5. EL LENGUAJE DE LA COMUNICACIÓN SOCIAL

¿Qué es poesía?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul…

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

¡Poesía eres tú!

—GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, Rimas

¿El objeto principal de las palabras, en la Comunicación Fática [“tipo de lenguaje en que se crean vínculos de unión con el mero intercambio de palabras”], es significar lo que es simbólicamente suyo? Nada de eso. Cumplen una función social, y éste es su objeto fundamental, pero ni son producto de la reflexión intelectiva ni provocan necesariamente alguna reflexión en el que escucha.

—BRONISLAW MALINOWSKI

Los sonidos como expresión

Lo que complica, más que nada, los problemas de la interpretación, es que las funciones informativas del lenguaje están íntimamente vinculadas a otras más antiguas y profundas, de tal manera que sólo una pequeña proporción de nuestras expresiones corrientes pueden considerarse exclusivamente informativas. Tenemos motivos sobrados para creer que la capacidad informativa de nuestro lenguaje se desarrolló relativamente tarde en el proceso de la evolución lingüística. Mucho antes del estado actual de nuestro lenguaje, probablemente nos limitábamos, como los animales irracionales, a emitir gritos diversos, que expresaban nuestros estados internos de hambre, miedo, soledad, deseo sexual y triunfo. Nuestros animales domésticos siguen emitiendo estos ruidos. Poco a poco fueron diferenciándose más y más, según parece; la conciencia aumentó. Los gruñidos y los gemidos se convirtieron en lenguaje. Por tanto, aunque ahora podemos transmitir informes por medio de él, casi universalmente tendemos a expresar ante todo nuestros estados internos, y luego a decir algo, si hace falta: “¡Ay! (expresión). Me duelen las muelas (informe).” Como hemos visto al hablar de “palabras-gruñidos” y “palabras-arrullos”, muchas expresiones nuestras son equivalentes vocales de gestos, como enseñar los dientes de cólera, gritar cuando nos duele algo, hacer mimos cariñosos, bailar de alegría, etc. En estos casos, el lenguaje se emplea de manera presimbólica. Estos usos presimbólicos del lenguaje coexisten con los simbólicos, de forma que nuestra conversación corriente es simbólica y presimbólica a la vez.

En realidad, los factores presimbólicos de nuestro lenguaje corriente abundan en las expresiones de profundo sentimiento. Cuando viene un coche por la curva que estamos tomando, lo mismo da que alguien grite: “¡Cuidado!” o “Kiwotsuke!” o “Hey!” o “Prends garde!”, o bien que se limite a vocear, para llamarnos la atención. El temor que va en el grito y en su tono, es el que provoca las sensaciones necesarias, no las palabras. Igualmente, las órdenes dadas en tono brusco e iracundo suelen producir resultados más rápidos que si se dan en tono más mesurado. Es decir, la cualidad misma de la voz puede expresar sentimiento, independientemente de los símbolos que se empleen. Podemos decir: “Esperamos volverlo a ver”, en una entonación que indica claramente nuestro deseo de qué no vuelva el visitante. O también, cuando la joven con quien paseamos exclama: “¡Qué hermosa está la Luna esta noche!”, distinguimos por su tono si hace una observación meteorológica o desea que la besemos.

Los nenes entienden desde muy pequeños, y antes de distinguir el valor dé las palabras, el amor, el mimo o la irritación que hay en la voz de su madre. La mayor parte de los niños conservan esta sensibilidad a los elementos presimbólicos del lenguaje, y hasta algunos adultos, a quienes se atribuye “intuición” o “delicadezá extraordinaria”. Su talento consiste en que saben interpretar los tonos de voz, los gestos, expresiones y otros síntomas del estado interno del que habla: no sólo escuchan lo que se dice, sino cómo se dice. En cambio, quienes han dedicado la mayor parte de su vida a estudiar los símbolos escritos (científicos, intelectuales, investigadores) tienden a ser relativamente insensibles a cuanto no sea sentido exterior dé las palabras. Una mujer de este tipo, tendrá que decir con todas las palabras a su novio que la bese, si tal es su deseo.

Sonidos sin contenido

A veces, hablamos sólo para oírnos, como podríamos jugar al golf o bailar. La actividad nos proporciona la grata sensación de estar vivos. Los pequeños que balbucean, lo mismo que los adultos que cantan mientras se afeitan, están recreándose en el eco de su voz. Otras veces, son grupos quienes emiten sonidos colectivos, cantando, recitando, tarareando, por los mismos motivos presimbólicos. En estos casos, nada importa el significado de las palabras. Podemos expresar, por ejemplo, con las palabras más lúgubres nuestra tristeza por un amor perdido, cuando en realidad no hemos estado jamás enamorados.

Lo que llamamos conversación social tiene también carácter presimbólico en gran parte. En un té o en una cena, hablamos de cuanto hay: del tiempo, de la última película de Natalie Wood, de la moda próxima o de la última novela de Menganito. Rara vez, como no sea entre amigos íntimos, estas conversaciones tienen valor informativo. Sin embargo, es de poca educación no hablar. Y hasta constituye un error social no saludar o despedirse con frases como “buenos días”, “mucho gusto en haberlo conocido”, “¿qué tal está su familia?”, “ha sido una fiesta deliciosa”… etc. En numerosas situaciones de cada día hablamos simplemente porque sería descortesía no hacerlo. En cada grupo social hay su estilo peculiar y arte de conversación, o sus bromitas y chacotas[1]. Por eso, puede afirmarse en general que ya es de por sí función importante del lenguaje evitar los silencios, y que es completamente imposible en nuestra sociedad hablar sólo cuando hay algo qué decir.

Esta charla presimbólica por charlar es una forma de actividad parecida a los gritos de los animales. Sin hablar de nada en concreto, trabamos amistades. El objeto de hablar no es llevar una noticia, como parecen indicar los símbolos empleados (“¡ Qué día más bonito!”), sino establecer comunicación con los demás. Hay muchas formas de establecerla entre los seres humanos: comer juntos, jugar juntos, trabajar juntos. Pero la más fácil de todas es hablar. Por eso, el factor más importante del trato social es la conversación; sobre qué versa tiene un valor secundario.

Así, pues, la selección del tema obedece a ciertos motivos. Como el objeto es establecer comunicación, procuramos hablar de algo en que estemos de acuerdo de momento. Obsérvese, por ejemplo, lo que ocurre cuando dos desconocidos sienten la necesidad o el deseo de hablar:

—Hermoso día, ¿verdad?

—Ya lo creo. (Hay acuerdo en este punto. Se puede seguir hablando).

—En general, ha sido un verano delicioso.

—Sin duda. También hemos tenido una bonita primavera. (De acuerdo en dos puntos, el interpelado busca la coincidencia en otro más).

—Sí, fue una bonita primavera.

Por tanto, aquí ya no hay sólo comunicación en el hablar, sino en las opiniones expresadas. Tras el acuerdo sobre el tiempo, se puede tratar de coincidir en otros puntos: “Qué bello paisaje”, “qué manera tan escandalosa de subir los precios”, “la ciudad es interesante cuando se está de visita, pero se vive mucho mejor aquí, en el campo”, etc… A cada nueva coincidencia, por tonta que parezca, va rompiéndose el hielo y aumentando la posibilidad de trabar amistad. Esta surge cuando, en el decurso de la conversación, nos enteramos de que tenemos amigos, ideas políticas, gustos artísticos o aficiones comunes. Comienza la comunicación y cooperación auténtica.

He aquí un ejemplo de intercambio conversacional entre gente joven:

ÉL: ¿Querría bailar conmigo?

ELLA: Con mucho gusto.

ÉL: Me llamo Carlos.

ELLA: Yo, Juanita. Bonita fiesta, ¿verdad?

ÉL: Ya lo creo; una de las mejores a que he asistido desde que estoy en la universidad.

ELLA: ¡Oh!, ¿es usted alumno de esta universidad?

ÉL: Sí. ¿Y usted?

ELLA: No… bueno, pero vine con un universitario. ¿Cuántos años lleva usted aquí?

ÉL: Dos. ¿Quieres un refresco?

ELLA: Bueno.

ÉL: Espérame un momento, vuelvo en seguida.

Valor de los comentarios sin originalidad

Un incidente de la experiencia de quien esto escribe muestra lo necesario que es a veces dar a la gente oportunidad de expresar su coincidencia. En los primeros meses de 1942, pocas semanas después de haber empezado la guerra, y cuando todavía corrían muchos rumores sobre los espías japoneses, tuve que esperar dos o tres horas en una estación ferroviaria de Oshkosh, Wisconsin, localidad donde no me conocía nadie. Pasaron los minutos y caí en la cuenta de que la gente me miraba con recelo e intranquilidad. Había sobre todo un matrimonio con un niño pequeño, que me observaban con particular sospecha y cuchicheaban por lo bajo. Aproveché la primera ocasión que se me presentó para decir al marido lo lamentable que era el retraso del tren a aquellas horas altas de la noche y con tanto frío: Él me dio la razón. Entonces yo seguí diciendo que tenía que ser particularmente molesto viajar en invierno con una criatura, y más siendo tan inseguro el horario de los trenes. A lo cual asintió también. Le pregunté qué edad tenía el nene y le dije, que parecía muy fuerte y grande, para sus meses. Nuevo asentimiento, esta vez acompañado de una leve sonrisa. La tensión iba suavizándose.

Tras otros dos o tres comentarios por mi parte, me preguntó:

—No quisiera que se molestara usted, pero es japonés, ¿verdad? ¿Cree usted que los japoneses tienen probabilidades de ganar la guerra?

—Pues verá —respondí—; no tengo motivo especial para opinar. Sólo sé lo que leo en los periódicos. (Y era verdad). Pero, tal como, veo las cosas, no creo que los japoneses, con su penuria de carbón, acero y gasolina, y con su limitada capacidad industrial, puedan derrotar a una nación tan poderosamente industrializada como los Estados Unidos.

Reconozco que mi observación ni era original ni obedecía a una buena información. Centenares de locutores de radio y editorialistas venían diciendo exactamente lo mismo durante varias semanas. Pero, precisamente por eso, mi comentario sonaba a algo familiar y puesto en razón, por lo cual era fácil coincidir con él, cosa que hizo el hombre, visiblemente como si se le quitase un peso de encima. Hasta qué punto se había derretido el hielo de la sospecha fue algo que indicó su pregunta siguiente:

—Bueno, supongo que su familia no estará por allá mientras dura la guerra, ¿eh?

—Pues sí, allí están… mi padre, mi madre y dos hermanitas.

—¿Tiene usted noticias de ellos?

—¿Cómo me pueden llegar?

—¿Quiere usted decir que ni va a poderlos ver ni a saber de ellos hasta que termine la guerra?

Tanto él como su esposa parecieron entonces positivamente preocupados e interesados por mí.

La conversación continuó, pero con sólo aquellos diez minutos ya habían invitado al autor de estas líneas a visitarlos en su ciudad y a cenar con ellos en su casa. Y las demás personas que estaban en la estación, al verlo en conversación animada con gente que no parecía sospechosa, dejaron de mirarlo y volvieron a sus periódicos y a clavar los ojos aburridos en el techo[2].

Manteniendo líneas de comunicación

Estos usos presimbólicos del lenguaje no sólo establecen nuevas líneas de comunicación, sino que mantienen las antiguas. Los viejos amigos gustan de charlar aunque no tengan nada especial que decirse. Las operadoras telefónicas de larga distancia, los técnicos de radio de los barcos y los encargados de las comunicaciones militares en el frente charlan de cualquier cosa aunque no haya mensajes oficiales que transmitir. Lo mismo pasa con los vecinos de una casa o un barrio o los compañeros de una oficina. El objeto es, en parte, matar el aburrimiento, pero también mantener abiertas las líneas de comunicación, lo cual es más importante.

He aquí una situación corriente entre marido y mujer:

ELLA: Mario, ¿por qué no me hablas?

ÉL: (interrumpiendo la lectura de Schopenhauer o de la revista de carreras): ¿Cómo decías?

ELLA: Que por qué no me hablas.

ÉL: Pero si no hay nada de qué hablar…

ELLA: Es que no me quieres.

ÉL: (dejando el libro y la revista, y un poco molesto): Vaya, no digas tonterías. Tú sabes que te quiero. (Picado de pronto con un súbito deseo de lógica). ¿Estoy entendido con otras mujeres? ¿No te entrego mi paga íntegra? ¿No me parto la cabeza trabajando para ti y para los niños?

ELLA (convencida lógicamente, pero no satisfecha del todo): Sin embargo, yo quisiera que me hablaras de algo.

ÉL: ¿Por qué?

ELLA: Pues, porque…

Claro está que el marido tiene razón por su parte. Con hechos está demostrando extensionalmente que la quiere. Los hechos son más elocuentes que las palabras. Pero también ella tiene razón por otros motivos. ¿Cómo saber que están abiertas las líneas de comunicación si no se ejercitan? Cuando un ingeniero de sonido dice por el micrófono: “Uno… dos… tres… cuatro… probando… ”, no dice gran cosa, pero es muy importante que cuente.

El lenguaje presimbólico ceremonial

Los sermones, las reuniones políticas, las convenciones y otras asambleas de tipo ceremonial, demuestran que todos los grupos —religiosos, políticos, patrióticos, científicos y profesionales— gustan de reunirse alguna vez para cambiar impresiones, ponerse indumentarias especiales (los uniformes de organizaciones religiosas, insignias masónicas, condecoraciones de sociedades patrióticas, etc.), celebrar banquetes, sacar de las vitrinas las banderas, gallardetes o emblemas del grupo y desfilar solemnemente. Parte de estas actividades rituales es siempre una serie de discursos, de tipo general o particularmente pergeñados para la ocasión, cuya función principal no es comunicar alguna nueva al auditorio ni provocar en él nuevos sentimientos, sino algo totalmente distinto.

En el Capítulo 7, “El lenguaje del control social”, analizaremos detenidamente qué es “este algo”. Pero ahora podemos estudiar un aspecto del lenguaje de esas alocuciones rituales. Veamos lo que ocurre, más o menos, antes de un partido de fútbol entre dos equipos universitarios rivales. Cada uno de ellos es presentado a sus partidarios, quienes ya los conocen de sobra. Se invita a algún jugador a que “diga algo”. El farfulla unas cuantas frases incoherentes, muchas veces sin gramática, que son recibidas con frenéticos aplausos. Los directivos hacen entonces promesas fantásticas de convertir en picadillo a los adversarios. La turba de fanáticos prorrumpe en vítores, que casi nunca son más que berridos animales, emitidos en ritmos extraordinariamente primitivos. Nadie se ha enterado de nada nuevo.

Las ceremonias religiosas son hasta cierto punto igualmente desconcertantes a primera vista. El ministro o sacerdote pronuncia su alocución, generalmente en un estilo no comprensible para la congregación (en hebreo, si se trata de sinagogas judías ortodoxas; en sánscrito, si la solemnidad se celebra en templos chinos o japoneses), con lo cual casi nunca llega al auditorio idea o información nueva alguna.

Considerando estos hechos lingüísticos desde un ángulo imparcial, y estudiando nuestras propias reacciones cuando nos dejamos llevar por el espíritu de estas celebraciones, es indudable que, sea cual fuere el significado de las palabras utilizadas en ellas, pocas veces pensamos en su contenido durante la solemnidad ritual. Casi todos hemos repetido, por ejemplo, el Padre Nuestro o las estrofas del himno nacional sin parar mientes en lo que decimos. De niños, se nos meten en la cabeza estas palabras sin entender lo que significan, y seguimos repitiéndolas rutinariamente toda la vida, sin pensar en su sentido. Sólo el hombre superficial se limitará a decir que esto no es sino una prueba más de lo atolondrados que somos los seres humanos. Pero no podemos considerar sin sentido esas palabras, porque ejercen un efecto positivo sobre nosotros. Salimos de la iglesia sin acordarnos quizá del tema del sermón, pero con la sensación imponderable de que el servicio religioso “nos ha hecho bien”.

¿Cuál es ese “bien”? La reafirmación de la cohesión social: el cristiano se siente más prójimo de sus prójimos, y el norteamericano y el francés salen más norteamericanos y más franceses de la función o reunión. Las sociedades se coadunan y aprietan más con estas reacciones comunes a los estímulos lingüísticos.

Por eso, los textos rituales, ya estén expresados en palabras de significado simbólico corriente, ya en idiomas extranjeros o antiguos, o en antífonas ininteligibles, utilizan en gran parte un lenguaje presimbólico; es decir: de conjuntos rutinarios de sonidos sin particular carácter informativo, pero sí emocional (frecuentemente cargados de emocionalismo de grupo). Rara vez dicen nada gramaticalmente a los miembros de la congregación. El galimatías de una tenida masónica puede parecer absurdo a quien no esté iniciado. Es decir: cuando el lenguaje se hace ritual, su efecto se independiza considerablemente del significado gramatical de las palabras.

Un consejo a los apegados a la letra

Las funciones presimbólicas del lenguaje tienen la característica de que su eficacia no depende del empleo de palabras: pueden desarrollarse sin hablar en absoluto. Así, por ejemplo, los ladridos o gañidos colectivos pueden crear un sentimiento de grupo entre los animales, y los vítores de la multitud entre los seres humanos, o bien los cantos a coro y otros ruidos en masa. La amistad o el afecto pueden representarse por sonrisas y gestos, sin necesidad de dar los buenos días; y los animales lo expresan oliéndose o acariciando hocico con hocico. El ceño, la risa, los brincos, la sonrisa, pueden encerrar muchas expresiones, sin apelar al empleo de palabras. Pero éste es el más corriente entre los seres humanos, y así, por ejemplo, exteriorizamos nuestra ira con una andanada verbal, sin necesidad de derribar a uno de un puñetazo. En lugar de formar grupos sociales, apretujándonos como gozquecillos, escribimos constituciones y cláusulas o inventamos rituales para expresar verbalmente nuestra cohesión.

Entender los elementos presimbólicos del lenguaje cotidiano es extraordinariamente importante. Nuestra conversación no puede ceñirse a dar o pedir información, no podemos limitarnos a declaraciones propiamente dichas, porque entonces no podríamos siquiera decir “mucho gusto en conocerlo” cuando llegase el caso. Las Aristarcos intelectuales quieren que sólo hablemos cuando tenemos algo que decir y que nos ciñamos a eso. Pero, naturalmente, esto es imposible.

La ignorancia de los usos presimbólicos del lenguaje no es tan común entre los hombres incultos (quienes perciben muchas veces estas cosas intuitivamente) como entre los cultos. Estos, después de escuchar las conversaciones que se desarrollan en los tés y en las recepciones, llegan a la conclusión de que todos (menos ellos) son un hatajo de imbéciles, a juzgar por lo trivial de los temas. Al enterarse de que la gente sale de la función religiosa sin recordar bien el sermón que escucharon, toman a todos los devotos por hipócritas o tontos. Cuando escuchan una soflama política, quizá se extrañen de que haya quien crea “tanta superchería”, por lo cual se hacen a la idea de que la democracia es una utopía, puesto que la gente tiene tan poca cabeza. Casi ninguna de estas pesimistas conclusiones es justificable por esos motivos, porque se han aplicado las normas del lenguaje simbólico a hechos lingüísticos que, parcial o totalmente, son de carácter presimbólico.

Con otro ejemplo se entenderá esto mejor. Supongamos que estamos al lado de la carretera, afanados en cambiar un neumático reventado. Un fulano de tosca apariencia se acerca y nos pregunta en tono amistoso e inocente: “¿Se les ha bajado una llanta?”. Si tomamos las palabras al pie de la letra, veremos que ha sido una necedad, y nos vienen ganas de contestarle: “Pero ¿no ve usted, zoquete, lo que pasa?”. Pero si en lugar de atender a la letra de las palabras nos fijamos en su intención, responderemos a su tono amistoso con una observación de buen humor, y quizá hasta nos ayude el hombre a cambiar la rueda[3]. Así hay muchas situaciones en la vida, en que no debemos prestar atención a las palabras, porque su intención es muchas veces más inteligente e inteligible que ellas. Nuestro pesimismo sobre el mundo, la humanidad, la democracia, etc., se debe quizá en gran parte a que inconscientemente aplicamos las normas del lenguaje simbólico a expresiones presimbólicas.

APLICACIONES

Pruebe este juego con sus amigos. En una reunión o fiesta social, proponga que durante un rato no se pronuncie más que esta palabra absurda e inexistente: “Urglu”. Puede pronunciarse en cuantos tonos y tesituras sean necesarios para expresar distintas situaciones. Pero, eso sí, no se permitirá en absoluto, so pena de una multa, emplear el lenguaje ordinario. Observe todo lo que puede expresarse con sólo este voquible, acompañado de cuantos gestos, muecas o expresiones faciales hagan falta. (Y a propósito: ¿a qué se debe que cualquiera de estos juegos sociales resulte tan insípido y tonto al ser descrito, aunque sea divertido en acción?)

En la reunión siguiente de su club o de su comité, tome nota de: las veces en que se utilice el lenguaje presimbólico. ¿En qué momentos de la reunión parece ser útil al grupo? ¿Hay otras ocasiones en que estorbe la discusión?

O bien, observe cómo se conduce el presidente de un banquete, el animador de una merienda al aire libre o el “maestro de ceremonias” de un club nocturno. No sea demasiado “objetivo” en la práctica de este ejercicio, no se siente como una estatua o como un etnólogo de una civilización distinta, que se pone a tomar notas sobre las costumbres nativas. Entre más bien en el espíritu de la fiesta, observe sus reacciones personales y las de los demás a las expresiones sin sentido que caracterizan estas reuniones; Al día siguiente podrá adoptar una actitud objetiva y distante, al escribir sus observaciones, las peroratas, las reacciones del público y las suyas propias.

Fíjese un día en la cantidad de veces que los miembros de una reunión hacen comentarios sobre el tiempo al llegar a ella. ¿A qué se deberá que el tiempo es un tópico tan manido y tan fácil para entablar conversación? Claro que a las mujeres les gusta más empezar a charlar con algún elogio al aspecto o vestido de la recién llegada: “¡Qué sombrero tan bonito!”. “¿Dónde compraste esa preciosidad de vestido?”. Se pregunta: ¿Tendrán los hombres temas peculiares de su preferencia piara trabar conversación con otros hombres?

Tengo para mí que los niños no suelen desarrollar lenguaje alguno presimbólico para iniciar su trato con los demás. Observe con particular atención cómo entran en conversación un niño y un adulto que no se conocen.

¿Qué significa en realidad “cómo está usted”? Sería de ver la sorpresa de quien se lo pregunta por la mañana, si usted le contestase: “pues tengo una temperatura de 36.7o”. ¿Está en realidad tan encantado como dice, el francés que empieza su conversación con la exclamación de “Enchanté”? Reflexione un poco sobre la fórmula cortés y caballeresca española de “beso a usted los pies”, o “… que besa sus pies”, al terminar una carta, y el sufijo japonés “—kun” con que un japonés llama a otro (“Hayakawa-kun, Yamada-kun”), que antiguamente significó “príncipe”.

Advierta las diferencias de las expresiones presimbólicas características de las distintas clases sociales, grupos étnicos y países. El lector que conozca más de una clase social o más de una nación puede establecer comparaciones y contrastes en cuanto a esto entre ellos. El autor de estas líneas estima que hay acusadas diferencias de estilo y expresiones presimbólicas entre la cultura general de la clase media norteamericana y las de los grupos de inmigrantes que conservan sus costumbres del mundo antiguo: Los labradores escandinavos del “Medio Oeste”, los holandeses de Pensilvania, los judíos neoyorquinos del distrito de las modas y vestidos, los italianos, los poloneses, los alemanes del noroeste de Chicago, etc. También hay diferencias de clase y ocupación: costumbres sociales entre la gente de teatro, camioneros, clubes de mujeres, artistas y escritores de los barrios bohemios urbanos y los oficiales navales. Hay un estilo particularmente gracioso y ceremonioso en las reuniones de los negros norteamericanos de la clase media inferior.

Describa las diferencias presimbólicas entre dos o más grupos sociales, en un ensayo de 1000 a 1500 palabras.

En los Estados Unidos se publican muchos libros sobre cómo “perfeccionar” el silencio. Así, en los libros de educación social, se aconseja a las jóvenes a hacer preguntas banales a sus parejas para que hablen. Hay cursos completos de “conversación” y exposiciones sobre el “poder de las palabras” para los adultos:

LECCIÓN NÚM. 2. Forma de trabar conversación. ¿No sabe qué decir cuando se encuentra con gente desconocida? El tema de esta lección es cómo sentirse a gusto con cualquiera y en cualquier parte: establecer conversación en un grupo heterogéneo…

—Anuncio de estudio de conversación

Hay también libros interesantísimos, como los de Norman Vincent Peale y el rabino Joshua Liebman, que enseñan a abrirse camino en la vida con la palabra. Como todos saben, el libro más famoso de este tipo es How to Win Friends and Influence People, en que Dale Carnegie recomienda: “Arranque un ‘sí, sí’ a la otra persona inmediatamente”.

Geoffrey Wagner, profesor del City College de Nueva York, hombre educado en Inglaterra, observa que los ingleses no tienen tanto interés en evitar el silencio como los norteamericanos. “Un tío mío —escribe— estuvo yendo a Nueva York veinte años con el mismo grupo de individuos, en el mismo carruaje, y jamás se hablaron. Visite un club del West End. Entre en los ascensores de Londres. Los ingleses generalmente no tienen ganas de hablar”.

Recomendamos al lector que reflexione sobre sus experiencias personales respecto a costumbres, conversación y etiqueta de su grupo social, que examine cuidadosamente cosas que para él son naturales y que escriba un ensayo de 1,000 palabras describiendo el ceremonial de la bienvenida que se dispensa a los que acaban de llegar de un país distante; por ejemplo: en Hispanoamérica.