaje, “cuadros mentales”, “idealizaciones” o imágenes. Vienen a ser de este tenor, más o menos claros: “Soy amante del hogar”, “Soy hermosa”, “O terriblemente fea”, “Creo en lo práctico”, “Soy de buen corazón… no me entran en la cabeza las matemáticas… tengo talento natural para la música… amo a los oprimidos… no soy ese tipo de mujer…” etcétera. Todos estos juicios son mapas más o menos exactos del territorio de nuestra persona. Unos saben levantar esos mapas internos mejor que otros. Entonces decimos que ése “se conoce a sí mismo”, que cae en la cuenta de sus defectos y virtudes, de sus facultades y carencias emotivas. El sicólogo Carl R. Rogers llama a este mapa “idea de sí mismo”, la cual puede ser realista o carente de realidad. Lo que hacemos, la forma en que nos vestimos, nuestro estilo, las empresas que iniciamos o descartamos, la sociedad que buscamos, etc., son valores que están menos determinados por nuestras limitaciones y facultades reales que por la idea que tenemos de ella[2].

Cuanto hemos dicho en este libro sobre mapas y territorios se aplica de manera particular a la idea que tenemos de nosotros mismos. El mapa no es el territorio, repetimos: la idea que tenemos de nosotros mismos no somos nosotros. Un mapa no representa todo el territorio: la idea de nosotros mismos omite una enorme cantidad de datos personales; nunca nos conocemos completamente. Podemos hacer mapas de mapas de mapas de nosotros mismos y deducir numerosas inferencias y generalizaciones en más altos niveles de abstracción. Pero corremos el mismo peligro de equivocarnos en nuestra propia valoración que cuando tratamos de valorar a otros individuos o cualquier hecho exterior. En realidad, cuanto mejor nos conozcamos a nosotros mismos, más probable es que conozcamos y valoremos mejor a lo extrínseco a nosotros. ¿Qué clase de mapas elaboramos de nosotros mismos?

Hay individuos que tienen ideas completamente desprovistas de realidad sobre su persona. El que se cree en condiciones de ser un buen gerente y luego resulta un fracaso, porque no tenía talento para ello, se lleva el gran desengaño y se lo produce a los demás. Igualmente, el que se cree bueno para nada y lo toma en serio, puede disipar y destrozar por un motivo completamente distinto, toda su vida y todos sus talentos. La mujer ya madura y entrada en años que, como ocurre no pocas veces, se viste y se conduce como si tuviese dieciocho, está también en las nubes; es decir: tiene una idea peligrosamente irreal de sí misma.

Hay estudiantes que se cierran a sí mismos el camino, al empeñarse en que no valen para las matemáticas o en que son incapaces de escribir con buena ortografía. No lograrán avanzar en estos estudios, precisamente por esta idea que tienen de sí mismos, no porque carezcan de capacidad.

Otros no parecen caer en la cuenta de que en la idea que tienen de sí mismos no están todos los datos importantes de su persona. Como nos han repetido los siquiatras, todos nos arreglamos para ocultarnos a nosotros y a los demás las razones profundas de lo que hacemos, y apelamos para justificar nuestros actos, a “racionalizaciones” más o menos elaboradas. Supongamos, por ejemplo, que un crítico ataca a una obra por su “contenido sin altura y por un pésimo estilo”. Supongamos también que sus verdaderas razones son completamente distintas, como envidia profesional, miedo a las ideas revolucionarias del libro, o el recuerdo de la discusión personal que tuvo con el autor diez años antes. Si el crítico cree que la idea que tiene de si mismo es completa, la razón que a sí mismo se dé de que le disguste el libro es que se imagina como “persona que cree en la lógica rigurosa y en los méritos del estilo literario”. En otras palabras: el efecto más común de no comprender que el concepto que se tiene de uno mismo no abarca todos sus detalles, es creerse sus propias racionalizaciones. Hay quienes tan aferrados están a la idea que tienen de sí mismos a fuerza de hábiles racionalizaciones, que son incapaces de conocerse realmente.

El propio conocimiento es molesto muchas veces, claro está: cuesta trabajo admitir que este o aquel libro no me gusta porque tengo envidia al autor, o que no saco buenas calificaciones porque soy menos inteligente que mis colegas. Por eso, sentimos frecuentemente la necesidad de creer nuestras racionalizaciones: “Mis compañeros están contra mí”, “Este libro es una lata”. Y quizá lleguemos a cerrar los ojos adrede a cualquier razón sensata en contra.

¿Cómo evitar ser víctimas de esta confusión emocional? Los que ya han caído en ella, quizá necesiten un consejero profesionalmente preparado o un siquiatra. Los demás pueden aprender con los problemas diarios de acción y toma de decisiones: cuanto más realista sea la idea que tienen de sí mismos, más acertadas serán éstas. Entonces, ¿podremos hacer algo por adquirir un realismo mayor sobre nosotros mismos? Es muy importante que lo adquiramos, porque quienes no son realistas en cuanto a su persona generalmente no lo son tampoco en sus relaciones con los demás.

Informes y juicios

Por lo menos en un aspecto, las personas capaces de estudiarse a sí mismas más o menos pueden hacer por su bienestar lo que hacen los directores sicológicos y los siquiatras. Como hemos indicado, elaboramos conceptos falsos de nosotros mismos porque no soportamos otros más objetivos; es decir: los juicios de nuestros amigos y vecinos, sean reales o imaginarios. Al emplear la palabra “juicio”, obsérvese, como dijimos en el Capítulo 3, la diferencia que hay entre, por ejemplo, “Soy un chofer” (lo cual es un informe), y “No soy más que un chofer”, lo cual supone el juicio de que debería ser algo más, y de que es una vergüenza que sólo sea eso.

Uno de los aspectos más importantes de la actividad profesional del siquiatra, es que no formula juicio alguno acerca de su paciente. Cuando le oye decir que no es más que un chofer, le contesta de palabra o on un ademán que, aunque comprende su caso, no le reprocha el que lo sea, o el que haya hecho tal o cual cosa. En otras palabras: ayuda al paciente a cambiar su juicio de que no es más que un chofer y, por tanto, no vale gran cosa en el informe de “Soy un chofer[3]”. Al ver la actitud de su siquiatra, el paciente tiende a mejorar la idea derogatoria o peyorativa que tenía de sí mismo.

Nuestra receptividad de los juicios de los demás (reales o imaginarios), es decir, el dejarnos influir por lo que piensen o creemos que piensan, es uno de los motivos más comunes de nuestros sentimientos de inferioridad, culpa e inseguridad. El negro que acepte el juicio que de los negros tienen algunos blancos, se pasará la vida en una actitud desventurada de susceptibilidad y defensa. Si el que gana cinco mil pesos al mes acepta el juicio real o imaginario de quienes lo rodean, de que podría ganar diez mil si valiese para algo, se considerará desgraciado con ese sueldo decente. Lo que dijimos en el Capítulo 3 de que había que redactar los informes despojándolos de todo juicio personal, se aplica también a los que escribimos acerca de nosotros mismos. Debemos hacerlo con imparcialidad y sin orientaciones intencionales.

Es bueno este ejercicio de consignar por escrito los hechos escuetos relativos a nosotros mismos, especialmente si nos producen cierta vergüenza, y preguntarnos a propósito de cada uno de ellos: “¿Es necesario que lo juzgue?” “El que lo juzguen los demás ¿quiere decir que tenga yo que juzgarlo también?” “¿No es posible ver las cosas de otra manera?” “¿Qué tiene que ver el juicio que me merezcan mis acciones pasadas con lo que soy hoy?” He aquí la forma práctica de aplicarnos estas valoraciones; va entre paréntesis:

Soy chofer. (Algunos creen que es vergonzoso ser un simple chofer. ¿Tengo yo que pensar también de esa manera?)

Me arruiné. (¡Pero eso fue hace diez años! Desde entonces he adquirido mucha más experiencia en los negocios. ¿Por qué va a volverme a ocurrir si monto otro nuevo, o en otra localidad distinta?)

Volví de la guerra neurasténico. (Ya sé que hay quien me señala con el dedo. Pero ¿estuvieron ellos en Corea? ¿Pasaron lo que yo pasé? Otros resultaron heridos físicamente, yo lo fui sicológicamente. ¿Por qué no condecoran a las víctimas siquiátricas?)

Soy ama de casa. (¿Y qué?)

Naturalmente, si tiene uno muy hondamente arraigadas las racionalizaciones, esta técnica es difícil de practicar. Por ejemplo:

La razón verdadera de que no me guste este libro, es mi envidia profesional. (¡Pero no! ¡Es un libro insoportable de estilo mazorral!)

Pero, al irnos sobreponiendo extensionalmente cada día más a nuestros sentimientos, es decir, al aceptarnos a nosotros mismos sin hacer caso de los juicios buenos o malos de los demás, necesitaremos engañarnos menos. En el conocimiento de sí mismo, como en la ciencia, la conquista de pequeñas áreas lleva a la de otras áreas mayores y más difíciles. A medida que se van haciendo realistas las ideas que tenemos de nosotros mismos, nuestras acciones y decisiones serán más acertadas, puesto que se basan en un mapa más exacto del complejo territorio de nuestra personalidad.

Actitudes institucionalizadas

Otra forma de adquirir mayor orientación extensional, es distinguir entre actitudes adoptadas institucional y extensionalmente. Como vimos en el capítulo anterior, todos somos miembros de instituciones y nos asimilamos determinadas actitudes exigidas por ellas. Si somos demócratas, apoyaremos a todos los candidatos demócratas. Si somos montescos, adoptaremos una actitud hostil a los capuletos.

El error valorador que suponen esas actitudes estriba en que se generaliza a un alto nivel de abstracción, cuando las cosas ocurren en un plano extensional. Muchas personas, por inseguridad emocional y por falta de orientación extensional, no pueden desviarse de las actitudes institucionales, adoptan su punto de vista oficial y sus ideas y emociones corrientes. Se creen en la obligación de sentir al unísono con su partido político, su iglesia, su grupo social o su familia. Les resulta más fácil y más seguro no tomarse la molestia de examinar extensionalmente por su cuenta al candidato demócrata o al capuleto en cuestión, porque eso podría conducirlos a valorar las cosas de manera distinta.

Pero no tener más que actitudes institucionalizadas acaba con la propia personalidad y termina por hacer al hombre incapaz de iniciativa alguna en bien de su institución. Y además existe el peligro de acostumbrarse a la vaguedad de las generalizaciones de alto nivel, perdiendo el contacto con las realidades.

La regla indicada para evitar actitudes excesivamente intencionales ayuda a su vez a evitar las excesivamente institucionalizadas, porque las primeras son consecuencia de las segundas. Al comprobar que el demócrata1 o el capuleto1 difieren del demócrata o capuleto número 2, acaso averigüemos que la actitud institucional primera era la acertada, o también puede ser que estimemos necesario separarnos de ella, como hicieron Romeo y Julieta[4]. Pero cualesquiera que sean las conclusiones a que lleguemos, lo importante es que son nuestras, resultado de nuestro examen extensional personal.

Quienes no están acostumbrados a distinguir entre actitudes institucionales y extensionales se exponen a engañarse de medio a medio, porque no saben distinguir lo que se les ha repetido como un disco o como una cotorra, y lo que es resultado de su propia experiencia. En consecuencia, no son capaces de formarse una idea real de sí mismos; no pueden elaborar un mapa exacto del territorio de sus ideas y actitudes.

Por la lectura, hacia la cordura

Finalmente, debemos hacer algunas observaciones acerca de la lectura como medio para lograr una orientación extensional. A veces, el estudio produce excesiva orientación intencional, sobre todo el de la literatura, cuando el estudio de las palabras —novelas, comedias, poemas, ensayos— se convierte en un fin de por sí. Pero cuando se emprende como guía de la vida, su efecto es extensional en el mejor sentido del vocablo.

La literatura obra por medios intencionales; o sea: mediante el manejo de las connotaciones informativas y afectivas de las palabras. De esta forma no sólo atrae nuestra atención a hechos desconocidos, sino que nos provoca sentimientos nuevos, que, a su vez, vuelven a atraer nuestra atención a otros hechos desconocidos. Estos nuevos sentimientos y estos nuevos hechos van, por tanto, acabando con nuestras orientaciones intencionales y con nuestra ceguera.

Repetidas veces hemos dicho que la persona orientada extensionalmente no se guía sólo por palabras, sino por los hechos que éstas indican. Pero ¿qué ocurriría si no hubiese palabras? ¿Nos guiaríamos sólo por los hechos? En la inmensa mayoría de los casos, no. En primer lugar, nuestro sistema nervioso es sumamente imperfecto, y sólo vemos las cosas en función de nuestra preparación y de nuestros intereses: cuando éstos son limitados, vemos muy poco, como al colillero, que mira constantemente al suelo, se le escapa lo que ocurre en la calle. La experiencia también es una maestra sumamente imperfecta: no nos dice qué es lo que estamos experimentando; simplemente, las cosas ocurren porque sí. Y si no sabemos qué buscar en nuestra experiencia, los acontecimientos no significan nada para nosotros.

Hay mucha gente que concede gran valor a la experiencia por si misma y respeta involuntariamente a la persona que ha “hecho cosas”. “No quiero pasarme la vida leyendo libros —dicen—; ¡ quiero correr mundo y hacer cosas, viajar, tener experiencias!” Pero muchas veces esas experiencias no les hacen ningún bien. Van a Londres, y lo único que recuerdan es su hotel y la agencia de viajes; van a México y sólo se les quedan en la memoria los trastornos gastrointestinales que padecieron. Así es cómo los que no han viajado saben muchas veces más del mundo que quienes lo han recorrido.

La gente necesita que le abran los ojos, y ésta es la función trascendental del lenguaje en su uso científico y afectivo. Los hechos triviales adquieren importancia en las abstractas generalizaciones científicas. Cuando hemos estudiado, por ejemplo, la tensión superficial, el posarse del zapatero o de la libélula sobre un remanso se convierte en tema de discusión científica. Los que no han leído a Wordsworth no entienden quizá la comarca lacustre inglesa, aunque hayan vivido allí; ni los que no conozcan las estrofas de Gabriel y Galán o de Machado entenderán a Castilla, con su misticismo escueto y su apertura al horizonte de la aventura. Con el sentimiento desplegado por la literatura, la experiencia humana se satura de esencias y contenidos profundos.

Las comunicaciones procedentes de los demás aumentan la eficiencia de nuestro sistema nervioso, si no se limitan a repetirnos los sentimientos y las ideas que ya conocemos. Se ha llamado a los poetas y a los científicos “lavadores de las ventanas de nuestra mente”, porque intensifican nuestros intereses y la sensibilidad de nuestras percepciones.

Como hemos repetido en estas páginas, el lenguaje es social. Al leer, al escuchar, al escribir, al hablar, desarrollamos constantes procesos de interacción social, provocados por el lenguaje. A veces, como hemos visto, de esta interacción social surge la participación del saber, el enriquecimiento de las simpatías y comprensiones, y la consolidación de la cooperación humana. Otras veces, la interacción social no produce tan opimos frutos, porque nos comportamos como dos borrachos en un bar o dos delegados hostiles del Consejo de Seguridad de la ONU, que toman las observaciones del otro como muestras de la imposibilidad de colaborar con él.

Volvemos, por tanto, a los juicios a que explícitamente aludimos al comienzo de este libro —los juicios éticos en que se basa todo este tratado—: que la cooperación intraespecífica por medio del lenguaje es el mecanismo fundamental de la supervivencia humana, y que, cuando de la conversación surge el encono de los desacuerdos y los conflictos, algo no ha funcionado bien por parte del que habla, del que escucha, o de los dos. Esto, como hemos visto, es a veces consecuencia de la ignorancia del territorio, que se traduce en mapas inexactos; otras, de no querer mirar al territorio, sino insistir en hablar sin más ni más, en virtud de hábitos valoradores defectuosos; otras, de las mismas imperfecciones del lenguaje, que ni el que habla ni el que escucha se toman la molestia de corregir; y muchas veces, es consecuencia de emplear el lenguaje como arma, no como instrumento de unión social. El objeto de este libro ha sido exponer al lector algunas de las formas en que podemos utilizar los mecanismos de la comunicación lingüística, lo mismo al hablar que al escuchar. Del lector depende cómo quiera emplearlos.