Cuando se establece una diferencia legal… entre el día y la noche, entre la niñez y la madurez o cualesquiera otros extremos, hay que trazar una línea divisoria, o irla marcando poco a poco merced a decisiones sucesivas, para indicar dónde empieza el cambio. Considerada en sí misma, sin la necesidad que la dictó, esta línea puede parecer arbitraria. Quizá debería caer un poco más a la derecha o un poco más a la izquierda. Pero al comprender que es necesaria y que no hay procedimiento matemático ni lógico de trazarla con exactitud, la decisión de la legislatura debe ser aceptada, excepto cuando no quepa duda de que está muy lejos de donde debería pasar.
OLIVER WENDELL HOMES
Porque, naturalmente, el verdadero significado de una palabra se averigua observando cómo se emplea, no lo que se dice sobre ella.
—P. W. BRIDGMAN
En la figura que va a continuación, se ven ocho objetos, llamémoslos animales: cuatro grandes y cuatro pequeños, cuatro con cabeza redonda y otros cuatro con cabeza cuadrada, cuatro de cola retorcida y cuatro de cola derecha. Andan rondando por el pueblo, pero como no se les da importancia, nadie se fija en ellos y ni les ponen nombre.
Pero un día descubre usted que los pequeños devoran su trigo, y los mayores no. Inmediatamante surge una diferenciación: a los A, B, C y D, les pone un nombre arbitrario, y a los E, F, G y H, otro. Echa a los primeros y deja en paz a los segundos. Pero su vecino ha tenido otra experiencia distinta: los de cabeza cuadrada muerden; los otros, no. A unos y a otros pone nombres distintos. Otro vecino se entera de que los de rabo retorcido matan las culebras, los otros no. E igualmente, los diferencia con su abstracción y con sus nombres.
Está usted reunido con sus dos vecinos mencionados, cuando pasa el animal E. Los tres sueltan una exclamación, pero cada uno le llama por el nombre que caprichosa y personalmente le ha puesto. ¿Cuál es el nombre acertado? Discuten violentamente sobre ello, cuando se presenta otro aldeano, que lo llama de otra manera: para él no es más que un animal comestible, y le ha aplicado el nombre de cualquiera de los que tiene en su corral.
Como se ve, la pregunta de cuál debe ser el nombre apropiado carece de sentido, es decir, no puede contestarse. Sólo habiendo una relación necesaria entre los símbolos y los objetos simbolizados —relación que ya sabemos que no existe— habría nombres apropiados. La línea que tracemos entre las cosas que juzgamos distintas depende de nuestro interés y de los fines de la clasificación. Así, por ejemplo, los animales se clasifican de una manera por la industria de la carne, y de otra u otras por las del cuero o de la piel, o por el biólogo. Ninguna de estas clasificaciones es definitiva; sólo sirven cada una a su propósito.
Y lo mismo debe decirse de cuanto percibimos. Una mesa es mesa, porque comprendemos su relación con nuestra conducta e intereses; comemos, trabajamos y ponemos objetos sobre ella. Pero para una persona que viva en alguna cultura donde no se usan mesas, puede significar un asiento muy grande, una plataforma pequeña o una estructura caprichosa. Es decir, si nuestra cultura y nuestra educación fuesen distintas, nuestro mundo no nos parecería el mismo.
Muchos, por ejemplo, no distinguimos verbalmente entre salmones, siluros, bonitos, meros, guachinangos, robalos, etc.; decimos: son pescados, y a mí no me gusta el pescado. Pero, para un conocedor, estas palabras significan la diferencia que hay entre una buena y una mala comida.
El zoólogo estima muy importantes otras distinciones más complicadas, porque tiene diferentes puntos de vista. Cuando se nos dice que “este pescado es un pámpano, trachinotus carolinus”, lo aceptamos como cierto, no porque sea su nombre apropiado, sino porque así lo clasifican en su sistema completo y más genérico quienes tienen profundo interés en los peces.
Así, pues, cuando ponemos nombre a algo, lo estamos clasificando. Un objeto o un hecho no tienen nombre por sí ni pertenecen a una clase hasta que lo incluimos en ella. Supongamos que vamos a dar significado extensional a la palabra “coreano”. Comprenderíamos a todos los coreanos existentes en un momento determinado y diríamos: “La palabra ‘coreano’ representa de momento a las personas A, B, C… X.” Pero entre ellos nace Z. El sentido extensional de la palabra “coreano” no ha incluido al Z, no pertenece a clasificación alguna. Entonces, ¿por qué es también coreano? Porque así le llamamos. Y al llamarle así, al fijar su clasificación, hemos determinado un número considerable de actitudes futuras hacia Z: tendrá determinados derechos en Corea, será tenido por extranjero en otras naciones y sometido a sus leyes para los extranjeros.
En cuestiones de raza y nacionalidad, se ve particularmente claro cómo se hacen las clasificaciones. Por ejemplo: el autor de este libro es canadiense por nacimiento, japonés por raza, y actualmente norteamericano. Aunque fue legalmente admitido con pasaporte canadiense en los Estados Unidos en calidad de “inmigrante fuera de cuota”, no pudo solicitar la ciudadanía norteamericana hasta 1952. Según la ley estadounidense de inmigración, anterior y posterior a 1952, todo canadiense tiene derecho a ser, sin dificultades, residente permanente de los Estados Unidos, siempre que no sea de origen oriental, en cuyo caso sólo importa su raza y 110 se toma en cuenta su nacionalidad. Si está llena la cuota, o cupo, de su raza —japonesa, por ejemplo—, como suele estar siempre, y no puede clasificarse como inmigrante fuera de cuota, no puede entrar en el país. ¿Son reales todas estas clasificaciones? Ya lo creo que lo son; y si no, que lo digan los efectos que acarrean al interesado.
El que esto escribe ha pasado toda su vida en Canadá y los Estados Unidos, salvo breves visitas al extranjero. Habla torpemente el japonés, con un léxico infantil y con acento norteamericano; ni lo lee ni lo escribe. Sin embargo, debido a ese poder hipnótico que las clasificaciones ejercen sobre cierta gente, se le atribuye (o se le acusa) de cuando en cuando, “mente oriental”. Como lo mismo Buda que Confucio o el general Tojo, Mao Tse-tung, Pandit Nehru, Syngman Rhee y el dueño del restaurante chino “El Faisán de Oro”, tienen mente oriental, no sabe uno si sentirse halagado o insultado.
¿Cuándo es negra una persona? Según la definición aceptada en Estados Unidos, por exigua que sea la cantidad de sangre negra que lleve uno en las venas, es “negro”. Tanto valdría como decir que, por exigua que sea la cantidad de sangre blanca que lleva uno en las venas, es “blanco”. ¿Por qué no vale este raciocinio? Pues porque el sistema de clasificación primero conviene a los fines de quienes hacen la clasificación. Con ella no se trata de identificar esencias, como tantos creen, sino de satisfacer una comodidad o necesidad social, y las distintas necesidades siempre dan lugar a distintas clasificaciones.
Pocas son las complicaciones para clasificar perros, gatos, cuchillos, tenedores, cigarrillos y caramelos; pero cuando se trata de clasificaciones a altos niveles de abstracción —la conducta, las instituciones sociales, los problemas filosóficos y morales—, surgen dificultades serias. Cuando una persona mata a otra, ¿se trata de un asesinato, de un arrebato de locura pasajero, de un homicidio, de un accidente o de un acto heroico? En cuanto termina el proceso clasificador, nuestras actitudes y nuestra conducta quedan decididas en grado considerable. Ahorcamos al asesino, internamos al loco o prendemos una condecoración en el pecho del héroe.
Pero lo malo es que la gente no siempre cae en la cuenta de cómo llega a sus clasificaciones. Sin descender más a detalles, dice la palabra definitiva sobre el señor Toledano cuando exclama: “Bueno, ¡un judío es un judío! ¡No hay que darle vueltas!”
No es éste lugar para ocuparnos de las injusticias que se han cometido en virtud de estos juicios precipitados, contra judíos, católicos, rojos, coristas, ricachones, sureños, maestrillos, etc. Pensando más sensatamente, se habrían evitado; aunque quizá no sea este el remedio, porque hay gente que piensa cachazudamente y no se corrige. Lo que nos interesa es cómo dificultamos nuestro desarrollo mental con estas reacciones irreflexivas.
En el ejemplo que hemos puesto, la gente confunde su judío mental con el extensional. Podría recordársele que ha habido judíos gloriosos, pero ellos dirán que son excepciones. Y exclamarán en tono de triunfo: “¡ Pero, claro, la excepción confirma la regla[1]!”, manera muy bonita de decir que los hechos no interesan.
El autor de estas líneas, que vive en el condado californiano de Marín, asistió en cierta ocasión a las sesiones del tribunal del condado, donde se trataba de un proyecto de prohibición de discriminación racial para la venta y alquiler de viviendas. (El objeto de esta discriminación en Marín es principalmente el negro). Me impresionó que la mayoría de los que hablaron se pronunciasen a favor del proyecto de ordenanza, pero no dejó de impresionarme igualmente que bastantes con amigos negros, a quienes querían e inclusive admiraban, atacasen una ley que iba a permitirles vivir en cualquier parte del condado: serían “excepciones”, y su estereotipo mental del negro seguía en su cabeza, pese a su experiencia personal.
Esta gente es refractaria, indudablemente, a una nueva información. Siguen votando por la candidatura de su partido, por muchos errores que haya cometido, y oponiéndose a los “socialistas” aunque hagan maravillas, y considerando sagradas a las madres, sin distinguir entre unas y otras. Un comité estudió el caso de internar en una casa de salud a una mujer, considerada loca sin esperanzas por médicos y siquiatras. De pronto se levantó un sujeto que, con el mayor respeto y reverencia, dijo: “Señores, tengan ustedes presente que, después de todo, esta mujer es una madre[2]”. Igualmente, algunos católicos siguen aborreciendo a los protestantes, sin distinguir de colores. Y en política, el apasionamiento no tiene límites.
¿Cómo evitar quedar atrapados en estos callejones intelectuales sin salida, o cómo escapar de ellos si ya estamos atrapados? Lo primero que hay que hacer es tener presente que casi todas las frases hechas de la conversación corriente, como “el negocio es el negocio”, o “los judíos son judíos”, o “los chicos siempre serán chicos”, no son exactas. Por ejemplo:
—No creo que debamos hacer esto, socio.
—¡Bah! ¡El negocio es el negocio!
Aunque parece una declaración sobre un hecho, ni es tal declaración ni tan simple. El sujeto denota la transacción que se discute; el predicado se refiere a sus connotaciones. Se trata de una frase directiva, como si dijese: “Vamos a tratar de esta transacción sin preocuparnos más que de la ganancia”. Y el padre que dice para disculpar a sus hijos: “Los muchachos siempre serán muchachos”, quiere expresar: “Consideremos las acciones de mis hijos con la tolerancia indulgente que se merecen los muchachos”, aunque el vecino se quede refunfuñando.
Hay una técnica sencilla para evitar que estas directrices perjudiquen a nuestro pensamiento. Consiste en numerar las palabras, según sugiere Korzybski: inglés1, inglés2, inglés3…; vaca1; vaca2, vaca3…; comunista1, comunista2, comunista3… La palabra nos indica lo que tienen en común los individuos consignados; el número, lo que tienen de peculiar. De aquí el título de este párrafo, que debe servir de norma general para nuestros pensamientos y nuestras lecturas: la vaca1 no es la vaca2; el judío1 no es el judío2… Esta regla evita la confusión de los niveles de abstracción e impide que deduzcamos conclusiones precipitadas de que más tarde tengamos que arrepentimos.
La mayor parte de los problemas intelectuales se reducen, en fin de cuentas, a cuestiones de clasificación y nomenclatura.
Por ejemplo: ¿puede ser considerado como músico un tocador de armónica en los Estados Unidos? La Federación Norteamericana de Músicos dispuso hasta 1948 que la armónica era un juguete. Por tanto, quienes la tocaban profesionalmente solían pertenecer al Gremio Norteamericano de Artistas de Variedad. Pero en 1948, al ver la Federación que este género se estaba haciendo popular y que quienes se dedicaban a él hacían la competencia a los miembros de dicha unión laboral, resolvió que eran músicos también, lo cual pareció mal al presidente del gremio, quien inmediatamente declaró una guerra jurisdiccional a la Federación.
Thurman Arnold refiere otro caso de problema clasificador:
Cierta empresa de la construcción estaba sacando yeso a flor de tierra. Si aquello se consideraba como una mina, pagaba un impuesto; si como una empresa manufacturera, pagaba otro. Se citó a especialistas, quienes casi llegaron a las manos; tanto les irritó la estupidez de quienes no comprendían que aquello era esencialmente una mina, o una manufactura. La consecuencia fue un extenso informe que tuvo que estudiar la Suprema Corte del estado sobre este problema importante de “hecho[3]”.
¿Es la aspirina una droga, o no? En algunos estados norteamericanos está conceptuada legalmente como droga y, por tanto, sólo pueden venderla farmacéuticos con licencia. Si la gente quisiera comprarla en tiendas de comestibles, cafeterías, etc., como en otros estados, habría que volver a clasificarla como “no droga”.
¿Es la medicina una profesión o un oficio? ¿Es músico el tocador de armónica, o la aspirina es droga? Suele contestarse a estas preguntas consultando el diccionario o posibles fallos legales anteriores, con cuantos tratados estudian el tema; pero la decisión final no depende de la autoridad o jurisprudencia asentada anteriormente, sino de lo que quiere la gente. Harán que la Suprema Corte, o el sindicato, o la federación o el gremio definan las cosas como quiere el público. Si a éste no le interesa la decisión de si es músico o no el tocador de armónica, la adoptará el sindicato o la unión más fuerte. La cuestión de si la aspirina es droga no se elucidará diccionario en mano, sino a base de dónde y en qué condiciones quiere el pueblo comprarla.
Siempre es la sociedad la que clasifica las cosas como quiere, aunque tenga que esperar a que se hayan muerto todos los magistrados de la Suprema Corte, y a que se designe otro grupo judicial totalmente nuevo.
Y al lograrse la decisión deseada, la gente dice: “¡La verdad ha triunfado!” En suma: la sociedad considera verdaderos los sistemas de clasificación que producen los resultados apetecidos.
La prueba científica de la verdad es estrictamente práctica, lo mismo que la prueba social, sólo que los “resultados apetecidos” se limitan más severamente. Los resultados que desea la sociedad pueden ser irracionales, supersticiosos o egoístas, pero los que desean los científicos se reducen a que nuestros sistemas clasificadores produzcan resultados previsibles. Como ya hemos repetido, las clasificaciones determinan nuestras actitudes y nuestra conducta respecto al objeto o hecho clasificado. Cuando se consideraba el rayo como “señal de la cólera divina”, sólo se apelaba a la plegaria para impedir ser herido por la exhalación. Pero en cuanto se clasificó como un fenómeno de “electricidad”, Benjamín Franklin frustró los efectos del rayo con su invento del pararrayos. Antiguamente se clasificaban ciertos trastornos físicos bajo la etiqueta de “posesión diabólica”, idea de la que salió el “expulsar los demonios” con hechicerías o exorcismos. Los resultados no eran seguros. Pero cuando se clasificaron estos trastornes entre las “infecciones bacilares”, se arbitraron cursos de acción cuya aplicación condujo a resultados más previsibles y positivos.
La ciencia sólo busca los sistemas de clasificación más útiles en general; y de momento los considera como “verdaderos”, hasta que se crean clasificaciones más útiles.
Deténgase a estudiar un poco la página de chistes de cualquier revista popular, y los que encuentre en un espectáculo de variedad, en una comedia o en una película, y analice los casos en que el humorismo depende de cambios súbitos e inesperados de clasificación. Así, el que toca el bombo en una orquesta, al golpear con su pequeño mazo a otro individuo en la cabeza, está reclasificando ésta, al convertirla en instrumento musical. He aquí algunos ejemplos:
Ocurrió en una pequeña ciudad del sur de los Estados Unidos. Entraron en una “fuente de sodas” dos mozalbetes blancos y uno negro. Se treparon a los taburetes y pidieron sendos helados. El dueño los observa tras el mostrador y les dice de repente:
—Lo siento, muchachos, pero ya saben que aqui hay segregación racial.
—Sí —contestó el más decidido de los dos muchachos blancos—, pero ya le tenemos segregado a éste. ¿No ve que lo hemos sentado entre los dos?
—Reader’s Digest
Miró por la ventana y dijo a su mujer:
—Ahí va ésa de quien está enamorado nuestro vecino.
Ella dejó sobre la musita la taza de café y se abalanzó hacia el cristal, estirando bien el cuello.
—¿Dónde? —preguntó, nerviosa.
—Ahí la tienes —le indicó él—, esa que está en la esquina, de vestido azul.
—Eres tonto —repuso ella—. Si es su esposa…
—Ya lo sé —dijo él.
—Wall Street Journal
Khrushchev entrega un cohete a un general ruso, en una caricatura, diciéndole:
—Y no lo olvide; los nuestros se llaman factores de paz; los suyos, instrumentos de agresión.
—Settimana (Roma)
Un sordo se encuentra con otro sordo que lleva utensilios de pesca, y entre ellos se cruza esta breve conversación:
—¿Qué, vas de pesca?
—No; voy de pesca.
—Ah, creí que ibas de pesca.
El gitano condenado a muerte está en capilla. Va a ser ejecutado al amanecer. Se le acerca el director del penal y le dice:
—Ya sabe el sentenciado que tiene derecho a pedir lo que quiera en esta última noche de su vida. ¿Qué es lo que desea?
—Aprender inglés, señó director.
Léanse con cuidado y coméntense los siguientes sueltos de prensa:
Escribo en nombre de un grupo de chinos, a quienes se está haciendo objeto en los Estados Unidos de una grave injusticia. Ha expirado su derecho de permanencia en el país, pero no pueden volver a China por temor a la persecución física… Según tengo entendido, más de 500 van a ser enviados a Holanda, sin más motivo que el haber llegado a Estados Unidos a bordo de barcos holandeses. Nunca han estado allí, sino que, sencillamente, arribaron en naves registradas en Holanda… Es un caso análogo al de un marinero chino de un barco norteamericano, que desertase en otro país. ¿Aceptarían los Estados Unidos la petición de este país de que fuese deportado el marinero a los Estados Unidos?
—Carta de Pearl Buck, Post de Nueva York
WASHINGTON, 29 de agosto. La vaca se convirtió en caballo, y ahora puede dispararse contra ella… Un corpulento animal salvaje de la familia de los antílopes, llamado “Nehil Gae”, estaba haciendo estragos en las cosechas, pero los labradores no eran capaces de molestarlo, porque “Nehil Gae” significa “Vaca Azul”, y la vaca es sagrada en la India. Pero ahora el gobierno le ha cambiado el nombre por el de “Nehil Goa”, que quiere decir “Caballo Azul”… Y como los caballos no son sagrados, ahora puede acribillarse a tiros al animal para proteger las cosechas.
—Associated Press
La Suprema Corte de Israel falló la semana pasada que un católico no puede ser judío. Se había estudiado el caso del padre Daniel, judío polaco, que se había convertido al catolicismo y se había hecho carmelita. Alegó ciudadanía israelita según lo dispuesto en la Ley de Retorno del país, que estipula: “Todos los judíos tendrán derecho a venir a Israel como inmigrante”… Pero el juez dictaminó: “… No puede considerarse a un apóstata como perteneciente al pueblo judío”.
—Time
La entrevista es con Malcolm X, líder del movimiento de los “Musulmanes Negros”. Lo primero que se le pregunta es por qué lleva en lugar de apellido una X. Sonríe y contesta:
—Durante los tiempos de la esclavitud, los hombres de mi color recibían el nombre de su amo, como marca de ganadería. Smith, Jones y Williams no son apellidos africanos, sino anglosajones, que pusieron a la fuerza al llamado “negro”. Antes que llevar la marca de la esclavitud y de un amo, los musulmanes nos ponemos de apellido X, símbolo arábigo de lo desconocido. Con eso nos borramos el estigma del blanco.
Se le pregunta por qué ha dicho “el llamado negro”.
—Es que —replica. Malcolm— no contento con despojarnos de nuestros nombres, el blanco nos despojó además de nuestra humanidad; a eso llegó su maldad… y creó un nombre especial para su animal esclavo: “negro”. Es un nombre sintético que significa bestia inmunda y vil. Y eso no va con nosotros.
—Saga
Hay una prueba sicológica que puede convertirse en la base de un ejercicio interesante en su propia casa, sobre todo si hay niños. Tire sobre una mesa una serie de objetos heterogéneos: un martillo, un destornillador, una manguera, algo de equipo de cocina, cucharas de metal, cucharas de plástico, piezas eléctricas, juguetes, tijeras, equipo de pesca o deportivo… hasta veinticinco objetos, o más. Diga a sus amigos que hagan con ellos dos grupos según distintos sistemas de clasificación, y que lo repitan por lo menos cinco veces, cambiando de sistema, por iniciativa propia sin indicación alguna por parte de usted. Tome nota de esos sistemas y del orden en que son utilizados (por ejemplo: pintados y sin pintar; de metal y de otras substancias; juguetes y no juguetes). Observe también dónde hubo indecisión por parte de los que realizan la clasificación (¿pertenecen los martillos de juguete a las herramientas? ¿es de plástico un objeto de goma dura?) y qué objetos parecen no clasificables. Si no entiende usted alguna clasificación, pregúnteselo. Si quieren hacer más de dos categorías, formando una tercera o cuarta pila, tome nota de las razones que alegan. Escriba los resultados y deduzca las conclusiones que se le ocurran.
Salvatore Russo y Howard Jaques son autores de un trabajo titulado “Semantic Play Therapy[4]”, acerca de un muchacho de once años con trastornos emocionales, que “se aferró tan rígidamente a sus categorías que quedó esclavizado por ellas… Cuando su uso obstinado le resultaba molesto y hasta doloroso, tenía crisis de depresión, llanto o cólera”. Los autores del trabajo explican el tratamiento a que se le sometió: se reducía casi a dejarle jugar con montones de objetos diversos. Este trabajo es instructivo para esta aplicación.
He aquí unos cuantos problemas difíciles de clasificar:
¿Es la maternidad un “acto de Dios”? Esto haría pensar a cualquiera, por culto que fuese, con sus honduras metafísicas, religiosas y fisiológicas. La contestación afirmativa no sería admitida por ateos ni por agnósticos. La negativa sentaría mal a la gente de creencias. Hace una semana se puso sobre el tapete el problema, cuya solución esperaba el público.
La actriz Helen Hayes, esposa del comediógrafo Charles MacArthur, se retiró hace poco de la representación de Coquetle, porque “iba a tener un niño”. El productor Jed Harris dio órdenes de que se diese por terminada la representación sin previo aviso. Cinco miembros de la compañía solicitaron sueldo extra, alegando que se habían violado las ordenanzas de la Actor’s Equity Association. Se discutía la cláusula del contrato que decía: “La administración no responde de incendios, huelgas o de ‘un acto de Dios’.” Y Harris dijo que lo del niño era, sin duda alguna, “un acto de Dios”. Los actores sostenían que no.
Entonces, se reunieron los consultores de la Equity a discutir a Dios y sus actos. Abrumados por las dimensiones cósmicas del problema, disolvieron la asamblea, sin saber qué decir.
—Time (1929)
¿Qué aconsejaría usted a los consultores de la Equity?
Dicen que Suecia es la primera nación del mundo en porcentaje de suicidios. Pero hay quien alega que muchas de las muertes clasificadas de otra manera en los demás países se consideran suicidios en Suecia. Quizá interese a algunos lectores investigar este problema: ¿Hay mayor proporción de suicidios en Suecia que en el resto del mundo? Expónganse algunos significados de la palabra “suicidio”.
No estaría mal advertir, a propósito de esto, que el doctor F. G. Crookshank atribuye el alto número de algunas enfermedades o incidencias morbosas que los médicos creen que es la misma; por tanto, se trata de diagnóstico, no de estadística: puede consultarse “The Importance of a Theory of Signs and a Critique of Language in the Study of Medicine”, Suplemento II, en The Meaning of Meaning, de C. K. Ogden e J. A. Richards.
Según un autor por lo menos, los números-índice de que hemos hablado en este capítulo no tienen la importancia que les atribuimos, sino que son un engorro para la acción social. Hágase un comentario sobre esta opinión, atacada enérgicamente en el siguiente pasaje:
Imaginémonos un semántico en Polonia, Francia, Noruega, Grecia o cualquier país ocupado por los nazis… Allí, donde la resistencia revolucionaria al yugo extranjero cía la única terapéutica constructiva, se verían claramente los efectos contraproducentes del culto a la semántica. Claro que el nazi1 no era el nazi2 ni el nazi3, pero lo importante para sus víctimas era que todos observaban la misma conducta destructiva y antihumana. En el período que se avecina… habrá, sin duda alguna, más acciones destructivas de grupo, que deben contrarrestarse con luchas positivas y heroicas de carácter constructivo. Las enconadas rivalidades imperialistas amenazan aciagamente nuestros esfuerzos por la paz mundial. Nos vemos en situaciones más críticas que las que hasta ahora conozca la historia humana. En estos tiempos, aferrarse al culto semántico equivale a… exponernos sin defensa a todos los tiros mientras nos dedicamos a juegos privados. Por eso creo que esto no debe considerarse como otro pasatiempo curioso, sin importancia, de los que presumen de intelectuales. Debe denunciarse como una amenaza para la acción social constructiva, que tan urgentemente necesitamos.
—MARGARET SCHLAUCH, “The Cult of the Proper Word”, New Masses