Los reactores que producen, por ejemplo, cinco millones de kilovatios son demasiado grandes para nuestras actuales unidades económicas y políticas. La escala de la nueva fuente de energía determinada por la lógica de la economía y por la índole de la técnica, es mayor que la determinada por nuestras fragmentadas estructuras políticas y económicas tradicionales. Pero no es sólo la energía nuclear para fines pacíficos la que hace anticuado nuestro dividido mundo. Como indicó John von Neumann hace unos diez años, la bomba nuclear y los proyectiles intercontinentales contribuyen a dejar anticuadas también nuestras fronteras geográficas. El imperativo unificador, resultante del volumen enorme de la tecnología moderna, no se limita a la energía nuclear. Nuestros sistemas de comunicaciones y transportes, la posibilidad de utilizar cables de gran capacidad para la transmisión eléctrica, y otros muchos progresos técnicos, señalan acusadamente la desproporción entre la magnitud de nuestras unidades políticas
o económicas y nuestras técnicas. Creo que cuantos en ellas estamos interesados sólo podemos esperar que, antes de que nos destruyan, nuestros instrumentos políticos se acomoden a la lógica del volumen, y que el fruto principal de esas nuevas técnicas sea un mundo unificado y en paz.
—ALVIN M. WEINBERG
N. R. F. Maier, profesor de la Universidad de Michigan, realizó hace unos años una serie de experimentos en torno de la inducción de la neurosis en las ratas. Primero se las enseña a saltar desde el borde de una plataforma a dos puertas. Saltando a la de la derecha, se cierra fuertemente, y el animal cae de nariz en una red; saltando a la de la izquierda, se abre y la rata se encuentra con un plato lleno de comida. Una vez adiestradas las ratas en esta reacción, se cambia la situación: colócase la comida tras la otra puerta, por lo cual tienen ahora que saltar hacia la derecha. (Pueden introducirse otros cambios, como marcar de manera distinta las dos puertas). Si el animal tarda en aprender el nuevo sistema y no sabe si le espera la comida o el golpe a cada salto, desiste y ya no brinca más. “Muchas ratas prefieren morir de hambre a decidirse por una de las puertas”, dice el doctor Maier.
Luego se obliga a las ratas a decidirse por corrientes de aire o por un choque eléctrico. “Los animales forzados a responder en esta situación insoluble —afirma el doctor Maier— se atienen a una sola reacción específica, saltando, por ejemplo, únicamente hacia la puerta de la izquierda, y así siguen, cualesquiera que sean las consecuencias… Esta reacción se fija… En cuanto aparece la fijación, el animal es incapaz de aprender una reacción que no se adapte a esta situación”. Cuando queda fijada su reacción de preferencia por la puerta de la izquierda, puede abrirse la de la derecha, de forma que la rata vea perfectamente el alimento, pero seguirá saltando hacia la izquierda, más asustada cada vez. Si el experimentador insiste en obligar al animal a decidirse, puede llegar a ser víctima de convulsiones, a correr furiosamente por todas partes, a hacerse daño en las uñas, a saltar por sillas y mesas y a quedar en un estado de violento temblor, hasta que termina por caer en coma. En este estado pasivo, se niega a comer y no siente interés por nada: puede rodársela como una pelota o colgarla por las patas, porque ya no le importa nada. Está totalmente postrada por un “colapso nervioso[1]”.
Se lo ha producido lo “insoluble” del problema. Pues bien; como ha demostrado el doctor Maier con sus estudios de niños y adultos trastornados, ratas y seres humanos parecen pasar por etapas análogas. Primero, se les enseña a decidirse de manera determinada frente a un problema concreto; segundo, experimentan un choque terrible cuando cambian las condiciones y su decisión no produce los resultados esperados; tercero, insisten en la decisión primera, bien sea por el susto, la ansiedad o la frustración, y siguen aferrados a ella sin reparar en las consecuencias; cuarto, se niegan sombríamente a todo; quinto, cuando se les fuerza por medio de una coacción externa a decidirse, vuelven a la reacción original; y finalmente, aunque ven sin lugar a dudas que con sólo cambiar de reacción pueden conseguir lo que se les ofrece, se desesperan al no lograrlo, dan vueltas alocadas, se acurrucan en los rincones, negándose a comer, y, desengañados, cabizbajos y mohínos, terminan por desinteresarse de cuanto pueda ocurrirles.
¿Exagero? No lo creo. El proceso se repite a lo largo de la vida humana, desde las pequeñas tragedias domésticas hasta las internacionales que sacuden al mundo. Para que el marido se corrija de sus faltas, la mujer lo reprende. El insiste en ellas, por lo mismo, y ella lo reprende más, y más y más. Pero hace como la rata: su reacción a las faltas de su marido es fija, y no sabe más que una cantinela: machaca tozudamente, la situación empeora y los dos terminan con los nervios deshechos.
Así ocurre con el problema negro. Los blancos, molestos por la incultura y el elevado índice de delincuencia de los negros, los “segregan”, los persiguen (la policía suele tratar peor a los negros que a los blancos) y les niegan oportunidades de trabajar y progresar. Con eso se perpetúa su incultura y su delincuencia, lo cual hace que se intensifique la persecución en un tremendo círculo vicioso que está dando quebraderos de cabeza a pedagogos, planificadores urbanos, organizaciones negras y a la administración local y nacional.
Pongamos otro ejemplo: para mejorar la deficiente reacción de sus discípulos, el maestro decide enseñarles gramática, ortografía y puntuación. Pero no tiene en cuenta las ideas personales del estudiante, con lo que destruye su interés por escribir bien. El discípulo empeora, en lugar de perfeccionarse. El maestro insiste en su rutina, y entonces el discípulo termina por aburrirse y adoptar una actitud rebelde.
Lo mismo ocurre en el plano nacional. Un país cree que la única manera de garantizar la paz y la dignidad es armarse hasta los dientes y se lanza a una desaforada carrera de armamentos. Las naciones vecinas recelan y empiezan a armarse también. Crecen la zozobra y la tensión. El primer país estima que debe duplicar su potencial armado en vista de ello, con lo que las naciones vecinas aceleran más sus programas militares. Y se triplica el potencial armado por una y otra parte[2]…
Claro que estos ejemplos son excesivamente simplistas; pero, por no caer en la cuenta de estos círculos viciosos, es por lo que muchas veces el mundo se encuentra al borde del desastre. Frecuentemente el objetivo es bien visible, y lo único que hay que hacer para lograrlo es cambiar de método. Pero, víctimas de reacciones fijas, como la rata, la esposa y los negros o el maestro de redacción, las naciones no son capaces de detener su carrera frenética de armamentos tan mortíferos, que no pueden usarse sin arrasar la civilización.
Pero hay una diferencia importante entre lo insoluble del problema de las ratas y de los humanos. Los de las ratas son inducidos, y los humanos suelen ser creados por los mismos hombres: son problemas religiosos y étnicos, problemas de dinero, crédito, hipotecas y fluctuaciones en el mercado de valores, problemas legales, de costumbres y organización social.
No es extraño que las ratas sean incapaces de solucionar los problemas que les crea el doctor Maier; sus poderes de abstracción son limitados. Pero no hay límites para la capacidad abstractiva humana y para sus facultades organizadoras de dichas abstracciones. Por eso, cuando sus problemas son insolubles porque sus reacciones son fijas y sólo saben una solución, a la cual se aferran obcecadamente, están operando por debajo del nivel humano. Están “copiando a los animales”, según la frase interesante de Korzybski. Wendell Johnson supo sintetizar esta idea cuando dijo: “Para el ratón, el queso es queso; por eso funcionan las ratoneras”. ¿De qué forma se dan estas fijaciones en los seres humanos?
La razón principal de los problemas “insolubles” de nuestra sociedad, es la que pudiera llamarse “inercia institucional”. Institución, en el sentido sociológico, es “un tipo organizado de conducta de grupo, arraigado y aceptado como parte fundamental de una cultura” (American College Dictionary). Los seres humanos están constituidos de tal manera que inevitablemente organizan sus energías y actividades en tipos de conducta más o menos uniformes en todo grupo social. Por eso, los individuos identificados con las instituciones tienen su manera peculiar de ver las cosas: la población de una sociedad comunista o capitalista acepta y perpetúa los hábitos comunistas o capitalistas de conducta económica; el soldado mira al mundo con ojos de soldado y abstrae de él lo que se ha enseñado al soldado a abstraer; igual es el caso del banquero, del líder sindicalista o del agente de cambios y bolsa. Y a fuerza de ver así el mundo, tienden a creer que sus abstracciones de la realidad, sus mapas de los distintos territorios, son realidad: la defensa es defensa; el déficit es déficit; la huelga es huelga.
De ahí deriva el hecho peculiar de que, una vez habituado el hombre a las instituciones, llega a creer que son las únicas que hacen bien las cosas. La institución de la esclavitud y el sistema de castas de la India se creyeron “ordenados divinamente”, y los ataques de que fueron objeto se consideraban ataques a la ley natural, a la razón y a la voluntad de Dios. Y viceversa: los que tenían instituciones contrarias creían que su sistema de trabajo libre estaba “divinamente ordenado”, y que la esclavitud iba contra la ley natural, contra la razón y contra la voluntad de Dios. Hoy ocurre lo mismo: los que creen en la empresa capitalista la consideran como la única manera de organizar la distribución de bienes, en tanto que los comunistas se aforran con apasionamiento a sus convicciones. Se comprende esta lealtad a las instituciones propias; casi todos piensan que son los fundamentos únicos de una vida razonable, y la amenaza a esas instituciones constituye un peligro para toda existencia ordenada.
En consecuencia, las instituciones sociales tienden a cambiar lentamente; más aún: tienden a continuar existiendo aun después de no ser necesarias, y a veces, aunque constituyan un estorbo y un peligro. Esto no quiere decir, naturalmente, que todas las instituciones contemporáneas estén anticuadas. Muchas cambian con la rapidez necesaria para amoldarse a los cambios de las circunstancias. Pero otras muchas, no. A esto, a la continuación de hábitos y formas institucionales trasnochadas, llaman los sociólogos “rezago cultural”.
Por tanto, los problemas más apremiantes de nuestro mundo son los de rezago cultural, los que surgen de organizar un mundo atómico, supersónico, electrónico, de motores de reacción, con instituciones anticuadas. El ritmo del progreso técnico durante casi dos centurias ha sido más rápido que el del cambio de nuestras instituciones y de las ideologías y lealtades que las acompañan; y está aumentando más bien que disminuyendo esta distancia. Consecuencia de eso es que, en todas las culturas contemporáneas técnicamente avanzadas, se estudia la disparidad de las instituciones del siglo XIX (o del XVIII, de la Edad Media y hasta del Paleolítico) con las circunstancias características del siglo XX. Cada vez son más alarmantes los peligros de un nacionalismo a ultranza en nuestro mundo que se ha hecho uno técnicamente; cada vez parece más imposible lograr un buen orden económico mundial con los instrumentos del capitalismo o del socialismo del siglo XIX. Dondequiera que se produzcan cambios técnicos sin que se modifiquen también las instituciones sociales, el hombre padece y la Humanidad experimenta tensiones.
Algunos países reaccionan a ellas de la única manera razonable: esforzándose por cambiar o modificar las instituciones trasnochadas, substituyéndolas por otras nuevas. Constantemente están introduciéndose cambios en la enseñanza, en la organización gubernamental, en las responsabilidades de los sindicatos, en la estructura de las corporaciones, en las técnicas del mercado y de la agricultura, etc. Ejemplo particularmente beneficioso de adaptación institucional es la Federal Deposit Insurance Corporation. Antes de 1934, cuando los bancos quebraban, sus depositantes perdían todos o casi todos sus ahorros: en cuanto surgía el pánico, era casi imposible de frenar, Pero desde que se estableció esa Corporación, los pánicos han desaparecido, son muy raras las bancarrotas y, aunque se produjesen, los depositantes no perderían sus fondos. Hoy, el pueblo norteamericano cuenta con la estabilidad de sus bancos y no siente la menor inquietud. Otro ejemplo más reciente son los llamados Cuerpos de Paz: combinación ingeniosa de elementos militares, de los “cuerpos civiles de conservación de los tiempos de la depresión”, del Ejército de Salvación y de las organizaciones misioneras de las iglesias cristianas. El mercomún, o Mercado Común Europeo, muestra esplendorosamente lo que puede hacerse con un espíritu realista y decidido a modificar las viejas instituciones sociales en aras de un orden económico más viable.
Pero hay quienes, convencidos de que hay que realizar cambios, apelan a remedios que son peores que la enfermedad, o absolutamente imposibles. En algunas de las áreas más importantes de la vida humana, sobre todo en las internacionales y en las relativas a un orden mundial económicamente justo, estamos en el globo entero en un estado de rezago cultural y nuestra incapacidad para arbitrar soluciones amenaza el futuro de la civilización misma.
¿Cuáles son las causas de este rezago cultural? En muchos grupos, sin duda alguna, la ignorancia. No conocen las realidades del mundo moderno. Sus mapas representan territorios que dejaron de existir hace mucho tiempo. En otros casos, el rezago se debe a intereses económicos o políticos “fijos”. Muchos individuos tienen poder y prestigio dentro de la estructura de instituciones anticuadas; y como los apoya la inercia institucional, creen, encantados, que esas instituciones son algo maravilloso. No cabe duda que el deseo de los ricos de conservar su riqueza y poder contribuye considerablemente al rezago cultural de cualquier sociedad. Ante la amenaza del cambio social, proceden con una miopía y un heroísmo suicida, y no tienen inconveniente en destruir la civilización con tal de conservar sus prerrogativas.
Pero esto no quiere decir que el rezago cultural acompañe siempre a la existencia de una clase poderosa y rica, porque ha habido poderosos que han patrocinado y hasta organizado los cambios, manteniendo así su posición privilegiada y salvando también a la sociedad del desastre social. Cuando esto ocurre, se procura que el rezago cultural sea pequeño para poder administrarlo. En algunos países latinoamericanos se fluctúa entre reforma social y revolución, y el resultado dependerá en gran parte de la disposición de las clases privilegiadas a aceptar y asimilar el cambio.
Pero hasta la miopía e irresponsabilidad de los poderosos debe ir apoyada por quienes no lo son, para conservar las viejas instituciones y oponerse a los cambios. Por eso, hay también miopía en el ciudadano corriente, y sólo así puede comprenderse el rezago cultural. Además de la inercia institucional, fuerza tremenda que retiene a los seres humanos desarrollando actividades que deberían haber desaparecido hace mucho tiempo, el miedo es otra fuerza considerable del anquilosamiento institucional. Quizá tengan la culpa, en fin de cuentas, del rezago cultural todas aquellas personas, de cualesquiera clases sociales, a quienes ha metido miedo el cambio.
Proceda el rezago cultural de la inercia, de la miopía egoísta, del miedo al cambio o de todas estas y otras razones, la solución de los problemas sociales estriba en adaptar las instituciones a las nuevas circunstancias.
Uno de los aspectos más dramáticos de la conducta humana es que muchos problemas institucionales considerados “insolubles” se resuelvan en cuanto estalla la guerra. La guerra se impone, por lo menos en la cultura moderna, a todas las demás necesidades. Antes de la segunda Guerra Mundial habría sido “imposible” mandar al campo por motivos de salud a los chicuelos de los suburbios londineses; pero en cuanto empezaron los bombardeos de Londres, todos ellos fueron evacuados en dos días. Los teorizantes demostraron una y otra vez que Alemania y Japón no podían entrar en la guerra sin un depósito adecuado de oro, pero lucharon denodadamente, contra todas las predicciones de editorialistas y economistas de prestigio. El Gobierno norteamericano organizó casi de la noche a la mañana, después de terminar la guerra, dos grandes universidades para excombatientes, en Sydenham, Inglaterra, y en Biarritz, Francia. Se mandaron libros y equipo por avión, se construyeron dependencias elegantes para millares de estudiantes, y de las principales universidades norteamericanas se contrataron, con sueldos magníficos, los servicios de profesores famosos, para deparar una fugaz utopía docente a los soldados norteamericanos fatigados por la guerra. ¿Hubiera podido imaginarse el establecimiento de una universidad parecida, por ejemplo, en el estado de Misisipí, el más necesitado de una institución así, por lo bajo de su presupuesto docente? Una de las lecciones de la guerra es que hasta las instituciones más poderosas y antiguas dejan de ser rígidas si la necesidad apremia.
Por eso, lo que necesita el mundo es comprender esa necesidad —en las relaciones internacionales, en los conflictos raciales, en la explosión demográfica y en muchas otras áreas— para proceder a abandonar o modificar algunas de nuestras instituciones. Una vez comprendida esa necesidad, hay que buscar medios realistas y rápidos, con el mínimo de padecimiento humano y el máximo de beneficios para la Humanidad en general, con que abordar las reformas.
Cualquier problema público que requiera un amplio debate —los cambios en las leyes laborales o en los métodos para distribuir la atención médica, la unificación de los servicios armados bajo un solo mando, el establecimiento de normas nuevas para resolver los conflictos internacionales— se reduce, por tanto, a una cuestión de adaptación institucional. Si nos empeñamos en seguir discutiendo nuestros sistemas sociales en función de la lucha de la justicia contra la injusticia, de la ley natural, de la razón y de la voluntad de Dios contra las hordas de la anarquía y el caos, las reacciones de miedo y cólera se generalizan en ambos bandos, paralizando las mentes e imposibilitando una decisión inteligente. Para escapar a esta cerrazón dilemática, hay que considerar los problemas sociales como cuestiones de adaptación institucional. Empezaremos automáticamente a pensar con ideas más extensionales, ya no preguntaremos si esto o aquello es bueno o malo, progresista o reaccionario, sino a tener en cuenta los resultados: “¿A quién va a beneficiar el cambio y en qué grado? ¿Quién saldrá perjudicado y hasta qué punto? ¿Qué garantías hay de que no va a producirse un daño mayor? ¿Está el pueblo preparado para estas innovaciones? ¿Cuál será su efecto en los precios, en la mano de obra, en la salud pública, etc.? ¿Qué investigación ha precedido a esta propuesta; qué especialistas la han estudiado?” Las decisiones empezarán a surgir de las contestaciones extensionales a estas preguntas extensionalmente formuladas. Y no será de derecha ni de izquierda. Se ajustarán, sencillamente, a las realidades.
Supongamos que se propone por el municipio el paso de vehículos pesados por tal o cual puente. Lo que tenemos que preguntarnos es si la estructura del puente resistirá, si crecerá el peligro de accidentes callejeros de circulación, cuál será el efecto en la de las vías adyacentes, si padecerá la belleza de la ciudad, etc., sin tener en cuenta exclusivamente las ventajas que la innovación va a producir a las compañías transportistas. Estudiados estos puntos, cada votante podrá decidir con responsabilidad en interés propio y, sobre todo, en interés de la comunidad.
Supongamos ahora que la medida en cuestión sólo beneficia a las compañías transportistas. Estas tratarán de evitar que se discuta extensionalmente el problema y procurarán inmediatamente enfocarlo desde niveles superiores de abstracción, hablando de las “restricciones excesivas a los negocios”, de que hay que proteger “la libre empresa”, y de que, si la cosa ocurre en los Estados Unidos, “el modo norteamericano de vida” debe prevalecer contra las intrigas de los políticos, de los paniaguados y de los covachuelistas, elevando así una polémica local a la categoría de la defensa de las libertades.
Lo malo no es que los incautos nos traguemos todo esto, sino que los periódicos de muchas comunidades no nos proporcionan materiales extensionales de discusión. Prefieren divertir al lector con historietas amenas o sensacionales[3]. Y la televisión, en manos de quienes no quieren líos ni controversias, muchas veces tampoco proporciona datos concretos.
Así las cosas, y así la opinión pública, ¿qué posibilidades hay para la adaptación institucional con respecto a algunos de nuestros problemas más urgentes? Lo más probable es que se quiera corregir un desajuste con otro desajuste, o que continúen los viejos errores con nombres nuevos.
Cuando, tras un debate prolijo y estéril, pasan los años sin que se lleven al cabo las reformas institucionales, se intensifica el rezago cultural. Al ser más graves las dislocaciones sociales, se agravan también el pánico y la confusión, y los individuos se desesperan al no hallar solución a sus problemas. Sin el conocimiento y la confianza suficientes para intentar nuevos procedimientos, y temerosas al mismo tiempo de que no den ya resultado sus métodos tradicionales, las sociedades vienen a parecerse a las ratas del doctor Maier, que no saben más que un camino y una solución estereotipada. La única manera de aplacar a los dioses irritados es arrojar más niños todavía a los cocodrilos; la única manera de proteger el orden social es cazar y quemar más brujas; la única manera de fomentar la prosperidad es reducir los presupuestos; y la única manera de garantizar la paz es acumular más y mayores armamentos todavía.
Estos son los bloqueos mentales, la conducta obstinada, que nos impide aplicar a nuestros problemas el modo extensional, que es el único que puede resolverlos, porque no podemos hacer una mejor distribución de bienes, alimentar a la gente o establecer una cooperación con nuestros vecinos a base de definiciones intencionales y abstracciones de alto nivel. En el mundo extensional hay que proceder con medios extensionales. Si, a fuer de ciudadanos de una democracia, queremos contribuir a decisiones tan importantes como los problemas de la paz y un orden mundial económicamente justo, tenemos que prepararnos a descender de las nubes de las abstracciones y a enfocar los problemas de esta tierra, en el plano local, estatal, nacional e internacional, con la misma extensionalidad que si se tratase de nuestro alimento, vestido o vivienda.
Pero si, por lo contrario, nos aferramos a fijaciones de orientación intencional y dilemática, estamos condenados al triste destino de las ratas del doctor Maier. Seguiremos incapacitados patológicamente para modificar nuestros módulos de conducta y seguiremos condenados a las mismas eternas soluciones erróneas. No es extraño que terminemos postrados por un “colapso nervioso” político, desilusionados de la democracia y en manos de dictadores.
La característica más notable de la ciencia ha sido su éxito constante para resolver problemas “insolubles”. Antes se consideraba imposible viajar a más de treinta kilómetros por hora y volar por la atmósfera; pero hoy el hombre se ha lanzado a velocidades vertiginosas a la conquista del espacio. Creíamos que la liberación de la energía atómica era mera teoría, pero para la ciencia no hay imposibles, porque el científico está orientado extensionalmente. Se comportará intencionalmente en el campo no científico, como en los problemas políticos, sociales y familiares; pero su orientación como científico es siempre extensional.
Como hemos visto, elaboran mapas certeros de territorios reales, con los cuales pueden predecir hechos y fenómenos futuros. Si no funcionan, los descartan y elaboran otros nuevos; es decir: organizan nuevos sistemas de hipótesis que marcan nuevos cursos de acción[4]. Y vuelven a confrontar los mapas con sus territorios, descartando los que no respondan a la realidad y elaborando nuevas hipótesis, a las que se atienen de momento, siempre dispuestos a descartarlas y a estudiar de nuevo el mundo extensional.
Cuando los científicos obran sin interferencias políticas o financieras, es decir, cuando son libres para intercambiar sus descubrimientos con los del mundo entero, comprobando la veracidad de sus mapas, comparándolos con los de sus colaboradores mundiales, hacen progresos rápidos. Como sus orientaciones son multilaterales y extensionales, están menos paralizados que otros hombres con dogmas inmutables y cuestiones absurdas. Por eso, sus conversaciones y sus escritos están llenos de reconocimientos de errores y de declaraciones sinceras de ignorancia. “Según el último trabajo de Henderson, aunque quizá luego haya que rectificar sus conclusiones…” “No sabemos exactamente qué es lo que pasa, pero sospechamos…” “Lo que digo quizá esté equivocado, pero es la única teoría razonable que hemos podido hilvanar…” He aquí el estilo de los sabios: el conocimiento más importante es el de las propias limitaciones.
Lo que no haría jamás un científico es atenerse a un mapa porque lo heredase de su abuelo o porque lo utilizaron Washington o Lincoln. Si su orientación fuese intencional, diría: “Fue bueno para Washington y Lincoln, luego también es bueno para mí”. Pero llevado por su orientación extensional, dice: “Todavía no lo sabemos hasta que lo hayamos comprobado”.
Obsérvense las diferencias entre las actitudes científicas que tenemos hacia algunas cosas, y las intencionales que nos dominan hacia otras. Cuando queremos que reparen nuestro automóvil, pensamos en función de los resultados prácticos. No preguntamos: “¿Está la solución que usted propone de acuerdo con los principios de la termodinámica? ¿Qué harían Faraday y Newton en este caso? ¿Está usted seguro de que esa solución no representa una tendencia desviacionista o derrotista en las tradiciones tecnológicas de nuestra nación? ¿Qué pasaría si hiciésemos otro tanto a todos los automóviles? ¿Qué dice Aristóteles de esto?” Son preguntas tontas. La única que vale es: “¿Quedará bien la reparación?”
Pero es distinto cuando la reparación afecta a la sociedad. Pocos son los que consideran a las sociedades como mecanismos, como colecciones de instituciones en marcha. Habituados a reaccionar a los problemas sociales con explosiones de indignación moral, denunciamos la perversidad de los sindicatos o del capitalismo, condenamos a los que defienden o persiguen a los negros, a Rusia si somos norteamericanos, o al imperialismo norteamericano si somos rusos. Estamos saltándonos con eso el requisito fundamental de hacer mapas de los problemas sociales; o sea: no cumplimos la tarea inicial de describir las normas establecidas de la conducta de grupo (expresadas en las instituciones) que constituyen una sociedad y crean sus problemas. En nuestras protestas contra lo que no nos parece bien, no nos preocupamos por el cambio institucional ni por sus resultados. Nos interesa más castigar a los culpables. Y los remedios sociales que proponemos se contienen casi siempre en preguntas a las que no puede darse contestación comprobable: “¿Están esas ideas de acuerdo con una política económica sana? ¿O con los principios del verdadero liberalismo? ¿Qué dirían de ello Alexander Hamilton, Thomas Jefferson o Abraham Lincoln? ¿Iríamos con ello hacía el comunismo o hacia el fascismo?, etc…”
Y perdemos el tiempo discutiendo cosas baladíes, sin ir al grano del problema.
Hasta que alguien, cansado de tantas divagaciones, termina por proponer: “Volvamos a la normalidad… apeguémonos a los principios ya comprobados y acreditados… a la economía sana y fuerte… Tenemos que volver a lo que ya conocemos, a lo antiguo y auténtico”. La mayor parte de estas actitudes rutinarias no son sino invitaciones a seguir saltando hacia la puerta de la izquierda, hasta que nos volvamos locos. Y es tanta nuestra confusión, que aceptamos esas invitaciones, con los mismos resultados de siempre.
Anote los problemas de rezago cultural que tenga alguna sociedad bien conocida por usted. Observe si hay alguno no mencionado en este capítulo. ¿Qué preguntas haría una persona extensionalmente orientada, a la que se pidiese ayuda para resolver estos problemas? ¿A qué grupos o individuos consultaría?
Suponga usted que dos amigos suyos, no muy bien informados, pero apasionados, uno a favor y otro en contra de la “medicina socializada” (entendida a su manera), van a ir esta noche a su casa para sostener una conversación sobre el tema. Prepare algunos comentarios y preguntas que les hagan ver el problema de la atención médica como una cuestión de ajuste institucional (sin emplear expresiones tan altisonantes como esta), con lo cual la discusión tomará un sesgo mas extensional. Una cosa le advierto: no empiece por hacerles definir lo que es “medicina socializada”, y recuerde lo que en el Capítulo 10 dijimos sobre las definiciones.
Los éxitos científicos del laboratorio se han debido en parte a que los sabios tienen orientaciones extensionales y sumamente multilaterales, sin las trabas de los dogmas fijos de otras personas. ¿Debe adoptar el Gobierno federal norteamericano una actitud dilemática en los problemas de la integración escolar en el Sur? ¿Cuáles serían las ventajas de dicha actitud y cuáles las de una orientación multilateral? ¿No convendría que el Gobierno adoptase una actitud dilemática para algunas cosas (donde haya una resistencia tenaz a la ley) y multilateral en otras (donde la integración se va realizando pacíficamente)? En este último caso, ¿ la actitud gubernamental se parecería a la del científico?
Supongamos que va a haber elecciones y son cuatro los candidatos. Todos sienten sinceramente los intereses nacionales, todos creen en la justicia social y en la democracia, aunque difieren en cuanto a los medios para realizar los ideales democráticos. Supongamos que usted no quiere votar ni con la etiqueta de liberal ni con la de conservador, sino, sencillamente, a favor del candidato que sea más realista y extensional, porque será quien mejor reconozca los aspectos reales de la situación y, por tanto, quien mejor va a servir a sus ideales.
A continuación van fragmentos de los discursos pronunciados por los cuatro candidatos. A base exclusivamente de su contenido, establezca un orden de preferencia entre ellos, exponiendo las razones… y sin dejarse influir por los nombres de los candidatos, claro está.
Candidato 1
Por tanto, el socialismo no es para mi únicamente la doctrina económica mejor, sino el credo fundamental que profeso con mi cerebro y con mi corazón. Laboro por la independencia hindú, porque el nacionalista que late en mí no puede tolerar el yugo extranjero; más aún: porque es el paso inevitable para nuestro cambio social y económico. Quisiera que el Congreso se transformase en organización socialista y se incorporase a las demás fuerzas del inundo que trabajan en pro de la nueva civilización. Pero comprendo que acaso no esté preparada la mayoría del Congreso, tal como hoy está constituido, para ir tan lejos. Somos una organización nacionalista y pensamos y obramos en el plano nacionalista…
Por vehementes que sean mis deseos de que el socialismo prospere en este país, no quiero obligar ni condicionar al Congreso, porque crearía dificultades para la lucha que tenemos entablada por nuestra independencia. Estoy dispuesto a cooperar de mil amores y con cuantas fuerzas tengo, con cuantos laboran por nuestra independencia, aunque no estén de acuerdo con la solución socialista. Pero lo haré, defendiendo francamente mi posición y esperando convencer de ella, con el tiempo, al Congreso y a la nación, porque sólo así creo que pueda lograr su independencia. Tenemos que apretar nuestras filas cuantos creemos en la independencia, aunque nuestras ideas sean distintas en lo referente al problema social…
¿Cómo encaja la doctrina del socialismo con la ideología actual del Congreso? No creo que encaje…
—JAWAHARLAL NEHRU, discurso presidencial, Congreso Nacional Hindú, Lucknow, abril de 1936
Candidato 2
Opino que el comunismo debería enseñarse en el sistema educativo, pero con una orientación moral, de la misma manera que se enseña al estudiante de medicina que el cáncer y la tuberculosis son enfermedades que hay que desarraigar y extirpar. Creo que sin una orientación moral, la enseñanza del comunismo puede ser sumamente peligrosa. En cambio, enseñándolo con una orientación moral, se estudiarían a fondo los fundamentos básicos de la civilización norteamericana, desenmascarando al enemigo que amenaza destruirla y exponiendo las ideas erróneas que impulsan a los comunistas a tratar de destruir la libertad, los métodos que para ello proponen, y lo que debe hacerse para contrarrestarlos. Si esto se explica sin dirección moral, sólo parecerá un sistema económico más con algunas virtudes superiores. Así se ha hecho frecuentemente en épocas anteriores, y en lugar de combatir el comunismo, tiende a hacer prosélitos para el comunismo.
Creo que el pueblo norteamericano tiene ante sí un gran problema: imprimir a la educación una dinámica moral que presente al comunismo como programa de asesinato, mentira y destrucción de la libertad. Es totalmente inmoral, y hay que levantar en las mentes juveniles barreras mentales y emocionales contra él.
—DR. FREDERICK SCHWARZ, en su testimonio ante el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso, 29 de mayo de 1957
Candidato 3
La exposición de los conflictos e injusticias raciales es importante en un estudio que verse sobre la posición del negro y el estado de la cultura norteamericana. Pero las fricciones son un indicio sano. Indican un contacto de múltiples aspectos entre las dos razas. Las fricciones son señal de que el negro y el blanco viven en la misma comunidad y pugnan por los mismos valores. Mientras las dos razas se afanen y disientan respecto a los múltiples problemas de la convivencia en la misma cultura, están pasando por el doloroso proceso de su acomodación recíproca y con el mundo. El verdadero peligro sería que el negro viviese en un vacío donde no hubiese fricción alguna con sus vecinos blancos; entonces sí que se correría el peligro grave de desarrollar un sistema perpetuo de castas… Es conveniente que nada haya estático hasta que los problemas planteados por la fricción hayan dejado de inquietar y molestar a los blancos o a los negros. Aspirar a la paz, cuando los contrastes son tan acusados, es como soñar con un mundo irreal. Esperar que la comunidad blanca o la negra no sientan odio e indignación, y que no den muestras de violencia o de temor cuando sus valores corren tanto peligro y sus aspiraciones quedan tan fallidas, es pedir lo imposible… [La fricción] indica que estos males están vivos, duelen y punzan. Obligan a los hombres a hacer algo por remediarlos. Cometerán muchas equivocaciones en esta empresa, pero también tendrán muchos aciertos.
—FRANK TANNENBAUM, “An American Dilemma”
Political Science Quarterly, septiembre de 1944
Candidato 4
Algunos miran las constituciones con reverencia religiosa y las consideran como el Arca de la Alianza, demasiado sagradas para poderlas tocar. Atribuyen una sabiduría sobrehumana a los hombres de tiempos anteriores, y creen que lo que hicieron está por encima de toda enmienda… Indudablemente, no me inclino a introducir cambios frecuentes y no probados antes, en las leyes y en las constituciones… Pero también sé que las leyes y las instituciones deben ir a la par con el progreso de la mente humana… A medida que se realizan nuevos descubrimientos, que se descubren nuevas verdades y cambian las opiniones y los modos de pensar al cambiar las circunstancias, también deben avanzar las instituciones para amoldarse al ritmo de los tiempos. Retener a la sociedad civilizada sometida al régimen de sus incultos antepasados sería como obligar a un hombre a llevar siempre la chaqueta que le venía bien de chico… Cada generación… tiene derecho a procurarse la forma de gobierno que considere más conducente a su felicidad.
—THOMAS JEFFERSON