Han pasado decenas de milenios desde que nos cortamos la cola, pero seguimos hablando gracias a un medio que arbitraron los aborígenes para satisfacer sus necesidades… Quizá nos sonriamos de las ilusiones lingüísticas del hombre primitivo; pero ¿podremos olvidar que la maquinaria verbal de la cual hacemos tanto uso, y con la cual nuestros metafísicos siguen todavía sondeando Ja naturaleza de la existencia, fue creada por él, y acaso sean responsables de otras fantasmagorías no menos absurdas ni más fácilmente desarraigables?
—C. K. OGDEN Y I. A. RICHARDS
Como hemos visto, el lenguaje informativo es de índole instrumental en cuanto que contribuye a hacer algo; pero también hemos visto que se emplea además para expresar directamente los sentimientos del que habla. Estudiando el lenguaje desde el punto de vista de quien escucha, podemos decir que el informativo nos transmite algo, pero que el expresivo (los juicios y las que hemos llamado funciones presimbólicas) nos afecta; es decir: afecta a nuestros sentimientos. Cuando el lenguaje es afectivo tiene algo de fuerza[1]. Un insulto, por ejemplo, provoca otro en contestación, lo mismo que una bofetada provoca otra; una orden en voz alta y el tono autoritario empuja, como si en efecto fuese un empujón; hablando y gritando se gasta energía, como golpeándose el pecho.
Y el primer elemento afectivo del habla es, como hemos visto, el tono de voz, su reciedumbre o suavidad, su agrado o desagrado, sus cambios de volumen y entonación mientras se emiten las palabras.
Otro elemento afectivo del lenguaje es el ritmo. Entendemos por ritmo el efecto producido por la repetición de los estímulos acústicos (o anestésicos) a intervalos más o menos regulares. Desde el bumbum de un tamboril de niño hasta las sutiles armonías de la poesía y de la música, hay un desarrollo y refinamiento ininterrumpido de la reactividad humana al ritmo y a la cadencia. Producirlos es atraerse la atención y el interés; tan afectivo es el ritmo, que se apodera de nuestra atención aunque no queremos distraemos. El ritmo y la aliteración son, como se sabe, modos de acrecentar la cadencia del lenguaje, repitiendo sonidos parecidos a intervalos regulares. Los pasquines políticos y los anuncios buscan, por eso, ritmos y aliteraciones especiales: “Mejor mejora Mejoral”, “Bueno, Bonito y Barato, recuerde las tres BBB”, “Máscaras, más caro el pan, más caro lo mascarán”, “Si no prueba, no aprueba”… Muchas de estas frases son absurdas desde el punto de vista informativo, pero se meten en la cabeza a base de su ritmo, y es difícil quitárselas de encima.
Además de la voz y el ritmo, otro factor afectivo del lenguaje, extraordinariamente importante, es el aura de sentimientos agradables o desagradables que rodea a casi todas las palabras. Recuérdese la distinción que hicimos en el Capítulo 4 entre denotaciones (o significado extensional) de las cosas, y connotaciones (o significado intencional), que constan de ideas, nociones, conceptos y sentimientos sugeridos en la mente. Estas connotaciones pueden ser informativas y afectivas.
Las connotaciones informativas de una palabra son los significados impersonales que socialmente se le han adjudicado, en tanto puedan explicarse con otras palabras. Por ejemplo: podemos hablar de un “cerdo”, pero no podemos expresar el significado extensional de este vocablo si no hay un cerdo real que indicar. Pero podemos dar sus connotaciones informativas: “Cerdo es un cuadrúpedo mamífero doméstico, como los que crían en los ranchos para sacar de él jamón, tocino, manteca…”
Las connotaciones informativas pueden ser la definición de una palabra (“el cerdo es un mamífero doméstico…”) y su denotación (este, ese o aquel cerdo). Pero hay palabras con definición y sin denotación: así ocurre con “sirena”, que se define: “una criatura mitad mujer y mitad pez”, pero que no tiene denotación, porque no hay sirenas extensionales. Lo mismo cabe decir de los términos matemáticos, que tienen “existencia lógica” sin referencia extensional y connotaciones informativas, pero no denotación.
Quizá se crea que las denotaciones presentan pocos problemas de interpretación, porque aquí tratamos de palabras destacadas de los sentimientos personales que puedan producir. Pero no es así, porque la misma palabra puede denotar cosas distintas para individuos de ocupaciones diferentes o en distintas partes del mundo que hablan el mismo idioma. Ejemplo interesante de la confusión en las denotaciones son los nombres de las aves y demás animales y plantas. La víbora es un animal sumamente venenoso; sin embargo, en muchas partes suele llamarse víbora a cualquier culebra o reptil inofensivo. Entre distintos idiomas, las palabras procedentes del mismo origen pueden tener significados totalmente distintos: el gato es un animal doméstico, pequeño y normalmente de hábitos apacibles; pero “cat” en inglés puede denotar un felino tan peligroso, voluminoso y fiero como el tigre o la pantera. Y ambas palabras proceden del latín cattus. Puede formarse una lista larguísima de palabras inglesas mal interpretadas del latín, que tienen acepciones equívocas y pueden desorientar al traductor o al lector de habla castellana: “actual”, “apparently”, “versatile”, “temperamental”, etc., están en este caso.
A estas diferencias de la terminología popular y regional se debe, entre otros motivos, que se establezca una nomenclatura científica para plantas y animales, que es aceptada y empleada en toda la comunidad internacional de las ciencias.
En cambio, las connotaciones afectivas de las palabras son el conjunto de sentimientos personales que provocan, como la palabra “cerdo”: “¡Uf!, qué animales tan inmundos y apestosos”, etc. Aunque no todos estén de acuerdo con las mismas reacciones —hay gente a quien gustan los cerdos—, la existencia de estos sentimientos nos permite emplear las palabras, en determinadas circunstancias, sólo por sus connotaciones afectivas, sin dar importancia a las informativas. Es decir: cuando estamos considerablemente emocionados, expresamos nuestros sentimientos por medio de connotaciones afectivas nada más. Así, en un momento de ira, llamamos a la gente “zorras”, “mulas”, “ratas”, o bien, “angelito”, “bomboncito”, “mi sol”, etc. En todas las expresiones verbales de sentimientos hay más o menos connotaciones afectivas.
Todas las palabras tienen carácter afectivo, según como se empleen, y algunas tienen menos valor informativo que afectivo; por ejemplo: podemos decir: “ese hombre”, “ese caballero”, “ese sujeto”, “ese individuo”, “ese pajarraco” o “ese bribón”, refiriéndonos a la misma persona, pero con diversas intenciones y sentimientos. Se llama a algunos restaurantes u hoteles, “mesón”, “hostería”, u “Hostal del Rey Noble”, para darles cierto regosto de antigüedad. Lo mismo ocurre con los nombres de las calles y de los jardines: “Calle del Hombre de Palo” (Toledo), “Paseo de los Enamorados” (Coimbra) o de los “Filósofos” (México). Los productores de perfumes buscan frenéticamente el romanticismo, en esencias como “Mon Désir”, “Ramillete de Novia”, “Flor de Blasón”, etc. Obsérvense las diferencias entre las siguientes expresiones:
Tengo el honor de informar a Su Excelencia…
Quisiera advertirle que…
Debo hacerle notar, señor…
Le digo que…
Para que se le meta en la cabeza, tenga presente que…
He aquí dos columnas paralelas en que se dice extensionalmente lo mismo, pero con distintas connotaciones afectivas:
Sabrosísimo filete de primera. | Carne de vaca superior. |
El Poli aplasta al Universidad. | Politécnico 5, Universidad 2. |
¡Los ejércitos franceses retroceden precipitadamente! | La retirada estratégica de las fuerzas francesas a posiciones previamente preparadas fue rápida y eficiente. |
Se desvive por su marido. | Lo tiene mareado y harto. |
Es una monada de niño. | No hay quien lo aguante. |
Durante la guerra de los Bóers, la prensa inglesa los describía como “tramposos y cobardes, que se escondían tras las rocas y arbustos”. Cuando los ingleses aprendieron sus tácticas astutas, decían que “se estaban aprovechando hábilmente de las irregularidades del terreno”.
En todos los idiomas parece haber palabras que no pueden mencionarse por sus exageradas connotaciones afectivas, no del gusto de todos. Las primeras que a uno se le ocurren de este tipo en inglés, son las que se refieren a las excreciones y al sexo. Más o menos, pasa lo mismo en todos los idiomas. De aquí que se busquen eufemismos para los lugares, acciones y chistes sobre estos temas: “lavabos”, “tocadores”, “¿quiere usted lavarse las manos?”, “hacer el amor”, etc. El lector puede hacer la lista a su gusto.
El dinero es otro tema de que no puede hablarse sin ciertas limitaciones: puede aludirse a sumas de dinero, a diez mil dólares, o dos pesos cincuenta centavos; pero se considera de mal gusto inquirir directamente el estado financiero de los demás, aunque es verdaderamente necesario en la vida de los negocios. Cuando los acreedores mandan sus facturas, no suelen mencionar la palabra dinero, aunque ese es el único motivo de su correspondencia. Emplean circunloquios como: “Quisiéramos que repare en su involuntario descuido”, o “le rogamos preste atención a este punto”, o “¿podemos esperar su amable envío?”
En vista de la lamentable y general confusión de los símbolos con las cosas simbolizadas, mucha gente huye de la palabra “muerte” y de cuanto tenga que ver con ella. Prefieren decir “funesto desenlace”, “se nos fue”, o “se extinguió”, de gusto muy discutible en el periodismo, aunque no tan reprobable como la desgraciada frase, tan a la orden del día en muchos periódicos, “dejó de existir”. Para los creyentes, eso es un error filosófico y religioso imperdonable.
Las palabras relativas a anatomía y sexo, aunque sólo vagamente hagan referencia a ello, son tabús en la cultura norteamericana por sus notables connotaciones afectivas. Las damas del siglo pasado, y hoy persiste en muchos medios sociales, no podían pronunciar las palabras “pecho” o “pierna” ni aun refiriéndose a estas partes del pollo, por lo cual inventaron los febles eufemismos de “carne blanca” y “carne negra”. También era de mal tono hablar de “ir a la cama”, y se substituía por “retirarse”. La palabra “toro” se substituye en los medios rurales norteamericanos por derivados de “vaca”; es decir: dando rodeos en torno a esta palabra, como “vaca macho”, y hasta “vaca caballero” (male cow, gentleman cow, he cow). D. H. Lawrence fue criticado vehementemente en casi todos los medios por haber empleado (en un contexto sin intención) la palabra “garañón”, en su primera novela, The White Peacock (1911). Hubo que cambiar la frase “nuestros corazones están alegres, y nuestros vientres llenos”, por “nuestros corazones están alegres, y nosotros llenos”, en la representación de la obra musical de Rodgers y Hammerstein, Carousel, en 1962, ante la familia real inglesa. Como se ve, no son solo los norteamericanos quienes gustan de estas delicadezas.
Estos tabús verbales, aunque a veces divertidos, crean problemas serios, porque estorban la libre discusión de los asuntos sexuales. Los trabajadores sociales con quienes habló de este punto el autor de las presentes líneas, dicen que las jóvenes de las secundarias que contraen enfermedades venéreas, o salen embarazadas antes de casarse, pasando por tremendos problemas de este tipo, casi siempre ignoran los hechos más rudimentarios sobre el sexo y la procreación. Por lo visto, su ignorancia se debe a que ni ellos ni sus padres tienen un vocabulario sobre estas cosas: las palabras corrientes relativas al sexo les resultan demasiado toscas y repelentes, y el vocabulario técnico y médico les es totalmente desconocido. Por eso, los trabajadores sociales creen que el primer paso que debe darse para ayudar a la gente joven suele ser lingüístico: hay que enseñarles una nomenclatura con que expliquen sus problemas, para poder ayudarlos.
Pero los tabús verbales más fuertes tienen un positivo valor social. Cuando montamos en cólera y se nos va la lengua, la liberación de estas palabras prohibidas nos proporciona una válvula de escape verbal para no tirar los platos al suelo ni hacer cisco los muebles.
No es fácil explicar a qué se debe el que algunas palabras tengan connotaciones afectivas tan fuertes, mientras que otras con las mismas connotaciones informativas carecen de ellas. Algunas de nuestras reticencias o retruécanos verbales, especialmente si tienen carácter religioso, van sancionados con la autoridad de la Biblia: “No tomes en vano el nombre de Yahveh, tu Dios; porque Yahveh no juzgará inocente a quien tome en vano su nombre” (Exodo 20:7). “Rediez”, “estoy como don Diego”, “diantre”, “Pedro Botero”, etc., son retruécanos castellanos para evitar la palabra “Dios”, “diablo”, ‘Satanás”, etc. En inglés hay numerosas e ingenuas interjecciones para evitar la palabra “Jesús”. En todas las culturas, lo mismo en las modernas que en las primitivas, hay cierto respeto a los nombres de los dioses y de los espíritus malignos, que no es bueno mencionar a la ligera.
La confusión primitiva de la palabra con el objeto, del símbolo con lo simbolizado, hace que, en algunas partes del mundo, el nombre de la persona se tome como parte de la misma. Por eso, conocer el nombre de alguien equivale a tener poder sobre él. A eso se debe el que, en algunos pueblos, se ponga a los recién nacidos un “nombre auténtico”, que sólo conocen los padres y nunca se menciona, al mismo tiempo que un apodo o nombre público. Así, el niño no caerá bajo el poder de nadie. El cuento alemán de Rumpelstiltskin es un buen ejemplo de la creencia en el poder de los nombres.
Thomas Mann explica dramáticamente el poder de los nombres, según la antigua creencia judía, en José y sus Hermanos:
[José, hablando de un león.] “Pero, si hubiera venido agitando la cola y rugiendo tras su presa, como la voz de serafines cantores, tu hijo no se habría asustado ante su furia… Porque ¿no sabe mi padre que las fieras temen y huyen del hombre, porque Dios le dio el espíritu del entendimiento y le enseñó los órdenes a que pertenecen las cosas? ¿No sabe que Shemmael lanzó un alarido cuando el hombre de la tierra aprendió a poner nombre a la creación como si fuese su dueño y su hacedor…? Y los animales se avergüenzan y meten rabo entre piernas, porque los conocemos y tenemos poder sobre sus nombres, gracias a lo cual podemos acallar el poderoso rugido de cualquiera, llamándolo por su nombre. Pues bien, si hubiera venido con largo paso amenazante, aullando y soltando espumarajos por sus abominables fauces, el terror no me habría privado del sentido ni me habría hecho palidecer ante su confusión. ‘¿Te llamas Sanguinario?’, le hubiera preguntado, riéndome de él. ‘¿O Asesino Saltarín?’ Pero me sentaría erguido frente a él y le gritaría: ‘¡León! Sí, tú eres el León, por tu naturaleza y por su especie, y tu enigma se descubre ante mí, lo conozco, y pronuncio tu nombre y me río de él, cara a cara.’ Y él se habría puesto a parpadear al oír su nombre, y huiría mansamente ante aquella palabra, sin poder para contestarme. Porque es muy torpe y no sabe nada de instrumentos de escritura”.
Las connotaciones informativas y afectivas a la vez de algunas palabras complican de manera particular las discusiones entre los grupos religiosos, raciales, nacionales y políticos. Para mucha gente, la palabra “comunista” significa al mismo tiempo “uno que cree en el comunismo” (connotaciones informativas) y “uno cuyos ideales y fines son totalmente repugnantes” (connotaciones afectivas). Igualmente, las palabras con que se designan actividades que reprobamos (“ratero”, “timador”, “prostituta”), y las que sirven para denominar a los partidarios de filosofías que no son las nuestras (“ateo”, “hereje”, “materialista”), encierran también muchas veces un hecho y el juicio sobre ese hecho.
En algunas comarcas del sudoeste de los Estados Unidos hay fuertes prejuicios contra los mexicanos, inmigrantes y nacidos en los Estados Unidos. Este prejuicio se manifiesta en que los periódicos y la gente fina han dejado de utilizar la palabra “mexicano” para substituirla por la expresión “individuo de habla española”. Ha estado utilizándose durante tanto tiempo la palabra “mexicano” con connotaciones despectivas, que muchos individuos de la región mencionada creen que debe eliminarse de toda conversación educada. En algunos sectores sólo se menciona con ella a los mexicanos de clase baja; a los de clase alta se les aplica otra palabra: “politer”.
Hay temas que sólo pueden abordarse a base de rodeos, por no zaherir susceptibilidades; por eso se habla del “mal de Lázaro”, para evitar la palabra “lepra”, y “bebedores empedernidos”, para no llamarlos “borrachines”.
Estas tretas verbales hacen falta para huir de las connotaciones afectivas y de las consecuencias desorientadoras de otras expresiones; no se trata sólo de poner nombres raros a las cosas para engañar a la gente, como creen los ingenuos. Como los nombres antiguos tienen connotaciones intencionadas, imponen determinada conducta tradicional a las personas a quienes se aplican. Cuando la gente se enteró de lo que tenían que hacer con los “gamberros” o “golfos” o “pillastres juveniles”, se los metió a la cárcel y se les “zurraba la badana”. Pero, en la cárcel, aquellos pillastres mostraron una tendencia positiva a hacerse delincuentes redomados y hampones de verdad. Entonces, la gente reflexionó sobre el problema y decidió emplear una terminología distinta. ¿Cómo calificar a estos jovenzuelos inquietos y peligrosos? ¿Los llamaremos “tarados” o “personalidades sicopáticas”? ¿O bien, “inadaptados” o “neuróticos”? ¿“Desheredados”, “frustrados”, o “socialmente desplazados”? “¿Aquejados por problemas de identidad?” ¿Hay que “internarlos”, “castigarlos”, “tratarlos”, “educarlos” o “rehabilitarlos”? Gracias al estudio de numerosos términos y expresiones como éstas, se han logrado descubrir y arbitrar nuevos modos de enfocar mejor el problema.
Como hemos observado, el significado de las palabras cambia según quien las pronuncie y según el contexto. “Jap”, “nigger” y “Yankee” son palabras que suelen tener acepción malintencionada e insultante en inglés, algo así como las palabras “indio” o “desgraciado” en algunos países de habla española, particularmente en América Latina. En sí, no tienen significado alguno vejatorio, pero la significación no está en la palabra, sino en la intención. Etimológicamente, “desgraciado” significa “sin gracia”. “Indio” no tiene por qué ser insultante sino en la connotación afectiva que se le dé y el contexto en que se emplee, así como la persona que la pronuncie o a quien vaya dirigida. “Nigger” se toma como un insulto en inglés, y en cambio “negro” es palabra exenta de posibles torcidas interpretaciones.
Debemos observar otro hecho curioso respecto a las palabras empleadas en los enconados debates sobre raza, religión y política. Todos conocemos a alguien que se ufana de “llamar al pan pan y al vino vino” y “cantarle las cuarenta a cualquiera”, o “no tener pelos en la lengua”. En general, esto quiere decir que son capaces de llamar a las cosas, y aun a las personas, con los nombres que tienen connotaciones afectivas más desagradables y más fuertes. El autor de estas líneas nunca se ha explicado esta jactancia de supuesta “franqueza”, cuando en realidad es descaro. A veces es necesario violar los tabús verbales para darse a entender mejor y para pensar más claro; pero llamar “al pan pan y al vino vino” es un hábito que propende a rebajar frecuentemente nuestro pensamiento y nuestro vocabulario, traduciéndose en manifestaciones reprobables de valoración y conducta.
Como se ve, el lenguaje diario difiere de los “informes” estudiados en el Capítulo 3. Lo mismo que en ellos, tenemos que poner mucho cuidado para elegir las palabras que lleven las connotaciones informativas que deseemos; de otra manera, el lector o quien nos escuche no sabrá de qué estamos hablando. Pero, además, debemos darles las connotaciones afectivas precisas para que se interese o emocione con lo que estamos diciendo y sienta respecto a las cosas igual que nosotros. Tenemos que procurar ambas cosas lo mismo en la conversación ordinaria que en un discurso, en un escrito persuasivo o en la literatura. Pero esto se logra en gran parte intuitivamente; sin caer en la cuenta, adoptamos el tono de voz, el ritmo y las connotaciones afectivas condicentes con lo que hablamos. Sobre las connotaciones informativas ejercemos un control algo más consciente. Nuestros progresos para entender el lenguaje y para usarlo dependen, por tanto, no sólo de afinar nuestro sentido de las connotaciones informativas verbales, sino de aquilatar nuestra comprensión de los elementos afectivos del lenguaje por medio de la experiencia social, del contacto con individuos y situaciones de toda índole, y del estudio de la literatura.
Vamos a explicar unos cuantos casos de lo que puede ocurrir en cualquier conversación a cualquiera:
Tanto las connotaciones informativas como las afectivas pueden tener por fin crear conscientemente mapas de territorios que no existen. Entre las diversas razones posibles de ello, vamos a mencionar sólo dos. La primera puede ser para recrear el espíritu del lector:
Era un jardín sonriente;
era una tranquila fuente
de cristal;
era, a su borde asomada,
una rosa inmaculada
de un rosal.
Era un viejo jardinero
que cuidaba con esmero
del vergel,
y era la rosa un tesoro
de más quilates que el oro
para él.
A la orilla de la fuente
un caballero pasó
y la rosa dulcemente
de su tallo separó…
—SERAFÍN Y JOAQUÍN ÁLVAREZ QUINTERO
Otra razón puede ser planear algo para lo futuro: “Supongamos que hay un puente al otro extremo de esta calle; la congestionada circulación podría tener una salida por él, y se despejaría el movimiento excesivo de las tiendas”. Con esta perspectiva, podemos recomendar ese proyecto a nuestro interlocutor, o disuadirlo de él. En el capítulo siguiente trataremos de la relación de las palabras con acontecimientos futuros.
Lea cuidadosamente el siguiente suelto periodístico y redacte un ensayo (bastaría con 1,000 palabras) sobre el problema o problemas a que hace referencia, y repita el ejercicio con otros casos de su experiencia personal:
CHICAGO, 31 de agosto. Los “chefs” o maestros de cocina norteamericanos ven con pesimismo el futuro del arte culinario en el país. El problema consiste, según lo han estudiado en tres días de sesión en esta ciudad, en que son pocos los jóvenes que quieren ser cocineros, y éste es el primer paso en la carrera de un “chef”. La entidad reunida fue la Asociación Culinaria Norteamericana…
Una de las cosas más molestas, según los delegados, y más peligrosas también para el futuro de la profesión, es la insistencia del Departamento de Trabajo en clasificar a los “chefs” entre los “domésticos”. La misma palabra “cocinero” es desagradable, declaró Seymour Weiss, presidente del Hotel Roosevelt de Nueva Orleans, añadiendo que “era una desgracia que el aspirante tuviese que hacerse primero cocinero para llegar a ser chef”.
Comentó que, debido al concepto que la palabra “cocinero” lleva a la mente de los jóvenes, se está haciendo cada día más difícil interesar a la juventud norteamericana en el estudio del arte culinario. En prueba de la gran importancia que daba a este punto, el señor Weiss prometió un cheque personal por valor de 1,000 dólares a nombre de la federación si lograba substituir esa palabra por otra que expresase la dignidad de esta profesión.
—New York Times
En un programa de radio de la British Broadcasting Company (BBC), titulado “Brains Trust”, Bertrand Russell conjugó de la siguiente manera el verbo “ser”, como paradigma de un verbo irregular:
Yo soy firme.
Tú eres terco.
Él es imbécil.
A base de este modelo, el New Stalesman and Nation ofreció diversos premios a los lectores que presentasen los mejores “verbos irregulares” por el estilo. He aquí unos cuantos de los presentados:
Yo soy ocurrente. Tú eres un charlatán. Él es un borracho.
Yo soy exquisito. Tú eres un latoso. Él es una vieja.
Yo soy un escritor creador. Tú tienes olfato periodístico. Él es un escritorzuelo cualquiera.
Yo soy hermosa. Tú tienes bastante buenas facciones. Ella no está mal, para quien le guste ese tipo.
Yo sueño despierto. Tú eres un “escapista”. El debe ver a un siquiatra. Yo exhalo algo de la fragancia sutil, embriagadora y misteriosa del Oriente. Tú estás exagerando, querida. Ella apesta.
“Conjúguense” de la misma manera las siguientes frases:
Es importante saber extraer de la información dada, la carga afectiva que le haya puesto el informador. Para educar nuestra percepción en este sentido, es útil volver a escribir los artículos que uno lee, con la misma información o fondo, pero cambiando los juicios. Por ejemplo: a continuación publicamos la crítica que hizo Rolfe Humphries en Nation, del libro, The Frieda Lawrence Collection of D. H. Lawrence Manuscripts: A Descriptive Bibliography, de E. W. Tedlock, (1948):
He aquí una bibliografía notable. No sólo examina con el trabajo concienzudo y objetivo del investigador los 193 manuscritos de la colección de la señora Lawrence —y otros nueve para completarla—, sino que trata el tema con interés, amenidad creciente, admiración y comprensión, sin olvidar que el tema era un hombre, sin intentar convertirlo en propiedad literaria, como tantas veces ocurre cuando los estudiosos se imaginan haber recogido más datos sobre alguien que ningún otro autor. Hay material sobrado en el libro del profesor Tedlock para fascinar a los aficionados a detalles tan minuciosos como el número exacto de centímetros que tienen los documentos de largo y de ancho y lo perfecto de la paginación; también hay material para quienes quieran estudiar cómo un artista mejoró, corrigió y amplió sus balbuceos iniciales; pero, sobre todo, el libro interesa a quien desee saber algo sobre Lawrence, de forma que, como dice Frieda Lawrence en un breve prólogo, el amor y la verdad que había en él puedan hacer brotar en otros amor y verdad también. El estudio del profesor Tedlock es de gran valor y amenidad.
Ahora supongamos que el lector tiene un punto de vista totalmente distinto del crítico, que le desagradan las obras de Lawrence y quienes las admiran, y no comprende el mérito de la investigación literaria. Basándose en los mismos datos, podría escribir una crítica contraria por el estilo de la que va a continuación:
La bibliografía pasa revista, con la pesantez abrumadora del pedante profesional, a los 193 manuscritos de la colección de la señora Lawrence, y a otros nueve más, para echar el resto. El profesor Tedlock saca las cosas de quicio completamente. Al igual que otros adoradores del santuario Lawrence, se preocupa tanto por éste personalmente como por sus obras. Tanto es asi, que no se sabe por qué no considera a Lawrence como una propiedad literaria, cosa que tantas veces ocurre cuando los investigadores creen saber más de alguien que ninguna otra persona. Hay material sobrado en el libro del profesor Tedlock para fascinar a los aficionados a detalles tan minuciosos como el número exacto de centímetros que tienen de largo y ancho los documentos y apreciar si la paginación está bien; también hay material para quienes, no contentos con el estudio de las obras perfectas, quieren hurgar en los procesos de perfeccionamiento, corrección y ampliación de los balbuceos del artista. Pero, sobre todo, el libro es interesante para quienes, en los tiempos que corremos, siguen preocupándose por Lawrence, de forma que el “amor” y la “verdad” que lo caracterizó, como dice Frieda Lawrence en un breve prólogo, despierten un “amor” y una “verdad” semejante en los demás. Para los devotos del culto a Lawrence, el estudio del profesor Tedlock es de positivo valor. Su estilo puede leerse.
Esta crítica no tiene por objeto echar por tierra la de Humphries, claro está, ni entra en los méritos del profesor Tedlock o de D. H. Lawrence. Lo único que se propone es cumplir con la doble misión de un crítico de libros: aportar datos sobre él y expresar su opinión personal. En la crítica y en la contracrítica hay algo de ambas funciones, más de la primera que de la segunda, en la reseña de Humphries.
Quien lea ambas deducirá indudablemente la información básica común a las dos: que el libro del profesor Tedlock es concienzudamente detallista en su revisión de los manuscritos de Lawrence, que tanto el hombre como sus obras le inspiran simpatía, que el libro puede ser útil a sus admiradores, etc. Para desarrollar la capacidad de extraer esta información básica, prescindiendo de los colores con que la adorne el autor, recomendamos a nuestros lectores intentar contracríticas de este tipo. Las reseñas de libros se prestan especialmente para ello. Se verá cómo algunos críticos dicen muy poco del libro y mucho de sus gustos personales. Otros se limitan a dar la noticia, describiendo más o menos el libro, sin expresar sus gustos y preferencias. También sirven para esto las páginas deportivas de los diarios, en que no sólo se dice lo que ocurrió, sino que se expresa una actitud personal hacia los hechos y los individuos. Imagine el lector que encuentra en el periódico un artículo por el estilo de éste:
En la pelea estelar de la función boxística que esta noche va a celebrarse en el Coliseo Olímpico, se enfrentarán dos boxeadores de características similares, aunque de edades distintas: “El Ciclón” y “Gladiador Hernández”. El choque promete ser de poder a poder. Los dos poseen el mismo estilo: estudio en los tres primeros asaltos, y después, ataques cuerpo a cuerpo. Por tanto, la confrontación será tremenda en virtud del “pegue” de ambos y el pronóstico se presenta problemático.
Pero el brío y juventud indiscutible del Ciclón, su nobleza de juego que pone de pie al público, cada vez que se emplea a fondo, la simpatía que lo caracteriza, su espíritu deportivo, la velocidad de sus manos y su capacidad de improvisación le merecerán el triunfo rotundo en el encuentro. Pocas probabilidades concedemos personalmente al Gladiador.
El ejercicio podrá consistir en llevar totalmente la contraria al crítico deportivo, tanto en la primera parte de su reportazgo, sobre la dificultad de predecir el resultado de la pelea, como en la segunda, en que se proclama contradictoria y decididamente a favor de uno de los boxeadores.
Reflexione sobre los dos siguientes pasajes y, si se siente emocionado, escriba una página en que llame a las cosas por su nombre, sin que le importe un comino lo que haya dicho el autor o el periodista al respecto:
Cerdo… marrana… verraco… pocilga… etc., son palabras casi prohibidas en el lenguaje corriente norteamericano… Consúltense sus definiciones en cualquier diccionario. Resulta que el cerdo ha sido ciudadano de lo que hoy son los Estados Unidos desde hace 417 años. Desembarcó en Florida el 25 de mayo de 1539, casi un siglo antes que los Peregrinos. Ha desempeñado un papel magnífico en nuestra historia desde entonces. Hoy sigue constituyendo la segunda industria agrícola desde el punto de vista de los ingresos que produce. Ha sido un precursor. Ha ayudado a ganar las guerras. Nos ha sacado a flote durante épocas enteras de penuria y hambre. Va marcando el paso plácidamente hacia los mataderos para convertirse en 20 tipos distintos de carne, 50 de medicinas y doscientos productos industriales. En pago de todo esto, su nombre se ha convertido en símbolo casero de la glotonería y de la suciedad, y él y sus descendientes son esclavos del precio del maíz…
Por eso creo que deberían ustedes sentarse a ponderar con calma los derechos de ciudadanía del cerdo. ¿No les inspira curiosidad el lugar que ocupa en nuestra historia, su contribución a nuestro nivel de vida, y el papel que debería representar en nuestra economía diaria?…
Después, pásense una tarde por la escuela local y vean qué actitudes se tienen allí respecto a los cerdos. Vayan directamente a entrevistarse con el director o superintendente y pregúntenle qué se enseña a los niños sobre El Cerdo en las clases de historia… en las de inglés… en las de geografía y economía… Tiene que amanecer el día del gordo y sucio cochino norteamericano, como se le llama vulgarmente. Y puede y debe llegar la alborada del cerdo americano… limpio, listo y adaptable, para convertirse en la fuente mejor de carne sabrosa y magra para nosotros. El día de mañana, el porquerizo deberá tener el mismo prestigio social que el vaquero.
—ROBERT WEST HOWARD, alocución a la Equity Co-operative Livestock Sales Association
Forest Lawn es un cementerio en que nadie llama al pan pan y al vino vino, Aquí, morir se dice “abandonarnos”, al cadáver se le denomina “el amado” o “la arcilla querida”, los muertos son gente que se “pierde de vista”. Millón y medio de visitantes anuales pueden pasear por sus sendas, seguros de que no van a ver una sola tumba; los sepulcros, señalados únicamente con lápidas de bronce, están a ras de tierra, escondidos en parajes tan amenos como la Loma del Amanecer, el Bosque del Ensueño, el Puerto del Reposo, las Dulces Memorias, el Amor Inmarcesible. A los niños se los sepulta en Nenilandia, jardín “en forma de un corazón de madre”, y en Nenilandia; sobre sus sepulturas se colocan juguetes y árboles de Navidad. Durante todo el día brota una leda música sinfónica de los megáfonos ocultos entre los arbustos; el novelista Vaugh llegó a decir que había oído gorjeos de pájaros, y la Llamada India de Amor, en cinta magnetofónica.
—Time
La organización que antes se llamara Artificial Limb Manufacturers Association lleva ahora el título de American Orthotics and Prosthetics Association. La Sociedad Internacional para el Bienestar de los Imposibilitados cambió su nombre por el de Sociedad Internacional para la Rehabilitación de los Impedidos, en 1960. El Hospital de la Sociedad para el alivio de los imposibilitados y lesionados, de Nueva York, se denomina ahora Hospital de Cirugía especial. El hospital de Lincoln, Nebraska, para “imposibilitados y deformados” como antes se llamara, es el actual Hospital Ortopédico de Nebraska.
La Sociedad Nacional de Niños y Adultos imposibilitados tiene gran interés en dar con la palabra debida para designar a los que pueden ser objeto de programas de rehabilitación. Por lo visto, el vocablo “imposibilitado” desanima a veces aun a quienes esperan poder rehabilitarse. ¿No habrá una palabra mejor? “¿Impedido?” “¿Lesionado?” “¿Accidentado?” ¿Alguna otra?
Si conoce usted el inglés, escriba a la Sociedad (2023 W. Ogden Avenue, Chicago 12, Illinois), presentándole las sugerencias terminológicas que se le ocurran. ¿Debe continuarse con la actual denominación de “incapacitados”? ¿Qué otro adjetivo le parecería a usted mejor? Explique sus razones.