La fe en la razón no consiste únicamente en creer en nuestra razón, sino más todavía en la de los demás. Así, aunque el racionalista se cree intelectualmente superior a los demás, no quiere presumir de autoridad porque sabe que si su inteligencia es superior a la de los otros (cosa difícil para él de calibrar), sólo lo es en tanto que puede aprender de las críticas y de las equivocaciones propias y ajenas, y que esto sólo es posible tomando en serio a los demás y sus argumentos. Por tanto, el racionalismo tiene que admitir que los demás tienen derecho a ser oídos y a sostener sus argumentos.
—KARL. R. POPPER
El lenguaje cotidiano se caracteriza, salvo en las discusiones y controversias violentas, por la que pudiera llamarse orientación multilateral o polifacética. Tenemos nuestras escalas de juicios: no basta el “bueno” y el “malo”, sino que además tenemos el “muy malo”, “no está mal”, “regular”, “muy bueno”, “sobresaliente”, “excepcional”; además formulamos juicios mixtos: tal o cual cosa es en parte buena y en parte mala. En lugar de “cuerdo” y “loco”, hay grados apreciativos de “completamente cuerdo”, “bastante equilibrado”, “ligeramente neurótico”, “cuerdo en la mayor parte de los casos y temas”, “neurótico”, “sumamente neurótico”, “sicótico”. Cuanto más distingamos, más acciones posibles se presentan ante nosotros. Esto quiere decir que se intensifica nuestra capacidad para reaccionar debidamente a las múltiples situaciones complejas de la vida. El médico no establece dos categorías de “sanos” y “enfermos”, en que quepan todos, sino que distingue numerosos estados que pueden calificarse de “enfermedad”, y aplica un número indefinido de tratamientos o combinaciones de tratamientos.
La orientación dilemática se basa, como hemos visto, en sólo un interés. Pero a los seres humanos les interesan muchas cosas: comer,
dormir, tener amigos, publicar libros, vender fincas, construir puentes, oír música, mantener la paz, dominar la enfermedad… Algunos de estos deseos son más fuertes que los otros, y la vida presenta el problema perpetuo de comparar un conjunto de deseos con otro y de tomar decisiones: “Desearía quedarme con el dinero, pero me parece que es mejor que compre ese automóvil”. “No me gusta el sabor de la medicina, pero quiero y necesito tomarla”. “Quisiera ser abstemio, pero me gusta tanto el vino…” Para equilibrar los distintos y complicados deseos que la civilización provoca en nosotros, necesitamos una escala cada vez más finamente graduada de valores, y además, previsión, no sea que al satisfacer un deseo dejemos fallidos otros más importantes. A esta capacidad de ver las cosas en función de más de dos valores, la llamaremos orientación multilateral.
En casi todos los estudios inteligentes y discusiones públicas de algún interés, se observa una orientación multilateral. Los directores de los periódicos de altura y los colaboradores de las revistas serias evitan casi invariablemente la orientación dilemática. Condenarán el comunismo, pero buscarán sus razones; denunciarán el proceder de alguna potencia extranjera, pero no escurrirán el bulto de las responsabilidades nacionales; atacarán a un gobierno, pero sin perder de vista sus realizaciones positivas. Será por nobleza o por timidez, pero hay escritores que nunca hablan de lo completamente bueno ni de lo completamente malo, con lo cual abren la puerta a la conciliación de las diferencias e intereses en conflicto. Quienes se oponen a estas medias tintas e insisten en el sí o el no, son los que quieren cortar el nudo gordiano: quizá lo deshagan, pero acaban con la cuerda.
El proceso democrático presupone en muchos aspectos una orientación multilateral. Ni siquiera el antiquísimo procedimiento judicial del jurado, que tiene que dictaminar si el acusado es culpable o no, no es tan dilemático como parece, porque en la misma selección del cargo se escoge entre muchas posibilidades, y además, frecuentemente el veredicto reconoce “circunstancias atenuantes”.
Poniendo otro ejemplo, pocos proyectos de ley son aprobados en una legislatura democrática en la forma en que fueron propuestos: hay sus tira y afloja, sus negociaciones y concesiones mutuas, con objeto de llegar a decisiones que se ajusten mejor a las necesidades de la comunidad. Cuanto más desarrollada esté una democracia, más flexibilidad habrá en sus orientaciones y mejor conciliará las diferencias del pueblo.
Más multilateral es aún el lenguaje de la ciencia. En lugar de decir “caliente” o “frío”, damos la temperatura en grados de una escala previamente acordada: 20° F., 37° G., etc. La fuerza se mide en caballos de fuerza o voltios, la velocidad en kilómetros por hora, o metros por segundo. Ya no tenemos dos o varias soluciones, sino infinitas, gracias a estos métodos numéricos. Por eso puede afamarse que el lenguaje de la ciencia tiene una orientación infinita de valores. Como dispone de medios para acomodar la acción a un número infinito de situaciones, logra rápidamente sus fines investigadores y prácticos.
A pesar de cuanto hemos dicho, debe reconocerse que la orientación dilemática es casi inevitable en la expresión de los sentimientos. Hay una profunda verdad emocional en dicha orientación, a la que se deben las expresiones fuertes del sentimiento, especialmente de la compasión o piedad, como cuando se pide ayuda pata la lucha en campañas sociales, sanitarias o políticas. Entonces se graban más honda y eficazmente los dilemas, presentando un notable contraste entre lo que es bueno y lo que es malo.
Quien quiera promover una causa por escrito, apela igualmente al dilema. Y se concibe cuando se trata conscientemente de presentar lo que se cree verdadero, aunque se indican a veces los peros que pueden oponerse a lo bueno y las partes buenas que pueda tener lo malo, con lo cual ya se introduce en el texto algo de orientación multilateral de los problemas.
Aunque todos nos consideramos seres racionales, son muy pocos los que no manifiestan una orientación dilemática en el calor de la controversia. Cuando en el curso de un debate, una de las partes adopta una actitud exagerada o extremista respecto a lo que se discute, sin caer en la cuenta fuerza al adversario a una actitud igualmente radical hacia el extremo contrario. En ese caso, corremos el peligro de desorbitar tanto la cuestión como nuestro contrincante. Oliver Wendell Holmes lo expone perfectamente en su obra Autocrat of the Breakfast-Table, cuando habla de la “paradoja hidrostática de la controversia”:
¿No sabe usted lo que quiere decir esto? Pues yo se lo explicaré. Comunique usted dos vasos por un tubo: uno de ellos es de tamaño corriente; el otro, tan grande como el mar. Pues bien; el agua quedaría al mismo nivel en ambos. Así ocurre con la discusión: iguala a los sabios con los tontos… y los tontos lo saben.
Naturalmente, cuando esto ocurre, se está perdiendo el tiempo en la discusión. La reductio ad absurdum se practica frecuentemente en las controversias de los centros superiores y universitarios de enseñanza, tal como todavía se practica en algunas localidades. Como ambas partes exagerarán indudablemente su razón y desdeñarán la del contrario, apenas saldrá nada limpio de allí si los maestros no orientan la polémica multilateralmente y llaman la atención sobre los procesos de abstracción a que debe someterse la cuestión debatida. En los parlamentos y en los congresos no suele tratarse de entablar ninguna discusión a fondo: los discursos van destinados principalmente a los electores, no a los compañeros de cámara. La labor fundamental del Gobierno se desarrolla en el seno de los comités, donde ya no impera la atmósfera tradicional del debate. Sin necesidad de adoptar posiciones dilemáticas de afirmación o negación, los legisladores pueden allí ventilar los problemas, investigar los hechos y llegar a conclusiones viables, entre posibles extremos. Creemos que, mejor que discutir para triunfar en la polémica, según se hacía en las escuelas medievales, convendría adiestrar a los estudiantes que aspiren a ser ciudadanos de una democracia, en la práctica de atestiguar ante comités de investigación y tomar parte en sus actividades.
En nuestra conversación diaria tenemos que evitar todas las actitudes dilemáticas. En nuestra sociedad en competencia, la conversación suele convertirse en inadvertido campo de batalla donde constante e inconscientemente tratamos de triunfar, poniendo en evidencia los errores del interlocutor, o su falta de información, apabullándolo ante todos con la superioridad de nuestra erudición y lógica. Este afán de conquistar prestigio está tan arraigado en casi todos, principalmente en los pertenecientes a los círculos profesionales y universitarios, que cualquier junta de intelectuales se presta a este tipo de reyertas verbales[1]. Y el caso es que, por fuerza de la costumbre, ya nadie se molesta por las observaciones del adversario; pero, eso sí, se gasta un tiempo precioso que podría aprovecharse en un intercambio de información o de puntos de vista. Los aficionados a estos encuentros suelen partir de la idea de que las afirmaciones del interlocutor son verdaderas o falsas.
Una forma muy eficaz pata que la conversación sea fructífera, es aplicar sistemáticamente la orientación polifacética. En lugar de suponer que una afirmación es verdadera o falsa, debiera pensarse que en ella hay un valor de verdad, de 0 a 100 por ciento. Por ejemplo: supongamos que nos gusta el sindicalismo y alguien nos espeta: “Los sindicatos son una guarida de ladrones”. Si replicamos en el acto: “Mentira”, ya estamos enzarzados en una discusión. Pero ¿no habrá algo de verdad en lo que dijo el otro, entre 0 por 100 (“en ningún sindicato hay negocios sucios”) y 100 por ciento (“todos los sindicatos son antros de pillos”)? Pues concedámosle de momento 1 por ciento de verdad (“en 1% de los sindicatos hay algún negocio sucio”) y digámosle: “¿Sí? Cuénteme más de esto”. Si no tiene gran motivo para declarar lo que declaró, empezará a disculparse, y ahí terminará la cosa; pero si lo sabe por propia experiencia, aunque sea muy remota, nos lo referirá todo; entonces le escucharemos con atención, y puede ocurrir algo de lo siguiente:
Al hacerlo así, todos nuestros contactos sociales pueden contribuir a formar “el depósito de saber” a que antes nos referimos. Si sabemos escuchar y no sólo hablar, habremos aprendido más cosas al ir viviendo, sin seguir aferrados eternamente a los mismos prejuicios, a nuestros sesenta y cinco años, que a los veinticinco, como hay tantas personas.
Lo que hablamos en nuestra conversación corriente siempre suele tener algo de verdad, aunque se base en deducciones fugaces y en generalizaciones precipitadas. Buscando la aguja de la verdad en el pajar de lo que dice el otro es aprender algo, aunque nuestro interlocutor esté lleno de prejuicios o no ande bien documentado. Y lo mismo le pasará a él con lo que le digamos nosotros. A fin de cuentas, toda la vida civilizada depende de nuestra disposición a aprender, no sólo a enseñar. Frenar un poco nuestras reacciones y animar a hablar al otro, escuchando antes de reaccionar, constituye la aplicación práctica de los principios teóricos expuestos en este libro: ninguna afirmación, ni siquiera las nuestras, lo dicen todo sobre el tema de que se trate; las deducciones e inferencias —por ejemplo, que nuestro interlocutor antisindicalista es un reaccionario enemigo del obrero— deben ser comprobadas antes de hablar u obrar en consecuencia; la orientación multilateral es necesaria para la discusión democrática y para la cooperación humana.
En The Open and Closed Mind (1960), obra de Milton Rokeach, de la Universidad del Estado de Michigan, se contienen valiosos puntos de vista sobre la orientación multilateral. En primer lugar, dice el autor que deben distinguirse dos elementos en toda comunicación: el que habla y su afirmación. El oyente puede aceptar o rechazar al que habla (o lo que es lo mismo, puede gustarle o no gustarle; y otro tanto ocurre con lo que dice, puede estar o no de acuerdo con ello).
He aquí las cuatro maneras posibles en que puede reaccionar a lo que oye:
El individuo a quien Rokeach llama “de mente cerrada” sólo reaccionará de la primera y cuarta manera: o acepta al declarante y su declaración, o rechaza a uno y otra. En cambio, el “de mente abierta” puede reaccionar, además, de las maneras más complejas, señaladas con los números 2 y 3.
En verdad, la persona de mente cerrada tiene miedo a la vida. Si no está de acuerdo con el que habla o con lo que dice, rechaza a los dos. Según recordará el lector, esto era lo que solía ocurrir con Lenin: el partidario suyo que decía algo inaceptable para él era un atontado o estaba sin querer de parte del enemigo; y el “enemigo” que afirmase algo aceptable para él, también era un atolondrado o estaba disimulando. En una palabra: la mente cerril está presa en su orientación dilemática: o se acepta al declarante y su declaración, o se rechaza a uno y otra.
Sicológicamente, según Rokeach, todos los seres humanos tratan de averiguar más cosas sobre el mundo y, al mismo tiempo, quieren protegerse de él, principalmente de cuanta información pueda resultarles molesta. Cuanto mayor sea la necesidad de protegerse de ésta, menor será la curiosidad del individuo respecto al mundo. (“Estará abierto a la información en lo posible, y la rechazará, filtrándola o alterándola, si es necesario”).
Rokeach llama al conjunto de cosas que uno cree “sistema de creencias”, y al conjunto de ideas en que no se cree, “sistema de descreencias”. (Para el católico, su sistema de creencias será el catolicismo, y su sistema de descreencias será el protestantismo, el judaísmo, el budismo, etc). Al individuo seguro y bien organizado le gusta su sistema, pero tiene la mente abierta para el sistema contrario, el de sus descreencias. (Si es católico, estará dispuesto a oír el punto de vista del protestantismo, etc., para ver las diferencias entre ambos sistemas). Eso es tener la mente abierta.
Pero el crónicamente inseguro, el miedoso, el atemorizado, se aferra desesperadamente a su sistema de creencias para defenderse del contrario, y no quiere ni oír hablar de él. Es decir: si, por ejemplo, el comunismo y el socialismo constituyen parte de su sistema de descreencias, cuanto más miedo tenga usted menos podrá distinguirlos entre sí, por falta deliberada de información.
La palabra “socialismo” tiene numerosas acepciones: el capitalismo del Estado, por el estilo de la URSS; el “socialismo democrático” (de Suecia c Inglaterra), en que se adoptan medidas socialistas respecto a la salud pública, el bienestar, pensiones de desempleo, etc., por procedimientos democráticos y parlamentarios; medidas socialistas también impuestas por dictaduras armadas con la ayuda de informadores y de la policía secreta, como la colectivización agrícola rusa y china; los adversarios también llaman medidas socialistas a la atención médica pagada, al seguro social, a la ayuda a los hijos dependientes de sus padres, etc. El individuo que tiene miedo considera iguales todas estas medidas, son a cual peores, son socialismo, lo cual equivale a “comunismo”. También se tildan de comunistas otras áreas molestas, como la “fluoración” del servicio público de agua, el arte abstracto o la petición de igualdad de derechos para los negros. Esta incapacidad de distinguir de colores y de matices demuestra, según Rokeach, una mente cerrada, que pudiéramos llamar también “cerril”.
El que piensa así, mira a todas partes con ojos asustados y ve comunismo por doquier (no cae en la cuenta de los retrocesos comunistas). De ahí pasa a la consecuencia de que todos esos comunistas forman una conspiración secreta, que triunfa siempre. Los comunistas son extraordinariamente fieles a la causa y satánicamente astutos, se han infiltrado en el Gobierno, donde tienen sus quintas columnas y sus simpatizadores, por lo cual hay que limpiar de ellos las alturas, especialmente las gubernamentales y las educativas: “¡Los más graves peligros de los Estados Unidos, o de cualquier país, son interiores!”
Robert Welch, quien dijo que “Dwight Eisenhower es agente leal y consciente de la conjura comunista”, y que aseguró en su obra principal, The Blue Book of the John Birch Society, que Roosevelt y el general George C. Marshall eran culpables de “traición descarada y sin paliativos” (pág. 99[2]), constituye un ejemplo sin par de esta orientación dilemática y de sus consecuencias lógicas. Asegura que los comunistas controlan o están a punto de controlar a todas las naciones musulmanas del Mediterráneo, además de la Europa oriental. Pero la mayor parte de la occidental está también en manos comunistas: “Para mí… carece de realismo la idea de que Noruega no esté en manos comunistas para todos los efectos prácticos, o de que Islandia y Finlandia no lo están también completamente” (págs. 18-19). Los comunistas han dominado la mayor parte de Asia “con la plena ayuda de nuestro Gobierno, desorientado completamente por la influencia comunista” (pág. 14). Nehru es comunista, lo mismo que Nasser. Los comunistas se han impuesto en la mayor parte de la América Latina. “Dominan absolutamente la vida económica de Hawaii… hasta el punto de que ejercen un control político virtual” (págs. 20-21). Están perfectamente atornillados y atrincherados en el Departamento de Estado norteamericano; ejercen una enorme influencia en la prensa, la radio y la televisión (pág. 21). Hay “por lo menos treinta enormes circuitos comunistas de espionaje operando hoy en los Estados Unidos”. “En virtud de las decisiones de la Suprema Corte, son montones los simpatizantes comunistas comprobados que han vuelto a sus anteriores cargos en nuestro Gobierno federal” (pág. 24).
La conspiración [comunista] está increíblemente bien organizada. Está tan bien financiada, que dedica miles de millones de dólares al año a la propaganda. Cuenta con decenios de experiencia victoriosa… Y está dirigida por hombres que han necesitado la mayor astucia y carencia de escrúpulos para llegar a los altos puestos que ocupan en la conjura.
Este pulpo es tan descomunal, que sus tentáculos llegan hoy a todas las cámaras legislativas, a todos los sindicatos y uniones laborales, a la mayoría de las colectividades religiosas y a la mayor parte de los centros docentes del mundo entero. Su sistema nervioso central puede hacer que se encojan o se estiren simultáneamente todos los tentáculos que tiene en los sindicatos de Bolivia, en las cooperativas agrícolas de Saskatchewan, en las reuniones partidistas de los demócratas sociales de Alemania occidental, en las aulas de la Facultad de Derecho de Yale. Puede mover hacia la derecha o hacia la izquierda todos estos tentáculos vibrátiles, o mover parte a la derecha y parte a la izquierda al mismo tiempo, según las intenciones de su cerebro central de Moscú o Ust-Kamenogorsk. El género humano no ha visto jamás un monstruo de tanto poder, decidido a esclavizarlo (págs. 72-73).
Hace una generación, cuando liberales y conservadores estaban preocupados (y con razón) por el auge del fascismo alemán e italiano, los liberales más doctrinarios (y los comunistas) veían fascistas en cuantos sitios ven hoy comunistas el señor Welch y sus partidarios. Es que la orientación dilemática saca de quicio a cuantos sucumben a ella, bien sea hacia la derecha, bien hacia la izquierda.
El autor de este libro no niega el peligro del nacionalismo agresivo y belicoso de la URSS, ni que unos miembros del partido comunista y agentes del espionaje ruso hayan conspirado, junto con sus equivocados simpatizantes norteamericanos, contra los mejores intereses de los Estados Unidos. Lo único que quiero es evitar que la preocupación justificada por el auténtico peligro comunista dentro de nuestras fronteras o en el extranjero, se convierta en miedo pánico a cualquiera que piense de manera distinta que nosotros.
Considere las ventajas de la orientación dilemática y polifacética en las siguientes situaciones, exponiendo sus razones en cada caso:
Korzybski dice que la estructura idiomática indoeuropea contribuyó considerablemente a nuestra tendencia a la orientación dilemática con su acusado sentido del sí y del no. Benjamín Lee Whorf también reconoce la influencia del lenguaje en el pensamiento; hablando el hopi o el thai, costaría trabajo pensar como los que hablan inglés. (Véase Science and Sanity, de Korzybski, especialmente los capítulos 4, 5 y 7; y The Selected Writings of Benjamín Lee Whorf, rec. John B. Carroll).
Stuart Chase aplica de la siguiente manera, en su obra Power of Words (1954), las teorías de Korzybski y Whorf sobre la relación de lenguaje y pensamiento. Léase detenidamente y hágase un comentario sobre lo que cada uno sepa o conjeture respecto a la China comunista de nuestros días:
Los lingüistas han indicado que el chino es un idioma multilateral, no principalmente dilemático como el inglés y las lenguas de Occidente en general. Nosotros decimos que las cosas tienen que ser buenas o malas, verdaderas
o falsas, limpias o sucias, negras o blancas, sin matices grises. Cuando un economista habla de un término medio entre socialismo y capitalismo, estos dos campos se abalanzan contra él para aniquilarlo. (Yo he sido ese desgraciado economista).
Los chinos no son aficionados a estos extremismos: para ellos, la mayor parte de las situaciones tienen matices grises, y reconocen fácilmente muchas soluciones intermedias. Por eso, las ideologías chinas han sido tolerantes tradicionalmente, sin el fanatismo occidental… Esta afortunada carencia de actitudes dilemáticas plantea un interesante problema. El comunismo, tal como lo formuló Marx y lo desarrolló Lenin, es rigurosamente dilemático. El heroico obrero se enfrenta con el perverso capitalista, y uno u otro tiene que salir derrotado. No hay margen para matices o tonalidades, ni tampoco para espectadores inocentes. Los que no están con nosotros están contra nosotros. ¿De qué lado está usted?
El idioma ruso es indo-europeo, y el pensamiento dilemático es fácilmente aceptado por sus oradores. Lo mismo ocurre con los altos lideres del comunismo chino, porque fueron adoctrinados en Moscú y aprendieron el ruso. Pero hay cuatrocientos millones de chinos que no han ido a Moscú ni han aprendido el ruso… y son pocas las probabilidades de que lo hagan. Entonces, ¿cómo podrá el pueblo chino llegar a ser buen comunista ideológico, puesto que le resulta tan difícil, si no imposible, tomar en serio la dialéctica esencial del marxismo? La estructura de su idioma parece excluir la idea.
Una de las maneras mejores para entender y aplicar algunas de las principales ideas de este capítulo, es hacer experimentos sobre la eficiencia de dichas ideas con otros que lo hayan leído.
Por ejemplo: selecciónese algún tema discutible de interés verdadero para el grupo conocedor de las distinciones que hemos hecho, como la censura de las películas o de la televisión, el gobierno mundial, el seguro de salud para todos los miembros de la nación, el pacifismo o la necesidad de sindicarse para trabajar. Invítese a dos miembros del grupo a que presenten una discusión del tema con una persona que haya pensado sistemáticamente de forma dilemática sobre él (“todas las censuras son detestables”, “el gobierno mundial acabaría con la libertad”); es decir: uno de los polemistas será de pensamiento dilemático y el otro adoptará una orientación multilateral.
Después, organícese otra discusión sobre el mismo tema con dos miembros distintos del grupo, adoptando uno de ellos la orientación dilemática, y el otro la actitud de “explíquese usted… hábleme más de esto… veamos”, que indicamos en el capítulo.
No hace falta que dure mucho; con tres o cinco minutos puede bastar. Un comentario sobre la demostración, seguida quizá por otra, será suficiente para apreciar lo que es una justa verbal, en comparación con la aplicación sistemática de la orientación multilateral. Es conveniente que el primer comentario crítico corra a cargo del que más haya intervenido en la organización. Después deberá hablar su colaborador, y luego los demás presentes.